DOI: 10.19137/anclajes-2017-2115
ARTÍCULOS
Remarks for an ideological reading of the medieval historiagraphy: the case of the Crónica de tres reyes
Pablo Enrique Saracino
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
pablosaracino@hotmail.com
Resumen: En el marco teórico en el cual se define el discurso historiográfico como una construcción narrativa y, por consiguiente, ideológica, se aborda el problema de la redacción de la Crónica de tres reyes (texto castellano de mediados del siglo XIV atribuido a Sánchez de Valladolid) desde una perspectiva que busca indagar en los presupuestos ideológicos que habrían influido en el diseño de un discurso diferenciado de sus antecedentes cronísticos regios y nobiliarios. Al mismo tiempo, se trabaja la problemática de las glosas marginales presentes en la tradición manuscrita en tanto inscripciones de una tensión respecto de la voz narradora autorizada del texto cronístico.
Palabras clave: Fernán Sánchez de Valladolid; Historia medieval; Ideología; Siglo XIV
Abstract: In the theoretical framework in which historiographical discourse is defined as a narrative construct and therefore, essentially ideological, the problem of writing the Crónica de tres reyes (a mid-14th century Castilian text attributed to Sánchez de Valladolid) is approached from a perspective that seeks to investigate ideological suppositions that may have influenced the design of a discourse different from that of previous royal and noble chronicles. Likewise, the issue concerning the marginal notes present in the handwritten tradition is approached as inscriptions of tension with regard to the authoritative narrative voice of the chronicler’s text.
Keywords: Fernán Sánchez de Valladolid; Medieval history; Ideology; 14th century
Ideología, historia y narración
La historiografía medieval española, tanto en lengua romance como en latín, ha sido abordada desde puntos de vista notablemente heterogéneos debido a los diversos presupuestos teóricos que han influido en la constitución de diferentes objetos de estudio en torno a un mismo corpus textual (Funes “Las crónicas” 144). La cronística medieval ha suscitado gran interés, ya sea desde un enfoque de impronta histórico-documental, que acepta, niega o relativiza su adecuación al pasado narrado, o desde estudios más relacionados al ámbito de la literatura, como el iniciado por Ramón Menéndez Pidal, quien ha abordado los textos cronísticos en tanto testimonios secundarios de una épica perdida. En los últimos años ese interés se ha intensificado, lo cual ha dado como resultado una notable cantidad de valiosos estudios sobre el tema. Las zonas más estudiadas de este intrincado laberinto textual siguen siendo las crónicas alfonsíes y sus derivaciones más cercanas, así como también las obras de Pero López de Ayala, verdaderas cumbres de la llamada “crónica real”.
El segmento intermedio, cuyo proceso de composición puede ser fechado entre los reinados de Sancho IV y Alfonso XI (es decir, fines del siglo XIII y primera mitad del siglo XIV), ha merecido menos atención por parte de los investigadores especializados, a pesar de que en los últimos años esta tendencia pareciera evidenciar un cambio notoriamente favorable1. Se trata de un periodo en el cual la figura preponderante es la de Fernán Sánchez de Valladolid, Secretario del Sello de la Poridat de la corte de Alfonso XI, a quien se le habría asignado la composición de la Crónica de tres reyes (C3R) (Alfonso X, Sancho IV y Fernando IV, cuyos “fechos [...] non eran puestos en corónica”), así como la del mismo Alfonso XI, principal objetivo de todo el proyecto2. Ya a partir de la Crónica de Fernando III el Santo, compuesta en tiempos de Fernando IV, el modelo historiográfico de la estoria general, de fuerte impronta regalista, se había diversificado a raíz del surgimiento de otros focos de producción cronística de orientación diversa e incluso opuesta a la que había fundado el Rey Sabio. Esta situación dio lugar en el ámbito oficial a la crónica real, la cual toma como eje y límite del relato los fechos del reinado de un determinado monarca, y en el ámbito de las cortes nobiliarias a un conjunto de textos que, a través de un proceso de fragmentarismo paulatino, comienzan primero por reducir la historia general a la historia de Castilla, posteriormente asumen como límite el marco de un determinado reinado (aunque subrayando el papel de la nobleza), para finalmente, ya en el siglo XV, pasar a convertir en sujeto de la narración a nobles de renombre (Funes “Las variaciones”).
La crítica vuelve de manera recurrente sobre el tópico de la supuesta existencia de diversas ideologías que han atravesado la cronística castellana, desde un providencialismo regalista, ostensible en la producción de época alfonsí, hasta una tendencia fuertemente afiliada a los valores exaltados por la obra de Ximénez de Rada (Gómez Redondo 968-970) en la crónica de tiempos de Alfonso XI, pasando por textos cuya inclinación política nos resulta problemática, como es el caso de la *Historia hasta 1288 dialogada. Dicho cambio de orientación podría ser explicado −de hecho así lo hace Fernando Gómez Redondo (856 y ss)− en el contexto del “molinismo”, en el cual la influyente personalidad de la reina María de Molina habría determinado el rumbo de las ideas en torno a las cuales orbitó la producción literaria de fines del siglo XIII y principios del XIV en la corte regia. Estos conceptos, utilizados convencionalmente para dar cuenta de la diversa orientación política de los textos, han sido manejados creemos que con cierta liviandad y falta de precisión, aunque sin duda con la intención de pactar un consenso terminológico más o menos amplio. El principal inconveniente de la utilización del término “ideología” radica en que no considera los principales trabajos en torno al problema de la relación entre la forma de la narrativa y sus implicaciones ideológicas (Geertz, Jameson, White, etc.).
En primer lugar, resulta necesario deslindar lo que puede ser un hecho ideológico de una mera tendencia partidista. Así, se entiende aquel en un sentido abarcador capaz de englobar el fenómeno polifónico que pueda surgir en una sociedad determinada (por ejemplo, los focos de producción nobiliarios), de incluir todos los discursos parciales disidentes bajo un mismo conjunto de presupuestos que se encargarían de subsumir esas diferencias y de ubicar por encima de ellas una ontología determinada por una estructura formal ideológica.
