http://dx.doi.org/10.19137/qs.v28i1.7813


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ARTÍCULOS

La riqueza de los jesuitas. Imágenes, objetos de culto y materia sagrada en disputa en la administración de temporalidades rioplatense

The wealth of the Jesuits. Images, objects of worship and sacred matter in dispute in the administration of temporalities at Río de la Plata Viceroyalty

A riqueza dos Jesuitas. Imagens, objetos de culto e matéria sagrada de disputa na administração de temporalidades rioplatense

Vanina Scocchera

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Universidad Nacional de Tres de Febrero. Centro de Investigación en Arte, Materia y Cultura

Argentina

Correo electrónico: vanina.scocchera@gmail.com

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1230-3343

Resumen:  En el presente trabajo se analiza un episodio en la vida de los objetos de culto ignacianos que, previo a la expulsión de la Compañía de Jesús, habían servido para alhajar iglesias y colegios de la orden en el territorio rioplatense. Nuestros protagonistas serán imágenes y objetos de culto que otrora tuvieron una especial significancia por su centralidad en componer la liturgia y su cercanía a lo sagrado. A pesar de su heterogeneidad, todos estos objetos, elaborados en ricos metales, conformaron una cultura material jesuítica rioplatense que exaltó la identidad de la orden.

Desde una perspectiva centrada en la cultura material, analizaremos cómo, una vez iniciado el proceso de administración de temporalidades, estos objetos transitaron un camino insospechado que alteró sus biografías, sus sentidos simbólicos y sus valorizaciones como bienes sagrados. A partir de entonces, desfuncionalizadas y desacralizadas, estas piezas atravesaron procesos de embargo, mercantilización y disputas por su posesión hasta su posterior desaparición. Recomponer estos caminos nos permitirá evidenciar la importancia que tuvieron los objetos para componer el culto y la liturgia, enmarcado en uno de los procesos históricos que conllevaron a uno de los mayores expolios y diásporas del patrimonio artístico en el siglo XVIII.

Palabras clave: objetos litúrgicos; jesuitas; mercantilización; expolio.

Abstract: This paper intends to analyze an episode in the life of Ignatian cult objects that had been used to house churches and schools of the order in the River Plate territory. Our protagonists will be images and objects of worship that once had a special significance due to their centrality in composing the liturgy and their proximity to the sacred. Despite their heterogeneity, all these objects, made of rich metals, had formed a River Plate Jesuitical material culture that had exalted the identity of the order.

From a perspective focused on material culture, we will analyze how, once the process of managing temporalities began, these objects traveled an unsuspected path that altered their biographies, their symbolic meanings, and their valuations as sacred goods. From then on, desacralized and defunctionalized, these pieces went through processes of embargoes, commodification and disputes over their possession until their subsequent disappearance. Recomposing these paths will allow us to demonstrate the importance that these objects had in composing worship and liturgy followed by historical processes that led to one of the largest looting and diasporas of artistic heritage in the 18th century within the framework of its growing desecration.

Keywords: worship objects; jesuits; mercantilization; plunder.

Resumo: Este trabalho analisa um episódio da vida de objetos de culto inacianos que, antes da expulsão da Companhia de Jesus, serviam para decorar igrejas e escolas da ordem no território fluvial. Nossos protagonistas serão imagens e objetos de culto que outrora tiveram um significado especial pela sua centralidade na composição da liturgia e pela sua proximidade com o sagrado. Apesar da heterogeneidade, todos esses objetos, feitos de metais ricos, formaram uma cultura material jesuíta do Rio da Prata que exaltou a identidade da ordem. Numa perspectiva focada na cultura material, analisaremos como, uma vez iniciado o processo de administração das temporalidades, esses objetos percorreram um caminho insuspeitado que alterou suas biografias, seus significados simbólicos e suas valorações como bens sagrados. A partir de então, desfuncionalizadas e dessacralizadas, essas peças passaram por processos de embargo, comercialização e disputas pela sua posse até o seu posterior desaparecimento. A recomposição destes percursos permitir-nos-á demonstrar a importância que os objetos tiveram na composição do culto e da liturgia enquadrados num dos processos históricos que conduziram a um dos maiores saques e diásporas do património artístico no século XVIII.

Palavras-chave: objetos litúrgicos; jesuítas; mercantilização; pilhagem.

Recepción del original: 20 de noviembre de 2022 / Aceptado para publicar: 28 de abril de 2023.

La riqueza de los jesuitas. Imágenes, objetos de culto y materia sagrada en disputa en la administración de temporalidades rioplatense[1]

1. Introducción

“A la creencia en las minas, como el dragón de la fábula,

Si le tronchaban una cabeza, nacían tres.”

(Furlong, 1962, p. 444)

La expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios hispanoamericanos en 1767 implicó un profundo proceso de transformación social, política y religiosa. El vacío dejado por la orden en territorio rioplatense ha sido un tópico frecuente en la historiografía, tanto en relación con las pervivencias y continuidades espirituales ignacianas (Fraschina, 2015) como en los destinos que depararon a los pueblos de misión, los colegios, iglesias y demás propiedades ignacianas (Wilde, 2009; Page, 2012; Von Thungen, 2021).

En lo que respecta a las propiedades muebles –esclavos, ganado, mobiliario, bienes útiles y religiosos–, su embargo, remate, venta o aplicación fueron especialmente analizados desde la historia económica (Maeder, 2001). Complementariamente, y casi como si de un topoi se tratara, desde un enfoque político y económico, diversos historiadores abordaron los reiterados casos de malversación, corrupción y robo de bienes por administradores reales y otros personajes intervinientes en el proceso de temporalidades (Quarleri, 2001; Ciliberto, 2016; Valenzuela, 2018). Sin embargo, ninguno de estos trabajos advierte la recurrencia del tópico de la malversación en las fuentes documentales como una problemática que deberíamos revisitar críticamente, pues pareciera tratarse de una fórmula que reiteraba acusaciones para señalar, por un lado, el carácter improvisado de la administración de estas juntas y, por el otro, el de la supuesta acumulación de riqueza ignaciana que, de pronto y ante los acontecimientos históricos ya mencionados, estaba expuesta a múltiples destinos.

