https:///doi.org/10.19137/anclajes-2023-2733
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García Talaván, Paula. “Viajes definitivos: Mes années Cuba de Eduardo Manet”. Anclajes, vol. XXVII, n.° 3, septiembre-diciembre 2023, pp. 29-43.
DOSSIER
Viajes definitivos: Mes années Cuba de Eduardo Manet[1]
Definitive Journeys. Mes années Cuba by Eduardo Manet
Viagens definitivas. Mes années Cuba por Eduardo Manet
Paula García Talaván
Universidad Alfonso X el Sabio
España
ORCID: 0000-0003-2322-8836
Resumen: Mes années Cuba, texto autobiográfico del cubano Eduardo Manet, recoge las experiencias vitales del autor a la par que deja ver su percepción de los cambios políticos, sociales y culturales que se producen en Cuba con el triunfo de la Revolución y con el progresivo acercamiento del país hacia la Unión Soviética. El repentino cambio de dirección del proyecto revolucionario hacia el comunismo, así como los viajes que realiza por varios países socialistas de Europa del Este, le conducirán a una conversión de sus convicciones ideológicas e, incluso, a tomar decisiones que modificarán su futuro de manera definitiva.
Palabras clave: autobiografía; Cuba; Unión Soviética; relaciones culturales
Abstract: Mes années Cuba, an autobiographical text by the Cuban Eduardo Manet, includes his vital experiences and reveals his perception of the political, social and cultural changes that take place in Cuba with the triumph of the Revolution and with the progressive rapprochement towards the Soviet Union. The sudden change of direction of the revolutionary project towards communism, as well as the trips he made to various socialist countries from Eastern Europe, will lead him to convert his ideological convictions and even make decisions that will permanently change his future.
Keywords: autobiography; Cuba; Soviet Union; cultural relations
Resumo: Mes années Cuba, texto autobiográfico do cubano Eduardo Manet, coleta as experiências de vida do autor ao mesmo tempo que deixa ver sua percepção das mudanças políticas, sociais e culturais produzidas em Cuba com o triunfo da Revolução e com a progressiva aproximação do país à União Soviética. A súbita mudança de direção do projeto revolucionário rumo ao comunismo, assim como as viagens que faz a vários países socialistas do Leste Europeu, o levarão a uma conversão de suas convicções ideológicas e até a tomar decisões que modificarão definitivamente seu futuro.
Palavras-chave: autobiografia; Cuba; União Soviética; relações culturais
Fecha de recepción: 02/04/23 | Fecha de aceptación: 03/07/23
J’avais déjà pas mal voyagé dans les pays de l’Est, je n’étais plus naïf, j’avais perdu mon innocence idéologique
Eduardo Manet, Mes années Cuba
Los estudios en torno a las relaciones entre los países latinoamericanos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría son escasos y la inmensa mayoría están hechos desde una perspectiva propagandística. Ciertamente, las relaciones entre Cuba y la Unión Soviética son una excepción, ya que estas sí han sido estudiadas por autores de ambos espacios. Sin embargo, en estos estudios, tampoco se muestra un interés por los lazos artísticos y humanos establecidos (Pedemonte, “Una historiografía en deuda” 235).
Hay que esperar hasta la segunda década del siglo XXI para encontrar tres obras que abordan el estudio de las relaciones entre ambos territorios con un nuevo enfoque, que va más allá de la ideología y la política. Las tres comparten su interés específico por el espacio cubano. Una es Cuba et l’URSS. 30 ans d’une relation improbable (2011), de la autora francesa Leila Latrèche, que utiliza una serie de fuentes inéditas hasta el momento para analizar las relaciones cubano-soviéticas. Otra es Escrito en cirílico: el ideal soviético en la cultura cubana posnoventa (2012), de la cubana Damaris Puñales-Alpízar, que analiza las relaciones intelectuales entre las dos partes y se concentra en la huella dejada por la Unión Soviética en la identidad local cubana. Y, en la misma línea que esta última, destaca Dreaming in Russian: The Cuban Soviet Imaginary (2013), de la norteamericana Jacqueline Loss. Estas tres obras animan a la profundización en el tema a partir de una perspectiva diferente (Pedemonte, “Una historiografía en deuda” 250), desde la que adquieren un nuevo interés obras como Mes années Cuba, del dramaturgo, novelista y cineasta franco-cubano Eduardo Manet. Esta es una autobiografía en la que, a la par que la experiencia de vida, se muestra una evolución de los cambios políticos, sociales y culturales que se van produciendo en Cuba con el triunfo de la Revolución hasta 1968, año en el que el autor abandona el país.
