DOI: http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2016-2023
ARTÍCULOS
On the threshold of the amphibious voices: the acuatic imaginary in contemporary argentinian poetry
Franca Maccioni
Universidad Nacional de Córdoba
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
franca.maccioni@gmail.com
RESUMEN: Las obras poéticas de Juan L. Ortiz, Francisco Madariaga, Martín Rodríguez, Javier Cófreces y Alberto Muñoz imaginan un origen anfibio, deltificado entre la infancia y la lengua, entre lo intemporal del mito y lo histórico-político, entre lo subjetivo y lo impersonal, entre la naturaleza y la cultura. Asumiendo un método de lectura también anfibológico (entre lo simbólico, lo fenomenológico, lo psicoanalítico y lo estético-político) proponemos recorrer el modo como cada una de estas escrituras imagina, de manera singular, el espacio-tiempo del origen como poema, es decir, haciéndolo coincidir con la escritura misma que lo nombra.
PALABRAS CLAVE: Juan L. Ortiz; Francisco Madariaga; Martín Rodríguez; Poesía argentina; Siglo XX
ABSTRACT: The poetic works of Juan L. Ortiz, Francisco Madariaga, Martín Rodríguez and Javier Cófreces and Alberto Muñoz imagine an amphibian origin between childhood and language, between timeless myth and historical-political time, between the subjective and the impersonal, between nature and culture. Assuming a method of reading that is also amphibious (oscillating among the symbolic, phenomenological, psychoanalytic and political-aesthetic), we intend to explore the ways in which each of these works imagines, in a singular way, the space and time of origin as poetry, that is, making the word and the object coincide.
KEYWORDS: Juan L. Ortiz; Francisco Madariaga; Martín Rodríguez; Argentine poetry, XX Century
Todo comienzo es violento: escinde, separa y genera; dona y dona también lo que falta como falta1. Todo comienzo es del agua2, todo origen es ambiguo, anfibio. No sabemos quién fue el primer hombre en hablar y han sido por eso numerosos los filósofos que fabularon el punto originario de (in)articulación entre infancia y palabra, hombre y lenguaje. Desconocemos, también, el comienzo de cada uno de nosotros que se nos expone, como dijera Pascal Quignard, como una imagen que falta3 a la que buscamos incansablemente como nuestro destino. Tampoco es posible localizar el espacio-tiempo exacto en que una lengua, una historia y un territorio se vuelven una lengua, una historia y un territorio nacional, compartido. Somos criaturas que no disponen de su comienzo, afirmaba en esta línea Peter Sloterdijk, anunciando que en esa falta se expone nuestra máxima potencia. En tanto somos “un poder-comenzar-ya-comenzado” estamos, por eso, destinados a fabular el comienzo, a asumir la tarea de recomenzar el comienzo ya comenzado de la lengua, del sujeto y de la historia, poética, imaginaria y ficcionalmente.
En la estela que abren las tensiones de estas afirmaciones iniciales quisiéramos explorar en este trabajo algunas escrituras poéticas que se trazan a partir de diversas intelecciones imaginarias en torno al polo material acuático del Río Paraná, sus orillas, sus territorios-islas móviles y afluentes. Elegimos, para ello, detenernos principalmente en ciertos lugares de las obras poéticas de Juan Laurentino Ortiz, Francisco Madariaga, Martín Rodríguez y Javier Cófreces y Alberto Muñoz porque entendemos que, a pesar de sus diferencias de modo, todas ellas imaginan un origen anfibio, deltificado, situado a medio camino entre la tierra y el agua, pero también entre la infancia y la lengua, entre lo intemporal del mito y lo histórico-político, entre lo subjetivo y lo impersonal, entre la naturaleza y la cultura4. Cada una de estas escrituras, de manera singular, imagina un origen que es, al mismo tiempo, irrecuperable (infantil, singular y subjetivo), un origen atemporal de palabra que fabula el momento en que se articulan vida y lenguaje, pero también un origen histórico y político del territorio nacional.
Centradas en la imaginación poética del territorio anfibio de las islas y del Río Paraná estas escrituras fabulan una topología del origen como poema, haciéndolo coincidir con la escritura misma que lo nombra. Como lo recuerda Roxana Páez, “Bachelard da el nombre de topofilia a esa atracción por ciertos lugares que se convierten en espacios de posesión y por eso mismo en ‘espacios cantados’, ‘espacios vividos’ con las ‘parcialidades de la imaginación’, porque son ‘vividos’, diría, en su materialidad escrita” (8). Y quizás por ello, por esta relación topofílica con el río, la materia del agua obra en la lengua de estos poetas que se ve afectada por el movimiento constante, por la fluidez del agua que le otorga la apariencia de una continuidad indiscernible al mismo tiempo que va sedimentando sentidos oscuros y barrosos en un fondo abisal. Nos encontramos frente a poéticas que se escriben deltificadas o, dicho de otro modo, que dispersan, exasperan en su torrencial de palabras la distancia entre el significante y el significado, aíslando (a-isla) el sonido y el sentido, creando (por excesos, turbulencias, ramificaciones) islas desterradas de la dimensión solidificada de lo significante y de lo paradigmático que obliga, como notara Roland Barthes en Lo neutro, a optar por un término en desmedro de otro (51). Como ya lo dijera Nicolás Rosa “la deltificación es una figura retórica fluvial, entre el Paraná y el Nilo, donde las vertientes se diversifican y se entremezclan borrando la propiedad del suelo poético” (85). A partir de entonces, el suelo poético será ya no el de la tierra firme sino el del limo impuro5, el del fango depositado a medio camino entre el agua y la tierra. De este modo, las diversas fabulaciones del origen que traza cada una de estas poéticas cohabitan en la liquidez de su escritura imposibilitando optar por uno de ellos (infantil, lingüístico o nacional). Y es, mediante este procedimiento anfibológico, que delinean su apuesta estético-política más fuerte.
