https://doi.org/10.19137/anclajes-2024-28211 


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ARTÍCULOS

Una resistencia íntima desde las ruinas de la memoria en la obra del poeta Jorge Teillier[1]

An intimate resistance from the ruins of memory in the work of the poet Jorge Teillier

Uma resistência íntima a partir das ruínas da memória na obra do poeta Jorge TeillierTítulo en portugués

Luis González García  

Universidad de Concepción/ Universidad Católica de la Santísima Concepción

Chile

lgonzale@udec.cl 

ORCID: 0000-0003-4864-9151 

Mariela Fuentes Leal

Institución Universidad de Concepción

Chile

mariefue@udec.cl

ORCID: 0000-0002-2337-6292 

Fecha de recepción: 04/11/2022ǀ Fecha de aceptación: 02/05/2023

Resumen: La conformación de una “resistencia íntima” en la obra del poeta chileno Jorge Teillier (1935-1996) opera a partir del despliegue nostálgico del hablante frente al desarraigo moderno en un entorno ruinoso. Se trata de articular la paradoja entre la experiencia íntima y hospitalaria del hablante en lo cotidiano y el sentido de orfandad de la precaria existencia actual que le concita resignificar el presente y expandirse en el futuro. De esta manera, en la poética de Teillier surge un juego pendular de antagonismos: la vida y la muerte, la dicha y la desilusión, el arraigo y el desarraigo; con una tendencia vital del hablante a la desintegración que es contrarrestada con la resistencia íntima desde las ruinas de su memoria donde persiste en su alteridad y finitud.

Palabras clave: Modernidad; Poesía lárica; Nostalgia; Memoria; Ruinas.

Abstract: The formation of an "intimate resistance" in the work of the Chilean poet Jorge Teillier (1935-1996) operates from the speaker’s nostalgic unfolding in the face of modern uprooting within a ruinous environment. This entails articulating the paradox between the speaker’s intimate everyday life experience and the sense of orphanhood caused by his current precarious existence, which encourages him to resignify the present and expand into the future. In this way, a pendular game of antagonisms arises in Tellier’s poetics: life and death, happiness and disappointment, rootedness and uprooting; a vital tendency of the speaker to disintegrate, counteracted with the intimate resistance from the ruins of his memory where he persists in his alterity and finitude.

Keywords: Modernity; Laric poetry; Nostalgia; Memory; Ruins.

Resumo: A formação de uma "resistência íntima" na obra do poeta chileno Jorge Teillier (1935-1996) opera a partir do desdobramento nostálgico do falante diante do desenraizamento moderno em um ambiente em ruínas. Trata-se de articular o paradoxo  entre a experiência íntima e acolhedora do falante no quotidiano e o sentimento de orfandade da precária existência atual que o instiga a resignificar o presente e expandir-se no futuro. Dessa forma, na poética de Teillier, surge um jogo pendular de antagonismos: a vida e a morte, a felicidade e a desilusão, o enraizamento e o desenraizamento; com uma tendência vital do falante para a desintegração, que é contraposta pela resistência íntima a partir das ruínas de sua memória, onde persiste em sua alteridade e finitude.

Palavras-chave: Modernidade; Poesia “do lar”; Nostalgia; Memória; Ruínas.

Introducción

En la reconocida tradición poética chilena, la obra de Jorge Teillier (1935-1996) ocupa sin duda un lugar preponderante con su distinguida poesía “lárica”[2] que logra seducir en virtud de la elaboración de sencillas atmósferas e imaginarios rememorativos. Estas construcciones poéticas están ligadas a cosmovisiones propias de los pueblos provincianos del sur de Chile, a mediados del siglo XX. Desde esa mirada, Teillier construye versos con un sentido intimista y de arraigo con el entorno, las personas, costumbres y formas de ver el mundo. Se trata de una poesía que exhorta a un reencuentro en el que:

Se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en estos últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía. (Los poetas 49)

Conforme a ello, destacamos la particular resistencia personal e íntima al desarraigo moderno desarrollada por Teillier a lo largo de toda su obra poética que muestra imaginarios caracterizados por la presencia de ruinas y la amargura de la desilusión. Teillier -a través del hablante lírico- describe una vida provinciana definida por procesos de duelo irresueltos y una profunda inconformidad por la irrupción de la realidad moderna y técnica: “Por omisión, se repudia entonces el mundo mecanizado y estandarizado del presente, en donde el hombre medio sólo aspira a las pequeñas metas del confort” (Los poetas 52). Es decir, la poesía moderna de Teillier, tal como afirmaba Octavio Paz, calificaría como una literatura de rebelión frente a un mundo denunciado como extraño y enajenante. De ahí que, siguiendo a Paz, estas expresiones literarias de resistencia se hayan convertido “en el alimento de los disidentes y desterrados del mundo burgués. A una sociedad escindida corresponde una poesía en rebelión” (40). En la poética de Teillier, dicha rebelión actúa como una resistencia íntima que intenta “superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace” (El mundo 13) y se convierte en una “poesía testimonial de corte “autobiográfico” que entrelaza necesariamente vida y obra.

Los críticos literarios han advertido esa estrecha relación entre la obra de Teillier y los aspectos biográficos del autor; de ahí entonces que es complejo desasociar dichos planos. Bajo tales premisas, Naín Nómez afirma que, desde Para ángeles y gorriones de 1956 hasta Crónica del Forastero de 1968, la poética de Teillier se constituye como un gran libro centrado en el testimonio de una edad dorada destinada a extinguirse definitivamente. El hablante poético es un “testigo cuya mirada escéptica tiñe el presente y el futuro con la sensación permanente de desarraigo” (50). Para Alexis Candia, en la obra de Teillier hay un punto de inflexión en relación con la dictadura militar, instaurada en 1973: “En el plano social, Teillier debe afrontar –al igual que el resto de Chile- las sórdidas políticas de la dictadura militar, vale decir, la instauración de una doctrina del terror […] Bajo esta perspectiva, resulta casi natural el cambio de tono de la poesía de Jorge Teillier. Ciertamente, si se vive un infierno resulta sumamente complejo perseguir las huellas del paraíso” (párr. 12). Por su parte, Niall Binns propone que ese oscuro período dictatorial vivido por Teillier repercute en la “pérdida del mundo de la infancia que atormentaba al poeta de antes, las ilusiones y los esfuerzos siempre en vano por recuperarlos, se intensifican y se desgarran durante el régimen militar” (92).

En este artículo proponemos la presencia de una resistencia íntima en la poética de Teillier, a partir del anhelo del poeta por la recuperación de una cosmovisión fundada en una memoria en que existe una íntima complicidad entre los seres humanos y la naturaleza en torno al lar. En tal sentido, Para ángeles y Gorriones, como los posteriores El Cielo cae con las Hojas y El Árbol de la Memoria ya delatan, incluso desde sus títulos, esa alianza analógica con lo natural que fundamenta el recuerdo de tiempos mejores; pero que no aplaca la construcción de una atmósfera de desesperanza y ruinas que sostienen tales imaginarios: “Como una araña que recorre/ los mismos hilos de su red/caminaré sin prisa por las calles/ invadidas de malezas/ mirando los palomares/que se vienen abajo” (El Árbol 46).

