ARTÍCULOS
ETHOS TESTIMONIAL Y CONTRA-CANON (EL CASO DE GABRIEL CELAYA)
Laura Scarano
Universidad Nacional de Mar del Plata
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
laurarosanascarano@gmail.com
http://dx.doi.org/10.19137/anclajes-2016-2013
RESUMEN: La obra de Gabriel Celaya (San Sebastián, 1911-1991) consolida una formación poética, emergente contra la dictadura franquista en el período de la posguerra española, que nos permite reconstruir un espacio de posiciones distintivas desde sus autopoéticas en prosa y metapoemas. Para Celaya el deber-ser del poema es dialógico y perlocucionario: hace y habla. Hablar es en su imaginario, decir a otros, conversar con la alteridad, intercambiar. Hacer es actuar por la palabra, incidir en el espacio social, interferir en los mandatos dominantes, replicar a las imposiciones del régimen, aun cuando se haga desde márgenes estrechísimos en términos reales. Un posibilismo que no duda entre la palabra activa o el silencio reactivo y la mudez paralizante. Poesía y ensayo racionalizan las funciones del arte, las figuraciones del poeta y la naturaleza del acto poético, todos vectores que confluyen en la modulación de un ethos testimonial para la lírica, gesto discursivo de evidente hibridez y escasamente pensado para la poesía. Nuestro estudio explorará los índices textuales y contextuales que sustentan su proyecto autoral e instituyen un contrato específico de lectura, fundando un contra-canon de resistencia al poder, durante lo que algunos aviesamente llamaron después “la tierra baldía” de la posguerra española.
PALABRAS CLAVE: Gabriel Celaya; Ethos; Autopoética; Canon; Testimonio
Testimonial ethos and against-canon (Gabriel Celaya’s case)
ABSTRACT: The work of Gabriel Celaya (San Sebastián, 1911-1991) consolidates a poetic trend, known as “social poetry”, against the four decades of dictatorship of General Franco after the Spanish civil war, allowing us to reconstruct a space of distinctive positions from his autopoetics in prose and metapoems. For Celaya, the poem must be dialogical and perlocutionary: it does things and speaks. To speak means to talk with others, to exchange ideas and values, to share. To do things with words means to take active action, to be part of the social space, to interfere against power restrictions, to replicate the impositions of the regime, even from such a small place that means nothing in real terms. This possibilism is better than remaining in silence or in a paralyzed muteness. Poetry and essay both help to rationalize the functions of art, the figurations of the poet and the nature of the poetic act, all vectors that converge in the modulation of a testimonial ethos for the lyrical genre, a discursive type basically hybrid and rarely applied to poetry. Our study will explore textual and contextual indexes that support Celaya’s authorial project and that enact a contract to approach texts in a specific way, thereby formulating a contra-canon of resistance to power, during the period that some critics maliciously called “the waste land” of the Spanish post-civil war.
KEYWORDS: Gabriel Celaya; Ethos; Auopoetics; Canon; Testimony
Te escribo con sus muertos, te escribo por los vivos,
por todos los que aguantan y aún luchan duramente.
Poca alegría queda ya en esta España nuestra.
Mas, ya ves, esperamos.
Gabriel Celaya, “A Pablo Neruda”, Las cartas boca arriba
En el presente trabajo nos proponemos analizar el proyecto de escritura de Gabriel Celaya (San Sebastián, 1911-1991), desde la óptica de una estética de la producción literaria, apoyada en la categoría de ethos discursivo/autoral1. El eje autorreferencial atraviesa transversalmente su obra y configura una matriz decisiva de su “política poética”, utilizando una expresión literal que se remonta a Juan Ramón Jiménez, y parece reinventarse hoy con la “moda-Rancière”2. Si para este último, “la racionalidad de la ficción poética es una cierta forma de inteligibilidad de las acciones humanas, un cierto tipo de adecuación entre maneras de ser, de hacer y de hablar” (25), para Celaya el deber-ser del poema es dialógico y performativo: hace y habla. Hablar es, en su imaginario, decir y dialogar con la alteridad, intercambiar reconociendo la voz del otro y fundando una poesía “coral”. Hacer es actuar por la palabra, interpelar conciencias, incidir en el espacio social, interferir en los mandatos dominantes, replicar a las imposiciones del régimen, aun cuando se haga desde márgenes estrechísimos en términos históricos reales. El suyo es un “posibilismo” que no duda entre la palabra activa, aunque periférica y clandestina, frente al silencio autoimpuesto o la mudez paralizante. Su obra instauraría “otra relación de las palabras con las cosas que designan y los temas que transporta” (tomando prestadas las acertadas palabras de Jacques Rancière sobre las formas que adopta una política de la literatura), e inaugura “otro sensorium, otra manera de ligar un poder de afección sensible y un
poder de significación”, dando como resultado una escritura que “hace hablar a la vida, una palabra escrita sobre el cuerpo de las cosas” (30-31).
Su labor poética, entendida como práctica y no sólo como discurso (como “dicho” y “hecho” retórico), es exhibida de modo autoconsciente y se apoya en dos pactos complementarios, el “lírico” y el “crítico”, según los define Antonio Rodríguez, en su sugerente Le pacte lyrique. Configuration discursive et interaction affective. Ambos pactos (al que el crítico añade el “fabulante”) suponen un contexto intencional con un formato o rasgos específicos (mise en forme), que implica valores, normas, ideas, conceptos, y al que se añade un efecto comunicacional, que plantea y ejecuta un vínculo con el lector, el mundo y el lenguaje. El pacto crítico añade al lírico (ficcional) un contrato de verdad con los lectores, desde una instancia autoral que no se pone en duda.
La interacción de ambos pactos en la obra de Gabriel Celaya constituye un ethos autoral distintivo, que hemos denominado testimonial3. Como bien afirma Marta Ferrari, “la noción de ethos no se agota en su aspecto discursivo y comporta también una carga sociológica y política” (s/n). El ethos autoral es el resultado de un complejo de imágenes que un autor construye de sí mismo, tanto en su escritura de ficción como en los discursos críticos o ensayísticos. Y Ferrari propone la noción de “pacto ethico” para abordar el poema “como discurso persuasivo (un acto de comunicación perlocutiva), [que] nos abre el camino para reconstruir los modos en que dicha voz ejerce, en términos pragmáticos, un determinado efecto sobre su lector” (s/n). Ethos, pathos y logos eran las tres teknés con que Aristóteles definía la retórica desde el polo persuasivo y argumentativo; sin duda, si el logos se funda en el contenido del discurso propiamente dicho y el pathos en la disposición emocional del oyente, es el ethos el que caracteriza al hablante.
Todas estas teknés suponen concebir el discurso en situación, lo que Dominique Maingueneau llama la “escena de enunciación” (5). Sujeta a un contrato genérico, este teórico piensa la noción de ethos como la instancia subjetiva que se manifiesta en el discurso, pero encarnada en una voz y un cuerpo enunciador históricamente especificado, “no solamente [en] la dimensión verbal, sino también [en] el conjunto de determinaciones físicas y psíquicas adjudicadas al ‘garante’ por las representaciones colectivas” (5). La palabra transporta un ethos, que se va validando progresivamente como su propio dispositivo de habla, por el movimiento recíproco del armado de una imagen del hablante y su inscripción en circunstancias que legitiman la escena poética (9)4.
De eso hablamos cuando insistimos con Ferrari en el carácter contractual de este “pacto ethico”, que involucra al autor y al lector, sus figuras enunciativas,
el texto y su contexto. Por último, y para no demorarnos más en el estudio de una categoría que merece una atención más exhaustiva, vale la pena recuperar el neologismo poethics, que acuña la poeta y crítica estadounidense Joan Retallack, para ensamblar poesía y ética. Esa “h” nos abre a una exploración de la significación de la poética no sólo como una forma de pensar sobre el mundo, sino como un modo de ser en el mundo, de constituir un ethos, en el contexto histórico y dialógico de la comunicación literaria5.
Otro vector que atenderemos es lo que llamamos “autopoética explícita” (según la definición de Arturo Casas), vista como un tipo de práctica discursiva asociada a las “escrituras del yo”, que exhibe abiertamente los postulados meta, partiendo de la figura de sujeto/autor (auto). Los ensayos de Celaya son parte de una constelación discursiva, junto con las tradicionales artes poéticas en verso o metapoemas, y desarrollan de modo ejemplar los núcleos basales de su ideología autoral. Ambos universos pueden ser tipificados en componentes específicos: imágenes y contraimágenes de poeta, metáforas argumentativas y arquetipos asimilados o deconstruidos dentro de la tradición lírica, modelos de lector propuestos, metalenguajes específicos referidos a la familia léxica de la poesía, formas del manifiesto y construcción de pro y para-destinatarios, enunciación polémica y tropos de refutación, etc.6.
