RENCUENTRO

Memorias de un normalista pampeano

Juan Ricardo Nervi
(1921-2004) Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. Maestro Normal Nacional. Docente en la Universidad Pedagógica de México, y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Escritor, periodista, investigador. Profesor Emérito de la UNLPam. Secretario Académico de la UNLPam. Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía Universitaria. Director de la Maestría en Evaluación de la Facultad de Ciencias Humanas.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 25 de marzo de 1980
La forastera

Cuarto “A” y Cuarto “B”. Nos habían distribuido el primer año vaya a saber sobre qué bases. Lo cierto es que en el “B” quedamos los menos conformistas, al menos así lo teníamos establecido y, en términos institucionales, así se nos aceptaba. Solíamos reunirnos en los “picnic” el Día del Estudiante, siempre en el “Monte Pardo” (sin la preposición “de”). Había cierto matiz competido entre ambas divisiones: en el “A” descollaba el alumno achense que había obtenido el mayor puntaje en el examen de ingreso, junto con otros “foráneos” destacados, de Alpachiri, de Catriló, de Quemú-Quemú, y hasta del lejano Neuquén. También nosotros teníamos “lo nuestro”: de Lonquimay, de Alpachiri, de Chubut…
Lo que más nos separaba eran “los cuatrimestrales”. Había quien se encargaba de los rigurosos “cómputos” de “dieces”, “nueves”, “ochos” que obtenía cada división. Sospecho que ellos eran más parejos en el rendimiento, pero que en figuras de alto repechaje –Otto, Chacho, Lesmes, Ansio–, nos situábamos en la vanguardia. Aquellas verdaderas “olimpíadas” del intelecto también eran llevadas al campo deportivo, y allí, si: los arrasábamos. En atletismo, en deporte, primero Cuarto “B”.
Curiosamente, eran las niñas de la otra división (y de hecho, los muchachos) las que tejían romances estudiantiles. Aquellos “papelitos” a hurtadillas en la mapoteca, en los breves recreos, establecían un lazo de unión más poderoso que la ocasional ruptura entre “A” y “B” provocada por las calificaciones. ¿Cómo olvidar a aquella niña inolvidable, con nombre de flor heráldica, hermosa y frágil como un junco…! Lo afectivo era más intenso y profundo que la efímera decepción de una mala nota. ¡Y qué hermosas eran nuestras muchachas, normalistas y pampeanas para mejor…! Nos sentíamos orgullosos de ellas. Compañeras y amigas por sobre todo. Si alguien se propasaba, lo centrifugábamos del grupo. Las reglas del juego eran las establecidas por la camaradería.
Cuando llegó trajo consigo el misterio de “la forastera”. Nos cautivó su gracia, hecha de mohines y sonrisas subrepticias para cada uno. Era simpática y traviesa. Coqueteaba con todos y de todos obtenía un tributo: el mapa, el dibujo, la carpeta de “planes”, los apuntes de Química e Higiene… Si no recuerdo mal, se llamaba Elsa (o acaso Luisa) y me mandaba “papelitos” que yo guardaba celosamente, como sí se tratase de una clave sentimental. Sentía que era el destinatario exclusivo de aquellas misivas y de inmediato ponía manos a la obra para cumplimentar su pedido. Porque, bueno es decirlo, siempre pedía algo. A mí, los dibujos.
Toqué el cielo con las manos cuando nos enviaron juntos a buscar ilustraciones a la mapoteca, y que rozó la mejilla con la levedad de sus labios ¡Vaya con la forastera! Sabía de los “filtros” de la seducción, y todos los galanes la rondaban como esperando la migaja de una sonrisa. Todos, por eso la desilusión fue grande cuando entró en relaciones más o menos formales con un estudiante del Cuarto “A”. ¡Que ello era el colmo…! Se le aplicó una rígida “ley del hielo”. Pero por poco tiempo. El la seguía sonriéndonos exóticamente como prometiéndonos el Jardín de Alá, y llamándole sencillamente “pasatiempo” a sus salidas con el afortunado rival.
Un día mostré los “mensajes” a Quino. También él me mostró los suyos. Y también Victorio, el gordito Fioravanti, Pepe… y ¡hasta Facio!
–¡Qué tomada de pelo…!–, rio socarronamente Toto, que no había recibido ninguno.
Pero el desconcierto (o el desconsuelo) alcanzó un climax cuando se despidió de nosotros porque “se casaba” en esos días. Se casaba y se iba. Los exámenes finales los rendiría en la Normal de su ciudad natal, en la provincia de Buenos Aires.
–¿Viste…viste? Yo siempre dije que era una viva…– rezongaba César, que “se había tirado sus buenos lances”.
–¿Vieron…vieron? –, decían las chicas.
Sí, claro que habíamos visto. Fue entonces cuando le pedimos al profesor de Música que en nuestro repertorio incluyese un valsecito gardeliano, por entonces en boga y que decía: “hoy un juramento/ mañana una traición, amores de estudiante ¡Flores de un día son…”. Obviamente, el profesor no nos hizo el menor caso. Y le seguimos dando a la pianola con “La tarde era triste/la nieve caía…”.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena, mayo de 1980

