https://doi.org/10.19137/anclajes-2021-2512
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ARTÍCULOS
Los restos de una lengua en Mano de obra de Diamela Eltit
Reminders of a language in Diamela Eltit’s Mano de obra
Restos de uma linguagem em Mano de obra de Diamela Eltit
María José Sabo
Universidad Nacional de Córdoba
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
merisabo@gmail.com
ORCID: 0000-0002-7808-2873
Resumen: El artículo aborda Mano de obra (2002) de Diamela Eltit para analizar de qué manera esta mira hacia el final del siglo XIX y principios del XX, pasando por los años 1970, atendiendo a los momentos fuertemente utópicos en Chile a partir de la desarchivación de materiales que traen al presente la potencia de una lengua arcaica, aquella hablada por “los otros” de la nación, que se propone como lengua común en la novela.
Palabras Clave: Diamela Eltit ; Literatura chilena ; Siglo XXI ; Archivo ; Capitalismo
Abstract: The article analyzes how Diamela Eltit’s Mano de obra (2002) deals with utopian moments of Chilean history, from the turn of the 20th century through the 1970s. Mano de obra recovers the archival remainders of a dissenting language that was spoken by the historical “others” of the Chilean nation, making it the common tongue in the novel.
Keywords: Diamela Eltit ; Chilean literature ; XXIth century ; Archive ; Capitalism
Resumo: O artigo aborda o romance Mano de obra (2002), de Diamlea Eltit, com o intuito de analisar o jeito em que o texto olha para o fim do século XIX e princípio do XX, percorrendo a década de 70. Focaliza nos momentos marcadamente utópicos do Chile, desarquivando materiais que trazem ao presente a potência de uma língua arcaica, aquela falada pelos “outros” da nação e que se propõe como língua comum no romance.
Palavras-chave: Diamela Eltit ; Literatura chilena ; Século XXI ; Arquivo ; Capitalismo
Mano de obra (2002) de Diamela Eltit mira hacia el pasado montando un posible archivo del siglo. Sin pretensiones de totalidad, la novela sólo atiende a ciertos momentos históricos para ponerlos en diálogo entre sí y con el presente. El montaje parte de la recuperación de las publicaciones anarquistas de finales del XIX y principios del XX, cuyos títulos serán utilizados como los títulos de la primera parte de la novela, pasando luego por los años 60 y 70, de los cuales se desarchiva una revista de carácter popular que dará título a la segunda parte: ambos materiales son contrapuestos con este final de siglo y su desfile de vidas deshechas por el neoliberalismo. La novela construye de esta forma una genealogía de momentos fuertemente utópicos y de lucha colectiva en Chile que, por el envés, también narran las violencias políticas y económicas que culminaron por reducirlos hasta las ruinas que parecen ser hoy. Estos restos son incrustados en el presente para provocar una doble lectura del archivo del siglo: aquella que remarca sus promesas truncas en relación al paisaje desolador del presente, y aquella que, inversamente, invoca la interpelación que todavía esos mismos restos pueden provocar, y en ese sentido, es clave la forma en que la novela desarchiva, conjuntamente con ese resto “arruinado” del pasado, la lengua disidente y extraña de “los otros” de la nación chilena que quedó inscripta en ese mismo fragmento material.
En este sentido, la forma en que los restos son trabajados en el texto dinamiza dos efectos estéticos y políticos contrapuestos entre sí. Por un lado, trae los relatos utópicos que a lo largo del siglo alimentaron las promesas de liberación social propiciando el efecto de choque de sentidos que ahonda en la experiencia de cancelación de aquellas promesas en tanto se contrapone, sin solución de continuidad, al presente, marcado por la lógica capitalista de la usura y el desgaste de las cosas, que convierte al mundo en un gran basurero (Huyssen 26). Allí parecen ir a parar las grandes causas históricas, revelándonos su condición de “derrotadas” y su imposible legado. Pero, por el otro lado, este mismo resto del pasado trae, no ya las intolerables caducidades del tiempo, sino la lengua en la que éstas quedaron testimoniadas, es decir, su materialidad sonora, cuya condena al silencio, sostenida por el paradigma de la “derrota” que la confina a la ilegibilidad, es removida por el trabajo de archivo de la novela. De esta manera, hay otro efecto en esta desarchivación que va en una dirección contraria a la anterior, porque pone el acento, no ya en la cesura temporal como distancia insalvable entre la promesa y la distopía, sino en la posibilidad de interconexión entre aquellos hablantes de una misma lengua disidente que la reactualizan constantemente cada vez que la profieren para afirmarse contra el poder: Mano de obra se vuelve el espacio performático de ese nuevo decir disidente en la historia. Esta lengua se convierte en la propia materia estética que la novela se procura para tajear la lengua “oficial” y “mercantil” del propio campo del arte de este fin de siglo (Eltit “La compra”). Porque es a través de ella que el histórico otro de la nación chilena (el anarquista, el mapuche, el subversivo, el paria), no deja de aparecer y desestabilizar los límites que definen la pertenencia a la comunidad. Lo que pone en primer plano la novela es que ésta es una lengua que comparte, desde el siglo XIX y hasta el final del XX, su misma condición de mal-hablar como forma de resistencia, en la medida en que dice lo que los poderes de turno necesitan silenciar para que se cumpla la reproductibilidad del orden.