Este cruce discursivo nos permitirá reconstruir el itinerario intelectual de Celaya, que él con acierto denomina “Papeles para un proceso” (subtítulo de su libro Poesía y verdad). Poesía y ensayo racionalizan las funciones del arte, las figuraciones del poeta y la naturaleza del acto poético, todos vectores que confluyen en la modulación de un verdadero género testimonial para la lírica, tipo discursivo de evidente hibridez y escasamente pensado para la poesía. Nuestro estudio explorará los índices textuales y contextuales que sustentan su ethos autoral e instituyen un contrato específico de lectura, fundando un contra-canon de resistencia ante el poder, en una época que algunos críticos aviesamente llamaron “la tierra baldía” de la posguerra española.
1. Poética y política / canon y contra-canon
La poesía, como cualquier otra actividad del hombre, está determinada por las bases materiales de la sociedad en que se produce. Y si es así, cambiar radicalmente esa poesía, y cambiar las relaciones de comunicabilidad del poeta con su público posible o real, será cambiar esas bases materiales.
Celaya, Poesía y verdad 91
En nuestros últimos estudios sobre sus pares generacionales más reconocidos, José Hierro (Scarano 2008, 2012a) y Blas de Otero (Scarano 2010, 2012b), hemos desarrollado una propuesta sobre la conformación de un canon del compromiso en el período de posguerra, desde parámetros teóricos y de análisis del discurso, escasamente implementados por la crítica de ese período (Scarano 2010 y 2013). En el título de este trabajo utilizamos el término contra-canon, para revisar el proceso histórico en que se conforma el programa de la poesía social entre las décadas del 40 al 60, aun cuando hoy, más de medio siglo después, miremos con suspicacia crítica ese modelo y lo interpretemos a posteriori como un “canon” finalmente cristalizado.
En nuestra investigación es clave la conformación ideológica e histórica —y no ya meramente estética— del concepto, que nos impele a conectar ambas instancias, vale decir “historizar el canon”. Sobre todo, urge contextualizarlo si nos atenemos a la interpretación dominante, desde Ernst Curtius (que la remitió a la exégesis bíblica y a los auctores medievales), hasta Harold Bloom (con su controvertido “canon occidental” de 1994, depositario de una cultura liberal y humanista, cuyo fundamento fue y es la autonomía artística). Para Bloom, quienes desean desmitificar o abrir el canon están al servicio de una “ideología social” que se aleja de lo “verdaderamente literario”, desertan de la estética y lo “historizan”7. Miguel Ángel García con acierto argumenta que “Bloom sitúa la estética en el ámbito de la sensibilidad privada, aunque desconectándola abiertamente del ámbito público de la política, la sociedad y la historia”, pero ¿no sería posible entonces “un canon «selectivo» (en el sentido que Wendell Harris da al término) del compromiso? ¿No son dignos los poetas o los poemas comprometidos de entrar en ese «verdadero arte de la memoria» que, en ajustada definición de Bloom constituye el canon?” (72-73).
Analizar los modos en que nació, se difundió y consolidó este contra-canon, desde la conformación de un fuerte andamiaje argumentativo en la obra de estos poetas, nos llevará además a indagar el ethos autoral elaborado: un giro ético con implicaciones civiles y públicas, desafiando la tradición modernista-vanguardista y reponiendo conceptos olvidados en la lírica como responsabilidad social y testimonio histórico. Se trata de una práctica que puso el foco más en el destinatario que en el propio hablante, en los fines y efectos más que en los medios y retórica habitual del género. Ya algunos críticos, con razón aunque con terminología difusa, hablaron de que lo que torna social a esta poética no es ser “un catálogo de temas obreristas o fabriles […] sino la actitud, la manera de concebir el destino mismo de la poesía”, para situar a nuestro autor a la cabeza de este cambio: “Celaya no hace poesía social desde los temas, sino desde las actitudes” (De Luis “En torno a” 119, 121).
Este contra-canon estaba sustentado desde posiciones de izquierda, pero semiocultas en un discurso que debía sortear la censura franquista y elidir las consignas que en la preguerra alimentaron abiertamente la poesía política, civil y de agitación republicana. Recordemos con Santiago Daydí-Tolson que la diferencia de propagación es radical: “no hay una lucha abierta”, “falta la tribuna desde donde exponer las ideas contrarias y exhortar a la acción”, sólo cuentan con los libros y revistas minoritarias de escaso consumo y circunscriptas al ambiente literario (465). Elaborar esta postura poético-política en tiempos de dictadura significaba enarbolar como principio nuclear la bandera antiesteticista, que cuajó en una operación fuertemente iconoclasta y desmitificadora. Su faceta de contravención estuvo sustentada en un intento sistemático por desmantelar el ideario metapoético previo y dominante, fuertemente institucionalizado. No tanto el efímero y superficial programa estético patrocinado por el franquismo (representado por las revistas El Escorial o Garcilaso, desde una épica triunfalista pro-régimen, o bien desde una ola sonetista edulcorada, de exaltación de colectivos como patria, familia y religión), sino sobre todo intentó desestabilizar el inconmovible edificio del modernismo y sus derivaciones en las vanguardias deshumanizadas. Dichos pilares sólidamente naturalizados tenían como dogmas absolutos la autonomía del arte, la ideología carismática del artista y la concepción minoritaria del lector, junto con una necesaria retórica de extrañamiento, opacidad lingüística y permanente experimentación.
En un volumen que firmamos todos los miembros de un proyecto de investigación con sede en Oviedo, titulado Políticas poéticas. De canon y compromiso en la poesía española del siglo XX, formulamos nuestro “singular modo de entender una noción tan conflictiva como la del compromiso del escritor”, revisitando esa categoría tan polémica en la historia de la literatura española del siglo XX. Apelamos a “un significado más amplio” y “distinto del teorizado por Jean-Paul Sartre, que promueve la superación de la visión más asentada de la literatura comprometida como creación «al servicio de» una causa extraliteraria a cuyos requerimientos urgentes subordina su poeticidad” (Iravedra: 11). “Canon y compromiso son dos instancias que casan mal”, nos advierte en la Introducción su compiladora, y nos recuerda que en su célebre ¿Qué es la literatura? (1948), el filósofo francés niega la posibilidad del compromiso en poesía, porque esta “utilizaría las palabras como «cosas» y no como «signos»” que refieren cosas (11, 13)8.
Por eso, un enfoque como el que propicia nuestro colega Juan Carlos Rodríguez, “más atento a las relaciones entre literatura e ideología que a las relaciones entre literatura y política, y tan atento a los contenidos latentes como a los contenidos manifiestos del compromiso” (Iravedra 14), nos permite revisitar con otra luz “la «terna» social de la poesía comprometida, para matizar verdades supuestamente inamovibles o revisar fosilizados tópicos críticos” (15)9. En el capítulo que me pertenece y que titulo “Autopoéticas del compromiso en el canon social de la posguerra española” sostengo que “leer a los sociales es un acto crítico y teórico que ha ido variando a lo largo de estas décadas, pero augura nuevos desafíos y da cuenta de una madurez y riqueza que siempre estuvo allí, esperando miradas menos prejuiciosas y más integrales”, aunque reconozco que “a pesar de la magnitud de los giros teóricos en materia de crítica literaria y cultural, todavía persisten rémoras fundamentalistas y ópticas seriamente reductoras a la hora de aquilatar sus obras” (155).
Gabriel Celaya nos permite leer ese contra-canon tanto en su extensísima y versátil obra poética, como en su sólida obra ensayística10. Es, entre los miembros de su generación, quien más ha teorizado sobre el “compromiso del arte” y sus nuevas funciones en un escenario post-bélico. Resulta indiscutible el impacto de su figura y posturas, no sólo desde el punto de vista político (militancia izquierdista, lucha antifranquista), sino estético (matriz coloquial, testimonialismo, antipoesía, historicidad, etc.). Por eso cabe establecer nexos relevantes entre los índices discursivos de testimonio, formalizados en su obra, y los factores sociales e históricos inherentes al contexto de producción, a sus relaciones inter-generacionales y su trayectoria.
La revolución que Celaya propugnaba debía partir, según sus propias declaraciones, de la práctica que el poeta mejor domina: su trabajo artístico; por eso entendió pronto que la revolución poética tenía que darse en el terreno del discurso, más que en el plano de las voluntades. Rechazó el esteticismo, abogando por una poesía cercana a los ritmos coloquiales de la prosa. Y apoyó la fórmula orteguiana de la “inmensa mayoría” como destinatario, expresando la aspiración a convertir la poesía en un género realmente popular”, no sólo por sus contenidos sino por su estilo. Este programa argumentativo disidente buscaba “humanizar” el arte, despojándolo de su aura trascendental y “deshumanizada” (usando la categoría de Ortega para diagnosticar el arte joven en 1925):
El peligro consiste precisamente en que, como viene ocurriendo con frecuencia de un siglo a esta parte, hagan del Arte un ‘ersatz’ de la Religión o una seudomística, ya que esta seudomística es mística del hombre que quiere ser como Dios, mística invertida, satanismo. El Arte es una operación humana. Sólo humana. No lo desorbitemos (PyV 65).