Aunque de forma secundaria, este tema vierte luz sobre el final de una etapa de la cultura material jesuita. Así, una vez decretada la expulsión de la orden, aquellos objetos que otrora habían participado de prácticas religiosas, litúrgicas y piadosas se vieron expuestos a múltiples instancias de sustracción, reutilización y circulación que ponen sobre relieve su carácter poliédrico en tanto bienes significantes. En los últimos años, algunas investigaciones han revisitado el período de administración de temporalidades para analizar, desde una perspectiva centrada en la historia cultural, la memoria de la orden (Fraschina, 2015; Perrone, 2021), el destino que corrieron imágenes y objetos de culto (Scocchera, 2022) así como también los libros que nutrían sus bibliotecas (Vega, 2021).

Una vez iniciado este proceso, una gran cantidad de bienes fueron expuestos a lógicas ajenas a su condición suntuaria, de culto y liturgia: a una primera etapa de identificación y tasación mediante extensos inventarios le siguió su clasificación acorde con su destino, que podría esquematizarse como el de enajenación, remate o aplicación según lo dispuesto por la Corona. Sin embargo, diversos indicadores evidencian que las distancias entre la normativa y la pragmática fueron tan amplias como insalvables (Scocchera, 2021). En primer lugar, esto se debe a que, una vez decretada la expulsión de la orden, la pretensión de la Corona era que aquellos espacios de culto no mudaran sus funciones; para lo cual fueron nombrados diversos párrocos y capellanes que continuarían administrando los sacramentos y preservarían el patrimonio ignaciano. Esto no impidió que, de acuerdo con la autoridad conferida en materia religiosa, los obispos de las diócesis rioplatenses solicitaran reiteradamente a las juntas de temporalidades la aplicación –es decir, la cesión– de un universo de objetos de culto y liturgia para satisfacer el pasto espiritual de sus diócesis, no solo en las iglesias matrices, sino también en parroquias urbanas y rurales.

Lo anterior dio inicio a un extenso y dilatado proceso de dispersión del patrimonio artístico ignaciano que ha sido advertido por diversos investigadores (Buschiazzo, 1941; Furlong, 1993; Schenone et al., 1998) y que incluía imágenes –pinturas, esculturas, láminas, estampas y retablos–, objetos de culto, liturgia y devoción –entre los que se cuentan platería, altares portátiles, reliquias, medallas, rosarios–, libros y textiles. Investigaciones más recientes repararon asimismo en los modos en que estos procesos suscitaron la alteración, el deterioro y la pérdida material de obras artísticas ignacianas (Fazio et al., 2010; Rodríguez Romero y Siracusano, 2020; Scocchera, 2020). Estas obras, hoy deterioradas y con sus cualidades estéticas reducidas, nos invitan a indagar en sus características materiales como huellas e indicios de sus trayectorias y biografías en tanto constituyen objetos supervivientes de instancias y temporalidades que se superpusieron en sus cuerpos como capas de sentido.

De manera complementaria, aquellos objetos forjados en metales nobles –tales como frontales, custodias, relicarios, lámparas, incensarios, vinajeras, crucifijos– fueron almacenados en depósitos virreinales o rematados en almoneda pública con el objeto de remitir el capital a la metrópolis para financiar los gastos asociados a la expulsión de los jesuitas. Rápidamente transitaron un arco de valoraciones que alteró su significado de objetos sagrados a bienes enajenables de acuerdo con su materialidad. Es, justamente, el destino de estos objetos el que analizaremos en el presente trabajo para comprender el modo en que se habría llevado a cabo respecto de ellos un proceso de desacralización y mercantilización, como consecuencia de su creciente valoración económica en detrimento de los sentidos simbólicos que se le habían atribuido hasta ese momento. La importancia de reparar en estos objetos reside en que, a diferencia de las aplicaciones habitualmente llevados a cabo por el Clero Secular (Scocchera, 2019), estas trayectorias implicaron no solo un proceso de dispersión dentro de los límites territoriales rioplatenses –como sucediera con las cesiones o los remates y venta a particulares–, sino una notable diáspora del patrimonio hacia la metrópolis hasta conllevar a su destrucción.

Reparar en estos objetos mediante una perspectiva centrada en la cultura material constituye un recorrido exploratorio por obras que, a pesar de su antigua eficacia y su importancia en la sociedad colonial, han sido escasamente exploradas por la historia del arte. En parte este olvido historiográfico se explica por los vectores que décadas atrás guiaban los relatos disciplinares, especialmente atentos a las cualidades estéticas y canónicas, a la integridad material de la obra, a su adscripción a corrientes estilísticas, a su carácter de original y a la nobleza de los materiales que las constituían. En contraposición, iniciaremos un estudio biográfico de las trayectorias emprendidas por un número de objetos una vez que sus antiguas cualidades sagradas y distintivas asociadas a la espiritualidad ignaciana parecieran haber caído en descrédito. A partir de la identificación de pleitos, averiguaciones y remisiones a la metrópolis nos adentraremos en un proceso de expolio y diáspora de objetos religiosos y suntuarios que atestiguaron su desacralización y dispersión patrimonial a ambas márgenes del océano. Desde una metodología centrada en la cultura material comprendemos que diversos procesos, tales como las trayectorias, las agencias y los desplazamientos de sentido, forman parte de transformaciones respecto de los usos, funciones y prácticas asociadas a dichos objetos, que aquí nos proponemos reconstruir (Kopytoff, 1991).

