ARTÍCULOS
Narrar desde las fronteras: memoria y experiencia de la violencia en Las cartas que no llegaron de Mauricio Rosencof
Sofía Irene Traballi
Universidad de Buenos Aires
sofia_traballi@yahoo.com.ar
Resumen: En la novela Las cartas que no llegaron de Mauricio Rosencof (2000) la experiencia de los procesos históricos violentos es el punto de partida de un ejercicio de recuperación de la memoria que toma la forma de la escritura epistolar. Interpelado por la vivencia traumática, el relato memorioso del narrador se adentra en una exploración de fronteras, sondeando límites, fracturas, umbrales, cruces, espacios de encuentro. En este sentido, el concepto de frontera en su multiplicidad y complejidad significante constituye una clave heurística que permite atravesar el texto, articularlo y dar cuenta de sus rasgos temáticos y formales.
Palabras clave: Literatura contemporánea; Literatura uruguaya; Siglo XX; Mauricio Rosencof; Crítica literaria.
Narrating from the Frontiers: Memory and Experience of Violence in Las cartas que no llegaron by Mauricio Rosencof
Abstract: In the novel Las cartas que no llegaron by Mauricio Rosencof (2000) the experience of violent historical processes is the starting point of an exercise of memory retrieval in the form of writing letters. Interrogated by the traumatic experience, the narrator´s recollecting narrative goes into an exploration of frontiers, probing limits, fractures, thresholds, intersections, spaces of encounter. In this sense, the concept of frontier in its multiplicity and complexity is a heuristic key that permits to go through the text, to articulate it and to give account of its formal and thematic features.
Keywords: Contemporary literature; Uruguayan literature; 20th century; Mauricio Rosencof; Literary criticism.
Este trabajo propone una lectura de Las cartas que no llegaron (2000),
novela del escritor uruguayo Mauricio Rosencof, tomando como
núcleo de análisis la relación entre memoria y experiencia traumática.
En este sentido, intentaremos argumentar que los acontecimientos y procesos
históricos violentos (pogromos, guerra, nazismo, dictadura) que han atravesado el
narrador y otros miembros de su familia constituyen la materia fundamental de un
ejercicio memorístico que se realiza a partir de la escritura de cartas1. Esta actividad
rememoradora presenta en la narración inflexiones diversas y se constituye a partir
de la exploración de múltiples fronteras (o formas de lo fronterizo): los límites de la
representación de la experiencia extrema, la fractura identitaria, el umbral entre la
vida y la muerte, la cordura y la demencia; el espacio de encuentro entre el ser presente
y el ausente; el cruce de tiempos históricos, de distintas variedades del discurso,
de la letra y la imagen fotográfica, de lo privado y lo público.
La novela puede ser pensada como un intenso ejercicio de recuperación de
la memoria —de un sujeto, una familia, una sociedad— en el que es posible
advertir, a cada momento, la gravitación de la historia político-social sobre el
ámbito de las trayectorias particulares. Veremos que se trata de dos dimensiones
en permanente cruce, distintas pero a la vez inseparables. Interesará, asimismo,
detenernos en el modo en que el texto asume la recuperación y representación
de la experiencia traumática: se trata de una escritura que no aspira a dar cuenta
de la situación extrema de manera completa, totalizadora, sino que apela a la
fragmentariedad, instalándose en el límite (difuso, móvil, jamás determinado
de antemano) entre lo decible y lo indecible, entre la laguna y la voz.
Hemos dicho que la memoria —más específicamente, la memoria del narrador— se activa a través de la escritura de cartas (que nunca llegan). El trabajo
memorístico que en estas misivas se pone en juego constituye el punto de
anclaje que le permite a Mauricio volver al pasado para superar la fractura de la
historia familiar, su propia identidad quebrada, incierta2. A esto se agregan otras
inflexiones de la actividad rememoradora: la posibilidad de reunir al ser presente
con los ausentes, con los que (ya) no están, generando así el espacio de un encuentro;
y la virtud de constituir un refugio contra la locura y la desintegración
del sujeto en un contexto de encierro, tortura y constante peligro de muerte.
Por otra parte, esta memoria-escritura se nutre de la ficción literaria y se
constituye y autodefine, a su vez, como relato histórico. Este cruce de lo que,
en principio, serían discursividades diferentes, se ve enriquecido también por
el recurso a la imagen fotográfica, a partir de un conjunto de fotografías de la
familia Rosencof ubicadas al final del relato.
En tanto memoria de la historia, la novela entrama diversos escenarios y
experiencias de la violencia que tienen por protagonistas a sujetos en distintos
contextos sociohistóricos. De este modo, conecta lo desconectado, lo disperso,
en un mismo relato, provocando una visión que, sin ser totalizadora, pone en
evidencia bajo qué diferentes (y a menudo imprevisibles) formas de violencia
la lógica del poder atraviesa los tiempos y los espacios. Lejos de focalizarse en
un solo proceso o experiencia, el relato trabaja en el cruce de distintos tiempos,
lugares y sujetos.
Narrar la experiencia límite
Los procesos sociales violentos aparecen en la novela asociados a diferentes
personajes, tiempos y espacios: es la experiencia del padre de Mauricio durante
los pogromos en Polonia y, luego, como soldado en la Primera Guerra Mundial;
es el día a día en el campo de concentración al que son deportados sus tíos
polacos (hermanos del padre) y, por último, son los años de encarcelamiento
del propio Mauricio en el contexto de la dictadura uruguaya. En este sentido,
el texto asume el compromiso de representar esas situaciones límite donde el
horror se hace cotidianidad. Este riesgo de lo que concretamente puede y debe
decirse —representarse— es la apuesta del texto, pero conviene hacer una distinción:
si en el caso de los prisioneros judíos de Treblinka el texto imagina sus
voces distantes recuperando a través de la escritura la experiencia traumática de
otros, en el caso de Mauricio durante la dictadura, el relato que nos llega —si
bien mediado por el componente ficcional— es el del sobreviviente, el que ha
vuelto y cuenta por sí mismo.