Ya sabemos que el tan mentado compromiso no es una mera actitud dictada por la voluntad, sino un fenómeno discursivo que afecta a los modos de pensar el lenguaje literario: el poema como acto de sentido y comunicación, el poeta humanizado y contestatario, las funciones críticas de la poesía, su potencial de intervención en la esfera pública o, indirectamente, en la formación de una nueva conciencia social. Celaya adopta el rol del poeta-antagonista o militante (como personaje poético y como actor en el campo histórico); es revulsivamente crítico frente a las políticas del franquismo; fue perseguido y censurado y tuvo una activa militancia en el Partido Comunista español en la clandestinidad, con vínculos con los exiliados. Pero a su vez fue profundamente innovador en la poesía, rebatiendo las teorías esteticistas del arte y fundando una nueva retórica coloquial e iconoclasta, acorde a los destinatarios colectivos y al sujeto transindividual que elaboraba en su obra.
Estos son los basamentos de su “política poética”, como bien la define Rancière: “La expresión política de la literatura implica que la literatura hace política en tanto literatura”, pues supone que “hay un lazo esencial entre la política como forma específica de la práctica colectiva y la literatura como práctica definida del arte de escribir”. A menudo se confunde política con ejercicio o lucha de poder, pero para que haya política “es preciso que exista la configuración de una forma específica de comunidad” (15), lo que nos permite “pensar la política de la literatura como tal, su modo de intervención en el recorte de los objetos que forman un mundo común, de los sujetos que lo pueblan y de los poderes que estos tienen de verlo, de nombrarlo y de actuar sobre él” (22). Y Celaya está claramente alertado de esta circunstancia en una España amordazada por la dictadura, con escasos márgenes de maniobra editorial, con un debate estético inexistente, cerradas las fronteras al intercambio con la literatura extranjera, padeciendo una persistente censura y frente a un fenomenal aparato de propaganda fascista.
2. Travesías de sujeto: yo, todos, nadie
Transformar el mundo y cambiar la conciencia son dos términos implicados en una misma dialéctica de lo real.
Celaya, Memorias inmemoriales 163
Más de noventa libros publicaría desde su Marea de silencio de 1935, enlazando fases que se vinculan mucho más de lo que sus etiquetas describen: surrealista, existencial, social y órfica (RP 11). Se corresponderían con tres estadios de conciencia poética: el de conciencia mágica (estética experimental de sus primeros libros), el de conciencia colectiva (etapa existencial y social propiamente dicha) y el de conciencia cósmica (a partir de Lírica de cámara). Desde el principio, Celaya introduce dos elementos que continuarán a lo largo de toda su producción: la conciencia del yo como otro (dando un giro al lema de Rimbaud: “Je est un autre”) y la concepción colectiva de la poesía (resignificando la consigna de Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno”) (RP 13‑15). Sus tránsitos vitales desde San Sebastián a Madrid antes, durante y después de la guerra no harán más que enriquecer una obra integradora, donde “los rasgos románticos, existencialistas, surrealistas y vanguardistas no son menos perceptibles que los social-realistas”, como acierta a caracterizarla Ángel González (11)11. “Si hay que romper el sistema, empecemos por romper el idioma”, dirá en Lírica de cámara (57): este objetivo poético‑político será permanente en el corpus celayano y confirma la unidad de impulso y consistente continuidad de su producción.
Será crucial advertir el trayecto que va desde sus inicios surrealistas a su abierto existencialismo y de ahí a la consolidación de su poética social, como queda bien expresado en su artículo “Algo sobre poesía, poética y poetas” en la Antología consultada de la joven poesía española de Francisco Ribes (1952), de talante claramente crítico12. En su posterior evolución desde mediados de los 60 en adelante, Celaya ratifica y rectifica formas, retóricas y axiomas del compromiso más temprano. Su travesía de los años 40 a los 60 (foco de nuestro presente artículo) permite observar los procesos de canonización desplegados sobre esta formación discursiva, anudada al realismo como forma de superación del simbolismo precedente, tal como lo muestra la antología de José Ma. Castellet (1960), incipientemente cuestionada en la Poesía última de Ribes (1963), o matizada en la célebre Antología de la poesía social de Leopoldo de Luis (1965)13. De hecho, algunas revistas inconformistas como Espadaña o Corcel en la década del 40, contribuyeron a ese “proceso de rehumanización de la literatura española”, que lismo”, primero “agónico” y luego abiertamente “social” (De la Fuente 144, 148).
Una de las peculiaridades de su posicionamiento en el campo artístico reside en la singular interacción de los tres apócrifos con que Celaya firma las distintas etapas de su obra. Los tres heterónimos utilizados corresponden a sus tres nombres y apellidos legales, lo cual complejiza el problema de la autoría como garante biográfico y a la vez gesto autoficcional. Sus nombres —Rafael Gabriel Juan— y apellidos —Múgica Celaya Leceta— dieron nacimiento a tres figuraciones, responsables de tres segmentos de su obra. A Rafael Múgica le pertenecen los tres primeros libros (Marea de silencio de 1935, La música y la sangre de 1934‑1936 y La soledad cerrada de 1947). A Juan de Leceta los libros que en 1961 recopilará bajo el título de Los poemas de Juan de Leceta (Avisos de 1950 [1944-1946], Tranquilamente hablando de 1947 y Las cosas como son de 1952), y a Gabriel Celaya el resto de la producción. Para él son verdaderos “heterónimos y no seudónimos, pues señalan un cambio radical en [su] vida”, como declara en Itinerario Poético (ItP 13)14. En una entrevista con Ángel Vivas, Celaya precisa el origen del uso de los heterónimos:
Cuando yo trabajaba de ingeniero, el Consejo de Administración me dijo que no era serio que escribiese poesía, entonces empecé a usar el Celaya. Pero luego hubo una temporada en que usé el tercer apellido, el Leceta. Fue cuando conocí a Amparo, fue tal revolución en mi vida, tal cambio, que empecé a usar el Leceta. Luego comprendí que aquello no tenía sentido, y todo aquel Leceta quedó incorporado al Celaya (Vivas 83).
Señala González que “Gabriel Celaya, la nueva personificación del literato, derrocó de un solo golpe de audacia al ingeniero Múgica y al poeta Leceta […]. No creo que la literatura ofrezca muchos ejemplos de una mutación tan radical y sincera. A partir de ahí, la evolución de Gabriel Celaya hacia la estética del compromiso parece inevitable” (9). En un poema de Motores económicos, el propio poeta escenifica sus tres nombres autorales, entrelazándolos desde la perspectiva de autoridad del definitivo que adoptará hasta el final: “Entonces tú cantabas a tu modo,/ y bailaba Celaya como un oso,/ y el señor Múgica pagaba todos nuestros excesos” (“La pistola en el pecho”, ME 828).
Los libros firmados por Rafael Múgica expresan su ligazón con las voces últimas de Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, recuperando lecciones de Novalis, Friedrich Hölderlin o San Juan de la Cruz. Es un ciclo poético de tono surrealista, que inaugura lo que él llama el inicio de una “conciencia mágica”. Prevalece el extrañamiento hacia el propio yo, desde el giro autoficcional: “Si es verdad que existo y que me llamo Rafael” (“Meditación”, Marea del silencio 46), al desconocimiento y la experiencia de la alteridad: “Mi propio nombre tan falto de sentido!/ […] Hay un desconocido que me habita/ y habla como si no fuera yo mismo” (“Quien me habita”, La soledad cerrada 89). Pero después vino la guerra civil y su poética gira hacia el existencialismo agónico de su segundo heterónimo.
Con Juan de Leceta, Celaya asume un primer gesto testimonial, pero desde un vacío existencial escéptico e irónico: “Escribiría un poema perfecto/ si no fuera indecente hacerlo en estos tiempos” (A 297)15. Para Ángel González, “la irrupción de Leceta-Celaya en el esclerotizado y anémico panorama de la literatura española de posguerra obró como un revulsivo saludable, abrió caminos, señaló inéditas posibilidades, planteó una oportunidad”, reestableciendo nexos con las corrientes culturales rotas por la guerra civil, por su experiencia de preguerra en la Residencia de Estudiantes, donde había convivido ocho años con poetas y escritores “fusilados, exiliados o silenciados a partir de 1936” (20).
El itinerario del yo hacia su integración en la alteridad tuvo su más novedosa expresión en el revulsivo coloquialismo de los textos firmados por este heterónimo, que inauguraron una retórica conversacional y antipoética, rompiendo con la dominante surrealista anterior. Además le permitió una movilidad e irreverencia novedosa, afín a sus objetivos por desmitificar el género, como expresa en la sección “Digo, dice Juan de Leceta”: “Este fantasmón que llamo Juan de Leceta se atreve a escribir lo que a mí me avergonzaría pensar”, logra que su ‘dezir’ sea un ‘digo, dice’ tan en primera persona como en tercera, tan de Gabriel Celaya como de Juan de Leceta, o, si quieren, del Perico de los Palotes o el Don Nadie que me resume” (PyV 29).
