DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs0875

ARTÍCULOS

 

Criollismo, política y etnicidad en la obra de Martín Castro, cantor anarquista (c. 1920-1950)

Criollismo, politics and ethnicity in Martín Castro, anarchist singer (c. 1920-1950)

 

Ezequiel Adamovsky1

 

Resumen: Este trabajo se propone analizar la obra del cantor anarquista Martín Castro, en particular la de temática gauchesca. En sintonía con otras apropiaciones anarquistas del criollismo, Castro presentó la figura del gaucho rebelde como emblema emancipatorio. Pero, a diferencia de los casos conocidos, la utilizó también para lanzar una notable impugnación a los discursos acerca de la nación argentina, que la presentaban como exclusivamente europea y “blanca”. A su vez, el de Castro es uno de los pocos casos en los que, desde el criollismo, se entablaba una disputa abierta alrededor del perfil “racial” de la nación, algo inusual en las primeras décadas del siglo XX y que anticipaba temáticas que el campo intelectual solo desarrollaría más tarde. El trabajo pone la obra de Castro en el contexto de su época y presenta algunas hipótesis sobre el origen intelectual de su notable apropiación de la figura del gaucho.

Palabras clave: Criollismo; Anarquismo; Etnicidad; Indigenismo.

Abstract: This article analyses the works of the anarchist singer Martín Castro, those of gauchesque inspiration in particular. In tune with other anarchist renderings of criollismo, Castro presented the figure of the rebel gaucho as an emancipatory emblem. But unlike other cases, he also used it to launch a remarkable attack on discourses of the Argentine nation that presented it as exclusively European and “white”. Indeed, Castro’s is one of the few cases in which the criollista discourse was used to openly challenge common assumptions about the racial profile of the nation, something still very rare in the first decades of the 20th century, which anticipated later developments in the intellectual and political arenas. This article analyses Castro’s work in perspective and explores possible hypothesis on the intellectual origins of his remarkable use of the gaucho persona.

Key words: Criollismo; Anarchism; Ethnicity; Indigenism.

 

Criollismo, política y etnicidad en la obra de Martín Castro, cantor anarquista (c. 1920-1950)

En su ya clásico estudio sobre el fenómeno de la literatura popular de temática gauchesca que circuló de manera intensa en la Argentina luego de 1880, Adolfo Prieto explicó su notorio éxito a partir de las funciones diferentes que desempeñó entre tres grupos sociales. En primer lugar, para la población nativa de clases populares que se había visto desplazada del campo hacia ciudades en rápido crecimiento, el criollismo pudo ser “una expresión de nostalgia o una forma sustitutiva de rebelión contra la extrañeza y las imposiciones del escenario urbano”. En segundo lugar, imitar los estilos que el criollismo ponía a disposición del público sirvió a los inmigrantes europeos –que lo consumieron con tanta fruición como los nativos– como “una forma inmediata y visible de asimilación”. Por último, para los grupos dirigentes tradicionales el criollismo pudo significar “el modo de afirmación de su propia legitimidad y el modo de rechazo de la presencia inquietante del extranjero”, al que se culpaba por la expansión de la conflictividad social de fines de siglo. Los tres grupos coincidían, sin embargo, en un punto: el mundo criollo y el gaucho representaban el corazón de la autenticidad nacional (Prieto, 2006).
En otro trabajo tuve la ocasión de argumentar que, a los motivos identificados por Prieto, habría que agregar un cuarto. El discurso criollista fue atractivo, entre otras razones, porque permitió hacer visible y tematizar la heterogeneidad étnica de la nación, en particular su componente mestizo y sus colores no-blancos, invisibilizados por otras intervenciones discursivas poderosas que la postulaban blanca y de origen europeo. En efecto, la literatura criollista con frecuencia puso en juego marcaciones étnico-raciales a la hora de describir a los gauchos, que apuntaban a su carácter mestizo o al color moreno de su tez. En la medida en que, al mismo tiempo, aquella literatura colocaba al gaucho en el corazón de la nacionalidad, esas marcaciones minaban sutilmente los discursos procedentes de algunas élites intelectuales, que, por la misma época, afirmaban el carácter esencialmente europeo y blanco del pueblo argentino. Pero mientras que los discursos blanqueadores se expresaron abiertamente y de manera argumentativa en la esfera pública y obtuvieron el estatus de un discurso oficial (por caso, difundido por el sistema escolar), la impugnación que representaron esos aspectos del discurso criollista fue más bien implícita e indirecta, y muy rara vez confrontó abiertamente con los discursos blanqueadores (Adamovsky, 2014).
Este trabajo se propone analizar la obra de temática gauchesca del cantor anarquista Martín Castro, autor de una de las impugnaciones más radicales de los discursos blanqueadores que viera la luz en la primera mitad del siglo XX, y que representó a su vez uno de los pocos casos en los que, desde el criollismo, se entablaba una disputa abierta alrededor del perfil “racial” de la nación argentina. Este es el primer trabajo académico sobre la figura y la obra de Castro, quien, a pesar de la popularidad que llegó a tener como artista popular, no había merecido hasta ahora la atención de los historiadores.

Noticia biográfica2

Julián Martín Castro –tal su nombre completo– nació el 16 de febrero de 1882 en la localidad bonaerense de Merlo, por entonces una zona bien rural, en el seno de una familia de condición humilde. Sus progenitores habían llegado poco antes allí desde su Entre Ríos natal, buscando mejor suerte. En Merlo, su padre se dedicaba a herrar caballos y vivían, según sus propias palabras, en “un rancho de paja y barro”. En 1890, Martín quedó huérfano de padre, lo que lo obligó a deambular de rancho en rancho, “mugriento y rotoso”, realizando trabajos diversos como peón rural para conseguir un sustento. Nunca fue a la escuela ni recibió educación formal; permaneció analfabeto hasta sus años mozos, cuando se las arregló para aprender a leer y escribir por sus propios medios. Fue trabajando en una estancia en General Rodríguez que desarrolló su afición por el canto, escuchando cantar a los arrieros que allí llegaban trayendo ganado, y pronto se lanzó a componer sus propias canciones.3 Cuando tenía ya veinte años comenzó a alternar las labores rurales con el trabajo como albañil en los suburbios y en la ciudad. Mientras tanto, se presentaba con su guitarra en boliches, glorietas y locales de asociaciones, muchas veces junto a su amigo José Antonio Mata, con el que formaron un dúo de actuación prolongada. En la década de 1920 ya era un cantor popular de renombre, pero nunca vivió de su arte: continuó trabajando como albañil y más tarde tuvo un modesto corralón de forrajes y terminó su vida laboral como empleado público. Cantaba de pueblo en pueblo, pero según su hijo, jamás salió de la provincia de Buenos Aires (salvo para cantar en Montevideo, donde también fue muy apreciado).
No se conocen las circunstancias por las que abrazó el anarquismo ni el momento exacto en que lo hizo, pero ya desde el año 1917 la prensa de esa orientación da cuenta de que cantaba sus canciones revolucionarias para trabajadores en huelga, en sindicatos y locales obreros y como parte de veladas políticas. Desde entonces y durante los años veinte esa actividad le valió varias estadías en los calabozos de las comisarías y, al menos, un ataque de la Liga Patriótica. Su popularidad era tal que en ocasiones los policías le pedían que cantara mientras estaba en prisión (a eso atribuía él el hecho de que nunca recibió apremios físicos, habituales en esos tiempos). Su hijo afirma que no tuvo una militancia orgánica, salvo por un breve período, de unos dos años, de los que no recuerda un grupo particular de pertenencia. Posiblemente su memoria apuntara al círculo de la revista La Voz de los Tiempos (1927), que Martín Castro coeditó junto con el tipógrafo anarco-comunista italiano Fernando Gualtieri, quien tuvo una militancia más activa en el movimiento.
Castro no escribió textos doctrinarios ni prácticamente nada en prosa: sus ideales anarquistas se expresaban a través de sus canciones. Durante su larga vida publicó regularmente sus composiciones, que suman dieciocho folletos que hoy se encuentran desperdigados en bibliotecas públicas y privadas de Argentina y del exterior; el primero de ellos apareció en 1920 y los dos últimos, póstumos, en 1973 y 1992.4 A ellos deberían sumarse obras individuales –canciones y poesías, pero también algunos textos en prosa y al menos un cuento– aparecidas en revistas o en recopilaciones.5 Aparentemente, escribió una o dos obras de teatro, hoy inhallables.6 Además de exaltar las tradiciones gauchas –tema que trataremos en el próximo apartado–, sus letras cantaban contra la propiedad privada, la burguesía, los ricos y el capitalismo y se identifican con los trabajadores y con los campesinos. Se manifestaban contra el Estado, los políticos, los militares y las guerras en su común opresión del pueblo, y algunas composiciones eran furiosamente anticlericales. A pesar de que algunas de sus letras escritas en estilo gauchesco exhibían un orgullo plebeyo frente al mundo letrado, Castro insistía permanentemente en la importancia de la educación, el periodismo y la lectura para los trabajadores. Tanto que, a pesar de su antiestatismo, con frecuencia exaltaba a figuras como Bernardino Rivadavia, Domingo F. Sarmiento, Juan B. Alberdi, Leandro Alem y a intelectuales como José Ingenieros y Florentino Ameghino como si fuesen verdaderos héroes por su aporte a la ilustración del pueblo. Como muchos anarquistas de la época, predicaba la temperancia y fustigaba el alcohol, el tabaco e incluso los divertimentos populares como el carnaval y el baile. Defendía a prostitutas y madres solteras de los prejuicios morales dominantes. La canción que mejor describe el futuro que anhelaba expresa nociones genéricas anarco-comunistas sobre el trabajo y el disfrute colectivo y autorregulado.7 Quitando a Lev Tolstoy, a quien cita varias veces como su principal referencia, sus influencias intelectuales no son muy explícitas. En La Voz de los Tiempos publicó textos de aquel y también una biografía de Mikhail Bakunin. Sus canciones y entrevistas mencionan al pasar también a Piotr Kropotkin, Élisée Reclus, Errico Malatesta, Émile Zola, Anatole France y Rafael Barret. Entre los locales, Castro expresó su admiración por Alberto Ghiraldo y Rodolfo González Pacheco, y también por el periódico La Antorcha.
Luego de 1945, Martín Castro fue simpatizante del gobierno de Juan D. Perón, aunque según su hijo no tuvo actuación política ni cantó nunca en eventos peronistas. De todas las composiciones posteriores a ese año, solo se conoce una en la que se menciona al nuevo movimiento, un poema de 1969 dedicado a su amigo Hugo del Carril.8 Si bien nunca abandonó su apego a las ideas tolstoianas, los años y acaso la esperanza en el peronismo fueron moderando la radicalidad de sus composiciones, que de todos modos fueron de crítica social hasta el final. Así, por ejemplo, una de sus canciones más conocidas, “Guitarra roja”, fue retitulada “Guitarra del pueblo” en la compilación que publicó en 1950. Los versos “Yo soy un tolstoniano de fiel puritanismo/ y propago un futuro de sano comunismo”, de la primera versión de su canción “Anhelo”, desde 1950 dijeron en cambio “Yo soy un tolstoiano de fiel puritanismo/ y propago un futuro de amores y optimismo” (Castro, s/f a, p. 54; Castro, 1950, pp. 91-93).
Martín Castro murió a los 89 años, el 7 de abril de 1971. Con sus folletos casi inhallables y sin haber registrado discos propios, hoy su recuerdo como cantor popular apenas perdura (incluso cuando algunas de sus canciones fueron grabadas por artistas de la talla de Alberto Castillo, Antonio Tormo, Edmundo Rivero, Horacio Guarany y Los Tucu Tucu, entre otros).9

