DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs1343

DEBATES, ENSAYOS Y COMUNICACIONES

 

“Vivir la política” o una manera de revisitar la configuración de la república: vínculos, poderes, instituciones (1850-1890)1

 

Marta Bonaudo2

 

Hace ya bastantes años Pierre Rosanvallon (1994, 2006), analizando las utopías liberales, planteaba que el liberalismo –más allá de transformar las relaciones sociales vigentes con miras a consolidar un nuevo orden social– proponía un modo diferente de pensar la legitimidad del poder, asentado sobre la soberanía del pueblo, y colocando la figura del ciudadano en el centro de las nuevas comunidades políticas a construir. Ello conduciría a redefinir a su vez las interacciones entre Sociedad Civil y Estado y la ética cívica que desplegarían los miembros de tales comunidades.
A lo largo de estos años, los historiadores hemos reflexionado una y otra vez tanto sobre las culturas políticas liberales como sobre las culturas políticas republicanas con el solo objetivo de comprender nuestras propias realidades y, especialmente, estas realidades latinoamericanas que tanto nos conmocionan. Gracias a los aportes de por lo menos tres generaciones, nuestra mirada sobre aquellas se ha complejizado. Esto nos conduce a destacar que en virtud de los análisis de estas casi cuatro décadas, para el caso argentino, fundamentalmente a partir de la recuperación democrática, hoy nuestros presupuestos se han modificado profundamente.
Miradas desde la perspectiva de aquellas culturas, hoy sabemos que la dinámica
de las nuevas configuraciones republicanas estuvo signada por la confrontación recurrente entre unos modelos sociales, culturales, políticos liberales/republicanos y aquéllos que pervivían o se conformaron al calor de otras experiencias materiales y simbólicas. En segundo lugar, que sus participantes fueron actores involucrados en múltiples tramas que se solapaban, desdibujando con frecuencia aquella disociación que el liberalismo decimonónico planteaba entre “lo público” y “lo privado”, entre un universo de valores ligados a la primacía del “interés general” y aquél en el operaban intereses y posiciones particulares (Bonaudo, 2016, pp. 133-141). Ellos desplegaron sus acciones en contextos dinámicos, plurales, donde racionalidades y afectividades se conjugaron en la definición de comportamientos y tomas de decisión. En consecuencia, tanto sus imaginarios, valores, lenguajes, rituales así como sus acciones concretas, reiteradas y compartidas, influyeron “sobre su comportamiento político y sobre su actitud frente a las instituciones, regulando en suma su manera de vivir la política” (Caciagli, 1996, p. 125). Por ende, en torno a algunas dimensiones de cómo esos actores tradujeron esos imaginarios, esos valores, en suma, cómo vivenciaron su vida política, va entonces a centrarse mi exposición.