La pregunta por el sentido de la vida, individual y colectiva, atraviesa estos poemarios, entre la repulsa a la hipocresía burguesa y las contradicciones de “señorito” acomodado, marcado por su clase social. Para Ángel González, Juan de Leceta es “el típico escritor burgués en el mejor sentido que la Historia le ha conferido al término —quiero decir: urbano, realista, escéptico, vital, especulador, rebelde e individualista—” (70-71). Una mezcla de estoicismo y hedonismo, un áurea mediocritas con buenas dosis de ingenuidad contribuyen a dotar su palabra de naturalidad y familiaridad (Payeras 69). La insistente ironía, el ligero sarcasmo, una permanente sonrisa burlona, aderezada de humor, hacen reconocible a este personaje para un lector modelado a su semejanza, a quien le cuesta poco proyectarse en esa figura de tono menor y perfil ordinario que le habla/escribe como su igual.
Es pues desde los poemarios de Juan de Leceta, cuando Celaya consolida la figuración del poeta como “hombre a secas” y la consecuente repulsa de sus prerrogativas superiores y mesiánicas; el hablante se define como “barro sucio”, desmantelando el edificio de la “Metapoesía” con mayúscula, como ideología poética dominante desde el romanticismo a la vanguardia16. Predicados iconoclastas sustituyen el aura de áristos de verbo y poeta: “Digo lo que dicen las gentes cualquiera” (A 262), y “me complace saberme uno de tantos” (TH 287). Este proceso de rebajamiento ahonda las aristas más triviales del poeta en tanto hombre corriente: “Soy un hombre vulgar (lo que no es poca cosa)” (TH 292). El hablante “representa” un personaje que reconstruye, con una voluntad narrativa y prosaica, los hábitos domésticos más comunes, desde títulos y expresiones como “Todas las mañanas, cuando leo el periódico”, “Con las manos en los bolsillos”, “Fin de semana en el campo”, “En mi cuarto, con el balcón abierto” (TH). Esta proclamación humanista ratifica su ethos testimonial, orientado a “normalizar” contenidos y formas, fiel a su punto de vista social: “Todo lo que intento locamente,/ ser ahora y aquí, ser sólo un hombre” (LCBA 359).
Consecuentemente, elabora un perfil de destinatario cómplice y par, el lector “amigo” (compañero o camarada, pero sin ribetes partidarios sino humanos): “No quisiera hacer versos; / quisiera solamente cantar lo que me pasa/ […]. Escribir unas cartas destinadas a amigos” (TH 284). El tono de confidencia íntima logra incluirnos como interlocutores de su reflexión, mediante pequeños relatos o consejos: “Cuéntame cómo vives; / dime sencillamente cómo pasan tus días” (TH 287), emulando en el sistema escrito la naturaleza oral de la conversación o el acto de habla.
En términos retóricos, el coloquialismo y el sencillismo serán las estrategias claves para lograrlo, y a este propósito responde su formulación de la poesía como dezir, entendiendo este vocablo en su doble acepción: “como género entre la poesía y la prosa y como resultado de la vivencia asimilada por el artista” (ItP 247). Esta opción por la sencillez no oculta su grado de dificultad, ya que existe en Celaya una clara conciencia de la necesidad de rigor y cuidado formal. Sin embargo, tales esfuerzos deben ir orientados a construir un nuevo lenguaje, rompiendo con normas y academicismos, por eso propone una poesía que acorte la distancia entre el “modo de hablar artístico” y el “modo de hablar común” (PyV 41). Su lector-modelo le dicta el rol del autor-modelo: “Seamos como esos poetas […] que en lugar de hablarnos desde fuera, como en un confesionario, hablan en nosotros, hablan por nosotros, hablan como si fuéramos nosotros y provocan esa identificación de nosotros con ellos, o de ellos con nosotros, que certifica su autenticidad” (PyC 501).
Para Daydí-Tolson, este coloquialismo refuerza un tipo de oralidad que fusiona tres modos de habla: el decir cotidiano, la lengua oratoria y la lengua literario-popular (456), y le permiten una dicción y actitud política que establece una “relación de proximidad emotiva necesaria para el cumplimiento de su función” (457) de acercamiento e identificación, en un cauce comunicativo con el lector común. Sintaxis regular del habla diaria, sencillez léxica, efecto de inmediatez oral, uso de frases hechas, actitud apostrófica, sumado a temas de la cotidianeidad, construyen un tipo de hablante e interacción lingüística que busca “informar, exhortar, conmover, convencer y cambiar. Se trata de un acto de oratoria” (460). Pero Celaya no convierte su poesía en discurso desde el púlpito, como un orador privilegiado, sino que impregna su coloquialismo del patrón lírico de la tradición popular, reconociendo su valor socio-cultural, tomando el prosaísmo y los modos de versificar del cancionero oral (irregularidad métrica, reiteraciones y paralelismos, estribillos, sintaxis suelta, etc.) (463-464). Nos recuerda Chicharro Chamorro que esta oralidad también le viene de “su afinidad con los poetas vascos populares, los bertsolaris”, caracterizados por la espontaneidad, el coloquialismo, un lenguaje liso o llano y cierta dosis de burla y humor. En una entrevista señalaba Celaya cuáles eran sus “señas vascas de identidad: horror a las buenas formas y al decir bonito, intento de hacer una poesía colectiva, escepticismo ante la inmortalidad, etc.” (Chicharro Chamorro 80).
Esta retórica fue la faz exterior y más visible de “una ideología que le caía muy mal al poder” (PyV 31), porque estaba constituida por diversos componentes cuya amalgama resultó ser una mezcla explosiva para la España fascista. En “La poesía coloquial” expresa que ante el evidente “desgaste y extenuación de un lenguaje hiperpoético” y minoritario, su primer objetivo fue precisamente construir una nueva retórica de eficacia estética y alcance mayoritario:
Si el lenguaje liso y llano ‑o prosaico, como decían mis adversarios‑ me atraía, no era sólo por un deseo de facilitar la comunicación con un lector poco dispuesto a esforzarse, sino porque después del metapoético surrealismo y el superferolítico garcilasismo, y de un modo sólo aparentemente paradójico, me sonaba a impresionantemente novedoso, me daba el choque poético y la indispensable sorpresa que ya no encontraba en ninguna metáfora, por muy atrevida o sabia que fuera (PyV 27‑28).
3. La expansión de la conciencia: una intersubjetividad social
Siento, sí, pero transindividualmente […]. Un estado de conciencia, ni subjetivo ni impersonal, que presentimos como conciencia social
Celaya, Memorias inmemoriales 163
Fue en 1947 cuando se produjo la reaparición del hasta entonces deliberadamente silencioso Gabriel Celaya (cuyas primeras obras databan del período de preguerra), y así lo explica él mismo: “Aunque nunca dejé de escribir, yo llevaba diez años sin publicar ningún libro, porque creía como otros, y muy ingenuamente por cierto, que nuestra abstención era una especie de huelga de escritores que si se propagaba podría perjudicar al régimen” (Martínez–Cachero Rojo 44). Celaya comienza su relación amorosa con Amparo Gastón en 1946 y se produce en él una nueva y profunda metamorfosis17. Fundan ambos la colección Norte: Cuadernos de Poesía, donde publica tres libros con sus tres heterónimos: Movimientos elementales, atribuido a Gabriel Celaya, Tranquilamente hablando, a Juan de Leceta y La soledad cerrada, a Rafael Múgica. A través de Cuadernos del Norte se conecta con “poetas que compartían unas preocupaciones que creía secretas”, en sus palabras (Gastón 14). Y confiesa: “Ella me animó, me devolvió la confianza en mí mismo, me convenció de que había llegado el momento de romper fuego —todos creíamos que el cambio político era inminente después de la derrota alemana— y en vista de eso, y de mutuo acuerdo, pusimos en marcha nuestra flamante Editorial” (Díaz de Guereñu 45). Rápidamente la iniciativa se transforma en una red con diversas puntas, desde donde “no solo le prestaban fe, apoyaban su aventura y le estimulaban en su quehacer,” sino que además se comenzaba a exhibir cómo existía poesía “en rincones provincianos” con similares inquietudes inconformistas, a lo que se añadió el apoyo de poetas exiliados de la España peregrina (Gastón 15).
Es en esta instancia que su trayectoria cívica se enlaza con sus poemarios más explícitamente sociales, como Las cosas como son de 1952, Paz y concierto de 1953, Cantos íberos de 1955, El corazón en su sitio de 1959 y los extensos poemas épico-dramáticos, que manifiestan un proceso de abierta politización. Los textos que dedica a Blas de Otero, Andrés Basterra o Pablo Neruda en Las cartas boca arriba consolidan su pertenencia a un colectivo que, aunque por vías clandestinas, tendía a consolidar su discurso, como lo expresa en el poema que le dedica al chileno: “Te escribo desde un puerto,/ desde una costa rota,/ desde un país sin dientes, ni párpados, ni llanto” (LCBA 390). Este mismo libro se abre con un epígrafe de Neruda, que elige Celaya como credo desde donde plasmar esta comunidad de proyectos e ideales de raíz netamente “real”: “Hablo de cosas que existen. Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando” (351).
