DOI: 10.19137/anclajes-2019-2337
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ARTÍCULOS
Fabricando monstruos o cuando el cuerpo no es suficiente. De la cirugía estética a las prótesis sexuales en busca del placer
Making monsters or when the body is not enough. From cosmetic surgery to Sexual prosthesis, searching the pleasure
Fazendo monstros ou quando o corpo não é suficiente. Da cirurgia estética a próteses sexuais na busca pelo prazer
Gustavo Adolfo Santana Jubells
Universidad de La Laguna
España
gusantana@gmail.com
ORCID: 0000-0002-0520-8324.
Resumen: El presente artículo aborda el concepto de monstruosidad y cómo este puede emplearse para aludir a ciertas prácticas sexuales que utilizan prótesis para aumentar el placer dentro del mundo BDSM –Bondage, Disciplina, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo– y fetichista. Se hace un recorrido comenzando por los mitos que han definido a los monstruos modernos, para luego pasar a su aplicación, a ciertas prácticas disidentes y cuestionadoras del sistema heteronormativo patriarcal, tras poner en evidencia cómo la cirugía estética relativiza el cuerpo natural.
Palabras clave: Prótesis; Sexualidad; Teoría queer; Cirugía; Monstruos
Abstract: This article deals with concept of monstrosity and how it can be used to refer to certain sexual practices that use prostheses to increase pleasure within the BDSM -Bondage, Discipline, Sadism, Masochism- and fetishism. This reflection starts with the myths that have defined modern monsters passing to their application to certain dissenting practices which questions the patriarchal heteronormative system, after revealing how the aesthetic surgery relativizes the natural body.
Keywords: Prostheses; Sexuality; Queer theory; Surgery; Monsters
Resumo: O presente artigo trata do conceito de monstruosidade e como ele pode ser usado para se referir a certas práticas sexuais que usam próteses para aumentar o prazer no mundo do BDSM –Bondage, Disciplina, Dominação, Submissão, Sadismo e Masoquismo– e fetichista. Fazemos uma jornada começando pelos mitos que definiram os monstros modernos, depois, passando para sua aplicação, por certas práticas dissidentes e questionadoras do sistema heteronormativo patriarcal, e então colocamos em evidência como a cirurgia estética relativiza o corpo natural.
Palavras-chave: Próteses; Sexualidade; Teoria queer; Cirurgia; Monstros
Si practicar una sexualidad alternativa y disidente te convierte en un “raro”, entendido este término como la traducción de queer, intentar hacer de ella objeto de la reflexión y la publicación académicas a veces provoca sorpresa y rechazo. Es esta dualidad la misma que constituye un rasgo de identificación de la teoría queer, la pretensión de volver respetable algo que la sociedad no considera como tal. Y al igual que alguien en silla de ruedas tiene que enfrentarse diariamente a las barreras arquitectónicas que le pone la sociedad, lo queer tiene que jugar entre la exclusión y la aceptación de ciertas normas para hacerse visible. Siguiendo con el paralelismo, mientras existen ciudades más conscientes que otras que eliminan dichas barreras, de manera similar hay espacios de pensamiento donde se va introduciendo lo queer, a la espera de que algún día se pueda expresar libremente. Lo irónico es que, si esto ocurre, lo queer, considerado como “anómalo”, “raro” o “torcido”, dejará de ser queer.
El punto de partida, pues, es lo queer, que es y no es teoría y que está dejando de ser queer, pero que, a falta de algo mejor, identifica una forma de vivir, sobre todo la sexualidad, que es alternativa, disidente, divergente, censurable y no normativa (Platero, Rosón y Ortega). No hay que olvidar que la sociedad postindustrial y poscapitalista es despiadada con aquellas personas que no se adaptan o luchan desesperadamente por adaptarse al sistema hegemónico. La marginación, aunque frecuente, es el menor de los males, porque a menudo se emplea la violencia, hasta la muerte, para eliminar todo lo que incomoda o cuestiona.
