DOI: https://doi.org/10.19137/la-aljaba-v271-2023-1

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ARTÍCULOS

“MALA EPOCA PARA SER MUJER” APROXIMACIÓN A UN ANALISIS INTERSECCIONAL DE LA VIOLENCIA SEXUAL EN LOS CENTROS CLANDESTINOS DE DETENCIÓN DURANTE LA ÚLTIMA DICTADURA EN ARGENTINA (1976-1983)

“Bad age to be a woman”. Approaches to an intersectional analysis of sexual violence in the concentration camps during latest Argentinean dictatorship (1976-1983)

Estefanía Luján Di Meglio

Universidad Nacional de Mar del Plata

Resumen : Durante la última dictadura en Argentina (1976-1983), las mujeres militantes fueron particularmente castigadas por su género puesto que para el sistema genocida eran doblemente transgresoras: por haber incursionado en la política y por haber abandonado los roles tradicionalmente asignados a ellas (madres, esposas, amas de casa, etc.). En los Centros Clandestinos de Detención (CCD), la violencia sexual fue sistemática. Analizar el pasado reciente exige entonces una perspectiva de género en clave interseccional, que permita entender la complejidad de la experiencia en base a diferentes ejes de desigualdad en mutua constitución con el género, características que acentuaron la opresión hacia las mujeres, como la orientación sexual, clase, edad, profesión, religión, diversidad funcional, discapacidades y enfermedad, condición de exilio, embarazo, puerperio, entre otras categorías. En el presente trabajo proponemos una aproximación de corte descriptivo, basada en testimonios de mujeres recogidos en el libro Putas y guerrilleras, de Miriam Lewin y Olga Wornat, que describen el pasado reciente desde el lugar de las mujeres en los CCD, especialmente a partir de la violencia por motivos de género y la violencia sexual en particular. Tomaremos los aportes de Patricia Hill Collins y Sirma Bilge y María Rodo-Zárate para la herramienta de la interseccionalidad.

Palabras claves: Violencia sexual, Violencia por motivos de género, Dictadura argentina, Interseccionalidad

Abstract : During the latest Argentinean dictatorship (1976-1983), political militant women were persecuted and specially punished in order to their gender. According to dictatorship, they were doubly trangressive: they had made an incursion in politics and they had quitted their traditional roles as women (as mothers, wives, housewives, etc.). In concentration camps there was a systematic plan of violence against women, of sexual violence and rape. The intersectional perspective is an useful implement to analyses the so called recent past in Argentina with a gender perspective, because of the complexity of the experience. This perspective is based on different central concept which refer to inequality, such as sexual orientation, class, age, occupation and profession, religion, disabilities and illness, exile, pregnancy, puerperium, etc. In this article we propose a descriptive approach based on women testimonies (from the book Putas y guerrilleras, by Miriam Lewin and Olga Wornat). They describe the past from sexual violence and rape. We specially follow the ideas of intersectionality by Patricia Hill Collins with Sirma Bilge and María Rodo-Zárate.

Keywords: Sexual violence, Gender violence, Argentinean dictatorship, Intersectionality

Sumario: Introducción. Volver a mirar el pasado desde la interseccionalidad: mujeres y militancia política. Acerca de algunos ejes de la interseccionalidad en los CCD. La inversión del estigma. Palabras finales

Recibido 14/04/2023 / Aceptado: 18/07/2023

Introducción

Sí, nos sentaremos aquí en silencio a la sombra de distintos años y la rica tierra entre nosotras se beberá nuestro llanto.

Audre Lorde, “Memorial I”

Durante la última dictadura en Argentina (1976-1983), una gran cantidad de mujeres se vio particularmente afectada a causa de la violencia sexual[1] y por motivos de género ejercida sobre ellas (Lewin y Wornat, 2014, p. 73; p. 317), como parte integral del plan sistemático de represión y exterminio. La concepción y construcción de las mujeres y el trato que se les dio, tanto en los Centros Clandestinos de Detención (CCD), en los cuales nos focalizaremos, como en lugares afines (cárceles, dependencias policiales y militares, entre otros) se tradujo en una continuidad de los modelos de género patriarcales imperantes en el ámbito de lo social (Ciriza, 2010, versión digital), aquellas estructuras elementales de la violencia de las que nos habla Rita Segato (2003). Esto se vio acentuado, asimismo, por el carácter patriarcal de la institución castrense, impreso en los mecanismos genocidas y discursos del régimen (Laudano, 1998), así como también por el sesgo androcéntrico de la mayor parte de las organizaciones políticas (Diana, 2011). Algunas mujeres sufrieron violencia sexual por parte de los militares durante la tortura; otras, dentro de los CCD, más allá del momento puntual de la tortura; otras, fuera de ellos, en forma de esclavización sexual; y algunas, en todas estas circunstancias[2].