El gaucho, emblema antiestatista y anticapitalista

Martín Castro había nacido en un momento crucial del desarrollo de la cultura argentina. Desde la década de 1880 se difundió en el país un discurso “criollista” por el que el mundo rural y la cultura criolla, previa a la gran inmigración, fueron presentados como depositarios privilegiados de lo auténticamente nacional. A partir de una serie de reapropiaciones complejas, que conectaron los mundos de la cultura letrada y la subalterna, la figura del gaucho –despreciada por una parte de las élites políticas e intelectuales que poco antes se habían ocupado de la organización nacional– se transformaría más tarde en la encarnación por antonomasia de lo criollo y, por ello, de lo genuinamente argentino. Transmitida inicialmente a través de una novedosa literatura de consumo masivo y pronto también en el circo, en el carnaval y en el teatro, la galería de personajes que el discurso criollista presentaba cautivó al público de las clases populares, tanto urbanas como rurales. La historia de Juan Moreira, un gaucho injustamente perseguido que se rebeló ante las autoridades y fue capaz de vencer a legiones de enemigos él solo, a cuchillo y puro coraje, funcionó como modelo para decenas de relatos similares que alcanzaron enorme circulación. Antes del fin de siglo, el propio término “criollo” se había vuelto sinónimo de “popular”, al tiempo que el personaje “Juan Pueblo” –vestido de gaucho– se abría camino en los medios gráficos como portador del sentido común de la gente sencilla. Los riesgos del “moreirismo” asociados a este discurso, que exaltaba la resistencia a la autoridad, fueron desde muy temprano identificados por políticos e intelectuales.
Mientras que algunos reaccionaron rechazando el criollismo en bloque y reproduciendo visiones negativas del habitante rural como agente de barbarie, otros intentaron diversas reapropiaciones de la figura del gaucho que la colocaban también en el centro de la nacionalidad, pero purgándola de sus aristas potencialmente más disruptivas. Una de las formas de esta apropiación consistió en abrazar esa figura pero convirtiéndola en un mero legado “espiritual”; el gaucho era así aceptado como corazón de la nación, pero al costo de proclamar su desaparición como tipo social en la actualidad. En cualquier caso, a pesar de que no faltaron detractores e incrédulos, a partir del cambio de siglo el gaucho se transformó en el más poderoso emblema de argentinidad (Prieto, 2006, pp. 64, 163). La pregnancia de ese emblema fue tal, que no pocos cayeron en la tentación de utilizarlo políticamente. La utilidad era evidente para conservadores y nacionalistas: frente a las amenazas de la “descaracterización nacional” a manos de los inmigrantes, del creciente activismo obrero y del extraordinario predicamento que adquirían las ideas revolucionarias, proponer que la nacionalidad encarnaba en la figura evanescente del paisano criollo era una manera de negar toda legitimidad a los habitantes e ideologías recién llegados. Pero la rebeldía del gaucho, su indómita libertad y su propensión a enfrentar a la autoridad lo hicieron también pasible de apropiaciones subversivas. Así, desde comienzos del siglo XX algunos anarquistas se lanzaron a asimilar la suerte del gaucho perseguido a la del proletario. Se destacó en este sentido Alberto Ghiraldo desde sus obras teatrales y desde la revista Martín Fierro, que fundó en 1904, y la Carta Gaucha que escribió el militante anarquista Luis Woollands, que circuló como folleto en varias reediciones de decenas de miles de copias durante la década de 1920 y fue retomada por numerosas publicaciones obreras (Crusao, 1922).10
Difícilmente alguien como Martín Castro pudiera haberse sustraído del influjo del criollismo. Las guitarreadas de los arrieros que había presenciado en su edad temprana seguramente incluían el tipo de cantares populares y payadas de los que la literatura criollista obtuvo buena parte de sus motivos (ya para entonces, a su vez, influidos también por la poesía gauchesca compuesta por autores letrados). Por otra parte, el Martín Fierro de José Hernández, el Juan Moreira y otras historias de Eduardo Gutiérrez, y otras obras de ese estilo circularon profusamente en impresos baratos, tanto en el campo como en la ciudad, desde los tiempos en los que Castro había nacido. Incluso los analfabetos los conocían, gracias a la práctica de la lectura en voz alta. Las historias de gauchos, además, se representaban ya por entonces en los picaderos de los circos itinerantes y en los tablados de los teatros urbanos. Finalmente, por su propia vida y por su trabajo como peón, conocía de primera mano tanto las tradiciones del mundo rural, como los padecimientos del criollo pobre. No sorprende entonces que la figura del gaucho matrero, pobre y perseguido apareciera insistentemente en sus composiciones, como víctima del avance del Estado y del capitalismo y como voz de la indispensable rebelión. El mejor ejemplo es su notable Los gringos del país, escrita en 1928 (aunque impresa c. 1937), la más extensa y elaborada de sus obras, publicada como libro de venta económica por una editorial comercial especializada en la literatura criollista. Se trata de un poema gauchesco narrativo de 92 páginas, dividido en cuatro partes, con estrofas de seis versos octosilábicos, a la manera del Martín Fierro. La ilustración de tapa muestra un gaucho a caballo con su guitarra a cuestas. El potencial antagonista del criollismo aparece de manera más que explícita en la primera parte, en la que se enfrentan en una payada a contrapunto el personaje central –un gaucho llamado simplemente “Matrero”– con “Juan Estao” (quien, significativamente, es el único en todo el texto que altera la métrica, utilizando estrofas de diez versos irregulares). Ambos son identificados como gauchos, pero mientras que el primero es un “payador insurgente” que representa la libertad y el arraigo a la tierra, el segundo es un “payador adatao”, vocero de la ley y de la nación. En el contrapunto, Juan Estao reprocha a Matrero que sea un “gaucho andariego”, que solo se dedique a la holganza y al cuatrerismo en lugar de desempeñar algún trabajo útil para los demás; lo insta a que vuelva a la sociedad, a que participe en la política si quiere cambiar las cosas, a que confíe en la ley que es para beneficio de todos y asegura la libertad individual, en fin, a que ame a su patria y a su bandera. Matrero responde a cada argumento con otro. Cuenta que solía trabajar como “pión en una estancia”, pero su patrón lo engañó, le hizo una afrenta, no le pagó lo suyo y lo acusó ante el juez. Lo imputaron injustamente de pillo y de matón, por lo que tuvo que abandonar la sociedad, huyó de su pago y así se hizo “gaucho montaraz”. A la acusación de que es ladrón, responde cuestionando la propiedad y diciendo que él toma de quienes la acumulan indebidamente. Sobre la invitación a involucrarse en política, señala que los políticos son ladrones, corruptos y mentirosos, que el voto es una farsa y que de cualquier manera nadie nunca hace nada por los gauchos. Del imperio de la ley no tiene mejor opinión: “las leyes, son pa’los reyes/ y pleitos de abogados”; nada necesitaba el gaucho hasta que la ley trajo “marca pa’l ganado/ y escritura pa la tierra”. En cuanto a la libertad, replica que no necesita a la ley ni a la patria para tenerla. La libertad de la que él goza le viene de la naturaleza: “Mi patria es la libertad/ que me concede la tierra,/ cuando me oculta la sierra/ y bebo en el arroyuelo;/ y me recoge en el suelo/ cuando el mundo me destierra.” Para Matrero, “la vida será mala/ mientras sea desigual/ uno dueño de un caudal/ el otro pobre resero;/ que anda como perdiguero/ pa conseguir un jornal”. El futuro promisorio llegará cuando “quede la tierra libre/ sin tranquera ni alambrao”, cuando la patria deje de ser “la patria del poderoso;/ que el pión gaucho y laborioso/ rompa el freno del Estao,/ que haga patria el arao/ y el trabajo generoso”. Por si quedaran dudas de cuál de los dos gauchos es el alter ego del autor, la payada concluye cuando los espectadores aplauden a Matrero y, sin decir palabra, Juan Estao destroza su guitarra y se marcha derrotado (Castro, c. 1937, pp. 8-31).
La figura del gaucho rebelde por ser víctima de los ricos y de los malos funcionarios reaparecerá en muchas de sus obras posteriores, aunque el argumento más claramente anarquista se irá volviendo menos perceptible. A medida que eso iba sucediendo, el gaucho aparecía ya sin reparos como encarnación de la “libertad argentina”, de la nación, de la patria verdadera y de la bandera (Castro, 1939, pp. 9-10). Es importante notar, sin embargo, que para Martín Castro el gaucho era una figura real y actual. A diferencia de los tradicionalistas nacionalistas o conservadores, para él no se trataba de ningún“espíritu”: no era otra cosa que el trabajador rural criollo. Así, para los gauchos exigió, en varias de sus obras, mejoras económicas concretas, especialmente empleo, el acceso a la tierra y la ayuda para que pudieran convertirse en agricultores (Castro y Molina, c. 1959, pp. 21-22; Castro, 1964, pp. 87-88; 1992, pp. 83-84; Castro y Báez, 1970).11