El texto toma posición en torno a la problemática de la representación del
horror, sustrayéndolo del ámbito de lo inenarrable (que es, en cierto modo, el
de lo sacro) para rememorarlo a través del relato. Sin embargo, esto no quiere
decir que la narración aspire a una representación total y acabada de la experiencia
límite, pretendiendo agotarla a través de las palabras. En efecto, el relato de
Mauricio acerca de la vida en cautiverio está hecho de fragmentos: la oscuridad,
el silencio obligado, la puerta sin pestillo, el ojo vigilante que no lo deja en paz
son como chispazos, destellos de luz que estallan iluminando fugazmente un
rincón, un pasillo, un dolor, pero que siempre dejan restos que permanecen
en lo oscuro. Algo semejante advertimos en las cartas desde Treblinka: en ellas
las palabras brotan en frases cortas, retazos de experiencia, acaso algún objeto
mísero al que se aferran la ilusión y el deseo en medio del sufrimiento diario
del campo: “Grete nos ha distribuido hoy un trozo de jabón. Te parecerá tonto, pero nos llenó de ilusión. Tal vez nos den más cosas, una papa, no sé. Calcetines” (Rosencof 37). La cotidianidad del cautiverio es un vértigo de experiencias
fugitivas, yuxtapuestas, en las que se arremolinan sensaciones, deseos, fantasías,
jirones oscuros de realidad. La tía de Mauricio, prisionera en Treblinka, escribe
a su hermano Isaac:
pienso en un vaso de té. […] ¿Existe realmente el té? En tanto, yo lo bebo, Isaac, no te creas. Porque la fantasía, ¿sabes?, es la única cualidad humana que no está sujeta a las miserias de la realidad. Como las cenizas, ¿comprendes? Porque han comenzado a acumularse grandes cantidades de cenizas (Rosencof 43).
Giorgio Agamben ha planteado que intentar comprender lo acontecido en
los campos de concentración es necesario en términos éticos y políticos, puesto
que “decir que Auschwitz es ‘indecible’ […] equivale a adorarle en silencio,
como se hace con un dios” (32). No obstante, refiriéndose a la palabra de los
sobrevivientes, de aquellos que han vuelto de esa experiencia y pueden contar lo
que han visto y vivido, el autor remarca el carácter inevitablemente incompleto
de su relato, en cuyo centro subsiste una laguna. Esto se debe a que el testigo
es, por definición, aquel que no ha vivido en carne propia la destrucción total y
la muerte, de donde nadie puede volver para testimoniar3. Como señala en este
sentido Primo Levi, la experiencia del hundimiento total es siempre, necesariamente,
una narración indirecta, lacunaria, la reconstrucción parcial de algo no
vivenciado por el sujeto que aporta el testimonio.
La novela de Rosencof da cuenta de estas lagunas. En la voz discontinua,
entrecortada de los prisioneros de Treblinka, se puede percibir también la gravitación
de la muerte, de lo no experimentado, de aquello que solo puede hacerse
presente en el relato de un modo oblicuo, a partir de indicios terribles. Sigamos
con el relato de la tía de Mauricio: “han empezado a acumularse grandes cantidades
de cenizas. […] Respiramos cenizas, están en nuestros pulmones, en los
poros. Se abren las fosas de multitudes, se las riega con bencina, arden. Arden y
arden” (Rosencof 43). Las fosas, las cenizas son el indicio de los crímenes; pero
esa muerte sólo puede entrar al relato “por cuenta de terceros”, en la voz de
quienes están vivos aún y advierten las huellas que deja en el aire, sobre la tierra,
sobre la propia piel, la muerte ajena.
Es preciso optar por el relato aunque en él subsistan lagunas, aunque no todo
pueda ser dicho. Agamben y Levi han insistido en remarcar que el testimonio
es lacunario, también en otro sentido, distinto al que hasta aquí hemos desarrollado:
se trata del carácter traumático de la propia experiencia y la dificultad de ponerla en palabras. En este punto, puede advertirse una coincidencia con el
planteo que, desde otro horizonte teórico, sostiene Dominick LaCapra, quien
problematiza la voz del sobreviviente al considerar que siempre subsiste en la
vivencia del acontecimiento extremo un exceso irrepresentable que “reclama
respuestas discursivas y afectivas que nunca son suficientes” (Escribir la historia
110).
El lenguaje toca sus límites, ronda los bordes de la experiencia. Según LaCapra,
la imposibilidad de un relato totalizador es un elemento a tener en cuenta,
pero que no debe hacernos perder de vista lo que “concretamente puede y debe
representarse” (ídem). La narración será fragmentaria, problemática, salpicada
de silencios, pero debe seguir siempre buscando esa representación posible. Si
volvemos a Las cartas vemos que, tanto en las voces de los prisioneros judíos
como en el testimonio de Mauricio acerca de los años pasados en la cárcel, encontramos
un relato en lucha con una materia que permanentemente lo pone
a prueba. Podemos pensar esta problemática en relación, por ejemplo, con la
cuestión de la tortura. ¿Cómo narrar el tormento sufrido en el propio cuerpo,
desde la interioridad y la inmediatez de la primera persona? Frente a una serie
de opciones posibles para la representación, la que el texto escoge consiste en lo
que podríamos llamar “iluminación oblicua”: en lugar de proponerse dar cuenta
de modo explícito y abierto de una experiencia que difícilmente se deje atrapar
por las palabras, el narrador focaliza en su efecto emocional, el temor que le
producen las salidas de la celda: “cuando me sacan [de la celda] quiero pegar
la vuelta, ni bien salgo, ni bien me manotean para sacarme, ya quiero pegar la
vuelta; el mundo exterior, mi Viejo, me es muy hostil. Y quiero volver, a estos
dos metros cuadrados, cubil, refugio, madriguera, nicho” (Rosencof 155). De
esta manera, nos deja intuir —sin decirlo de modo directo— que algunas de
esas salidas tenían por finalidad el tormento4.
No obstante, es posible que la iluminación “indirecta” de la experiencia
traumática responda a una razón distinta de la que plantea LaCapra. Es válido
preguntarse si esta opción estética no podría deberse, más que a una insuficiencia
de la respuesta discursiva o afectiva, a cierto sentido ético del pudor, que le
atribuye a la representación explícita un carácter lesivo del sujeto implicado,
tanto como un potencial peligro de regodeo frente a la imagen obscena. Si bien
no estamos en condiciones de decidir cuál es el criterio que orienta al autor, no
queríamos dejar de señalar estos núcleos problemáticos que intervienen en la
puesta en discurso de la memoria del trauma, en tanto nos aportan claves para
pensar la forma narrativa que concretamente se propone en Las cartas.