Adentrarse en estas aguas deltificadas en un intento por atender al modo como fabulan imaginariamente orígenes anfibios6 demanda de nosotros, lectores, la necesidad de adoptar también una posición anfibológica de la lectura porque, al menos en los casos que aquí quisiéramos pensar, como anuncia uno de los versos de M. Rodríguez, “el agua mezcla/ no lava” (Natatorio 19). Por lo tanto, una lectura que se proponga como el lugar de resonancia (de repercusión, re-flexión o reflejo) de la singularidad de los imaginarios poéticos del tiempo, del espacio y del ritmo que generan las escrituras en cuestión, deberá hacerse eco ella también de esta impureza y convocar para leerla distintas tradiciones teóricas: la fenomenológica, la simbólica, la psicoanalítica y la propuesta de lo que, de manera general, podríamos denominar las teorías estético-políticas de la imagen en el pensamiento filosófico contemporáneo.
Comencemos fabulando nosotros también un origen desde donde dar inicio al recorrido que aquí quisiéramos desplegar. Según relata Liborio Justo en la introducción a El Carapachay (2011), Sarmiento toma posición de las tierras del Delta, a las que decide mudarse, disparando con su carabina como lo hicieran otrora los conquistadores de la tierra nueva, e inicia con la violencia de ese gesto lo que denomina la invención de las islas. Esta invención comienza con el trazado mismo de la palabra que la nombra y fabula el mito de su origen culminando, finalmente, con su ingreso en el terreno de lo jurídico que dispone la ley de su habitar. En el principio era el junco, anuncia Sarmiento emulando el relato bíblico, para indicar aquella primera presencia natural que supo detener el agua obligándola a deponer su limo para la formación de lo que luego sería el territorio isleño. En la escritura de Sarmiento, el origen de las islas funciona, al mismo tiempo, como el comienzo narrativo de lo que será el relato de su creación, que concluye del siguiente modo:
El sexto día de la creación de las islas, después de toda ánima viviente, apareció el carapachayo, bípedo parecido en todo a los que habitamos el continente, sólo que es anfibio, come pescado, naranjas y duraznos, y en lugar de andar a caballo como el gaucho, boga en chalanas en canales misteriosos, ignotos y apenas explorados, que dividen y subdividen el Carapachay en laberinto veneciano, nombre lógico que presta al país los hombres que lo habitan, al revés de otros países que dan su nombre al habitante, como de Francia francés, de España español. Aquí existía el carapachayo, sin que hubiera Carapachay, que nosotros hemos tenido que inventar, ya que nos ha cabido el honor de ser el primer Herodoto que describe estas afortunadas comarcas (55).
De alguna manera, estas palabras escritas durante la segunda mitad del siglo XIX, delinean lo que será a la vez un deseo, una urgencia y un programa que se continúa aún en la escritura poética de nuestros días. A pesar de las diferencias estéticas con las que cada una de las escrituras aquí convocadas asume la tarea, se tratará en todo caso de inventar, de fabular el territorio del río y de las islas como poema, de escribirlo y dejar constancia de su origen imaginario en el que emergen al unísono la tierra del agua y la palabra que la nombra, el sujeto, la ley y la nación en la que habita. Sin embargo, a contracorriente del gesto sarmientino que conquista con la palabra (europeizante) y la ley soberana el espacio misterioso de estas tierras, los poetas que aquí convocamos intentarán a su modo recuperar la voz inmemorial de esos antiguos habitantes anfibios7 que queda desoída en ese relato significante. En los hombres anfibios, reconocen no sólo la imagen especular del nacimiento individual irrecuperable sino también la de aquel que dio origen al territorio nacional y que aún subyace en la lengua: en esa “subjetividad anfibia” que Paolo Virno piensa en su libro Cuando el verbo se hace carne para rescatar justamente los aspectos preindividuales que se conservan en el sujeto y en la lengua maternal y pública (231)8.
Cófreces y Muñoz, por caso, recuperan de manera explícita la necesidad de inventar las islas en la apertura de su gran proyecto Tigre, cuando afirman: “La isla es un sistema inestable, dinámico o cuántico que transcurre como Dios, fuera de nuestros intereses. La isla que nosotros escribimos no está en la isla, pero esa naturaleza menor e inventada nos ha brindado una buena parte de la felicidad. En este libro esa territorialidad está concebida como Poema” (9). La territorialidad poética compleja que se traza en sus más de 400 páginas convoca, al mismo tiempo, la pluralidad de voces, imágenes, crónicas y poéticas que desde “hace más de quinientos años” intentaron dar cuenta de ese espacio con lo que los autores nombran como “ojos de tigre” (15). Es en este sentido que su escritura fluida recorre, con el vaivén mismo del río, el complejo “chorrear de cosas dichas” (Foucault 19) en torno a este paisaje: desde las visiones fascinadas de quienes dejaron por primera vez constancia de su visita a las islas, hasta las violencias etnofóbicas que tiñeron de rojo el marrón del río, pasando por las contemplaciones misioneras de los padres franciscanos, hasta las notas de científicos, botánicos, abogados y turistas que visitaron estas tierras. Al recorrido bibliográfico por las primeras fabulaciones imaginarias del paisaje de las islas, los poetas suman luego sus propios “apuntes a bordo” que dejan constancia por la escritura de las imágenes del agua y sus orillas, de ese paisaje donde “lo ‘mismo’ es cambiante, una renovación intolerable” (Cófreces y Muñoz 33). Este fluir incesante y fagocitante del agua que corrompe con su movimiento “las pequeñas o grandes construcciones del hombre en las islas” (Cófreces y Muñoz 35) se convierte también en procedimiento y ritmo de la escritura de este libro que incorpora textos, voces, personajes y leyendas de otros tiempos de los cuales no sabemos con certeza si tuvieron o no lugar en la historia efectiva, pero que, sin embargo, cooperan en la tarea de imaginar un comienzo para estas tierras-ya-comenzadas. Así, Tigre nos entrega en su recorrido un registro deltificado y complejo que entreteje en la escritura una diversidad de imágenes y relatos entre los que se encuentran, por ejemplo, las fabulaciones de un primer pornógrafo de las islas, un bestiario, un minucioso trabajo poético de descripción de las aguas, la fauna y la flora vueltas –parafraseando el título de uno de los libros que componen este proyecto– Canciones de amor vegetal, el registro de mitos y leyendas, un glosario de islas, aguas y barcos, así como también un poemario de principios de siglo XX, de Celso Caragatto titulado El cementerio móvil.