Por supuesto que en este punto es necesario hacer la salvedad de que la crítica de la ideología aún debe recorrer un largo camino en pos de determinar las características y condiciones de dicho concepto en épocas precapitalistas y premodernas3. Es probable, en este sentido, que el estudio de los textos historiográficos redactados en estas épocas pueda aportar valiosos elementos para lograr historizar los modos de configuración de la realidad. Es decir, un estudio de los textos cronísticos que pretenda desentrañar el modo en el que se inscribe el universo ideológico del cual el texto forma parte activa, habrá de llevarse a cabo a través de un análisis que no desdeñe lo formal, lo “literario”, y que, por el contrario, base su metodología en el análisis de estos aspectos4. Así, los textos cronísticos se constituirían en los objetos de un estudio que los interrogaría en función, no de su relación con la historia “real” que pretenden reflejar, sino de esa matriz ideológica dentro de la cual los datos caóticos de la experiencia habrán de conformar un orden narrativo coherente.
En torno a este aspecto Leonardo Funes señala:
el universo ideológico medieval [...] es básicamente uniforme, homogéneo y único para el conjunto de los actores sociales, lo que se manifiesta en [...] una conducta signada por la tendencia a subrayar los acuerdos y ocultar las diferencias, de modo que las contradicciones, fricciones y disidencias se dan siempre en el marco de un conjunto de acuerdos básicos globales y se manifiestan discursivamente apelando a un mismo léxico y a unos mismos recursos de configuración textual. (“La crónica” 85)
Si bien este es el procedimiento ideológico por excelencia, independientemente del contexto histórico que abordemos, no deja de ser interesante, en este sentido, el trabajo que lleva a cabo C3R (sobre todo en los tractados dedicados a Alfonso X y Sancho IV), que consiste en una homogeneización de los materiales que le habrían servido como fuente. Más allá de que la existencia de un conjunto de materiales previos de gran heterogeneidad resulta altamente probable, es necesario pensar que también fueron manejadas fuentes cronísticas caracterizadas por un notable fragmentarismo en la narración, ya sea por un ordenamiento episódico de la historia tendiente a resaltar anécdotas, en las cuales el cruce entre el discurso jurídico y la historia permite favorecer el punto de vista nobiliario (Soler Bistué), o bien por la evidente heterogeneidad de discursos que confluyen en un mismo texto. En relación con lo antedicho acerca de la necesidad de la nobleza por legitimar su rol político dentro de una sociedad sobre la que se pretendía llevar a cabo una reforma estructural, las palabras de Hayden White −aunque no referidas a esta problemática específica− pueden echar luz sobre el asunto: “[esta] desintegración de la narratividad en una cultura, grupo o clase social es un síntoma de que ha entrado en un estado de crisis” (161)5. En el caso de la cronística nobiliaria, esto entraría en relación con la necesidad de incluir dentro de un esquema narrativo su personal punto de vista de los acontecimientos, que incidiría en lo ideológico, y se ajustaría a los parámetros a través de los cuales debe representarse la realidad en aquel contexto. A partir de las reformas estructurales a nivel político que llevó a cabo Alfonso X, la nobleza asume como objetivo imperante impulsar una contraofensiva utilizando las mismas herramientas que le sirven al rey de vehículos eficaces a través de los cuales darles a sus lineamientos políticos una forma narrativa que empalmara formalmente sus contenidos con los de una tradición aceptada como práctica discursiva hegemónica, heredera y difusora a la vez, del sistema de representaciones que constituyen el plano ideológico. Sin embargo, toda intención de distanciamiento habrá de realizarse mediante la utilización de instrumentos que relativicen o justifiquen dicho deslizamiento y que consigan enmascararlo, negarlo, invertir su signo y presentarlo como afirmación del conjunto de representaciones consensuadas por la sociedad toda y sus instituciones. En este sentido, el referente que asume el estamento de la nobleza para llevar a cabo su programa historiográfico, es la obra de Ximénez de Rada, lo cual le permite omitir el “relato” alfonsí y presentarse como una natural continuación del Toledano (Funes “Historiografía nobiliaria”).
Este rasgo fragmentario y episódico –que le ha valido a la Estoria del fecho de los godos el mote de “crónica descoyuntada” (Hijano Villegas)– contribuye, a través de un procedimiento que se pone en juego en el plano formal, a generar alteraciones en el contenido (objetivo o propósito) del discurso. Al intervenir en la concepción misma de totalidad (contra un sentido total), presupone y determina una función de lector que necesariamente habrá de concentrarse en lo particular, en los enunciados parciales y en sus leyes. Estas funcionarán eficazmente dentro del microcosmos de acción del cual se desprenden, el que a su vez se constituye como modelo de otras situaciones semejantes factibles de ser sometidas a dicha ley parcial devenida, sin embargo, general a través de este proceso de fragmentarismo. Northrop Frye, al referirse al discurso discontinuo de los Evangelios, propone conceptos que pueden ayudarnos a pensar este fenómeno: “El efecto de la discontinuidad es sugerir que las aseveraciones son existenciales y que deben ser absorbidas de una en una por la conciencia en lugar de ir unidas entre sí por un razonamiento” (37).