En consecuencia, se percibe una sensación de orfandad del hablante que se acrecienta frente a una realidad que no logra acogerlo abiertamente o que lo ha abandonado “bebiendo un último vaso de cerveza […] como el borracho a la taberna/y el niño a cabalgar/en el balancín roto.” (El Árbol 46). El hablante pernocta bajo nebulosos y ruinosos ambientes que gatillan en él los recuerdos y estimulan sus sueños láricos. No obstante, a la vez que surgen esas imágenes nostálgicas, también aparece la sensación de desarraigo en el presente, evidenciada en poemarios con títulos que no disimulan dicha sensación: Poemas del País de Nunca Jamás, Trenes de la Noche o Poemas Secretos, entre otros, nos señalan el contexto alienante experimentado por el hablante. Así también, la soledad del destierro casi definitivo[3] con el lar se deja ver en Crónica del forastero, en la que la nostalgia se reactiva para que el hablante se busque a sí mismo difusamente en los recuerdos y en los sueños de “relojes sin memoria” para “que conozcamos a los visibles sólo para/la memoria/de quienes alguna vez resucitaremos en los/granos de trigo o en las cenizas los roces/a fuego” (Crónica 63). De esta manera, se trata de perseguir las huellas de la voz de sí mismo cuando ella resonaba en comunión con los elementos naturales, en un paisaje armonioso, alejado de “el invierno de la realidad”. Más adelante, en Para un Pueblo Fantasma de 1978, en plena dictadura de Pinochet, la sensación de extrañamiento y decrepitud implicarán una resistencia desde esa misma conciencia frente a una adversidad irremontable y siniestra. Por eso, en los noventa, Hotel Nube y su póstumo En el mudo corazón del bosque, publicado en 1997, señalan una condena al fracaso del poeta, una reafirmación ambivalente de sí mismo en torno a esas antinomias que la misma intimidad nostálgica permite. Vale decir, se observa en tales obras una creciente atmósfera ruinosa que genera la íntima confesión del hablante, quien resiste el desarraigo radical del presente recordando cuando sus sentidos estaban en comunión con la naturaleza en “el tiempo inolvidable en el que estábamos/ en la tierra, /cuando cualquier cosa hacía ruido al caer, nosotros mirábamos por todas partes con/nuestros sabios ojos, /nuestros oídos entendían todos los matices del/aire” (En el mudo 99) [4].

Resistiendo desde la memoria y la nostalgia

La investigadora Svetlana Boym señala que “el siglo XX se inauguró con una utopía futurista y ha terminado con la nostalgia” (14). Frente a la promesa de una bienaventuranza utópica modernista como la nostalgia teillieriana aparece como una natural reacción de resistencia, anclada a la añoranza de tiempos y espacios alternativos, que permite saltar la lógica rectilínea de lo moderno y su aplastante instrumentalización funcional del mundo. La poesía de Teillier es una poesía que se desmarca de las expresiones literarias modernas y canónicas[5] para aproximarse a un sentido nostálgico, evocador de un pasado[6], en un intento de redención connatural a tales procesos rememorativos. Tal como lo afirma el filósofo alemán Walter Benjamín: “El pasado lleva consigo un índice secreto mediante el cual queda remitido a la redención” (Iluminaciones 308). Esta redención mediante el recuerdo opera en Teillier como un intento de purgación personal, un anhelo redentor centrado en la vuelta a los orígenes, hacia una edad de oro[7] en cuya imagen utópica e idílica converge la comunión romántica como crítica a la cultura y a los valores modernos-burgueses: “De ahí también la nostalgia de los ‘poetas de los lares’ su búsqueda del reencuentro con una edad de oro que no se debe confundir sólo con la de la infancia, sino con la del paraíso perdido que alguna vez estuvo sobre la tierra” (Los poetas 53). El poeta lautarino pretende entonces rememorar una cosmovisión enmarcada geográficamente en torno a La Frontera,[8] mostrándonos una naturaleza culturizada por el ser humano y distante del sentido indómito como se representaba en la poética de Neruda. Sin embargo, en Teillier, tal descripción de la naturaleza se aprecia “invadida” por la decadente vida aldeana presentándose como el escenario de fondo y testigo de esa decrepitud. En tal sentido, el sujeto o hablante lírico de la obra teillieriana podría comprenderse como un “sujeto fronterizo”, tal como lo formula Eduardo Llanos en el reconocido prólogo de su antología Los Dominios perdidos: “La poesía de Teillier es fronteriza en su sentido más profundo: en ella se asiste a un movimiento que parece efectuarse y anularse simultáneamente, y que en todo caso compatibiliza polaridades aparentemente antinómicas […]” (13). Vale decir, la de Teillier sería una poesía fronteriza desarrollada en las penumbras de la desilusión, producto de la tensa convivencia entre antagonismos de hondura existencial y metafísicas, y que el hablante experimenta, ya desde sus primeras obras, como ambiguas y oscilantes sensaciones.

En tales términos, la poesía lárica de Teillier, como lo afirma Binns, más que una simple poesía descriptiva o enumeración naturalista que correspondería a una especie de criollismo poético[9], “es una especie de realismo secreto, una visión del mundo, como un depósito de significados y símbolos ocultos” (32). Esta visión de mundo implica un esfuerzo agotador por revelar los significados ocultos que se entienden en términos de una "realidad secreta", una realidad que se encubre en la memoria de lo oculto y lo personal, y que solo se ofrece a aquellos que también forman parte de ese pacto secreto: “Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día/ sino la que alguna vez apagamos / para guardar la memoria secreta de la luz” (Poemas 24). En efecto, el crítico Naín Nómez asevera que tales procesos de articulación rememorativa de la poesía lárica representada por Teillier obedecen a “un repliegue afectivo frente a un mundo adverso que se resuelve en el refugio de un mundo primigenio integrado a la naturaleza que se despliega a partir de la refulgencia de imágenes que se actualizan con la memoria” (Comunidad 48). Dicho repliegue también puede entenderse como una posición consciente de enfrentar el mundo mediante una invocación fraterna entre lo bello y lo bueno. De ahí que el poeta necesita saber leer los signos ocultos de la realidad y trascender hacia una dimensión ontológica, en que las imágenes de recuerdos aparecen en torno a una cotidianidad inserta en la vida aldeana: “Era bella como encontrar/ nidos de perdices en los trigales/ Bella como el delantal gastado de una madre /y las palabras que siempre hemos querido escuchar/ […] Pero nunca dejaremos de buscar sus huellas /En los patios cubiertos de la primera helada” (Árbol 41). Juan Carlos Villavicencio, editor y prologuista de Nostalgia de la Tierra, al respecto señala: “Hay una visión del mundo y un posicionamiento en él, que lo llevan a reaccionar (ética y estéticamente) al entorno que lo va rodeando” (43). Debido a ello, podemos sostener que en Teillier habita un replanteamiento romántico de volver a reencontrar la unidad perdida entre los humanos y el mundo perseverando en el esfuerzo por volver a restablecer una “lógica de las correspondencias”, como asegura Ana Traverso (“Las ruinas”).