Criollismo, anarquismo y etnicidad

Si la apropiación de la figura del gaucho como vocero de los ideales rebeldes era algo relativamente habitual entre algunos anarquistas en esos años, el criollismo de Castro movilizaba elementos menos usuales; algunos, decididamente raros para la época. Para empezar, identificaba al gaucho como descendiente directo de los grupos indígenas que habitaban la pampa antes de la llegada de los españoles. En el prólogo de Los gringos del país, el Matrero se presenta a sí mismo con estos versos:

Yo soy el hombre aborigen/el indeleble exponente,
raza paria penitente/con cuatro siglos de cuita,
y es por mis labios que grita/todo un linaje doliente.

Yo vengo aquí a reconstruir/todo el valor positivo,
del poblador primitivo/en la tierra de su origen;
el derecho del aborigen/sobre su suelo nativo
(Castro, c. 1937, pp. 3-5).

En las páginas siguientes, las alusiones a esa pertenencia continúan. Matrero se queja de “la conquista del desierto”, que no fue otra cosa que “el grillete del Estao” para encadenar a esa raza (así fue que el “hombre civilizao” le impuso su “barbarismo ilustrao”). A Juan Estao le anuncia que viene a hablar de esa historia, de la raza de Catriel y Namún-Curá, de la derrota de Saihueque, de cómo el alambrado vino a oprimir al “hijo libre del llano”. En la Segunda Parte del poema, titulada “Raza nativa”, Matrero vuelve a contar la historia “del gaucho de la nación”, una historia que comienza en la época precolombina con los tehuelches, querandíes, “quichuas”, araucanos y calchaquíes. Habían sido ellos los que sufrieron el exterminio que trajo la conquista española. De esas violencias solo se salvaron aquellos indios que se dedicaron a la vida errante en la llanura, donde se multiplicaron y dieron entonces origen a los gauchos. Ese grupo humano fue luego el protagonista de las luchas por la independencia; roto el yugo hispano, “sintió en sí la libertad/ como en la edad aborigen/ creyó volver al origen/ dueño de su voluntad”. Pero la nueva nación no traería para ellos ninguna libertad, sino la continuidad de la opresión y el despojo, a manos de políticos y gobernantes, comenzando por Juan Manuel de Rosas. Quienes tomaron en sus manos las riendas del país más tarde, en la época de la “conquista al desierto”, “No iban por cultura patria/ ni por civilización;/ iban por la posesión/ del territorio amerindio. / Hoy el matador del indio/ es dueño de la región”. En lugar de darles educación, empujaron a los indios a la frontera; las familias “bien” se repartieron a los niños aborígenes como criados y a las indias para que fueran sus sirvientas. De esta historia, Matrero concluye: “De Rio Negro a la Pampa/ desde La Pampa a San Luis/ Se ve palpable el desliz/ que en cada gaucho gravita;/ y esa tragedia nos grita/ hasta el fondo del país”. Más adelante en la obra, Matrero incluso llega a impugnar la totalidad del legado hispano, incluyendo la lengua, “el idioma castellano, que es el habla del Estao”, un “lenguaje importao” como parte de la empresa de esclavización de la “raza libre del indio”.
En la Cuarta Parte Matrero dedica su payada a describir la situación actual de los pobres en las diversas provincias del país, mencionando, entre otras, la penosa condición del “indio sanjuanino”, de los “gauchos” tobas y matacos que trabajan en los ingenios en Tucumán y de los gauchos que trabajan en los quebrachales. En el Epílogo, Matrero (nuevamente descrito como “amerindio”) concluye su larga payada y se despide con el abrazo de toda la paisanada. Se aleja pensando “En su época de aborigen/ en su libertad de origen/ y en su dolor argentino”. Deseando volver a la vida anterior, Matrero camina a lo lejos por la pampa y se va hundiendo en el barro hasta que muere, feliz. El poema concluye con una explicación de ese simbolismo: “Porque el indio solo vive/ en la patriótica yerra;/ para ser carne de guerra/ y sucumbir sin historia,/ para guano, para escoria/ para abono de la tierra” (Castro, c. 1937, pp. 8-31, 33-44, 60, 69-85). La identificación de la figura victimizada del gaucho con la historia de los indígenas no podría ser más clara. En años posteriores, Martín Castro seguiría produciendo obras en las que destacaba el carácter indígena del gaucho y su relación con la “pacha-mama” (aunque en otras también lo presentaba peleando contra los indios como soldado del Estado nacional) (Acosta García, Castro, Pombo y Cepeda, 1933;12 Castro, s/f a, pp. 44-45; 1939, pp. 9-10; 1950, pp. 18-20; 1992, pp. 47-49; Castro y Molina, c. 1959, pp. 22-23).
La contracara de esta notable superposición entre la figura central del discurso criollista y el indio era la hostilidad hacia el “gringo” como causante o partícipe de las desgracias que afectaban al gaucho y, por ello, factor disolvente de lo auténticamente nacional. En una composición publicada en 1939, por ejemplo, un gaucho se defendía en primera persona de las acusaciones de vagancia y explicaba su pobreza fustigando a los inmigrantes “que con sus ansias de hacer plata han venido desde lejos”. Cuando llegaron, los gauchos los recibieron con los brazos abiertos. Pero pronto ellos se quedaron con todo, desplazando a los nativos: hoy “de todo son los dueños” y el gaucho ya no tiene “ni un retazo de su suelo”. Amargado, el paisano se preguntaba “De los gringos que hoy son ricos,/ que la pampa es toda de ellos:/ ¿Cómo han hecho tanta plata?/ ¿De qué forma, por qué medio?”, para concluir que eran astutos y que, mediante ardides, habían engañado al noble paisano hasta despojarlo y convertirlo en un “forastero” en su propio país (Castro, 1939, pp. 31-33).
En otras obras posteriores insistió con motivos similares, relacionando a los gringos con la apropiación privada de los campos hasta entonces de uso público. En una, incluso, hizo un llamamiento a recuperar la autenticidad argentina “desagringando” el país (Castro y Molina, c. 1959, pp. 22-23; Castro, s/f b, pp. 35-36; 1964, pp. 76 y 85-86; 1992, pp. 57-60).
En este tema, la obra de Martín Castro se enmarcaba en una larga tradición que arrancaba en la poesía gauchesca de la primera mitad del siglo XIX y se continuaba en la literatura criollista del cambio de siglo, por la que el inmigrante europeo reciente era objeto habitual de desprecio, burla o sospecha y en ocasiones se lo acusaba de las desgracias del criollo. El apelativo “gringo” era sin dudas ambivalente y permitía al mismo tiempo usos afectuosos; con el tiempo se utilizó para definir no solo a los recién llegados sino también a sus descendientes, especialmente si eran rubios. No hay estudios específicos sobre sus usos en los años veinte, pero no hay dudas de que la visión negativa habitual dentro del criollismo seguía circulando con intensidad. Sin embargo, la noción de “gringo” en la obra de Castro adquiría ribetes inusuales. Para empezar, para el cantor anarquista, la expresión definía al europeo genéricamente, sin importar la época en que hubiera llegado a estas tierras. Así, eran “gringos” tanto los conquistadores del siglo XVI (“gringos de raza española”), como los inmigrantes de la oleada más reciente (“gringos nuevos”). Pero en verdad, para Castro –que después de todo, como buen anarquista, era internacionalista– lo objetable de los gringos no era tanto que fueran extranjeros, como el hecho de que eran portadores de los males que aquejaban a la sociedad: la vocación de dominar a los demás –de la que derivaban el Estado y el militarismo– y el afán de hacer riquezas y de poseer propiedad, origen del capitalismo. De hecho, para los inmigrantes proletarios que venían a ganarse el pan, Castro solo tenía palabras de aprecio y bienvenida (Castro, s/f a, pp. 48-49; c. 1937, pp. 56, 85 y 96).
Que lo “gringo” era para él una disposición asociada a un origen étnico (más que un origen étnico en sí mismo) queda claro en lo que es acaso el aspecto más extraño de su obra, algo que no he hallado en ningún otro texto de la primera mitad del siglo XX. Entre los autores que nutrieron el criollismo, aquellos que tenían una mirada negativa hacia los gringos la planteaban construyendo una oposición entre ellos y el mundo de los criollos/gauchos (para la mayoría, estos dos términos eran intercambiables) como reservorio de la autenticidad nacional. Pero para Castro, la oposición fundamental era la que se planteaba entre los gringos y gauchos que, como vimos, eran definidos como descendientes de los indios. En su obra, de hecho, lo criollo y lo mestizo adquieren en muchos momentos un sentido negativo. Es que, para él, la funesta disposición “gringa” se había transferido a los criollos –tanto los de la época de la Colonia como los argentinos actuales– precisamente por vía del mestizaje. El fenómeno se planteaba con toda claridad, desde su mismo título, en Los gringos del país. En efecto, en la reconstrucción histórica que allí propone, señala que el “gringo invasor” ibérico había sido repelido en la Independencia, pero para entonces ya había dejado su “mala semilla” en el país, una simiente que se reforzó durante el siglo XIX con la llegada de más inmigrantes. Así explicaba Matrero el drama de un país que mixturaba elementos étnicos conflictivos:

Apareció el gringo nuevo/ mezcla de rubio y cobrizo,
y formó el criollo mestizo/ híbrido de íbero y pampa;
que representa la estampa/ de argentino advenedizo.

Los cruces de tantas savias/ obran en cada organismo;
es el cosmopolitismo/ fructificando en las masas,
porque el germen de cien razas/ germina en un cuerpo mismo.

Y como el gringo invasor/ era pirata y tirano,
en el gringo, americano/ obra el desentendimiento
y arraiga el mal sentimiento,/ en su corazón humano.

Por eso es que cada criollo/ arrastra desde el nacer;
un gringo dentro del ser/ de una avaricia infinita
y en cada criollo palpita/ el mesmo gringo de ayer.

Y llevamos en el alma/ un algo del gringo inglés,
del francés y de irlandés/ mucho de gringo italiano;
el dolor del araucano/ y del tehuelche, la tez.
(Castro, c. 1937, p. 38).

Tras el fin del dominio español, fueron estos “gringos del país”, criollos y nacidos argentinos, los que desde el gobierno continuaron con la persecución del gaucho y favorecieron a los inmigrantes a sus expensas. Los “gringos argentinos”–Castro menciona particularmente a políticos, empresarios y abogados– extinguieron el grito de libertad y se comportaron como un verdadero “malón blanco” en su ataque al “hombre primitivo”. Gobernaron para sus propios intereses y explotaron a sus semejantes. Por su comportamiento y por su origen, Matrero ponía en duda su verdadera argentinidad. Y no se trataba tan solo de una élite formada por un puñado de personas:

Hay nativos argentinos/ que tienen de gringo, un treinta
otros tienen el cuarenta/ millones de medio y medio;
el resto es un intermedio/ agringao hasta un noventa.

...Por eso es que nuestra raza/ falla en su argentino don:
por más que argentinos son/ a la estirpe no responden,
son argentinos que esconden/ un gringo en el coraz ón.
(Castro, c. 1937, p. 57).

La falla en el “don” argentino se explica entonces a la vez por causas sociales –la división de clases, la opresión– y por causas étnicas. Como se ocupa de explicar el gaucho que toma entusiasmado la guitarra luego de escuchar a Matrero, los ricos y los que no viven de su trabajo “son argentinos gringos” que admiran todo lo que sea extranjero:

Le han agringao a la raza/ todo el sabor primitivo;
hasta en el gusto festivo/ hay ribetes extranjeros,
en los patios, en los aleros/ en los trajes y el cultivo.

Pues lleva el criollo en la savia/ un extranjero vibrante,
que le injertó el inmigrante/ en la sangre del cobrizo;
del argentino mestizo/ surge un gringo por instante.

Híbrido de gringo y criollo/ producto del entrevero;
que no es el libre llanero/ ni el perfecto ciudadano
mitá ciudá, mitá llano/ ni argentino, ni extranjero.
(Castro, c. 1937, p. 49).

Como ya permiten adivinar las referencias a lo “blanco” y lo “cobrizo” en estos versos, la tensión en la matriz nacional que Martín Castro ponía en palabras se expresaba también en clave racial. Al narrar la época tiránica de Rosas, Matrero lo plantea con toda claridad. La lucha de entonces era de “La patria contra la patria”: guerreaba entonces “el gringo blanco, porteño”, el “bárbaro ciudadano”, contra el “hombre libre del llano”, el “‘salvaje’ trigueño” (Castro, c. 1937, p. 38). Puesto en estos términos, el conflicto también ponía en cuestión la dicotomía civilización/barbarie, central en los discursos oficiales de la nación: aquí lo blanco y lo porteño es motejado como bárbaro, al tiempo que lo indígena, rural y trigueño aparece como ámbito de la verdadera libertad, solo considerado “salvaje” entre comillas de ironía.
Aunque nunca volvería sobre estos temas con la profundidad en que lo hizo en Los gringos del país (su única obra extensa), algunos de estos elementos reaparecen en composiciones posteriores. La idea de que existen “gringos criollos” o “gringos argentinos” se repite al menos en otras tres obras, una publicada en 1939 (pp. 9-10), otra en c. 1969 (p. 55) y la otra, póstuma (Castro, 1973, p. 9). Las marcaciones raciales del gaucho como “moreno”, “trigueño” o “cobrizo” también están presentes en composiciones de todos los períodos, mientras que al menos en una ocasión volvió a referir a la lucha “del blanco contra el trigueño” como episodio central del drama nacional (Castro, 1950, pp. 10 y 48-49; c. 1969, pp. 34-35; 197313).