Incluir excluyendo

Los desafíos de la construcción de una comunidad política implicaron para las élites liberales el despliegue de un conjunto de estrategias. Por una parte, sus modos de pensar los criterios de igualdad y de libertad –expresados en la legislación electoral pero también en sus prácticas políticas– produjeron una torsión que definió, en un mismo movimiento, lógicas de inclusión y exclusión dentro de cuyos márgenes se movieron alternativamente tres actores sociales: las mujeres, los extranjeros y los habitantes de los denominados Territorios Nacionales. Para dirimir tales márgenes se acudió al concepto de “incapacidad” política de unos frente a los otros, imponiendo criterios que trascendieron la esfera estrictamente política y se tradujeron en conductas de desconfianza y rechazo, afectando profundamente las relaciones sociales cotidianas y las interacciones con el Estado.
En el marco de la cultura política liberal, la figura femenina estuvo signada por su calidad de minoridad a través del estrecho vínculo que dicha cultura estableció entre mujer y naturaleza (Rosanvallon, 1994, pp. 137 y ss). A diferencia de los varones, a quienes se les reconoció una capacidad racional para traducir la igualdad natural en igualdad política a través de la clave ciudadana fijada por el contrato, las mujeres quedaron confinadas en una esfera no política, irracional, natural y, por ende, dependiente (Jiménez Perona, 1995, p. 28). Esta situación se vio reforzada por la normativa. Como lo señala Verónica Giordano (2003), el Derecho Romano, el Código de Napoleón (1804), las doctrinas de ciertos juristas como Fortuné Antoine de Saint-Joseph (1840) o el español García Goyena (1851) confluirían en la formalización de una codificación civil latinoamericana que –más allá de sus especificidades– impuso una concepción patriarcal de las relaciones familiares.
En cambio, la condición de persona humana portadora de razón fue el trampolín a partir del cual “universalmente” los varones adultos accedieron a la condición ciudadana y, por ende, al ejercicio de los derechos políticos. Tanto la tradición francesa –luego de la revolución de 1789– como la española a partir de 1812, convalidaron la separación jurídica entre hombre y ciudadano, al caracterizar al primero como portador de derechos naturales y civiles y adicionar al segundo el usufructo de los derechos políticos.
La mayoría de los intelectuales y políticos argentinos de la generación del ‘37 estuvieron contestes en constituir políticamente la nación (Sarmiento, 1852, p. 47). El objetivo era configurar institucionalmente un orden político en cuyo interior jugaría un papel central el Estado. Esa casi equivalencia inicial entre Estado y Nación sería, desde la mirada de analistas como Benedict Anderson, la marca de su modernidad (Palti, 2007, p. 153). Tal equivalencia impactó en el modo de perfilar el sujeto-ciudadano que libre y voluntariamente asumió el pacto y fue considerado la base del poder soberano. Si bien éste ejercería sus derechos civiles respondiendo a un mandato universal precedente al pacto, el legislador dejaría, en cambio, su impronta sobre los derechos políticos. Fue el derecho electoral, derecho político por excelencia –concedido con criterios de “universalidad” en términos del siglo XIX– el que coadyuvó a diferenciar al habitante del ciudadano, al argentino del extranjero.
La primera diferencia habitante/ciudadano impactó sobre los pobladores de los Territorios Nacionales. Si la Constitución de 1853 colocó a esos espacios, aún no controlados jurisdiccionalmente, como prolongaciones de ciertos Estados provinciales, la ley 1532 (1884) les impuso la calidad de divisiones geográficoadministrativas dependientes en forma directa de la nación.3 Bajo la impronta de la tradición norteamericana, dicha norma generó –para habitantes precedentes o futuros– una condición asimétrica con respecto a sus pares provinciales.4 Aquellos pobladores, anteriormente ciudadanos, vieron cercenados sus derechos y garantías al convertirse en habitantes. Se producía en este caso la pérdida de derechos políticos por la modificación jurisdiccional, concediéndoseles solo participación en la todavía virtual esfera municipal cual vecinos o ciudadanos territoriales. En el Parlamento, ciertas voces alertaban sobre tal pérdida y la conversión de esos hombres en “parias” al interior de la comunidad.5 No obstante, la configuración de las nueve gobernaciones territoriales convalidó la distancia que separaba a los habitantes de los ciudadanos.
La segunda, argentino/extranjero fue mutando en sus lógicas. El extranjero emergente inicialmente del proyecto republicano de refundación social, fue considerado la piedra basal de ese doble trasplante institucional y poblacional que tenía como propósito crear una nueva sociedad sobre el “desierto” y la “barbarie”. En ese contexto, el inmigrante europeo, supuestamente portador de un acervo racial y cultural privilegiado, emergía como el principal agente civilizador de aquella república en construcción y como el actor central del mito del “crisol de razas”, al menos en las décadas iniciales del período (1850-1870). Los desajustes, las resistencias de uno y otro lado así como el estallido de los primeros conflictos dieran paso a nuevos escenarios marcados por posturas ambivalentes, no exentas de rechazos abiertos como las que hicieron su aparición estelar en el cambio de siglo, los festejos del Centenario o los años de la primera posguerra. Décadas en que las incertidumbres se multiplicaron y, por primera vez, se dieron pasos firmes tendientes a modificar el modelo inmigratorio amplio, establecido por la Constitución Nacional y las leyes de colonización y ciudadanía sancionadas entre 1850 y 1877. La extranjeridad y las posibilidades de su inclusión consensuada o de su exclusión, se irían desenvolviendo paulatinamente a lo largo de una serie de procesos convergentes. Por un lado, la lenta pero persistente erosión del mito civilizador asociado a la inmigración abierta, de la mano del surgimiento de imágenes menos confiadas y optimistas, como las de la novela naturalista de la década de 1880 o las forjadas por la criminología positivista y el darwinismo social del fin de siglo. Por otro, del avance paulatino de un proceso de redefinición de los criterios de inclusión y exclusión que incidieron tanto sobre la identidad ciudadana como sobre la identidad nacional en virtud del resquebrajamiento del modelo “político” y contractualista de la nación –plasmado en la Constitución de 1853– y la consecuente emergencia de concepciones culturalistas o herderianas sobre la argentinidad.6 En ese marco, las nociones de extranjeridad fueron desprendiéndose de su naturaleza política y jurídica inicial, para asumir criterios más esencialistas, marcados también por la raza y la clase que desbordaban incluso las delimitaciones nacionales. El progreso no se vislumbraba ya como un salto “adelante”, a través de la edificación de una sociedad nueva basada en la inmigración y la ruptura con el pasado, sino más bien como un mirar hacia atrás, con el propósito de hallar, en ese pasado otrora denostado, los elementos necesarios para construir un molde a partir del cual forjar formas más sustanciales y homogéneas a los argentinos (Bonaudo y Mauro, 2015, pp. 41-70).