Si nos centramos, por cuestiones de extensión, tan sólo en este último poemario, es posible observar que ya en esos años el río convocaba en la imaginación poética el vaivén anfibio que quisiéramos explorar en este trabajo. Nos referimos al movimiento que va desde la fascinación por el paisaje, la exuberancia de su fauna y flora, a la pregunta por el origen que no puede ser acallada por ninguna explicación y demanda por eso la imaginación y fabulación constantes. Tal es el caso, por ejemplo, de uno de los poemas, no casualmente titulado “A mí nadie me ha explicado”, en el que se lee: “A mí nadie me ha explicado/ cómo llegaron hasta aquí/ desde el Chaco,/ negrazos/ como perros del monte./ Cómo hicieron sus casas./ Qué los trajo, si el agua/ o el camalote ayuyado./ Mi padre y mi madre/ no me han dicho nada” (Cófreces y Muñoz 353).
A la pregunta por el origen, se suma también aquí la pregunta por la lengua y la escritura, la pregunta por la necesidad y la relación del canto poético del hombre respecto de un croar primitivo e inarticulado. Pero también surge la atención dirigida a esa memoria histórica del río que aún reverbera en su fluir para este poeta que sabe que “El río es un cementerio móvil”: “El río es un cementerio móvil./ Se lleva las cruces, las carretillas/ y las ropas/ de los pobres./ Los que se van por agua/ llegan lejos:/ los ojos cerrados/ para que lo visto/ no se moje” (Cófreces y Muñoz 350). Estas imaginaciones disímiles en torno al origen, como veremos a lo largo de este recorrido, son recuperadas, expandidas y repensadas en la singularidad de cada una de las escrituras poéticas convocadas, en las que nos detendremos a continuación.
El imaginario que se traza en los poemas de Juan L. Ortiz acompaña el vaivén que va de la continuidad del río con lo existente, en lo uno indiviso que antecedía a la diferencia que introduce la lengua, al surgimiento de la historia y las nuevas divisiones sangrientas que con ella se introducen (nacimiento de la cultura, del Estado, de la propiedad privada, de la religión, de la división del trabajo, entre otros). Ya desde su segundo libro publicado, El alba sube... (1933-1936), encontramos esta dualidad. A la experiencia extasiada del milagro que lo rodea, no escapa, sin embargo, la pregunta por el “vacío negro” y el estremecimiento ante la miseria y el dolor de los que lo circundan: “No, no es posible./ Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia” (Ortiz 197). El poeta sabe que la diferencia de clase (que se suma a la introducida por el lenguaje articulado) ha trazado, podemos decir parafraseando a Jacques Rancière (2009), una distribución desigual de lo sensible, haciendo que la dicha, la gracia primera, ya no sea igualmente audible para todos. Quizás lo que se ha perdido, al menos como estado compartido, es lo que el poeta en una entrevista realizada por Tamara Kamenszain llama “estado de infancia”: “Llamo estado de infancia a esa frescura, sensibilidad, disponibilidad, a esa apertura hacia todo lo que aparece; hacia todo lo que parece viejo y es nuevo. Hasta la materia misma puede acceder a lo que llamamos vida, y la poesía es el descubrimiento de la realidad interior de las cosas” (Aguirre 44).
Ese estado de infancia que aparece como experiencia originaria perdida, podemos pensarlo ligado a lo que León Rozitchner postula como “ensoñación material originaria” materna. Dicha ensoñación señala hacia el seno de lo uno “donde lo imaginario y lo afectivo formaban una única y tenue sustancia, emanación sentida de la cosa” (11) previa a la incorporación de la lengua del padre que introduce lo especular separando la cosa del significante. Es a esa separación a la que Ortiz parece aludir como el “drama del hombre” (211), lo que imposibilita a todos deparar en la dicha de lo próximo e impide a las “almas más ignoradas” abrirse “a los/ signos más etéreos/ del día, la noche,/ y de las estaciones…” (214). Y es ante esta constatación que el poeta intenta crear con su voz un espacio común, un espacio ético-político-poético capaz de volver sensible y compartida la gracia donando con su escritura un canto, una voz que recupera en breves “reflejos mágicos” (213) el anhelo musical, infantil: “lo que el reflejo y el ritmo/ del río, lo que las flores/ agrestes, lo que los árboles,/ no pueden comunicar?” (224).
Y en esta pregunta, de la que surge la apuesta de Ortiz, resuena también la crítica que Walter Benjamin (2001) realizara a la concepción “burguesa” del lenguaje que lo postula como un medio (transparente y eficaz), creado convencionalmente por una comunidad para comunicar sus intenciones. Para Benjamin, dicha concepción olvida ese matiz originario totalmente otro de la lengua que el filósofo alemán piensa como espacio-tiempo en donde todas las cosas comunican necesaria e inmediatamente su contenido espiritual. Según Benjamin, de lo que se trataría es de pensar y trazar una lengua que lejos de ser el instrumento de comunicación de objetos materiales (concebidos, a la vez como cognoscibles, apropiables y mudos) aparezca como el lugar-tiempo del deseo que traduzca en el nombre infantil y poético (pensado como escucha), esa comunicabilidad de los seres, esa dicha, volviéndola compartida.