En este sentido, el fragmentarismo tiende a establecer un nuevo modo de cohesión episódica, en el cual una serie de “totalidades” parciales se encadenan a través de un hilo conductor que solo ha de cumplir con los parámetros formales más elementales de la narrativa, ubicando en primer plano la singularidad de los diferentes “casos” y quitándole relevancia a la coherencia total del texto en su conjunto. Esto no significa en absoluto que esta tipología textual carezca de cohesión, sino que esta pasa a depender de dispositivos que ya no pueden ser rastreados a nivel textual, ya que se sitúan en presupuestos de lectura previamente fijados en la función hermenéutica por la tradición discursiva en la cual esta nueva textualidad se inscribe. De esta manera, resulta posible realizar modificaciones formales de fondo eliminando, por obvios, aquellos elementos contra los que pretende reaccionar. Al asumir como principio constructivo la discontinuidad, se da lugar a un texto cuya propia lógica invita a la intervención, ya que ha sido concebido en sí mismo como una textualidad horadada de elipsis y sostenida a través de episodios anecdóticos (digresiones narrativas, pero a la vez núcleos fuertes de sentido). Este procedimiento desdibuja los elementos que otorgan una imbricación a la narración, condicionando la interpretación en pos de la construcción de un argumento determinado, con una finalidad específica. La fragmentación hace emerger, de un conjunto más o menos informe, bloques significativos que apelan a incidir en un plano simbólico para sugerir una nueva trama y, a través de un cuidadoso proceso de selección, asignar un nuevo sentido a la experiencia temporal. De esta manera, cuando la Estoria del fecho de los godos (en el segmento correspondiente a la *Historia dialogada) interrumpe −abruptamente y quebrando el ritmo de la narración− los hechos del rey Sancho IV en el asesinato del conde Lope Díaz de Haro, dando lugar a una evidente operación de silenciamiento de los acontecimientos ocurridos en los años siguientes, vemos claramente señalados los límites de lo narrable en función de intereses políticos muy específicos: el magnicidio de Alfaro encarna la “culminación” del reinado de Sancho. De esta manera, al interrumpirse en este punto, la narración altera drásticamente su focalización, y de ese modo se cobra relevancia el mayor ataque a la clase noble ocurrida en los últimos años del siglo XIII6. Esta versión de la historia consiste claramente en la narración de los hechos de la nobleza rebelde, la cual, asumiendo en apariencia el paradigma establecido por la tradición discursiva de la cronística −respetando, por ejemplo, la organización del relato en función de los diferentes reinados, hecho que formalmente asignaría al rey un lugar central− ubican ostensiblemente al personaje del rey en un lugar subordinado en términos narrativos al de los más importantes representantes de la Nobleza castellana7. La muerte del conde don Lope es narrada con todo dramatismo y detalle, mientras que los últimos años del monarca y la circunstancia de su muerte se reducen en la *Historia dialogada a unas pocas y apresuradas líneas.
Resulta interesante plantear como hipótesis de lectura que acaso lo que suceda en la Castilla medieval no sea una verdadera lucha ideológica entre nobleza y realeza, sino una contienda de poder entre estas clases que, en el plano que nos ocupa, se libra en el terreno del discurso. La ideología ha de ser entendida en bloque, tal como señala Roland Barthes: “la ideología no puede ser sino dominante” (El placer 53). Esta contienda, que encuentra su correlato en el plano formal, podría ser entendida como el intento de las clases dominantes por apoderarse del “mito de la incumbencia”, aquel “completamente desarrollado, o enciclopédico [que] encierra todo el conocimiento que es el de mayor incumbencia para una sociedad” (Frye 33), el cual se ubica en un plano general y ahistórico. Aquí entran en juego, entonces, las técnicas de apropiación de dicho “mito”, o mejor dicho, los procedimientos a través de los cuales este se vuelve funcional a los intereses de determinado grupo: “En toda sociedad estructurada la clase dominante intenta apoderarse del mito de la incumbencia y transformarlo, o al menos transformar una parte esencial del mismo, en una racionalización para justificar su primacía” (Frye 44).
En lo que se refiere específicamente a la C3R, se puede ver que este procedimiento de fragmentarismo que poseía la fuente nobiliaria utilizada por Sánchez de Valladolid es reordenado en una textualidad que da a cada parte de esta crónica una apariencia de discurso coherente y exento de contradicciones internas, a través de la utilización de un narrador que −fundamentalmente en las crónicas de Sancho y Fernando− se oculta sistemáticamente detrás de una voz neutra y completamente despersonalizada que ordena objetivamente los hechos del pasado con un estilo parco y monótono, notablemente distante de la refinada y a la vez sintética claridad retórica de las obras alfonsíes o bien de las tendencias novelizantes de la historiografía de tiempos de Sancho IV (Funes “Las variaciones” 131). Esta univocidad no tiene como objetivo agregar una versión más de los hechos a un sistema de textos en contienda, sino fundar la versión a través de la utilización de la voz de un narrador objetivo, el cual parece estar redactando la historia ex nihilo, ya que en ningún momento hace referencia alguna a fuentes (práctica ya presente en la historiografía castellana romance y latina anterior) ni tampoco se apoya en auctores para legitimar un texto que busca fundar su autoridad a través de una aparente autonomía absoluta.
En el terreno estético [...] el proceso de “universalización” cultural (que implica la represión de la voz opositiva y la ilusión de que hay una sola “cultura” genuina) es la forma específica que toma lo que podríamos llamar el proceso de legitimación en el campo de la ideología y de los sistemas conceptuales (Jameson 70).
La irrupción de esta voz enunciadora, que tiende a efectuar una acción homologadora de sentidos y que a la vez es capaz de prescindir completamente de referencias a fuentes, se puede fechar hacia mediados del siglo XIV. Es precisamente esta C3R el primer ejemplo en el cual el garante del texto pasa a ser ostensiblemente una entidad colectiva de cronistas anónimos. En este sentido, uno de sus objetivos primordiales es el de fundar una figura autoral que, eliminando toda referencia a un enunciador, toda marca textual a través de la cual fuera posible reconstruir un garante, encarna la entidad abstracta de la Historia estrechamente relacionada con un mundo ethico “neutro” (Maingueneau) representado por clérigos letrados que, a partir del reinado de Alfonso X, hegemonizan el control de la práctica discursiva dominante, es decir, la escritura en prosa vernácula de la historia.