 

En el presente trabajo se propone una exposición descriptiva que articule el caso de la violencia sexual y de género cometida en los CCD, desde la perspectiva metodológica de la interseccionalidad, a los efectos de mostrar el modo por el cual las mujeres fueron oprimidas de manera diferencial no solo por su género, sino también por otras variables en intersección, como las clásicas de raza y clase (Rodó-Zárate, 2021, 51), pero también otras, en una lista no exhaustiva, como profesión, religión, condición de exilio, embarazo, discapacidad, estado de salud, cánones estéticos, ideología. Tomamos como fuente para el análisis el libro Putas y guerrilleras de Miriam Lewin y Olga Wornat, en su primera edición (2014), debido a que contiene variedad de testimonios de diferentes lugares del país –por la procedencia de las mujeres o por la ubicación de los CCD– que permiten observar las condiciones diferenciales a las que hacemos referencia con la designación de “ejes de la interseccionalidad”. El objetivo ulterior del trabajo es proponer la herramienta de análisis interseccional para futuros textos que visibilicen las particularidades en las opresiones sufridas por las mujeres. Con respecto a la estructura, el artículo se divide en cuatro partes: un primer apartado en el que se traza un panorama general sobre la violencia sufrida por las mujeres en los CCD y se introduce la herramienta interseccional; una segunda parte en la que se enumeran casos que ejemplifican los ejes de la interseccionalidad a partir de testimonios de mujeres; un tercer apartado que se refiere a la revictimización, la intensificación de la opresión y su vínculo con los supuestos “privilegios” en los CCD.

Volver a mirar el pasado desde la interseccionalidad: mujeres y militancia política

La violencia sexual y de género fue tempranamente denunciada por las mujeres, pero no había marcos de escucha adecuados, por lo que se trató de crímenes invisibilizados, como lo señala Victoria Álvarez (2015, p. 63 y ss.). El abordaje académico de la violencia sexual y de género en los CCD, de manera más o menos sistemática a partir de los testimonios de mujeres, data de poco más de una década, y coincide aproximadamente con la primera condena a un genocida a causa de delitos sexuales cometidos en un CCD, en el año 2010 (Causa Molina, Mar del Plata) y la posterior consideración de estos crímenes como delitos de lesa humanidad. Todo esto, acompañado por los avances en materia de políticas públicas relativas al género y por las luchas y logros encabezados a cargo del activismo feminista y los movimientos sociales al respecto (Beigel, 2020, 70). Investigadoras provenientes del derecho o de las ciencias sociales como Ana Oberlin, Lorena Balardini, Laura Sobredo (2011), Florencia Corradi y Julia Nesprias (2015), Elizabeth Jelin (2011), Alejandra Ciriza (2010), María Sonderéguer (2012), Claudia Bacci, María Capurro Robles, Alejandra Oberti y Susana Skura (2012), Victoria Álvarez (2019), Bárbara Sutton (2015) y Bárbara Bilbao (2011) son algunas de quienes se han dedicado a estudiar la violencia sexual en el pasado reciente argentino.

Trazar un panorama general de la violencia ejercida sobre las mujeres en los más de seiscientos CCD que funcionaron durante la última dictadura en Argentina implica pensar desde una perspectiva de género en clave interseccional[3],  como herramienta de análisis de la complejidad de la realidad (Hill Collins y Bilge, 2019, p. 13) de los CCD[4],  relevando sobre todo ciertos contextos particulares, grosso modo, a nivel de política nacional, que se ven replicados en la micropolítica (cercana al microsistema de Lori Heise, 1994) de los CCD.

Es por ello que para estudiar la violencia ejercida contra las mujeres en los CCD, tomaremos cuestiones claves tales como la idea de ejes en la interseccionalidad o ejes de desigualdad (clase, género, religión, racialización, etnia, edad, condición de exilio, estado civil, maternidad, discapacidades), según Patricia Hill Collins y Sirma Bilge y acorde a María Rodo-Zárate, no desde una aproximación aditiva (2021, p. 36; p. 54), sino en su mutua constitución (2021, p. 18) e interrelación, así como emplearemos ciertas nociones del tipo opresión y privilegio (2021, p. 46), asociadas a los fenómenos de mitigación e intensificación, de acuerdo a Rodo-Zárate, entendiendo que “todo el mundo está situado en posiciones de privilegio y opresión de forma simultánea” (2021, p. 55).

Sobre el concepto de interseccionalidad, afirman Patricia Hill Collins y Sirma Bilge que

Los sucesos y las circunstancias de la vida social y política y la persona raramente se pueden entender como determinadas por un solo factor. En general están configuradas por muchos factores y de formas diversas que se influyen mutuamente. En lo que se refiere a la desigualdad social, la vida de las personas y la organización del poder en una determinada sociedad se entienden mejor como algo determinado, no por un único eje de la división social, sea este la raza, el género o la clase, sino por muchos ejes que actúan de manera conjunta y se influyen entre sí (2019, pp. 13-14).

En este marco, la propuesta consiste en entender, según las autoras, el modo por el cual las relaciones de poder se construyen mutuamente (2019, p. 18), de lo que deriva que “la inseparabilidad es un factor clave en la interseccionalidad” (Rodó-Zárate, 2021, p. 34).