A este origen infantil de la lengua imaginado como perdido, se suma la pregunta por otro comienzo (este sí, históricamente datable y en estrecha relación con la pérdida mítica anterior), que otorga a la escritura de Juan L. Ortiz la anfibología que intentamos pensar. Se trata de la pregunta por el origen del poblado que en El alba sube… comienza como asombro (“¡con qué extraña gracia como una aparición,/ del ajeno alumbrado, vago aún, surgiste!”) y culmina con la pregunta “¿Viven aquí los hombres, viven aquí los hombres?” (198). Dicho interrogante, incluso en su sorpresa, recuerda la violencia que oculta todo comienzo, el rugir que desentona con el canto primero instalando en su lugar una marcha guerrera que ritma el destino lineal, progresivo y mortal en el que coinciden, al mismo tiempo, el surgimiento del lenguaje articulado y técnico y el desarrollo soberano del Estado-nación. Allí se lee: “Sí, yo sé que un hilo de flauta/ es despreciable para vosotros./ Que las canciones de marchas son las a vosotros debidas,/ ahora en que es necesario ir, bajo ráfagas de fuego, acaso/ a ayudar nacer el mundo nuestro y vuestro” (Ortiz 222).
Estas preguntas anfibias que se interrogan al mismo tiempo por la continuidad perdida de una gracia infantil anterior a la descomposición de la naturaleza en paisaje y del canto9 en marcha violentamente articulada con vistas a un fin histórico-político concreto (que coincide con el surgir del pueblo y la nación) serán luego recuperadas con toda su fuerza en el último poema “de largo aliento” incompleto titulado El Gualeguay.
Este poema extensísimo imagina, en una suerte de personificación del río, los diversos acontecimientos que hacen a su origen y a su historia y aún la flora y la fauna se van encadenando en su escritura mediante sílabas que se enhebran unas a otras en la liquidez de la lengua guaraní. En el poema, el guaraní es recuperada como lengua anterior, materna, “melodía primera y ritmo primero”, que aún conserva en su sonido-sentido las huellas “de la maravilla, o del deseo y o de la queja” (Ortiz 668) que motivó su nombrar. Pero nuevamente esa unidad de la naturaleza y la lengua, donde aún eran una todas las cosas “una, con él, con el río, como otros hijos, con el cordón todavía/ en la misma fuga nómade…” (669) se ve interrumpida por la pregunta que desplaza el idilio: “Sólo esto es cierto, sólo esto?” (670). La tristeza surge en el poema al tiempo que se traza la introducción de la diferencia, aquella que ingresa con la división del trabajo, con las armas, la ley y el sacrificio de las cosas a favor de lo útil. A la violencia de la cultura se suma luego la violencia evangelizadora que supo imponer un nuevo “amor” a martillazos a despecho de la religación y la hermandad que ya existía. El río comienza entonces a teñirse de rojo-sangre con la inscripción de la ley en el territorio, aquella que vino a trazar fronteras y propiedades introduciendo “ah, la locura por los papeles de los límites,/ con los ‘derechos’ a la medida de la sangre indígena vertida,/ rasgando hasta su aire…” (681). Las consecuencias de la urbanización así como también de la instauración de una economía ganadera privada que supo marcar a fuego sobre los animales los indicios de su circulación, ahora mercantil, resuenan en el río como un eco de nostalgia por el “otro paraíso, naturalmente, sin alambres” (694) que se sabe para siempre perdido. Desde entonces el río se vuelve el fluir especular en el que se reflejan las súplicas y los gemidos, el “horror del sufrimiento” y la crueldad de la guerra. Y, en este poemario, es la guerra la que condena a los anónimos a buscar “oscuramente el olvido al defender una patria aún de niebla” (704) y arrastra con ellos a animales inocentes que “no tenían que ver nada, ellos, con la ‘historia’ de esos dueños/ que debían matarse entre sí/ para que ella, la ‘historia’, tomara o no tomara el camino/ del ‘25’ de todos,/ y la palabra ‘hombre’, al cabo, diera a pesar de ello, o con ello,/ el orgullo del metal?” (715).
Allí, en los días de “láminas de plomo” donde “el río entonces devenía, así,/ un niño,/ un niño perdido, perdido, en un destino de llovizna,/ con angustias de cinc,/ entre unos aparecidos de herrumbre, humillados, humillados,/ por los caminos de la ráfagas…” (689), la sensibilidad de esta materia imaginaria convoca a la vez la nostalgia por un origen imaginario, indiviso, que se fabula perdido al tiempo en que comienza la lengua y la historia nacional. Este origen mítico, indiviso −inexistente podríamos decir porque, como afirmara Silvio Mattoni, Ortiz sabe que: “no hay retorno a la naturaleza, que ya se está y siempre se estuvo en lo separado, en la escisión del mundo y la sensibilidad, en la individuación” (44)– signa el comenzar utópico de la escritura del poema que, en adelante, intentará reparar lo escindido a través de su trabajo con el ritmo, con el despliegue imaginario del tiempo y el espacio en la página. A partir del verso 2494 la escritura modifica la alineación y culmina con una disposición fluida del poema en la página trazando con su “(continúa)” final, el incesante movimiento del agua cuyo correr no acaba nunca. Y en la potencia de ese gesto se traza además, creemos, su apuesta estético-política más fuerte: oponer al trazado violentamente soberano (de la lengua, la ley, la economía y el Estado) que distribuye lo sensible en posiciones fijas –determinando con ellas lo que es dado a hacer, sentir y decir– el fluir rítmico y sensible del río que se entrega “sólo a los encantamientos que fluctúan/ […] y no a definir las posiciones o el lugar de las figuras” (Ortiz 739) en nombre de un proyecto fundacional unívoco capaz de justificar la violencia en su nombre. Para decirlo nuevamente con Mattoni:
La utopía de Ortiz no aspira a una fundación de otro lugar sino a disolver el lugar inmediato en una zona que ya existe, allí donde lengua y naturaleza no están divididas, donde el poema reflexiona y ensaya la liberación de toda forma demasiado circunscripta, donde lo sensible piensa y el pensamiento se eleva, como una aureola en el atardecer de la costa, desde la mirada que nos devuelven los materiales primarios e inanimados de la vida (52).