Según White, quien claramente centra su estudio del género historiográfico en el aspecto formal −ligándolo así al texto narrativo literario− en lugar de hacer foco en el contenido, este procedimiento homogeneizador sería una actividad ideológica propia de la narrativa, la cual en absoluto podría ser entendida como una forma neutra de discurso, sino que, en el caso de la historiografía, cumpliría la función de asignarle al pasado una lógica y una continuidad que por sí mismo no posee, ya que “[la narrativa] dota a los acontecimientos de una coherencia ilusoria y de tipos de características más propias del pensamiento onírico que del pensar despierto” (11). En este sentido, Ricoeur −planteando como referente común de la historia y de la ficción la cualidad temporal de la existencia− propone que “todo proceso temporal sólo se reconoce como tal en la medida en que pueda narrarse de un modo o de otro” (480) a través de la configuración de “tramas que los documentos permiten o no, pero que en sí mismos nunca contienen” (484). En palabras de Walter Ong, “[l]a naturaleza no ‘enuncia’ hechos: éstos se presentan sólo dentro de los enunciados producidos por los seres humanos para referirse al tejido sin hilos de la realidad que los circunda” (72). Al ser captados por una estructura narrativa, al ser seleccionados y organizados en una trama, los hechos de la realidad necesariamente adoptan una coherencia en la cual entran en relación con los elementos de una fábula, lo cual les asigna una imbricación necesaria para ser asimilados en tanto materia narrable, y por ende, poseedora de alguna verdad. Jaume Aurell explica que, en el abordaje de White, “la historia no queda vaciada de contenido, porque la narración misma forma parte de dicho contenido” (132). En este punto, resulta indispensable recurrir a algunos conceptos de la narratología que pueden echar luz acerca del modo particular a través del cual esta operación se realiza. Mieke Bal plantea que una narración se vuelve accesible ya que responde a una “lógica de los acontecimientos”, la cual se define como “un desarrollo de acontecimientos que el lector experimenta como natural y en concordancia con el mundo” (20). La clave de la narración histórica como herramienta ideológica radica en presentar la trama como natural, como previa a la configuración narrativa, como una cualidad que los hechos poseen a priori de su narrativización. Así, esta actividad netamente ideológica se define no tanto como una “falsa conciencia” sino más bien como una herramienta necesaria que permite asir la realidad y, en este caso, el pasado, el cual se vuelve inteligible al ser convertido en historia, produciéndose así una “necesaria constitución simbólica de la realidad” (Ariño 137), al ser atravesado y ordenado por una lógica narrativa. Asimismo, en el texto historiográfico, se lleva a cabo una segunda operación, ya señalada por Roland Barthes (“El discurso”), a través de la cual esta narración se propone como espejo del pasado, mostrándolo en toda su dimensión y complejidad al articular los significantes de los que dicho texto se vale, no con su correspondiente significado, sino directamente con el referente. Es decir, que esta equivalencia semántica se lleva a cabo a través de una homología estructural entre las fábulas de las narraciones y las históricas que vuelve inteligibles a ambas recíprocamente; las fábulas ficcionales se asemejan estructuralmente a las reales, y estas se vuelven significativas al adoptar una forma narrativa que las inserta en la gran matriz que organiza la historia de la humanidad y le otorga un sentido dentro de las denominadas “narrativas maestras” (fatalismo griego, redentorismo cristiano, progresismo burgués o utopismo marxista) (White 163).
Dentro de estos grandes esquemas, cada sociedad “se narrativiza, construyendo una serie de personajes sociales o roles a representar por sus miembros [...]; una trama o curso ideal de desarrollo de las relaciones que presuntamente existen entre sus tipos de personajes reconocidos”. Es decir, la ideología no agrega nada al contenido, sino que lo determina en el plano formal, lo vuelve asequible a una comunidad portadora de la organización narrativa necesaria para decodificar y producir sentido en una cadena de hechos determinada, es decir, para señalar, articular y aclarar la experiencia temporal. Para Aristóteles el término mŷthos refiere a la “estructuración que requiere que hablemos de «elaboración de la trama» antes que de trama”, por lo tanto, estamos hablando de un proceso de selección y disposición de acontecimientos que hará que la fábula devenga historia (Ricoeur 480-481)8.
La crónica medieval intenta configurar un pasado que sea fundamento, explicación y legitimación del presente. Alrededor de 1344 Alfonso XI ha logrado acabar con las pretensiones de la nobleza levantisca que desde tiempos de Alfonso X había mantenido en jaque a la realeza. Por lo tanto, uno de los objetivos de C3R será evidenciar los efectos nocivos que dicho estamento habría causado en el reino de Castilla durante los reinados de sus antepasados, y a la vez otorgar a Alfonso XI un rol de monarca capaz de poner fin al período de incertidumbre. De esta manera, la selección y organización de los acontecimientos narrables, no hace otra cosa que explicar y justificar el presente desde el cual y para el cual se construye la historia. De hecho, otra cuestión que Alfonso XI necesita resolver es la legitimación de su propio linaje, un linaje “maldito” a partir de los conflictos sucesorios acaecidos durante los últimos años de Alfonso X, narrados detalladamente en los últimos capítulos de CAX. Creemos que es necesario señalar, para comprender el rol de estas crónicas en función de una reivindicación linajística, que la mera exaltación de un monarca y sus antepasados no puede ser entendida en sí misma como una cuestión ideológica. Para alcanzar una comprensión más abarcadora de las particularidades que definen a este subgénero cronístico específico, debemos trabajar con un concepto de ideología que la ubique en un plano más general, formal e independiente de las coyunturas sociales, que la considere una cosmovisión del orden social que necesariamente ha de trascender las épocas y sus avatares políticos, los cuales, al ser recogidos en un texto de intención historiográfica, habrán de ajustarse al modelo propuesto por la ideología para no contradecir el “sentido” de la Historia, es decir su estructura narrativa.