Ahora bien, si consideramos el análisis de Andreas Huyssen respecto a la modernidad, la mirada retrospectiva de Teillier se relacionaría con ciertas tendencias culturales o sociales que intentan diferenciarse de manera crítica frente al carácter alienante y artificial de la modernidad. Para Huyseen tales fenómenos sociales y críticos derivaron en “proyecciones de autenticidad que produjeron fantasmas ideológicos-la autenticidad de los arcaicos y primitivos-, el privilegio de la comunidad auténtica opuesta a la anomía y la artificialidad de las sociedades modernas” (37). Por eso la poesía de Teillier es una poesía nostálgica que intenta reaccionar ante el desamparo del mundo moderno para retomar, en palabras de Octavio Paz, “un estado de unidad primordial, del cual fuimos separados, del cual estamos siendo separados a cada momento. Constituye nuestra condición original, a la que una y otra vez volvemos” (136). En este sentido, gran parte de la obra del lautarino denuncia un exilio y orfandad acrecentada por un enemigo irreductible como es el tiempo. Justamente en sostén de los análisis de Walter Benjamin, expuestos en su “Tesis sobre el concepto de Historia”, apreciamos en el poeta chileno un intento de resignificación temporal que coloca en entredicho la homogeneidad historicista de un tiempo vacío para dar paso a “un tiempo colmado de presente” (Iluminaciones 315). En rigor, en la poesía de Teillier, observamos un afán utópico retrospectivo, que pervive en la mirada hacia el pasado, para sostener el sentido de un anodino presente, y con ello también un futuro de esperanza: “Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado, pero debiera habernos pasado” (El mundo 16). En conformidad con tal propósito, es posible comprender en su poesía un proceso de añoranzas pasadas, de intensidades afectivas que rigen misteriosamente el presente, tal como lo indica Friedrich Nietzsche en su libro Humano Demasiado Humano: “Lo mejor que hay en nosotros viene de este sentimiento de épocas anteriores que apenas podemos alcanzar directamente: el sol se ha ocultado ya, pero todavía ilumina e inflama el cielo de nuestra vida, aunque no la divisemos” (198). En consecuencia, surge la necesidad, como ocurre en Teillier, de reelaborar a modo de crónicas, fabulaciones alegóricas de la vida pueblerina que asociamos a las “fiestas de la memoria” que, a partir de Nietzsche, logra replantear el filósofo italiano Gianni Vattimo. Se trata de procesos acontecidos de forma connatural al suceso de desmemoria, derivados de la secularización moderna que impelen irónicamente a seguir recordando ese pasado que se desea superar. Vattimo señala al respecto: “¿No deberíamos, en vez de esto, y en relación con los errores de la moral, de la metafísica, y del arte del pasado, que hicieron coloreado el mundo, continuar celebrando “fiestas de la memoria?” (44). En este sentido, observamos la presencia de cierta vocación rememorativa de carácter ontológico en Teillier, connatural al ejercicio poético apreciado por Martín Heidegger en su Carta sobre el humanismo: “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada (11-2). Es decir, los poetas (como los pensadores) operan como vigilantes del Ser y le otorgan la palabra, lo hacen hablar y lo conservan en su esencialidad mediante el habla poética. Esta conservación implica, como lo aprecia Vattimo, la rememoración a partir de la palabra Sage que no remite sólo a un lenguaje originario o epopeya de los orígenes, sino “también es la suscitación de las fábulas al estilo de las fabulaciones nietzscheanas” (8). En dicho contexto de des-fundamentación secular moderna, las “fiestas de la memoria” nietzscheanas podrían interpretarse en términos de una inevitable rememoración ante la vacuidad y sensación de orfandad trascendental. Surgiría así la necesidad de volver a retomar un “relato” explicativo para sobrellevar el desamparo secular tras la “muerte de Dios”. Es decir, para Nietzsche la desaparición del mundo verdadero platónico o mundo ideal también involucraría la degradación del mundo aparente o de los sentidos. De ahí la necesidad de retomar relatos para no naufragar en el sin sentido radical: “Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado? ¿el aparente…? ¡no!, al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente” (El ocaso 62). De esta manera, este evento toma las formas reincidentes de relatos aparentemente extintos, pero que conservan aquel carácter veritativo necesario para vivir, aun sabiendo la ficción del postulado. Desde tal concepción desprovista de la densidad ontológica del sujeto, Vattimo postula que en la modernidad solo queda la historización de las historias que dieron, en su momento, textura y tonalidad al mundo cuando la primacía del ser como presencia era el sustrato de elaboraciones referenciales de sentido. Por tanto, este tipo de situaciones propone a la memoria y a la nostalgia como espacios en que el idilio fabulado habita como recuerdo y huella, tal como lo entrevé el crítico Jaime Giordano: “Son los residuos del pasado y constituyen un modo objetivo de recordar, en el sentido de soñar a partir de lo que sobre existe. El valor de su existir deriva de su carácter de restos, de pervivencias. El mundo de Teillier no vive tanto como sobrevive” (párr. 3).

En este sentido, encontramos en la obra de Teillier una poesía de ribetes existenciales, ontológicas, que anhela una unidad primordial expuesta desde una recreación nostálgica, que es articulada como resistencia a este olvido epocal en el que el sujeto tiende a perder su sentido de fijeza. Por tal razón, no es extraño que el mismo hablante teillieriano se vea involucrado en ambiguas intensidades afectivas que tienden a diluirse en las sentencias irrevocables del tiempo, cayendo incluso en la desterritorialización de sí[10]. En su poema “En imágenes de un estanque el poeta reafirma lo anterior: “Entonces soy un mendigo/ Que le pide al tiempo/ Un recuerdo que no se deforme” (Para ángeles 24). Esta tonalidad confesional de la poesía de Teillier está vinculada a una poesía nostálgicamente asumida como expresión de esa reivindicación anclada en la propia intimidad en que todo nostálgico “desea acabar con la historia, y convertirla en una mitología personal o colectiva, visitar de nuevo el tiempo […] resistirse a la condición irreversible del tiempo que atormenta a los humanos” (Boym 16). A Teillier le invade el escozor y desdicha por el sentir irrecuperable de aquel tiempo y lugar, sin embargo, resiste el exilio definitivo del recuerdo mediante esta recreación rememorativa de fuerte sentido afectivo para el hablante. Esta sensación de plena contradicción, propia del nostálgico, afirma la ambivalencia de este sujeto en su persistencia por la “repetición de lo irrepetible, con la materialización de lo inmaterial” (Boym 18). Entonces, ocurre la necesidad de apreciar el juego ambivalente de un yo nostálgico que oscila entre la restauración y la profunda reflexión del pasado. Deteniéndonos en el concepto de nostalgia y siguiendo los postulados de Svetlana Boym, apreciamos en Teillier la presencia de una Nostalgia restauradora y de una Nostalgia reflexiva que parecen presentarse poéticamente a la par de las vivencias del poeta.

La Nostalgia restauradora está centrada en un nostos por lo que “se esmera reconstruir el hogar perdido y remendar los huecos de la memoria” (73). Por su parte la Nostalgia reflexiva “se centra en algia, en la añoranza y la pérdida, en el proceso imperfecto del recuerdo” (73). Para Boym, si el nostálgico restaurador se centra en los monumentos del pasado, el nostálgico reflexivo “se recrea en las ruinas, en la pátina del tiempo y en la historia, y sueña con otros lugares y épocas” (74). Bajo tales postulados, consideramos que ambas nostalgias conviven de forma problemática y contradictoria en la obra de Teillier, pues ellas son el reflejo de las propias vacilaciones existenciales del poeta plasmadas en gran parte de sus obras, se destaca una sensación de desarraigo marcada por la desesperanza respecto al restablecimiento del mundo lárico. Por eso, el poeta incita en sus ensayos, y en ciertos poemas de sus primeros libros, a una restauración de una concepción desplazada del mundo, pero luego cederá en sus pretensiones, y quedará atrapado en la reflexión crítica de esa búsqueda, tal como acontecerá más decididamente en libros tales como Crónica del Forastero de 1968 o Para un pueblo fantasma de 1978. Incluso, en esta última obra y las siguientes, el hablante no esconderá su dolorosa experiencia de vivir en los tiempos de la dictadura de Pinochet. Por lo tanto, la nostalgia como forma de rebelión personal se suscitaría estrechamente en relación a los magros contextos sociales y personales del poeta, incrementando con ello una alegorización ruinosa que opera como testimonio lacerante de un proceso de radical soledad, ligada estrechamente a la conciencia de reconocer la imposibilidad utópica de reestablecer el lar.