Consensuar distinguiendo…

¿Cómo hacerlo en la nueva república liberal? A veces perdemos de vista que, concomitantemente al impacto producido por concepciones de igualdad o libertad impulsadas por el paradigma liberal, también incidió en la configuración de un nuevo orden de poder el concepto de fraternidad o su referencia política más antigua: la amistad (Godoy Arcaya, 1993, p.11). La amistad –ese objeto por excelencia de la política como diría Arendt– estuvo en la base de la resignificación aristotélica que el liberalismo hizo de la misma con miras a configurar las nuevas comunidades políticas (Arendt, 1997; Barzotto, 2011; Treviño Leyva, 2012, pp. 105-130; Derrida, 1998). Las relaciones de amistad que se establecieron entre los hombres, motivadas por el interés, operaron en el origen y pervivencia de tales comunidades. Ellas implicaron la articulación de los individuos en función de afinidades electivas que servirían de base a la definición acordada de los intereses comunes de la comunidad política. Tal concordancia, sostenida en la complementariedad y reciprocidad de sus miembros, los conduciría luego a la institucionalización de un régimen político a través del pacto.
Las elites notabiliares que impulsaron la configuración de las nuevas comunidades políticas y sus Estados, tanto provinciales como centrales, percibieron indudablemente la importancia del despliegue de esas tramas amicales utilitarias. Fue ese capital social –centrado en la pertenencia a grupos amicales en cuyo interior los individuos se reconocían y generaban vínculos de confianza y compromiso– el que en gran medida les permitió movilizar sus redes originarias y articularlas en tramas más amplias y de mayor densidad (Bourdieu, 1986, pp. 241-258; Putnam; Leonardi y Nanetti, 1993). Tarea no fácil para que –quienes en etapas anteriores habían actuado persiguiendo casi exclusivamente intereses privados, operando como grupos con escasos niveles de agregación– transfirieran rápidamente su confianza y sus lealtades hacia tales unidades políticas.
Los pactos concretados entre 1853-1860, con la definitiva incorporación del Estado de Buenos Aires a la república, no implicaron un punto de acuerdo definitivo. No solo persistieron desencuentros y disensos en torno a una concepción compartida sobre el “bien común” sino que, para muchos partícipes de aquellas élites, las lógicas de ese acuerdo racional implícito en la emergencia de una comunidad política resultaban demasiado abstractas o de difícil alcance. El proceso de asunción del compromiso cívico o de la “virtud cívica”, de consolidación de los valores de confianza y reciprocidad sería lento, costoso y –aunque colocado en el horizonte– tardaría mucho tiempo en madurar (Casellas y Pallarés Barberá, 2005, p.182).
El conjunto de actores involucrados irían configurando en el despliegue de una conflictividad recurrente, experiencias que los conducirían a redefinir sus relaciones con el poder e incluso sus propias identidades. Por eso, las décadas posteriores estuvieron signadas por una tensión constante entre la necesidad de consolidar las bases comunes de la comunidad política y del Estado en sus esferas nacional y provincial y la recurrencia a aquellas otras relaciones de reciprocidad, de amistad fuertemente ancladas en la cotidianeidad de la vida privada que aún resultaban funcionales. No pocos de ellos intentarían proyectar estas últimas en la escena pública, desdibujando incluso, las lógicas institucionales de nuevo cuño. Como lo destacaba Walther Bernecker (1993, p. 415), los amigos a secas eran más importantes que un Estado abstracto.
¿Cómo afectó este tipo de concepciones y de prácticas a la dinámica política? Por un lado, las amistades políticas –paulatinamente estructuradas en constelaciones partidarias– favorecieron la articulación de los poderes locales, ya que gran parte de tales vínculos estuvo en la base de acuerdos y negociaciones, de la concreción de consensos, de la superación del conflicto y la violencia. En cada coyuntura electoral se definían las aspiraciones de los partidos en pugna, pudiendo el grupo triunfante controlar directa o indirectamente los tres poderes del Estado provincial. Ello significó no solo imponer agendas de debate sino consolidar los lazos entre esos amigos “distinguidos” que poseían una natural afinidad, participaban de un idéntico sentimiento y eran influyentes por prestigio y poder en sus propios distritos. Los vínculos amicales intraélites, fuertemente marcados por el criterio de distinción, tensionaron las lógicas de la igualdad ciudadana y profundizaron las dinámicas jerárquicas en las prácticas políticas.
El intercambio de argumentos y puntos de vistas orientados a superar divergencias no fue fácil y, no siempre al alcanzar cierto grado de concordancia, se eliminaron totalmente las diferencias al interior de cada espacio. La vida política de esa segunda mitad del siglo XIX se caracterizó, en consecuencia, por la interacción y la confrontación de diversos grupos de amigos. Paralelamente, se fue perfilando en ella al mismo tiempo la figura del adversario político, cuando no la del enemigo (Arditti, 1995, pp. 333-351; Bonaudo, 2016, pp.154 y ss.).
En la competencia por el poder cada colectivo intentó minar la cohesión y combatividad del grupo opositor, desmoralizar a sus miembros. La lucha política se dibujó como un verdadero juego de ataque y contraataque, que tuvo su escenario privilegiado tanto en las instancias de convalidación de candidaturas como en las del reclutamiento de electores en vísperas eleccionarias y/o en la propia elección. Tales estrategias, en las que la violencia simbólica dejaba paso a presiones concretas, operaban tanto con el objetivo de favorecer la formación de la conciencia del propio grupo como de efecto demostración ante el otro.