Como explica Manet, decide escribir esta obra tras la sugerencia de su editor francés, Jean-Claude Fasquelle, quien piensa que su experiencia en la Cuba de aquellos años podría interesar a los lectores. Así, aparece publicada en Francia y en francés por la editorial Grasset en 2004. Desde su instalación en París en 1968, Manet publica sus obras en francés, pero ya antes escribe en esa lengua: su novela Les étrangers dans la ville se publica en francés en la editorial Julliard en 1960 y también escribe en lengua francesa algunos de sus poemas de juventud. El principal motivo es su deseo de ser publicado[2]. En cualquier caso, la elección de este idioma no es de extrañar si tenemos en cuenta que, entre 1952 y 1960, Manet vive varios años en Francia, donde viaja para continuar sus estudios y donde decide permanecer tras el recrudecimiento de la dictadura de Batista. Allí se casa y tiene un hijo. De esta forma, en principio la obra estaría dirigida a sus lectores franceses, pero, tras leerla, se hace evidente que no es así, al menos, de manera exclusiva, ya que los asuntos que indirectamente pone sobre la mesa, tales como la función del arte y la literatura o la relación entre los intelectuales y el poder, fueron el centro de los debates en Cuba en la década de los sesenta. Por tanto, cabe pensar que esta autobiografía también está escrita para los lectores cubanos y, sobre todo, que su objetivo principal, más allá de contar las experiencias vividas, es la de posicionar a su autor como intelectual de aquella época.
El propósito de este trabajo es, en primer lugar, estudiar el posicionamiento intelectual que Manet refleja en Mes années Cuba treinta y seis años después de su salida del país, para lo que me apoyaré en algunos estudios en torno a la cultura, la política y la intelectualidad cubana de los sesenta y los setenta de Claudia Gilman, Ambrosio Fornet, Rafael Rojas, Damaris Puñales-Alpízar, Emilio Gallardo Saborido y Rafael Pedemonte. En segundo lugar, me interesa destacar dos cuestiones centrales de esta autobiografía que aportan información interesante a los estudios sobre las relaciones culturales cubano-soviéticas: las impresiones que Manet vierte sobre Fidel Castro y sobre los viajes que realiza a varios países socialistas de Europa del Este. Por último, me gustaría contribuir a la visibilización de la obra de Manet, que, como señala Phyllis Zatlin, ha recibido poca atención de la crítica literaria (x).
La intelectualidad cubana en la década de los sesenta
La Revolución de 1959 despertó la simpatía y el entusiasmo de buena parte de la intelectualidad cubana, gracias, tal y como señala Gallardo Saborido, a la creación de nuevos proyectos como la Casa de las Américas, el Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficos (ICAIC), la Imprenta Nacional, la reactivación del teatro y la danza y la publicación de Lunes de Revolución, entre otros. “De hecho, no fueron pocos los que regresaron a Cuba después de haber vivido en el extranjero” (Gallardo Saborido 58).
No obstante, la polémica generada en torno al documental P.M. de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal y las “Palabras a los intelectuales” de Fidel Castro en 1961, donde pronunció su conocida frase “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, empezaron a dar muestras de que el inicial discurso de libertad, consenso y equilibrio adoptado por la Revolución tomaba una deriva bastante reductora. Este discurso, como señala Ambrosio Fornet, sirvió desde entonces “como principio rector de nuestra política cultural” (387).
La censura de P.M. marcó el inicio del proceso de subordinación del ámbito de la cultura a los intereses del Estado (Pedemonte, “De Cuba a Seván” 103). A esto le siguió el control de todas las editoriales por parte del gobierno, la supresión de los derechos de autor y las regalías, la adopción de una política cultural proteccionista que sacó el libro cubano del mercado internacional y la nacionalización de la prensa. Como sugiere Gallardo Saborido, esta última fue clave en el proceso de sumisión de los intelectuales a los dictados del gobierno revolucionario, ya que, por una parte, esto le permitía frenar la propagación de ideas contrarias a su proyecto y, por otro, le concedía “una potentísima maquinaria para lograr el sustento moral e ideológico que se necesitaba para construir la nueva sociedad, para producir un despertar de la conciencia revolucionaria” (59)[3].
Los intelectuales que se quedaron en Cuba tras el triunfo de la Revolución, conscientes del nuevo contexto, fueron ocupando –unos, con una postura de plena aceptación hacia la Revolución, y otros, con una postura más crítica hacia la misma y, en consecuencia, más incómoda para el gobierno revolucionario– las posiciones que les permitieron los dirigentes políticos.
Entre los muchos intelectuales que apoyaron el proyecto revolucionario, Rojas distingue dos grupos: el del “intelectual nacionalista revolucionario” –en el que se encontraban Carlos Franqui, Haydée Santamaría, Alfredo Guevara y Armando Hart, por entonces, Ministro de Educación– y el del “intelectual comunista revolucionario” –al que pertenecerían Blas Roca, Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez, Mirta Aguirre y José Antonio Portuondo, miembros del Partido Socialista Popular (PSP)– (Tumbas sin sosiego 173). Las discusiones intelectuales que mantuvieron durante la década de los sesenta estuvieron encaminadas a la búsqueda de un modelo artístico adecuado a las necesidades de la nueva etapa revolucionaria (Pedemonte, “De Cuba a Seván” 97).