Horizonte en ruinas

La presencia de las ruinas[11] frecuenta el horizonte poético no solo de Teillier, sino de una gran parte de los poetas láricos[12], pues al decir del crítico chileno Mario Rodríguez estos poetas intentan “revivir una realidad mágica, próxima al mito, en medio de la cotidianidad desoladora, verdadero terreno en ruinas del mundo moderno” (37). Tal fundamento de desintegración moderna es el que posibilita la tentativa de instalar un “mundo otro”, compuesto de analogías y correspondencias, el que nunca fue abandonado por el poeta lautarino, según Rodríguez. Así es como Teillier se esmera en reestablecer dichas correspondencias perdidas en la densidad del tiempo, exhortando el restablecimiento de un orden de alcance axiológico y moral desde lo poético. En este sentido, “al revés de lo que comúnmente se cree, pensamos que la poesía –al igual que la revolución– aspira al orden” (Los poetas 50). Sin embargo, y pese a tal aspiración, observamos a lo largo de la obra de Teillier la frustración e insatisfacción del hablante, quien convierte a los lectores en cómplices de tales adversos sentimientos, acentuados por las ruinas que cubren su imaginario poético. Al respecto, Ana Traverso indica: “Ya en el tren hacia el pueblo natal, […] Al llegar al pueblo, descubre que éste ha sufrido un grave proceso de deterioro, que los habitantes lo han abandonado y sólo sus ruinas recuerdan un anterior tiempo feliz” (“Las ruinas”, párr. 3).

Bajo tal enfoque, las ruinas aparecen en Teillier como una constatación material y espiritual, como un sentimiento de creciente desarraigo que impulsa a la nostalgia de un tiempo puro, de un tiempo desmontado de su historicidad, como mencionaba Marc Augé en El tiempo en ruinas. En relación con esto, Binns formula que el pueblo se retrata como un espacio ruinoso en vías de descomposición desde sus primeros poemarios, vislumbrándose tal pasado no sólo en el recuerdo, sino en el sueño o mediante momentos epifánicos: “los pálidos candelabros del salón polvoriento/ y el silencio nos revela el secreto/ que no queríamos escuchar” (Para ángeles 18). Es así que, siguiendo a Simmel, la presencia de las ruinas teillierianas representan una tensión entre el espíritu y la naturaleza como una manifestación histórica de imposición cultural del ser humano sobre un entorno natural antes indómito, luego “civilizado” y pujante como lo fue en su momento La Frontera. En tales perspectivas, las ruinas encarnan, como lo deja entrever nuevamente Simmel, esa misma presencia interventora, colonizadora del ser humano respecto a la naturaleza, mostrándose como un desmoronamiento “que aparece como una venganza de la naturaleza por la violencia a que la sometió el espíritu al pretender conformarla a su proyecto” (Filosofía 40). Las imágenes ruinosas de la aldea en Teillier aparecen como vestigios entregados a su suerte por la indiferencia humana: casas, estaciones, molinos, puentes; algunos todavía habitados o en uso convertidos en ruinas “vivas”. Su abandono testimonia no solo la despreocupación humana de aquellos paisajes y objetos, sino que también proyecta la precariedad existencial del hablante, su decadencia: “No me has contado ninguno de tus secretos. /Pero tu mano es la llave que abre la puerta / del molino en ruinas donde duerme mi vida / entre polvo y más polvo, […]" (Para ángeles 44). El abandono y la indiferencia operan como un consentimiento de los hombres respecto a la degradación ruinosa de su propio entorno. Según Simmel, tal desasimiento es el que mayor sosiego produce pues va en contra de la tendencia de la ruina de ser resistida por el hombre ante la propensión de reconquista de la naturaleza, ya que “esta contradicción priva a la ruina habitada de ese equilibrio entre lo material y lo espiritual que, aunque quebrado, caracteriza la ruina propiamente dicha” (Filosofía 42). Esta resistencia de la ruina, tal como aparece en los poemas de Teillier, interpela el optimismo de la ilustración y construye un imaginario moderno de ruinas que “es consciente del lado oscuro de la modernidad, de la “devastación del tiempo”. Ellas advierten que toda historia puede ser finalmente aplastada por la naturaleza” (Huyssen 54). De esta manera, las ruinas evidencian el fracaso del proyecto moderno y su afán utópico universal que “transmitía “una promesa que se ha desvanecido en nuestra época: la promesa de un futuro diferente” (48). En este sentido, las ruinas teilleirianas, y considerando los análisis de Jacques Rancière, actuarían como testigos mudos que reconfiguran el reparto de lo sensible, permitiendo con ello la reconfiguración de una realidad con sentido comunitario, pero a la vez degradado y abyecto. En otras palabras, las ruinas de la aldea en Teillier son el fondo mudo de la desilusión y la fragmentación del sujeto moderno en su afán de auto-transparencia e identidad total que pervive como una ilusión inconclusa, así como lo señala Simmel:

Tal vez el propio encanto y el temor que se desprende de la ruina guarda relación con el modo en que ésta sobrepasa la destrucción que contiene. Las ruinas nos indican que en sus muros destruidos han hecho acto de presencia otras fuerzas y formas, de tal manera que lo que subsiste todavía de arte o de naturaleza, constituye una nueva totalidad. (Roma 118)

Conforme a ello, las ruinas señalan tanto la amenaza moderna como el intenso y complejo proceso de fragmentación en que el hablante lírico se ve expuesto e intenta resistir desde la intimidad misma que la ruina evoca: “Esta noche duermo bajo un viejo techo/ los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo, / Y el niño enterrado en mí renace en mi sueño […] / Esa noche oí caer las nueces desde el nogal, / escuché los consejos del anciano reloj (Para ángeles 28). Al respecto, Boym afirma que para los nostálgicos “[…] el hogar se encuentra en las ruinas, o de lo contrario, está tan cambiado y aburguesado que es imposible reconocerlo” (84). Se trata de lugares ruinosos y heterotópicos[13] entregados al tiempo que, así como relatan el fracaso de un proyecto y de afectividades olvidadas, también incitan el desengaño, pues “es mejor quedarse inmóvil en este cuarto/ pues quizás ha llegado el término del mundo/ y la lluvia es el estéril eco de ese fin” (Para ángeles 34).

