REENCUENTRO
Memorias de un normalista pampeano
Juan Ricardo Nervi*
* (1921-2004)
Profesor de Filosofía y Ciencias de la
Educación. Maestro Normal Nacional.
Docente en la Universidad Pedagógica
de México, y de la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad de Buenos
Aires. Escritor, periodista, investigador.
Profesor Emérito de la UNLPam.
Secretario Académico de la UNLPam.
Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía
Universitaria. Director de la Maestría
en Evaluación de la Facultad de Ciencias
Humanas.
Era una perfectista. La maestra del Curso de
Aplicaciones que preparaba lo que hoy llamaríamos
un “show” no dejaba un solo detalle sin
arreglar. A la distancia debe reconocérsele un
alto nivel de eficiencia, una fina intuición para
planear e implementar aquellas veladas artísticas
a través de las cuales “la Normal” había
adquirido bien ganada fama. En los “anales” de
la Escuela podía hallarse el rastro de cantantes
como “Bebona” Navarro Sarmiento y el achense
Reynaldo Carlos Prandi; de bailarinas como
Olga Dora Lorini; de aquella legión de impecables “buenos mozos y muchachas en flor” que
integraban los cuadros de cada número.
Tímidamente, nuestra generación se fue
integrando a la “farándula” normalista. En su
momento, nos tocó el turno. Ya habían egresado
las “primeras figuras” y el proscenio del “Marconi” era todo nuestro. Se nos tomó lo
que podría llamarse una “prueba”. El ojo zahori
de “Porota” (así la llamábamos) reparó en los futuros protagonistas de las tradicionales
veladas. Allí estábamos, a las órdenes de ella,
esperando sus indicaciones inequívocas, sus
regaños:
–¡No, así no… Hay que moverse con soltura, soltar la voz en los agudos, crear la atmósfera coral paso a paso, vivir la zarzuela con el espíritu español…! ¡A ver… a ver: otra vez”.
La obedecíamos. Sabíamos que ella sabía lo que hacía. Si se trataba de cantar el “Lamento Borincano” o “Ay, caramba”, o –como era la moda– pronunciar el “io” mexicano en vez del arrastrado “yo” argentino, allí estaba “Porota” con su perfectismo. La indumentaria debía responder cabalmente a los temas enfocados: bailecitos coyas con ojotas y bragas arremangadas; zarzuela, con sombrillas o abanico para ocultar el rubor ante el requiebro; rumba, con volados en la pollera, corrido mexicano, con el típico sombrero de “charro”; garrotín español con el pantalón ceñido, la faja y los zapatos para el taconeo; o la espectacular “Danza Ritual del fuego”, con tules y velos envolventes para llegar a un “climax” flamígero alrededor de la hoguera de artificio. Por último, “Los millones de Arlequín” y el “Ochi Chornia”, con el colorido de Colombina, Pierrot y Arlequín en el atuendo, o el cilíndrico gorro de piel, la bata blanca, las botas mitonas apresando al pantalón rojo. Y había más, mucho más. Dos horas duraba el espectáculo. Aquel año nos íbamos. Dejábamos las aulas y bien pronto estaríamos lejos de la casona de los Mason que nos había albergado cuatro años,. Nos superamos con largueza respecto de los años anteriores. ¡Aquella “Danza del Fuego”! ¡Aquel quinteto “a la mexicana!” ¡Quino multiplicándose con su mandolina para que Colombina, Pierrot y Arlequín nos desentonasen! ¡Y la rumba “Cachita” cantada y bailada por Diosdado y Tota…! Un éxito rotundo nos obligó a “reprisar” dos o tres veces en Santa Rosa. Nuestra sorpresa y alegría no tuvieron límites cuando, después de una nueva actuación, Porota nos dijo:
–Muchachos… ¿qué les parece si repetimos
la “velada” en General Pico…? Nos invitan…
Y allá fuimos. Al Teatro “Centenario” de la
Chicago Pampeana. Y el público piquense hizo
repetir una y otra vez “la Danza Ritual del Fuego”,
exóticamente bailada por Coca; y el “Ochi
Chornia”; y aquel quinteto que respondía al
piano del maestro Durán, en canciones como “El organillero”, de Lara; “Vereda Tropical”, de
Gonzalo Curiel; “Rancho Alegre” y “Soldado de
Levita”, del cancionero popular mexicano con
un estupendo falsete de la pelirroja Casagne.
Festejamos el éxito como correspondía. Pero
aquel éxito no era sólo nuestro: era de aquella
perfectista maestra del Curso de Aplicaciones
que había puesto en marcha un engranaje de
nostalgia que hoy, a casi cuatro décadas, nos
devuelve algunas quimeras juveniles. Si, aquel éxito tenía un nombre: “Porota”.
No, no señor (no importa su nombre). Está muy lejos de mi ánimo “despotricar” contra
la escuela “que me dio un título”. Menos aún,
contra sus docentes. Recuerdo con ternura a
mi vieja Escuela Normal. Viví en ella y con ella
las contradicciones típicas de mi edad. Jamás
la critiqué acerbamente. No lo hice antes, ni lo
hago ahora. Institucionalmente, era mi casa. ¿Cómo, pues, hablar mal de ella? Pero, eso sí,
todaía me hiere en lo entrañable aquel sistema.