  1. La fiebre del oro

Como ya ha sido analizado muchas veces, son diversos los argumentos que habrían explicado las razones de la expulsión de la Compañía de Jesús de los dominios hispanoamericanos. Entre otros, las acusaciones respecto de su conspiración contra la monarquía, el comercio ultramarino y el enriquecimiento de la orden a espaldas de la Corona son algunos de los argumentos más difundidos y que han alimentado las corrientes antijesuíticas (Loureiro Dias y Moura Ribeiro Zeron, 2010). A esto se sumaban las numerosas e infundadas sospechas que, al menos desde mediados del siglo XVII, suponían la explotación secreta de minas auríferas por parte de los jesuitas en territorios comprendidos por las misiones del Paraguay sin pagar el impuesto al quinto real (Mörner, 1985). Estas acusaciones habían tenido su origen en el supuesto descubrimiento de arroyos y montes de oro en dicha región por el jesuita Antonio Ruíz de Montoya en torno a 1625 y cuya existencia habría sido comprobada por el gobernador Pedro Esteban Dávila (Furlong, 1962, p. 439). A estas noticias, les siguieron otras tantas que tuvieron por escenario las misiones del Paraguay.

Desde entonces, y para evacuar las inquietudes de la Corona, el Consejo de Su Majestad ordenó sucesivas visitas entre 1654 y 1657 en busca de yacimientos de oro, plata y cobre, seguidas por las que se emprendieron al Uruguay en 1661 con homólogos fines (cfr. Mörner, 1985, pp. 40-41; Furlong, 1962, p. 444). Luego de haber corroborado la falsedad de estas acusaciones, el conflicto parece haber sido olvidado al menos hasta mediados del siglo XVIII, cuando se retomó el tema con la creencia de la supuesta ubicación de estos yacimientos en las inmediaciones de los siete pueblos ubicados al oriente del río Uruguay. Estos rumores fueron nuevamente recuperados durante la expulsión de la orden cuando, a la luz de las corrientes antijesuíticas, cobraron aún más fuerza y la averiguación de su veracidad formó parte de las tareas emprendidas por el gobernador Francisco de Paula Bucarelli y Ursúa, y su sucesor, Juan José de Vértiz y Salcedo.[2] 

Los casos que nos proponemos presentar se inscriben, por un lado, en aquellos imaginarios y, por el otro, en corrientes ideológicas según las cuales la acumulación de riquezas habría encontrado su asidero en la posesión de imágenes y objetos litúrgicos elaborados con metales nobles escondidos en territorios misionales. Fue en el marco de estas acusaciones que se desplegaron búsquedas incansables respecto de una materialidad imaginada y por la cual la riqueza se hacía evidente a través de todos aquellos objetos litúrgicos que los jesuitas empleaban para el mayor ornato de sus templos. Este hecho les valió numerosas contiendas, visitas e inspecciones de autoridades que no alcanzarían para probar las sospechas de las autoridades virreinales.

En una carta de 1772, el gobernador Vértiz daba respuestas actualizadas al conde de Aranda sobre la pesquisa realizada en torno del paradero de una imagen de oro macizo cuya primera noticia había sido dada en 1769. Según él, se trataba de una escultura de bulto de la Virgen del Buen Consejo que, presumiblemente, había sido ocultada por los jesuitas para preservarla de su enajenación. El enclave de este relato tenía por escenario tres de las siete misiones ubicadas al extremo oriental del río Uruguay, a saber: San Miguel, construida por el padre Juan Bautista Prímoli (1731),[3] de la que se desprendió San Juan Bautista (1708) –fundada por el jesuita Antonio Sepp–,[4] así como Santo Ángel (1707) lo hiciera de Concepción. La historia de estas misiones fue ampliamente estudiada tanto en lo que respecta a su construcción y traza, que albergó gran cantidad de indígenas (Bollini, 2009), como por su actuación durante la guerra guaranítica y el papel crucial que desempeñaron al tiempo de la firma del tratado de límites. Como consecuencia de este episodio, en 1756, estas reducciones fueron trasladadas hacia la margen oriental del río hasta su restablecimiento en torno de 1760 por el gobernador José Antonio Ceballos (Wilde, 2009).

Nuestro relato tiene su inicio en 1769, cuando don José Gómez de Mesa, sargento mayor de Corrientes –que había participado en la expulsión de los jesuitas– le noticiaba por una carta a don Bernardo Sancho de Larrea, procurador síndico general de dicha ciudad, haber remitido a Francisco de Paula Bucarelli en Buenos Aires “una imagen de bulto de Nuestra Señora del Consejo, toda de oro macizo y al pie de ella su Santísimo Hijo con un arco alrededor de la imagen y con varios angelitos”, la cual, según declaraba, se había hallado al momento de la elaboración de los inventarios de temporalidades “en la caja de dicho padre cura” en la reducción de San Ángel.[5] Sorteando las jerarquías gubernamentales, en 1769 Larrea remitió copia de esta carta al conde de Aranda informándole de las riquezas escondidas de los jesuitas en la provincia del Paraguay y por lo cual, tres años después, este le escribiera al por entonces gobernador Vértiz para consultar sobre el traspapelado asunto.

De la investigación iniciada por el gobernador se desprende que su predecesor Bucarelli nunca había recibido la imagen de oro en cuestión que supuestamente le habría remitido don José Gómez de Mesa y, al momento, su paradero era desconocido. Esto motivó un largo proceso judicial en el que Vértiz solicitó se interrogase a todos los oficiales reales locales intervinientes para echar luz sobre el destino de tan valiosa alhaja. Repreguntado, el procurador Larrea reconoció haber escrito al conde de Aranda con esta noticia con el fin de solicitarle que interrogara al jesuita expulso acusado de esconder la imagen a pesar de no haber constatado la veracidad respecto de su constitución material; así como tampoco sabía quién era el tal Gómez de Mesa que le enviara recado.[6] 

Poco después, don Manuel de la Rubia, ayudante mayor del regimiento de dragones, constató que el sargento Gómez de Mesa había participado como intérprete de los indígenas en la ocupación y expulsión de los pueblos del Santo Ángel Custodio, San Juan y San Miguel. En su testimonio, De la Rubia explicó que la citada imagen había sido encontrada en el pueblo:

de San Miguel, donde reconociéndose el aposento del P. Miguel de Soto, el jesuita abrió una caja o baúl donde tenía su ropa en que se encontró una efigie de la imagen de nuestra señora como de media vara de alto con su nicho pero no era de oro sino de madera dorada… lo cual indicaba bastantemente su poco peso, pues viéndola tan hermosa, la tomaron el declarante y todos los demás en las manos, admirando su pintura y que ha de ser de oro.[7] 

Este testimonio pone sobre relieve tres aspectos que resultan centrales para deshilvanar las confusiones de este episodio: el primero de ellos refiere a la imprecisión respecto del pueblo de misión en el que habría sido hallada la imagen; el segundo, al topoi por el cual el padre jesuita a cargo de la misión fue acusado de pretender robar la imagen acorde con su supuesta condición preciosa; y el tercero, respecto de la impericia de los comisionados para determinar la materialidad de la obra en cuestión.