Martín Castro en contexto

Las observaciones de Matrero y otros gauchos en Los gringos del país son verdaderamente llamativas por la época en la que fueron formuladas. Para 1928, año en que Castro fechó su texto, no eran habituales los diagnósticos de la nacionalidad argentina que presentaran una visión tan pesimista y desgarrada, algo que se volvería más habitual recién en la década siguiente, por ejemplo, con la ensayística de Ezequiel Martínez Estrada o la de Eduardo Mallea. Ciertamente los intelectuales positivistas del cambio de siglo habían formulado la pregunta por las fallas del “don argentino” (que es lo que vertebra el poema de Castro). Sin embargo, esas fallas eran entonces principalmente atribuidas a las pervivencias de la época colonial, que funcionarían como obstáculos a la cabal modernización del país. La crítica o la mirada desencantada respecto del propio proyecto modernizador solo ocuparía un lugar prominente en la vida intelectual del país luego de 1930, cuando el colapso de la primera experiencia democrática y el fracaso del modelo agroexportador puesto en evidencia en la crisis de ese año quitaran motivos para el exultante optimismo que había dominado los tiempos del Centenario.
Pero mucho menos esperable para la época era el modo en que la dimensión étnica y las marcaciones raciales se combinaban en una explicación del drama nacional. Al hacer del gaucho un descendiente directo de los aborígenes prehispánicos, Castro se apartaba notoriamente del grueso de la tradición criollista, que había hecho del indio y del gaucho personajes frecuentemente antagónicos, a veces con vínculos de amistad y alianza, pero en todo caso figuras diferentes. La entronización del segundo como emblema de la nación con frecuencia había venido de la mano de posturas hispanistas, que lo filiaban exclusivamente con el legado ibérico. Sin ir más lejos, el Museo Histórico y Colonial de la Provincia de Buenos Aires (Luján), dedicado a exaltar la figura del gaucho, explicaba en su catálogo en 1934 que era “de pura sangre hispana”, sin haber tenido “unión con el indio sino en excepcionales casos” (Blasco, 2013, p. 8). Algunas voces destacaban en cambio su componente mestizo y, ciertamente, entre los cultores de las tradiciones nacionales no faltaban los que tenían hacia los aborígenes una mirada compasiva y de aprecio. Pero hacer al propio gaucho, como Castro, descendiente fundamentalmente de los indios era algo extremadamente infrecuente (Adamovsky, 2014).
Más allá del discurso criollista, su rescate del indio como emblema de la tierra y de la libertad argentinas tampoco era algo esperable en el clima intelectual de la época. Como es bien sabido, en las primeras décadas del siglo, frente al fenómeno del imperialismo y a la necesidad de reforzar los sentidos de pertenencia, las élites intelectuales latinoamericanas ensayaron diversas redefiniciones de la nacionalidad. Se difundieron así variadas formas de hispanismo, mesticismo e indigenismo que contrastaban con el desprecio de lo hispano y de todo lo no-europeo típicos del siglo XIX y de los intelectuales positivistas del cambio de siglo. En Argentina, sin embargo, mientras que el hispanismo tuvo una amplia acogida entre los nacionalistas, el mesticismo solo tuvo débiles resonancias en intelectuales procedentes del interior del país, como el santiagueño Ricardo Rojas o, en menor medida, el riojano Joaquín V. González (Chamosa, 2010). Rojas fue intensificando su interés por el legado indígena y llegó a proponer en 1924 el nombre Eurindia como síntesis de los orígenes europeo y aborigen de la cultura local, una propuesta que trascendió el ámbito intelectual. Pero el indio que le interesaba rescatar era una referencia espiritual que llegaba del pasado (y del noroeste del país más que de la región pampeana), antes que una presencia concreta actual (Funes y Ansaldi, 2004). En cualquier caso, como vimos, la mirada de Castro, por su rechazo del aporte europeo y su sospecha sobre el mestizaje, no entroncaba bien con estas ideas. Por otra parte, el impacto del indigenismo en esos años fue en Argentina casi nulo. No es que faltaran quienes se apiadaban por los sufrimientos de los indígenas, pero casi ninguno derivó de ello la necesidad de una redefinición de la nacionalidad. Hacia 1922 se formó en Buenos Aires un grupúsculo de esa orientación, animado por el abogado Carlos Molina Massey, quien desde entonces se dedicaría a escribir folletos, a dar charlas y también a emitir un efímero programa radial.14 En su respuesta a la encuesta sobre el gaucho que organizó el diario Crítica en 1926, Molina Massey se presentó como impulsor del “indoamericanismo”, que para él habilitaba una reafirmación cultural capaz de “liberarnos” de la funesta “tutela espiritual” europea. El gaucho pampeano aparecía como ejemplar dilecto de la “raza indoamericana” y Molina Massey se ocupaba de destacar especialmente sus raíces multiétnicas: no solo era “mestizo” sino también receptor de la sangre “mora”. El gaucho era “como una reencarnación del alma de la morería fundiéndose con el alma aborigen en el gran ambiente libertario de América”. Fue por eso el principal defensor de la Independencia y es hoy “la raíz viva del alma nacional”.15 El proyecto de Molina Massey apuntaba a una refundación de la sociedad sobre bases no capitalistas, agrarias, retomando formas de producción colectivistas supuestamente propias de los pueblos indoamericanos (Molina Massey, 1939, 1940, 1945).
En principio, las ideas de Castro parecen tener puntos de contacto con las de este indoamericanismo: el rechazo de lo europeo, el anticapitalismo, el aprecio por el legado indígena y por el gaucho como su encarnación. Sin embargo, no hay evidencias de que nuestro cantor haya conocido la prédica de Molina Massey, de la que por otra parte lo apartaba la valoración positiva del mestizaje y el hecho de que, lejos de ser anarquista, éste se vinculó con la Unión Cívica Radical (UCR). Por lo demás, llama la atención que Castro definiera a sus gauchos como “amerindios” en lugar de “indoamericanos”, la elección más a mano si la influencia hubiera venido de esa corriente. En cualquier caso, hay que decir que hacia 1928 el indoamericanismo ocupaba un lugar muy marginal en la cultura argentina.
Pero lo más peculiar de la mirada desgarrada de Martín Castro son las marcaciones raciales que puso en juego en la descripción del drama argentino, que no están presentes en las obras de Molina Massey. Tanto los intelectuales de la época de la organización nacional como algunos positivistas en el cambio de siglo habían puesto el foco en las limitaciones raciales del “don argentino” y culpaban al mestizaje biológico y cultural por los males que aquejaban al país (Zimmermann, 1992). Pero las élites intelectuales de comienzos del siglo XX –en particular, José Ingenieros– habían postulado que el período de conflictos “de razas” que habían analizado figuras como Sarmiento estaba ya clausurado. Fundidas en un “crisol”, todas ellas habían dado lugar a una nueva “raza argentina” que, sin embargo, se definía como blanca y europea. Los argentinos de otros colores u orígenes fueron declarados extintos o reconocidos apenas como un minúsculo remanente sin importancia (Quijada, Bernand y Schneider, 2000; Mases, 2010). Durante la primera mitad del siglo XX no existieron impugnaciones abiertas a este mito de la nación “blanca”, mientas que su carácter esencialmente europeo solo fue puesto en cuestión muy débilmente por los autores mesticistas ya mencionados, que de todos modos enfatizaban el mestizaje cultural más que el biológico, por lo que rara vez sus posturas pusieron en duda la blanquitud nacional. En este sentido, los versos de Castro que aluden a la lucha “del blanco contra el trigueño” como telos actual del drama nacional desentonaban marcadamente con el clima de intelectual de su época. Contrariamente a la idea homogeneizadora del crisol de razas, seguía poniendo sobre el tapete las diferencias “raciales” entre los argentinos (recuérdese que, para él, el gaucho no era una figura espiritual ni pasada, sino un habitante actual y concreto). Una lucha así definida tenía resonancias con el modo en que habían concebido los conflictos sociales Sarmiento y otros de su generación, esto es, como una “lucha de razas”. Solo que aquí la valoración estaba totalmente invertida: el problema de la Argentina no era lo trigueño, sino las disposiciones sociales que venían de la mano de lo blanco.
Que la referencia a los colores de la piel no era meramente incidental en su obra queda demostrado por el hecho de que algunas composiciones de Castro que no eran de temática gauchesca también refirieron de manera explícita a la discriminación de las personas según su epidermis. En una de tono autobiográfico, publicada c. 1959, en referencia a su apoyo a los trabajadores en huelga, dice: “Yo soy amigo del hombre/ siempre que sea bueno/ no me importa que sea blanco/ no me importa que sea negro” (Castro y Molina, c. 1959, pp. 37-38). En otra publicada en forma póstuma, titulada “Versos a un negro”, habla un hombre humilde que ofrece su casa de arrabal como cobijo para todos los que quieran juntarse con él como iguales, para los perseguidos y también para los forasteros. La igualdad que proclama es también de contenido racial:

Por sobre de mi miseria/ tengo el concepto preciso,
que el negro, el blanco, el cobrizo/ son de una misma materia;
por sobre de mi miseria/ de perjuicio y oropel,
el que pase mi dintel/ por afecto a mi nombre,
recibo al amigo al hombre/ y no al color de su piel.