Asimismo, en el intento por ver los modos en que se tensionan los diferentes ejes de análisis, creemos necesario contextualizar (Hill Collins y Bilge, 2019, p. 37; Rodo- Zárate, p. 53). Si bien el concepto “contexto” es más que amplio y multiforme, podemos focalizar el contexto general del gobierno de facto. Concretamente, todo régimen dictatorial y autoritario ostenta un carácter eminentemente patriarcal, haciendo de ello un valor y un ideal a alcanzar, como lo señalan Claudia Laudano (1998, p. 8) y Victoria Álvarez (2015, 67). De igual manera, los contextos atravesados por múltiples formas de violencia, entre ellas, la política, intensifican el ejercicio general de la opresión como mecanismo legitimado y naturalizado: los contextos de violencia estructurales propician fenómenos de violencia más particulares, como la de género (Malacalza, 2018; Feria-Tinta, 2007, p. 31; Abramovich, 2007: pp. 167 y ss.). En simultáneo, a la violencia más directa, subyacen modos de violencia estructurales (Galtung, 2016). Esto significa que ser mujer durante la dictadura implicaba ya una intensificación de la opresión, reforzada por una proliferación de discursos patriarcales cuyo funcionamiento respondía a la lógica del dispositivo foucaultiano (Foucault, 2007), articulado en el engranaje y red de las instituciones, leyes, enunciados e implícitos, y que conminaban a las mujeres a ocupar los roles tradicionalmente asignados a ellas (Laudano, 1998)[5]:  ser esposas, madres, amas de casa, recluidas en el ámbito que por deber y mandato les correspondía, esto es, la esfera de lo privado, tradicionalmente despojada de matices políticos (Rodo-Zárate, 2021, p. 75). En términos generales, cualquiera fuese la clase social, se esperaba que la mujer se desempeñara en la casa y no ingresara en la esfera de lo público, en la política, que era competencia de hombres (Laudano, p. 23; Beigel, 59). De igual manera, desde una lectura en clave del feminismo marxista, obligar a las mujeres al trabajo reproductivo significaba un eje fundamental en la concreción del plan económico neoliberal de la dictadura argentina, en concordancia con el plan capitalista de los Estados Unidos, orquestado a partir de la denominada “Operación Cóndor” en el contexto de la larga Guerra Fría[6]. Como es sabido, todo plan económico va de la mano de un proyecto político afín e, incluso, al igual que lo plantean Nancy Fraser (2016) y Wendy Brown (2020), el neoliberalismo o capitalismo financiarizado se ha erguido como un ataque frontal a las democracias, lo que se materializa por antonomasia en las dictaduras que tuvieron su auge en el Cono Sur durante la década de los 70. La opresión se perpetraba a un tiempo en el plano político y en el de la economía, así como en los niveles micro y macro.

En esta dirección, las mujeres militantes durante la dictadura fueron perseguidas por un doble motivo, por una doble transgresión (Aucia, 2011, p. 32; Álvarez, 2015, 74): haber abandonado los roles que por costumbres o por tradición [7] –en términos de Raymond Williams, la tradición selectiva como “una fuerza activamente configurativa” (p. 137)– correspondían a ellas, y por ser militantes políticas de oposición en una época en la que partidos políticos e ideologías contrarias al régimen estaban proscriptos (Feria-Tinta, 2007, p. 33):