Sobre el primero de ellos, como hemos visto, Gómez de Mesa y De la Rubia radicaban el relato indistinta y respectivamente en dos pueblos: Santo Ángel y San Miguel. Sin embargo, son numerosas las inconsistencias que contribuyen a dudar de ambas procedencias: en primer lugar, y si bien De la Rubia señala que la imagen había sido hallada escondida en un cajón en el aposento del padre Soto de la misión de San Miguel, esta información no se condice con los bienes inventariados en los aposentos de esta misión ni de las restantes al tiempo de la expulsión (Brabo, 1872, pp. 30-33, 122-123, 186).

Dichos inventarios tampoco evidencian la presencia del mencionado jesuita en ese pueblo, por lo cual estas acusaciones parecieran no tener sustento y ampararse, más bien, en los discursos antijesuitas que buscaban, de uno u otro modo, justificar las razones de la expulsión de la orden. El relato acerca del hallazgo de la imagen escondida en un cajón del aposento del jesuita no tenía otro cometido que sugerir el presumible robo que este se proponía cometer mientras era expulsado, escondiendo tan valiosa alhaja entre sus pertenencias. El relato cobraba aún más fuerza cuando se sugería la predeterminación del jesuita en sustraer la imagen, ya que según declarase el testigo De la Rubia “no estaba puesta en el inventario sin duda porque la tenía el jesuita con ánimo de llevarla y a este fin le metió entre su ropa”.[8] Es aquí donde se retoma un topoi respecto de los secretos que encubrían los cajones de los jesuitas, y más específicamente, aquellos que los padres procuradores traían como bienes de misión encubriendo alhajas con destinos particulares (Scocchera, 2022).

De manera contraria, los inventarios de estos pueblos señalan la austeridad con la que estos religiosos desplegaban su intimidad: el mobiliario habitual se reducía a una cuja y colchón, unos estantes con unos pocos libros y una mesa con dos sillas que, en algunos pocos casos, se completaban con candeleros de metal, unas pocas estampas de humo –objetos de especial devoción presumiblemente traídos de Europa y obsequiados entre religiosos– y, en contadas ocasiones, alguna escultura pequeña de la Virgen María de madera tallada. Estos pocos objetos bastaban para componer la piedad y llevar a cabo los ejercicios espirituales en la intimidad de la celda. De estos mismos documentos se infiere con frecuencia que aquellas imágenes de bulto preservadas en nichos o inclusas en retablos dorados, así como los lienzos y las láminas pintadas ricamente contenidas en marcos de ébano o de espejos, formaban parte de los objetos que se preservaban al interior de las iglesias de misión. Estos, junto con relicarios, custodias y objetos litúrgicos elaborados en metales nobles eran resguardados bajo llave en la sacristía.

Una revisión de los inventarios da cuenta de la existencia, para entonces, de numerosos altares con retablos tallados, muchos de ellos dorados, con sagrario y hornacinas que contenían estatuas grandes y pequeñas. Baste para ello señalar que en la iglesia de San Ángel se encontraba “un bulto de Nuestra Señora en un cajoncito con su marco dorado y su cristal” (aludiendo al nicho) que hacía pareja con un “bulto de Nuestro Señor pintado en un cajoncito con su marco dorado y su cristal” (Bravo, 1872, p. 27); así como en San Miguel se hallaban tres retablos con imágenes marianas (Brabo 1872, p. 181). Más interesante aún para nosotros, y en orden de responder a la pregunta por la procedencia de la supuesta imagen de oro, es que al tiempo de la expulsión, en la iglesia de San Juan Bautista se inventarió “un nicho pequeño con dos relicarios en las puertas doradas, su vidriera y dentro un retablito dorado con una imagen de Nuestra Señora del Buen Consejo, por fuera está con color verde jaspeado” (Brabo, 1872, p. 121).

Esta descripción se corresponde con la señalada por Manuel de la Rubia que indicó que la imagen sustraída al jesuita Soto “se colocó en el altar mayor de la iglesia porque… pertenecía al pueblo”.[9] Preguntado el testigo sobre su materialidad, agregó que dicha imagen:

no era de oro sino de madera, bien dorada, y que el nicho tenía sus vidrios, lo cual indicaba bastantemente su poco peso, pues viéndola tan hermosa, la tomaron el declarante y todos los demás en las manos, admirando su pintura y que ha de ser de oro, su mismo peso lo había de dar a conocer.[10]

El énfasis puesto por De la Rubia en relación con el “poco peso” de la imagen era una forma por la cual se arrojaran por falsos los dichos de Gómez respecto de que la pieza fuese de oro macizo. Recordemos en este punto que, para el acusado, el principal argumento se basaba en señalar que la escultura “pesaba mucho”,[11] lo que da cuenta no solo de su carácter de testigo ocular, sino además de su protagónica actuación al manipular la obra inclusa en el baúl y, a partir de su peso, dar fe de sus certezas respecto de su materialidad. En este punto, y si bien las providencias de Su Majestad pretendían que quienes realizaran los inventarios y tasaciones de los bienes hallados fueran personas “bien entendidas” y capacitadas para tal tarea (Scocchera, 2020), esto no parece haber sido siempre así, ya que los materiales constitutivos de las obras se inferían a través de su peso, sin la posibilidad de confiar en un reconocimiento directo y visual que permitiese discernir el oro macizo de la talla dorada a la hoja.[12] Sumado a ello, y en lo que respecta a la iconografía, la recurrente mención de los testigos a la presencia de querubines dispuestos a los pies de la imagen nos permite asociarla con una Virgen Inmaculada, advocación por demás difundida en los espacios misionales y de los que se encuentran diversos ejemplos en repositorios nacionales que coinciden, por otro lado, con las proporciones señaladas por el testigo.