Pero no siempre las voces alcanzan a articular palabras; a veces estas se acallan y dejan lugar al grito. La tía de Mauricio es quien relata desde Treblinka: “una
noche, ¿sabes?, una muchacha de nuestra barraca empezó a dar gritos terribles
mientras dormía; unos minutos después, todas estábamos gritando sin saber
por qué. ¿Por qué?” (Rosencof 31). El grito es lo que comienza en el confín de
la sintaxis, el punto en el que “la lengua […] debe ceder su lugar a una no lengua”
(Agamben 39). El grito se asemeja así al balbuceo, donde también subsiste
un resto indecible, ese que Agamben encuentra en la débil voz de Hurbinek,
un niño de aproximadamente tres años, sin familia, que Primo Levi menciona
entre los prisioneros que nunca volvieron del campo. “La palabra de Hurbinek
permanece obstinadamente secreta”, sostiene Levi (citado en Agamben 38) y
—podríamos agregar nosotros— por ello mismo se mantiene abierta: ese resto
no dicho implica también una apertura de la representación que la deslinda
de cualquier intención totalizadora. Por otra parte, el grito en Las cartas cobra
un sentido distinto: el de ser acto de resistencia frente al silencio, que “es el
verdadero crimen de lesa humanidad” (Rosencof 31). En este sentido, en su
trabajo sobre la novela de Rosencof, Gustavo Lespada plantea que “el grito es
un silencio que se rebela revelando su condición silenciada, su imposibilidad de
decir” (188).
A partir de la relación que se establece en Las cartas entre experiencia violenta
y memoria, quisiéramos plantear que a partir de los relatos de Mauricio
y de los de los prisioneros de Treblinka la novela elabora lo que LaCapra llama
“escritura traumática o postraumática” y que define como “un medio de dar
testimonio, poner en acto, repasar y elaborar en alguna medida el trauma, sea
este una experiencia personal, algo transmitido por personas muy cercanas o
percibido en el contexto cultural y social” (Escribir la historia 122)5. Esta puesta
en relato se mueve, según el autor, en el límite entre los dos aspectos señalados
más arriba: el exceso irrepresentable y aquellos que concretamente puede y debe
representarse. En el caso de Las cartas, podríamos pensar en una escritura del
trauma que se hace cargo, no de una, sino de un conjunto de experiencias extremas
articuladas entre sí en función de la semejanza que presentan (todas constituyen
acontecimientos históricos de carácter violento) y del hecho de haber
sido vividas por la familia del narrador en distintos momentos del pasado siglo.
Según LaCapra, en el caso de las víctimas directas, la puesta en discurso del
trauma es necesaria por razones emocionales, ya que contribuye a elaborarlo, a
que el sujeto supere el rol de víctima pasiva para convertirse en sobreviviente
y testimoniante, es decir, en agente. Pero también, y aunque no sea una víctima
directa quien tome la palabra, la representación es relevante en términos
políticos, éticos y estéticos. En sintonía con el planteo de Agamben, LaCapra sostiene que concebir el acontecimiento extremo como inenarrable implica caer
en una estética hiperbólica y sacralizadora del suceso que lo cierra sobre sí mismo,
tornándolo ajeno e inasible. Por el contrario, representarlo permitiría su
recuperación como hecho histórico, como objeto de una (posible) memoria
social y como clave para interpelar el tiempo presente. Un aspecto destacable
de Mauricio en Las cartas es, precisamente, su necesidad de volver (y escribir)
sobre los hechos traumáticos por los que él y su familia han transitado. Veremos
en los siguientes apartados que en su rememoración pueden advertirse algunos
de los elementos señalados por LaCapra: la narración se nutre tanto de una
necesidad afectiva de relatar la propia experiencia (y ponerla en diálogo con la
de sus padres y tíos) como de una intencionalidad ética y política de contribuir
a la construcción de una memoria social.
Escribir hacia el pasado: escritura, memoria y espacio de encuentro
En el segundo y tercer capítulo de la novela, Mauricio se nos presenta como único narrador (su relato no aparece alternado con el de los familiares polacos
en el gueto o en Treblinka). La narración oscila aquí entre dos planos temporales:
en algunos pasajes, su voz nos llega desde la celda en que está cautivo (plano
1); en otros, la enunciación se abre paso desde un momento posterior en el que
Mauricio ya ha recuperado su libertad (plano 2). Lo llamativo es que en todo
momento su discurso posee un interlocutor explícito, una segunda persona a
quien su voz convoca obsesivamente: su padre y en algunos pasajes (aunque
minoritarios en comparación), su madre. En ambos planos temporales ocurre lo
mismo: los interlocutores están ausentes, lejos del narrador, sea porque este está preso (plano temporal 1), sea porque aquellos están muertos (plano temporal
2). Por otro lado, es preciso decir que entre padre y madre hay una diferencia: él
sabe leer, ella no. Por eso, cuando se dirige a su madre Mauricio despliega una
suerte de “conversación imaginada”, mientras que a su padre “le escribe cartas”6.
Quisiéramos detenernos en esto: aunque a su madre “le hable” y a su padre “le escriba”, en ambos casos lo que se pone de manifiesto es la presencia de la
segunda persona como contraparte de un diálogo establecido a la distancia. Se
trata, precisamente, del rasgo más notorio de la comunicación epistolar: Mauricio
es, ante todo, un escritor/imaginador de cartas. La figura del narrador se
descompone así en dos planos: el primero, en el que se imagina una escritura
desde la prisión; el segundo, en el que se escribe lo imaginado, recuperándolo,
convirtiéndolo en el texto que llega hasta nosotros.
La situación comunicativa que establece Mauricio con sus padres (donde el
padre está puesto en el rol del lector, y la madre, en el lugar de quien escucha el
texto leído en alta voz) refleja, espeja, aquella otra situación de su infancia en la
que su padre leía —y su madre escuchaba— las cartas que los parientes polacos (antes de ser capturados por los nazis) les escribían. En cierto momento, el flujo
epistolar se interrumpió y ya no llegó más correo desde Europa: “papá, los domingos,
que es el día que se leen las cartas, nos leía las cartas de antes, pero tenía
los ojos así, y no se reía. Las cartas que esperaba mi papá no llegaron nunca”
(Rosencof 14, la cursiva es nuestra). Las misivas de los parientes cautivos en el
campo, al igual que las de Mauricio preso, son textos imaginados en el encierro,
palabras que nunca pudieron llegar a destino. En este sentido, es posible plantear
que padre y madre, unidos bajo el signo de la espera, son las figuras que conectan
el pasado y el presente de la desaparición violenta; en su incertidumbre
siempre expectante se dan encuentro dos ausencias, dos escrituras que faltan: la
de sus familiares polacos, la de su hijo uruguayo encarcelado.
Si tal como dice Emilio Renzi en Respiración artificial “la correspondencia es
un género perverso [que] necesita de la distancia y de la ausencia para prosperar”
(Piglia 32), en la novela de Rosencof las cartas implican formas peculiares
de lo lejano y de lo ausente. Estas se vinculan, más que con el código epistolar,
con la lógica del recuerdo, del fenómeno mnémico tal como lo plantea Ricoeur,
en tanto “dialéctica de presencia, ausencia y distancia” (546). Según el autor, la
huella mnémica es efecto presente y a la vez signo de un elemento (una causa)
ausente y perteneciente al tiempo pasado. Los interlocutores de las cartas de
Mauricio (el padre, la madre) se encuentran lejos, no en el sentido en que lo
está el receptor de una carta, sino más bien a la manera de ese algo o alguien
distante cuya presencia se efectiviza en la memoria. Dicho en otras palabras: si
en el momento en que el narrador se aboca a escribir tanto su padre como su
madre ya han fallecido, eso quiere decir que la separación no es aquí sólo física
sino también temporal, que la lejanía en el espacio se ha convertido en el abismo
que impone la muerte.