Si bien mi detenimiento será mayor en este segundo efecto mencionado del archivo procuro no aplanar el juego que necesariamente se da entre ambas dinámicas en la medida en que las dos están simultáneamente presentes en el exacto mismo resto del pasado. Y esto porque, quisiera proponer aquí, a partir de la oscilación permanente de sus efectos archivísticos contrapuestos, indecidibles entre sí en tanto funcionan complementándose, que la novela construye una mirada sobre ambos finales de siglo que siendo crítica, a la misma vez, no cancela sus sentidos latentes y aún inquietantes. Desde ese lugar de incomodidad –ni entregada inocentemente a una nueva utopía ni olvidando el peso propio de las derivas truncas del pasado– es que Mano de obra puede trabajar una selección archivística que recorre el siglo esgrimiendo sentidos completamente abiertos.
Mano de obra se adentra en las vicisitudes de la clase trabajadora actual ubicándose en una espacialidad singular en la cual convergen todas las acciones del relato: el supermercado. Éste se presenta como un micro-mundo de la deshumanización capitalista, signado por el vaciamiento de sentido y la serialidad de las prácticas, y es tal su fuerza simbólica y su condición inexpugnable que sigue estando presente en el cuerpo y en el pensamiento de los personajes incluso cuando éstos ya se han retirado de él y se hallan en la casa que comparten. Porque la casa sigue siendo parte del súper en tanto mantiene con él una relación de continuidad espacial y mental (por ejemplo, en la compulsión de Andrés a traer mercadería y apilarla en los pasillos, “como si buscara que la casa misma se convirtiera en un súper de mala muerte” [Eltit Mano 96]). Pero en un sentido inverso, también el súper culmina por sentirse como lo más propio, como la casa familiar (“el súper es como mi segunda casa […] Me refugio [en él] en la certeza absoluta que ocasionan los lugares familiares” [56]). De esta manera, se emplaza como signo totalizador; no hay otros espacios a los cuales recurrir como posible salida. La calle se ha transformado en su mera antesala en tanto otra gente anónima hace allí permanentes filas esperando ser contratados, dando cuenta de la precarización laboral en que todos viven. Pero sobre todo, la anulación de un afuera posible al supermercado tiene su correlato en la cancelación de otros relatos que no obedezcan al imperio de las mercancías: al relato del consumo y el de la explotación. Los propios personajes hacen explícito su rechazo al afuera: “las calles que tanto despreciábamos (y temíamos)” (136); una expresión que pone en evidencia el desplazamiento de sentidos que se registra entre el presente y el pasado en torno a “la calle” como espacio epítome de la acción colectiva, cuyo borramiento es el signo de la contemporaneidad política.
En el súper la vida de los sujetos protagonistas, todos empleados, transcurre como una lenta agonía que perpetúa una forma de existencia enajenada, en el límite entre la vida y la muerte. Los personajes están a merced de múltiples atropellos propinados por un poder absoluto que no tiene rostro; sólo lo conocemos por la marca disciplinante que deja en sus cuerpos y en sus actos de habla. Se trata de la gran máquina capitalista que en este último fin de siglo se halla enquistada en el supermercado y en el poder que adquiere el consumo para definir las formas de pertenencia. Lo que la novela refiere incesantemente es la inscripción sin fin de esta violencia capitalista en los cuerpos y mentes como un estado de tortura permanente que convierte al sujeto en elemento inerte. Al respecto, el anónimo empleado del súper manifiesta: “con una paz desmedida, me radico como objeto neutro en el pasillo” (Eltit Mano 33). A través de un extenso monólogo interior este personaje relata el quiebre de su propia condición humana hasta concluir en una mansedumbre idiotizada: “ya no habito dentro de mí mismo. Estoy enteramente afuera, dado vueltas […] ¿Quién soy? […] Una correcta pieza de servicio” (58). Esta escisión que quiebra lo más íntimo del sujeto pone de manifiesto la forma en que hacia este final de siglo el poder despotencia otras formas de vida que no condigan con la díada servicio/consumo, haciendo de los cuerpos meros instrumento de trabajo y superficie receptora de dolor.
Esta primera parte de Mano de obra se abre con el título general “El despertar de los trabajadores”, título original de un semanario anarquista publicado a principios de siglo en Iquique. Éste pone en circulación la retórica utópica y milenarista tan cara al proyecto libertario de los anarquistas, en este caso, aludiendo a un nuevo tiempo por venir en paralelo al surgimiento de una nueva consciencia proletaria; connotaciones que se refuerzan en los otros títulos de semanarios también desarchivados como Nueva Era o Luz y Vida. Pero, paradójicamente, esta primera parte se cierra con el colapso mental del sujeto. Lo que emerge de esta tensión incómoda entre dos temporalidades que se chocan y solapan en el relato, la del tiempo augural por venir y la del tiempo ya consumado del presente, son las sobrevivencias que quedan y con las cuales trabajará la novela.
Entre los tiempos pasados, marcados por la construcción de utopías colectivas de liberación que se lanzan como apuesta hacia el futuro, y el presente, vivido como un presente absoluto y sin salidas, carente de toda acción que no sea la direccionada a mantenerel statu quo, que, contrariamente, mira hacia atrás para asumirse como el resultado distópico de aquel originario plan, entre ambos, hay un juego de miradas que se entrecruzan a partir del cual la novela conforma su perspectiva narrativa a la manera de un campo de fuerzas que tensiona la experiencia del fracaso y las posibilidades de repensar otras formas de liberación.