Cabe aclarar, entonces, que las mujeres durante la dictadura no fueron perseguidas y secuestradas particularmente por ser mujeres, sino por ser militantes; pero sí fueron particularmente castigadas y disciplinadas por ser mujeres (testimonio de Liliana Callizo en Lewin y Wornat, 2014, p. 318). De allí que las propuestas de autoras como Hill Collins y Rodo-Zárate resulten herramientas propicias para el análisis, en tanto el género es uno de los ejes que intervienen en la interpretación de las vivencias, eje en interacción y mutua constitución con otros. En efecto, el insulto de “puta y guerrillera” (Lewin y Wornat, 2012, p. 484), con el que los captores “recibían” a las mujeres en los CCD o el cual pronunciaban durante la tortura, es otra de las tantas formas de violencia sexual y de género que esquematiza estos dos ejes fundamentales para una mirada interseccional: militancia política y género. A esto se debe que, en el plan sistemático de secuestro, desaparición y exterminio perpetrado por los genocidas en los CCD, la violencia sexual, con especial alevosía en la violación, significara un castigo doble para ellas. Como lo señala Segato en su ya aludido libro La estructuras elementales de la violencia (2003) –con los ejes verticales y horizontales y los contratos entre iguales– la violencia sexual trasciende la función meramente instrumental, en tanto, en su función expresiva, se configura como mensaje en una doble dirección: para los compañeros de las mujeres (parejas, compañeros de militancia, quienes escuchaban la violación o los gritos de sufrimiento de sus compañeras al ser violadas, en otros casos fueron obligados a presenciar la violación o incluso los victimarios intentaron que ellos mismos violaran a una mujer) y para la sociedad dictatorial, ya que el enunciado significaba al mismo tiempo afirmación del orden imperante en el CCD. Se trataba, por lo demás, de un mensaje sobre y con los cuerpos acerca de quiénes eran los vencedores y los vencidos (Lewin y Wornat, 2014, p. 187; p. 469), en una guerra que no fue tal (la mal denominada “guerra sucia”, categoría nativa de los militares). Las mujeres eran el “botín de guerra”, un trofeo para los genocidas (Lewin y Wornat, 20124, p. 116; p. 141; p. 519), una táctica militar en la que los represores se presentaban como los “salvadores de la nación” (Jelin, 2011, p. 6). La violencia sexual significaba castigo, constituida en tanto vía de debilitamiento, de desmoralización y humillación, a la vez que configuraba un mensaje de disciplinamiento, en el marco de una pedagogía de la crueldad en términos de Segato, de corrección de lo que una mujer “debe ser”, empezando por el sometimiento a los hombres. Al igual que el plan represivo y de exterminio de los dictadores, la violencia sexual revistió carácter de sistematicidad. Con respecto a ello, resulta importante destacar que aun en el caso contrafáctico de que los hechos de violencia sexual no hubieren sido sistemáticos, sino aislados, deberían seguir siendo juzgados, como lo son al día de hoy[8],  en calidad de crímenes de lesa humanidad, ya que las condiciones materiales y discursivas de los CCD, es decir, su contexto, los convertían en territorios propicios para estos crímenes, que particularmente vulneraban los derechos humanos de las mujeres[9].  Para ilustrar con un ejemplo concreto: en un lugar así, con una población castrense totalmente masculina en la mayor parte de los casos, no vive de la misma manera la desnudez forzada una mujer que un varón, recibiendo comentarios procaces sobre su cuerpo o insinuaciones y amenazas de índole sexual que, en la mayoría de los casos, eran cumplidas. Asimismo, en los CCD se reproducían, con frecuencia, los roles asignados a las mujeres por tradición y mandato, que las obligaban, en algunos centros, a realizar tareas de cuidado (lavar los pisos o la mesa de tortura inmediatamente después de un “interrogatorio”, lavar la ropa de algún secuestrado, asistir a algún compañero que acababa de ser torturado) (Lewin y Wornat, 2014, p. 116; p. 140; p. 144). Particularmente en el CCD de la ESMA (Escuela Superior de Mecánica de la Armada, en Capital Federal), parte del denominado “proceso de recuperación” (Lewin y Wornat, 2014, p. 216; p. 262) de las mujeres estaba dado por el hecho de que su imagen física respondiera a lo que se esperaba de lo “femenino”: se les exigía que se maquillaran, que se peinaran, se les daba indumentaria femenina (Lewin y Wornat, 2014, p. 640) o incluso en otros CCD se las obligaba a vestirse “provocativamente” (Lewin y Wornat, 2014, p. 115); “mantener relaciones” con un militar era también síntoma de recuperación dentro de la lógica perversa de los CCD (Lewin y Wornat, 2014, p. 333). “Recuperarse”, entonces, consistía en parte en responder a una imagen y un modelo tradicional de mujer.

Acerca de algunos ejes de la interseccionalidad en los CCD

Fueron las propias sobrevivientes[10] quienes relataron sus vivencias haciendo foco en diversos ejes o variables, aun cuando no les dieran ese nombre o no caracterizaran su mirada como interseccional. A continuación, enumeramos algunas referencias que surgen de los testimonios, que trasuntan diferentes ejes de opresión:

Es posible pensar en otros ejes de mutua constitución, como la edad: aunque sin referirse a violencia sexual, Stella Maris Casasola revela lo siguiente, para dar cuenta de la dimensión del horror del secuestro a la que se enfrentó: antes, “yo vivía con mi mamá, me llevaba la leche a la cama” (19’) o incluso el hecho de que muchas tuvieran escasa o nula experiencia sexual (Lewin y Wornat, 2014, p. 289; p. 299), hecho que también da cuenta de la intensificación de la opresión y el delito. O la maternidad: más de una mujer denunció ser torturada delante de sus hijos/as, sobre quienes pesó amenaza de muerte si ellas no daban información. En el caso de las mujeres embarazadas, es relevante, para cada experiencia, si se trataba de madres primerizas o si tenían más hijos/as. Muchas mujeres que ya eran madres ayudaban con sus saberes y consejos a las que lo eran por primera vez. Era una pequeña forma de resistencia, de compañerismo entre secuestradas, como el hecho de cuidar a los/las bebés de las madres que estaban siendo torturadas, procurando que no escucharan sus gritos de dolor. Aun en medio del dolor físico y psicológico más profundo, en el contexto siniestro de los CCD, había pequeñas formas de resistencia. Relacionado con esto, es interesante el testimonio de Ana María Careaga, quien cuenta que el embarazo durante su secuestro para ella fue paradójico, ya que si bien las condiciones del CCD eran terribles para cualquier persona, más para una gestante, por otro lado significó para ella un privilegio, en tanto gestar vida, estar embarazada, era la mayor expresión de humanidad en un contexto en el que los genocidas apuntaban a la deshumanización (Calveiro, 2006, p. 76) y a la soledad de los y las secuestrados/as. En este sentido, consideramos que el enfoque interseccional como herramienta de análisis también resulta operativo para entender las percepciones e imaginarios de cada subjetividad. O, al menos, para tener presente que existen multiplicidad de percepciones y vivencias que, a menudo, en la generalización de los análisis, tienden a anularse. Como dicen las autoras de Putas y guerrilleras, “hubo tantos campos como personas pasaron por él” [sic] (Lewin y Wornat, 2014, p. 537). Se trata, además y tal como lo enseñaron los feminismos negros, de pensar en las mujeres en plural y en la pluralidad de las mujeres, de entender la diversidad de los sujetos, “la complejidad del mundo y de las experiencias humanas” (Hill Collins y Bilge, 2019, p. 13).