Si bien el estrechamiento de los lazos con la con la Unión Soviética y con los países socialistas europeos facilitó que el lector cubano tuviera a su disposición literatura soviética desde principios de los sesenta (Puñales-Alpízar, “Cuba socialista” 176)[4], en esta década, todavía existía una clara independencia para la creación artística en Cuba. Es en la década de los setenta cuando se hizo evidente la convergencia hacia el modelo cultural soviético (Puñales-Alpízar Escrito en cirílico).
De hecho, tras la Crisis de los misiles en 1962 hasta 1968, muchos intelectuales mantuvieron una actitud distante hacia el modelo de Moscú (Pedemonte, “De Cuba a Seván” 98); algunos de ellos incluso rechazaban, “no sólo el realismo socialista, como canon estético, sino el formato soviético de la llamada ‘filosofía marxista-leninista’” (Rojas, “Souvenirs” 3) y otros mostraron abiertamente su temor a la imposición del realismo socialista en Cuba, dados los terribles resultados que había tenido en el espacio soviético.
No obstante, en un contexto de creciente dependencia política, económica, técnica y educacional de Cuba con el mundo soviético, quienes salieron favorecidos fueron una serie de intelectuales cercanos a la URSS que actuaron como “mediadores privilegiados entre la isla caribeña y el coloso socialista” (Pedemonte, “De Cuba a Seván” 103). Ahora bien, a la vuelta de sus viajes por estos territorios, algunos intelectuales, como Ángel Augier o Nicolás Guillén, volvieron con “una imagen gloriosa” del mundo visitado; pero otros, como Herberto Padilla, Lisandro Otero o el propio Manet, volvieron defraudados.
El periodo de permisividad con respecto a la perspectiva crítica hacia la URSS terminó a finales de 1968, cuando “las autoridades castristas estimularon un proceso de ‘normalización’ de los lazos con el mundo socialista, poniendo fin a la abierta exteriorización de las reticencias hacia la ‘referencia soviética’” (Pedemonte, “De Cuba a Seván” 98). Precisamente, 1968 es el año que, según Gilman, da inicio a la etapa de las fracturas y la lucha entre dos modelos del intelectual: el del intelectual crítico e independiente y el del intelectual conforme con los imperativos revolucionarios y con la sumisión del campo de la cultura al del poder; etapa que se extiende a lo largo de la década de los setenta. En el proceso de redefinición del nuevo modelo intelectual, se impuso la visión política mas radical, de la que surgió el antiintelectualismo –posición adoptada por los intelectuales autodenominados revolucionarios–, que privilegiaba al intelectual en lucha, al guerrillero, y que destacaba como verdaderos intelectuales a Fidel o al Che Guevara (180).
Por este camino, tras el Congreso de Educación y Cultura de 1971, los intelectuales fueron sometidos a un proceso de “parametración” o de depuración que, teniendo en cuenta la imposición de parámetros relacionados con ciertas exigencias políticas y de comportamiento, permitía distinguir a los individuos “confiables”, es decir, a “revolucionarios y heterosexuales”, de los no confiables; esto es, del resto (Fornet 397).
El retorno a Cuba
Como señala en su autobiografía, Manet es uno de esos intelectuales que decide volver a Cuba tras el triunfo de la Revolución. A finales de 1959, después de casi ocho años en Europa, recibió una invitación de la Casa de las Américas para participar como jurado en un concurso literario. La invitación venía firmada por su directora, Haydée Santamaría, a quien Manet consideraba una “mujer excepcional”, “heroica”, “sensible y generosa”, “‘fidelista’ no comunista” (182). Asimismo también había sido invitado por el que más tarde sería el Teatro Nacional para hacer un curso de expresión corporal. Además, el Partido, del que Manet se consideraba no integrante sino solo “compañero de viaje” (184), también se había molestado en enviar a un camarada a París para animarle a volver. Definitivas en su decisión fueron las palabras de su amigo Tomás Gutiérrez Alea, muestra de las esperanzas generadas en una parte importante de la intelectualidad cubana: “No regresar a Cuba sería un grave error. Gracias a la Revolución, nuestra isla se ha convertido en el país donde todos los sueños se pueden cumplir” (185).