Desde la década del 50, su poética tuvo una inequívoca filiación marxista, enlazada con la filosofía existencialista a partir de las lecturas de Jean Paul Sartre. Juan José Lanz aporta datos valiosos sobre la impronta sartreana en Celaya, que fuera temprano lector y comentador del ensayista francés: “Téngase en cuenta que El existencialismo es un humanismo (1946) se traduce ya para 1947 en la revista santanderina Proel, una de las vías de penetración, junto con Ínsula, del existencialismo francés” (6). Y da cuenta de dos artículos publicados en La Voz de España, de San Sebastián, el 5 de junio y el 2 de diciembre de 1948, donde “dedica Celaya sendos comentarios al existencialismo y a una lectura crítica de El ser y la nada (editado originalmente en 1943)” (6). De Sartre también toma prestado Celaya el concepto de arte “en situación”, que enlaza con la propuesta de Ortega y Gasset (7). Aunque Leopoldo de Luis aclara que en su concepción de la “poesía comprometida”, Celaya “contradice sin citarlo al filósofo francés, cuyas explicaciones en torno a la excepción del compromiso poético convencen poco” (124). Y nos recuerda Chicharro Chamorro los orígenes reales de su acercamiento al arte comprometido: “Yo llegué a lo que suele llamarse poesía social desde el existencialismo. No a partir de Sartre y de su noción de engagement, sino de Heidegger”, y de la mano de su ensayo ¿Qué es la nada?, que había leído tempranamente en 1934 (64).
El proceso de consolidación de la poesía social de signo de izquierda en la posguerra vino a coincidir “con el intento de reconstrucción de las bases intelectuales del PCE en el interior a partir de 1950-1951”, con el “Mensaje” en abril de 1954, y con “el modelo de reintegración nacional que va a proponer en su congreso de 1954”; Eugenio de Nora “serviría de contacto para que Jorge Semprún, en un viaje a España hacia el año 1950-1951 se encontrara con Celaya y Amparo Gastón” (Lanz 9). Y de la mano del mismo Semprún comienza a militar en las filas del PCE, rompiendo así con su pasado de ingeniero atado a los mandatos familiares. En 1956 se muda a Madrid, profundizando una militancia política que tuvo en su domicilio madrileño un foco de encuentro e irrigación antifranquista (Rodríguez Fischer 44).
Las redes entabladas entre todos estos poetas, novelistas y dramaturgos configuran un campo donde la toma de posición intelectual, a pesar de la dictadura y sus censores, se hizo visible y contundente. Este alineamiento de Celaya persiste en toda su actuación como escritor comprometido, aunque admite que su concreción lírica sólo se hace visible en su etapa propiamente social. Pero posteriormente, aunque ensaye nuevos rumbos retóricos, será fiel a su militancia de izquierda y seguirá valorando dicha fase. Por ejemplo, en 1973 reunirá textos de muy diversas épocas cuya afinidad reside justamente en haber sido prohibidos cada vez que intentó publicarlos; y los editará en Argentina, bajo el sugestivo título de Dirección prohibida18. Losada le publicará también en 1977 una antología titulada Poesía urgente, que incluirá sus textos más claramente “sociales”. Y ya muerto Franco, la editorial Visor publicará en 1977 en España, El hijo rojo, en cuyo prólogo Celaya admite que ha dado preferencia a “los poemas cortos de tipo político-social que se hallan dispersos por mi obra” (HR 7). Y justifica el título elegido remontándose a “aquel célebre texto de Engels en el que refiriéndose a la conexión entre las relaciones económicas y las relaciones políticas y culturales, hablaba de ‘el hilo rojo’ que atraviesa toda la Historia y sirve de guía para aquellos que quieren comprenderla” (HR 8).
En esta etapa abiertamente social, firmada como Gabriel Celaya, la ideología socialista aflora con claridad y su apertura a un nosotros inclusivo se profundiza. “Pasa y sigue”, el primer poema de Paz y concierto (1953), niega la posición egocéntrica del yo y busca abrir el escenario poético a los otros y el mundo, en términos más existenciales que políticos: “Ser poeta no es decirse a sí mismo./ Es asumir la pena de todo lo existente,/ es hablar por los otros”, “es tan sólo en los otros donde vivo de veras” (PyC 504). Pero a esta colectividad le comienza a poner nombre histórico, y a propósito de Cantos íberos (1955), afirmará que “más que cantar a España lo que yo pretendía era cantar la resistencia. Apelar patrióticamente a España no era más que una trampa tendida a la censura, para poder hablar de cosas que de otro modo no hubiera tolerado”; y concluye que “esta vez conseguí engañar a la censura”, en una nota al pie del poema “España en marcha” (incluida después en El hilo rojo, HR 38): “España mía, combate/ que atormentas mis adentros,/ para salvarte y salvarme, con amor te deletreo” (CI 606). Como en Blas de Otero, el nombre España es un emblema bivalente que denuncia la oficial y al mismo tiempo reivindica la insurrecta y reprimida.
En su más difundido poema, “La poesía es un arma cargada de futuro” de Cantos íberos, repudia la neutralidad e indiferencia del arte ante las urgencias del momento con expresiones radicales: “Poesía para el pobre, poesía necesaria / como el pan de cada día”, “maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse” (CI 631). Frente a ese modelo evasivo, propone una poética basada en el testimonio y la acción directa en la sociedad: “Tal es mi poesía: poesía-herramienta”, “Tal es, arma cargada de futuro expansivo/ con que te apunto al pecho.” Arma y herramienta son pensadas no tanto en sentido bélico sino de labor, porque la poesía es además de “canto”, “acto”: “Son palabras que todos repetimos sintiendo”, “Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”. Y el poeta es un artesano de palabras que dan vida, como remata en unos versos que ilustran su autorretrato, connotando y denotando al Celaya biográfico tanto como al arquetipo del “poeta proletario”: “Me siento un ingeniero del verso y un obrero / que trabaja con otros a España en sus aceros” (CI 632).
Para Celaya, trabajar la poesía es trabajar la sociedad y la revolución poética que profetiza es equivalente “a la revolución político‑social” (PyV 97), apostando “al ahora o nunca” (96). Para el poeta vasco, no hay otra forma de “hacer la revolución” en la España franquista que desde la trinchera silenciosa del poema que le hable “al hombre de la calle”, aunque sea en voz baja y al oído, para mantener su integridad. Y esa poesía debe además “hacerse cargo de los problemas concretos que atormentan a los hombres” (97), “hablarle de sus cosas, no desde fuera, como espectadores, sino como quien entra en ellos y habla con ellos o por ellos, no sólo de ellos” (97).
Estos postulados de acción poética testimonial toman forma contundente en el incisivo ensayo de 1972, titulado “Poesía y Trabajo”, donde reafirma la materialidad de la praxis social:
Es inútil decir que en Poesía, el trabajo no lo es todo. Ni en Poesía, ni en nada. […] Quien no comprenda esto y siga creyendo que el poeta es un ser superior y no un obrero, aunque un obrero especial, como especial de otro modo es un médico o un electricista, no entenderá nunca lo que quiere decir Poesía social en su recto sentido (PyV 193).
Celaya es contundente al afirmar que “la poesía, como cualquier otra actividad del hombre, está determinada por las bases materiales de la sociedad en que se produce”, por eso “cambiar las relaciones de comunicabilidad del poeta con su público posible o real, será cambiar esas bases materiales” (PyV 91). Aquí sí parece pertinente recordar un razonamiento de Rancière, cuando afirma que “la literatura es indisolublemente una ciencia de la sociedad y la creación de una mitología nueva. A partir de eso se define la identidad de una poética y de una política” (39). “Ciencia de la sociedad” y nueva “mitología” son dos columnas cruciales del pensamiento celayano, que conforman la identidad de su política poética. Sus intentos por formular una ideología de corte materialista son indiscutibles, como se aprecia cuando afirma rotundamente que “la poesía no pretende convertir en cosa una interioridad, sino en dirigirse a otro a través de la cosa-poema o la cosa-libro” (17). La proclama de la poesía como “arma” logró coagular este eje asociado al efecto combativo, como ya dijimos antes, pero más que una directa alusión a la lucha de clases o a la revolución, su propósito era romper con la ideología del arte idealista propia de una élite de iluminados, para fundar otra basada en la idea de “trabajo y “oficio”, reemplazando el dogma de la “esencia-arte” por el materialismo del “arte-cosa”.