En este juego de remitente y destinatario siempre hay uno que ya no está
con vida: puede ser el destinatario (el caso de los padres de Mauricio en el momento
en que el hijo, ya libre, comienza a escribir) o, como en el caso de las cartas
desde Treblinka, el propio remitente, lo cual refuerza el carácter imaginario
de la misiva y su valor como forma de recordar al ser querido muerto que debió
haberla enviado y no pudo hacerlo. Es por eso que los familiares presos en el
campo escriben al padre de Mauricio: “Tal vez estas cartas las escriban otros. Que
Moishe sepa que también son nuestras, para que sepa qué fue de sus tíos, de sus
primos, de sus abuelos. Queremos formar parte de su memoria, Isaac” (Rosencof
42, la cursiva es nuestra). Las cartas “las escribirán otros”; se escriben, como
diría Levi, “por delegación”. De esta manera, el oficio de la memoria responde,
sorteando la distancia y la ausencia, al deseo de los muertos de ser recordados.
En resumidas cuentas, las misivas no tienen por función comunicar con un
destinatario específico, sino rememorar. Recordar a los padres y al hermano en
los tiempos de la infancia. Pero también —y de un modo insistente, obsesivo—
poner en palabras y reconstruir un conjunto de vivencias traumáticas que
marcó la historia de la familia: las razzias en Polonia (donde vivían sus familiares europeos), la experiencia de la Primera Guerra (donde luchó su padre), la de
los judíos prisioneros y muertos a manos de los nazis (entre ellos, los tíos de
Mauricio), la de los militantes encerrados en las cárceles de la dictadura (entre
los que se encuentra el propio narrador).
Líneas más arriba dijimos que Mauricio es, fundamentalmente, un escritorimaginador
de cartas. Pero nos faltó agregar que su discurso tiene una peculiaridad:
presenta la espontaneidad y el ritmo propio del discurso hablado. En
el cruce entre lo hablado y lo escrito el narrador encuentra la voz con la cual
dirigirse a sus padres. Si la soledad y la distancia físicas sugieren la escritura, la
proximidad fantasmal de sus padres, generada por la memoria evocadora, tolera,
incluso alienta, la fluidez oral (en el fondo, Mauricio está hablando consigo
mismo y sus fantasmas queridos). Como si la parsimonia del género epistolar
no pudiera contener las crecidas de la memoria, la oralidad trastoca la sintaxis,
trastorna, sobrepasa a la escritura. Da origen a una “carta hablada”. Podríamos
agregar a lo que hemos planteado hasta ahora que esa oralidad urgente, emocionada —que es por momentos un torrente inagotable de palabras—, constituye
una estrategia para hacer presente al interlocutor ausente, para romper el cerco
del recuerdo solitario y generar un espacio de encuentro, un recuerdo compartido.
Las misivas (imaginadas, escritas) son así una manera de sortear, a través
de la memoria, la brecha que separa a los presentes de los ausentes (incluso si
estos están muertos).
Las cartas son para Mauricio el vehículo de la memoria, búsqueda del pasado
y movilización del recuerdo (o visto desde su reverso: la memoria es el
móvil de la carta). Es llamativo, en este sentido, el uso de los tiempos verbales
que presentan los textos que Mauricio (ya fuera de prisión) escribe a su padre
muerto: “y te escribo estas líneas, Viejo, que nunca, nunca, recibiste” (Rosencof
112, la cursiva es nuestra). La impugnación de la lógica temporal de los verbos
nos presenta el acto de la emisión como posterior al de la recepción. Y es que,
en efecto, se escribe hacia el pasado.
La fractura identitaria y la pertenencia incierta
Los recuerdos de infancia de Mauricio tienen un carácter fragmentario, lacunario;
se trata de un montón de piezas dispersas que este intenta ordenar,
uniendo los retazos: “¿Y por qué te escribo hoy todo esto, Viejo? No sé. Tal
vez para decirte lo que me acuerdo y, más que nada, decirte lo que me acuerdo
para que veas lo poco que sé, que quiero saber más, que quiero más memorias” (Rosencof 69, la cursiva es nuestra). El fluir torrentoso de la voz de Mauricio
cuando imagina/escribe sus cartas al padre —cuestión que mencionamos en el
apartado anterior— adquiere un nuevo matiz de sentido en tanto es también
manifestación de un deseo intenso de ampliar y enriquecer el espacio de su
memoria familiar.
Al margen del carácter fragmentario que tiene todo recuerdo en la medida que también el olvido lo constituye, las lagunas de la memoria del narrador con
respecto a los tiempos de su infancia deben pensarse en relación con determinadas
características de su historia familiar. Hay una diferencia que siempre separó
a Mauricio de sus padres y de su hermano León: ellos nacieron en Europa y
debieron migrar forzados por las malas condiciones de vida y la violencia de
las persecuciones racistas, mientras que él nació en Uruguay, razón por la cual
no ha sido parte de esa historia previa. Se abre una brecha de experiencia, pero
también idiomática: ellos hablan yiddish, él no. Por estas razones, Mauricio se
percibe a sí mismo como un sujeto fronterizo en su propia familia, un habitante
del borde: “Y yo estaba ahí, papá, y no estaba” (Rosencof 82).
Parafraseando a Anna Forné, podemos decir que la historia familiar de Mauricio
se encuentra fracturada, lo que provoca en el narrador un vacío memorístico
que es también un vacío identitario (47-48). Es por eso que en el ejercicio de
reconstruir las formas de violencia experimentadas por sus padres y hermano en
Europa (así como también los tiempos de su propia infancia) resulta esencial la
intervención de la imaginación7. Esta opera como una estrategia de reposición
de lo que falta, recurso para salvar la brecha de extrañeza que el personaje experimenta
respecto a su familia, en una dinámica donde recordar e imaginar (a
través de la escritura) es comenzar a encontrarse, a pertenecer realmente. En este
sentido, memoria e imaginación aparecen fuertemente vinculadas a la cuestión
de la identidad pensada como búsqueda, como “labor arqueológica” (Forné 49).