Para Nelly Richard la novela se sumerge en el material de archivo empleándolo como un “recurso de emergencia” frente al escenario de devastación neoliberal de Chile. A través de los restos del pasado “la gesta proletaria […] arma una relación de alto contraste entre las tramas épicas de ayer y las mezquinas parodias de sobrevivencia [de hoy]” (s/n). Sin dudas, uno de los aspectos más abordados por la crítica de la obra es precisamente este “contraste” de efecto estremecedor y también irónico, que generan los materiales de archivo de los que se vale el texto.
Algunos de los más notables abordajes críticos de la obra[1] acentúan la lectura de este material de archivo como una poética del “corte”, tal como propone Francine Masiello, cuyo síntoma sería la “fracturación del lenguaje” que transforma al presente en una cita afantasmada del pasado obrerista ya irrecuperable (Jean Franco). Para Fernando Blanco se asiste a una destitución envilecida de un tiempo por otro, teniendo nuevamente esto una correlación en el lenguaje fragmentado de los 90. Raquel Olea observa asimismo en la novela el relato de la discontinuidad con las utopías de aquel pasado convocado por el archivo a partir de lo cual el presente deviene en “constatación de la ausencia de aquello que los nombres de los periódicos representan” (98). En la misma línea analítica que remarca el contraste temporal como motor narrativo se encuentran los estudios de Mónica Barrientos y César Zamorano. Teniendo en cuenta este marco de lecturas me interesa interrogar al texto desde una zona no abordada: la de las continuidades, para lo cual el hincapié analítico vira hacia las posibilidades de leer en la novela una reconstrucción de una lengua común malhablada que, funcionando como hipótesis estética, reconecta las temporalidades del archivo.
Los restos del pasado se disponen de tal manera que arman una lectura contrapuntística entre tiempos históricos. Desde finales del siglo XIX y principios del XX el anarquismo, socialismo y vitalismo sostuvieron los valores de la insurgencia en pos de una vida “intensa” y “vital”. María Pía López señala que estos movimientos conformaron un proyecto de emancipación nucleado en torno a una concepción clave de la vida como creación y movimiento constante, impulso, despliegue, insumisión, y al cooperativismo como momento expansivo de tal fuerza vital (20-30). Por otro lado, abundan en la literatura anarquista las propuestas de formas de vida cercanas a la “aventura” y al “nomadismo” como vías de intensificación de la existencia (69-77). Pero para el presente de la novela, la cual remarca sin descanso la condición des-politizada del sujeto en los tiempos del capitalismo salvaje (su existencia vaciada de proyectos comunes), aquellas consignas anarquistas parecen haberse vuelto ilegibles. La vida en el súper se entrega al estatismo de la repetición sin fin, sólo importará mantener las mercancías en su lugar, salvarlas de la hecatombe de los clientes, restituyéndolas perpetuamente a sus estantes. El sujeto es ahora un autómata impedido de cualquier acto creativo porque su relación con el mundo pasa por el cumplimiento de la norma; la obediencia del límite aurático que la mercancía impone.
Sin embargo, no es éste el único ni más importante efecto del trabajo de archivo en Mano de obra. Estos restos también ensayan una posibilidad de volver a mirar en las ruinas del siglo para enlazar con lo que de ellas aún sobrevive en el presente, porque el sentido de su advenimiento dentro del texto que propongo pensar, no se agota en la mera incomodidad que genera su aparición a destiempo -lo cual los cristalizaría como material ya dado en la forma específica en que aparecen, de una significación ya consumida, tal como el paradigma de la derrota propende a leerlos-, sino que, en la medida en que portan su propia historia de sobrevivencia material, su retorno reclama ser leído como testimonio de un acto de resistencia con peso histórico propio. Georges Didi-Huberman (El archivo) observa que, acechado por la destrucción circundante, lo que el archivo finalmente devela “en cada página que no ardió” (s/n), es, no un elemento completo y ya dado, sino el gran silencio sobre el que se erige, y contra el cual su aparición es una acción política que porta una significancia propia. Esta lectura “en negativo” de la disponibilidad del resto es la que nos guía para pensar el efecto de sobrevivencia y legado del archivo en la novela. En Mal de archivo Derrida discute la concepción de éste como mero repositorio de documentos de un pasado estático. Por el contrario, el archivo se presenta como una afiebrada exhumación y selección de materiales, y es por ello que “no se cierra jamás” (75) y siempre se difiere a un resto que le será ajeno, importunando las lecturas institucionalizadas. En este sentido, para Didi-Huberman (Ante), el resto en torno al cual gravita es “expresión de un malestar” (14), en la cual “un síntoma sobreviene, interrumpe el curso normal de las cosas según la ley” (63) es decir, “el curso normal de la representación” (64). Por ello, el archivo involucra un hacer, porque “produce tanto como registra, el acontecimiento” (Derrida Mal 24). El archivo se abre desde el porvenir como un aval de otras formas de vivir eso que ya comienza a ser archivado de otra manera (26). Esto nos permite leer, por el envés del efecto paralizante que traen los restos del pasado en la novela, también su “movimiento de promesa y porvenir” (37).