Si, en términos de Louis Althusser (142-143), la ideología es la que interpela al individuo en tanto sujeto, asignándole un sentido y un lugar dentro el orden social, resulta indispensable para estudiar la ideología en un contexto medieval preguntarse acerca del tipo de sujeto que estas crónicas presuponen en el lector en tanto hechos ideológicos. Es decir, qué tipo de lector cumplidor de la ley se diseña en el plano textual a la vez que refleja el imaginario social vigente, ya que −como señala Michel De Certau− en una sociedad en la cual la práctica discursiva hegemónica consiste en un sistema escriturario “el público se ve moldeado por lo escrito [...], se vuelve parecido a lo que recibe, es decir que está impreso por medio del texto y a semejanza del texto que se le impone” (179).
Así, la cronística medieval (y la historiografía en general) acaso cumpla una función equivalente a aquella que para Frye desempeñan los contenidos religiosos, función que Jameson amplía al campo de la literatura en tanto acto socialmente simbólico.
Las figuras religiosas se vuelven entonces el espacio simbólico en que la colectividad se piensa a sí misma y celebra su propia unidad; de tal manera que no parece un paso siguiente demasiado difícil, si, con Frye, vemos a la literatura como una forma más débil de mito o un estado más tardío de ritual, concluir que en ese sentido toda literatura, por débilmente que sea, debe estar informada por lo que hemos llamado un inconsciente político, que toda literatura debe leerse como una mediación simbólica sobre el destino de la comunidad. (Jameson 57)
Esta mediación simbólica es posible a través de un proceso en el cual se habrán de someter los elementos constitutivos de la experiencia vital a las reglas de la materia narrable. Por ejemplo, con respecto al tipo de lector que la crónica exige, vemos que al tratarse esta de un texto cuya fábula establece una identidad entre el actante sujeto y el personaje rey, el lector necesariamente ha de asumir en la figura regia el eje alrededor del cual se ordenarán todos los demás elementos de la fábula. Contar la historia −haya sido esta gestada en un ámbito oficial o nobiliario− es contar los fechos del rey (es decir, los acontecimientos funcionales relacionados con el sujeto) y de todo lo que se refiera directamente a él. Los únicos hechos y personajes que habrán de ser mencionados serán aquellos que ingresen dentro del “aura” regia. Es decir que lo narrable se halla determinado por los elementos significativos de la fábula y, dentro de este conjunto de acontecimientos, los que cobrarán un mayor relieve serán los relacionados con actividades bélicas, ya sea contra el moro o bien contra la nobleza rebelde. De esta manera, en términos narratológicos, el objeto del sujeto-rey será mantener la paz dentro de las fronteras del reino, así como también luchar contra el moro, enemigo político y religioso. Estos objetos serán los que determinen sus acciones durante todo el período que ocupa la Reconquista, cualquiera sea el texto narrativo historiográfico del que estemos hablando. Es decir que, en este caso, la ideología funciona como límite formal en la frontera de lo relevante, de lo historiable, al imponer a la historia un modelo narrativo básico y dejando fuera versiones antagónicas de los hechos así como todo acontecimiento que no pueda (o no deba) ser relacionado con el campo de acción del rey. En el mismo sentido, la estructura capitular analística del relato (presente en CSIV y, en menor medida, en Crónica de Fernando IV) establece un calendario en el que la referencia temporal fundamental será el año de reinado en el cual suceden los hechos. De este modo, todo hecho histórico narrado tendrá como marco los fechos de un determinado rey y encontrará una ubicación cronológica precisa en relación con los años de su reinado.
La preocupación, manifiesta en el prólogo de C3R, por completar el hueco historiográfico a partir del reinado de Fernando III pone en evidencia hasta qué punto funciona el presupuesto ideológico de la continuidad del linaje real como elemento legitimador de la realidad en el plano del relato. Resulta oportuno considerar, en este punto, la distancia entre actante y personaje, para repensarla en relación con la tesis de Ernst Kantorowicz acerca de la fusión en la institución del monarca de “los dos cuerpos del rey”, el humano mortal y el político trascendental. El cuerpo político del rey (la realeza) pasará de un rey particular a otro a través de una línea linajística ininterrumpida y armónica que garantiza la legalidad de dicha investidura. En términos narrativos, encontramos una relación análoga entre el actante sujeto-rey y los diversos personajes monarcas que van encarnando esa función de una crónica a otra, vínculo que se establece únicamente en tanto no se rompa el lazo sanguíneo que los une. Interesa ver en este punto el modo a través del cual se interpreta lo real a través de procedimientos propios de la narrativa, o al menos análogos a esta. La crónica no hace otra cosa más que reflejar un modo de pensar lo real ya concebido previamente a través de una estructura narrativa. No serán, entonces, simplemente las crónicas de esos reyes las que se redactarán sino las de “su bisabuelo”, “su abuelo” y “su padre”, tal como se explicita en el Prólogo de C3R. Es decir, la necesidad de componer la crónica no solo responde al afán de completar una labor cronística interrumpida, sino que a su vez se relaciona con el imperativo de presentar el proceso sucesorio de la familia real como una continuidad natural sin fisuras a través de fábulas cuyos protagonistas encarnan un mismo sujeto actante. De este modo, la trama se ajusta a ese esquema por medio del cual la ideología ya habría “escrito” los cauces vectores de la historia con anterioridad. Completar esta suerte de “linaje cronístico”, dota a la realidad de una coherencia en el plano simbólico que ubica a la rama familiar de Alfonso XI en el esquema narrativo que sostiene la sucesión del sistema monárquico medieval castellano.
Ligado indisolublemente a este personaje rey legitimado por una continuidad narrativa, se ubica el rol de la nobleza sosteniendo el poder regio, en una posición tan subordinada como esencial9. En términos narrativos este rol suele asumir la forma del buen consejero, tanto en textos de inspiración regia como nobiliaria. En la C3R la nobleza será caracterizada en términos positivos o negativos en la medida en que se ajuste a ese rol que ideológicamente le corresponde.