Es a partir de ellas que el narrador intenta reconstruir y entender aquello que los
otros han vivido y sufrido antes de su nacimiento, a fin de superar poco a poco
la fractura, esa pertenencia incierta en la que siempre vivió. Sólo así Mauricio
podrá finalmente decir: “Yo no estaba y estaba ahí. Ahora sí. Ahora sí, papá. Estoy ahí” (Rosencof 82, la cursiva es nuestra).
Umbrales
La narración memoriosa explora otra frontera: la que se dibuja, inestable,
entre la vida y la muerte propias durante el encierro carcelario. Esa frontera es
un umbral; más exactamente, es una puerta. La de la celda en la que el prisionero
pasa sus días. En ella hay un agujero por el cual, según nos cuenta Mauricio, “me tienen bajo la vista, y les veo el ojo que sonríe o vigila o vigila sonriente” (Rosencof 155). Es también la abertura por donde “me manotean para sacarme” (ídem). Pero si el umbral es una puerta, por allí la muerte transita: tanto está ahí afuera —donde el ojo vigila— como adentro, en ese “nicho” (162) que es
la celda.
El umbral es entre la vida y la muerte pero también entre la cordura y la
demencia. En este sentido, el fluir del recuerdo de Mauricio a partir de las cartas imaginadas en el encierro presenta otra inflexión. La memoria constituye en
estas circunstancias una vía de escape frente a la violencia cotidiana (de la que
su cuerpo no puede escapar) y una estrategia para sortear el peligro de volverse
loco. Nuestro planteo coincide en este punto con el de Lespada, quien precisamente
señala que Mauricio es “el cautivo que supo refugiarse en los recuerdos
para preservarse del desquicio” (183). En ese umbral entre vida y muerte, entre
cordura y demencia, el ejercicio de la rememoración es para el narrador esa voz
incesante que fluye en su interior y que lo sostiene, evitando el derrumbe.
De cara a esa puerta “hermética” que da a la muerte, Mauricio recuerda al
perro de su infancia, Zapi, ese que creyeron muerto pero que un día, mientras
ellos almorzaban en la casa, volvió “flaco, agotado, sucio, con una pierna quebrada” (Rosencof 150). El perro, guiado por su memoria, esa que guarda “en las
narinas” (148), encontró el camino de regreso a la casa —a la vida— y arañó la puerta cancel hasta que le abrieron. A partir de este relato intercalado se crea
un paralelismo entre Mauricio y el perro: “No sé cuántas veces te anduve rasguñando
la cancel, Viejo. En ese silencio, papá, cuántas veces me oíste rasguñar la
puerta” (151). Al igual que el perro, Mauricio se encuentra agotado y herido, y
en esa noche muda de la celda que se traga los días y los años, la memoria (encarnada
en las palabras a su padre, en La Palabra de su padre) es el camino para
volver a la casa, a la vida; para no desarticularse como sujeto frente al poder que,
atento del otro lado de la puerta, procura su desintegración física y psíquica. El
paralelismo se enriquece si consideramos que el Zapi tenía una mancha negra
en el lomo, mancha que el narrador considera un “detalle fundamental en caso
de desaparición” y de la cual concluye diciendo: “yo quisiera tener una mancha
así” (Rosencof 149).
Puerta-tapia sin pestillo, para salvarse, Mauricio busca el recuerdo, busca el
lenguaje para no volverse loco. Por eso rasguña la puerta del padre a través de
la palabra silenciosa de la memoria; por eso también araña y da tenues golpes
a la pared que lo separa del preso de la celda de al lado. Mediante rasguños y
golpecitos sobre esa medianera se inventa un lenguaje para poder comunicarse,
para sobrevivir al silencio.
Narrar desde la encrucijada discursiva
“Esto es historia, no literatura” (Rosencof 118), nos aclara Mauricio acerca
de su relato. Toma posición, dice: lo que cuento es realidad, no ficción. Pero en
seguida agrega que nadie lo obliga ni le exige “la fidelidad de los hechos que,
por lo general, una vez narrados, pierden fidelidad” (18). Despleguemos esto
por partes.
Si, como hemos venido sosteniendo hasta aquí, la escritura se plantea como
un oficio de la memoria, al identificar la escritura con la historia el texto estrecha
distancias entre la historia y la memoria fusionando ambas en un solo
plano: la historia es la memoria, nuestra historia es nuestra memoria. De esta manera, el planteo difiere de aquellas posiciones que consideran a la memoria
como distinta, incluso opuesta al discurso de la historia. La novela asume así un
posicionamiento epistemológico que expurga al relato histórico de la ideología
que lo consagra como “verdad” en detrimento de lo que sería el relato “inexacto”, “infiel” de la memoria: la historia es aquí la escritura de la memoria8.
Detengámonos un momento en este punto y señalemos un aspecto que
consideramos particularmente relevante. Nos encontramos frente a una memoria
que propone una lectura de la historia, actividad que lleva a cabo a partir
del trazado de continuidades y relaciones (aunque también diferencias) entre
distintos acontecimientos y procesos traumáticos (pogromos, guerra, destierro,
nazismo, dictadura), conectando tiempos, espacios y subjetividades diferentes
en un relato-montaje de mayor amplitud.
En El sitio de la mirada (2001) Eduardo Grüner problematiza la relación
entre memoria, política y arte, cuestionando lo que él denomina la “fetichización
de la memoria histórica” (50). Mencionemos dos rasgos centrales de la
memoria-fetiche: al igual que la mercancía, se presenta como objeto autónomo
de las relaciones de poder que la producen; al mismo tiempo, propone una
mirada sobre el pasado en la cual las experiencias de violencia pretéritas son
concebidas como “piezas de museo”, restos cristalizados que pertenecen decididamente
a otras épocas con respecto a las cuales el tiempo presente se percibe
como “superación”. En términos de Grüner, esta forma de rememorar la historia
constituye una estrategia de legitimación de las relaciones de poder actuales
(que “producen” esa memoria y la ofrecen como mercancía), en la medida que
obtura la posibilidad de advertir qué nuevas y distintas formas de la violencia
—en función del “carácter constitutivamente criminal del poder” (58, la cursiva
pertenece al original)— podrían estar practicándose en la actualidad. Frente a
esta modalidad fetichista del recuerdo, el autor apela a la construcción de una
memoria en la cual la elaboración del pasado sea también el fundamento de una
mirada crítica sobre el tiempo presente.