Evidentemente Manet apoyó el proyecto revolucionario; sin embargo, no se alineó completamente ni en el perfil del intelectual nacionalista revolucionario ni en el del intelectual comunista revolucionario. No obstante, defendía la Revolución cubana como un modelo autóctono, completamente alejado del modelo soviético y, aunque tuvo relación con muchos intelectuales del PSP, nunca formó parte del mismo. Por encima de cuestiones políticas e ideológicas, lo que Manet valoraba eran las aportaciones que hacían progresar el mundo de la cultura. Así, en su autobiografía, por una parte, denuncia el hostigamiento que Franqui y Cabrera Infante recibieron por parte del PSP hasta que se cerró el periódico Revolución, dirigido por el primero, y su suplemento literario, Lunes de Revolución, dirigido por el segundo (240). Asimismo cuenta la colaboración con Alfredo Guevara en la creación de un periódico universitario dirigido por Raúl Castro y, especialmente, su relación con él como su superior en el ICAIC, del que era director (94). Por otra parte, muestra respeto y admiración hacia Mirta Aguirre por su labor como directora de la Sección de Teatro y Danza del Consejo Nacional de Cultura. De ella, así como de Vicentina Antuña, presidenta del Consejo, y de Edith García Buchaca, secretaria general, lamenta que, a pesar de su alta competencia en el campo de la cultura, en 1968 ya no tuvieran ningún poder (298).
Los primeros años de la década de los sesenta son fructíferos para Manet: participa en jurados de certámenes literarios, donde tiene ocasión de conversar con escritores que admira –“Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Nicolás Guillén” (192)–, su curso de expresión corporal tiene éxito y se reencuentra con amigos implicados en la vida cultural del país (192). Además, está bien posicionado: ocupa los cargos de director del Conjunto Dramático Nacional, presidente de la sección de teatro de la UNEAC y encargado del departamento de escenarios del ICAIC.
Aunque se mofa del repentino viraje ideológico hacia el modelo soviético que convierte a Cuba en un “Estado marxista-leninista a la salsa tropical” (227)[5], en principio, no se opone a su acercamiento a la URSS. Por eso, se convertirá en uno de los “mediadores privilegiados” que van a los países socialistas con el fin de familiarizar ambos espacios. Ahora bien, como veremos, se encuentra entre aquellos que, como Padilla y Otero, se sienten defraudados con la realidad que descubren; es más, como sostiene Pedemonte, “su labor de mediador regular con el mundo del Este tendió a debilitar su fervor militante” (“De Cuba a Seván” 107).
Así lo refleja en su autobiografía, en la que, tal y como hicieron en sus textos autobiográficos otros escritores cubanos[6], rememora su experiencia de viaje por los países socialistas europeos. Como ocurre en muchos de los escritos de estos autores, en el de Manet, el sujeto se piensa y se expresa en relación con el acontecimiento de la Revolución de 1959[7].
Según la distinción planteada por Rojas, la autobiografía de Manet pertenecería –igual que la de Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, Nivaria Tejera y César Leante[8]– a la de los intelectuales que, tras haber participado en un primer momento en el proyecto revolucionario, abandonaron Cuba en las dos primeras décadas que siguen a la Revolución. En ellas, sus autores, que en su momento se consideraron socialistas, reflejan su desencanto con respecto al régimen político y a la figura de Fidel Castro: “[e]l principal motivo de ruptura en estas memorias es la ‘stalinización’ o ‘sovietización’ del socialismo hasta entonces ‘autóctono’” (“Los nudos” 98), reconocible en la defensa de la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, en el encarcelamiento y la “autocrítica” de Padilla y en el Congreso Nacional de Educación y Cultura en 1971; hechos, todos, recogidos y condenados en el texto de Manet.
Efectivamente, tal y como veremos a continuación, en su autobiografía, en la que refleja su inicial colaboración con el proyecto revolucionario, Manet pone especial interés en mostrar su decepción con respecto a la transformación política de Fidel Castro y al modelo cultural soviético, que conoció muy bien gracias a los viajes que realizó como mediador entre Cuba y la URSS.
Fidel Castro: del mito al dictador latinoamericano
Curiosamente, Manet va recomponiendo la historia de Castro desde su infancia hasta 1968 casi de manera paralela a su propia historia. Su intención es demostrar las contradicciones de este líder de la Revolución. Es interesante notar que, en principio, suele referirse a él como “Fidel” o, a veces, como “el futuro revolucionario” (51), “el joven abogado” (144), señalando así cierta cercanía con su persona. Primero habla de su origen en una familia acomodada y de su educación en el colegio de La Salle de los padres maristas. Y poco a poco va dando datos de su trayectoria vital y de su carácter hasta llegar al 26 de julio de 1953, día en el que, bajo la dictadura de Fulgencio Batista, asalta el cuartel Moncada junto con su hermano Raúl y una centena de hombres más. La hazaña salió mal, Castro fue juzgado, asumió él mismo su defensa y fue entonces cuando pronunció en un discurso su frase: “La historia me absolverá”. En este momento, como sostiene Manet, se forma el Movimiento del 26 de julio y nace el mito (146).