Es posible tener en cuenta otros ejes, como la discapacidad. Es el caso, entre otros, de Hilda del Valle[11], quien de niña padeció poliomielitis y pasó por numerosas operaciones durante toda su vida. En el momento de su secuestro, se encontraba recuperándose de una de esas intervenciones. Sus captores la despojaron del bastón con el que caminaba y se la llevaron. Le decían “la renga” despectivamente y con la intención de burlarse de ella. En la tortura, fue violada, aun cuando dijo a sus victimarios que estaba transitando un postoperatorio. Su pierna quedó irrecuperable. También está el caso de Vicenta Olga Zárate, a quien secuestraron del hospital luego de que le extrajeran el útero. Perdió la cuenta de la cantidad de veces que la violaron, aun cuando les dijo a los perpetradores que estaba convaleciente de semejante cirugía (Lewin y Wornat, 2014, p. 518). Otro eje fue la profesión: hubo profesiones consideradas particularmente peligrosas, según los cánones de los dictadores, por las ideologías a las que pudieran estar vinculadas, como la del escritor, la del periodista o la del psicólogo. Es el caso de Marta García, a quien le dijeron “puta como todas las psicólogas” (Lewin y Wornat, 2014, p. 139): para los militares, el género la convierte en “puta”, pero también su profesión. Claro que, más allá de si verdaderamente lo creyeran o no, era una forma de ejercicio de violencia sobre el género y profesión/ideología política real o por ellos supuesta.

La inversión del estigma

En el marco de este análisis, en el que se intenta elaborar una lectura de los acontecimientos y vivencias desde la perspectiva interseccional, creemos fundamental especificar someramente cómo las mujeres violadas en los CCD (además de todos los otros delitos de violencia sexual de los que fueron víctimas) fueron discriminadas, sufriendo nuevamente la opresión y diversas formas de revictimización, por parte de los mismos genocidas, pero también por parte de otros actores sociales, lo que permite continuar con la noción de contexto fundamental en la perspectiva en cuestión. Si en el caso de todo sobreviviente pesó un estigma[12],  en el de las mujeres, fue doble (Lewin y Wornat, 2014, p. 118-119; p. 207): eran “putas y traidoras” (Lewin y Wornat, 2014, p. 448). Se suponía implícitamente y se afirmaba explícitamente que habían sobrevivido a costa de “colaborar” con sus captores, pero además a fuerza de haber “mantenido relaciones sexuales” (Lewin y Wornat, 2014, p. 131) con sus victimarios, lo que les otorgaba eventualmente “privilegios” en el CCD, como no tener puesta la capucha, ocasionales salidas, la misma supervivencia; muchas secuestradas buscaron proteger la propia vida, pero también la vida de “los propios”: hijos/as, compañeros/as, madres, padres, hermanos/as, familiares. Estos “privilegios” de los que gozaban hacían que, como contrapartida, fueran señaladas por parte de sus compañeros/as de cautiverio. Los “privilegios” eran juzgados como tales por las propias mujeres, mientras que la opresión de ser violadas, de ser víctimas, ellas mismas la ponían en duda[13]. O sentían culpa y responsabilidad (Lewin y Wornat, 2014, p. 424), sentimiento de culpa entendible en un contexto en el que se las acusaba de ser “amantes” de los victimarios (Lewin y Wornat, 2014, p. 17; pp. 34-35; p. 62; pp. 73-74). Incluso las propias compañeras, burlonamente, no daban crédito cuando otra les contaba, en el tono de la confesión y pidiendo la única ayuda de la escucha, haber sido violada (Lewin y Wornat, 2014, pp. 238-239). En este punto, la importancia del lenguaje es fundamental para dimensionar la verdadera condición de estas mujeres: no fueron ni “amantes” ni parte de los denominados “amores” en los CCD. Fueron y son sobrevivientes víctimas de los genocidas, puesto que en un CCD solo se puede ser víctima, partiendo del hecho de que la violencia en los campos era la norma; incluso lo era en la sociedad dictatorial misma.  Y esto no es una forma de decir figurada, sino que es una expresión literal[14].  Ninguna acción realizada bajo coerción, como lo señala el Estatuto de Roma de 1998, en su artículo 70, es realizada ni decidida libremente (Lewin y Wornat, 2014, p. 19). No había lugar para la resistencia, porque no había libertad para elegir ni decidir (Lewin y Wornat, 2014, pp. 184-185; p. 239; p. 255; p. 334); y cuando en algunas ocasiones las mujeres se impusieron a las sugerencias de sus captores, lo hicieron a riesgo de su vida y la de sus familiares.