En relación a este planteo, quisiéramos sugerir que, a partir de la estrategia
de montar y vincular formas históricas de la violencia, diversas y distantes en
el tiempo, la propuesta narrativa de Rosencof apela a lo repetitivo (donde cada
repetición implica, por cierto, un plus, una diferencia) para pensar el acontecimiento
violento. Desde esta perspectiva, los crímenes del pasado no admiten
ser concebidos de un modo tranquilizador como “barbarie superada que ya no puede retornar” sino más bien, a la manera de Walter Benjamin, como “recuerdo
que relampaguea en un instante de peligro” (Benjamin en Grüner 59). En
el caso de Las cartas deberíamos hablar quizá de una sucesión de “recuerdos que
relampaguean” (los pogromos, la guerra mundial, el nazismo, los crímenes de la
dictadura), y que se van sucediendo, alternando, en la ya mencionada estructura
de montaje. Consideramos que esta forma de pensar el tiempo pasado apunta
a mostrar la violencia política, racista y/o imperialista, no en su carácter aislado
y “museológico”, sino en su concreta dinámica histórica. De este modo, la
novela practica una política de la memoria —y una lectura de la historia— que
pone de manifiesto “el atravesamiento del tiempo y el espacio por la lógica del
poder” (Grüner 62) y que, por esta razón, orienta nuestra mirada en un sentido
diacrónico que no puede sino llevarnos a indagar también el tiempo presente.
Decíamos que el relato es memoria, es historia, pero es hora de agregar
que estos elementos interaccionan a su vez con la omnipresente ficción narrativa.
La narración es así una compleja elaboración que nace del cruce de estas
tres dimensiones. Por mencionar sólo algunos ejemplos de ficcionalización, las
cartas que los familiares escriben desde Treblinka no constituyen un elemento
verídico (los prisioneros de un campo de concentración jamás hubieran tenido
posibilidad de escribir cartas y enviarlas), pero no obstante llegan a nosotros
como ficción literaria. De modo semejante, la acción de imaginar las cartas no
importa tanto por su valor de “dato” verídico (si es cierto que Mauricio realmente
pasaba sus horas imaginando cartas en su celda) sino fundamentalmente
por su potencia simbólica, su manera de significar, entre otras cosas, el ejercicio
de la memoria y la presencia dolorosa de lo ausente.
Entramar la memoria, la historia, la ficción: a nuestro entender, en esto radica
el gesto provocador de la novela, su cuestionamiento a los modos legitimados
de concebir las relaciones entre historia y ficción, memoria e historia, ficción
y memoria. Es posible plantear que, al pensarse como memoria y ficción pero
también como historia, el texto escapa a lo que Foucault llama “sistemas de sumisión
del discurso” (28) basados en procedimientos de control y delimitación
que se apoyan en un soporte institucional. De los mencionados y desarrollados
por Foucault, centrémonos en dos: la oposición entre lo verdadero y lo falso, y
la noción de disciplina9. La novela de Rosencof elude estos criterios que consideran
la palabra de la historia como “disciplinada” y “verdadera” frente a las “incertezas” o “falsedades” de la memoria y la literatura10. Su estrategia consiste en la frontera o cruce entre estas diferentes variedades discursivas (memoria,
historia, ficción) nutriéndose así de la permeabilidad de los límites. En la arena
de las representaciones del pasado, la obra artística se plantea como una alternativa
legítima frente al texto historiográfico que abomina de la ficción aunque él también tenga algo de relato, que reduce la memoria al carácter de “fuente” o
de conocimiento “poco fiable”. De esta manera, aporta su propia mirada hecha
de experiencias, recuerdos, ficciones y fotografías (a las que nos referiremos en
el siguiente apartado).
Otros cruces: la memoria y la fotografía, lo privado y lo público
Al final de la novela encontramos un conjunto de fotos (once en total) donde
aparecen distintos integrantes de la familia Rosencof. La memoria trabajada
por la escritura explora una nueva frontera; encuentra en el diálogo con las
imágenes otra vía para acercarse a la experiencia traumática.
Acaso no sea desatinado plantear una relación entre el cruce que propone
Rosencof y esa suerte de atlas de la segunda guerra mundial que Bertolt Brecht
publicó bajo el nombre de Kriegsfibel (1955). Esta obra consiste en un conjunto
de fotografías recortadas de sus contextos originarios (revistas, periódicos, etc.)
y montadas en otro orden. Lo que impulsa a Brecht a realizar este proyecto es
la idea de que aquello que una imagen documenta por sí sola siempre resulta
insuficiente. Sólo montándola con otras, y acompañándola a su vez de un texto,
la foto puede lograr inducir una reflexión más profunda (en este caso, sobre
la guerra) e incluso una anticipación acerca del estado político e histórico del
mundo. George Didi-Huberman señala que el objetivo que persigue Brecht
consiste en reinterpretar las fotografías, sustrayéndolas de la órbita del “cliché visual” y la lectura estereotipada. Kriegsfibel puede ser pensada como una memoria de la guerra, fundada en la convicción de Brecht de que “no escapa al
pasado el que lo olvida” (Brecht en Didi-Huberman 43). A este respecto, Didi- Huberman ha planteado que en esta obra “el montaje de las imágenes funda
toda su eficacia en un arte de la memoria” (43, la cursiva pertenece al original):
su objetivo es producir una rememoración crítica acerca de un acontecimiento
traumático del pasado.
Algo similar nos propone Las cartas: también allí se advierte el recurso al
montaje como forma de construir una memoria sobre los acontecimientos
extremos, y esto de tres maneras distintas. En primer lugar, si consideramos
al lenguaje en sí mismo como un poderoso productor de imágenes, es posible
pensar la novela de Rosencof como un gran montaje narrativo de diversas
figuras históricas de la violencia. El relato nos lleva de unas a otras, en marchas y contramarchas, discontinuidades, saltos, interrelacionándolas en un mismo
ejercicio rememorador que traza continuidades y relaciones entre experiencias
traumáticas distantes en tiempo y espacio. Como ya lo planteáramos en el apartado
anterior, este entramado es la base sobre la que el texto elabora una memoria
histórica crítica. Entre Las cartas y Kriegsfibel es posible advertir cierta
afinidad de objetivos, si bien Brecht aborda un suceso histórico en particular (la
guerra), en tanto que la novela de Rosencof propone un acercamiento diacrónico
y multifocal.
Un segundo tipo de montaje que se practica en Las cartas puede advertirse
en el trabajo que se realiza con las fotografías propiamente dichas, aquellas
que se encuentran al final de la novela, y en las que aparece la familia. Cada
una de estas imágenes ha sido seleccionada de un conjunto mucho más vasto,
montada con las otras y a la vez releída a partir de un breve epígrafe extraído
del propio texto. Por mencionar apenas un caso: debajo de la figura de tres
niños bien peinados y vestidos, con los zapatos lustrados y las miradas curiosas
frente al ojo de la cámara, se abre el epígrafe que trastoca nuestra primera lectura
—ingenua— del cuadro familiar: “y recordaste entonces que tu mamá se
abrazó a los dos niños, tus sobrinos […], y ella no los quiso soltar ni los niños
desprenderse, y los SS ucranianos perdieron la paciencia, y con los mangos de
pico con que guardaban el orden los callaron” (Rosencof 139). Vemos así que, a
la manera de Kriegsfibel, las fotos resultan “desnaturalizadas”, extrañadas de sus
contextos y significados convencionales y estereotípicos (una historia sencilla y
más o menos feliz de nenes en triciclo, abuelitas, mujeres jóvenes con cuellos
almidonados) para producir otros sentidos que escapan a la convención visual.