Una resistencia desde las cosas

En ese panorama terminal y degradante, las ruinas provocan una reacción en el hablante a partir de una evocación nostálgica en torno a su propia identidad dispersada junto a ellas: “Las ventanas destruidas/ recobran la memoria del paisaje. / En los umbrales aparecen las marcas que señalaban el / crecimiento de los niños” (Los Trenes 159). Este reencuentro de restablecimiento íntimo[14], a través del imaginario de las ruinas, alcanza una significación ética que recoge la pérdida de esa experiencia pretérita, y obliga al poeta “a sentir y a pensar a doble compás. Pretexto para tocar pasado y futuro, se abre a un momento ético de revisar la historia y avanzar paulatinamente hacia una nueva práctica colectiva” (Masiello 101). Por esto, reconocemos en este movimiento nostálgico en torno a las cosas corrompidas por el tiempo una subyacente imprecación axiológica o ética[15], connatural e indisoluble al ejercicio de rememoración que surge a partir de aquellas: “Pero sí, quiero establecer que para mí lo importante en poesía no es el lado puramente estético, sino la poesía como creación del mito, y de un espacio y tiempo que trasciendan lo cotidiano, utilizando muchas veces lo cotidiano” (El mundo 15). Vale decir, observamos una trascendencia ética que va más allá de la idealización de un pasado ancestral o fundante que ha sido usualmente interpretable desde la figura del poeta narrador que ha mitificado lo pretérito. La crítica Ana Traverso indica “cuando Teillier dice que el poeta es un "médium", un cronista, un testigo, busca subrayar el sentido del "poeta-historiador", quien no está interesado en "narrar" su historia personal sino la de su comunidad” (“Lo lárico”, párr. 20). Por su parte, Federico Schopf señala que en la poesía del lautarino se evidencia “una comunidad en que sus habitantes establecen relaciones de cooperación, correspondencia y armonía consigo mismo, la colectividad y la naturaleza” (“Idilio”, párr. 5). De esta forma, tal como afirman Traverso y Schopf, destacamos en Teillier una visión de sentido ético traslucido en imágenes de cotidianidades y vivencias comunitarias, las que resaltan además la rememoración de una alianza atemporal entre hombres y cosas ruinosas. Esta complicidad con las cosas ya había sido expresada en la poética de Pablo Neruda en su breve manifiesto “Sobre una poesía sin pureza” de 1935, en que el poeta sostiene la relevancia de atender la relación entre hombre y cosas como una lección del mundo donde “las superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no despreciable hacia la realidad del mundo” (5). En dicho texto, Neruda explicitó no sólo una connatural relación cómplice entre hombre y cosas difícil de desatender, sino que también asignó al poeta un rol testimonial acerca de la realidad. En relación con esta idea, Giordano indica que las cosas ruinosas en la poesía de Teillier muestran el camino pues “es la propia realidad la que recuerda. Son las cosas visibles, cotidianas, las que ahora nos indican el camino” (párr. 9). En otras palabras, las cosas suscitan e involucran al desorientado hablante a reencontrar sendas perdidas. Se trata de una apertura hacia las cosas que es posible de relacionar con la propuesta de Rainer María Rilke (1875-1926), citada por Teillier en su ensayo Los poetas de los Lares” como advertencia de una degradación de un auténtico sentido humano:

Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y lárico. El poeta, entonces, como el artesano, deberá conservar las cosas reales, en vías de extinción, frente a esta invasión de las irreales que nos son impuestas en serie”. (104-5)

En virtud de lo anterior, en la obra de Teillier observamos una valoración profunda de las cosas ruinosas por parte del hablante, quien es consciente de la pérdida de una autenticidad inherente asentada en aquellas. Aproximamos esta idea a la conciencia de la pérdida del aura como lo concebía Walter Benjamín en su reconocido ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” entendida como la pérdida del sentido originario de una determinada experiencia o elemento, de un aquí y ahora, vale decir, la disolución de una autenticidad descrita como “todo lo que, partiendo de su origen, puede trasmitirse en ella, desde su duración material hasta su capacidad de testificación histórica” (199). En consecuencia, la modernidad atenta contra tal sentido aurático en la medida que “la reproducción técnica desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición” (199), de acuerdo con Benjamin. Esta constatación es comparable con la inquietud que plantea Heidegger respecto al problema de lo esencialmente cercano, en un mundo donde la distancia se disimula en la cercanía artificial de la técnica. El filósofo alemán interpela a los lectores en su ensayo La cosa: “¿Qué pasa con la cercanía? ¿Cómo podemos experimentar su esencia? Esto se logra más bien si nosotros vamos tras de lo que se halla en la cercanía. Cerca nos está lo que solemos llamar cosas” (225). Efectivamente, en el caso del hablante teillieriano, este se abre y acoge a las cosas haciéndose ambos cómplices de experiencias de lucha y resistencia al tiempo que todo lo corroe: “El día no alcanza a refugiarse en la casa/ para huir de la oscuridad sólo hay un tílburi cansado/ que no se cansa de luchar contra la noche” (El Cielo 26).  Tal reencuentro entre las cosas y el hablante articula una relación ontológica y axiológica que es posible de comprender a partir del rescate de un “excedente de sentido”, tal como lo concibe el filósofo italiano Remo Bodei. Dicho excedente de sentido, afirma el autor, es connatural a los objetos cuando precisamente dejamos atrás esa concepción diurna de lo real, meramente funcional del objeto, abriéndonos a un encuentro profundamente sincero y humano con ellos. Así, cualquier objeto dispuesto a acogernos es “susceptible de recibir investiduras y desinvestiduras de sentido, positivas o negativas, de ser rodeadas de un aura o ser privadas de ellas” (37), plantea el filósofo italiano.

En efecto, en la poética de Teillier, aunque con variadas intensidades entre sus obras, el hablante lírico tiende a develar dichos excedentes de sentido en escenarios de complicidad mutua entre las cosas y la naturaleza. Es así que las cosas señalan al poeta la proximidad fugaz de una anhelada “realidad secreta”, articulada a partir de una hospitalaria correspondencia entre el hablante y el mundo: “Mientras pienso que la felicidad/ no es sino un efímero deslizarse de remos en el agua/ O el espacio del silencio/ entre mi voz y la voz de alguien/revelándome el verdadero nombre de las cosas/ con solo nombrarlas: “álamos”, “tejados” (Los Trenes 140). De este modo, la apertura hacia las cosas desbarata el mero sentido funcional de estas permitiendo al hablante acceder a pactos ocultos en la desmemoria. En relación con ello, Jean Baudrillard plantea, en su libro El Sistema de los Objetos, el interrogante de “saber cómo son vividos los objetos, a qué otras necesidades aparte de las funcionales dan satisfacción” (2). Efectivamente, en Teillier las cosas parecen dar respuesta a esos otros requerimientos abriéndose como portales de reencuentro de pactos familiares, comunitarios, amorosos; y finalmente íntimos a través de los cuales el hablante articula su particular resistencia a la irrupción de la realidad burguesa-moderna. Por eso, contra la degradación ética del presente que experimenta el poeta lautarino, las cosas atávicas serían el intento de recomponer no sólo relaciones humanas prístinas; sino también aparecerían como un reservorio moral ligado a figuras tutelares fenecidas, como la madre o su hermana muerta prematuramente. “No hablemos. /Es mejor abrir las ventanas mudas/ desde la muerte de la hermana mayor” (El cielo 13). Para comunicarse con tales figuras espectrales, el hablante se desenvuelve en ambientes acogedores en que las cosas delatan el afecto y el orden moral subyacente e inherente a los tiempos del lar. La exhortación de tal imaginario del recuerdo alienta el uso de palabras claras y tranquilas: “como el agua del torrente domesticada en la copa/o la silla ordenada por la madre/ después que se han ido los invitados” (Poemas secretos 158). Las cosas son acogidas por parte del sujeto, evocando un difuso e instantáneo recuerdo que lo remonta a su juventud y niñez. En este recuerdo, la dicha fácil ha sido corroída por la conciencia resignada del adulto[16].