La desarchivación del pasado en Mano de obra tiene también otro efecto que trasciende al primer estupor desatado por la incrustación contrastante de consignas emancipatorias en el contexto yermo del presente. Ésta es la faceta potenciadora en tanto se trabaja los restos como posibilidades activas de otro tiempo en este tiempo. Desde esta perspectiva se ponen de relieve, más que las cesuras, las continuidades, y así, las inusitadas complicidades transhistóricas que entrelazan, a pesar de todo, a los trabajadores del neoliberalismo con los anarquistas del siglo pasado. El hilo conductor que los atraviesa es la materia sonora que delata, en el arcaísmo lingüístico, el transcurrir del tiempo, y que la novela vuelve a poner en circulación mediante el montaje de revistas del 1900 y de 1970, producidas por sujetos indeseados para el Estado nacional, para que sean sus propios actos de habla los que disputen los modos en que se nombra lo que acontece y se construye un discurso sobre el pasado, una vez que la “lengua oficial” de la Transición (Eltit “La compra”) fija una política de la lengua delimitando la inteligibilidad de los sujetos en función de las formas en que éste la emplea. La lengua anarquista resuena pretérita y fuera de lugar porque habla de “Autonomía y solidaridad”, de “Acción directa”, es decir, porque habla una “Verba Roja” (tal como expresa otro de los títulos). Sin embargo, a partir del montaje que la reactiva desde el futuro que no fue, deviene la lengua común de los sujetos indeseados del presente. Comparte la misma condición de lengua perseguida, clandestina, sucia, amenazante.
Anarquistas, rotos, subversivos y empleados de súper, en tanto sucesivos otros históricos de la nación chilena, hablan esa misma lengua que resiste como resto y que es, paradójicamente, la única con la que en toda la novela se dice “Chile”: “Puro Chile” es el título del semanario de los años 70 que abre la segunda parte de la novela; “nos miran como si nosotros no fuéramos chilenos. Sí, como si no fuéramos chilenos igual que todos los demás culiados chuchas de su madre” (Eltit Mano 140) dice el personaje de Gabriel, acusado precisamente de “malhablado” (105). Ésta es entonces la lengua [común] que, en los distintos cortes temporales del archivo, habla Chile y de Chile en un sentido opuesto al de la reproductibilidad del orden económico neoliberal, para cuya economía lingüística no sería posible el “puro Chile”, sino, en todo caso, “el Chile más puro”, donde, al contrario de lo que proclama Gabriel, no todos serían iguales.
Tomando los aportes de Jacques Derrida (Monolingüismo), esta lengua con la que se habla de lo más íntimo y propio (Derrida 14), en este caso de Chile, se entrama a una red de violencias históricas que legitiman jerarquías entre las lenguas y dialectos, instituyendo una política de la lengua que cercena esas otras formas de expresión (57). La lengua siempre llega de otra parte en tanto es traída por otro, y por ello jamás se la posee. Derrida argumenta: “Nunca se habla más de una lengua, y ésta, al volver siempre al otro, es, disimétricamente, del otro, el otro la guarda. Venida del otro, permanece en el otro, vuelve al otro” (58-59). Derrida desarticula así la propiedad de lo más íntimo en la medida en que la lengua, comprometida desde siempre con las construcciones de la identidad, viene a señalar la presencia del extranjero dentro de la “casa familiar”, y en ese sentido, la no pertenencia (58) que desarma la ipseidad. Derrida afirma que “no dejarse apropiar hace a la esencia de la lengua. La lengua es eso mismo que no se deja poseer, pero que, por esta misma razón, provoca toda clase de movimientos de apropiación”. (Derrida Monolingüismo 72). Al desenterrar esta lengua del otro, la novela vuelve a poner en juego los sentidos de lo familiar, los lazos de lo común.
En su libro de 1987, La insubordinación de los signos, Nelly Richard observa que la dictadura militar de Chile no sólo dejó sus marcas de terror en las prácticas políticas y civiles, sino en la materia misma del lenguaje. La dictadura impone la racionalidad en el uso de los signos, proscribiendo toda palabra de compromiso ideológico en tanto disonancia respecto de los lenguajes burocráticos y tecnificados que se apoderan de los signos compartidos. Para Richard se asiste en estos años a una “catástrofe del sentido” (17) que hace trizas el lenguaje común, a partir de lo cual fracciones de la experiencia compartida ya no pueden ser verbalizadas. Lo que se instala es “una superficie demasiado pulida y educada de los signos del acuerdo” (18). Es una lengua de la des-memoria que arriba como la nueva lengua común acallando las múltiples disputas en torno al pasado. A través de ella el pueblo chileno se narra a sí mismo una historia de promesas derrotadas, olvidables, frente a la cual emerge la necesidad de despejar al pasado de toda lucha colectiva y estertor ideológico en tanto elementos amenazantes del nuevo orden logrado.