Por “social” se entendió de inmediato una ofensiva contra la poesía tradicionalista oficial, pero se apuntó también a “una identificación ideológica […] con un carácter más o menos explícito de compromiso político, aunque no haya habido por parte de todos los poetas una decidida filiación partidista”, como bien señala Daydí-Tolson (451). De hecho, el “popularismo de intención social desdeña toda literatura por lo que esta tiene de formalista y culta, a favor de una expresión directa, de lenguaje común y anti-estetizante” (452), el hablado por el hombre de a pie. El ethos testimonial reside precisamente en apostar antes por lo que Celaya llamará “eficacia expresiva”, que por fórmulas partidarias: una “estética funcional” con valor social (452).
A pesar del reductivo axioma crítico sobre el carácter primordialmente colectivo de las preocupaciones de las poéticas sociales, Celaya atacará además la falsa dicotomía entre esfera privada y pública, posicionando el ámbito de la intimidad como un espacio ideológico donde se intersectan ambas esferas. Lo íntimo es para su proyecto tan social como privado, y configura uno de los pilares de su ethos testimonial, que no elude la circunstancia cotidiana, la esfera familiar, el eje personal y hasta biográfico en su búsqueda por socializar la poesía. Recordemos uno de sus más citados poemas, titulado “Buenos días” de Paz y concierto, que emula la experiencia infantil de una mañana corriente, pero desde la mirada del adulto:
Son las diez de la mañana.
He desayunado con jugo de naranja,
me he vestido de blanco
y me he ido a pasear y a no hacer nada,
hablando por hablar,
pensando sin pensar, feliz, salvado.
(PyC 528)
El rechazo a la institución Arte, axioma y aporía vanguardista, se convierte en abierta ridiculización, que no encubre sino des-cubre una política poética que arrasa con la idea de la literatura como actividad de privilegio social y espiritual, ya desde los poemas de Leceta: “Por ahora aquí sigo/ fatigado, indeciso,/ tan cerca de la nada que me gusta hacer versos” (A 263), hasta sus Operaciones poéticas más experimentales. La “poesía inmortal” no existe, pues “la vida, ya se sabe, siempre es pequeña y sucia” y por ello, la palabra que la expresa debe ser “mortal”, “sin maquillaje”: “Así que para andar por casa, uno se queda/ con la porquería tierna y terrenal,/ sólo temporal” (OP 77). En esta dirección extrema, titula un texto “A la poesía no hay que hablarle de usted”, donde establece sus atributos específicos: temporalidad, historicidad, imperfección, materialidad, en suma, un bien de uso y desgaste: “La poesía se gasta. Sólo tiene un momento./ Escribamos de prisa lo imperfecto” (OP 77). Su perfectibilidad llega a la parodia, con la analogía de la poesía como “prostituta” (“putita” [OP 82]), en abierto desafío a las connotaciones solemnes y moralistas de la poesía oficial: “Mis amigos se ponen de etiqueta/ para hacer el amor […]/ mientras yo, con bajas miras, violo la poesía” (“Sé lo que ella quiere”, OP 78).
La tematización de tópicos políticos como la guerra, la censura, el exilio, la cárcel, son vistos siempre “desde abajo”, no como hechos de la crónica oficial, sino como acontecimientos de la experiencia del hombre corriente, o como lo llama Celaya, “del cualquiera”, con evidentes resonancias brechtianas. En esta operación de normalización que identifica al hablante con “el hombre de la calle”, Celaya reivindica el modelo temporalista de Antonio Machado y encuentra en el “Retrato” de Campos de Castilla su mejor modelo: el poeta es un hombre que trabaja, vuelve a su casa, escribe sus poemas como quien conversa con amigos, goza de la vida y sus pequeñas rutinas, sin prerrogativas especiales. Este personaje es su mejor homenaje al perfil civil del emblemático Machado que acuñará la España republicana, el del poeta alojado en pensiones austeras y viajero en vagones de segunda, que reivindica su palabra hablada.
Machado fue visto como un antecesor decisivo de la poesía social, a la par que su figura de poeta civil lo convirtió en emblema político de la resistencia y el compromiso. En Poesía y verdad, Celaya explica las razones por las cuales “la poesía social hizo de Machado su bandera” (119): como él “también nosotros luchábamos contra la pérdida de la familiaridad comunicativa, contra el egocentrismo y el hermetismo, contra la poesía como magia más que como expresión o modo de hablar, contra el neutralismo y la frialdad de la Poesía Pura, contra la falta de contacto con el hombre de la calle” (120). En 1959 Celaya participa de un homenaje al sevillano en Segovia, que replicaba el francés en Collioure aquel 22 de febrero, y publicará un par de artículos en el extranjero “con seudónimo clandestino” (“por razones de censura”), relatando ese encuentro segoviano (PyV 127)19.
Comunicación y conocimiento, expresión y representación: ambas finalidades caracterizan su obra sin desmerecer ninguna. Una de las mejores síntesis la hace otra vez Ángel González, quien juzga que su poesía es “acto de conocimiento que transparenta una verdad de correspondencia que está pensada y sentida como comunicación tanto como expresión, que surge de la imaginación y también de la razón y el sentimiento, ‘las dos formas’ —para Antonio Machado— ‘de la comunión humana’” (23). Tanto el tono “sencillista” y conversacional, la impronta “antipoética”, un estilo entre figurativo y realista, como sus intentos de deconstrucción verbal o la formas de colectivización de la enunciación (collage, polifonía, intertexto, estructuras dialógicas), fueron todos procedimientos de base para configurar un nuevo paradigma discursivo. Sumemos además la atención a las estrategias retóricas para sortear la censura, la experimentación con la elusión y la perífrasis, las metáforas y simbologías que, sin anular el componente de denuncia, pudieran sostenerse como imágenes autónomas.
Este proyecto propuso una poesía que fuera representación ficcional, artificio estético y decir colectivo, mediante una retórica orientada a “apear” el lenguaje y bajarlo de su “sitial hiper-esteticista”. Incluso la versatilidad nominal que despliega en sus figuraciones autorales no es más que la faceta de una misma praxis, la de la poesía colectiva como meta (inalcanzable quizás, pero fuertemente argumentada): “Sé que todos formamos uno solo” (PyC 511). Las conexiones entre el poeta y el juglar popular también inciden en la importancia de la materialidad del cuerpo y la corporización de una voz que se quiere colectiva primero, y anónima después. Por eso, la ecuación “yo = todos = nadie” es el basamento de su programa de escritura.
Lejos del poeta carismático esta contra-imagen fortalecerá los fundamentos de su autopoética: destrucción del yo ensimismado, repudio a la concepción de un centro unívoco e individual, salvación del ser en el nosotros, desmantelamiento de la “propiedad privada de nuestra persona”, “arte en situación”. En sus ensayos argumenta que “el poeta se da a los otros, renunciando a muchas cosas que creía personalmente importantes, y al darse, no se reduce, crece perdiéndose” (“Examen de conciencia”, PyV 97). Por eso, la poesía puede transformarse en un ejercicio de socialización, en un exorcismo de la cadena cultural del yo individual: “Y como quien conjura fantasmas yo pronuncio/ palabras en que dejo de ser quien soy por ellos” (PyC 504). La negación de la identidad, junto con la intercambiabilidad del nombre de autor, busca asociar al poeta con un portavoz colectivo, que canaliza en su discurso las realidades y preocupaciones de su entorno social, invisibilizándose, como lo expresará en la encuesta de Ribes en su antología de 1952:
Nuestra poesía no es nuestra. La hacen a través nuestro mil asistencias, unas veces agradecidas, otras inadvertidas. Nuestra deuda —la deuda de todos y de cada uno— es tan inmensa que mueve a rubor. Aunque nuestro Señor Yo tiende a olvidarlo trabajamos en equipo con cuantos nos precedieron y nos acompañan (PyV 74).
El prólogo que escribe para Paz y concierto, titulado “Nadie es nadie”, consolida esta tensión hacia un sujeto transindividual que desarticula el yo cartesiano, inaugura una idea histórica de conciencia social de corte humanista, pero avanza hacia lo que considera la dimensión anónima y unánime de la poesía: “Nadie es nadie. Busquemos nuestra salvación en la obra común” (PyC 501), “en el lenguaje que nos constituye a todos y cada uno como un ser conjunto y colectivo” (RP 41). Si la rebeldía surrealista lo abrió a una conciencia pánica y mágica, también le enseñó los alcances de la consigna ya mencionada de Lautréamont, en el sentido de que la poesía debe ser hecha “por todos”. Es en el pasaje a una poética social donde Celaya “adquiere conciencia de lo que significa la conciencia colectiva o conciencia sincrónica” (Chicharro Chamorro 65). Porque si nadie es nadie, todos vivimos en todos, en, por y con los otros, de allí que insistirá en Operaciones poéticas con frases y títulos como “Poesía, sociedad anónima”, “A la poesía no hay que hablarle de usted”, “Soy un pésimo plagiario” o “La poesía se me escapa de casa”, donde plantea la difusión, reescritura y préstamo como posibilidades de concretar la aspiración a una poesía colectiva: “si algún día un muchacho nos plagia sin saberlo […] estaremos en él, invisibles, reales” (OP 80). En “La poesía se besa con todos” el hablante reivindica estas prácticas de apropiación y otorga mayor importancia a la lectura y recepción del poema, que a su producción individual, formas institucionalizadas de la propiedad privada burguesa que ataca: “Todo poema si vale se transforma en otros labios” (OP 81‑82).