Cada sociedad tiene sus monstruos, algunos son reales y otros imaginarios; todos son creados. La sociedad contemporánea moderna, surgida a finales del siglo XVIII, no fue una excepción y centró la monstruosidad en tres arquetipos que encierran los miedos a los que se enfrentó la cultura: el hombre lobo, el vampiro y el monstruo de Frankenstein. Cada uno de ellos engloba un problema al que tuvo que enfrentarse la sociedad capitalista y cientificista del XIX. El hombre lobo representa la posibilidad de volver al salvajismo natural. Presentada como el culmen de la evolución de las civilizaciones humanas, la sociedad burguesa europea y eurocentrista se fue alejando cada vez más de lo que era –o podía recordar a– la naturaleza. Si, además, como ocurre con el hombre lobo, esta aparece violentamente de una forma incontrolable, el temor se convierte en pánico. Ante una explicación mítica de una transformación mágica provocada por la luna llena, se prefirió aplicar el método y la racionalidad científica. A aquellos que parecían gozar de esta situación se les llamó alienados, que es una forma de referirse a los locos.
Drácula en particular y los vampiros en general refieren otros temores. La amenaza en estos casos procede de la sangre. La importancia de las estructuras de parentesco a través de la sangre era algo que no se avenía bien con el capitalismo, porque estaban apareciendo otros tipos de relaciones basadas no en formar parte de una estirpe sino en contratos y acuerdos económicos. Para lograr el desarrollo de estas últimas, el capitalismo necesitaba romper los vínculos con el Antiguo Régimen y con la importancia de pertenencia a una casa o a una familia, en el sentido de familia nobiliaria, lo que contrastaba con la clase obrera cuya única fidelidad debía ser al patrón.
El tiempo juega un lugar extraño en el origen del sistema capitalista. La permanente “novedad” que lleva al consumo entra en contradicción con el linaje familiar, vinculación con los ancestros que cuestiona esa necesidad de renovación constante. Además, la inmortalidad constituye un problema para el consumismo. La pérdida de la perspectiva del tiempo hace que el ansia por poseer aumente mientras la satisfacción que esto genera disminuye. De ahí la representación intemporal de los vampiros como seres anacrónicos en la cultura popular. En este sentido, un vampiro solo necesita su ración de sangre, no lo último que ofrecen los grandes almacenes. Su sexualidad es ambivalente, indefinida. Hincarle el diente a alguien es una referencia demasiado explícita para no darle un marcado carácter sexual. La evolución del mito ha desarrollado este aspecto con ejemplos notables, como los conocidos personajes de la escritora Anne Rice. En una versión más reciente, The Strain (2009), la primera novela de vampiros de La Trilogía de la Oscuridad coescrita por Guillermo del Toro y Chuck Hogan, los órganos sexuales masculinos desaparecen en el momento de convertirse en vampiro.
El monstruo de Frankenstein expresa otro temor. El primer problema al que nos enfrentamos es saber si estamos ante algo o ante alguien. Un ser construido con trozos de cuerpos muertos es a la vez un revivido y una prueba viviente de hasta dónde puede llegar la ciencia si se dejan de lado ciertos criterios morales. Su creador, el doctor Frankenstein, es el germen del modelo de científico loco, personaje que las películas hollywoodienses desarrollarán posteriormente. La creación, cojeando debido a sus piernas putrefactas, es la encarnación del tullido moderno. No es de extrañar que locos, degenerados y tullidos encarnaran durante la modernidad los miedos de una sociedad que intentó primero excluirlos y luego curarlos por cualquier medio. Estos personajes de ficción formaban parte de un sistema de control de lo abyecto, en el que también se incluía cualquier tipo de sexualidad alternativa.
A finales del siglo XX y comienzos del XXI se produjo una domesticación de estos mitos, haciéndolos más políticamente correctos para la sociedad de consumo y los medios de comunicación de masas, sobre todo para la televisión. La alienación de los hombres lobos ha ido desapareciendo progresivamente hasta convertirse en una especie de superhéroes que usan su fuerza y sus habilidades para hacer el bien. La serie Teen Wolf (2011), de la cadena estadounidense MTV, constituye un ejemplo culminante, pues un adolescente, mordido por un lobo, apenas puede ser más que un gatito rebosante de testosterona que se dedica a ser el justiciero de su instituto. De este modo, la locura se vuelve equilibrio y el salvajismo de la naturaleza en cultura domesticada. No es casual entonces que la mayoría de los accidentes que se producen en Estados Unidos sucedan a excursionistas que intentan acariciar a un oso, cuando este aparece en busca de comida. Estamos tan alejados de la naturaleza que creemos que todos los animales son domésticos.