Obtenido el testimonio y despejadas las dudas concernientes a la materialidad de la pieza, el gobernador Vértiz –como presidente de la Junta Superior de Temporalidades– notició a Aranda que la imagen no revestía mayores riquezas que las de su superficie, pues, tal y como era habitual en la técnica escultórica española y americana, se trataba tan solo de una virgen de madera dorada a la hoja; razón por la cual el virrey daba por infundada y falsa la denuncia y pesquisa sobre su ocultación y paradero. Resulta curioso señalar cómo Vértiz llevó adelante una investigación que, de antemano, pareciera no sustentarse si consideramos estos indicios desde una perspectiva artística y material: las posibilidades de crear una escultura en oro macizo en el contexto misional, teniendo en cuenta no solo la cantidad de materia prima, sino también los recursos y saberes necesarios para que un orfebre la realizara, señalan lo imposible de dicha empresa. Dos casos semejantes respecto de la averiguación de minas a mediados del siglo XVII son citados por Guillermo Furlong (1962, pp. 440-443). Ambos tienen por testigos a indígenas que, por diversos medios, buscaron incriminar a jesuitas con la malversación y la acumulación de riquezas. Pesquisas que, insatisfactoriamente, detractores monárquicos buscaron corroborar mediante inspecciones y visitas, como la llevada a cabo por el oidor Valverde en la reducción de la Concepción en busca de minas de oro. Sin duda, las razones para emprender estas averiguaciones se inscribieron en un imaginario mayor, que tuvo por protagonistas a los curas doctrineros de pueblos de indios y a las diversas acciones que, entre los siglos XVII y XVIII, buscaron recurrentemente corregir sus excesos. Pareciera que ocultar y enterrar objetos de oro no era precisamente una actividad de los ignacianos, sino más bien una de las tantas prácticas asociadas a la extirpación de idolatrías y al secuestro de sus bienes sagrados prehispánicos. Así, en el marco de la visita llevada a cabo en 1774 por el gobernador Gerónimo Matorras y el obispo Lorenzo Suarez de Cantillana entre los pueblos de indios del gran Chaco, el primero advirtió haber encontrado enterrado tejos y polvos de oro pertenecientes al cura de los pueblos de indios de Casabindo y Cochinoca que este había sustraído de una huaca y, por su valor, los había conservado para sí.[13] 

Las prácticas desplegadas por Vértiz en torno a 1772 respecto de la conquista del oro, la plata, el azogue o el cobre que habría estado en manos de los ignacianos no solo deben ser enmarcadas desde su posición como antijesuita, sino más bien en un proceso político mayor que es el del secuestro y remisión de caudales procedentes de bienes ignacianos en tanto un preludio de la desamortización eclesiástica y los largos procesos de secularización del siglo XIX llevados a cabo en territorio español. Sin ir más lejos, las búsquedas insaciables de Vértiz pueden enmarcarse en una necesidad muy precisa insistentemente señalada por la Corona: garantizar el pago de las pensiones vitalicias de los expulsos. Frente a sus expectativas de rédito, en los años inmediatamente posteriores a la expulsión, la Corona identificó las dificultades y el desbalance de los capitales remitidos desde los virreinatos americanos al punto tal que tuvo que asumir el pago de las pensiones correspondientes a los religiosos expulsos de dichos territorios americanos. Más aún, las acciones emprendidas por Vértiz tienen un antecedente inmediato muy elocuente en su predecesor, el gobernador Bucarelli, que, como veremos a continuación, buscó destacarse ante las autoridades del Consejo de Indias a través de la remisión de bienes suntuarios para su posterior mercantilización; no obstante muchos de estos fueran inservibles para tal fin.

3. De objeto sacro a vil metal

Fue en mayo de 1773 cuando el Consejo de Castilla –para paliar sus deudas– determinó la clasificación de las alhajas de culto en tres categorías acorde con su relación con lo sagrado. Mientras la primera clase refería a aquellos objetos litúrgicos que “tenían contacto físico e inmediato con lo mas sagrado de la religión” –tales como cálices, patenas, custodias y viriles o reliquias–; la segunda clase reunía a aquellos objetos que contribuían al ejercicio del culto durante la misa –vinajeras, sacras, candeleros, lámparas, halos, coronas de imágenes–; y la tercera comprendía a todas aquellas alhajas que no estaban en contacto con lo sagrado y “solo servían a su magnificencia y mayor pompa” –tales como floreros, bandejas, arañas, jarras, blandones, entre otros– (Consejo Real de Castilla, 1773, pp. 64-65). Desde entonces, las Providencias mandaban a todos los subdelegados de temporalidades a separar los objetos litúrgicos de plata y de oro en dichas categorías para su enajenación y remisión de los caudales a la península. Lo anterior significó que en 1774 se dispusiera la venta de los objetos de tercera categoría y, en 1782, lo respectivo para los de segunda.

Si bien pareciera que estas dos fechas significaron momentos bisagra en lo que respecta a las biografías de buena parte de estos objetos, para entonces su fortuna ya había sido trastocada pues muchos de ellos ya habían sido aplicados, es decir, redistribuidos a diversas iglesias parroquiales o regulares bajo la misma jurisdicción episcopal, por lo cual el alcance de estas enajenaciones fue mucho menor a lo esperado por el Consejo de Indias. Baste para ello recordar cómo, por ejemplo Furlong (1946) señala que entre 1770 –fecha en que la iglesia de San Ignacio fue entregada al capellán Mansilla para su cuidado– y 1772, la Catedral de Buenos Aires se había abastecido de cuantos bienes quisiese de dicha iglesia, incluyendo alhajas, vasos sagrados, ornamentos, estatuas, pinturas, altares, retablos y comulgatorios; así como muchos de ellos fueron asimismo a servir de pasto espiritual para la feligresía de Montevideo, Maldonado, Las Conchas, el fuerte de Santa Teresa, entre otras parroquias de la diócesis de Buenos Aires. Sumado a ello, las fuentes documentales señalan dinámicas semejantes para el caso de la Iglesia Matriz de la Compañía, la Catedral de Córdoba y sus parroquias sufragáneas.[14] Lo anterior significó un proceso de dispersión inicial del patrimonio ignaciano seguido del de su venta a particulares cuyas trayectorias no siempre resulta fácil identificar pues dichas aplicaciones tempranas solo contaban con el aval de las juntas locales de temporalidades, no obstante sus aprobaciones deberían ser por vía del consejo.

