DOI: http://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2016-200309

REENCUENTRO

 

Memorias de un normalista pampeano

 


S/T, fotografía. Adrián Pascual

 

Juan Ricardo Nervi*

 

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 20 de junio de 1980
Pedradas

El problema de las calificaciones (y las promociones al curso inmediato) sigue siendo “la espada de Damocles” de los alumnos. Liberado a la decisión profesional, mantiene su expectación en la duda, sin saber a qué atenerse acerca de su rendimiento. Claro está; no es menos patética la situación de los docentes honestos cuando se trata de ser ecuánimes respecto de la nota que merece a los educandos. Por lo general, preguntábamos a los compañeros “cómo habíamos estado” en la lección cuando pasábamos al frente:
–¿Y…? ¿Cómo estuve?
–¡Fenomenal…! Decía César, para quien todo estaba bien.
–Para un cuatro…y apenas, opinaba Pepe.
–¡Si no lo sabés vos…!, agregaba, escéptico, Victorio.
Nos faltaba rigor autocrítico. Recuerdo todavía que, en cierta ocasión, al preguntárseme algo sobre estética, respondí textualmente:
“Denominamos sentimiento estético a la sensación de agrado que produce lo bello”. Lo decía el libro de Amanda Imperatore, y así debía ser. Me dijo que con esa respuesta “le había puesto la tapa” a la profesora.
–¡Estuviste bárbaro…!, dijo Horacio, el achense.
–La dejaste muda…, manifestó Quino.
El que quedó mudo fui yo cuando, al finalizar la hora, solemnemente, la dómine me dijo:
–¿Usted? ¡Tiene un cuatro…!

¿Sobre qué cartabones calificaban los profesores? Aquella subjetividad solía ser delirante. A decir verdad, nos perdíamos en un laberinto de dudas y contradicciones. ¿Cómo estudiar? ¿Cómo aprender? ¿Qué estudiar?¿Qué aprender? ¿Cómo expresarse? El vacío era total. Supongo que en este aspecto los cambios cualitativos han sido muy pocos. En un Colegio Nacional que conozco, se sigue utilizando el “Cuadro de Honor”, recientemente fustigado con meridiana claridad por Antonio Salonia –ex ministro de Educación–. Huelgan ya los comentarios sobre este asunto, pero, ¿hasta cuándo persistirá esta modalidad medieval, nefasta para la formación del alumno, competitiva y muchas veces fraudulenta?
Pero claro está, había cosas que escapaban a nuestro entendimiento: tenían algo de los ritos órficos de la Grecia antigua, del torquemadismo inquisitorial (al menos para nosotros), puesto que en ellas se jugaba nuestro concepto “profesional”…

¡Nuestro concepto! Muy bueno, Bueno, Regular, Malo…¿Cómo se establecían aquellas categorías? Eran largas “juntas” las del personal docente para decidir (y definir) cómo éramos, cómo nos portábamos. Estudio, aplicación, conducta. Pero seguramente había mucho más. Porque parecía imposible que los eternos “convidados de piedra” del curso, los que permanecían como momias en sus bancos, obtuvieran concepto “Muy Bueno” como premio a su quietismo.
Así que pasaron los años, ya docente en la misma Normal, y más tarde en otras, participé en las reuniones para formular el “concepto” de los futuros docentes. Más tarde optaría por mandarlos ensobrados, por escrito, para evitar las discusiones bizantinas que, acerca de tales o cuales alumnos y alumnas, solían desatarse.
Como lo puntualizó Malraux en La condición humana, no eran pocos los docentes que consideraban al alumno como a un enemigo, una suerte de basilisco insoportable, y por ende expulsable, por aquello de que “la manzana podrida…”, etc.
Fue en aquellas reuniones formales, taxidérmicas, jurídicas, en las que aprendí hasta qué punto el educando puede ser insectificado, convertido en pieza entomológica digna de algún coleccionista santarroseño. “¡Ese traje…! ¡Esa rebeldía! ¡Esa sonrisa irónica…! “Se sumaban y se multiplicaban las defecciones. ¿A quién interesaba la etapa por la que atravesaba aquel adolescente con su crisis existencial? ¿Quién preguntaba si el traje estaba manchado porque era el único que tenía… y no podía pagar su limpieza al tintorero? Después: los que ni pasaban por la compulsa, es decir, los que obtenían el “Muy Bueno” por anticipado…
Nunca pude hacerme cómplice de algunos delitos de “lesa pedagogía” que significaban “el sacrificio” de algún chivo emisario, tanto para cumplir con el rito que dejaba satisfecho al rector, a tales o cuales profesores, y ¿por qué no? a algunos padres de alumnos…
¿Por qué, a remolque de las calificaciones y su problemática, traigo a colación “esto” de los conceptos? Sencillamente porque en el concepto asienta la evaluación por excelencia, y –tal como se lo utiliza hoy como ayer–, se parece más a una punición gratuita que a un comedido juicio de valor. Podría asegurar que un gran porcentaje de docentes, ignora cómo es la personalidad del alumno sometido a ese enjuiciamiento donde lo peyorativo prevalece sobre lo poco o mucho de positivo que éste posea. Y porque, además, cada profesor tiene la obligación que le demandan su responsabilidad profesional y su ética docente, toda vez que está en juego algo tan sutil y a la vez complejo como la personalidad de los futuros profesionales. Faltaría cuestionar, a remolque de lo antedicho, la significación formativa de aquellos “conceptos” que tanto se parecían a las pedradas bíblicas.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 20 de junio de 1980