Algo parecido ocurre con los vampiros. Nada ha hecho más daño al oscuro y tétrico mito del chupasangre que la saga Crepúsculo (2005-2008) de Stephenie Meyer. En ella los vampiros, adolescentes también, no solo pueden moverse libremente durante el día, lo que les quita parte del encanto, sino que, además, practican una suerte de vegetarianismo, al rehusar alimentarse de sangre humana. Eso sí, se nutren de pumas, osos y otros animales. Cultos, sensibles y altamente morales, los protagonistas tienen que convivir respetuosamente con unos indígenas, que se convierten en manada de hombres lobo –con unos abdominales sobredimensionados– cuando ambos grupos están cerca. Una humana tímida forma el tercer vértice de un triángulo amoroso en el que un vampiro y un hombre lobo compiten por su amor.
El monstruo de Frankenstein también ha sufrido cambios importantes. De hecho, ha sido sustituido por una versión 2.0: el robot. Si el monstruo representaba el peligro de hasta dónde podía llegar la ciencia moderna, el robot encarna con más éxito ese estereotipo mejorado, porque ya no tenemos que andar con piernas temblorosas o carnes pútridas. El sustituto es de acero y cables, más aséptico y limpio, aunque, al igual que en la novela de Isaac Asimov, Yo, robot (1950), puede llegar a ser noble y salvar a la humanidad, precisamente cuando por medio de la ingeniería se convierte en una especie de mesías, salvador de sus congéneres.
Los miedos de la sociedad moderna parecen haberse edulcorados. Los alienados y locos, degenerados y tullidos siguen existiendo, pero ya no se encarnan en estos tres mitos de los que hablamos. No es que los miedos hayan desaparecido, sino que se han transmutado en otros relatos fragmentados, porque, al fin y al cabo, lo que estamos presenciando es la incredulidad ante los metarrelatos de la humanidad, lo que Lyotard, a fines de la década del setenta llamó condición posmoderna.
¿Han desaparecido los monstruos? El diccionario de la lengua española (23.ª) de la Real Academia (RAE) recoge una serie de definiciones de monstruo:
1. m. Ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie.
2. m. Ser fantástico que causa espanto.
3. m. Cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea.
4. m. Persona o cosa muy fea.
5. m. Persona muy cruel y perversa.
6. m. Persona que en cualquier actividad excede en mucho las cualidades y aptitudes comunes.
De las definiciones anteriores, sin duda las más usadas son la primera y la segunda, que hacen referencia a aspectos negativos, pero la sociedad postindustrial e hiperconsumista ha producido sus propios monstruos normalizados por obra y gracia de la cirugía estética, por lo que vamos a realizar un pequeño recorrido. En primer lugar, se encuentra Stacy Marie Delguidice, más conocida en las redes sociales con el sobrenombre de Star Delguidice, quien se define a sí misma como una “estrella plástica” (“Tengo miedo”). Adicta a la cirugía estética ha llegado a afirmar que le causa dolor sentarse y que “conducir es una tortura” debido a su última operación de glúteos. En algunas de las imágenes de su perfil de Facebook aparece metida en una caja de muñecas. Ahora bien, si Stacy intenta ser una Barbie posmoderna, hay varios candidatos para ser Kent. Uno de ellos es el brasileño Celso Santabañes, quien murió en septiembre de 2018 a causa de una neumonía. Celso, de apenas veinte años de edad, había comenzado su transformación a los dieciséis, llegando a cobrar 15.000 dólares por participar en eventos. Había convertido su aspecto físico en su forma de vida. Su lugar fue retomado por Rodrigo Alves, otro brasileño que a base de cirugía estética ha ido adaptando su apariencia a la del compañero de Barbie. Para ello ha sufrido sesenta y nueve operaciones y se ha gastado alrededor de 500.000 dólares. Seguro que ninguno de los 800.000 seguidores de Alves en Instagram afirmaría que su transformación es monstruosa, pero acaso podría señalar, tal y como recoge la RAE, que “presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie”. Lo que resulta verdaderamente llamativo es que para que una persona se haga una operación de cambio de sexo es necesario un informe médico, mientras que para que otra se parezca a un muñeco solo necesita tener el dinero para pagar dicha operación.