Con la clara intención de mostrar el giro ideológico de Castro, insiste en señalar que, en principio, la CIA lo percibía como “un patriota y no como un comunista” (162)[9], mientras que los viejos comunistas cubanos del PSP condenaban “el aventurismo de Fidel Castro” (162)[10] y se distanciaban radicalmente de la estrategia y operaciones de la guerrilla en la Sierra Maestra. El propio Castro, en su viaje a Caracas justo después del triunfo de la Revolución, repitió más de mil veces, como declara Manet, “No. Yo no soy comunista” (177)[11].
El cambio llegó con el acercamiento de Castro a Nikita Jrushchov en 1960, que, según Manet, fue propiciado por la actitud del gobierno de Eisenhower. Para justificar su opinión, cuenta cómo Washington, en reacción a la nacionalización de la compañía Pan American en Cuba, confiscó el avión en el que había volado la delegación cubana –de la que él mismo formaba parte– hasta Estados Unidos con motivo de la celebración del 25 aniversario de la creación de las Naciones Unidas. Ante la afrenta, rápidamente Jrushchov puso a disposición de Castro un Tupolev (214). Un mes después, en octubre de 1960, Eisenhower decretaba el embargo de Cuba. Y un año más tarde, en diciembre de 1961, tal y como reproduce Manet, Castro afirmaba en un discurso televisado: “Yo soy marxista-leninista y seguiré siendo marxista-leninista hasta el último día de mi vida” (235)[12].
Haciendo gala de un magnífico dominio de la ironía, por una parte, Manet se burla de su rápida e inesperada conversión ideológica, refiriéndose a “la varita mágica del Líder Máximo” (226)[13] o sugiriendo que se volvería “más marxista que Marx” (235)[14]. Por otro lado, deja constancia de su carácter autoritario, repitiendo con sorna su condición de “Líder Máximo” y refiriéndose, entre otras imposiciones, a su empeño en el proyecto de la zafra de los diez millones, a pesar de la oposición de los expertos; con él pretendía triplicar la producción de azúcar y alcanzar en 1970 la suma de diez millones como moneda de cambio entre Cuba y la URSS. Este episodio le da pie a Manet para, con humor, hacer notar también la hipocresía de Castro. Tras el evidente fracaso del proyecto, el Comandante reconoció su error y dijo que dejaba su cargo delante de una multitud que inmediatamente le rogó que se quedase: “Ese día, Castro merecía un Óscar. Ni Marlon Brando, ni Dustin Hoffman, ni Al Pacino, ni Robert de Niro, los cuatro reunidos, no habrían podido realizar con éxito tal golpe de teatro delante de la multitud” (279)[15].
Hacia el final de su autobiografía, termina declarando, sin una pizca de humor ni de ironía, que en su defensa pública de la invasión de Checoslovaquia en 1968 el “joven rebelde” sonaba ya “al militar endurecido, al dirigente cínico, al dictador latinoamericano. Repetía información dictada por la KGB” (303)[16].
Una vez creado el Partido Comunista en 1965, como declara Manet, en Cuba se adopta la estructura política basada en la pirámide. En la cumbre, estaba Castro codeándose con Dios o, en su defecto, con el Papa (259). Poco después ya no se podría contrariar sus decisiones ni poner en duda la sabiduría del Líder Máximo (278), convertido en máxima autoridad, en el verdadero intelectual, tal y como señalaba Gilman (180).
Con la pirámide constituida, confiesa Manet, rápidamente toma consciencia de lo que suponía la existencia de “un partido único con un comité central monolítico, una prensa única[17], y, por supuesto, un pensamiento único, el del Líder” (261). Su temor era fundado; ya conocía cómo funcionaba la estructura y cuáles eran sus consecuencias, puesto que “ya había viajado bastante por los países del Este, ya no era un ingenuo, había perdido mi inocencia ideológica durante mis noches blancas en Varsovia, Praga, Budapest e incluso Moscú” (261)[18].
Viajes a los países hermanos
A sus treinta y tres años, gracias a su posición en el mundo de la cultura, Manet se convirtió en “viajero intermitente” (246). Como hace constar en su autobiografía, entre 1963 y 1964, viajó a Moscú (Unión Soviética), Berlín del Este, Dresde, Babelsberg (República Democrática Alemana), Varsovia (Polonia), Praga, Karlovy Vary (Checoslovaquia) y Budapest (Hungría) como representante del ICAIC. Siempre reconoció que estos viajes eran un privilegio concedido por su estatus de funcionario del que no podían gozar la inmensa mayoría de los cubanos (247).
En ellos, su función podía ser la de organizar la presencia cubana en festivales de cine o la de organizar intercambios entre compañías teatrales. Como nos revela, el ritual de actuación siempre era el mismo: alrededor de una mesa de trabajo, los cubanos eran los pobres que pedían y los “hermanos socialistas” tomaban nota de lo que necesitaban para enviárselo más tarde.
