REENCUENTRO

Memorias de un normalista pampeano

Juan Ricardo Nervi*
*(1921-2004) Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. Maestro Normal Nacional. Docente en la Universidad Pedagógica de México, y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Escritor, periodista, investigador. Profesor Emérito de la UNLPam. Secretario Académico de la UNLPam. Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía Universitaria. Director de la Maestría en Evaluación de la Facultad de Ciencias Humanas.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 25 de marzo de 1980
Enfundando la mandolina

Le entrábamos a todo. La palabra nunca y el monosílabo no estaban fuera de nuestro léxico cuando, a fuerza de caraduras, se trataba de “dar la cara” en materia de actividades deportivas y artísticas. Había quienes cantaban con voz modulada y también quienes tocaban bellamente la guitarra y la mandolina, el piano o el acordeón. Nos fue fácil formar nuestro propio conjunto musical (instrumento y canto). Estábamos presente “donde rayara”. Si era en la vieja “cancha de pelota” o en la suburbana barriada “de Enriqueta” –no importaba la hora–, allí estábamos como los “boy-scouts” ¡siempre listos!.

– ¡No podemos fallarles… el “petiso” Fernández Mendía nos acompaña con su acordeón a piano…! decía César.
– Tenés razón, hay que ir…No podemos fallarles. Allí estaremos… afirmaba Quino.

Y no había excusa que nos frenara. Yo argumentaba: “La cosa va a ser mañana en la Escuela… no tenemos nota en Zoología…! Pero ya no había qué hacerle. La palabra empeñada (yo nunca sabía con quién, porque era César el encargado de las Relaciones Públicas), había que cumplirla. Y allá estábamos, a la hora señalada, en un casamiento, un cumpleaños, dándole a “la gola” y a las guitarras mientras el “petiso” Fernández Mendía se solazaba con su acordeón.

Teníamos, como todo conjunto “en serio”, los que podríamos denominar nuestros números fuertes. Victorio solía presentar, con su habitual solemnidad y su verba galana, al trío que “a continuación” iba a deleitar al “respetable público”. Primero iba “el solo” de mandolina y guitarra con el virtuosismo de Quino y su púa sin prejuicios formales. Nos metíamos luego en el canto: a dúo, a trío o con solista. Uno de esos números fuertes de que hablábamos, era “Mis harapos”, de Alberto Ghiraldo, en cuya presentación se esmeraba Victorio. Por entonces había un cantor –Alberto Margal– que la había popularizado, de ahí que a veces la reservábamos“para que la pidieran al final”. Y aquello de: “Caballero del ensueño/ traigo pluma por espada…”, desafinado y todo, se metía al público en el bolsillo. Nuestro repertorio abarcaba un espectro sin límites: desde el “Mano a mano” de Celedonio, hasta el bolero de moda, digamos “Bésame mucho”, de Consuelo Velázquez; desde aquella ranchera de Canaro –“Me enamoré una vez”, hasta “Granada”, de Agustín Lara, con su alarido final. O el “Lamento Borincano” (más bien nuestro que el Rafael Hernández por lo de “lamento”); o el vals “Mis delirios”, de Magaldi, delirantemente interpretado.

Así andábamos, de aquí para allá, tanto con nuestro repertorio como en el deambular nocherniego de la estudiantina, en serenatas inolvidables que, a altas horas de la noche, sabían culminar en “tenidas gastronómicas en casa de alguno de los torneros. ¿A quién iban dedicadas esas serenatas? A las lindas compañeras de Escuela, a la novia de alguno de los que riguroso orden de turno nos elevaban su pedido (“Telo”, por ejemploejemplo), y también a los profesores, ¿por qué no?

Un día, seguramente muy feliz para nosotros, Victorio nos trajo la noticia de que había conseguido un especio de media hora en la Propaladora Otálora, antaño situada en el Boulevard casi esquina Pico.

– ¡Me costó un trabajo convencerlo…Yo le aseguré que no hacía falta que los probaran, que ya tenían experiencia…!
– ¿Y qué hacemos en media hora… con el repertorio enorme que tenemos?, se limitó a comentar César, aturdido por la noticia.
– ¿Estás seguro que Otálora no te macaneó…? Preguntó Quino.
– Avisá… ¿El domingo a las ocho tenemos
que estar allí? ¿Se imaginan? ¡A la hora en que todos “dan la vuelta al perro” en la Plaza…!

Ensayamos. Cronometramos: había que aprovechar bien el tiempo. “Mis harapos” no podía faltar. No, “Granada”, no. Los gallos salen muy amplificados por el micrófono. Mejor un valsecito.“Gota de lluvia”, por ejemplo. Y así se seleccionó, se ensayó, se cronometró el tiempo. Fue cuando pedimos el auxilio de Fernández Mendía, que se prestó gustoso para un solo porque nos sobraban –como ocurría con las prácticas en el Curso de Aplicaciones– unos diez minutos.

Ya todo estaba listo cuando el dueño de la propaladora se le dio por preguntar:

– ¿Y cómo se llama el conjunto? De alguna manera hay que anunciarlo, ¿no les parece?
Claro que nos parecía… La idea fue de Victorio:
– ¿Y por qué no le llamamos “Los Normalistas”? ¡Total! Todos vamos a la Normal, eh?

Y así fue. El conjunto efectuó su “prueba de fuego” aquel domingo cerca del anochecer. Pero a la misma hora había alguna celebración en la Iglesia… y cuando recogimos los comentarios del “vasto auditorio” -¡oh desazón!- nadie nos había escuchado. Nadie.