En este contexto, la novela trabaja en torno a la “falta de la lengua” en la doble interpretación que esta expresión nos puede dar; como una lengua en falta que transgrede un orden: la del anarquista del 900 y la del sujeto popular en los 70 que viene a insistir sonoramente con aquello que el poder no quiere escuchar, y lo dice a través de materiales lingüísticos que, como se observará luego, se presentan como “sucios” y “mal-ditos”. En este sentido, en su libro El Padre Mío de 1989, Eltit buscaba una fuga de los sentidos capturados por el poder justamente en las lenguas “mal-dichas” de los otros perseguidos por el Estado. Allí se encuentra con el vagabundo llamado Padre Mío, en cuya habla esquizofrénica cargada de “fragmentos de exterminio, sílabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres de difuntos” (17) se anuda para Eltit el cataclismo mental, social y lingüístico del Chile “de la derrota”. Eltit subraya la necesidad de recuperar este habla para formar con ella un contra-archivo respecto de la lengua oficial que le permita “actuar desde la literatura” (16) en un sentido “que no apela a revertir nada, a curar nada, como no sea instalar el efecto conmovedor de esta habla” (16). Es en este mismo sentido que Mano de obra trabaja la presencia de los restos del pasado. Siguiendo a Florencia Garramuño, la novela se enmarca dentro de las prácticas estéticas contemporáneas que “parecen negarse a una pausada reconstrucción de los hechos o episodios en los que esos vestigios habían figurado” y por el contrario, buscan “la potencia estética de una imagen que permita discutir aquellas briznas [del] pasado” (Garramuño: s/n)
Por ello mismo, esta lengua del otro es también y sobre todo la lengua que falta en el presente, en tanto lengua silenciada. Es la lengua que [le] falta al campo artístico para precisamente “actuar desde la literatura”, según lo señala la propia Eltit en su ensayo “La compra, la venta” (1997)cuando en este último fin de siglo “la narrativa oficial chilena” (58) comienza a disciplinarse por el neoliberalismo y a buscar amoldarse a las demandas del mercado (58-59). La novela procura darseesa lengua otra (fuera de la oficialidad lingüística que rige la institución literaria) y del otro, para agrietar el consenso en torno a lo dado, trayendo insistentemente a la “lengua oficial” la memoria de una alteridad que también acarrea con ella sus propias formas de nombrar y construir lo común.
Entre 1890 y 1907 en Chile el anarquismo horada el ideario liberal que sostenía la “excepcionalidad económica del país” en relación al resto del continente, y contesta a los discursos de la modernización urbana y del progreso asentados materialmente en la explotación minera y del salitre proveniente del norte. Hacia la década del 1890, el dirigente anarquista Recabarren insta a la organización del pueblo, que se encontraba “denigrado a ser bestia de carga” según sus propias palabras, para derrotar a la clase capitalista (Correa Sutil 219). Las publicaciones de estos sectores explotados alimentan retóricas de beligerancia y disenso, de asalto al orden social y económico. Este conjunto de premisas se oyencomo amenazantes por parte de la clase explotadora, quienes ven peligrar sus privilegios, y por tal, serán censuradas, debiendo esconderse en la clandestinidad muchos de los talleres gráficos en que se imprimían las revistas que precisamente la novela desarchiva. Los anarquistas serán acusados de “tira-bombas” y de “extranjeros subversivos” (Plaza Armijo y Muñoz Cortés), siendo perseguidos, asesinados y/o deportados a su “país de origen”.
Diamela Eltit toma como título de cada capítulo de la primera parte de la novela el título de algunas de estas publicaciones. En la novela están acompañados de la consignación de una fecha y lugar. Como advierte Garramuño, estos datos son significativos dentro de la propia historia del movimiento anarquista y de izquierdas, y señala, por ejemplo, que en 1912 se funda el Partido Comunista. Otras fechas coinciden con masacres perpetradas contra los obreros, enjuiciamientos y/o asesinatos a líderes anarquistas. Me interesa detenerme en una fecha puntual remarcada por este archivo que es la del año 1918 cuando se dicta la “Ley de Residencia” mediante la cual el Estado, en conjunción con los intereses económicos oligárquicos, legitima la expulsión de Chile de los que, a partir de entonces, pasan a ser denominados “agitadores extranjeros” (Plaza Armijo y Muñoz Cortés 108). La fecha invita a leer ese resto de escritura que trae el archivo en relación al contexto inmediato de destrucción que la amenaza, y contra el cual se vuelve una resistencia. De esta forma, la novela pone en primer plano aquellas palabras que sí alcanzaron a ser proferidas pese a todo, para asirse de ellas colocándolas en un espacio físico de realce -los títulos y subtítulos- en tanto éstas ponen de relieve, con su consistencia lingüística mínima (son apenas unas pocas palabras) la inscripción en la lengua del gesto insumiso de decir lo que no se debe.
La segunda parte de la novela lleva por título general el título de una revista popular de los años 70, “Puro Chile”, caracterizada por su lenguaje “vulgar”. El último número de esta revista se publica precisamente en otra fecha crucial de la historia chilena; el 11 de septiembre de 1973. En este caso, el trabajo de archivo exhuma una publicación proveniente de otro recorte temporal, aunque también éste como el de los anarquistas estará marcado por la construcción utópica de lo común, en este caso vía el proyecto socialista de Salvador Allende. Un ciclo de conquistas populares que se cierra abruptamente en 1973 con el golpe militar de Pinochet, quien en 1975 vuelve a dictar una “ley de residencia” sobre la base de aquella de 1918 usada para doblegar al movimiento anarquista; la Ley n°1094 de 1975 fue titulada “Ley de extranjería” estableciendo “limita[r] la permanencia en el país de extranjeros que infringiesen la Constitución y/o propagasen doctrinas que atentasen contra la Seguridad Interior del Estado”. El 900 y los 70 coinciden en la persecución y silenciamiento de los que se delimitan como otros, bárbaros a ser destruidos.