Aun en el caso de que la mujer dijera haber decidido libremente o de que su vínculo con el represor se prolongara una vez en libertad, la decisión no es tal, puesto que, entre otras cosas, no se sabe cómo el contexto pudo haber incidido en la psiquis de la víctima para que sostuviera tal vínculo (Parentini, citado en Lewin y Wornat, 213). En efecto, uno de los objetivos de los Centros era provocar el arrasamiento de la subjetividad desde la llegada, comenzando con la deprivación sensorial que impide situación en tiempo y espacio, provocada, en principio, por el vendaje de los ojos o tabicamiento, llamado así en la jerga de los campos. El contexto del CCD conculca toda libre decisión. No obstante, estas mujeres, además de haber cargado con el trauma y la angustia por tener compañeros y compañeras desaparecidos/as, muertos/as, con la tortura encima, con la violación padecida, debieron soportar la discriminación de los propios (muchas usan la comparación “parecíamos leprosas”), con el peso de ser consideradas doblemente “traidoras” y fueron, por ello, discriminadas y revictimizadas desde el mismo CCD, y luego en la sociedad en general, hasta hace pocos años (Lewin y Wornat, 2014, p. 34).

Inés Hercovich, socióloga argentina, estudia el “enigma” de la violación. Señala que existen a su respecto representaciones generales, difusas, fragmentarias y reductivas, que conforman lo que ella designa “imagen en bloque” de la violación (1997, p. 112), especies de imágenes estereotipadas, como por ejemplo la imagen totalmente reductiva de una mujer violada a la noche en un baldío por un hombre con un arma. Esto conduce a que las propias mujeres, con frecuencia, duden sobre si aquello que vivieron realmente fue una violación (o violencia sexual) o si constituyó delito. Todo ello dado en el marco de un paradigma culpabilizador y estigmatizante de la víctima. Esa imagen en bloque que anula otras formas de violación, junto con la estigmatización de las víctimas, operó y se intensificó dentro de los CCD. Por otra parte, como señala Miriam Lewin, es muy probable que si la situación hubiera sido inversa (varones víctimas con mujeres victimarias), no habría existido la misma estigmatización (2014, p. 19). Los imaginarios con los que tradicionalmente carga la mujer –la imagen bíblica trascendiendo a todos los órdenes, de Eva tentando a Adán, es contundente en este sentido– tan difíciles de desmontar, no solo pesan también sobre las mujeres secuestradas en los CCD, sino que además se intensifican. Los imaginarios patriarcales se replican y se refuerzan con los actos y discursos de los genocidas, y las mujeres víctimas, así como la sociedad en general, llegan a creerlo. La violación fortalece en múltiples sentidos e instancias el imaginario patriarcal.

La declaración de Alcira Chávez es tristemente ilustrativa de esto. Militante en la ciudad de Santiago del Estero, fue secuestrada en el período de terrorismo de Estado previo a la dictadura. Refiriéndose, hace dos años, al tiempo que le tomó hablar acerca del abuso vivido, silenciándolo sobre todo para que sus hijos no se enteraran, cuenta lo siguiente: “[...] Siento orgullo de mí misma, porque lo pude decir; los pudieron enjuiciar. Y a lo que quería llegar es a decir cómo cuesta decir que una fue abusada. Porque, además, yo me culpaba de cómo había estado vestida cuando me han detenido. Estaba… (como aquí en Santiago hace mucho calor), yo estaba con una remera y estaba sin corpiño. Y decía: ‘capaz que si yo estaba con corpiño no iba a vivir todo esto’. Hasta que también entendí que no era cómo estaba vestida, si así o asá, sino es la mentalidad de estos tipos que creían que nosotros éramos propiedad de ellos’” (Secretaría de Derechos Humanos de Argentina, 2022).

La pregunta “¿qué tenías puesto?”/“¿cómo ibas vestida?” (al momento del acoso callejero, del manoseo, de la violación, etc.) condensa la fuerza del paradigma culpabilizador, introyectado en la mayor parte de las víctimas (Eltit, 2021, p. 18) por ser discurso social que circula y sostiene el iceberg de la violencia. Este paradigma, como dijimos, surgió en los mismos CCD (de hecho, la figura del/ la colaborador/a es creada por los propios militares, implícitamente, pero además con acciones y dichos explícitos; Lewin y Wornat, 2014, p. 321) y se extendió al resto de la sociedad. También luego de la dictadura, las mujeres violadas en los CCD fueron doblemente estigmatizadas: por ser “traidoras” por “colaboradoras” y por ser mujeres violadas[15];  en última instancia, por ser mujeres.

Palabras finales

La violencia sexual y la violación hacia las mujeres exhibe complejidades que, en general, son aplanadas por los discursos y representaciones hegemónicas (“imagen en bloque”, según Hercovich, 1997). Tales complejidades se profundizaron en el marco de las situaciones límites, de las paraexperiencias de los CCD que funcionaron durante la última dictadura en Argentina. Y de manera inversamente proporcional, pareciera que en muchos casos esos dobleces y grises tendieron a desestimarse más aun en estos contextos, culpabilizando a las víctimas y dejando impunes, hasta hace poco, a los victimarios. El enfoque de género y la perspectiva interseccional son herramientas analíticas y heurísticas propicias para dejar al descubierto y estudiar estas formas de violencia, para entender la complejidad de la experiencia no solo del pasado, sino además del presente y que podría ser un efectivo aporte, por ejemplo, en materia de políticas públicas y juzgamiento de los delitos de lesa humanidad en Argentina.