Existe un caso en el que estas monstruosidades no solo se permiten, sino que se potencian. Me refiero a los concursos de belleza donde, a nivel internacional, se realizan lipoesculturas, aumento de glúteos y de senos, así como rinoplastias. Resulta evidente, después de estos ejemplos, que la construcción social del cuerpo es un hecho, así como su medicalización. El director de Miss Venezuela lo expresó magníficamente en un medio digital, en 2012: “Esto no es un concurso de naturaleza ni de naturalidad, es un concurso de belleza y hay que recurrir a lo que sea necesario para que la mujer sea bella o más bella todavía de lo que es”. Referirse a la falta de “naturaleza” de las participantes en los concursos de belleza es sintomático. ¿Entonces, qué se juzga? ¿Qué se valora? La respuesta es: la normatividad. Los concursos de belleza son herramientas para afianzar el sistema patriarcal y heteronormativo que necesita la sociedad postindustrial para mantenerse. Las misses son “monstruos” certificados por el aparato médico y reforzados por los mass-media. Mientras no se cuestione este sistema, el capitalismo gore, como lo llamaba Sayak Valencia, seguirá permitiéndolo. El problema surge cuando los monstruos no vienen de las luces de la pasarela sino de las oscuridades de nuestras pesadillas.
En nuestro recorrido propedéutico a través de los monstruos posmodernos vamos a detenernos en los artífices de estas monstruosidades certificadas: los cirujanos estéticos. En la Revista Estética Latina de Perú encontramos la siguiente cita:
El rostro es uno de los elementos más visibles y dinámicos del cuerpo humano. Como somos criaturas sociales, tanto la forma y la función de la cara son parte integrales de cómo nos relacionamos con los demás y cómo nos vemos. Mientras que los ideales del cuerpo perfecto han cambiado con el tiempo desde la voluptuosidad al ideal atlético, las características subyacentes de la estructura facial ideal se han mantenido sorprendentemente coherentes a lo largo del tiempo. Los principales atributos del rostro perfecto que se mantienen constantes son la geometría en general, representados por la simetría, la proporción y la jovialidad. (“Cirugía facial” 8)
Lo interesante de esta cita, aparte del evidente reconocimiento de que somos seres sociales, es el hecho de afirmar la historicidad del cuerpo frente a la atemporalidad del rostro. El cuerpo perfecto cambia con el tiempo mientras que la estructura de la cara se mantiene inalterable. Subyace en esta afirmación que gran parte de la identidad personal está en la cara. El Estado Moderno, en su afán por regular la ciudadanía, ha buscado nuevas formas de control y lo ha hecho focalizándose en el rostro. En los pasaportes y carnets o cédulas de identidad solo aparece la fotografía de la cara, no del cuerpo. El rostro se convierte en nuestra identidad; de hecho, Rodrigo Alves ha tenido más de un problema porque su rostro no se corresponde con la foto del pasaporte. Sin embargo, el cuerpo y la elección individual de modificarlo a través de la cirugía –aumento de pechos, liposucción, rinoplastia, etc.– llega hasta cierto punto. Para realizar cambios morfológicos en los genitales externos –cirugía de reasignación de sexo–, que son los que clasifican sexualmente, se hace necesario una autorización judicial, porque de otro modo se atentaría contra el sistema normativo de la sexualidad imperante. Es cierto que se han producido grandes avances en este campo, en los últimos años se han elaborado leyes sobre la identidad y expresión de género (rectificación registral del sexo cuando no coincide con la identidad de género autopercibida) que facilitan la modificación del cuerpo y el tránsito de las personas transexuales. Sin embargo, a la vez que se produce este cambio se manifiestan ciertas problemáticas médicas y psicológicas hacia las personas que se identifican con el género fluido. En este sentido, cabe recordar lo que hace unos años afirmaba Patrícia Soley-Beltran (37):
Parece ineludible hallar un compromiso entre el imperativo terapéutico y la obligación ética de contribuir a la aceptación social de la fluidez de género. Desde el marco legal, se debería dar cabida institucional a dicha fluidez con el fin de promover la tolerancia social y contribuir a la lucha contra la violencia de género en el espacio público y privado.
En la revista peruana antes citada, se afirma lo siguiente: “La medicina regenerativa ha dado un paso más gracias a un nuevo hito: implantar con éxito vaginas artificiales en pacientes… ¿Cómo se diseña una vagina?” (“Implantan” 31). Desde un punto de vista antropológico y queer la pregunta que se plantea resulta interesante. La vagina aparece como una creación tecnológica. Se podría imaginar una suerte de “ingeniería vaginal”, tan propia del sistema capitalista-tecnológico-científico en el que vivimos.