A estos dos momentos del archivo la novela agrega una nueva instancia sonora que reaviva la disidencia de la lengua: la de los empleados explotados del súper, parias del sistema capitalista actual, como nueva otredad. Estas tres tomas de la palabra que coinciden en un mismo estatuto lingüístico-cultural –el de ser un balbuceo intolerable para el poder–, son interconectadas en un mismo encadenamiento sonoro e histórico que aventura la posibilidad de una/otra “lengua chilena” que precisamente no es ni “la lengua nacional”; ni “la lengua oficial”; ni la “correcta” en relación al estado del campo literario chileno hacia finales de éste último siglo, rescatando los momentos en que es la lengua de esos otros la que re-nombra “lo más propio”. Es la lengua común que existe por ese otro que perturba la delimitación sin restos de la ipseidad, y atraviesa el siglo XX como testimonio de las violencias políticas que quedan inscriptas sobre su superficie bajo la forma de posibilidades de ser escuchada (o no).
En Medios sin fin Giorgio Agamben señala la emergencia del argot dentro del francés –en particular, cómo éste pasa a ser la jerga de grupos marginales constituidos por bandidos y delincuentes– y su vínculo con la llegada de los gitanos a Francia en el siglo XV, para problematizar la tradicional ecuación según la cual una lengua (siempre la misma) pertenecería a un pueblo (siempre el mismo) porque, propone Agamben: “los gitanos son al pueblolo que el argot es a la lengua; pero, en el breve instante en el que la analogía se mantiene, proyecta una luz fulgurante sobre la verdad que la correspondencia lengua-pueblo estaba destinada a encubrir: todos los pueblos son bandas y ‘coquilles’, todas las lenguas son ‘jergas’ y argot” (60). Perturba así las definiciones de la identidad nacional articuladas a una política de la lengua que se impone unilateralmente. En Derrida (Monolingüismo) las figuras de Moisés y de Edipo señalan también ese otroque llega de lejos, aunque ya estaba desde antes, y trae la lengua para desfamiliarizar permanentemente las formas de nombrar/construir lo íntimo, lo propio. La lengua del “extranjero” en cuanto “extraño” interpela esa constitución de lo común que se asienta sobre la lógica de la delimitación adentro/afuera, propio/impropio.
En la primera parte de la novela, “El despertar de los trabajadores”, un extenso monólogo interior es mascullado por el anónimo empleado del súper. El personaje sostiene un discurso que constantemente lleva hacia “la punta de la lengua” para luego volver a tragar, a esconder. Su lengua se coloca en el límite corporal y simbólico entre un adentro convulso y un afuera normativizado, y desde la tensión que emerge de este umbral construye un estado de expectación permanente por lo que está en la inminencia de decir. Pero, en paralelo, el personaje se llama constantemente al silencio para no ser castigado con el despido, finalizando el capítulo con la celebración de “mi silencio” como triunfo personal (Eltit Mano 60). El monólogo narra de esta manera la lucha interna e incesante entre el deseo de hablar y la mordaza que se le pone a la lengua para seguir sobreviviendo. Este deseo abandona la metáfora y se enquista en un órgano; la lengua crece de manera indómita hacia adentro de la propia boca del personaje, como límite último del cuerpo, hasta excederla:
Mientras tanto, en el revés de mí mismo, no sé qué hacer con la consistencia de mi lengua que crece, se enrosca y me ahoga como un anfibio desesperado ante una injusta reclusión. Me muerdo la lengua. La controlo, la castigo hasta el límite de la herida. Muerdo el dolor. […] Y consigo esta maravillosa sonrisa, mi estatura, el movimiento armónico de mis manos. ¿Qué les parece? Ya me encuentro en plena posesión. Con mi cuerpo pegado a mí mismo (como una segunda piel). (15)
La reclusión a la que es condenada la lengua queda marcada asimismo en la grafía, mediante el uso desmedido y caótico de los paréntesis, los cuales, al producir un encierro (de la palabra) dentro de otro encierro (del órgano de la lengua en la boca), generan un efecto de habla paranoica proferida por un sujeto temeroso a quedar en evidencia ante el ojo panóptico del poder. Este ocultamiento señala la imposibilidad de hacer pública la palabra propia, pero lo que pone en juego la novela, más allá del aparente silencio (de la boca) y de la quietud (del cuerpo), es lo que bulle subrepticio del otro lado del límite, del otro lado de la mercancía, volviéndose amenazante. Esta lógica permea todo el espacio del súper, incluso allí donde es impensable: en el súper nada es lo que parece, porque en el revés interno de todas las cosas crece la amenaza de la destrucción inminente revelando un submundo putrefacto y de inautenticidad: “yo sé cómo, allí mismo, debajo de la materia contaminante del plástico, los alimentos están entregados a un desatado proceso bacteriano” (44).
En la segunda parte de la novela es el personaje de Gabriel, el empaquetador, quien esconde hacia adentro del límite del cuerpo una lengua que también se halla en la inminencia de desatarse y mal-decir, provocando un tajo en los sentidos consensuados del súper, tajo que apenas puede entreverse pero no deja de ser insinuado. De Gabriel se dice que es un “mal hablado” (105) y los supervisores aguardan a que éste “se desplome y hable” (105-106):
que le dijera a cada uno de ellos lo que pensaba, lo que estaba tan escrito en su mirada frontal, lo que tenía en la punta de la lengua. Aquello que los supervisores sabían que podía expresar en cualquier instante con una ansiedad desesperante, que dijera, para despedirlo de una vez y así expulsar su mirada lúcida que ensombrecía la transparencia voraz del súper […] que dijera, que dijera […] que abriera su boca sucia, contaminada y desobedeciera. (105-106)
Hacia afuera, el cuerpo es el relato vivo de la obediencia, mostrándose silencioso, sonriente, mimetizándose así con el perfecto orden predeterminado para cada una de las mercancías en los estantes y hasta con el plástico de sus superficies (cuerpos “sin muecas ni sudor” [40]), pero hacia adentro, como ha señalado Nelly Richard, acontece “la revuelta fisiológica de las entrañas” (s/n).