Bibliografía citada

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Notas

[1] Según el Estatuto de Roma, algunas de las formas de violencia sexual son: violación, amenaza de abuso o violación, embarazo forzado, prostitución forzada, aborto forzado, mutilación, esclavitud sexual, esterilización forzada, forzamiento al exhibicionismo, desnudez forzada, humillación y burla verbal con connotación sexual, servidumbre sexual, explotación sexual. La mayoría de estas formas fueron padecidas por muchas de las víctimas de la dictadura en los CCD. Por otra parte, resulta fundamental señalar que, como lo entiende Mónica Feria-Tinta, toda violencia sexual hacia las mujeres está englobada en la violencia por motivos de género (2007, p. 33).

[2]  Asimismo, el avasallamiento de la identidad de los varones se ejerció a partir de lo que Débora D’Antonio (2012), en su estudio sobre el penal de Rawson, denominó prácticas de desmasculinización. Mediante la alimentación deficitaria, la escasa atención médica, la sexualización de la tortura, se buscó colocar a los detenidos en posiciones femeninas (cuerpos feminizados). Si bien nos centramos en la violencia sexual hacia mujeres, esta feminización muestra que en la violencia sexual hacia los varones se actualizan, aunque de manera diferente, representaciones patriarcales que permiten leer en continuidad la violencia sexual hacia diversas identidades que incluso desarticulan el binomio masculino/femenino. De igual manera, resulta productivo establecer un diálogo con su artículo titulado “Los cuerpos como espacios de inscripción del poder: la experiencia de la prisión política en la Argentina durante los años sesenta y setenta” (2019), en el que estudia las formas de incremento de la violencia represiva a partir de la denominada “modernización carcelaria”, tomando el cuerpo como variable central sobre la cual se ejerce tal violencia con el discurso oficial de la “recuperación”, lo que en verdad convierte a los adversarios políticos en víctimas, por medio de la “penalización de género y la sexualidad” (2019, 5).

[3] El concepto lo debemos a Kimberlé Crenshaw, término que viene a constituirse en categoría jurídica y a elaborar una noción transdisciplinar, surgida de la necesidad de una demanda en el ámbito de lo jurídico en el derecho anglosajón. Pero en verdad la interseccionalidad viene a poner nombre a una problemática de larga data como lo era la opresión no solo por razones de género, sino a causa de racialización, clase, entre otras variables, como se verá en el artículo. En efecto, aun sin un término específico, esta opresión múltiple ya había sido denunciada. Así, podemos rastrear uno de sus orígenes en el discurso de Sojourner Trouth “¿Acaso no soy una mujer?” pronunciado en la Convención de los Derechos de la Mujer en Akron, en Ohio, en 1851. En la reescritura de la pregunta retórica “¿No soy un hombre y un hermano?”, formulada y empleada por los abolicionistas británicos en el siglo XVIII, resuena el eje de racialización en intersección con el género. Sin ir más lejos, el discurso de Truth se considera fundador de los feminismos negros a los cuales, si bien no únicamente, debemos las reflexiones sobre la interseccionalidad como problema. Para mencionar algunos nombres en este sentido, podemos traer el caso de las escritoras Ana Julia Cooper y Mary Church Terrel, quienes encarnaron y rescataron las experiencias de mujeres negras; Olympia de Gouges, que a fines del siglo XVIII llamó a cuestionar la esclavitud y enarboló la lucha por los derechos de las mujeres esclavas; en Latinoamérica, Clorinda Matto de Turner en Latinoamérica, con la publicación de su novela Aves sin nido en 1889. La argentina María Lugones (2008) planteaba el invisibilización generada por hablar de “mujeres blancas” desde el feminismo y de “hombres negros” en el racismo, con lo que las mujeres negras o no blancas quedaban en un vacío conceptual y simbólico y, por lo tanto, real. Resta mencionar al Combahee River Collective, colectivo feminista y lésbico surgido en 1974 y que en 1977 señala la interrelación de los sistemas de opresión, así como a feministas negras que alzan sus voces en la década de los 80, como Angela Davis (1981), Audre Lorde (1982) o bell hooks (1984), en su crítica por los límites de la teoría feminista de ese momento. O incluso la india Gayatri Spivak, quien, en su texto publicado en 1985, ¿Puede hablar el sujeto subalterno, se refiere al/la sujeto/a subalterno/a atravesado/a por múltiples variables de opresión en vínculo mutuo, como el ser mujer, la situación de pobreza, entre otras.

[4]  Una de las autoras, Miriam Lewin, formó parte de las conversaciones que comenzaron a fines de los 90 con un grupo de compañeras sobrevivientes de la ESMA (Nilda “Munú” Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella y Elisa Tokar) y que luego se publicaron, en el año 2006, bajo el título Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA. En este texto, las charlas efectivamente cumplieron, además de una función testimonial, un acto reparador por medio de la palabra, donde asomaron cuestiones asociadas al género en el marco de los CCD. 

[5] El contexto más inmediato de los grupos de militancia era, también, inherentemente patriarcal, como lo muestran la mayor parte de los testimonios de mujeres recopilados por Marta Diana en su libro Mujeres guerrilleras (2011). Teórica e idealmente, los movimientos revolucionarios y grupos de militancia política en la década de los setenta planteaban, en Argentina, un modelo que fuera en contra de los postulados patriarcales, pero lo cierto es que en la realidad se reproducían las diferencias y la opresión de las mujeres, por ejemplo, conminándolas a las tareas de cuidado en el interior de la organización.