Este número de la revista, publicado en 2015 y en cuya portada se lee “Pasión… por la cirugía plástica”, es sorprendente, ya que se dedica a la cirugía plástica, reconstructiva y a la calidad de vida. En uno de sus artículos, el que está dedicado a la peneplastia, se comenta lo siguiente: “El tamaño del pene representa la virilidad. Tener un tamaño reducido es fuente de molestias y puede conllevar una vida insoportable. En algunos casos entorpece la vida de pareja. El recurso a la cirugía estética es en estos casos la solución” (“Peneplastia” 43). De este modo, se refuerza el sistema normativo de la sexualidad binaria y heterosexual. La virilidad, la identidad masculina, está condensada y representada no en el pene en sí, sino en su tamaño. Una afirmación tan falocéntrica se potencia a continuación a través de la vinculación que se establece entre virilidad, tamaño y actividad sexual:
Existe la convicción de que un pene más grande y más grueso es símbolo de ser más hombre y de tener mayor capacidad para proporcionar placer sexual, aunque las afirmaciones médicas no apoyen tal cosa… Así muchos hombres buscan alternativas para incrementar las dimensiones de su miembro viril intentando superar complejos y traumas, para ello existen diversas alternativas que van desde los aparatos de tracción hasta la cirugía. (“Peneplastia” 44) (El énfasis es nuestro)
Más adelante, en la misma publicación encontramos un artículo titulado “Gluteoplastia, cirugía de glúteos para hombres”. Tal vez por temor a que la palabra “culo” suene inapropiada, el artículo emplea un término derivado del francés:
El derrier masculino ha sido incorporado como objeto en el desenfrenado culto a la belleza y no escapa a las remodelaciones que pueden hacer para convertirlo en algo más atractivo. (“Gluteoplastia” 48)
Este pequeño recorrido estético protésico nos ha llevado desde los pechos, pasando por la vagina y el pene, hasta el trasero masculino, centrando el eje y foco de interés en las zonas sexuales. Con esto, se llega a la conclusión de que una constante en todas las intervenciones de cirugías es que estas se realizan casi siempre para aumentar el tamaño y raramente para reducirlo. Mientras que es posible una disminución del volumen de los pechos –mamoplastia de reducción–, nunca se plantea lo mismo para el pene. La primera cirugía se debe, por lo general, a motivos de salud: incomodidad, dolores de espalda, etc. Sin embargo, parece que nadie se queja públicamente del malestar por tener un pene hipertrófico. Así, pues, la cirugía estética convierte en realidad el ideal de cuerpo, sobre todo de sexualidad, que el sistema impone.
Un cirujano plástico no es más que un médico que utiliza prótesis con sus pacientes, a tenor de lo que recoge para la entrada “prótesis” el Diccionario de la lengua española de la RAE:
1. f. Med. Pieza, aparato o sustancia que se coloca en el cuerpo para mejorar alguna de sus funciones, o con fines estéticos.
2. f. Med. Procedimiento mediante el cual se repara artificialmente la falta de un órgano o parte de él; como la de un diente, un ojo, etc.
De lo anterior se extrae que la prótesis, siendo ajena al cuerpo, entra a formar parte de él, bien para perfeccionarlo o para remedarlo, tal es lo que observamos en nuestra sociedad actual. La sociedad normalizada y normalizante, hiperconsumista y transmoderna de principios del siglo XXI, la cual, forzando los límites, ha permitido una construcción social del cuerpo que, en casos extremos, se podría catalogar de “monstruosa”, al utilizar prótesis para aumentar el tamaño de aquellos órganos que encarnan el sistema sexo-género. Pero este es un apelativo –monstruosa– que hemos dado nosotros porque, aun siendo cuestionables, todas las prácticas de las que hemos hablado se consideran “normales”. El prestigio social de un cirujano plástico y la relativa “normalidad” con la que se acude a ellos para modificar el cuerpo son indicativos de lo arraigado –y normalizada– que se encuentra esta práctica. Normalizar la cirugía no es más que hacer que algo se estabilice en la normalidad; aunque esta última estará condicionada por el contexto social. Lo normal y lo anormal se constituyen como construcciones discursivas en el imaginario colectivo (Acevedo 10).