En este punto entra en juego la representación social del concepto de “nobleza” que se debate tanto en estas crónicas como en las gestadas en un ámbito nobiliario. La representación como cristalización, como condensación de conceptos, culmina su proceso de instauración en la medida en que se dé lugar a una práctica que refleje dichas representaciones, a la vez que las legitime, quedando naturalizados determinados sentidos, es decir, devenidos necesidades universales. Tomando elementos de la teoría del signo ideológico de Valentín Voloshinov (31-40), podemos decir que la representación del signo “nobleza” que vemos oscilar en las crónicas refleja y refracta a la vez una particular “vida social del signo verbal”, el cual se halla multiacentuado por, al menos, dos polos de intereses opuestos en torno al rol de la nobleza, problema en función del cual tanto la nobleza como la realeza intentarán presentar sus versiones como eternas10. La existencia misma de estos dos cauces de la historia, en los cuales se juega principalmente la significación de “nobleza”, nos presenta dicho signo ideológico como una auténtica entidad bifronte que en unos textos y en otros tiende a tensionarse en una dirección o en la contraria, pero que no puede dejar nunca de evidenciar la valoración múltiple (al menos doble) de la que es objeto en el sistema dentro del cual se gestan estas crónicas. Los intereses opuestos en torno a este concepto posibilitan y generan la redacción de versiones antagónicas de la historia, con caracterizaciones diversas de sus personajes y motivaciones diferentes de los hechos, de manera tal que queda en evidencia la divergencia en torno al concepto de “nobleza” que está organizando, por un lado, la fragmentaria narración de la *Historia dialogada, y por otro la de la C3R.
Por lo tanto, en este punto podemos afirmar que lo ideológico está siendo utilizado en función de lo político. Ya sea que se persiga un objetivo de impronta regalista o bien se reaccione contra él, se recurre al esquema narrativo que en sí mismo contiene la representación de la sociedad como herramienta eficaz para defender causas opuestas. Será posible, entonces, hablar en términos de forma y contenido, siendo la forma la matriz ideológica del texto y el contenido los hechos ya seleccionados a partir de un particular objetivo político11.
Elisa Ruiz García, refiriéndose a la evolución del género cronístico a lo largo del siglo XV, observa:
el oficio tiende hacia una especialización del titular y un nuevo enfoque ideológico. En efecto, las personas elegidas en lo sucesivo serán letrados conocidos y no meros funcionarios. Ello contribuirá a que los textos poco a poco traspasen la frontera del esquematismo diplomático y tiendan hacia una transformación en piezas de carácter literario e intencionalmente comprometidas con una causa. (285)
Esta clase de afirmaciones, precisamente, son las que sortean completamente el problema intrínseco que el proceso narrativo conlleva, asumiendo que el “esquematismo diplomático” logra desligarse de toda “causa”, a la vez que acepta que los textos asumen una determinada “ideología” en la medida en que se alejan de un estilo que presupone la aceptación de un indiscutible valor de objetividad y se desplazan hacia zonas más fácilmente identificables con lo que convencionalmente llamamos “literatura”.
En oposición a este tipo de interpretaciones que trabajan con un concepto que podríamos denominar “no problemático” de ideología, consideramos que el lector medieval debió de aceptar necesariamente al menos estos elementales rasgos verosímiles del orden social −instancia que podría ser entendida como la base de una interpelación ideológica− a la vez que debió haber sido capaz de decodificar conceptos tales como los de “nobleza”, “rey”, “vasallos” en función de las representaciones en las cuales se debaten las tensionadas orientaciones que el texto pretende asignarle a la historia.
Acaso esa crítica de la ideología en épocas precapitalistas que reclamábamos al principio pueda surgir de un trabajo que ponga de relieve la correlación de los textos con el sistema cultural en el cual circularon originalmente, con sus condiciones de posibilidad, con la realidad particular sobre la cual no pudieron dejar de construir y reflejar alguna idea de verdad.
Las condiciones concretas de producción y de difusión del texto medieval nos ofrecen interesantes elementos para comprender más de cerca el modo peculiar en que este “hecho ideológico” del discurso cronístico es percibido por sus contemporáneos o por lectores de épocas posteriores en las cuales todavía el manuscrito sigue siendo un medio eficaz para la transmisión de textos. En el conjunto de testimonios que transmite la CSIV, es posible observar casos en los que las glosas marginales −realizadas en una instancia posterior de lectura, ya que la caligrafía denota una mano diferente a la del copista12− enmiendan el texto de la crónica oficial, haciendo referencia muchas veces a otras versiones de la historia que parecieran coincidir con las crónicas de tendencia nobiliaria. Por supuesto, la gran mayoría de las glosas −como suele suceder en los manuscritos medievales− son anotaciones cuyo objetivo resulta meramente indicial: fechar un suceso, rastrear la aparición de algún personaje o de los integrantes de alguna familia, o simplemente subrayar determinado acontecimiento señalándolo en los márgenes para volverlo fácilmente localizable13. Sin embargo, como señalábamos antes, existe un conjunto de glosas que se torna interesante a la luz de los conceptos analizados anteriormente.
Sobre el final del primer capítulo de la CSIV se lee: “llegó mandado al rey don Sancho en cómo el rey Abenyuçaf, señor de Marruecos, pasava aquende la mar et venía a çercar Xerez” (Saracino Crónica 11). En BNM 10.195 (fol. 65r) advertimos que el pasaje se encuentra acompañado de la siguiente glosa escrita en el margen derecho: “que dize en otra corónica / que estava el rey en Valladolid / quando supo este mandado / que lo oviera por cartas que los de / Xeres l´enbiaron escriptas / con sangre” (Saracino Crónica 13, n. xxx). Es altamente probable que esa “otra corónica” se trate, efectivamente, la *Historia dialogada, ya que esta propone una versión muy cercana de los hechos, en la cual se agrega el significativo detalle de las cartas escritas con sangre, lo cual, lejos de resultar un detalle menor, aporta un fuerte matiz de crítica, de reclamo, respecto de la función protectora que la realeza debería ejercer sobre todas las ciudades que se hallan bajo su dominio:
E estando sobre Xeres, corrian sus caualleros toda la tierra, e estauan los de Xeres muy afyncados, e enbiaron sus cartas al rrey don Sancho a Castilla, escritas con sangre, que sy le non acorriese, que la villa era perdida, e ellos todos muertos e captiuos. E quando el rrey don Sancho vio las cartas, ovo muy grand pesar (BNM 9559, fol.185v a)
La posibilidad de que Salcedo, el glosador de BNM 10.195, conociera en detalle la *Historia dialogada se vuelve muy concreta en la glosa final del códice (Saracino Crónica clvi) donde se hace referencia a “las trobas” de Alfonso X, características de la narración de la guerra contra Sancho en dicha *Historia dialogada, así como también se declara que la versión del asesinato del conde don Lope que transmite dicho manuscrito no se corresponde con el modo en que habrían ocurrido “realmente” los hechos14.