...No es la tez, y no es la fas (sic)/ lo que admiro en los ajenos,
de lo que se sienten menos/ de lo que se sienten más;
No es la tez, y no es la fas (sic)/ el principio de razón;
el don, si es que existe un don/ es el tener más conciencia,
superior inteligencia/ y amor en el corazón.

...En el momento postrer/ que la materia en su seno
haga polvo, lodo y cieno/ y multiforma su ser En el momento postrer/ su negrura y mi blancor
en sustancias y vigor/ retornarán buen amigo,
entre pepitas de trigo/ o en el caliz de una flor.
(Castro, 1973, p. 19).

En más de un sentido, las ideas puestas en juego en Los gringos del país, extrañas para su época, parecerían más a gusto en el clima intelectual que se abrió luego del derrocamiento de Perón y especialmente en las décadas de 1960 y 1970. Fue entonces cuando, de la mano de un peronismo más radicalizado y de izquierdas diversas, y bajo la influencia del escenario político latinoamericano, el indigenismo adquirió una visibilidad mayor y se cuestionó abiertamente el mito de la nación blanca y europea. Al mismo tiempo, se denunciaba el racismo de la sociedad argentina (particularmente de los porteños) y se convocaba a rechazar el “colonialismo pedagógico” y la herencia europeizante para abrazar la indolatinoamericana. La influencia en este sentido de los ensayistas de la “izquierda nacional”, como Jorge Abelardo Ramos –cuya pluma encendida planteó todos estos temas ya desde 1955– fue decisiva. Por entonces, lo cobrizo –encarnado en la figura del “cabecita negra” despreciado por los antiperonistas– funcionó también como un emblema político, imaginado como reservorio de la autenticidad nacional y protagonista del país futuro. Así, utilizando el criollismo como vehículo, la obra de Castro planteaba, muchos años antes que la de Ramos, una crítica del desarrollo argentino que anticipaba el escenario intelectual de décadas posteriores.

¿Cultura popular o campo intelectual? Una hipótesis sobre el origen de las ideas de Castro