[6] Los vínculos entre la última dictadura en Argentina, la Operación Cóndor y la violencia hacia las mujeres han sido estudiados en el trabajo titulado “Capitalismo, violencia contra las mujeres y última dictadura en Argentina. Un análisis en perspectiva feminista marxista en las escalas transnacional, nacional y local” (mimeo).

[7]  Si antes mencionábamos la violencia directa y estructural, ahora añadimos este otro vértice del triángulo, en constante retroalimentación con los otros, según Galtung (2016): la violencia cultural, social, moral encarnada en las tradiciones, costumbres, valores. Se trata de violencia simbólica para Pierre Bourdieu (1990).

[8] El 8 de marzo de este año, la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad dio a conocer que “47 de las 295 sentencias dictadas desde 2006 visibilizan este tipo de hechos, que implican un total de 154 personas condenadas y de 29 absueltas en casos que damnificaron a 179 mujeres y 33 varones”(fuente Fiscales.gob.ar). Para una genealogía del juzgamiento de los crímenes sexuales cometidos durante la dictadura, ver Beigel, Viviana (2019). La violencia de género en los delitos de lesa humanidad en la Argentina. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes. En este libro la autora analiza el plexo normativo nacional e internacional, desde el dispositivo judicial impactado por el contexto más amplio de políticas públicas de género en Argentina, cómo los crímenes sexuales pasaron de ser desoídos y subsumidos en la figura de “tormentos” (desde las investigaciones de la CONADEP y el Juicio a las Juntas) a ser escuchados (2010) y luego juzgados en calidad de delitos de lesa humanidad (desde 2012). En cuanto a trabajos propios, citamos: Di Meglio, Estefanía «“Lo ‘personal’ es jurídico”. Trayectorias sobre el juzgamiento de crímenes de violencia sexual y por motivos de género perpetrados en los centros clandestinos de detención durante la última dictadura en Argentina (1976-1983)» (en prensa).

[9] Este “elemento de contexto”, como lo llama Kai Ambos (cita en Abramovich, 2012, p. 194), es lo que diferencia un delito individual de un delito de lesa humanidad, además de ser el elemento de carácter internacional de los derechos humanos. Ver también Adler, Daniel (2018). Autoría y delitos contra la humanidad. Mar del Plata: Eudem.

[10] Sobrevivientes de la dictadura, pero también sobrevivientes de la violencia sexual.

[11] Decidimos incluir el nombre completo de las sobrevivientes porque así se lo hace en el libro que tomamos como fuente. Solo en un caso de los relatados en Putas y guerrilleras, la mujer que brindó su testimonio prefirió que se omitiera su nombre.

[12] Los sobrevivientes, al salir de los CCD, pero antes, por sus propios/as compañeros/as dentro del campo, fueron estigmatizados, bajo la suposición de que “delató” durante la tortura o que “colaboró” con los victimarios. El “algo habrán hecho para que se los lleven” (frase siniestra que circuló como macabro estribillo en la sociedad durante la dictadura), devino en un acusatorio “algo habrán hecho para sobrevivir” (Lewin Lewin y Wornat, 104, p. 26; p. 30). Las representaciones simbólicas que la sociedad construyó en torno a la figura de los/las sobrevivientes son estudiadas en su complejidad en el trabajo de Christian Dürr, Memorias incómodas. El dispositivo de la desaparición y el testimonio de los sobrevivientes de los Centros Clandestinos de Detención, Tortura y Exterminio (2017).

[13] Primo Levi, en Si esto es un hombre (2011), se pregunta hasta qué punto es lícito juzgar acciones cometidas bajo coerción, hasta dónde se puede juzgar éticamente en un lugar de nuda vida en el que toda normalidad está suspendida.

[14] Como señala Giorgio Agamben a propósito del universo concentracionario, aunque salvando las distancias entre el totalitarismo nazi y los regímenes dictatoriales y autoritarios en América Latina, uno de los aspectos paradójicos de los campos reside en que “Auschwitz es precisamente el lugar en que el estado de excepción coincide perfectamente con la regla y en que la situación extrema se convierte en el paradigma mismo de lo cotidiano” (2010, p. 50). Será esta dinámica de regla y excepción la que lleve a Agamben a dimensionar los campos de concentración como paradigma biopolítico de lo moderno, uno en el que la biopolítica pasa a coincidir con la tanatopolítica. Reflexiones similares impone la potencial representación de la muerte en el universo concentracionario, donde según Agamben se da una imposibilidad para “identificar con certeza el crimen específico” (2010, 84): no hay parámetros para distinguir entre la entronización de la matanza administrada y la degradación de la muerte. En los CCD, había una especie de norma que los genocidas hacían saber muchas veces implícitamente, pero la mayoría, de manera explícita (Calveiro, 2006, pp. 54 y ss.): “Nosotros somos los dueños de sus vidas y de sus muertes”.

[15] Con las exigencias que se le requieren, como demostrar que se resistió lo suficiente o que no se resistió demasiado, puesto que eso podría ser tomado como una “provocación” para quien la violó: este último “no pudo” decir que no ante las inadecuadas provocaciones de la mujer. La culpabilización y responsabilidad recaen, una vez más, sobre la víctima.