Toda definición implica una exclusión, porque la necesidad de definir significa que algo se queda fuera. Es hacia ese fuera hacia el que queremos dirigirnos y, desde allí, proponer una nueva mirada sobre las monstruosidades protésicas, teniendo en cuenta dos premisas importantes. Una, que todo lo que vamos a referir se utiliza de manera voluntaria para conseguir o aumentar el placer sexual y no se hace bajo supervisión médica. Dos, que son prácticas sexuales que no se corresponden con el modelo normativo, por lo que han sido catalogadas de perversas o enfermizas. Desde la teoría queer se prefiere llamarlas disidentes o contestatarias (Córdoba, Sáez y Vidarte). Nos situaremos en el ámbito del BDSM, de las relaciones de Dominación/sumisión1, porque siendo liminales cuestionan la utilización de otras prótesis que pretenden integrarse completamente con el cuerpo disimulando su presencia. Aquí lo artificial sustituye a lo natural de una forma clara y explícita, con falos de plástico, dildos de cristal o diferentes artefactos de cuero. Ninguna de estas prótesis pretende emular a la naturaleza y su finalidad siempre es la consecución o el aumento del placer. Son prótesis para ser usadas, no solo para ser lucidas y, por tanto, se hallan dentro de esa categoría protésica de “mejora” de la corporalidad. El uso que se hace del cuerpo en estas prácticas lo coloca en un punto en el que naturaleza y cultura se confunden hasta hacerse indistinguibles. En el contexto del BDSM, el fetiche, ese objeto fuente y origen de la excitación, se convierte, en la mayoría de los casos, en prótesis.
Alison Kafer, punto de referencia de la teoría crip, plantea una alianza estratégica entre las distintas multitudes con sexualidades alternativas y disidentes. Es por ello, que podemos vincular lo crip con el BDSM. La prótesis puede sustituir lo que le falta al cuerpo, pero, al igual que la cirugía estética de la que hemos hablado, la perspectiva que planteamos no es la de la ausencia, sino la de la resignificación y la funcionalidad divergente, entendida como prácticas que alteran el uso que se hace de determinadas partes del cuerpo en relación a la norma socialmente impuesta. Es la idea de que el cuerpo, por sí mismo, no es suficiente.
Mientras que en la mayoría de las ocasiones una prótesis se usa para sustituir (una pierna, un brazo, una mano), en algunas prácticas disidentes las prótesis se superponen a lo ya existente, por ejemplo, un pene. Lo que se busca es una potenciación de algo que se puede conseguir por medios naturales. No es que haya un problema con el pene, una disfunción, que puede haberla y para la que también esto es remedio, sino que se usa uno de plástico, al que se le suele llamar dildo. Y aquí radica precisamente el cuestionamiento del sistema imperante, de la normalidad, poniendo en entredicho su utilidad y su función, pues se prefiere lo artificial, lo protésico, frente a lo natural.
El pene, que ya hemos visto que ha sido catalogado por los cirujanos como “representación de la virilidad”, es reemplazado por un objeto semejante a un pene erecto. Utilizado adecuadamente cumple las mismas funciones que el natural, salvo las reproductivas, por supuesto, provocando incluso más placer que aquel, porque no se altera la erección. Tampoco depende del sistema sexo-género, porque una mujer también lo puede usar con un arnés o strap-on2. Con esta prótesis, el varón pierde la “exclusividad” del pene y, de este modo, se rompe la trinidad pene-falo-dildo, porque el pene se vuelve intercambiable con el dildo, y con él el falo, entendido como representación biológica del patriarcado. El falo de plástico hace que la desigualdad sobre la que se basa el sistema sexo-género patriarcal no tenga ninguna justificación biológica, lo que ya abordara Paul B. Preciado (41-43) en “Dildotectónica”, capítulo de su Manifiesto contra-sexual.
La utilización del dildo, aparte de hacer presente el fantasma de la penetración anal homosexual, se transforma para los varones heterosexuales en la posibilidad de una penetración femenina, que los convierte en sujetos pasivos del acto sexual. A pesar de los avances actuales, el patriarcado sigue estando vigente y, para la gran mayoría de los varones heterosexuales, la idea de ser penetrado analmente por una mujer con pene, aunque éste sea de plástico, es una imagen aterradora, espeluznante, monstruosa. Algunos strap-on, además, tienen doble dildo, con lo que la mujer puede darse placer a sí misma mientras penetra analmente al varón. También existe la opción de añadir una prótesis de dildo, por ejemplo, a una mordaza, tanto por dentro como por fuera, con lo que además de chupar un pene de plástico, se podría penetrar anal o vaginalmente. Otra posibilidad podría ser sujetarlo a una bota o a cualquier artefacto que se lleve puesto y usarlo en el momento adecuado. Como observamos, la cultura protésica contemporánea perfecciona la naturaleza abriendo todo un cúmulo de posibilidades.