La materialización estética de esa entidad (“nadie”) que desemboca en la poesía como propiedad colectiva, y por ende anónima, se fortalecerá en sus experimentaciones de los años 70 en adelante, aunque será desde Lírica de cámara donde comenzará a esbozar la conciencia cósmica, órfica y ecológica de un sujeto transindividual, abandonando el humanismo anterior e incluso la sujeción al ideario marxista, para ensanchar sus horizontes epistemológicos20. Pero este capítulo merece un estudio aparte, que excede las sensatas proporciones del presente trabajo.
Por lo pronto, a mediados de la década del 60 la poesía social ha decaído como moda, aunque prospera en la industria del disco, con el éxito de la “nova cançó” catalana y la canción-protesta, que pudo llegar al fin a esas mayorías a las que la poesía social aspiraba. Pero persistió su ethos testimonial, alimentado por “la polémica, los recitales, las entrevistas y las publicaciones destinadas a un público diferente al que el poeta se imagina como suyo, pero no por eso insensible a la ficción de una lírica de los derechos que el sistema le niega al individuo” (Daydí-Tolson 465).
No hay otro poeta en la España de posguerra que haya sostenido con tanta lucidez y coherencia este tránsito del surrealismo y existencialismo a la poesía social y post-social. En el centro de su praxis, el proceso de descentramiento está indisolublemente atado a la evolución de su ethos testimonial, que supera el mero ideario social-realista, encapsulado en consignas y clichés muchas veces panfletarios, y refunda un realismo crítico expansivo.
Terminemos una vez más con las palabras de uno de sus herederos, sin duda uno de sus mejores lectores entre los poetas sociales más jóvenes que convivieron con él. Ángel González, ya muerto Franco en 1975, hacía un justo balance que casi todos suscribieron: “Celaya es una figura imprescindible para explicar la poesía española de nuestro tiempo”, por su “lenguaje directo y coloquial, el antiformalismo”, “el explicito afán comunicativo”, “la reducción del mito de la escritura poética a gestos cotidianos, familiares”. A juicio del asturiano, esta revolución poética “en el opresivo y depauperado clima cultural de la posguerra era inimaginable” (15-20). Los tránsitos de esta intersubjetividad celayana lo llevarán en la fase final a esa “conciencia expandida” que testimonia por otras vías su ethos autoral más distintivo, como ya lo expresara en el metapoema titulado “El poeta”: “Y en mí hablarán los otros […]” en esta “nueva poesía sin autor que amanece […]” (PyC 519).
Notas
1 Dos categorías productivas como la de “proyecto creador” de Pierre Bourdieu y la de “estética de la producción literaria” de Pilar Rubio Montaner van a guiar nuestro trabajo, junto a otras nociones claves que iremos esclareciendo a lo largo del artículo, como la muy citada de “canon”, la más específica de “autopoética” (Arturo Casas) y las variantes de “ethos discursivo” (Maingueneau), “ethos lírico” (Ballart, Ferrari) o “ethos autoral” (Amossy). Cabe destacar que nuestra investigación se inscribe en un proyecto general titulado “La cuestión del ethos retórico/autoral en el discurso literario español”, dirigido por Marta Ferrari y co-dirigido por mí, con base en el Centro de Letras Hispanoamericanas (CeLeHis) de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina.
2 “Porque la verdadera poesía lleva siempre en sí la justicia”, dirá Juan Ramón Jiménez en su Política poética, conferencia escrita en Madrid poco antes de su exilio en América en 1936. Y la Política de la literatura de Rancière (2007), entre muchas de sus obras, explorará este sintagma en diversos autores, rehistorizando obras de los últimos siglos. Su mejor aporte es reconocer “el giro ético” que conlleva dicha política, ajena al voluntarismo biográfico del autor, pero decisivo e inocultable en su programa estético por su emplazamiento contextual.
3 Étienne Souriau en 1933 ya propuso una sistematización de ethos, como el trágico, el cómico, el grotesco, el enfático, el patético, el irónico, el elegíaco.
4 Amossy define este ethos autoral como un efecto del texto que designa la manera en que el garante, con su nombre propio, construye su autoridad y credibilidad a los ojos del lector potencial.
5 “A poetics thickened by an h launches an exploration of art’s significance as, not just about, a form of living in the real world. That as is not a simile; it’s an ethos. Hence the h. What I’m working on is quite explicitly a poethics of a complex realism. Poetics without an h has primarily to do with questions of style” (En línea, s/n).
6 Carlos Mangone y Jorge Warley analizan diversos modos de argumentación y refutación en los manifiestos, así como las figuras de destinatarios, retomando aportes de Marc Angenot y Eliseo Verón (Mangone 58-64).
7 Para Miguel Ángel García, Bloom “el gran elegíaco del canon occidental sentencia que leer a los escritores imprescindibles no nos convertirá en mejores ciudadanos, ya que el arte es absolutamente inútil, y la estética un asunto individual más que social” (70).
8 Sartre decía que los poetas utilizan sus palabras como cosas, en oposición a los escritores que tratan con significados y utilizan las palabras como instrumentos de comunicación; y es por eso que éstos últimos, quieran o no, se ven comprometidos, mientras que los primeros no están sujetos a ese mandato, postura que el propio Celaya ha rebatido (véase la postura de Rancière al abordar este debate [18]).
9 El volumen Políticas poéticas, editado por Iberoamericana en 2013, está conformado por capítulos de todos los miembros del Proyecto I+D del Ministerio español, titulado Canon y compromiso: poesía y poéticas españolas del siglo XX. Los miembros abordamos aquí diversas fases de la poesía del siglo XX: Juan Carlos Rodríguez, Miguel Ángel García, Luis Bagué Quílez, yo misma y su compiladora (y directora del proyecto) Araceli Iravedra, quien cierra la Introducción con estas declaraciones: “Los autores de este libro defendemos la oportunidad de reservar un lugar de importancia a la poesía que asume su contingencia histórica y se hace eco de las vicisitudes de su tiempo, a la poesía que, sin aspirar a otra cosa que a ser literatura, revela su vocación o su valor de «utilidad» social y pública. […] Como bien sabía el de Moguer, el compromiso con el arte y la belleza encierra toda una política poética” (21).
10 En otros trabajos me he dedicado a estudiar la obra de Celaya (Scarano 1998, 2009, 2011 y 2013), para recuperar mis primeras intuiciones juveniles, concretadas en mi Tesis doctoral (Universidad de Buenos Aires, 1991), dedicada a la poesía de los tres “canónicos” de la poesía social (Celaya, Otero y Hierro).
11 Recordemos que Celaya va a Madrid en 1927 para estudiar Ingeniería, por decisión unilateral de su familia. Sin vocación real finaliza la carrera en 1936 al tiempo que escribe poesía incansablemente, cultiva amistades literarias y lee el surrealismo. Ese mismo año regresa a San Sebastián para rechazar la decisión familiar de dirigir la fábrica y regresar entonces a Madrid con un probable puesto de periodista en El Sol. Sin embargo, el estallido de la guerra frustra sus planes y permanece en San Sebastián; participa de la guerra civil como capitán de un batallón de gudaris (soldados nacionalistas que participaron al lado de la República) hasta su rendición en 1937.
12 La idea del editor Ribes fue la de confeccionar una selección de la poesía española reciente con las siguientes condiciones previas: la exclusión de poetas con libros publicados antes de la guerra civil y la de poetas fallecidos. Para la elaboración pidió a unas sesenta personas conocedoras del tema que eligieran a los diez mejores poetas vivos de la última década y con el recuento de las listas recibidas fijó los nombres: José Hierro, Blas de Otero, José M. Valverde, Carlos Bousoño, Eugenio de Nora, Victoriano Crémer, Rafael Morales, Gabriel Celaya y Vicente Gaos, que en el libro aparecerían por orden alfabético.
13 En el Prólogo a su antología, De Luis define la poesía social como aquella que “parte de un realismo, tiene un claro matiz histórico y se objetiva narrativamente” (183), y la opone a la poesía política de preguerra y guerra, aunque no llega a ser muy riguroso para plantear los verdaderos alcances del rótulo “social” como etiqueta historiográfica.
14 Leopoldo de Luis sostiene la identidad de Múgica‑Leceta‑Celaya como distintas expresiones de estados subjetivos y no desdoblamientos de personalidad o heterónimos (322), mientras Celaya afirma lo contrario.
15 Subraya Payeras en su estudio las circunstancias biográficas que motorizan la adopción del heterónimo: el fracaso de su primer matrimonio, el rechazo de su carrera de ingeniero y del bienestar burgués familiar, el abandono de la fábrica y su nuevo amor con Amparo Gastón, de familia obrera (64-65).