Desterritorializar la política y configurar el Estado central

Estas tramas amicales también resultaron funcionales en ese paulatino proceso de desterritorialización de la política que condujo a modificar la concepción de la misma, concebida exclusivamente como asunto local, para transformarla lentamente en cuestión provincial o nacional. En este último plano, los enemigos a vencer eran los localismos y las formas violentas. Para concretar la unidad, los notables negociaron sus influencias, movilizando y transfiriendo lealtades, adhesiones, alianzas desde sus territorios a formas partidarias que pretendían proyectarlas hacia un poder central (Fruci, 2008, pp. 98).
Como podemos observar a través de diversos fondos documentales, aun cuando estas sociedades estaban fuertemente enraizadas sobre el territorio y las candidaturas a representantes emergían de dirigencias reconocidas y naturales de la comunidad, hubo injerencias continuas de los poderes, el provincial sobre el local, el central sobre los provinciales, a través de las cuales se pretendía alcanzar ciertos consensos.
Las injerencias no implicaron ni la desaparición de las disidencias ni de acciones de poder que obraran como verdaderas imposiciones. Estas últimas también fueron, en parte, resultado de un verdadero proceso de circulación de los miembros de las élites: hombres que desde el poder central bajaban al espacio provincial, interactuaban alternativamente en dos o más espacios provinciales/territoriales o de las ciudades capitales migraban hacia los departamentos y viceversa (Bonaudo, 2016, pp. 156 y ss.).
Imágenes disímiles pero congruentes que daban cuenta al mismo tiempo de las reciprocidades que alimentaban los vínculos así como de la capacidad de presión que podía ejercerse al momento de apoyar o rechazar un candidato pensado como garante de una sucesión. Si estas escenas del poder comenzaron a recrearse desde la etapa de la Confederación y la secesión de Buenos Aires, adquirieron paulatinamente fuerza en las sucesivas presidencias y, claramente, terminaron de consolidarse con el ascenso de Julio A. Roca al gobierno.
La dinámica precedente dejó su impronta sobre las nuevas formas que adoptó la estatidad, tanto en sus dimensiones provinciales como territoriales o bien en la configuración del Estado central/”nacional”.
No me voy a detener en la compleja y conflictiva configuración material del Estado ni tampoco en cómo ese constructo estatal logró legitimarse ante sus gobernados, cómo incidió o bien estuvo condicionado en el reconocimiento de sus instituciones y representaciones. En otras palabras, cómo gestó una verdadera dominación simbólica, de qué modo impulsó en un plano general transformaciones culturales profundas en el interior de sus ciudadanos. Coincidimos en este sentido con Juan Pro cuando afirma –pensando en el caso español– que “para que el Estado nacional pueda existir es necesario todo un conjunto de transformaciones que pertenecen al ámbito cultural, en virtud de las cuales no solo se acepta la legitimidad del poder, sino que los ciudadanos adoptan una visión de la realidad mediada y condicionada por el Estado” (2016, pp. 1-30). En esta dirección es necesario que –más allá de los logros alcanzados ya– las investigaciones recuperen y profundicen los análisis sobre los proyectos societales y de poder, los lenguajes, las representaciones simbólicas, las acciones educativas y de concientización que intentaron producir cambios culturales profundos, tanto en las formas de convivencia como en las de institucionalización del poder. Mi reflexión, para concluir, se orientará finalmente hacia la compleja experiencia de dotar a la moralidad pública de un modelo cívico.