Estos encuentros, con los que, en teoría, se pretendía conseguir un mejor conocimiento entre las partes, eran en realidad una comedia, un “diálogo de sordos”, como los califica Manet, de los que no salía ninguna decisión importante, ya que estas las tomaban los cargos superiores, los ministros. Como declara el autor, utilizando una expresión de origen soviético, “nosotros no éramos más que unos apparatchiks que fingían merecer sus salarios, justificar sus viajes” (248)[19]. Tras la firma de los acuerdos y las muestras de cortesía, llegaba el tiempo de las comilonas y del alcohol, consumido en grandes cantidades (248). Con la embriaguez, llegaba también el tiempo de las conversaciones insípidas y vacías.
Tampoco le merecen una opinión positiva los funcionarios de estos países socialistas. Manet los concibe como burócratas ambiciosos y sin ilusiones y asegura no recordar “ni un solo comunista sincero, ni un solo socialista de rostro humano” (249)[20], haciendo clara referencia al socialismo de rostro humano de Checoslovaquia, que consideraba un socialismo renovado y libre del estalinismo, la burocracia y el terror impuesto por la KGB (301-2). Solo profundamente borrachos dejaban caer sus máscaras y hablaban de sexo y relaciones ilícitas, temas tabú en esas sociedades, para él, cerradas e hipócritas.
De estos viajes milimétricamente programados, entre reuniones estériles, comilonas y celebraciones pasadas de alcohol, recuerda sobre todo sucesos desagradables, como los disparos que escuchó una noche desde la casa para los invitados extranjeros de Babelsberg, donde había ido a conocer sus míticos estudios cinematográficos. Su ubicación en un lugar conocido por servir de paso a los disidentes que querían huir al Oeste le permitió entender inmediatamente que se trataba de “un pobre tipo que eligió la libertad del otro lado del río. La policía comunista se entretenía disparándoles como a conejos” (251)[21].
Aunque estos viajes tuvieron como aspecto positivo que pudo entrar en contacto con interesantes artistas, cineastas, escritores y gente del mundo del teatro –por ejemplo, en Berlín conoció a la actriz Helene Weigel; en Varsovia, al director de cine polaco Andrzej Wajda y al actor Zbigniew Cybulski y, en Praga, al director de teatro Otomar Krecja–, Manet reconoce que sobre todo le sirvieron para abrir los ojos y comprender lo que estaba pasando en Cuba en esos años.
En los “países hermanos”, la burocracia comunista, las denuncias, las redadas policiales y las amenazas de prisión por casi cualquier motivo imponían, según Manet, “la astucia, el miedo y el exilio” (262)[22]. Mientras tanto, en Cuba Castro designaba a los altos cargos del Partido y repartía los puestos clave, y cada centro de trabajo organizaba sus asambleas y estudiaba al detalle los currículums de los trabajadores. Las reuniones se llenaban de oportunistas que querían hacerse remarcar o que aprovechaban la situación para ejecutar pequeñas venganzas personales. Para Manet, esas reuniones, a las que tenía que asistir como director de una compañía nacional y en las que tuvo que hacer frente a situaciones tan desagradables como las denuncias hacia los actores que tenían relaciones con algunos exiliados[23], se volvieron un calvario.
Tras la Crisis de los misiles en 1962, sus compañeros del teatro habían empezado a abandonar Cuba, unos por miedo al comunismo y otros por temor a la persecución a los homosexuales. En principio, Manet encontraba este último temor exagerado y paranoico, pero rápidamente reconoce su error y critica la creación de las UMAP[24] y varios sucesos lamentables en torno a la persecución que sufrieron los homosexuales, primero, entre el pueblo común y, luego, en los medios artísticos; persecución que se hizo extensiva a los jóvenes que llevaban el pelo largo, los pantalones ajustados o tenían maneras refinadas (265-68). A finales de 1965, con el caso de las UMAP y la falta de actitud crítica por parte del Che, Manet habla de amargura e ilusiones perdidas (271).
En 1968, durante el rodaje de Alicia, una película sobre la gran bailarina cubana Alicia Alonso que le encargó el ICAIC, Manet conoce a Jean y Janine Assens –por entonces, pintor, profesor de dibujo y decorador, él; profesora de francés, ella–. A esta pareja, con la que conecta a la perfección desde un primer momento, les habla de sus viajes a los países socialistas europeos y les confiesa su decepción con el “mundo comunista” y sus dudas con respecto al camino que había tomado la Revolución cubana.
Acababa de escribir su pieza Las monjas, de la que hizo una versión francesa (Les Nonnes), seguramente por la situación angustiosa que se estaba viviendo en Cuba y por su pasión por París y sus ganas de volver allí. Así, pues, se la dio a los Assens y estos, a su vez, se la harían llegar al director de teatro Roger Blin, quien se interesaría por su puesta en escena en París. De este modo, los Assens brindarán a Manet la excusa perfecta para salir de Cuba.
