DOI: http://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2016-200309
REENCUENTRO
S/T, fotografía. Adrián Pascual
Juan Ricardo Nervi*
El problema de las calificaciones (y las promociones al curso
inmediato) sigue siendo “la espada de Damocles” de los alumnos.
Liberado a la decisión profesional, mantiene su expectación
en la duda, sin saber a qué atenerse acerca de su rendimiento.
Claro está; no es menos patética la situación de los docentes
honestos cuando se trata de ser ecuánimes respecto de la nota
que merece a los educandos. Por lo general, preguntábamos a
los compañeros “cómo habíamos estado” en la lección cuando
pasábamos al frente:
–¿Y…? ¿Cómo estuve?
–¡Fenomenal…! Decía César, para quien
todo estaba bien.
–Para un cuatro…y apenas, opinaba Pepe.
–¡Si no lo sabés vos…!, agregaba, escéptico,
Victorio.
Nos faltaba rigor autocrítico. Recuerdo
todavía que, en cierta ocasión, al preguntárseme
algo sobre estética, respondí textualmente:
“Denominamos sentimiento estético a la
sensación de agrado que produce lo bello”. Lo
decía el libro de Amanda Imperatore, y así debía
ser. Me dijo que con esa respuesta “le había
puesto la tapa” a la profesora.
–¡Estuviste bárbaro…!, dijo Horacio, el
achense.
–La dejaste muda…, manifestó Quino.
El que quedó mudo fui yo cuando, al finalizar
la hora, solemnemente, la dómine me dijo:
–¿Usted? ¡Tiene un cuatro…!
¿Sobre qué cartabones calificaban los
profesores? Aquella subjetividad solía ser delirante.
A decir verdad, nos perdíamos en un
laberinto de dudas y contradicciones. ¿Cómo
estudiar? ¿Cómo aprender? ¿Qué estudiar?¿Qué aprender? ¿Cómo expresarse? El vacío
era total. Supongo que en este aspecto los
cambios cualitativos han sido muy pocos. En
un Colegio Nacional que conozco, se sigue
utilizando el “Cuadro de Honor”, recientemente
fustigado con meridiana claridad por
Antonio Salonia –ex ministro de Educación–.
Huelgan ya los comentarios sobre este
asunto, pero, ¿hasta cuándo persistirá esta
modalidad medieval, nefasta para la formación
del alumno, competitiva y muchas veces
fraudulenta?
Pero claro está, había cosas que escapaban
a nuestro entendimiento: tenían algo de los ritos órficos de la Grecia antigua, del torquemadismo
inquisitorial (al menos para nosotros),
puesto que en ellas se jugaba nuestro concepto “profesional”…
¡Nuestro concepto! Muy bueno, Bueno,
Regular, Malo…¿Cómo se establecían aquellas
categorías? Eran largas “juntas” las del personal
docente para decidir (y definir) cómo éramos, cómo nos portábamos. Estudio, aplicación,
conducta. Pero seguramente había
mucho más. Porque parecía imposible que los
eternos “convidados de piedra” del curso, los
que permanecían como momias en sus bancos,
obtuvieran concepto “Muy Bueno” como
premio a su quietismo.
Así que pasaron los años, ya docente en la
misma Normal, y más tarde en otras, participé en las reuniones para formular el “concepto” de los futuros docentes. Más tarde optaría
por mandarlos ensobrados, por escrito, para
evitar las discusiones bizantinas que, acerca
de tales o cuales alumnos y alumnas, solían
desatarse.
Como lo puntualizó Malraux en La condición
humana, no eran pocos los docentes que
consideraban al alumno como a un enemigo,
una suerte de basilisco insoportable, y por
ende expulsable, por aquello de que “la manzana
podrida…”, etc.
Fue en aquellas reuniones formales, taxidérmicas,
jurídicas, en las que aprendí hasta
qué punto el educando puede ser insectificado,
convertido en pieza entomológica digna de algún
coleccionista santarroseño. “¡Ese traje…!
¡Esa rebeldía! ¡Esa sonrisa irónica…! “Se sumaban
y se multiplicaban las defecciones. ¿A
quién interesaba la etapa por la que atravesaba
aquel adolescente con su crisis existencial?
¿Quién preguntaba si el traje estaba manchado
porque era el único que tenía… y no podía pagar
su limpieza al tintorero? Después: los que
ni pasaban por la compulsa, es decir, los que
obtenían el “Muy Bueno” por anticipado…
Nunca pude hacerme cómplice de algunos
delitos de “lesa pedagogía” que significaban “el
sacrificio” de algún chivo emisario, tanto para
cumplir con el rito que dejaba satisfecho al
rector, a tales o cuales profesores, y ¿por qué no? a algunos padres de alumnos…
¿Por qué, a remolque de las calificaciones
y su problemática, traigo a colación “esto” de
los conceptos? Sencillamente porque en el
concepto asienta la evaluación por excelencia,
y –tal como se lo utiliza hoy como ayer–, se
parece más a una punición gratuita que a un
comedido juicio de valor. Podría asegurar que
un gran porcentaje de docentes, ignora cómo
es la personalidad del alumno sometido a ese
enjuiciamiento donde lo peyorativo prevalece
sobre lo poco o mucho de positivo que éste
posea. Y porque, además, cada profesor tiene
la obligación que le demandan su responsabilidad
profesional y su ética docente, toda
vez que está en juego algo tan sutil y a la vez
complejo como la personalidad de los futuros
profesionales. Faltaría cuestionar, a remolque de lo antedicho, la significación formativa de
aquellos “conceptos” que tanto se parecían a
las pedradas bíblicas.