Resistencia íntima desde las ruinas del yo

En esta resistencia poética de Teillier observamos la búsqueda de cobijo, a través de las experiencias con las cosas, que no impide simular una ritualidad perdida que se asume difícil de restablecer como utopía personal. El afán de redescubrir el arraigo tras las cosas es desbordado por una continua sensación de hastío y tedio, en torno a la vacuidad de los días sin objeto, remitidos por un presente vacío de trascendentalidad e intensificado por un horizonte en ruinas: “Quizás debiera quedarme en este pueblo/como en una tediosa sala de espera. /En este pueblo o en cualquier pueblo” (Los trenes 137). El cúmulo de sensaciones y disonancias existenciales de la poeta tensa su conciencia y lo hace sentirse un forastero en su propia tierra: “Quedé solo en medio de un bosque / El bosque ya no me reconocía. /Hermanos y amigos partieron /hacia los cuatro brazos del horizonte/ En la lejanía se encendían fogatas en círculos de piedra” (Crónica 91)”. Esta sensación de desarraigo que, si bien forma parte del hablante lírico en sus primeras obras, cobra mayor intensidad destructiva en la vida más citadina, en que se acentúa la desesperanza y la desolación del poeta: “Es mejor morir de vino que de tedio/ Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas” (Para un pueblo 77). El pueblo, en obras del período que van de los años setenta a los noventa, es parte del ensueño y va quedando angustiosamente proyectado en momentos débilmente distinguibles para el poeta, perpetuando tanto la propia desmemoria como la indiferencia frente a la aldea: “hablé contigo hace años/ pero no recuerdo si en este pueblo o en otro” (Para un pueblo 48). El poeta ya no se reconoce en “su pueblo”, experimentando una extranjería que, sin embargo, no lo lleva a desconocer el funesto destino de toda aldea: “Tal vez me vaya a otro pueblo/cuyo destino voy a leer en la palma de sus calles” (Para un pueblo 82). La confesión de saberse desbaratado de sus espacios láricos íntimos constata la trivialidad que inunda lo intranscendente, y lo hacen revivir a su vez el ruinoso presente: “El final es siempre conocido/ Me despido del que fui frente a un espejo” (Para un pueblo 65). Se trata de articular alegorías en torno a su figura que se mueve espectralmente por una ciudad contra la que resiste y que sólo le es propia en lo que tiene de periférica y marginal: “Si, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones/ Me amaron las doncellas y preferí las putas” (Para un pueblo 77). Así es como el poeta frecuentemente habitará en los oscuros e inevitables espacios de la desilusión, cuya conciencia lacerante de finitud está enlazada con la caducidad de todo proyecto mundano. En tales instancias, el hablante lírico es frecuentemente visitado por figuras fantasmagóricas que actúan como presagios de duelos internos y próximos, y también como signos de la propia ruina personal que expresa la pesadumbre que le invade: “Solitario donde nunca he estado solitario / camino hasta el velódromo de tierra/ donde ni aparece el fantasma del Campeonato de/ ciclismo de Chile del año 30” (Para un pueblo 84).

Sin embargo, si bien el yo lírico se inclina hacia un indesmentible fracaso de aquel ideal utópico bajo un horizonte personal en ruinas, presente con fuerza en su vida citadina, igualmente prevalecerá en él una exigua esperanza en torno a los valores láricos y humanos sostenidos en la fidelidad con los espacios propios e íntimos. Así, en la desolada imagen de un hombre en ruinas, aún preexiste parpadeante la preservación del ideal nostálgico, que logra aplacar el peso de la desidia cifrada en el deseo de volver a recordar y escuchar una historia del lar perdido: “Una historia como las que oía en su casa natal/ Historias que no recuerda como no recuerda que aún está /vivo/ Ve sólo una copa vacía y una magnolia marchita/ Un hombre solo en una casa enferma” (El Molino 196). Ahí surge la resistencia poética sostenida en un juego contradictorio de (des)arraigo evocado mediante la sensación de “extrañamiento”, propia de quien se atreve a pernoctar en las cercanías de aquella “realidad secreta”. El hablante, embargado por una sensación de extrañeza y dolor, evoca igualmente ciertas señales de esa resistencia en las que el desarraigo se pone en juego en forma poética. Dicho desconcierto, de acuerdo a Heidegger, es propia de todo poeta ya que: “Todo lo que los grandes poetas cantan y dicen ha sido divisado desde la nostalgia y ha sido invocado a la palabra a través de este dolor” (cit. en Rocha de la Torre 124); en otras palabras, tal extrañeza y dolor están asociados a la nostalgia inherente de poetizar en torno a un habitar arraigado en lo propio, tal como acontece con el poeta Hebel: “Este amigo “ruraliza”, ciertamente, el mundo pero este “ruralizar” pertenece a la clase de aquel edificar que piensa en relación a un más originario habitar del hombre” (“Hebel” 74). Se trata de una autenticidad relacionada con el nostálgico retorno a nuestra morada añorada, pero no sin dolor y dramatismo, ya que en sí mismo el dolor es signo de arraigo, el que contradictoriamente “proviene de aquello que nos acompaña aun estando ausente, más exactamente de aquello que nos interpela y que portamos aun en la distancia” (“Retorno al hogar” 664). En ese sentido, en la obra de Teillier subyace la sensación paradójica de habitar en lo más cercano e íntimo que resplandece con inusual presencia tras el “extrañamiento” forastero. Viviendo en la ciudad, en la lejanía de la aldea, el yo del poeta se resiente, y con ello, la nostalgia del arraigo asoma en imágenes que denotan una intensidad afectiva y personal: “Tal vez nunca debí salir del pueblo/ Donde cualquiera puede ser mi amigo./ Donde crecen mis iniciales grabadas/ En el árbol de la tumba de mi hermana” (Para un pueblo 78).

Dicho esto, si bien la poesía de Teillier tiende alternar entre la exigua esperanza y el fracaso definitivo de aquel ideal utópico, el resquebrajamiento del lenguaje poético a causa de la experimentación de su propia mortalidad y finitud en un marco de ruinas, lo hace desenvolverse hacia el silencio. Este desplazamiento es síntoma de la conmoción y aparente resignación ante acontecimientos inevitables. No obstante, la resistencia íntima del hablante continúa sosteniéndose, en una desgarrada lucidez propia de aquel que se asume como un habitante de las periferias de la vida, un outsider, cuyo arruinamiento opera como una postura existencial frente al mundo y la vida misma. El mismo poeta expone la actitud de desengaño escondida tras un decadentismo asumido: “Yo soy un tipo de marginal frente a un tipo de sociedad, pero no frente a mí mismo […] no soy partidario de los marginales en total sino de los que asumen una responsabilidad de ser ellos mismo frente a una sociedad que los va a rechazar” (Nostalgia 29). Es la personalización de la propia ruina del poeta, proyectada en la figura de los outsiders que construyen un mundo propio, “no diré marginal, porque marginal tiene un tono peyorativo; pero se trata de un mundo personal, completamente autónomo, con sus jerarquías y nobleza” (Olivárez 82). Alter egos y proyecciones personificadas del mismo Teillier que operan como formas de resistencia inherentes a un sistema enajenante: “El poeta es un ser marginal, pero de esta marginalidad y de este desplazamiento puede nacer su fuerza: la de transformar la poesía en experiencia vital, y acceder a otro mundo, más allá del mundo asqueante donde se vive” (El mundo 14). En otras palabras, la extranjería del olvido y el desarraigo construyen realidades íntimas que dotan de sentido su anodino presente pues ellas están ancladas en el recuerdo de mejores tiempos, tal como lo representa Teillier en la figura del viejo y retirado púgil: “Todas las tardes regresan sus admiradores/ que en la estación se empujan para llevarlo en hombros/a la vuelta de su gira triunfal/ y lo dejan en la primavera del césped de pez-castilla/ donde -como le prometió a su madre-/ sueña que ha esquivado- sin despeinarse- los golpes del olvido” (Cartas para reinas 171).