Apuntismo

Por ahí dice Claparéde que “el interés es el síntoma de una necesidad”. Necesidad biológico-vital, por supuesto. Pero sobre ese tronco raigal que se llama vida se insertan (o se injertan) otros intereses que responden a otras necesidades: sociales, culturales, emocionales. Con sus más y sus menos, esa dupla interésnecesidad (ahora, en nuestros días, mejor tipificada a la luz de eso que los científicos llaman homeostasis) se sostiene en el andamiaje de la psicología de los aprendizajes. ¿Cuáles eran nuestras necesidades y cuáles nuestros intereses a los 15, 16 o 17 años? Estábamos en estado de evasión permanente. Lo que Ponce llamó “sintimias” en el juego de la báscula del yo-ficticio en pugna casi maniquea con el yo auténtico, estaba en nosotros como la sangre en el cuerpo. Aquella sangre nuestra, juvenil, agitada en trémolos piafantes como la de un potro joven.
Pero nuestros intereses de todo tipo tenían mucho que ver con la vida. Eran, si cabe, la Vida. Por eso necesitábamos vivir, llenar nuestras largas horas y monótonas de vivencias que respondieran a necesidades reales para que no nos evadiéramos del aula con la persistencia de un zíngaro. Había clases que tenían la rigidez monacal de una letanía. Un expositivismo con más ironía que mayéutica –por apelar al método socrático a modo del ejemplo-, nos obligaba a “tomar apuntes” para responder de “pe” a “pa” a lo que exponía el profesor. Un “apuntismo” atiborrador de nociones científicas, de aquellas denominaciones ceñidas a un lenguaje técnico específico, nos quitaba aliento en clase y nos desalentaba cuando nos juntábamos para pasar los apuntes “en limpio”. ¿Qué impulsaba a aquellos docentes (por lo general sin título ni conocimientos magisteriales) a tanta y furiosa verborrea? Cinco, seis, hasta diez días a tomar apuntes. ¡Vaya didáctica! ¿Algunos nos sentíamos penetrados por los virus filtrables, los tripanosomas, la amebiasis y toda esa resta de males epidémicos, endémicos y pandémicos que parecían emerger de los apuntes cada vez que –repetitivamente- debíamos estudiarlos. Kilos, toneladas de apuntes. Y ahí estaba la cosa: mirábamos por la ventana aquella beatitud de los gorriones y las torcazas, escuchábamos su canto, nos hundíamos en la “brisa ecuestre” de la siesta para volar apoltronados en una nube.
Nos evadíamos, eso es. Dejábamos la cara, inexpresiva, con los ojos clavados en el profesor, y nos fugábamos.
Yo era un experto en aquellas fugas. ¿En qué pensaba aquella tarde en que me llamó, subrepticiamente, de banco en banco, un mensaje? Irreflexivamente, en un acto suicida, automático, indiferente a la palabra del dómine de turno, apenas alcancé a leerlo cuando el peripatético dómine ya estaba a mi lado, exigiéndome la entrega de la escuela:

–¡Entréguemelo!
–¿Qué le entregue qué?
–El papel que acaba de leer, señor… ¡Entréguemelo!
–Es mío profesor. Me pertenece y no se lo daré.

La situación se tornó tensa. El profesor exigía y yo no cedía. Era un duelo entre autocracia y democracia.

–¡Dáselo… te va a sonar…! Me susurró Cacho.

En el otro rincón, César inició un tumulto para llamar la atención del profesor. En ese interín, Toto me sugirió:

–¡Morfátelo…tragalo, no seas…!

Pero yo me mantuve en mi trece. Algo argumenté acerca de la “violación de la correspondencia”, pero al minuto ya estaba en la Dirección, esperando que la hora terminase “para vérmelas” con el dómine. Al fin llegó:

–¿Con que esas tenemos? Gallito, el señor ¿no? ¡Qué falta de respeto y que falta de educación…!

Las celadoras me miraban con cierta lástima. Una de ellas, mientras el profesor guardaba su “libreta”, me rogó:

–¡Pedile perdón… Si no lo hacés te va a amonestar.

Me amonestó. Al salir, mis compañeros me preguntaron: “¿Y?”

–¡Quince! Me limité a decir.

Elsa, la de Junín, así la llamábamos, se me acercó cuando estuve solo, rumiando mi amargura.

–Gracias… Muchas gracias! me dijo, y agregó: si llevo amonestaciones a mi casa me matan…

Y es que era ella la remitente de aquel mensaje furtivo. En él me decía: “Esta clase es un opio. Estoy mareada de tanto paseo. ¿Qué te parece si te pregunto cosas, vos me las contestas, preguntas otras y así pasamos esta pesadísima hora? ¿Te parece bien? Chau: Elsa”.


“Construcción”, acrílico. Gustavo González

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