Decíamos entonces que, según lo dispuesto por la Corona, la enajenación de objetos de culto debería haber tenido su punto de partida en 1774. Sin embargo, existe un episodio precedente que tiene por protagonista al gobernador de Buenos Aires Francisco de Paula Bucarelli y Urzúa. Con posterioridad a la expulsión, la orden expedida por la Corona fue la de la inmediata elaboración de inventarios relativos a todos los bienes de los expulsos y la remisión de los caudales secuestrados. Junto con ello, se dispuso la pronta enajenación de todos aquellos bienes que no estuviesen vinculados al culto: propiedades, ganado, herramientas, etc.; en respuesta a lo cual las diversas capitales virreinales –Lima, Nueva España, Quito, Santiago de Chile y Buenos Aires– iniciaron sucesivos envíos del capital secuestrado.

Esta historia comienza en 1769, cuando el gobernador Bucarelli, tras haber finalizado el embarco de los expulsos, dispuso que un gran número de objetos religiosos labrados en plata que integraban la iglesia de Santa Fe y las correspondientes a los colegios de San Ignacio y Belén en Buenos Aires fueran remitidos rumbo a España, donde serían enajenados, en la fragata “Jesús, María y José”.[15] No era esta la primera vez que Bucarelli tomaba esta decisión, sino que unos meses antes, había hecho lo propio con muchos objetos religiosos secuestrados de la iglesia de la Compañía de Córdoba, los cuales fueron embarcados en el navío “Temor de Dios”.[16] Los envíos remitidos en estos dos navíos significaron no solo el inicio de la dispersión del patrimonio artístico ignaciano previo a las disposiciones monárquicas de 1774 y 1782 que especificaban cómo debían realizarse estas remisiones, sino sobre todo su desacralización e introducción en un universo muy distinto del esperable para el que habían sido creados –asociado a la pompa barroca, al servicio del culto y a propiciar el contacto con lo sagrado– mediante su traslado hacia la metrópolis para su inmediata mercantilización. De este infortunio, Bucarelli solo decidió eximir a los vasos sagrados, objetos que, por su condición asociada al culto, eran considerados de primera categoría y quedaban resguardados de este destino.

Para ejecutar la orden del gobernador, el tesorero y el contador de la Junta Superior de Temporalidades labraron junto con dos maestros plateros un inventario de las “alhajas” que serían transportadas en el navío “Jesús, María y José” en presencia de su maestre. Entre las alhajas procedentes de la iglesia de San Ignacio, se listaba una numerosa cantidad de objetos que, de acuerdo con las disposiciones monárquicas, habían sido clasificados como bienes de segunda y tercera categoría: candeleros con sus pies, calderas e incensarios, cruces de plata con la efigie de Jesucristo, cañones para estruendos, ramos y jarras de plata, atriles y las arañas sustraídas de los altares de Nuestra señora de las Nieves, san Juan Nepomuceno y Nuestra señora del Pilar que, por su carácter de aditamentos para la promoción del culto, no significaban una ofensa a la religión al momento de decidir su destino mercantil.

Más sorprendente resulta encontrar entre dichos objetos un crucifijo de plata, un juego de vinajeras y dos portapaces. Estas eran piezas de primera categoría que, por su condición de sacralidad, deberían haber sido especialmente reservadas de su enajenación. Sin embargo, pareciera que las decisiones de Bucarelli atendían a los réditos que pudieran obtenerse en función de su materialidad, sin considerar sus dimensiones simbólicas y anticipándose aún a las disposiciones de la Corona para velar celosamente por su beneficio y su reconocimiento como gobernante y administrador eficaz.[17] 

Esta falta de discriminación respecto de cuáles deberían haber sido los objetos a enajenar –y cuáles preservar– en esta primera etapa del proceso de temporalidades, se acrecienta aún más al revisar los listados de inventarios del Colegio de Belén de la misma ciudad y los procedentes del Colegio de Santa Fe. En ambos casos, se incorporan para su remisión –y en mayor cantidad que en el caso de San Ignacio– tanto objetos de primera, como de segunda y tercera categorías. Los registros documentales nos impiden atribuir estos envíos a una omisión o confusión, y nos obligan más bien a considerar que estos fueron parte de decisiones conscientes, ya que los plateros intervinientes en la redacción de estos inventarios –cuya tarea implicaba el reconocimiento de las piezas, el desmonte de las placas de plata y los hierros que las consolidaban a estructuras de madera y su peso para su posterior tasación– fueron dos sujetos por demás experimentados y de reconocida actuación en el Río de la Plata.

El primero de ellos, Mariano Zarco –o Zarco y Alcalá–, oriundo de Córdoba (Andalucía), ejerció su oficio de platero durante un breve lapso de tiempo en Sevilla, desde donde pasó al Río de la Plata en 1745; fue asimismo mayordomo del gremio en Buenos Aires en 1753 y su hijo continuó el oficio con tienda pública en la misma ciudad. El segundo platero actuante en nuestro relato es Manuel Nis –también documentado como Manuel Nis de Nascimento o Manuel Lis–, maestro platero oriundo de Buenos Aires que en este mismo año recibió el encargo para confeccionar cinco sellos de plata para el correo y otros tantos de cobre para las cajas interiores de la misma administración (Ribera, 1954, pp. 122-161). El pago a ambos maestros nos indica también la jerarquía de su posición ya que, finalizado el reconocimiento, la Junta de Temporalidades abonó 16 pesos a cada uno por los cuatro días de trabajo insumidos en la tasación.[18]