La novela trabaja permanentemente ese límite en el que ubica la lengua para perturbarlo, porque se establece como el límite entre lo actual y lo virtual desde el que se mira el pasado, como espacio que en paralelo toma el archivo en la novela poniendo en tensión su efecto dual ya referido; entre lo dado (un pasado que vuelve y remarca el presente como –otra‒ derrota) y lo que podría llegar a ser (la reactivación de otra lengua como nuevo “actuar desde la literatura”) y es el límite, asimismo, de los que están adentro o afuera de lo común. Alexandre Nodari propone leer la lógica consumista del capitalismo como el establecimiento de límites (científicos, económicos, de identificación) a la experiencia del mundo (74-77). El límite es la “metrificación del mundo”, una acción reductiva respecto de la potencia de lo viviente y que exige su obediencia. Nada ejemplifica mejor el límite que los envoltorios de las mercancías, sus empaquetados llamativos pero también herméticos, que marcan un contorno más allá del cual el acceso es restringido. Estos embalajes de las cosas “parecem tentar preservar o pouco de sentido que restou nelas (a utilidade)” (76). De allí que el consumo capitalista signifique un desgaste del mundo, del sentido, una producción sistemática de basura que repite la lógica del limitar sin cesar; entre lo útil y lo inútil, lo nuevo y lo viejo, etc. Nodari piensa aquí la tarea de la literatura y el arte como un “hacer poético” de “desmetrificación” (83) que transforma “a limitação em intensidade, que descobre possíveis partindo de um beco sem saída” (84). El arte trabaja con las basuras que la delimitación del límite produce, las moviliza hacia un nuevo montaje “para um devir-mundo por mais trash que seja” (90).
En la novela es la lengua de los personajes el elemento que por antonomasia intensifica el lugar estético y político del límite como inscripción de las potencias que desatará su habla. Ésta alberga una sonoridad alternativa, la única capaz de “[ensombrecer] la transparencia voraz del súper” (Eltit Mano 106). Se contrapone a las otras palabras que circulan en el súper rigiendo el presente normativizado, palabras de sometimiento y desprecio que son parte del “idioma oficial” del neoliberalismo de este último fin de siglo:
Mi oído recoge el insulto y lo amplifica hasta el punto que produce una fina laceración en mis sienes. La terrible palabra destructiva que me dirigen retumba en mi cabeza y me hace sentir mal. Me hiere y me perfora la palabra abriendo un boquete en mi riñón. Me hiere. Me perfora. (21, énfasis mío)
En la segunda parte de la novela que lleva el título general de “Puro Chile (1970)” la voz narrativa hace un giro inquietante, pasando a un narrador plural, “nosotros”, que mayormente se halla en la posición pasiva del ser testigo de las acciones de los otros.
Los personajes de la segunda parte, sin ningún tipo de lazo en común más que el de ser todos empleados del súper, comparten una misma casa en la que viven hacinados. Cada uno experimenta un proceso de deterioro particular que pone en peligro el endeble vínculo que los mantiene unidos. Por fuera de toda representatividad política, éste se basa en la necesidad económica que deja expuesta la precariedad de sus vidas y su condición de sobrante social de la máquina capitalista, ajenos a la “fiesta final de las mercancías” en torno a la cual se reúne el legítimo Chile, el del “milagro chileno”, concebido, siguiendo a Tomás Moulián, “como un gigantesco mercado donde la integración social se realiza en el nivel de los intercambios más que en el nivel de lo político” (120). Ellos constituyen lo obscenodel Chile neoliberal, son ocultados detrásde la gran escena de consumo que se manifiesta como ritual de comunión e identificación de los que sí forman parte de la comunidad nacional. Este otro indeseado, que se yuxtapone al anarquista y al subversivo, en otras palabras, a los que son limitados por la ley (la de 1918 y la de 1975) para residir en el país y marcados así como “extranjeros”, son un otro “molesto, insistente [que] hace visible el modo de ser comunitario: un modo de ser en el que lo común (la casa compartida, la pacífica unión) está siempre amenazado, alterado, parasitado. Ese otro, que parece venir después, ya estaba desde antes” (Cragnolini 20).
El remontaje de tiempos que procura Mano de obra interpela así la ficción de lo propioen la que se entrelazan una política de la lengua con una forma de consumo limitantes de un otro plausible de ser “empaquetado” como una mercancía más, expuesta al desgaste, estableciéndose como momento fundante de una identidad basada en el ejercicio de la exclusión y explotación. El desenterramiento de una lengua arcaica que se reactualiza en las nuevas hablas contemporáneas, viene a poner de relieve que ésta no es un resto cualquiera del pasado, sino que tiene la potencia de desarticular aquellas ficciones de pertenencia vueltas, en este fin de siglo, discurso legitimador de la destrucción del otro, en tanto es, a la misma vez, la lengua común (porque retomando Agamben, toda lengua es una jerga así como todo los pueblos son coquilles) pero asimismo es inapropiable porque viene del otro y hacia él vuelve. Por ello desquicia la lógica limitante del consumo capitalista al mantener la potencia de fuga hacia un afuera de ese límite que la cerca.