Memorias de un normalista pampeano
La Arena 20 de junio de 1980
¡Cómo para no recordarlo! Desbordaba en
picardía; tenía siempre a flor de labio el chascarrillo
oportuno, la gracia chispeante de una
paremiología personal, ocurrente y lujosa de
metáforas. “El Negro”, Diosdado. Acaso por
hacer honor a su nombre de pila podía encontrárselo
en el “Itapé” jugando a “la generala”.
Era un excelente futboler; pertenecía a una “dinastía” alboyense, aunque él jugase para los “albos” de Santa Rosa. Era un goce estar junto
a él, siempre optimista, como si mirase “el
otro lado de las cosas”, es decir, aquellas “cosas” que solían amargarnos. Su casa –de una familia
tradicional– era también un poco nuestra.
También allí trinaban las guitarras y una genealogía
de zorzales (él, su hermano menor,
alguno de nosotros) desbordaba alegrías y tristezas
alrededor del mate amargo. En lo que se
refería a las “pintadas furtivas” de los recreos,
no le iba en zaga el “Flaco” Totilo. De ahí su
voz “atabacada”, ronca, de “sótano”, que la hacía
especial para cierto tipo de canciones.
Ya había recorrido o algunos caminos distantes
del pago y lejos de Santa Rosa, egresado
maestro y ejerciendo el veleidoso magisterio
del fútbol, cuando nos encontramos en el puerto
de Buenos Aires. Se nos había designado en
las verdes comarcas de las ruralías formoseña
y misionera: él, allá por Las Lomitas, yo, en la
región yerbatera relatada por Horacio Quiroga
y padecida por Rafael Barret. Faltaba un par de
horas para la partida, creo que en el “Ciudad
de Asunción”, y nos metimos en un bodegón
ribereño a inventariar añoranzas. Fue un interminable
anecdotario que, entre carcajada y
carcajada, nos devolvió el turbulento y a la vez
subterráneo río de aquella “juvenilia”.
Alguno de los compañeros de viaje se incorporó a la ronda, “El Pibe”, con su blanco
mechón de ondulado “jopo”; el moreno y sonriente
Vicente –destinado a Laguna “Neinek” (¿adónde quedaría eso?)– y algún otro que
escapa al recuerdo. Los “¿te acordás?” no guardaban
una secuencia lógica. Ibamos de aquí para allá en la evocación de una estudiantina
inolvidable.
Recordábamos, por ejemplo, aquellos festivales
en que Diosdado hacía de bailarín, a lo
Fred Astaire –en su apogeo por entonces– y
“chansonier”.
–¡Cómo bailaba aquella piba..! ¡Tota, eso
es; se llamaba Tota…!
–¿Y los compases de aquella rumba que
bailaban?
–¡Y también la cantábamos!. Es decir –comentaba
Diosdado– yo creía que la cantaba… ¡y me salían unos gallos rumberos, que bueno…!
–Recuerdo, sí; decía más o menos “¡Óyeme,
Cachita, tengo una rumbita…!” y Tota hacía
florilegios con su vestido de rumbera…
–¡Y a mí el pantalón me apretaba tanto que
por ahí tenía miedo que se me abriera…!
Extrañamente, el lado de él, no nos atábamos
a recuerdos no gratos. ¿Era buen estudiante,
en el sentido profesional de esa pugna
maniquea entre lo bueno y lo malo? A él le importaba
poco. Bueno o malo, se recibiría. Y se
recibió de maestro. Y allí estábamos, a punto
de iniciar “nuestra personal epopeya docente”.
Ya la sirena del suntuoso vapor nos llamaba.
Y por fin partimos. Fue un viaje inolvidable,
irrepetible. Cuando nos separamos, un
grupo para Formosa, el otro para Misiones,
sentimos un desgarrón. Ya no había risas ni
sonrisas, sino lágrimas. Nos abrazamos fraternalmente,
en una despedida que en vano pretendía
ser risueña.
–¡Chau hermano…! ¡Suerte!
Si que la necesitábamos. Nuestra jornada
de “pan y abecedario” empezaba en “zonas
de ubicación muy desfavorable”. Podíamos
repetirnos con Ingenieros: “Nunca digas este
ambiente es malo, ahí estás tu para mejorarlo”.
Eso es lo que haríamos de ahí en más. Creo
que lo hicimos.
¿Qué fue de él? Cuando supe de su ausencia
definitiva sentí que una parte de mi juventud,
de mi alegría, se iba con Diosdado. Poco
antes se había ido con la “Cachita” de su rumba.
Y todavía los veo, vitales, joviales, espectrales,
moviéndose al ritmo de aquel compás
y su “¡Óyeme, Cachita, tengo una rumbita… para que la bailes como bailo yo…!”
Notas
* (1921-2004) Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. Maestro Normal Nacional. Docente en la Universidad Pedagógica de México, y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Escritor, periodista, investigador. Profesor Emérito de la UNLPam. Secretario Académico de la UNLPam. Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía Universitaria. Director de la Maestría en Evaluación de la Facultad de Ciencias Humanas.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución - No Comercial - Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.