Modelos en pugna para la república

La emergencia de un orden estatal y de un sistema representativo asentado en la soberanía del pueblo –en tanto agregación de ciudadanos–, enfrentó al liberalismo decimonónico al problema de introducir al interior de sistemas habituales de relación un nuevo conjunto de ideas acerca de la vida pública, de virtudes para la convivencia y para la organización de la vida política, en suma, dotar a la moralidad pública de un modelo cívico (Escalante Gonzalbo, 1992, p. 32). Este, en su dimensión modélica, se estructuró en torno a ciertos ejes: el respeto del orden jurídico, la responsabilidad de los funcionarios, la participación ciudadana, la protección de los derechos individuales. Ahora bien, ¿cómo sortear el viejo desfasaje entre los hábitos y las necesidades sociales ante las instituciones imaginadas para darle forma? ¿Cómo imponer, frente a otras morales, a la política imaginada como un nuevo orden de normas y valores, al Estado como institucionalización del bien común, al ciudadano capaz de afirmar su lealtad hacia las instituciones políticas y su solidaridad con sus pares?
La dinámica de las construcciones republicanas se vio atravesada por todos estos dilemas y aquéllas debieron asumir el desafío que implicaba el intento de viabilizar una moral cívica al interior de sociedades fuertemente desiguales y construidas alrededor de una multiplicidad de sujetos sociales atravesados por vínculos parentales, corporativos, comunitarios. Así, la configuración de un sistema representativo y de instancias de mediación entre la sociedad civil y el Estado se vio sometida a profundas tensiones que, en definitiva, la resignificaron.
Tanto la correspondencia de la época como las disputas de papel –encarnadas en la prensa partidaria–, dieron cuenta del desfasaje entre la visión modélica de la amistad orientada a plasmar un orden asentado en el bien común y las prácticas sustantivas de amigos preocupados por sus intereses particulares.
El espectáculo que brindaba a notables y subalternos la política de época denotaba la ajenidad que la misma tenía con nociones como neutralidad o desinterés, mostrando en cambio una sostenida tendencia a motorizar y satisfacer intereses particulares (Escalante Gonzalbo, 1994, p.91). Esta dinámica permeaba las “amistades desequilibradas” existentes tanto entre los pares como entre estos y los subalternos, alimentando diversas tramas clientelares mediante las influencias legítimas o de los “intereses calculados”. La misma trascendía los comportamientos electorales afectando a la vida de la comunidad política en su conjunto y al funcionamiento global del Estado.
Lealtad y confianza surgían como factores que en el intercambio debían recibir respuestas equivalentes. Algunos autores vieron en esta utilización por parte de los notables de un conjunto de medios puestos a su disposición, la incapacidad del propio Estado para alcanzar sus fines (Moreno Luzón, 1996, pp. 169-190). Eran evidentes, como lo hemos señalado en otro momento, las dificultades tanto del Estado central como de los Estados provinciales/Territorios Nacionales para asumir los desafíos impuestos por una agenda amplia y compleja que garantizara el orden, el desarrollo y la distribución de una serie de bienes y servicios a un conjunto poblacional altamente heterogéneo y disperso. Si bien esta fue una dimensión del problema, la otra estuvo –desde nuestra perspectiva– fuertemente vinculada a un modo de concebir las relaciones de poder por parte de los notables pero también de los grupos subalternos, sobre las que incidieron tanto las tradiciones culturales precedentes cuanto las nuevas dinámicas sociales.