La voz plural del narrador de esta segunda parte, autorreferenciándose a través de un “nosotros” impenetrable, un colectivo de sujetos indistinguibles entre sí, es una voz que alegoriza, con sus múltiples contradicciones, al pueblo en tanto conjunto de sujetos “excluidos del poder político”, como propone abordarlo Agamben, el pueblo como la “multiplicidad fragmentaria de cuerpos menesterosos” (31), donde están los desposeídos, miserables y vencidos. No casualmente el leimotiv que repite este “nosotros” es el de “pobrecito/a”. En esta alegorización, que como sostiene Idelber Avelar, sólo se da porque hay pérdida, en la medida en que “es el duelo por la pérdida el que funda el imperativo alegórico representando la imposibilidad de representar” (247) es el “nosotros” el que detenta el poder; “no permitíamos ni cesantes ni enfermos en la casa” (Eltit Mano 73), “por lo acertado de sus decisiones lo habíamos escogido [a Enrique] como director de la casa [también] como representante, como cafiche, como vocero, como verdugo, como encargado, como soplón, como jefe de cuadrilla” (109). Precisamente este personaje Enrique, que encarna el mando en la casa por delegación del nosotros, es quien termina traicionándolos cuando asciende a supervisor del súper y hace que los despidan. En algunos pasajes se lo apoda “Capitán” y “Marino”, semas que lo acercan a la figura de Pinochet, quien tomó el rango de “Capitán General” luego del Golpe del 73.
Las complejas relaciones de poder que se entraman en esta alegorización del pueblo chileno, así como la de la “casa familiar” que desfigura las tradicionales alegorizaciones de la casa como la Nación, es decir, de lo más “propio”, exponen el punto de vista sumamente crítico de Eltit para con la conceptualización idealizada del “pueblo”, tan cara a las retóricas de la izquierda, tanto la de principios de siglo como la de los años 60 y 70. Alejado de toda mitificación, el personaje “nosotros” reproduce hacia el interior de la casa la lógica capitalista de la mercantilización y explotación, por ejemplo, violando constantemente a Gloria, quien había sido transformada en “la servidumbre”. Se desmitifica de esta manera la idea de pueblo que también sobrevuela las escrituras que trae el archivo: la de finales del XIX con el pueblo empobrecido y víctima de la oligarquía, idea que impregna, por ejemplo, la arenga del anarquista Recabaren citada en páginas anteriores, y la del pueblo redimido de los 60. Por el contrario, este pueblo re-aparece alienado a la figura del líder; si en un primer momento a Enrique, hacia el final, cuando se ven en la calle, es Gabriel quien los copta con sus palabras “Gabriel dijo que teníamos que querernos, lo ordenó con un tono parco […] Aseguró que iba a implementar con urgencia una nueva organización. Sin entender del todo sus palabras, pero muy avergonzados de nosotros mismos, le contestamos que sí, que sí” (139).
De esta manera, procurando cerrar algunas lecturas abiertas a lo largo del artículo, si por un lado la novela se remonta hasta principios de siglo para criticar ciertas construcciones ideológicas persistentes en el tiempo y que en la práctica redundaron en un fracaso del proyecto de emancipación, lo que al comenzar hemos propuesto referir como la faceta contrapuntística del trabajo de archivo que pone en primer plano la herida del tiempo derrotado, por el otro, el texto no renuncia a rearmar el horizonte de posibilidades de otras formas de vida en común que escapen al paradigma de la explotación. Allí toma protagonismo el “hacer poético” desde la lengua del otro que desmetrifica la experiencia del mundo para revelar la podredumbre que esconde. Esta lengua se monta con los escombros dejados por la violencia del límite que subraya la distancia entre el adentro y el afuera, como límite forjado por/para el consumo que se yuxtapone al límite de la pertenencia a la nación y a la mordaza lingüística colocada incesantemente a lo largo del siglo. Esta lengua es la que da entidad a la insurgencia como posibilidades de un decir alternativo a la lengua oficial, siempre latente. Cuando en este fin de siglo ya no hay salida posible en las construcciones identitarias, ni de izquierda (“el pueblo”) ni de derecha (el Chile “puro”), serán las prácticas que atenten contra la lógica capitalista-explotadora de lo apropiable, lo consumible, lo empaquetable, lo cuantificable, aquellas de las cuales procurará asirse el trabajo literario de Diamela Eltit. Allí será la lengua mal-hablada del otro la que renombre Chile: hacia el final de la novela, cuándo Gabriel finalmente decide hablar, arenga: “vamos a cagar a los maricones que nos miran como si nosotros no fuéramos chilenos. Sí, como si no fuéramos chilenos igual que todos los demás culiados chuchas de su madre. Ya pues huevones, caminen” (149, énfasis mío). Todos devienen otros a partir de la lengua, porque es esa mala-lengua que suelta su rabia la que finalmente los habla: “[él] era mal-hablado el concha de su madre”.
Referencias bibliográficas
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Notas
[1] Por cuestiones de espacio, hago solamente una brevísima mención a algunos de ellos, pero haciendo constar que Mano de obra cuenta con un nutrido acervo de abordajes.
Fecha de recepción: 30/06/2020
Fecha de recepción: 30/06/2020