Pero entre todas las fotos de los Rosencof —y es aquí donde se produce el
tercer nivel de montaje— se cuela una en especial que interesa señalar: en ella
se ve la puerta de entrada del campo de exterminio de Auschwitz. Se trata de
una imagen que no pertenece a la esfera privada sino que, en algún sentido, se
encuentra en el cruce entre lo público y lo privado. Si bien el campo de concentración
es un elemento ajeno al contexto familiar del narrador, fue en un campo
de concentración donde murieron algunos de sus familiares. Al interpolarse
entre las demás imágenes, la visión de Auschwitz quiebra la linealidad, la serie
previsible de los rostros y las poses preparadas; irrumpe en ese conjunto como
el acontecimiento violento en las vidas de los miembros de la familia. A partir
del recurso a los epígrafes y la interpolación, la novela replica en el plano de
las fotografías el complejo y traumático entramado de la historia familiar y la
historia política y social del que da cuenta en la escritura.
Para analizar más en detalle el cruce entre el orden de lo privado y el de lo
colectivo en relación con la cuestión de la imagen fotográfica, recurriremos al
aporte teórico de John Berger. El autor propone una distinción entre dos clases
diferentes de fotografías: las que pertenecen a la experiencia privada, y las que
son utilizadas públicamente. Las primeras forman parte de la “memoria viva” de quien las contempla, instalando una continuidad entre pasado y presente. Las segundas se caracterizan por presentar un suceso que no mantiene relación
con los espectadores, un tipo de información que es “ajena a toda experiencia
vivida” (72). En este punto debemos preguntarnos, ¿cómo pensar, desde esta
perspectiva, la foto de la puerta de Auschwitz entre los rostros de los Rosencof? ¿Es posible sostener esta distinción entre lo público y lo privado cuando lo que
encontramos es, en realidad, una interpenetración de ambas esferas?
Berger sostiene que, en la moderna sociedad capitalista, el bombardeo de
fotografías (de uso público) no conduce al sostenimiento de la memoria social
sino a su atrofia, en la medida que tiende a convertirse en su sustituto. Este fenómeno
se debe al hecho de que, como ya hemos señalado, este tipo de imagen
es “pura apariencia” ajena a la experiencia del espectador, vacía de memoria. El
autor plantea —como proyecto a futuro— que la forma de superar esta situación
radica en comenzar a pensar el pasado histórico como parte integrante del
proceso mediante el cual las personas van creando su propia trayectoria personal.
Dicho en otros términos, se trata de trascender la distinción entre los usos
privados y públicos de la foto; lograr, podríamos decir, que lo público-ajeno
devenga lo colectivo-propio. El método que Berger propone para este fin consiste
en “construir un contexto para cada fotografía en concreto, construirlo con
palabras, con otras fotografías” (81): situar la imagen en un relato. ¿Acaso no
podríamos pensar la interpolación de la puerta de Auschwitz entre las siluetas de
la familia Rosencof como una forma concreta de entramar lo privado y lo público,
tal como lo plantea Berger en su propuesta? Del mismo modo, esas breves
líneas en las que Mauricio se dirige a su padre, y que constituyen el epígrafe,
brindan a la imagen un contexto de palabras que la empapa de experiencia
personal, posibilitando que se convierta en soporte de una memoria al mismo
tiempo individual y colectiva. La foto se vuelve así un prisma desde donde leer,
en forma simultánea, los acontecimientos personales, políticos, económicos,
dramáticos, cotidianos e históricos.
Los Cuentos de la Frontera
Hacia el final de la novela, Mauricio relata un encuentro con su padre acontecido
mientras él estaba preso: “La visita fue para vos y para mí, el Mar del Encuentro.
Y allí montábamos nuestra propia balsa y meta remar recuerdos. […]
En esa frontera sí pude estar en vos. Así que estas líneas son, papá, como quien
dice, los Cuentos de la Frontera” (Rosencof 145, la cursiva es nuestra).
¿Es esa frontera el espacio de un encuentro real, o es más bien un encuentro
imaginado, ficción de la escritura? El texto nos mantiene en la incógnita,
poniéndonos a nosotros mismos en el borde difuso entre realidad e imaginación.
Si como personalmente nos inclinamos a pensar, la “frontera” —la carta,
esas “líneas” que Mauricio imagina/escribe— representa el territorio del diálogo
imaginado con el padre, se trata entonces del espacio de encuentro entre el ser
presente y el ausente: del padre con su hijo detenido e incomunicado al que no puede visitar, del hijo años más tarde con su padre y su madre muertos.
Lejos de considerar que los textos posean esencias, evidencias o cualidades
objetivas e intrínsecas que nuestra lectura sólo deba relevar, coincidimos con
Roland Barthes en que la crítica “no designa una última verdad de la imagen,
sino únicamente una nueva imagen, ella misma suspendida”, razón por la cual
“sólo puede continuar las metáforas de la obra, no reducirlas” (75). En este
sentido, y refiriéndonos al análisis que hemos realizado hasta aquí, la frontera
(como concepto/imagen) no constituye una “verdad” oculta en la letra, sino una
modesta anamorfosis a partir de la cual intentamos acercarnos transversalmente
al texto y desplegarlo en un conjunto de sentidos posibles. Hemos argumentado
que la experiencia de la violencia es el factor que interpela en forma constante
la memoria de Mauricio, planteándole diversos interrogantes y desafíos, y arrojándola
a una intensa exploración de fronteras. Límites, umbrales, fracturas,
cruces, encuentros: consteladas en torno al concepto más abarcativo, oblicuo
—y por qué no, anamórfico— de frontera, estas figuras de la espacialidad nos
han permitido analizar el texto en sus rasgos temáticos y formales y abordar una
serie de núcleos problemáticos que juzgamos de particular relevancia.
“Así que estas líneas son, papá, como quien dice, los Cuentos de la Frontera” (Rosencof 145). Antes de terminar, quisiéramos sugerir como posible lectura
que esta frase encierra una puesta en abismo: esas “líneas” que Mauricio
dirige a su padre no son otra cosa que la novela misma, esa narración —en
este sentido entendemos la palabra “cuento”— memoriosa construida desde las
fronteras de los discursos, de los tiempos, de los registros, de la identidad y de
la muerte, de la escritura de cara al horror.