Ahora bien: Martín Castro estaba lejos de ser un intelectual y, por lo demás, tampoco el mundo intelectual argentino de mediados de los años veinte ponía en disponibilidad miradas de ese tipo. ¿De dónde proceden sus peculiares ideas? Podría hipotetizarse que el albañil anarquista desarrolló su crítica bajo el influjo de Molina Massey o, por qué no, de alguna otra lectura indigenista llegada de allende la Argentina. Después de todo, en la Buenos Aires de la década de 1920 circulaban febrilmente ideas de múltiples procedencias, incluyendo los de autores y corrientes mesticistas e indigenistas latinoamericanos (los del aprismo peruano, el mexicano José Vasconcelos, entre otros). No obstante, lo cierto es que no encontramos en sus textos ningún indicio de fuentes intelectuales para las ideas que aquí nos interesan. Castro, de hecho, cita a los escritores que frecuenta (solo europeos y argentinos) y en ninguno puede hallarse nada semejante. Menciona a Rafael Barret, cierto, cuyos textos se ocupaban de denunciar los padecimientos indígenas, pero no hay en su obra nada comparable. Es perfectamente posible que en la prensa anarquista haya leído líneas de aprecio por lo aborigen de autores ácratas latinoamericanos como Manuel González Prada o Ricardo Flores Magón, pero lo cierto es que no los menciona. Pero, en cualquier caso, ¿por qué asumir que, ya que Castro no lo era él mismo, el origen de su pensamiento deba haber sido algún intelectual? ¿No podría en cambio pensarse que él mismo pudo haber elaborado un conjunto de nociones novedosas independientemente y antes de que éstas se difundieran en círculos intelectuales? Consideremos por un momento esa posibilidad.
Sin dudas, la propia experiencia de vida de Martín Castro pudo haberlo hecho sensible a los padecimientos de los pobres del campo. Sus padres, migrantes entrerrianos, también pudieron haberle transmitido la sensación de injusticia que muchos paisanos pobres sentían frente a lo que percibían como un favoritismo del Estado respecto de los inmigrantes, a quienes se facilitaba el acceso a la tierra y otros beneficios que aquellos no recibían (Entre Ríos fue precisamente una de las zonas de más fuerte fomento a la colonización agrícola europea en la segunda mitad del siglo XIX). Aunque no está claro que Castro tuviera motivos experienciales para identificarse con los indígenas y con la tez trigueña. Hasta donde sabemos, no tenía antecedentes mestizos cercanos: sus abuelos maternos eran de origen vasco-francés, mientras que los paternos eran entrerrianos, pero aparentemente sin ancestría indígena (su hijo, entrevistado para este trabajo, negó que la hubiera). En cualquier caso, Martín Castro no era de piel amarronada.
Pero en el medio en el que nuestro cantor se movía no hacía falta ser de piel oscura para identificarse con los padecimientos de los que no eran blancos. En la propia tradición anarquista porteña había quienes, en su crítica de las violencias militares que imponían las potencias europeas por todo el mundo, jugueteaban retóricamente adoptando el punto de vista de las “razas” oprimidas. Uno de ellos era, justamente, el dramaturgo y activista Rodolfo González Pacheco, mencionado por Castro como uno de sus escritores de referencia. Por ejemplo, en una nota que publicó en su periódico La Antorcha en 1925 a propósito de las luchas anticoloniales en la India y Marruecos, fustigaba a los países que pretendían llevar “la sanguinaria farsa de la civilización burguesa” a “‘los pueblos bárbaros’” (nótese el entrecomillado irónico). La auspiciosa “rebelión del moro” –se esperanzaba Pacheco– podría “generalizarse y confundirse con la misma de nosotros”: “Moros son el estudiante rebelde, el trabajador huelguista, el escritor revolucionario. Moros que no descansan sus armas, que no dejan enmohecer sus aceros. Moros somos!… Somos nosotros, los proletarios, los moros!”. Además de Pacheco, otros anarquistas en la misma publicación y en otras solían denunciar los crímenes del “hombre blanco”.16 Así, en la lógica del encadenamiento equivalencial de demandas descrita por Ernesto Laclau, ya que compartían un enemigo en común, un anarquista argentino “civilizado” y de tez blanca podía no solo solidarizarse con, sino también ser, un “bárbaro” y un “moro” (recuérdese que esa expresión, además de referir a los magrebíes, se utilizaba para aludir a los negros).
A esto debe agregarse que tanto la civilización como la blanquitud eran atributos esgrimidos también por las clases dominantes argentinas como legitimación para el lugar de superioridad que ocupaban, tanto en la política como en la vida social. La organización nacional, la incorporación a la producción de tierras habitadas por aborígenes y el llamado a la inmigración europea se justificaron en la necesidad de la “civilización” y la evidente superioridad de la “raza blanca”. Pero además, ya desde fines del siglo XIX las clases bajas con frecuencia fueron descalificadas por su “negritud”, independientemente de que sus integrantes no fueran necesariamente de piel oscura. En efecto, desde entonces hay indicios de que la expresión “negro” se utilizaba para designar genéricamente a los habitantes del mundo plebeyo, cualesquiera fueran sus colores de piel, de modo de proyectar sobre el conjunto de lo popular los estigmas tradicionalmente asociados a los afroargentinos. En el siglo siguiente, la identidad de clase media hizo propio tanto el sentido de superioridad asociado a ser blanco y descendiente de europeos, como la mirada despreciativa respecto de las clases bajas descritas como criollas y “negras” (Adamovsky, 2009).
En el cambio de siglo y durante las primeras décadas del nuevo, las impugnaciones a las clases dominantes procedentes del plano de la política casi nunca pusieron en cuestión esos atributos. Mientras que la “civilización” parecía un punto de consenso de casi todos (salvo de algunos anarquistas), nadie parecía dispuesto a aludir a los colores de la piel. Las apelaciones a las clases bajas se daban o bien en términos de un “pueblo” abstracto que no reconocía diferencias en su interior (como lo hacía la UCR), o bien en términos de clase y desde ideologías cosmopolitas que deliberadamente evitaban hacer diferencias étnicas entre los oprimidos. Por lo demás, el Partido Socialista e incluso muchos anarquistas compartían los prejuicios de las élites respecto del mundo criollo (para ellos, origen del atraso político de las masas argentinas) y la idea de que había que inseminar en él las costumbres que traían los europeos.