Existe otro tipo de enmiendas sobre las que ya no es posible aventurar cuál sería la fuente en la que se basa el glosador. Por ejemplo, en el capítulo primero, al referirse al momento de la coronación de Sancho, la crónica dice: “Et luego fuese para Toledo et fizo se coronar a él et a la reina dona María su muger”. Esta vez el glosador de BNM 10.195 no agrega información, sino que la corrige: “esta coronaçión / fue en Burgos / avía de ser” (fol. 63 v). Pero, por otra parte, el glosador de Esc. N-III-12 (fol. 57r b), tal vez polemizando con su par de BNM 10.195, plantea: “Coronose en Toledo este rey así que non es [*verdad] que en Burgos”.
Este modo de intervenir el texto nos posibilita, en algunos casos, acceder a información que el inevitable proceso de deturpación que estos materiales han sufrido a lo largo de los siglos nos habría vedado. Un ejemplo elocuente se nos presenta en el año quinto de CSIV. El texto narra la conquista, por parte de Sancho de una serie de fortificaciones, de gran valor estratégico, en la zona de Álava. Si bien los inconvenientes que se presentan los múltiples topónimos de estos fragmentos son abundantes, podemos señalar uno espacialmente problemático: el manuscrito BNM 829 se refiere al “castillo de Caytay” (Saracino Crónica 96, n. 329), mientras que el resto de la tradición propone una enorme cantidad de variantes (Çartay, Cartay, Çarcayn, Çarayn, Çayray, Cayray, Cayrayn, Çaytar, Caray, Caiticay, Cayatin, Cayary, Cayaty y Caycay). Es precisamente el glosador de la copia más antigua de la tradición (Biblioteca de Menéndez Pelayo M563, fol. LXXXIIra), quien aporta, en el margen, la lección que nos permitirá identificar el furtivo topónimo con el desaparecido castillo de Zaitegui (“Çaiteguj”)15.
Como vemos, en algunos ejemplos se advierte a simple vista un interés por explicitar las diferentes versiones de los hechos. Tal como señala Rodríguez Velasco −ateniéndose a aspectos relacionados con la codicología y la bibliología− la glosa tiende a entrar en contienda con el texto, tanto a nivel del contenido como en lo que concierne a los espacios de escritura internos del folio. La actividad del glosador asume el rol del pedagogo que acude a echar luz sobre la materia, aunque, en estos casos pueda poner en tela de juicio la veracidad del texto tutor. Sin embargo, más allá de este aspecto −común a toda actividad glosadora−, lo que resulta significativo señalar es el hecho de que sea posible advertir, en esta operación concreta de puesta por escrito de una lectura, la tendencia a desandar el proceso de homogeneización llevado a cabo por el autor de C3R. Las glosas, en este caso, subrayan la heterogeneidad, marcan los puntos de disidencia, es decir, rompen la unidad formal ideológica de la crónica, haciendo de ese proceso de lectura, que De Certau describe como un “peregrinar en un sistema impuesto” (181). Esta actividad que tiene en sus manos la posibilidad de interpelar los sentidos que el texto intenta condicionar y, a la vez, trazar ese camino subterráneo entre los textos (aspecto que también señala Rodríguez Velasco). De tal modo, se abre el panorama de la información y se problematiza su valor y significado.
Por lo tanto, si bien el objetivo del sistema de glosas presente en estos manuscritos pueda ser acaso partidista, o tal vez solo pretenda, ingenuamente, con una intención que podríamos considerar pedagógica, agregar información a la ya presente en el texto sin intentar contradecirlo, el método −en términos formales, al menos− pone en crisis el procedimiento ideológico por antonomasia: la homogeneización del discurso narrativo16. La glosa, aquí, es una voz que interviene el texto haciendo referencia a otra voz, “otra corónica”; conecta textos, pone en superficie una íntima relación intertextual en la cual subsiste una tensión latente entre sentidos divergentes. En esta clase de actos −no necesariamente en su contenido− es posible advertir los puntos débiles, el síntoma mediante el cual se manifiesta el núcleo irreductible del sistema, su contradicción, su falsedad.
Lejos de pretender dar por válidos los postulados en torno al problema de la glosynge que propone John Dagenais, para quien lo marginal pareciera asumir una jerarquía central y el texto pasara a tener una importancia relativa (Funes “Escritura” 193), lo que interesa señalar aquí es que en los márgenes de C3R se funda (se permite vislumbrar en unos pocos casos) lo que puede ser considerado, al menos, un espacio de discusión que evidencia una pluralidad de puntos de vista sobre los tópicos abordados por la crónica. El acto mismo de intervenir un texto con los rastros de una lectura personal autorizada contradice sus pretensiones de oficialidad y su sentido. Este tipo de glosas “abre” ese espacio donde los textos dialogan, discuten, se silencian, es decir, ponen en escena una contienda dentro de la práctica discursiva detrás de la cual se baten opuestos partidos en una puja por el poder y por sus lugares privilegiados de enunciación.