Dando un paso más, abordamos la mayor revolución a nivel sexual que se ha producido en los últimos años en las multitudes queer (Solá y Urko); la aparición de las jaulas de castidad y de todo un movimiento alrededor de ellas. Tras los consoladores, las jaulas de castidad son a nivel mundial el objeto sexual más vendido y una simple búsqueda por Internet nos dará una idea de la cantidad de ofertas, modelos y tiendas que se dedican a ellas. Curiosamente, y frente a lo que podría pensar un neófito, no se trata de jaulas de castidad femeninas, sino masculinas.
Básicamente todas tienen la misma estructura. Consiste en una especie de anillo que se coloca en los genitales, pasando los testículos y el pene por él. Debe tener el tamaño adecuado para no cortar la circulación, pero a la vez evitar que los genitales se salgan. El siguiente paso es introducir el pene en un tubo o reja donde queda aprisionado. Todo el conjunto se cierra con un candado o, en algunos casos, con una especie de cerradura en el mismo dispositivo. Las hay de todos los tamaños, modelos y materiales: metal, plástico, resina, incluso alguna de madera; y cada año salen modelos nuevos.
Paralelamente a la proliferación de jaulas, se está desarrollando una potente comunidad de amantes de la castidad que incluye tanto a heterosexuales como a homosexuales. De forma similar a como ocurrió con los consoladores, que pasaron de ser objetos de represión sexual en el siglo XIX, creados para calmar a las “mujeres histéricas”, a convertirse en fuente de placer y de prácticas sexuales, la castidad además de una práctica de privación sexual se concibe también como una práctica de excitación sexual. Así, la negación del placer inmediato para posponerlo o eliminarlo produce en sí mismo más placer que el hecho de satisfacerlo en el momento. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, no es una praxis exclusivamente de los sumisos. Muchos dominantes la usan como forma de acrecentar la excitación hasta el momento mismo de mantener relaciones sexuales. Como pasó con sus antecesores, los cinturones de castidad femeninos, estos dispositivos pretenden establecer, de manera similar, una jerarquía: quien tiene la llave tiene el control y, por tanto, el poder, lo que influye en la relación de Dominación/sumisión.
Butt plug
La ingente producción protésica no tiene fin. En cualquier sex-shop, tanto real como virtual, el butt plug ocupa un lugar predominante. La utilización de esta expresión enmascara lo que en español se define como tapón anal. Se trata de un artefacto, normalmente de plástico o látex, aunque también los hay de silicona, neopreno, madera, metal o vidrio. Su forma que comienza en punta se va ensanchando hacia la base, hasta que se estrecha drásticamente. Introducido en el ano provoca dilatación, logrando que los esfínteres se cierren sobre el estrechamiento, así queda encajado, siendo necesario cierto esfuerzo para sacarlo. En las prácticas BDSM su uso es bastante común, pues supone la práctica de la penetración anal, pero sustituyendo al pene “natural”.
El empleo del butt plug permite realizar cualquier tipo de tarea: hacer la compra, trabajar, acudir al gimnasio, etc. y, dependiendo del tamaño, constituye un auténtico estímulo o una completa tortura. En algunos casos, se percibe como preparación de una actividad sexual posterior; en otros, tiene un fin en sí mismo, debido a los efectos físicos y psicológicos que provoca. En el entorno BDSM resulta una forma de humillación, evidente o no, ya que el sumiso que porta un butt plug debe desempeñarse sin que nadie se percate de que lo lleve, aunque su intención pueda ser, precisamente, la contraria. El tiempo, tamaño y forma del butt plug es elección de los usuarios.
No es extraño que se combinen las jaulas de castidad con los butt plugs. Mediante estas prácticas, primero se inutiliza el pene natural enjaulándolo y a continuación se usa el estimulador anal. En otras ocasiones, a través del juego de rol de animales –Animal roleplay– y del puppy play, el sumiso es tratado como un animal, motivo por el cual su butt plug adquiere en el exterior la forma de cola, bien de perro, de zorro o de cerdo, entre otras. En este caso el butt plug sirve para provocar sensaciones añadidas, la humillación como placer y la animalización. El sujeto, como tal, deja de serlo.