Sin embargo, fuera de la política sí hubo en estos años afirmaciones no solo de lo criollo, sino también de lo “moreno”. La cultura de consumo popular –especialmente el criollismo– aludió a ambas cosas de diversas maneras. Como señaló Horacio Legrás, el atractivo de ese discurso en el cambio de siglo radicaba en su capacidad “articulatoria”. En efecto, el criollismo no fue tanto (o no solo) una expresión de sujetos sociales preexistentes, como una práctica cultural novedosa que permitió producir un “pueblo” (entendido como sujeto político opuesto a la élite) a partir de la asimilación de un conjunto heterogéneo. En un contexto de triunfo de las clases altas que implicó la exclusión política de las clases populares y la imposición de una cultura, una estética y valores liberales y europeizantes, la “estrategia representacional” que fue el criollismo –disfrazarse de Moreira, imitar el habla del gaucho, simular su autenticidad rústica, actuar sus insumisiones, su coraje brutal y su reclamo de justicia– tenía una dimensión antagónica evidente. Al representarse como pueblo (auténtico) a partir de esas características, la multitud así articulada se afirmaba precisamente en el legado de “barbarie” criolla que las élites venían intentando extirpar. Esta estrategia representacional tenía sentido no tanto por su capacidad de expresar pervivencias reales de la sociedad anterior a la gran inmigración (que también las había), como por su valor a la hora de recortar un mundo popular en oposición a los proyectos político-culturales de la élite gobernante. Desde este punto de vista, no resulta extraño que los inmigrantes apreciaran el discurso criollista tanto como los criollos: que las personas tuvieran o no un vínculo directo, “real”, con el pasado criollo, era lo de menos (Legrás, 2010).
Como he mostrado en otra parte, desde el discurso criollista se apuntó con cierta frecuencia al carácter mestizo de los gauchos o a su vinculación con los indígenas (Adamovsky, 2014). Por dar tan solo un par de ejemplos, algunos de los nombres de los centros criollos que existieron en el cambio de siglo se identificaban con el mundo indígena, como “Los Indios del desierto”, “Los Rezagos de la nación tehuelche” o “La Toldería” (Lehmann-Nitsche, 1962, pp.
369-373). En 1907, una de las varias revistas de temática criollista que circulaban en Buenos Aires definía con toda claridad a la “raza vencida” de los gauchos como una “raza indo-española” (Villador, 1907). Además, el dudoso color de piel del gaucho apareció en estos años destacado por todas partes. En su Juan Moreira –el relato emblemático del discurso criollista– Eduardo Gutiérrez aludió al “rostro moreno” como un rasgo general y típico de los gauchos (Gutiérrez, 1880, p. 4). El mismo autor describió de manera similar a otros de sus famosos personajes: Julio Barrientos era de “piel cobriza”, y Juan Cuello, “moreno, de un color suave”; incluso de Pastor Luna, que era rubio, anotó que el “color moreno de su piel” contrastaba con la cabellera (Gutiérrez, s/f a, p. 8; s/f b, p. 6; s/f c, p. 9). La hipótesis de Legrás puede hacerse extensiva a estos aspectos étnico-raciales del criollismo. La afirmación del carácter mestizo, no-blanco del pueblo desafiaba los discursos sobre de la nación que había abrazado la mayor parte de las élites intelectuales y que el propio Estado patrocinaba de diversas maneras. En un contexto marcado por el blanqueamiento que ellos promovían, representar a un pueblo auténtico mestizo y de piel morena servía para negarles implícitamente toda legitimidad. En este sentido, no debe sorprender que los agentes productores y consumidores de estas marcaciones “raciales” del criollismo pudieran ser incluso inmigrantes o personas que (como Castro) no desencajaban con la imagen arquetípica del argentino blanco-europeo, ni tenían memorias propias que las apartaran de ella.
Fuera del criollismo, la cultura de masas también produjo otros elementos similares. Como ha mostrado Matthew Karush, las insistentes evocaciones de lo africano en el tango y en el jazz argentinos a partir de los años treinta –casi siempre por parte de artistas populares sin ningún antecedente afro– formaban parte de una disputa por la identidad nacional de ribetes contrahegemónicos. Lo negro –con su sentido “herético” desde el punto de vista de la cultura hegemónica– se movilizaba como rasgo genérico de lo popular, con independencia del color de la piel que tuvieran los que con ello se asociaban; no aparecía como emblema de alguna “raza”, sino simplemente de la clase popular (Karush, 2012).
Así, a título e hipótesis, podría argumentarse que es probable que Martín Castro pudiera haber arribado a sus notables visiones sobre el país y su historia retomando algunos motivos que estaban disponibles en la cultura de consumo popular de la que él mismo era productor: la figura del gaucho rebelde como encarnación de lo argentino, su injusto desplazamiento a manos de los gringos, su relación con lo indígena y su piel trigueña, todo estaba allí sin necesidad de buscarlo en debates intelectuales. Sin embargo, Castro aportó un elemento novedoso, al incorporar todo ello como parte de una visión antagonista y desgarrada de la nación. En efecto, ni en el criollismo ni en otras tradiciones de la cultura de consumo popular de la época se afirmaba explícitamente lo indígena o lo moreno en disputa o antagonismo explícito con lo blanco/europeo (algo que se haría presente en la cultura argentina muchos años más tarde) (Frigerio, 2010; Adamovsky, 2012). Puede que esta novedad que trajo la obra de Castro, que es la que la emparenta con los rasgos del campo político e intelectual de décadas posteriores, surgiera del cruce entre los elementos que pudo haber retomado del criollismo con la mirada antagonista y crítica de la civilización burguesa que traía del anarquismo.

Notas

1 Universidad Nacional de San Martín/Universidad de Buenos Aires/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: e.adamovsky@gmail.com.

2 Datos biográficos reconstruidos a partir de Verbitsky (1955); Castro (1964, texto de solapa); Lafuente (1980); Silva (2011, pp. 39-42); Risso (2012); Martín Castro: 85 años de payador perseguido (1967, febrero 20). Crónica, p. 14. Martín Castro, a los 86 años, sigue floreciendo en versos (1968, febrero 19). Clarín, p. 11. Todas estas fuentes han sido cotejadas con una entrevista a su hijo, Numen Castro, realizada por el autor el 16 de julio de 2014 en Buenos Aires.

3 Aunque a veces se lo recuerda como “payador” –y efectivamente, sostuvo algunas payadas–, no se destacó en la improvisación sino en la composición de milongas, valses y estilos.

4 En orden cronológico: Castro (1920, 1923, 1928); Acosta García, Castro, Pombo y Cepeda (1933); Castro (s/f a); seguramente publicado durante los años 1930); Castro (c. 1937); Castro (1939); Castro (s/fb); publicado en algún momento entre 1937 y 1947); Castro (1950, 1952); Castro y Molina (c. 1959); Castro y Los Chalchaleros (1961; el contenido es diferente al del folleto del mismo título listado más arriba); Castro (1964); Castro (1967; es una reedición de Los gringos del país (c. 1937); Castro (c. 1969); Castro y Báez (1970); Castro (1973 y 1992). No son de autoría de Martín Castro los folletos titulados El gaucho Lisandro Cruz y El gaucho no ha muerto, firmados por un tal M. Castro. Agradezco la ayuda que me brindaron Silvana Faner, Martín Albornoz, Griselda Camarano, Carlos Raúl Risso y Abel Zabala para ubicar estas obras.

5 Obras suyas aparecieron en la revista Vida Argentina y en las anarquistas La Palestra y La Voz de los Tiempos.

6 De una de ellas sabemos que se tituló El rastreador.

7 En Diálogos sobre la propiedad (Castro, 1928, pp. 86-88).

8 Martín Castro: Al compañero Hugo del Carril (Venturini y Chávez, 1997, pp. 14-16).

9 Las grabaciones incluyen dos discos completos dedicados a su obra: Horacio Guarany canta a Martín Castro (Philips, 1966) y El Sureño Ochoa: Martín Castro en la huella (Edición de autor, 2009). Colección personal.