La escritura de Ortiz se sostiene, entonces, en esa posición anfibia que traza, al mismo tiempo, una relación con la vida “bios” y con el origen mítico e histórico aunque manteniéndose en el fluir sin optar, soberanamente, entre uno u otro. Es, mediante este procedimiento, que su escritura delinea su apuesta más importante: emular el “ir y venir” del río anterior a la definición de “categorías” y “jerarquías” (“hasta cuándo, hasta cuándo iba a seguir/ con esos ‘metafisiqueos’” (741)), dejando que el agua obre en su ritmo, su sensibilidad y su pensar.
La compleja poética de Francisco Madariaga aloja sin dudas, también, aguas a montón; aguas que forman esteros, lagunas, barros y espejismos de palmeras, niños, madres, tigres, pájaros: imágenes complejas de un espacio originario de infancia que emergen como “acuarelas móviles” del paisaje. Sabemos por voz del mismo poeta (Madariaga Un palmar 9) que su escritura se traza en la relación con un objeto de deseo que no coincide con el canto patriota de los “poetas oficiales” “pajarracos de la patria” (Madariaga Tren 54), tampoco con el canto nostálgico-tanguero y menos aún con el “cantor riente”, “cantor veloz” que carece de memoria. “Yo no tengo país,/ tengo isletas coladas por el agua” (109) dice en un verso y en otra ocasión afirma:
Mi relación es con el país natal, no con una nación jurídicamente hablando. Sí con una tierra que ofrece posibilidades a la imagen, a las contradicciones, que va desde la cosa más realista hasta la cosa más religiosa. El paisaje natal va a desaparecer irremediablemente, ferozmente barrido. De ahí nació la necesidad, la urgencia, de escribir acerca de aquello que se extingue. No es una idea conservacionista, es otra cosa. Necesito dejar constancia de ese paisaje, aunque me apunten en contra (Casas 30).
Y lo hace. Escribe o, mejor, canta de otro modo, podemos decir parafraseando uno de sus versos: canta en su boca el canto ardiente de otras bocas. Canta los cantos de otro tiempo que reverberan aún en el paisaje, canta los cantos de los árboles, los bosques, los llamados del agua y del aire. Acoge el canto de esos “Pájaros del estero, llamándonos al fondo de otro reino oculto debajo de todas las aguas” (Tren 64) y escribe en imágenes los colores, los olores y las voces de aquello que ya no se oye en los “ponzoñosos mundos/ del interés humano” (95). Canta como si quisiera “relatar perdidas cosas” (64): memorias inmemoriales de una infancia alojada ya no en los límites de una conciencia subjetiva e histórica, personal, sino más bien en el paisaje y en los seres que lo habitan. Lanza “cohetes a la luz de la luna, cohetes de la infancia, pero surgiendo de los pantanos, de los ojos de los gatos monteses hundidos en el agua” (65).
Y en ese espacio imaginario también se alojan diversas “apariciones” de antaño, recuerdos ardientes de guerras, “tumbas salvajes”, “sombras de desgracias, devueltas por las aguas” (77). Eros y Tánatos se dicen al unísono en la voz de este poeta que tiene “un collar para todo lo que arde” (78) y un oído para todo lo que ha dejado de llegar hasta nosotros: “Acordeón de ranas, del nivel del dolor,/ aquí suena el oro en el agua/ creando el amarillo de los niños,/ la exuberancia de los dedos,/ la saliva del sexo” (83).
Y entonces, podríamos pensar, es como si Madariaga imaginara y buscara en su escritura una lengua originaria cercana al canto anfibio de ese coro de ranas primitivas y de niños que aún hoy reverberan en el agua y sus esteros, como modo de exponer en el ritmo de la escritura ese país natal imaginario, originario, infantil y deseado. Y para hacerlo, podemos decir retomando al Foucault lector de Brisset, Madariaga opta, él también, por “convertirse de nuevo en un niño para comprender la ciencia del habla” (Foucault 47), para descubrir que lo que se oye en el origen es la lengua tal y como hoy la hablamos sólo que en estado fluido y cantante. El origen primitivo del habla sería, para este poeta, un lenguaje en emulsión en donde, “las palabras saltan al azar, como en las ciénagas primitivas nuestras ranas antepasadas brincaban según las leyes de una suerte aleatoria” (14). Imágenes y palabras saltan y se acurrucan, en esta poética, formando juegos sonoros novedosos en los que reverberan las escenas violentas y deseantes que dieron origen, que formaron “poco a poco ese gran ruido repetitivo que es la palabra” (25).
Los juegos sonoros se convierten, entonces, en canto adorador, en imágenes-cantantes de la delicadeza; una delicadeza que, sin duda, no se homologa sin más a la que supo trazar en su escritura Juan L. Ortiz (vuelta palabra minimizada, palabra junco, melodía que fluye al compás del río). Acaso debamos pensar, en cambio, que en las imágenes que expone la escritura poética de Madariaga (imágenes modernas en colisión con la naturaleza) lo que hay es una delicadeza ligada al deseo que desbarata lo esperado, que pervierte lo funcional de la sintaxis para hacer de ella el lugar de “goce de lo ‘fútil’ (< fundo: que fluye, que nada retiene)” (Barthes 77). La escritura de Madariaga, en suma, centellea con la compleja “delicadeza de este reino de ahogados” (Madariaga Tren 100), escribiendo e imaginando ese “país natal” como “leyenda de amor” (100). Porque, como anuncia uno de sus versos: “La poesía, ¿qué es?/ un hada bellísima, fanática, feroz, puesta sobre/ la tierra exclusivamente para salvar el amor/ humano y todos los amores” (102). Su poesía salva el amor o, mejor, salva la apertura que es el amor y expone, como dijera Alan Badiou, el territorio deseado desde el punto de vista de lo múltiple, desde la diferencia: aquella que traza el surgir imaginario del territorio y su historia al tiempo que se niega a disponerlo como objeto fetichizado de la mirada, la representación o el interés. Cantando con imágenes anfibias, fluidas, deltificadas, la escritura de Madariaga no sedimenta en un sentido unívoco porque acoge en simultáneo las voces múltiples de seres animados e inanimados, presentes o desaparecidos, incluso violentamente borrados. Porque, como dijimos, en esta escritura que se abre a lo múltiple en imágenes delicadas, no cesa de oírse también el recuerdo ardiente, sangrante y feroz de la historia con sus muertes, luchas y dolores. Pero es por eso justamente –como en Juan L. Ortiz− que lo que este canto no emula es el gesto violento de la historia trazada sobre la distribución desigual de lo sensible, aquella que acalla voces y seres diversos para fundar un proyecto homogéneo de lengua y de nación. En su escritura, Madariaga confiesa en cambio: “todo quiero cantar […] sin epílogo histórico, sin capítulo cerrando al estilo del buen cuento jurídico y civil quiero descubrir por qué estas aguas se pudren en su belleza por transfusión de sangre y pobres bocas muertas sonriéndole al espacio del ras” (Tren 133).