En su recuento de las personas que ese 1968 abandonaban o ya habían abandonado el país, hay amigos cercanos, compañeros, homosexuales y católicos, entre otros muchos, que rechazaban someterse al dogmatismo impuesto por la cúpula del poder. Se iban dejando todo atrás, ya que apenas podían llevarse dos maletas de ropa y diez dólares. Quienes no estaban fichados como contrarrevolucionarios podían negociar un permiso de salida de seis meses para un viaje de estudios o para una actividad profesional temporal en el extranjero. La política del ICAIC en ese momento era dar el permiso y dejar que cada uno eligiera si quedarse en el extranjero o volver.
A Manet, en Cuba le habían dado mil excusas por las que no se iba a poder presentar Las monjas, mientras que en París había un importante director interesado en ella. Además, casado con una francesa que por entonces vivía en Francia, podía alegar la necesidad de llevar a su hijo con ella. Sabiendo que no volvería, como director del ICAIC, Alfredo Guevara le dio el documento que le facilitaría la compra de los billetes de avión.
Con un enorme sentimiento de dolor, de culpabilidad y de malestar interior, como reconoce Manet, deja todo para empezar de nuevo en otro país. A estas alturas, como ya había dicho antes: “yo no era ingenuo, sabía lo que costaba la libertad en un país capitalista” (309)[25]. Antes de salir ya era un “gusano” para la mayoría de sus compañeros. Poco después supo que el montaje de Alicia había sido rehecho por otro director y que habían borrado su nombre de los créditos.
Conclusiones
Mes années Cuba es un texto autobiográfico muy útil para el estudio de los lazos artísticos que se establecieron entre Cuba y los países socialistas europeos durante la década de los años sesenta, tema que ha adquirido el interés de la crítica hace solo unos pocos años. Su autor, Eduardo Manet, pertenece al grupo de intelectuales cubanos que, tal y como reflejan en sus textos autobiográficos, en un principio se adhirieron a la causa revolucionaria, pero que decidieron abandonar Cuba en las dos décadas posteriores al triunfo de la Revolución, decepcionados por la actuación de Fidel Castro y por el régimen político que terminó imponiéndose.
Concretamente, Manet se marcha de Cuba en 1968, año en el que se formalizan las relaciones con los países del bloque soviético, se penaliza la crítica abierta hacia este espacio y Fidel Castro respalda la invasión soviética de Checoslovaquia. Es el momento de la censura de Los siete contra Tebas de Antón Arrufat y de Fuera de juego de Heberto Padilla, del inicio de una fractura entre la intelectualidad cubana a partir del “caso Padilla” y de la redefinición del modelo intelectual. De esta última resulta la figura del intelectual revolucionario, que apoya la subordinación del campo de la cultura al del poder.
Fuertemente atraído por la cultura francesa y por París, decidió instalarse en esta ciudad, en la que había realizado estudios durante la década de los cincuenta. Las monjas (Les Nonnes), seleccionada por Roger Blin para su puesta en escena, fue su pasaporte de salida (Zatlin xiii). Para dar este paso, abandonar su país de origen –hecho que, como reconoce en el texto, siempre es desgarrador (Manet, Mes années 292)–, fueron decisivos sus viajes a los países socialistas de Europa del Este, donde, como confiesa, perdió la inocencia con respecto al comunismo ortodoxo.
Como hemos visto, de Fidel Castro, Manet destaca sus numerosas contradicciones y su artificial reconversión al marxismo-leninismo. Intenta mostrar, por un lado, el peso de la actitud de constante acoso de los Estados Unidos, que, como sugiere, prácticamente lo lanzaron a los brazos de Jrushchov. Por otro lado, insiste en la fiebre que le produce estar en lo más alto del poder y que le lleva a convertirse en el dictador más antiguo del mundo (281).
Con respecto a los países socialistas europeos, Manet viajó por la Unión Soviética, la República Democrática Alemana, Hungría, Polonia y Checoslovaquia como representante del ICAIC. Como declara en varias ocasiones, en estos países perdió la inocencia ideológica y aprendió que la astucia, el miedo y el exilio podían convertirse en un mal cotidiano.
En definitiva, en su autobiografía Manet se reivindica como un intelectual crítico e independiente, contrario al intervencionismo del gobierno en el campo de la cultura, y se declara víctima del antiintelectualismo, por el que su persona y su labor como intelectual serían temporalmente borradas del panorama cultural cubano. Su salida de Cuba, que el autor achaca a un impulso de locura (309), aunque más bien parece instinto de supervivencia, le libró de comprobar en primera persona que, tal y como sospechaba, Cuba terminaría por importar el modelo cultural soviético, lo que daría lugar en la década de los setenta al Quinquenio Gris, el periodo más lamentable de las letras cubanas.