10 Sobre el criollismo entre los anarquistas, véase Ansolabehere (2011); Peraldi (2012); Delgado (2012).

11 En poema Sin trabajo.

12 En composición El gaucho argentino.

13 En composición El gaucho Arroyo.

14 Sus primeros pasos están narrados en Molina Massey (1943).

15 Reproducido en Encuesta del gaucho (1931, abril 30). Nativa, 88. Biblioteca Nacional, Buenos Aires.

16 González Pacheco, R. (1925, junio 12). Los moros. La Antorcha, p. 1. Agradezco a Pablo Ortemberg por esta referencia. Ver también El embrollo chino (1900, julio 22). La Protesta Humana, 89, p. 1. José “Tato” Lorenzo. (1922, junio 12). Héroes negros. La Antorcha, p. 2. Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (CeDInCI), Buenos Aires.

 

Referencias bibliográficas

1. Acosta García, L., Castro, M., Pombo, J. M., Cepeda, A. (1933). El cantar de los troveros. Buenos Aires: Alfredo Angulo-Colecciones Gauchas.

2. Adamovsky, E. (2009). Historia de la clase media argentina. Buenos Aires: Planeta.

3. Adamovsky, E. (2012). El color de la nación argentina: conflictos y negociaciones por la definición de un ethnos nacional, de la crisis al Bicentenario. Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, 49, 343-364. DOI: http://dx.doi.org/10.7767/jbla.2012.49.1.343.

4. Adamovsky, E. (2014). La cuarta función del criollismo y las luchas por la definición del origen y el color del ethnos argentino (desde las primeras novelas gauchescas hasta c. 1940). Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, 41, 50-92.

5. Ansolabehere, P. (2011). Literatura y anarquismo en Argentina (1879-1919). Rosario: Beatriz Viterbo.

6. Blasco, M. E. (2013). El peregrinar del gaucho: del Museo de Luján al Parque Criollo y Museo Gauchesco de San Antonio de Areco. Quinto Sol, Revista de Historia, 17 (1), 1-22. Disponible en: http://cerac.unlpam.edu.ar/index.php/quintosol/article/view/595.

7. Castro, M. (s/f a). Versos del pueblo. Buenos Aires: Accinelli.

8. Castro, M. (s/f b). Chispazos del fogón (versos criollos). Buenos Aires: Colecciones gauchas.

9. Castro, M. (1920). Armonías libertarias. Buenos Aires: Aquilio Hnos.

10. Castro, M. (s/f [1923]). La canción de los mártires. Buenos Aires: Sembradores de Ideas.

11. Castro, M. (s/f [1928]). Guitarra roja. Buenos Aires: Alfredo Angulo.

12. Castro, M. (s/f, c. 1937). Los gringos del país. Buenos Aires: Alfredo Angulo-Colecciones Gauchas.

13. Castro, M. (1939). Marlo y chala. Buenos Aires: Colección Gaucha.

14. Castro, M. (1950). Versos de Martín Castro. Buenos Aires: Biblioteca Nueva-Colección Gauchesca.

15. Castro, M. (1952). El huérfano, versos criollos. Buenos Aires: Biblioteca Nueva.

16. Castro, M. y Carlos Molina (s/f, c. 1959). Hachando los alambrados (versos criollos). Montevideo: Cisplatina.

17. Castro, M. y Los Chalchaleros. (1961). Chispazos del fogón. Buenos Aires: Distribuidor Americano.

18. Castro, M. (1964). El fogón de Don Martín (versos criollos). Buenos Aires: Hangar.

19. Castro, M. (1967). Contrapunto (versos criollos). Buenos Aires: Da-Ga.

20. Castro, M. (s/f, c. 1969). Camino del payador. Buenos Aires: Da-Ga.

21. Castro, M. y Báez, M. (1970). Los dos tocayos. Buenos Aires.

22. Castro, M. (1973). El adiós de Don Martín. Buenos Aires: Tradición.

23. Castro, M. (s/f [1992]). La vuelta de Martín Castro: versos criollos de Martín Castro. Buenos Aires: s/e.

24. Chamosa, O. (2010). The Argentine Folklore Movement: Sugar Élites, Criollo Workers and the Politics of Cultural Nationalism, 1900-1955. Tucson: The University of Arizona Press. DOI: dx.doi.org/10.1017/s0022216x12000223.

25. Crusao, J. (1922) [5a edición]. Carta Gaucha. Buenos Aires: La Protesta.

26. Delgado, L. (2012). Criollismo y anarquismo: de la deconstrucción del gaucho al descubrimiento del arrabal. Culturales, VIII (16), 159-196.

27. Frigerio, A. (2010). Luis D’Elía y los negros: Identificaciones raciales y de clase en sectores populares. Claroscuro. Revista del Centro de Estudios sobre Diversidad Cultural, 8, 13-43.

28. Funes, P. y Ansaldi, W. (2004). Cuestión de piel: racialismo y legitimidad política en el orden oligárquico latinoamericano. En W. Ansaldi (Ed.) Calidoscopio latinoamericano (pp. 451-95). Buenos Aires: Ariel.

29. Gutiérrez, E. (1880). Juan Moreira. Buenos Aires: La Patria Argentina.

30. Gutiérrez, E. (s/f a). Los hermanos Barrientos. Buenos Aires: Tommasi.

31. Gutiérrez, E. (s/f b). Juan Cuello. Buenos Aires: Tommasi.

32. Gutiérrez, E. (s/f c). Pastor Luna. Buenos Aires: Tommasi.

33. Karush, M. (2012). Blackness in Argentina: Jazz, Tango and Race Before Perón. Past and Present, 216 (1), 215-245. DOI: dx.doi.org/10.1093/pastj/gts008.

34. Lafuente, M. A. (1980). Martín Castro, el payador libertario. Todo es Historia, 161 (octubre), 18-28.

35. Legrás, H. (2010). Hacia una historia del populismo. En C. Soria, P. Cortés Rocca y E. Dieleke (Eds.) Políticas del sentimiento: el peronismo y la construcción de la Argentina moderna (pp. 163-180). Buenos Aires: Prometeo.

36. Lehmann-Nitsche, R. (1962). Santos Vega (Folklore argentino). Buenos Aires: Helga S. Lehmann-Nitsche de Mengel.

37. Mases, E. (2010). La construcción interesada de la memoria histórica: el mito de la nación blanca y la invisibilidad de los pueblos originarios. Pilquen, 12, 1-9.

38. Molina Massey, C. (1939). La Escuela de Filosofía Indoamericana. Buenos Aires: s/e.

39. Molina Massey, C. (s/f [1940]). América, creadora de una nueva cultura. Buenos Aires: Grupo Radical Indoamericano-Editorial Reconquista.

40. Molina Massey, C. (1943). Señales en el rumbo: resurgimiento de la mística Inca. Buenos Aires: El Ateneo.

41. Molina Massey, C. (1945). La democracia agraria americana en nuestra organización social de postguerra. Publicaciones de la Escuela de Filosofía Indoamericana.

42. Peraldi, C. (2012). Imágenes en conflicto. Las representaciones del pasado rural como instrumento de pugna política al interior del movimiento anarquista argentino, 1900-1910. A contracorriente, 10 (1), 451-471.

43. Prieto, A. (2006). [1988]. El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna. Buenos Aires: Siglo XXI.

44. Quijada, M., Bernand, C. y Schneider, A. (2000). Homogeneidad y nación. Con un estudio de caso: Argentina, siglos XIX y XX. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

45. Risso, C. R. (2012). Don Martín Castro: Poeta Cantor. Blog del autor. Recuperado de http://carlosraulrisso-escritor.blogspot.com.ar/2012/06/123-anos-el-16-de-febrero-de1882-nacia.html.

46. Silva, H. (2011). Días rojos, verano negro. Buenos Aires: Libros de Anarres.

47. Venturini, A. y Chávez, F. (Eds.) (1997). 45 poemas paleoperonistas. Buenos Aires: Pueblo Entero.

48. Verbitsky, B. (1955). Martín Castro, el más completo de los poetas populares, encarna una vocación. Noticias Gráficas, 2a Sección, 4.

49. Villador, A. A. (1907). Raza vencida. La Pampa Argentina, 13.

50. Zimmermann, E. (1992). Racial Ideas and Social Reform: Argentina, 1890-1916. Hispanic American Historical Review, 72 (1), 23-46. DOI: http://dx.doi.org/10.2307/2515946.

Fecha de recepción de originales: 20/11/2014.
Fecha de aceptación para publicación: 17/11/2015.