De este modo, la decisión de incorporar bienes de primera categoría no habría sido producto de una práctica azarosa, sino más bien una acción tendiente a posicionar a la Junta de Temporalidades de Buenos Aires en un nivel de competencia y de idoneidad frente a sus pares virreinales de Lima, Nueva Granada y Nueva España, y por la cual esta exhibiera las riquezas incautadas de la expulsa orden. Consecuentemente, si bien la remisión de plata labrada era una práctica que contravenía las pretensiones del rey respecto de su accionar pío y de la continuación del uso de los espacios de culto que habían quedado vacíos tras la expulsión de los ignacianos, estos envíos eran una materialización de aquel imaginario antijesuita que, a manos de los funcionarios reales, buscaba retribuir a la Corona parte de las riquezas que supuestamente la orden le había sustraído. Baste para ello señalar, comparativamente, cómo los envíos de Bucarelli inauguran dichas remisiones virreinales sudamericanas en plata labrada, no obstante la notable diferencia entre el volumen de las rioplatenses y las limeñas. Para 1773, los guarda-almacenes de la Contaduría de Indias registraban en Cádiz haber recibido 183 cajones con plata labrada que sumaban 53 mil marcos; de los cuales solo 25 cajones, por un monto de 9000 marcos, correspondían a los enviados desde Buenos Aires.

Tabla 1: Extracto de los cajones y marcos de plata y oro peso bruto que por pertenecientes a las temporalidades de los jesuitas expulsos de América tenía a su cargo don Francisco Urquinaona como guarda almacén del consulado de Indias

Años

(llegada a Cádiz)

Buques

Lugar

Nº de cajones

Plata en marcos

Plata en onzas

Oro en onzas

Oro en adarmes

1769

Temor de Dios

Buenos Aires

19

4163

6 4/8

71

12

1770

Jesús, María y José

Buenos Aires

8

1833

6

1770

Ventura

Lima

24

12145

1/5

2/1

1770

San Nicolás de Bari / La Concepción

Buenos Aires

8

3009

6

5

1772

Septentrión

Lima

62

15853

5

17

8

1772

Concepción

Lima

2

660

4

1772

San Lorenzo

Lima

60

15759

4

4

Total

183

53425

7 5/8

144

Fuente: Arribadas, 569. 1774.

En este cuadro extraído de un libro de dicha contaduría puede observarse, además, que el número de bienes remitidos en el navío es significativamente menor respecto del primer envío procedente de los bienes de la iglesia del Colegio Máximo y las iglesias y capillas de las estancias de la Compañía de Córdoba, y estos a su vez, menor que los que serían enviados en el tercer navío. El caso de este último resulta especialmente peculiar porque los objetos enviados finalmente fueron tan solo aquellos comprendidos en 9 de 30 cajones que pudieron rescatarse de su naufragio cuando eran conducidos en lancha desde Buenos Aires hacia el navío San Nicolás de Bari, apostado en Montevideo.[19] Tras el hundimiento de los treinta cajones, solo nueve fueron recuperados por un grupo de buzos, siete de los cuales se remitieron a Cádiz en esta fragata y otros dos posteriormente en el Navío “La Concepción”. Según los buzos, dichos cajones contenían cantidad suelta de plata y diez piezas más. Por un documento del Archivo de Indias podemos hacernos una idea de cuáles eran esas diez piezas y el estado en que llegaron a destino:  

una armazón de madera en forma de nicho con molduras sueltas forradas en crudo que… deben contener hinchadas las citadas molduras… por haber naufragado desde Buenos Aires a Montevideo la lancha en que se llevaban a bordo… y todos existen en dichos almacenes a cargo del citado Urquinaona.[20]

una repisa como de un retablo y otras piezas correspondientes, todas guarnecidas con chapa de plata cinceladas y algunas piedras de pasta de varios colores con arpilleras… que todo pesó en bruto 267 marcos y 26 marcos las 24 piezas sueltas de chapa de plata y alguna pedrería suelta de pasta.[21]

Como podrá observarse, parte del envío remitido no consistía en piezas de plata labrada sino en objetos de madera recubiertos de láminas de plata, lo que significaba que su peso real era en verdad menor aún al valor declarado en el registro de salida del navío. Un segundo indicador respecto de la determinación de avanzar sobre bienes que tenían un especial valor simbólico, a pesar de que así no lo tuviese económicamente –y que podríamos interpretar como un rasgo antijesuítico–, es lo acontecido con uno de los objetos embargados del Colegio de Santa Fe y que se listan como “dos jesuces el uno con piedras falsas con peso bruto de 5 marcos”; o bien con “Dos mallas de plata de 1/14 varas de alto con su armazón de madera, vidrio y estampa que tienen sus puertas de metal amarillo y contuvieron en peso bruto 55 marcos y seis onzas”, procedentes de la iglesia de San Ignacio.[22] Si bien la descripción de ambas piezas no es concluyente para evidenciar sus materiales constitutivos, es muy probable que en ambos casos se tratase de esculturas de madera –un Cristo con pequeñas inclusiones de vidrio líquido para semejar la sangre, que habitualmente es mencionado como piedras falsas– y una puerta de sagrario elaborada con la técnica de dorado a la hoja y cuyos valores económicos no eran cuantiosos para los fines de temporalidades pero sí eran lo suficientemente significativos como para dejar desprovista de sacralidad a dicha iglesia.

Otros datos contribuyen a abonar nuestra hipótesis respecto del interés de Bucarelli por remitir piezas de especial valor simbólico: el primero de ellos es el de la mención de “sesenta y dos piezas de que se componía el frontal [del colegio de Belén] a saber: veintidós medias cañas, cinco serafines, un Jesús y treinta y cuatro sobrepuestos que todo pesó líquido 102 marcos y 12 adarmes”.[23] Nótese aquí cómo, a un criterio de valoración estética y de descripción de elementos iconográficos del frontal –en tanto este junto con el retablo mayor constituían las dos piezas predominantes y de especial pregnancia visual en función de lo que significaba “alhajar” una iglesia–, se le superpone el de su tasación en términos económicos. Pareciera que, mediante esta breve mención, los plateros nos narrasen el momento preciso en el que los sentidos asociados a su consideración religiosa se desplazaban hacia su desacralización.