Notas
1 Además de la reciente edición de Crónica de Sancho IV (Saracino Crónica), los aportes de Saracino (“Algunas observaciones”, “La *Historia”, “La construcción”), deben señalarse los trabajos de Rosende (El texto y “La tradición”) y Benítez Guerrero (“Manuscritos” y La historia) sobre Crónica de Fernando IV.
2 Nos referimos a Sánchez de Valladolid como autor de C3R de modo convencional. En relación con las diversas instancias de composición de la obra ver Saracino, “Algunas observaciones”.
3 Abercrombie, Hill y Turner relativizan la necesidad de pensar en una ideología católica medieval para controlar a la población y, en cambio, proponen: “Hubo una «ideología dominante» medieval que fue una curiosa mezcla de cristianismo e ideas seculares del honor feudal, pero esta ideología estuvo dirigida a la clase dominante. Por lo tanto, se puede dar muy poco contenido sociológico a la afirmación de Marx de que durante la Edad Media «imperó» el catolicismo” (105).
4 En este sentido, Funes (Investigación 127-146) consigue brindar excelente ejemplo de este tipo de análisis. A partir de una selección de textos pertenecientes a tradiciones de lo más diversas, halla la manera de relacionarlos en función de explicitar cómo, a través de procedimientos constructivos fragmentarios, estos tienden a configurar un modo particular de entender la realidad en tiempos de crisis.
5 En este sentido, Abercrombie, Hill y Turner sintetizan los conflictos dentro de la clase dominante en la Edad Media en los siguientes términos: “La historia política de la Edad Media puede ser interpretada como una lucha en la que los reyes intentaron aplicar el principio teocrático descendente y los barones intentaron imponer la naturaleza contractual, ascendente y feudal de la monarquía” (89).
6 Catalán (253) asume que esta fragmentación está indicando de manera contundente la fecha de composición de esta crónica y de ninguna manera su particular jerarquización de los acontecimientos. Ya se ha presentado un análisis más detenido de dicho episodio (Saracino “La *Historia”).
7 Usamos el concepto de paradigmas que define Ricoeur como “tipos de elaboración de una trama surgidos de la sedimentación de la propia práctica narrativa” (483).
8 Ricoeur define trama como “conjunto de combinaciones mediante las cuales los acontecimientos se transforman en una historia o −correlativamente− una historia se extrae de acontecimientos. La trama es la mediadora entre el acontecimiento y la historia. Lo que significa que nada es un acontecimiento si no contribuye al avance de una historia.” (481) Y más adelante: “la trama es la unidad narrativa de base que integra estos ingredientes heterogéneos en una totalidad inteligible” (482). “La trama es esta forma de síntesis de lo heterogéneo” (486).
9 Se ha presentado un estudio de los roles que asume cada personaje de CSIV (Saracino “La construcción”).
10 Somos concientes de que no resulta posible, en este punto, entender al signo como “arena de la lucha de clases” al no ser pertinente hablar de clase dominante y dominada.
11 En términos similares a estos, White (110) señala: “el análisis de la representación histórica de Droyzen nos permite hablar del “contenido de la forma” de un discurso histórico [...] El discurso histórico tiene un contenido que podríamos denominar el objetivo o propósito del discurso, algo que no debe confundirse con su objeto o referente”.
12 Existen casos que contradicen esta afirmación, como el del manuscrito 59-1-19 (Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla), el cual, tanto el texto como sus glosas fueron copiadas por el mismo escriba: Florián de Ocampo (Fuentes-Saracino). Todas las glosas correspondientes a CSIV han sido editadas (Saracino Crónica cx-cxvii)
13 Existen casos curiosos de anotaciones marginales, como el del manuscrito E-6-5373 (Real Academia Española), en el cual el conjunto de las glosas consiste en un resumen exhaustivo del contenido del texto (Saracino Crónica xcv-cii).
14 La referencia a ambos episodios nos hace pensar que Salcedo no se está refiriendo ni a las versiones del manuscrito M563 de la Biblioteca de Menéndez Pelayo (en las cuales el episodio de la muerte de don Lope no varía significativamente) ni a Esc. M.II.2 (en que los versos “Yo salí de mi tierra” no están presentes), razón por la cual debemos aceptar que está recordando (dice que “de todo esto non ay libros en esta tierra”) pasajes de alguno de los testimonios de la *Historia dialogada, aunque la mención de los testamentos nos obliga a pensar que a su vez se refiere a algún ejemplar de la C3R, ya que la *Historia dialogada en ningún caso los incluye. Si tuviéramos en cuenta la similitud entre los epígrafes agregados por Salcedo y los que presenta el manuscrito 1159 de la Biblioteca Central de la Diputación Provincial de Barcelona, podríamos aventurar que este es la fuente de las enmiendas, pero 1159 no transmite los testamentos, con lo cual tenemos que pensar que el conjunto de correcciones provienen de la *Historia dialogada y de algún manuscrito cercano a 1159, que hubiera contenido dichos testamentos del rey Sabio, o bien, en la posibilidad de que Salcedo hubiera manejado una biblioteca aún más amplia y heterogénea.
15 Se ha presentado un análisis más detallado de este problema en el VI Congreso Internacional de Letras, organizado por el Departamento de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires) en noviembre de 2014 (Saracino “Algunos topónimos”).
16 El caso antes señalado del autógrafo de Florián de Ocampo (Biblioteca Capitular y Colombina 59-1-19) resulta un caso ilustrativo de este tipo de actividad. Se trata de un enorme corpus de glosas realizadas en su gran mayoría por la mano de Ocampo que denota la labor de un verdadero erudito, quien seguramente trabaja con una buena cantidad de material del cual obtiene toda clase de información −desde complejas relaciones genealógicas hasta materia de carácter legendario insertas en digresiones de temática heráldica− que se suma al texto de la crónica sin intentar, aparentemente, contradecirlo o enmendarlo, aunque sí echar luz sobre aspectos que el texto no contempla y que parecen volverse relevantes en el contexto en el cual se realiza esta copia.
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Fecha de recepción: 28/11/15
Fecha de aceptación: 18/08/2016