Las élites operaron en los espacios de toma de decisiones locales o provinciales/ territoriales y, a su vez, actuaron como intermediarios entre los poderes centrales y sus propias comunidades políticas, no concibiendo que el acceso al cargo las colocaba en un lugar de responsabilidad pública. Por el contrario, en la mayoría de los casos, estos notables asumían que les otorgaba el derecho de administrarlo en su propio provecho (Bernecker, 1993, p. 413). De este modo,confrontaban recurrentemente con el “deber ser” impuesto por la moral cívica. Por su parte, los actores subalternos fueron modificando paulatinamente su percepción sobre el significado de su incorporación a la dinámica electoral –alejándose de supuestas visiones de “pasividad– y reconsiderando, a su vez, el “valor” del voto.
Durante cuatro décadas se multiplicaron los indicios de que dominantes y dominados estaban alterando mirada sobre los liderazgos y los modos de configuración de los consensos.
Los cambios se tradujeron en las agendas partidarias y evidentemente adquirió mayor relevancia el problema de los costos de la política. Por una parte, esto se vinculó con los recambios generacionales y la aparición de candidaturas o liderazgos que no poseían ni el prestigio ni el poder de sus antecesores y debían competir para hacerse un lugar en la política como “hombres de opinión” desde trayectorias alternativas. Por otra, a consecuencia de las modificaciones sufridas por aquella tradicional «economía del don» –que sostenía contraprestaciones, campañas y agentes electorales– la cual no solo había perdido informalidad sino que se objetivaba directamente en la instancia electoral. La emergencia de una «economía del cálculo» en la que se vieron involucrados tanto pares como subalternos, resignificó, en definitiva, el vínculo de los actores con el poder y las condiciones de construcción del consenso. Lo que en las etapas iniciales aparecía como incipiente y daba cuenta de cómo el cálculo se sobreimprimía a las lealtades, afectos y reconocimientos tradicionales en la competencia electoral, se intensificó en las últimas décadas del siglo y su registro se tornó recurrente (Garrigou, 1992, pp. 7-34; 1998, pp. 39-74; Bonaudo, 2016, pp. 133-141). Pero también, se observó cierto nivel de reconversión del concepto de vocación política y del modo de ejercicio de dicha actividad.
En los Estados se retomó una y otra vez la discusión en torno a la gratuidad de las funciones parlamentarias y, por ende, sobre el «desinterés» de los agentes para cumplirlas. Honor y necesidad se tensionaban ante la aparición de representantes que, ajenos a las filas notabiliares, dieron lugar a apasionados debates en torno a la igualdad ante la ley y a la importancia de considerar a la función parlamentaria como servicio público que debía ser retribuido. Pese a la resistencia de algunos actores que pretendían confrontar lo que consideraban el despliegue del “mercantilismo político” en el Estado y particularmente en las legislaturas, en la última década del siglo las provincias de Santa Fe, Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes y Córdoba remuneraban a sus legisladores (Hora, 2006, p. 60).
La demanda por «vivir para y de la política» había comenzado y ello impondría no solo una reconsideración de los recursos del Estado y su distribución entre los poderes sino también una reflexión sobre el rol parlamentario. En esta última dirección, nuevamente adquiría importancia el hecho de que, para dar continuidad a la instancia de representación que determinados actores asumían, era necesario gestionar intereses individuales, locales y provinciales si querían estabilizar sus respectivas influencias políticas. Estas iban de la mano una y otra vez de las reciprocidades y de las respuestas a las reivindicaciones colectivas que estuvieron en la base de sus triunfos electorales. En consecuencia, de los recursos materiales o simbólicos que orientaran desde el Estado hacia esas “amistades desequilibradas”.
Al finalizar el siglo estos parlamentarios operaban aún más como “portavoces de intereses particulares” que como representantes de “intereses generales”, dejando una vez más en evidencia el juego de las relaciones entre dinero y política y la tensión para reducir al mínimo la competencia en el «mercado político» a fin de favorecer sus éxitos electorales (Cartier-Bresson, 2010, pp. 86-103).