Referencias bibliográficas
[1] Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i Escritores latinoamericanos en los países socialistas europeos durante la Guerra Fría (PID2020-113994GB-I00), financiado por MCIN/ AEI/10.13039/501100011033/.
[2] En 1981, Manet reconocía en un medio estadounidense que había decidido escribir en francés porque en Cuba nadie, excepto Nicolás Guillén, había logrado ganarse la vida como poeta (Zatlin 2).
[3] Por ejemplo, la visión que, de 1961 a 1989, se dio de la Unión Soviética fue apologética (Rojas, “Souvenirs” 2).
[4] Puñales-Alpízar destaca que es a través de las traducciones provenientes del bloque soviético como el lector cubano toma contacto con la cultura socialista (“Geopolíticas” 37).
[5] “Etat marxiste-léniniste à la sauce tropical”. Todas las traducciones al español de Mes années Cuba son mías.
[6] Otros autores cubanos que recogen la experiencia de sus viajes a los países socialistas europeos en sus escritos autobiográficos son Renée Méndez Capote (Crónicas de viaje, 1966), Nicolás Guillén (Páginas vueltas. Memorias, 1982), Herberto Padilla (La mala memoria, 1989), Pablo Armando Fernández (El talismán y otras evocaciones, 1994), Lisandro Otero (Llover sobre mojado. Una reflexión personal sobre la historia, 1997), César Leante (Revive, historia. Anatomía del castrismo, 1999), José Manuel Prieto (Treinta días en Moscú, 2001), Manuel Díaz Martínez (Sólo un leve rasguño en la solapa, 2002) y Graziella Pogolotti (Dinosauria soy, 2011).
[7] Para ampliar información sobre esta idea, véase “De la actualización del paradigma autobiográfico en la literatura cubana” de Pérez-Hernández.
[8] Rojas se refiere a “Libertad y socialismo” (1972) de Franqui –a la que cabría sumar Retrato de familia con Fidel (1981)–, Mea Cuba (1993) de Cabrera Infante, Espero la noche para soñarte, Revolución (2002) de Tejera y Volviendo la mirada (2002) de Leante. Con esta postura común, Rojas distingue la literatura autobiográfica de estos autores de la de los intelectuales del primer exilio, la de los miembros de la generación de Mariel, la de la diáspora cubana de los años de 1990 y la de los escritores cubanoamericanos de finales de los noventa y principios del siglo XXI.
[9] “un patriote et non pas un communiste”.
[10] “l’aventurisme de Fidel Castro”.
[11] “Non. Je ne suis pas communiste”.
[12] “Je suis marxiste-léniniste et je resterai marxiste-léniniste jusqu’à la fin de mes jours”.
[13] “la baguette magique du Líder Máximo”.
[14] “plus marxiste que Marx”.
[15] “C’est jour là, Castro méritait un Oscar. Ni Marlon Brando, ni Dustin Hoffman, ni Al Pacino, ni Robert de Niro, tous les quatre réunis, n’auraient pu réussir un tel coup de théatre devan la foule rassemblée”.
[16] “au militaire endurci, au dirigeant cynique, au dictateur latino-américain. Il répétait les informations dictées par le KGB”.
[17] Como señala Manet, Granma empezará a controlar toda la información, “igual que Pravda en la Unión soviética” (241); se convertirá en el órgano oficial del Partido.
[18] “J’avais déjà pa mal voyagé dans les pays de l’Est, je n’étais plus naïf, j’avais perdu mon innocence idéologique au cours de mes nuits blanches à Varsovie, à Prague, à Budapest, et même à Moscou”.
[19] “Nous n’étions que des apparatchiks faisant semblant de mériter nos salaires, de justifier nos voyages”. Apparatchiks es el término coloquial con el que se designaba en ruso a los funcionarios profesionales de la administración soviética. El destacado es mío.
[20] “pas un seul communiste sincère, un seul socialiste à visage humaine”.
[21] “un pauvre type qui a choisi la liberté de l’autre côté du fleuve. La pólice communiste s’ammusait à les tirer comme des lapins”.
[22] “la ruse. La peur. L’exil”. Con la intención de intensificar la carga dramática de sus palabras, Manet escribe cada una de ellas en una línea diferente, tras un punto y final.
[23] Es el caso de Myriam Gómez, pareja de Cabrera Infante, que acababa de exiliarse a Londres, denunciada por otra actriz en una de esas reuniones (264).
[24] Las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) fueron campos de trabajos forzados a los que se enviaban, entre otros, a los homosexuales. En la obra de Manet, aparecen definidos como campos de concentración castrista que nada tenían que envidiar a los goulags de Stalin (269).
[25] “Je n’étais pas naïf, je savais ce que coûtait la liberté dans un pays capitaliste”. El destacado es mío.