En esta escritura, la fabulación de ese territorio infantil deseado y de esa lengua originaria en la que aún resuenan los traqueteos violentos que dieron origen a la lengua nacional, a contramano del gesto sarmientino, las imágenes y el canto no detienen su fluir en el discurso de la ley, la patria o la técnica. Sosteniéndose en un canto anfibio y singularísimo, su ritmo aún resuena en algunas poéticas contemporáneas que ensayan, también en la imaginación material del agua, su propio modo de fabular la lengua y la historia por fuera de los discursos fundadores y soberanos del Estado. Quizás por eso, Fabián Casas haya afirmado, en una breve reseña dedicada a la antología poética de Madariaga que “hoy, en nuestra literatura, la poesía de Madariaga vive y se resignifica en la del joven poeta Martín Rodríguez. Como si fueran uno solo” (31).
En la poética de Martín Rodríguez la imaginación del agua y del origen ocupa, también, un lugar privilegiado. El agua que “mezcla/ no lava” obra de manera continua en esta escritura que ensaya, no un origen radical (ex nihilo), sino un nuevo comienzo que figura, a partir de lo que hay, un campo de relaciones inédito. Ya en su “trilogía del agua” (compuesta por sus primeros libros publicados Agua Negra (1998), Natatorio (2001) y Vapor (2007)) Rodríguez trazaba con el lenguaje en el agua negra de la historia, un natatorio que concentraba los distintos elementos de la vida con sus materiales orgánicos y simbólicos, mezclados a alta temperatura, en ebullición. Lo que surgía de allí era el vapor de este caldo seminal, vapor que recuperaba los restos de los grandes relatos y saberes de la tradición pero como partículas flotantes que habían dejado atrás la pesadez solidificada de lo consolidado (de la Lengua y la Historia) para ser retomados, en cambio, como murmullo, leyenda, imágenes. Indagando en los orígenes de lo múltiple, inscribiendo el nacimiento de algunas de las ‘construcciones’ más importantes de nuestro tiempo (por ejemplo: el sujeto, el Estado, la lengua), Rodríguez imaginaba ya desde sus comienzos un origen anfibio, situado a medio camino entre el origen infantil, mudo, y el origen de la lengua; entre el tiempo mítico y el de la historia nacional.
Sin embargo, para el recorrido que proponemos realizar en este trabajo, son sus últimos libros publicados, Paniagua (2005) y Paraguay (2013), los que resultan ejemplares para pensar estas dimensiones en tanto se dicen en torno a la imaginación material del Paraná (y su afluente: el Río Paraguay). Ambos ríos en su materialidad conservan, para el sujeto imaginario de estos poemarios que se traza en la figura de un personaje también anfibio (“Paniagua en el Umbral de un hombre” (Rodríguez Paniagua 17)), los restos tanto del origen mítico perdido que se fabula como un “paraíso” anterior, acuático y pre-natal, como del comienzo violento que implica la incorporación del lenguaje y con él, el ingreso del sujeto a una historia, también ella de violencia continua. En esta poética el “El río sigue/ como cinta de los vivos a los muertos” (21) y arrastra, al mismo tiempo, “la cuna en un bote,/ las flores y las balas/ por el río Paraguay” (27). Al recuerdo inmemorial que trae el río de una lengua fluida, acuática (“el agua corre antes que el agua, el agua moja al agua,/ y continúa la serie./ […]/ Antes que la leche está el agua” (15)) violentamente interrumpida por la lengua del padre (por el “frío de la paternidad” (52)) que instituye el corte y el nombre (“el hilo se cortará/ y el ánimo dará su fruto: un terror/ en la mente/ empezará a nombrar/ lo que hasta ahora era humo./ En el primer día del mundo” (23)) se suma, luego, una violencia histórica. En su último libro, la violencia encuentra un lugar paradigmático en el acontecimiento de la Guerra del Paraguay (guerra que funcionará como referente histórico privilegiado del poemario Paraguay) donde, como anuncian ya los versos de Paniagua, “la política del vino y el agua chocándose en sus vasos / […]/ siguen su lucha de civilización y barbarie” (21). Ya en este libro, Paniagua, el río se tiñe de rojo-sangre y “¿Adónde lleva el río? A una ciudad que está ardiendo” (28), a un “país, bajo el agua”, a la constatación de que “ya no existe el paraguay” (13).