16 Celaya utiliza el término “Metapoesía” (con mayúscula) para definir con él a la “poesía becqueriana” (y a partir de ella, a la tradición simbolista que inaugura): “La apelación al misterio, que se busca en el Arte cuando otras evocaciones del más allá parecen poco convincentes, se convierte en una verdadera necesidad para las clases dirigentes y económicamente privilegiadas, que no quieren enfrentarse con una realidad dentro de la cual sus posiciones de ventaja no tienen justificación posible” (PyV 12). Y en una conferencia dada en La Habana en 1968, sintetizará la lucha de todos estos poetas por la construcción de una poesía capaz de superar los falsos mitos de la llamada “Metapoesía”: “Pese a los cambios naturales que con el tiempo se han producido en mi obra, los presupuestos de la poesía social, si entendemos por ésta la lucha contra los mitos de la Metapoesía, la inspiración mágica, el prurito de originalidad, el personalismo, el hermetismo, el perfectismo formalista, la inmortalidad literaria, etc., me parece aún válida” (PyV 192).
17 Amparo Gastón refiere ese encuentro con estas palabras: “El Gabriel Celaya de 1946, es decir, Rafael Múgica, era un buen burgués, ingeniero industrial, director gerente de una importante industria de ferrocarriles, ciudadano respetable y bien considerado en la sociedad de San Sebastián. Pero había que estar ciego para no ver que todo eso era una máscara como yo lo vi en el acto. Gabriel Celaya, el verdadero hombre oculto tras aquella máscara de buen ciudadano, era un hombre frustrado v desesperado que odiaba la sociedad en que vivía, la fábrica en la que trabajaba v la familia que le atenazaba: un verdadero neurótico que, cuando yo le conocí, acababa de salir a la calle después de tres meses de encierro y de renuncia a todo” (13).
18 En el prólogo a Dirección prohibida, Celaya cuenta que Las resistencias del diamante, publicado por primera vez en México en 1957, “es un largo poema en el que se cuenta la fuga por la frontera hispano-francesa de cuatro miembros de una célula descubierta” (7), Poemas tachados son textos de diversas épocas que siempre fueron prohibidos cuando intentó publicarlos, Episodios nacionales salió en París en 1962 y fue luego inhallable y Cantata en Cuba la escribió durante su estancia en la isla (1967-1968) y salió en unas pocas separatas de la revista Papeles de son Armadans (8).
19 Esas ofrendas poéticas son recopiladas en un volumen de Ruedo ibérico, en 1962, donde Celaya incluye un texto titulado “A Antonio Machado”; expresa allí su dolor y su franca hostilidad frente a la injusta historia que tramó el trágico final del poeta homenajeado: “mas no he logrado limpiarme / de mi antigua pena, amarga. / Porque pasó. ¿Qué pasó?”. Véase mi capítulo con motivo del Homenaje a Antonio Machado de los poetas sociales en 1959, en el libro de Ma. Payeras Grau y Carme Riera 1959. De Collioure a Formentor (Scarano 2009).
20 Celaya, que fue candidato a senador por el Partido Comunista Español (PCE) en Guipúzcoa en junio de 1977, atravesó la Transición en un discreto segundo plano, fue Premio Nacional de las Letras en 1986 y alcanzó a ver el comienzo de la década de los noventa. Durante los últimos años de su vida, admite su desencanto: “Desde el punto de vista político, el desencanto es inmenso. Desde el punto de vista del Partido [se refiere al PCE], ha sido terrible la desilusión, porque creía en muchas cosas que no han pasado y que no van a pasar” (Vivas 112).
Fuentes documentales
Poesía de Gabriel Celaya:
1. CELAYA, Gabriel. Poesías completas. Madrid: Aguilar, 1969 (con las abreviaturas utilizadas y año de la primera edición).
Textos firmados por Rafael Múgica:
MS Marea de silencio. 1935
LMyLS La música y la sangre. 1934‑1936
LSC La soledad cerrada. 1947
Textos firmados por Juan de Leceta:
TH Tranquilamente hablando. 1947
A Avisos de Juan de Leceta. 1950
LCCS Las cosas como son. 1952
Textos firmados por Gabriel Celaya:
ME Movimientos elementales. 1947
OP Objetos poéticos. 1948
EPSF El principio sin fin. 1949
SPA Se parece al amor. 1949
LCBA Las cartas boca arriba. 1951
LDES Lo demás es silencio. 1952
PyC Paz y concierto. 1953
CI Cantos íberos. 1955
DCEC De claro en claro. 1956
E Entreacto. 1957
ECESS El corazón en su sitio. 1959
CeA Cantata en Aleixandre. 1959
PVD Para vosotros dos. 1960
LBV La buena vida. 1961
ME Motores económicos. 1961
RE Rapsodia euskara. 1961
M Mazorcas. 1962
EDyER El derecho y el revés. 1963
VO Versos de otoño. 1963
LLS La linterna sorda. 1964
ByDV Baladas y decires vascos. 1965
MDB Música de baile. 1967
LQF Lo que faltaba. 1967
LET Los espejos transparentes. 1969
CV Ciento volando. 1953‑1958
(En colaboración con Amparo Gastón)
2. CELAYA, Gabriel. Los poemas de Juan de Leceta. Barcelona: Colliure, 1961. (Incluye Avisos, Tranquilamente hablando y Las cosas como son).
3. CELAYA, Gabriel. Dirección prohibida. Buenos Aires: Losada, 1973. DP. Incluye poemas de:
LRDD Las resistencias del diamante. 1957
PT Poemas tachados (poemas dispersos no publicados antes).
EN Episodios Nacionales. 1962
CC Cantata en Cuba. 1968
4. CELAYA, Gabriel. Poesía urgente. Buenos Aires: Losada, 1977. PU. Incluye poemas de:
LDES Lo demás es silencio. 1952
VA Vías de agua. 1960
5. CELAYA, Gabriel. El hilo rojo. Madrid: Visor, 1977. HR
6. CELAYA, Gabriel. Poesía Hoy. Ed. de Amparo Gastón. Madrid: Espasa‑Calpe, 1981.
LdC Lírica de cámara. 1969
OpP Operaciones poéticas. 1971
F1XN Función de Uno, Equis, Ene. 1974
LHA La higa Arbigorriya. 1975
PP Poemas prometeicos. 1973‑1974
BDBN Buenos días, buenas noches. 1976
IS Iberia sumergida. 1977
PO Poemas órficos. 1978
7. CELAYA, Gabriel. Penúltimos poemas. Barcelona: Seix Barral, 1982.
8. CELAYA, Gabriel. Cantos y mitos. Madrid: A. Corazón, 1983.
9. CELAYA, Gabriel. Trilogía vasca. San Sebastián: Diputación Foral de Guipúzcoa, 1984.
10. CELAYA, Gabriel. Gabriel Celaya para niños. Madrid: Ed. de la Torre, 1984.
11. CELAYA, Gabriel. El mundo abierto. Madrid: Hiperión, 1986.
12. CELAYA, Gabriel. San Sebastián, ciudad abierta. San Sebastián: Ayuntamiento de San Sebastián, 1989.
13. CELAYA, Gabriel. Poesías completas. Ed. J. Á. Ascunce, A. Chicharro, J. M. Díaz de Guereñu, J. M. Lasagabaster. Madrid: Visor, 2001-2004. 3 tomos.
Ensayos, artículos, entrevistas:
14. CELAYA, Gabriel. “El arte como lenguaje”. Bilbao: Ediciones de conferencias y ensayos, 1951.
15. CELAYA, Gabriel. “Algo sobre poesía, poética y poetas” en Francisco Ribes (ed.) Antología consultada de la joven poesía española. Valencia: Mares, 1952. 99‑107.
16. CELAYA, Gabriel. Poesía y verdad. Papeles para un proceso [1960]. Barcelona: Planeta, 1979. PyV.
17. CELAYA, Gabriel. Exploración de la poesía. Barcelona: Seix Barral, 1964. EP
18. CELAYA, Gabriel. Inquisición de la poesía. Madrid: Taurus, 1972. IP
19. CELAYA, Gabriel. La voz de los niños. Barcelona: Laia, 1972.
20. CELAYA, Gabriel. Bécquer. Gijón: Júcar, 1972.
21. CELAYA, Gabriel. Itinerario poético. Madrid: Cátedra, [1975] 1989. ItP. Con prólogo del autor: “Historia de mis libros. (Ficha)”. HP
22. CELAYA, Gabriel. Reflexiones sobre mi poesía [conferencia de 1985]. Madrid: Universidad Autónoma, 1987. 11-30. RP
23. CELAYA, Gabriel. Ensayos. Edición y estudio previo de Antonio Chicharro. Madrid: Visor, 2009.
24. CELAYA, Gabriel y SÁNCHEZ CUESTA, León. Epistolario 1932-1952. Ed. Juan Manuel Díez de Guereñu. Madrid: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2009.
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Fecha de recepción: 30/11/15
Fecha de aceptación: 12/02/16