Por consiguiente, dentro de este marco en ruinas, los outsiders aparecen en Teillier no necesariamente como símbolos de un fracaso o desmoronamiento de su proyecto poético y personal, tal como afirman ciertos críticos[17]; apreciamos más bien, la latente presencia de una particular obstinación proyectada en una lucidez desdichada y desilusionada, que en sí misma posibilita una rebelión contra la desintegración total, conformando lo que llamamos una “resistencia íntima”. Y es que, en la intensa vivencia de la propia ruina y en la orfandad de lo inhóspito, surge con fuerza la autenticidad de lo íntimo, como último bastión de resistencia, lo que se traduce en que el poeta asume la identificación de un rebelde marginal o antihéroe moderno, cuyos triunfos radican legítimamente en la conciencia de su diferencia y alteridad. Es decir, estos outsiders o antihéroes teillierianos frecuentan desengañadamente un absurdo agobiante, transando sus experiencias, llenas desilusiones y contrastes, hasta colisionar con sus vanas esperanzas; no obstante, estos antihéroes triunfan en la conciencia de la misma adversidad que los oprime. Al respecto, Antonia Birnbaum sostiene: “El héroe desencantado no se ciega en su búsqueda de gloria. La luz horizontal, sin jerarquía con la que baña al mundo cotidiano, basta para alumbrar todas sus peregrinaciones” (12).

En definitiva, se trata de una concesión a la lucidez, al desengaño frente a esta existencia pendular. Las tentativas extremas y desesperanzadas le posibilitan descifrar una “realidad secreta”, ya no como aquel lugar utópico y/o lárico de ribetes casi redentores y exclusivos; sino más bien como una realidad interior comprendida por lo que tiene de alterna y marginal y, por ello mismo, ruinosa y auténtica a la vez. El poeta de los lares sigue caminando amparado en la sencillez y en la modesta falta de pretensiones que se sobreponen a sus asumidos fracasos utópicos y personales: “Y sin tener necesidad de triunfar o fracasar/ trataré que la escarcha cubra mi pasado/ porque no puedo sino hacer estupideces/ seguir caminando en estos tiempos” (Hotel 63). El hablante lárico tratará entonces, no sólo de pervivir sus últimos años solitariamente en un mundo hostil mediante el reconocimiento ruinoso de sí mismo, sino que también legará su resistencia al desarraigo mediante la insistencia en la complicidad íntima del lenguaje poético con una realidad natural sólo comprensible para algunos/as: “Si alguna vez / mi voz deja de escucharse/ piensen que el bosque habla por mí / con su lenguaje de raíces” (En el mudo 116).

Conclusión

Pese al horizonte en ruinas del pueblo olvidado y la caída del poeta en una desilusión permanente frente a sus propias expectativas, observamos en los poemas de Teillier el deseo de expresar una reacción poética y humana persistente ante el desamparo definitivo, abriéndose un intersticio esperanzador, quizás pequeño y fugitivo, pero que irrumpirá tanto detrás de las figuras cotidianas de la aldea como en su vida citadina entregada al tedio de sus días ingrávidos. Se trata de la resistencia íntima del hablante, una rebeldía personal sustentada en la trascendencia de lo cotidiano y en las ruinas del olvido moderno, en busca de las huellas que conduzcan al reconocimiento auténtico de sí mismo y de toda humana condición. En tal esfuerzo, el poeta transparenta en sus obras una comprensión introspectiva bajo la consciencia de las antinomias de toda existencia, logrando con esa tarea desbaratar la concepción meramente mercantil e instrumental de la realidad moderna, pero también toda falsa esperanza redentora. El hablante arriba, por consiguiente, a una lacerante lucidez en torno a los límites humanos de la existencia que conformará aquella “resistencia íntima” frente al desarraigo. Esto acontece en torno a la conciencia de la experiencia de vivir renegando de un cielo inteligible o sacro que dirija todo destino, pero manteniendo el sentido espiritual y trascendente en la revelación epifánica de una verdad fundamental, posible de rescatar en la simplicidad de lo cotidiano y lo natural, pues en ello mismo subyace lo único verdadero: “que respiramos y dejamos de respirar” (Para un pueblo 134).

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Notas


[1]  Este artículo ha contado con el apoyo de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) y la Universidad de Concepción (UDEC). El autor principal es estudiante del Programa de Doctorado de Literatura Latinoamericana de la misma institución y participa como tesista en el proyecto "Poéticas en torno a las ruinas en la literatura latinoamericana de los últimos años" (VRID 2022000505INV), el cual sirve de marco para el presente artículo y cuya Investigadora responsable es Mariela Fuentes Leal.

[2] Del lat. lar.1. m. hogar (‖ sitio de la lumbre en la cocina).2. m. Cada uno de los dioses de la casa u hogar a los que rendían culto los antiguos romanos. U. m. en pl. 3. m. pl. Casa propia u hogar. (RAE, 2021, web).

En Teillier si bien el término lárico se inspira en los “dioses del hogar romanos” y la ampliación que Rilke hace de ella, en su poesía tal concepto es indisoluble del arraigo, de la pertenencia identitaria con lugares y tiempos propios de la realidad natural a los pueblos del sur de Chile, de mediados de siglo pasado. Ahora, el mismo poeta se encargó durante su vida de esclarecer, delimitar, renegar incluso, tal designación de poesía lárica, tal como aparecen en las entrevistas de Retorno a la aldea: “Pero la tal poesía lárica fue un invento de los críticos que le ponen rótulo a todo. Al culto del hogar, en este caso” (45). En la misma entrevista complementa: “En este sentido yo me autocalifiqué como lárico, por mi desgracia, porque los críticos me encasillaron y no vieron en mí la evolución que pudiera haber tenido” (45).

[3] Los viajes de Teillier fueron principalmente a la ciudad de Santiago, a donde desde 1953 empieza a viajar como alumno de Historia y Geografía al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Posteriormente sus viajes serán permanentes por asuntos laborales de editor, redactor o traductor de diversas revistas, boletines y libros por lo que terminará por radicarse en la capital. En sus últimos años vivirá en La Ligua, comuna distante 152 Km. de la capital de Chile.