Y es ante esta constatación que Paraguay se escribe como un poemario centrado en el imaginario de la guerra; un poemario que es, él mismo, una máquina de guerra que hace de la violencia su tema y su procedimiento, no solo de escritura sino también de lectura de su tiempo. Es un libro que viene a decir, recuperando las palabras de Juan Bautista Alberdi que titulan uno de sus poemas, que no “existe sobre la tierra autoridad alguna, por justa y liberal que sea, que no haya comenzado por ser despótica” (Paraguay 85). No hay comienzo que no haya sido violento y quizás tampoco haya violencia que no funde un comienzo. Toda violencia empleada como medio, ha sido y es, a la vez, fundadora y conservadora de derecho. El río de esta escritura poética arrastra esta memoria hasta el presente, aunque nos llegue como agua decantada, purificada:
En el agua del río bajaba ya (casi) hervida… Y bajaba (¡es el paranacito!)
con yerba en sus burbujas
[…]
El agua recorre antes de llegar a la boca
el laberinto de sus cañerías, el fósil de ese cuerpo-caracol. Y llega lavada,
bendita. ¡Bendita! Con un sedimento de huesos lunares. (Paniagua 34).
En Paraguay la guerra insiste como acontecimiento fundante: acontecimiento que funda un mundo, este mundo, el que habitamos y del que somos herederos. Y lo funda por fundición. O mejor, la guerra es el espacio-tiempo de una gran fundición: “la fundición es un conventillo de utensilios y creencias” (Paraguay 16). “Una vez un país fue a la guerra”. Así se titula uno de los poemas que dice: “Argentina fue a la guerra./ Paraguay fue a la guerra./ Brasil fue a la guerra./ Y cada uno fue con todo lo que tenía adentro” (53): metales, banderas, niños, creencias, lenguas, porque en la guerra todo vale por la dureza de su resistencia. Dice el poema: “Madres con campanitas colgadas, los anillos dorados, las cruces,/ entrando ellas mismas al fuego, y saliendo del fuego/ con sus hijos en brazos: la verdadera joya familiar hirviendo” (16). Metales y niños aparecen fundidos para hacer materia de cañón o, como dice otro de los versos, para hacer “el elemento de tu moneda” (13).
Una gran fundición para ir hacia. Nuevamente la guerra como origen histórico fundante de la nación se continúa en el lenguaje articulado como origen violento del sujeto porque el problema aquí son las preposiciones. El para, el hacia: el cántico guerrero del “último «marchemos», y el dedo índice apuntando a un lugar porque, de fondo, había que huir hacia adelante” (152). Y adelante, para esta poética, no hay nada. El progreso, si aún tiene algún sentido, si lo tuvo alguna vez acaso, sólo ha sido el de justificar la marcha y la guerra. Hacia adelante solo resta el territorio que disputamos en el imaginario, territorio que, sabemos, en la historia argentina se figuró virgen, desierto, como la posibilidad inédita de fundar un mundo nuevo.
Y es allí, entonces, donde Rodríguez parece intentar oponer a este cántico guerrero que olvida en su lenguaje progresivo el origen continuo y fluido de una lengua anterior a la ley de la historia, otra utopía: la de una lengua que pueda recuperar en el presente histórico su fluidez mítica y que, si no puede no ser violenta, deponga al menos su violencia transitiva optando en cambio por aquella que libera las imágenes heterogéneas en colisión. Su apuesta será, entonces, la de trabajar sobre la violencia soberana, pero para producir imágenes que fuguen y des-obren el trabajo de esa violencia fácilmente recuperable por el espectáculo o por la razón utilitaria, historicista, económica, jurídica o política. Por eso, podemos afirmar que no hay solo nostalgia en esta poética. El origen que se traza en su escritura no sólo remite a una referencialidad ausente sino que se crea y se conquista en la escritura misma, en el medio del lenguaje y en el lenguaje como medio. Rodríguez imagina la lengua en un estado originario que no remite a un protolenguaje perdido sino a una cierta disposición fluida en la que aún es posible pensar la creación como mezcla y redistribución de lo dado. Recuperando las leyendas, las nanas, las imágenes, los mitos y los relatos que aún subsisten en la impersonalidad de lo dicho, en su sonoridad musical, logra hacer ingresar otra dimensión de la lengua en ésta, la nuestra. Al hacerlo, su poética nos propone una lengua anfibia que se dice entre el metal de la guerra y el metal de la música, entre la lengua perdida del guaraní y la lengua impuesta por la conquista, entre la lengua y la Lengua. Como en este poema de Paraguay que se titula “Gualambau” y dice:
La cuerda de metal se apoya en el labio.
Tiene un arco sonoro.
Se toca golpeando un palito.
Instrumento musical guaraní.
Hilo de metal cortado de la lengua:
palito es el dedo solo
que le dejaron
y que pulsa la cuerda,
cuerda que corta el aire
sonoro de un revés, cuerda bajo la lengua,
cuerda del frenillo” (27).
Rodríguez sabe, como Madariaga y Juan L. Ortiz, que no se trata de buscar el origen atrás en el tiempo ni de representárselo como perdido, olvidado (o al menos no solamente) sino que hay que crearlo en el propio decir del poema. Y así, su escritura hace la lengua primitiva, descompuesta, fluida y jugada en el fraseo de sus versos dejando obrar, en el poema, la imaginación del río y su historia.
A lo largo de estas páginas hemos recorrido estas voces anfibias en un intento por aproximarnos a la lectura del imaginario poético acuático del umbral que se traza en cada una de ellas. De manera singular, cada una de las escrituras abordadas imaginan y fabulan el origen (a la vez, de la lengua, el origen mítico del sujeto y el de la historia) en el poema, dejando obrar en su escritura-canto el ritmo fluido y anfibio del río, como modo de oponerse, también, a las escrituras violentamente soberanas (transitivas y técnicas) que fundaron sangrientas distribuciones de lo sensible en nombre de un proyecto histórico fundacional. En este sentido, entre la ensoñación de la materia postulada por Bachelard y el materialismo ensoñado propuesto por Rozitchner, hemos intentado proponer una lectura que no solo evoque la materia en su sueño mítico ni tampoco, solamente, un materialismo en su historia efectiva, insomne, sin sueño(s). Nos propusimos pensar, en cambio, un materialismo que imagina, por el contrario, tanto la materia de los ensueños míticos como la materialidad de la historia, indagando el pasaje indecidible, anfibio, que se figura entre ambos. Al hacerlo, al fabular un origen anfibio para cada una de estas categorías, estas escrituras trazan una apuesta de recomienzo ético-político para nuestra lengua y nuestra historia; una apuesta que solo puede ser cabalmente vislumbrada si dejamos obrar, en nuestra lectura y en la elección teórica convocada para realizarla este movimiento oscilante que invita a habitar los pasajes, los umbrales que se trazan entre cada una de ellas. En dichos umbrales, en última instancia, no sólo la poesía sino también la teoría deja escuchar sus voces anfibias e invita a seguir un ritmo singular, un camino (método) deltificado para leerla.