Una cosa es la institución; otra, el sistema
instaurado para formar maestros. Es cierto: ¿qué importancia podrían tener estas “memorias” de un ex-alumno?
Pero –pongamos por caso, allanando las
distancias–, ¿usted se irritaría con Miguel Cané por su Juvenilia? Con Rabindranath Tagore
con sus memorias? Con Janus Korszchac por
Si volviera a ser niño? Es probable que no esté de acuerdo con Neill en sus críticas a la escuela “tradicional” y por el sistema que desarrolla
en su Summerhill. Y es lícito (o lógico) que así sea. A partir del Emilio, de Rousseau, cobró dimensiones un tanto espectaculares la Escuela
Activa. Aquella crítica –en cierto modo ya
planteada por Rabelais en su Gargantúa y Pantagruel,
generó un movimiento de revisión didáctica
y doctrinaria que llega hasta nuestros
días. Sin la dura crítica de Rousseau aplicada
al tipo de escuelas que le tocó frecuentar, seguramente
nada sabríamos de Basedow, de Pestalozzi,
de Froebel. Tal vez el normalismo (de
cuño probadamente pestalozziano, como bien lo especificó J. M. Torres elevándose por encima
del positivismo), no habría llegado a nuestro
país. Esto no quiere decir que deba coincidirse “in toto” con Rousseau. Pero... Así como
Descartes se planteó la duda como método, y
de allí surgió el racionalismo, apelando ya a la
duda cartesiana, ya a la duda kantiana, y sobre
todo, a mis propias dudas, he creído necesario
externarlas en estas “memorias íntimas”, que
nunca pretendí que fuesen “máximas”.
¿Qué, “cuánto” y en qué momento estudiábamos?
Como todos los estudiantes. Mucho.
Poco. Nada. Casi nada. Y allí estriba uno de los
problemas, caro colega, que más me preocupaban
y me preocupan. ¿Por qué esas oscilaciones
entre el “mucho” y el “nada”? sencillamente
por el viejo lema jesuítico “Repetitivo est Mater
studiorum”, esto es la repetición es la madre del
estudio, prevalecía sobre el auténtico aprendizaje.
A nadie se le ocurrió que, como futuros
docentes, debíamos primero “aprender a aprender”
para, después, “enseñar a aprender”. Aquellos
cambios en las esferas del ser, del saber y
del hacer, propios de un adecuado aprendizaje,
nos prendían en nosotros, sencillamente porque
no aprendíamos a ser. ¿A quién culpar de
ese pecado de lesa pedagogía? No. Yo no culpo
a nadie. No fustigo a nadie. Si aquí o allá aparece
la imagen de un profesor o una profesora
autocráticos, es porque –aún en esa época, en
pleno fervor de la Escuela Nueva–, tales dómines
constituían un anacronismo.
¿Cómo aceptarlos así, como eran? ¿Cómo
pueden aceptar los alumnos de hoy el dogmatismo
del maestro? Pero los hay. En la tipología
docente, aparecen como hormigas los docentes
malhumorados, oscuros, grises, con un cortocircuito
en la comunicación con el alumno. A
esos me refiero, y no a otros.
Es posible que tenga usted razón en lo que
atañe a la tonalidad un tanto “agresiva” de estas
notas. Hay recuerdos dolorosos, injusticias que
no cicatrizan. Podría enumerarlas en torrente.
Prefiero “corregir sonriendo cuando aflora la
melancólica sonrisa de una nostalgia. Pero no
olvido. Y ese recuerdo, inevitable, provocativo,
es el que reabre las llagas, las viejas llagas que
tanto duelen en la adolescencia. Atribúyalo,
pues, a un antiguo dolo, o, si quiere, a un antiguo
rencor tatuado en el alma de un adolescente
tímido y rebelde a la vez.
Comparto su opinión: un “memorial” no
debe reducirse a un “anecdotario” de ocurrencias
risueñas o festivas. Pero es del caso que le
señale que son mis memorias y no las suyas.
Usted podría hacerlas con la solemnidad sacralizada
de los doctos. Y yo no le reprocharía
que lo hiciese a su modo. Es más, leyendo a
Ramón y Cajal en sus “recuerdos” lo comprendo
a usted… y es posible que usted me comprendiese
un poco más a mí… si lo leyese.
¿Qué más? Gracias por leerme. Es bueno
tener lectores que se preocupen por estos temas,
al parecer diluidos entre los centimiles
que ocupa el “deportismo”, con los coches de
Fórmula 1 o Fórmula 4, Galíndez y Corro, con
sus filosofías del “guantazo” o de la veleidosa
pelota de fútbol, fuera de nuestra órbita a favor
de los alienantes “taponazos” de Maradona.
Gracias, si, colega. Pero no lo olvide: amo tanto
o más que usted a nuestra antigua Escuela
Normal. Nunca podría hacerla objeto de burla
o diatriba instado por algún “viejo encono”.
Recuérdelo.
“Satimbe”, óleo sobre tela. Rodolfo Rodríguez
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