[4]Considerando que en este artículo nos interesa examinar la conformación de una resistencia íntima en la poesía de Teillier, hemos examinado la mayoría de sus obras poéticas, más sus ensayos Los poetas de los lares y Sobre el mundo donde realmente habito o la experiencia poética, en donde es posible reconocer el desenvolvimiento de la memoria nostálgica en su relación problemática con el arraigo y el desarraigo. Ahora bien, hemos de consignar que, a excepción de su prólogo, hemos excluido los poemas de la antología Muertes y Maravillas (1971) así como el libro de correspondencias con el poeta peruano Juan Cristóbal, La Isla de tesoro del Tesoro (1982/1996). A tales obras se suman los diversos análisis literarios de Teillier que escapan a los objetivos de este trabajo.

[5] Pedro Aldunate, bajo los preceptos teóricos de Gilles Deleuze y Félix Guattari considera que la poesía de los lares se establece como una literatura menor, “puesto que desterritorializa el proyecto literario moderno de las primeras décadas del siglo XX, cifrado en la altisonante vanguardia de los años 30. De esta forma la nueva poesía de la generación del '50 se establece como una literatura menor respecto de un proyecto de literatura mayor ya concretado en nuestra tradición poética” (párr. 8). Al respecto, para Deleuze y Guattari tres son las características de una literatura menor, a saber: “la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato político y el dispositivo colectivo de enunciación” (29).

[6] El mismo poeta se autoasigna un rol de tintes sacro-redentores al aseverar en su otro ensayo lárico “Sobre el mundo que realmente habito o la experiencia poética” de 1968, la misión que le cabe como poeta del arraigo: “Yo debía transformarme en una especie de médium para que a través de mí llegara una historia, y una voz de la tierra que es la mía, y que se opone a la de esta civilización cuyo sentido rechazo y cuyo símbolo es la ciudad en donde vivo desterrado, sólo para ganarme la vida, sin integrarme a ella, en el repudio hacia ella” (17). 

[7] En torno al análisis de la poesía de Teillier desde el concepto de “la edad de oro”, para Julia Jones existiría una identificación con la poesía pastoril, del mundo de la naturaleza con la edad de oro y la Arcadia, o con el Edén antes de la Caída, lo que implicaría que el tema inescapable de esta poesía es el paraíso perdido.

[8] La Frontera, en forma específica, era el lugar situado como límite de resistencia mapuche frente a la conquista española en Chile Se ubicaba al sur, entre el río Bío Bío hasta el río Toltén, en las extensiones de las regiones del Bío- Bío y la Araucanía.

[9] Tal “criollismo”, “provincianismo” poético también fue usado en su tiempo de forma despectiva por poetas cómo, por ejemplo, Enrique Lihn. Principalmente con tal término se quería simplificar la poesía lárica reduciéndola a una poesía folclórica, de la vida de campo y sus entornos, sin mayor profundidad en su forma ni estilo, tal como lo deja ver Lihn en su Definición de un poeta de 1966.

[10] Sustentados en los planteamientos de Deleuze y Guattari expuestos en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, nos atreveríamos a aseverar que el yo poético teilleiriano perdería su molaridad y fijeza abriéndose a multiplicidades o puntos de fuga debido a ese mismo acontecer al que deviene permanentemente. En tal caso, no extraña concebir como el sujeto poético deviene niño, joven, pero también casa, viento, o elementos de intersección temporal que tensionan al hablante lírico volviéndolo incluso, imperceptible.  

[11] Analizamos el concepto de ruinas desde su sentido polisémico que implica, no sólo remitirse a su composición material, sino que también a sus alcances de crítica filosófica y cultural. Walter Benjamin sostiene que las ruinas constatan una desarticulación de la historia oficial y del concepto de progreso bajo una lectura alegórica de significados fragmentarios que rechaza la idea de totalidad. Para Huyssen esta obsesión por las ruinas encubre la nostalgia por una etapa temprana de la modernidad que une la temporalidad y la espacialidad, en donde la ruina fue y seguiría siendo un impulso poderoso de la nostalgia. Desde un plano existencial u ontológico heideggeriano, según el análisis de Bedoya, la ruina sería una modalidad propia del ser humano en cuanto ser ahí o Dasein. En efecto, en el curso de invierno de 1921/22 este sentido fundamental del ser de la vida se designa para Heidegger como Ruina (Ruinanz) y es definido bajo la indicación formal como: “la movilidad de la vida fáctica que «realiza» y «es» vida fáctica en sí misma, como sí misma, para sí misma, por sí misma, y, en todo esto, contra sí misma” (Citado en Bedoya 104). 

[12] Jorge Teillier expresa en su manifiesto-ensayo Los poetas de los lares que escritores como Efraín Barquero, Pablo Guíñez, Alberto Rubio, Rolando Cárdenas y Alfonso Calderón también pertenecerían a esta tendencia lárica. Estos poetas se caracterizarían, según Teillier, por plasmar una visión personal del mundo natural y cultural, tomando “conciencia de las preguntas de la época, de la perplejidad en que nos situamos frente al mundo” (48-9).

[13] Las heterotopías para Michel Foucault serían contra espacios personalizados, que las convierte en “las impugnaciones de todos los otros espacios” (30). Es decir, serían espacios que en sí mismos remontan una identidad afectiva que los demarca de todos otros espacios.

[14] Es más, para el poeta lautarino la exhortación ética debe componer inherentemente el talante de todo poeta que se tenga por tal: “de nada vale escribir poemas si somos personajes antipoéticos, si la poesía no sirve para comenzar a transformarnos nosotros mismos, si vivimos sometidos a los valores convencionales. Ante el "no universal" del oscuro resentido, el poeta responde con su afirmación universal (El mundo 17).

[15] El filósofo J. López Aranguren explica que la ética nos remite etimológicamente a una significación pre-homérica derivada del griego “êthos”, implicando dos significados: residencia, morada y lugar donde se habita en el sentido de “los pueblos y a los hombres en el sentido de su país” (21). Lo ético así entendido, refiere a un habitar, a un afán de arraigo, tal como lo apreciaríamos en Teillier.

[16] La infancia en la poesía de Teillier ha sido foco de extensos y contrapuestos análisis. Así lo deja ver, por ejemplo, el artículo de Claudio Guerrero, “El país de Nunca Jamás; la infancia en la poesía de Jorge Teillier”. En tal trabajo, Guerrero nos clasifica diversas comprensiones del tema, que van desde la apreciación de la infancia ligadas a aspectos idealizados ligados a la edad de oro, tal como lo plantean Alexis Candia o Julie Jones, ya que en ellos se “alude a una Edad de Oro armoniosa en una Arcadia edénica, y en donde básicamente aparecen niños y jóvenes que pasan las horas maravillándose de la naturaleza”(98);  también, por otra parte, habitaría la comprensión estrictamente biográfica de esa infancia tal como postularía Ana Traverso o Niall Binns, en la que, como deja ver Guerrero, se “superpone la biografía del poeta a su poesía, como si fuera algo inevitable” (99).

[17] Al respecto, Ana Traverso constata la asidua designación “fatalista” por parte de la crítica literaria en torno a la obra de Teillier, que parece fluctuar y convivir entre la desesperanza definitiva y la ilusión que solo el retorno a la imágenes del pasado permiten mantener: “Así “tragedia de los lares” (Binns), “catástrofe tranquila” (Schopf), “poética del desencanto” o “en el umbral de la ilusión” (Giordano) serán algunas de las maneras con que se buscará describir la insistencia de esta poesía por recuperar el pasado en contraste con su pérdida definitiva  (“Ni ruinas” 31-2).