Notas
1 Las reflexiones de las que surge este trabajo son deudoras del Curso de Posgrado “Para una lectura del imaginario poético” dictado por el profesor Jorge Monteleone durante los meses de junio-julio de 2015 en la Universidad Nacional de Tucumán.
2 Tomamos esta intuición recuperando cierta insistencia que encontramos en los diccionarios de símbolos. Juan Eduardo Cirlot (54-56) asocia esta “protomateria” al “principio y fin de todas las cosas de la tierra”, a “la insondable sabiduría impersonal”. Es también Gastón Bachelard quien, en El agua y los Sueños (1942) analiza la ensoñación poética de quienes deparan en la imaginación del agua como modo particular de vinculación con la infancia y el origen que excede los límites de lo biográfico. Ella permitiría imaginar la vida primitiva, o lo que, en La poética de la ensoñación (1960), denomina “antecedencia del ser” (165) en tanto las ensoñaciones del agua “nos ayudan a descender tan profundamente en nosotros que nos desembarazan de nuestra historia, nos libran de nuestro nombre” (150) y permiten ‘reimaginar’ la ‘noche de los tiempos’ de los hombres que, sin embargo, “no podrá ser nunca una ‘noche de los tiempos’ vivida” (173).
3 Dice Quignard: “Una imagen falta en el alma. […]. A esta imagen que falta la llamamos ‘origen’. Lo buscamos detrás de todo lo que vemos. Y a esa carencia que arrastramos en los días la llamamos destino” (La Nuit 3).
4 Numerosas lecturas críticas reparan en las escrituras poéticas aquí convocadas. Referimos, sucintamente, a aquellas que abonaron las reflexiones de este trabajo. En relación con la obra de Ortiz destacamos las críticas incluidas en la Obra completa, particularmente la “introducción” de Delgado (Ortiz 15-30) y la lectura de Contardi “Sobre El gualeguay” (655-660). Para Madariaga remitimos a los aportes de Herrera, Chirom, Freidemberg y Vasco (Manselli et al.) y a las introducciones de Manselli, Cófreces y Mileo (Palmar 7-16). Para las relaciones entre Ortiz y Madariaga referimos a la obra de Páez que, si bien señala que su exploración “no implica en ningún caso una vuelta a la naturaleza, al mito del origen y de lo natal” (7), entendemos que su crítica apunta a una concepción de lo mítico diferente de la aquí abordada en tanto nosotros tampoco abordamos un “mito natural” o regional sino imaginado y ensoñado en la lengua y como poema.
5 Para una lectura de las derivas del barro del Río de la Plata en las imaginaciones poéticas barriales de la poesía argentina cfr. Jorge, Monteleone “Materia e imaginario poético” (2011).
6 Este término, “anfibio”, en su origen etimológico designa ya una relación privilegiada con la vida (bio). Su prefijo indica también que su lugar “ambiguo” radica en habitar el pasaje que se traza a “ambos lados” de lo viviente. Entre el agua y la tierra, lo informe y la forma, la continuidad y la discontinuidad, el silencio y el habla, el pasado y el futuro, la historia y el mito. Pensar entonces en un “origen anfibio” anunciaría, en principio, que es justamente el pasaje su lugar más propio. Ni meramente mítico ni meramente histórico. Origen que se desplaza entre ambas dimensiones temporales pero para marcar que lo que importa es justamente el espacio, el umbral que se abre en el medio.
7 En estas figuras anfibias quizá sea posible observar el “infantilismo extendido” que Giorgio Agamben supo pensar en su artículo “Para una filosofía de la infancia” como modo de postular, a la vez, un origen que no se ubica atrás en el tiempo sino que está presente aún en nosotros como “algo que todavía no ha dejado de acaecer” (69). La apuesta por pensar el origen-límite infantil del lenguaje (es decir, el punto en el que se (in)articulan la lengua y el habla, lo semiótico y lo semántico) radica en que, para Agamben, es allí donde se despliega la máxima potencia de decibilidad de nuestra lengua presente.
8 Dice allí Virno: “La noción de subjetividad es anfibia. El ‘yo hablo’ convive con el ‘se habla’; lo irrepetible se entrelaza con lo recurrente y serial. Más precisamente, en la textura del sujeto figuran, como partes integrantes, la tonalidad anónima de lo percibido (la sensación como sensación de la especie), el carácter inmediatamente interpsíquico o ‘público’ de la lengua materna, la participación en el impersonal general intellect” (232).
9 Las reflexiones teóricas que relacionan el canto a la lengua originaria (materna), por oposición al lenguaje articulado, son numerosas y no podrán ser exploradas en este trabajo. Recuperemos tan sólo, a modo de ejemplo, las reflexiones de Butes de P. Quignard, quien piensa la “música originaria” como voz indistinta, a-crítica, a-orística, femenina que viene del agua. Allí afirma que son: “Pocos, muy pocos, los humanos que se lanzan al agua para alcanzar la voz del agua, la voz infinitamente lejana, la voz sin ser voz, el canto todavía no articulado que viene de la penumbra. Algunos músicos. Algunos escritores más silenciosos que los demás, en páginas más mudas todavía” (66).
Referencias bibliográficas
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Fecha de recepción: 21/09/2015
Fecha de aceptación: 09/05/2016