Mientras todas las anteriores prácticas protésicas tenían una finalidad en sí mismas y solo incidían en el cuerpo como productoras de placer, el alargamiento genital intenta modificar mediante pesas, normalmente anillos metálicos muy anchos, que se colocan sobre los testículos, haciendo que estos cuelguen por debajo del pene. A medida que, con el tiempo, se va produciendo el alargamiento, se añaden nuevos anillos hasta conseguir que el escroto cuelgue al tamaño deseado. En este sentido, esta práctica recuerda a las diferentes modificaciones corporales que por motivos estéticos se han sucedido a lo largo de la historia.
El sounding consiste en introducir una vara de metal, de distinto tamaño, por el meato urinario hacia la uretra. Una vez dentro se puede mover para conseguir placer sexual. En el fondo es hacer uso de un procedimiento médico, el sondaje uretral, en un contexto sexual, para lograr la estimulación de la glándula prostática.
Como hemos visto, en estas prácticas sexuales los artefactos son utilizados como sustitutos del cuerpo, como prótesis que hacen innecesario lo natural. No sólo se trata de partes corpóreas, sino incluso el órgano más grande, la piel, también es reemplazada por el látex, material con el que se recubren aquellas personas amantes de este fetichismo. Una segunda piel de látex es lo que nos lleva a afirmar que el sujeto todo se convierte en prótesis.
El recorrido que hemos ofrecido, partiendo de los monstruos míticos de la modernidad, que la posmodernidad ha edulcorado hasta convertirlos casi en “mascotas”, hasta aquellas prácticas sexuales que aún hoy producen extrañeza, repulsión, molestia, inquietud y asco, pasando por las monstruosidades reconocidas y certificadas por la medicina, nos hace afirmar que, efectivamente, la “normalidad” es menos común de lo que se supone. El uso de prótesis de todo tipo permite aseverar que somos cualquier cosa menos seres naturales, como hace tiempo analizaran Javier Sáez y Sejo Carrascosa, aunque muchas personas se resistan a considerarlo un principio básico. Las prótesis sexuales, de las que solo hemos referido una pequeña parte, cuestionan radicalmente la naturaleza de las relaciones y las prácticas vinculadas con el sexo, pero sobre todo impugnan nuestro sistema social patriarcal y machista heterocentrado. De esta manera, al socavar el orden sexual establecido, se consideran praxis desviadas, enfermizas y monstruosas.
Nunca dejará de sorprendernos a quienes la sociedad considera “anormales” y “desviados”, la capacidad que tienen de reinterpretar las herramientas que la norma utiliza para combatirlos. Primero ocurrió con los consoladores, utilizados como tratamiento médico para sanar a las “mujeres histéricas”. Después fueron los piercings genitales, como el llamado Príncipe Alberto3, aconsejados para reprimir la masturbación y ahora las jaulas de castidad. El hecho es que en cada época la creatividad para buscar nuevas maneras de satisfacer el deseo supera con creces las expectativas, y aquellas formas de control del placer se convierten, precisamente, en fuente de este.
Notas
1 Para una profundización sobre el tema BDSM se pueden consultar los libros de Thomas S. Weingber, Jay Wiseman y Olga Viñuales. En este trabajo hemos optado por partir de las siglas en inglés de Bondage/Discipline, Dominance/submission y Sadism/Masochism, de ahí que al referirnos al término “sumisión” este vaya en minúscula.
2 El strap-on es un pene artificial, normalmente de plástico, que queda sujeto por correas.
3 El Príncipe Alberto es un piercing de tamaño variable, pero normalmente con forma de argolla, que se coloca en la punta del pene. La explicación de su nombre forma parte de las leyendas urbanas y hace referencia a que el marido de la Reina Victoria lo inventó para controlar su largo pene en los pantalones ajustados de la época.
Referencias bibliográficas
1. Acevedo, John. “La anormalidad y lo anormal en la sociedad del infoentretenimiento como aporte al campo de la psicología clínica”. Revista electrónica Psyconex vol. 7, núm. 11, 2015, pp. 1-14.
2. Alves, Rodrigo. @rodrigoalvesuk. Edición en línea. https://www.instagram.com/rodrigoalvesuk/?hl=es. Consultado el 30 de diciembre de 2018.
3. Asimov, Isaac. Yo, robot. 1950. Barcelona, Edhasa, 2009.
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Fecha de recepción: 07/11/2018
Fecha de aceptación: 19/02/2019