Notas
1 Si bien la novela no se atiene exactamente a las convenciones genéricas de la autobiografía, gran parte de lo que el narrador —llamado Mauricio— relata corresponde efectivamente a la vida del propio Mauricio Rosencof. Por mencionar sólo un caso, recordemos que Rosencof, quien fuera miembro fundador del Movimiento de Liberación Nacional “Tupamaros”, estuvo doce años encarcelado en terribles condiciones durante la dictadura militar uruguaya (1973-1985).
2 Es preciso aclarar que, en rigor, Mauricio no es el único narrador de la novela. Hay, además, otras dos voces, las de sus tíos deportados a Treblinka, desde donde escriben cartas que nunca llegan. Un rasgo que llama la atención en estos relatos epistolares es el predominio del plural de la primera persona sobre el singular. El “yo” parece difuminarse lentamente en el “nosotros” del conjunto de los prisioneros. De todos modos, por ser la voz de Mauricio la que tiene a su cargo la mayor parte del relato (siendo de carácter minoritario las intervenciones de los otros dos narradores), utilizaremos de manera generalizada el término “narrador” para referirnos a Mauricio.
3 En este sentido, Primo Levi señala que “los que tuvimos suerte hemos intentado […] contar no solamente nuestro destino sino también el de los demás, precisamente el de los ‘hundidos’; pero se ha tratado de una narración ‘por cuenta de terceros’, el relato de cosas vistas de cerca pero no experimentadas por uno mismo. La demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte” (Levi citado en Agamben 33).
4 Rosencof ha dado testimonio de estos hechos en otras oportunidades. Señala Gustavo Lespada que “la dictadura uruguaya mantuvo [a Mauricio Rosencof] durante doce años en cautiverio bajo amenaza de muerte como represalia ante cualquier eventual actividad del Movimiento, sometido a todo tipo de torturas y vejámenes, simulacros de ejecuciones, encapuchado, obligado a padecer la sed hasta el extremo de llegar a beberse los propios orines, incomunicado en celdas minúsculas que eran verdaderas mazmorras medievales” (3).
5 “Aclara LaCapra que, en el concepto de ‘escritura traumática o postraumática’, el término ‘escritura’ tiene un sentido amplio que abarca toda significación o inscripción” (Escribir la historia 122). Se trata de un género de escritura puede encontrarse tanto en la literatura como en otras artes –incluido el cine–(ídem). El autor sostiene asimismo que este ejercicio constituye “una imitación simbólica” (ídem122) del trauma que puede verse en la producción de diversos autores desde finales del siglo XIX, tales como Flaubert, Kafka, Celan, entre otros.
6 “Y estas son las cartas, mi Viejo, que te quise escribir desde donde escribir no se podía, y que te escribo hoy, mi Viejo, desde donde sí puedo” (Rosencof 94).
7 Esto puede verse cuando le escribe a su padre: “y los cosacos eran como salvajes, me decías, y uno te corrió con el sable, y una mujer polaca te metió en la casa, […] y yo siempre me imaginé al cosaco del Don a caballo” (Rosencof 57, la cursiva es nuestra).
8 En torno a la relación entre memoria e historia el debate es intenso. Por recuperar sólo algunas propuestas teóricas, digamos que, en la línea de Pierre Nora, memoria e historia se consideran discursos definidos por rasgos opuestos (afectividad vs. intelectualismo, carácter colectivo e individualizable vs. vocación universal, etc.). LaCapra, por su parte, prefiere pensarlas como complementarias, vinculadas en “una interacción mutuamente cuestionadora o intercambio dialéctico que nunca alcanza la totalización o una clausura absoluta” (LaCapra, Historia y memoria 34). Por razones de espacio, no desarrollaremos esta discusión; para un análisis detenido, véase Historia y memoria de LaCapra. Si hemos intentado esbozar esta fracción mínima del campo teóricoepistémico en torno a la relación memoria-historia, ha sido con la intención de que nos ayude a pensar, contextualizar y definir la intervención que la novela realiza.
9 Foucault define la oposición verdadero/falso como un procedimiento de control que opera sobre el discurso desde el exterior, por exclusión: se trataría de una “voluntad de verdad [que] tiende a ejercer sobre los otros discursos […] una especie de presión y como un poder de coacción” (Foucault 11). Por su parte, la disciplina como mecanismo de control opera desde el interior del propio discurso, por delimitación de un ámbito de objetos, métodos, reglas, técnicas, instrumentos.
10 Esta distinción entre el carácter objetivo de la historia frente a lo incierto e inexacto de la memoria es evidente en el planteo de Nora, aunque también podemos encontrarlo en el de LaCapra, para quien la historia “pone a prueba la memoria e idealmente lleva al surgimiento de una memoria más exacta y a una evaluación más clara de lo que es o no fáctico en la rememoración” (LaCapra, Historia y memoria 34).
Referencias bibliográficas
1. AGAMBEN, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Valencia: Pre-Textos, 2000.
2. BARTHES, Roland. Crítica y verdad. México D. F.: Siglo XXI, 2000.
3. BERGER, John. Mirar. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2008.
4. DIDI-HUBERMAN, George. Cuando las imágenes toman posición. El ojo de la historia, 1. Madrid: A. Machado Libros, 2008.
5. FORNÉ, Anna. “La materialidad de la memoria en Las cartas que no llegaron de Mauricio Rosencof (Uruguay, 1930-2000)”. Historia Crítica 40 (2010): 44-59.
6. FOUCAULT, Michel. El orden del discurso. Buenos Aires: Tusquets, 1992.
7. GRÜNER, Eduardo. El sitio de la mirada. Buenos Aires: Norma, 2001.
8. LACAPRA, Dominick. Escribir la historia, escribir el trauma. Buenos Aires: Nueva Visión, 2005.
9. LACAPRA, Dominick. Historia y memoria después de Auschwitz. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2009.
10. LESPADA, Gustavo. “La palabra golpeada: lo inefable en Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof ”. Confluenze I.1 (2009): 178-200.
11. NORA, Pierre. “Entre memoria e historia: la problemática de los lugares”. Los lugares de la memoria; 1: La República (Dir. Pierre Nora). Montevideo: Trilce, 2008. 9-33.
12. PIGLIA, Ricardo. Respiración artificial. Bogotá: Tercer Mundo, 1993.
13. RICOEUR, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004.
14. ROSENCOF, Mauricio. Las cartas que no llegaron. Montevideo: Santillana, 2000.
Fecha de recepción: 06/04/13
Fecha de aceptación: 13/11/13