Notas

1 El presente texto recupera la conferencia que la autora brindó el 2 de noviembre 2016 en el panel de inauguración de las VII Jornadas de Historia de la Patagonia, que tuvo como sede a la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de La Pampa en Santa Rosa.

2 Investigaciones Socio-Históricas Regionales-Universidad Nacional de Rosario/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: martabonaudo@gmail.com.

3 El diputado Cárcano plantea con claridad los argumentos de la transferencia “…dictar la ley…que consagre los mismos derechos y garantías de que gozan los habitantes de las provincias de la República, que, como la ordenanza norteamericana de 1787, sea la incubadora de nuevos estados, que más tarde han de incorporarse á la Unión argentina, para seguir las manifestaciones de su engrandecimiento…Ninguno de ellos, dice Story, tiene título alguno para reclamar un gobierno individual, y no deben tampoco estar dependientes de la jurisdicción particular de un estado; deben colocarse bajo la autoridad y jurisdicción de la Unión, porque de otra manera no estarían sometidos á ningún gobierno, y la administración de ellos, está librada, enteramente, a la voluntad del Congreso…” También el diputado Calvo aprobó la postura. Ver Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación (DSCD), 17 y 19 de setiembre de 1884, pp. 1068, 1133.

4 Ver DSCD, 19 de setiembre de 1884, p. 1125.

5 De acuerdo con los datos del Censo Nacional de 1895 los Territorios Nacionales representaban el 44% de la superficie total del país y reunían el 1.76 % de la población total, ver Gallucci (2011, p.1).

6 Al respecto, remitirse a DSCD. 17 de setiembre de1884, pp. 1063 a 1067; Devoto (2006).

 

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