Memorias de un normalista pampeano
22 de julio de 1980
Las reuniones de concepto

Después supe cómo eran, en qué consistían. Las “reuniones de concepto” tenían algo de Concilio o conciliábulo. Estaban rodeadas de cierto misterio a lo Conan Doyle, con reminiscencias de algún “Club” de Robert Lous Stevenson. Vagamente nos llegaban las versiones, siempre deformadas por la psicología del rumor, de los alumnos que estaban en “cuarentena”. ¿Qué se debatía allí? ¿Sobre qué parámetros –como diríamos hoy– se examinaba la conducta y se infería un “concepto” sobre nosotros, los enjuiciados? Entre café y café, iban desfilando nombres que eran como números que sonaban metálicamente. ¿Quién es éste? Preguntaría el doctor “X” al sentenciar “al del último banco”. Y alguien se encargaba de describirlo con pelos y señales. ¡Ah, sí, ahora lo recuerdo…!

– ¡Muchachos, la “secta” está reunida! ¡A prepararse para “el raje”!
¿Y por qué? Yo no hice nada malo…
“Lo malo y lo bueno”. En ese dualismo maniqueo nos movíamos. No había alternativa. Un alumno puede ser –en realidad es– dialécticamente lo uno y lo otro, según las circunstancias. Pero la vieja teoría de “la manzana podrida” prevalecía en el ánimo de los jueces.
– ¡Saqué bueno…-, diría el petiso Vidalita con sorna, y agregaría:
– ¿Se imaginan ustedes? ¡Han decidido que soy bueno!
– ¡A mí me encajaron un Regular… Empezaré a cuidarme…

Cuidarse ¿de qué? César sería, con los años, un ejecutivo de primer orden. Quería de manera entrañable a nuestra Escuela Normal. Pero nunca nadie, lo había llamado para explicarle en qué consistía ser maestro. Con Quino ocurría otro tanto. El era de los buenos, como yo, como otros tantos. De los buenos en la vida, en la amistad, en el compañerismo. Y si no… allí estaban Pepe, titilo, Facio, el gordito Fioravanti… nobles hasta el caracú. ¿En qué momento se le había ocurrido a alguien definirlos, situarnos dentro de una tipología docente? En algún momento pensamos en presentar –¡nosotros!– una especia de profesiograma de la carrera. No teníamos ni voz ni voto: éramos “los convidados de piedra” del proceso formativo. ¿Formativo? Era una forma de decir…

Así las cosas, con cada bimestre aparecía en “la libreta” nuestro “concepto”, al término del empedrado camino de las calificaciones. El “concepto” era el espectro de “las notas”. Lo cualitativo, primero; lo cualitativo, después… si es que era tenido en cuenta. Porque allí estribaban nuestras “hamletianas” dudas.

¿En qué se basan para “conceptuarnos”?. ¡A mí nadie me preguntó nada…! rezongaba yo cada vez que abría el “boletín”.

Se lo pregunté, en cierta ocasión, a una accesible profesora y su respuesta me dejó más perplejo aún:

– ¡Es por mayoría! Hay una votación democrática, eso sí.

¿Y nosotros, qué? ¿Quién de nosotros sabía cuáles eran las “conductas deseables”? ¿Quién de ellos sabía cuáles eran nuestras aptitudes docentes si nunca habían descendido a conversar “mano a mano”, individual o grupalmente con nosotros? La “nota” siempre la “nota”. Tanto obtienes, tanto vales.

Pero también los estudiantes ejercían, tácita o expresamente, su derecho a “conceptuar” a los docentes. Teníamos “la ficha” de cada uno. Sabíamos lo que sabía cada uno. Conocíamos sus limitaciones, sus flaquezas, su capacidad, su humanidad. Si ellos ignoraban los qué y los por qué de nuestra personalidad es decir lo primero que debe conocer un docente que se precie de tal, en nuestro “prontuario” o “registro acumulativo”, no faltaba nada con respecto a ellos. Y ellos sabían que nosotros sabíamos incluso lo que ellos no sabían. Por galimático que parezca, era así.

El “concepto” era parte del cerrojo. Allí estábamos, prisioneros de los dogmas y preceptos pedagógicos de quienes, en su mayoría, jamás habían abierto un libro de Pedagogía. Y esto no es exagerado. Lo comprobé una década después, cuando también me tocó participar en la rutina de “la secta”. Aquí y allá, en distintas Escuelas Normales, era lo mismo. El alumno era “viviseccionado” in absentía. Más de una vez pude sacar a alguno del “tacho de los desperdicios”, y con legítimo orgullo, puedo decir que ahora es un excepcional maestro.

Contra lo que pueda suponerse, este ingrato recuerdo no pretende desmerecer a los docentes en su totalidad. Los había –y los haydotados del “eros paidikos” pestalozziano o socrático. Se los sentía justos y ecuánimes. Pero entre tantas materias como debíamos cursar, las de carácter estrictamente pedagógico eran pocas, muy pocas. Y los dómines de las ciencias exactas –con rudimentarias nociones didácticas- eran la “mayoría democrática”. ¿Y el alumno? He ahí “la quididad” de la cosa. El alumno no tenía arte ni parte. Era un recipiente, un tonel de notas, calificaciones, clasificaciones o como quiera llamárseles. Es de suponer que las misteriosas “reuniones de concepto” siguen llevándose a cabo. Aquel juicio de nuestro “Radamanto” tiene todavía vigencia:

– ¡Muchachos, sean buenitos… estudien pero no piensen. Memoricen, memoricen, repitan lo que dice “su librito”; no pregunten, jueguen al “oficio mudo”… y tendrán el mejor de los conceptos. ¡Háganme caso!”.


“Ensamblando sueños y recuerdos”, técnica mixta. María José Pérez

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