Una rumba y una ausencia

¡Cómo para no recordarlo! Desbordaba en picardía; tenía siempre a flor de labio el chascarrillo oportuno, la gracia chispeante de una paremiología personal, ocurrente y lujosa de metáforas. “El Negro”, Diosdado. Acaso por hacer honor a su nombre de pila podía encontrárselo en el “Itapé” jugando a “la generala”. Era un excelente futboler; pertenecía a una “dinastía” alboyense, aunque él jugase para los “albos” de Santa Rosa. Era un goce estar junto a él, siempre optimista, como si mirase “el otro lado de las cosas”, es decir, aquellas “cosas” que solían amargarnos. Su casa –de una familia tradicional– era también un poco nuestra. También allí trinaban las guitarras y una genealogía de zorzales (él, su hermano menor, alguno de nosotros) desbordaba alegrías y tristezas alrededor del mate amargo. En lo que se refería a las “pintadas furtivas” de los recreos, no le iba en zaga el “Flaco” Totilo. De ahí su voz “atabacada”, ronca, de “sótano”, que la hacía especial para cierto tipo de canciones.
Ya había recorrido o algunos caminos distantes del pago y lejos de Santa Rosa, egresado maestro y ejerciendo el veleidoso magisterio del fútbol, cuando nos encontramos en el puerto de Buenos Aires. Se nos había designado en las verdes comarcas de las ruralías formoseña y misionera: él, allá por Las Lomitas, yo, en la región yerbatera relatada por Horacio Quiroga y padecida por Rafael Barret. Faltaba un par de horas para la partida, creo que en el “Ciudad de Asunción”, y nos metimos en un bodegón ribereño a inventariar añoranzas. Fue un interminable anecdotario que, entre carcajada y carcajada, nos devolvió el turbulento y a la vez subterráneo río de aquella “juvenilia”.
Alguno de los compañeros de viaje se incorporó a la ronda, “El Pibe”, con su blanco mechón de ondulado “jopo”; el moreno y sonriente Vicente –destinado a Laguna “Neinek” (¿adónde quedaría eso?)– y algún otro que escapa al recuerdo. Los “¿te acordás?” no guardaban una secuencia lógica. Ibamos de aquí para allá en la evocación de una estudiantina inolvidable.
Recordábamos, por ejemplo, aquellos festivales en que Diosdado hacía de bailarín, a lo Fred Astaire –en su apogeo por entonces– y “chansonier”.
–¡Cómo bailaba aquella piba..! ¡Tota, eso es; se llamaba Tota…!
–¿Y los compases de aquella rumba que bailaban?
–¡Y también la cantábamos!. Es decir –comentaba Diosdado– yo creía que la cantaba… ¡y me salían unos gallos rumberos, que bueno…!
–Recuerdo, sí; decía más o menos “¡Óyeme, Cachita, tengo una rumbita…!” y Tota hacía florilegios con su vestido de rumbera…
–¡Y a mí el pantalón me apretaba tanto que por ahí tenía miedo que se me abriera…!

Extrañamente, el lado de él, no nos atábamos a recuerdos no gratos. ¿Era buen estudiante, en el sentido profesional de esa pugna maniquea entre lo bueno y lo malo? A él le importaba poco. Bueno o malo, se recibiría. Y se recibió de maestro. Y allí estábamos, a punto de iniciar “nuestra personal epopeya docente”.
Ya la sirena del suntuoso vapor nos llamaba. Y por fin partimos. Fue un viaje inolvidable, irrepetible. Cuando nos separamos, un grupo para Formosa, el otro para Misiones, sentimos un desgarrón. Ya no había risas ni sonrisas, sino lágrimas. Nos abrazamos fraternalmente, en una despedida que en vano pretendía ser risueña.
–¡Chau hermano…! ¡Suerte!

Si que la necesitábamos. Nuestra jornada de “pan y abecedario” empezaba en “zonas de ubicación muy desfavorable”. Podíamos repetirnos con Ingenieros: “Nunca digas este ambiente es malo, ahí estás tu para mejorarlo”. Eso es lo que haríamos de ahí en más. Creo que lo hicimos.
¿Qué fue de él? Cuando supe de su ausencia definitiva sentí que una parte de mi juventud, de mi alegría, se iba con Diosdado. Poco antes se había ido con la “Cachita” de su rumba. Y todavía los veo, vitales, joviales, espectrales, moviéndose al ritmo de aquel compás y su “¡Óyeme, Cachita, tengo una rumbita… para que la bailes como bailo yo…!”

Notas

* (1921-2004) Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. Maestro Normal Nacional. Docente en la Universidad Pedagógica de México, y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Escritor, periodista, investigador. Profesor Emérito de la UNLPam. Secretario Académico de la UNLPam. Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía Universitaria. Director de la Maestría en Evaluación de la Facultad de Ciencias Humanas.

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