Si bien ante nuestros ojos, sustraer el frontal de un altar parece una acción desmedida en términos de fragmentación y despojo patrimonial, el acto de incautar y remitir prontamente a la península objetos religiosos labrados en plata puede, asimismo, ser leído como parte de una relación compleja entre estos administradores y los obispos rioplatenses: mientras los segundos solicitaban frecuentemente aplicaciones para las parroquias de sus diócesis que diezmaban los objetos disponibles para la venta, los administradores eran, a su vez, incapaces de hallar la cantidad suficiente de compradores de objetos litúrgicos de esta envergadura para satisfacer las demandas del Consejo de Indias y remitir el capital necesario para cubrir los pagos adeudados. Es este hecho, frecuentemente mencionado en las fuentes como parte del desorden en la administración del ramo rioplatense y de su incapacidad de cubrir las costas de pensiones vitalicias de sus expulsos, la principal razón que explicaría la premura del gobernador en la sustracción y remisión de plata labrada a falta de compradores para enviar capital contante y sonante.

Junto con esta diversidad de objetos, el maestre del navío Jesús María y José fue el encargado de remitir también el poco dinero resultante de la venta local de algunos bienes litúrgicos procedentes de los colegios porteños: entre las piezas enajenadas del Colegio de San Ignacio se hallaban cálices, patenas, vinajeras y un ostiario; todas de primera categoría, junto a un atril y un crucifijo de plata que sumaron 107 pesos.[24] La importancia de este envío radica en que, hasta donde sabemos, esta fue una de las primeras remisiones de caudales vinculadas al embargo de bienes religiosos en una fecha muy temprana, y a partir de la cual Bucarelli pretendía exhibir sus cualidades como administrador en beneficio de la Corona, toda vez que daba cuenta de su idoneidad para el cargo, su carácter infranqueable y su fidelidad regalista frente a las sucesivas acusaciones de malversación local suscitadas en el período.[25] 

4. La llegada a tierras extrañas

Una vez llegados al puerto de Cádiz, los pocos remanentes de sacralidad que aún le quedaban a estas alhajas se diluyen. Al momento del arribo, los cajones enviados a nombre de las temporalidades de Buenos Aires para Su Majestad eran recibidos por un guarda-almacén que informaba al tesorero de la Contaduría de la Real Audiencia de Contratación a Indias la cantidad y calidad de bienes arribados (Martínez Tornero, 2010). Lo anterior significaba un nuevo reconocimiento de las piezas que se cotejaba con la documentación enviada y en la que frecuentemente el valor de la tasación indicado disminuía, pues se eliminaban de dichas cuentas todos aquellos objetos cuya materialidad no era la de la tan deseada plata labrada. Este fue el destino, por ejemplo, del nicho recuperado del naufragio del Navío San Nicolás de Bari de madera de jacarandá, o bien el de las dos puertas de sagrario de madera dorada a la hoja procedentes de la iglesia de San Ignacio en el Navío Jesús María y José.

Los datos que arroja la documentación existente en el Archivo General de Indias exhiben que, a diferencia de lo imaginable, los objetos labrados en plata pertenecientes a las tres categorías mencionadas permanecieron durante muchos años depositados en estos almacenes a la espera de que sus sentidos volvieran a ser activados mediante su aplicación como obras pías, o al menos, que su materialidad lo hiciera por ellos. Empero, los sucesivos registros de cuentas y de inventarios de los bienes embargados y remitidos de los virreinatos americanos exhiben año tras año cómo estos objetos permanecieron allí casi olvidados, pues no pocos eran los reparos en fundir esta materia sagrada.

La historia final de buena parte de estos objetos tuvo lugar en 1778, cuando, por orden del conde de Aranda, el guarda-almacén Francisco Urquinaona entregó 47.791 marcos de plata labrada en distintas piezas y 46 marcos de oro en 178 cajones de diferentes piezas de vajilla –entre los que se encontraban un mate con su bombilla, un tejo de oro y objetos litúrgicos– procedentes de los 183 cajones enviados desde Lima y el Río de la Plata para su fundición en la Real Casa de Moneda de Sevilla.[26] Asimismo, el documento menciona que fueron apartados “madera y fierros que se han arrancado de varias piezas, desperdicios de cera, astillas, fierrecillos y polvo” cuyo peso ascendía a 640 marcos. Estamos aquí frente al momento preciso en que una constelación de objetos de culto que otrora habían servido para promover la devoción, exaltar los sentimientos de piedad y la emotividad barroca, llegan a su fin. Este proceso de traslación de sentidos, que Igor Kopytoff (1991) señalara como “de la singularización a la mercantilización”, debe ser enmarcado en aquellos procesos de creciente secularización que, a partir de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, arrastraría consigo la desacralización de una diversidad de imágenes, objetos de culto y paramentos litúrgicos a ambos lados del Atlántico.

Sin embargo, no todo es infortunio: ocho de estos 183 cajones fueron reservados de su fundición por contener “varias piezas de adorno de altar” que habían sido separadas para ser vendidas, y uno de ellos fue reservado por contener “alhajas de primera clase que han quedado para repartir de limosnas a iglesias pobres”.[27] Si bien a estas alturas del registro documental resulta imposible identificar si se trataba de los bienes llevados en los navíos salidos del puerto de Buenos Aires, lo cierto es que estas últimas piezas iniciarían aquí una nueva etapa en sus biografías, pues prontamente lucirían como alhajas americanas en nuevos espacios de culto.

5. Conclusiones

Los casos presentados son tan solo un pequeño muestreo de algunas de las polémicas y trayectorias suscitadas por los objetos de culto ignacianos en la primera década tras la expulsión de la orden. Es debido a la constitución material de estas piezas que las fuentes documentales indagan, precisan y delimitan sus alcances y derroteros de una manera peculiar y disímil a la acontecida con otros artefactos artísticos. Nos referimos a una diversidad de pinturas, esculturas, mobiliario y piezas constituidas por los materiales más diversos que también atravesaron dichos procesos con semejantes resultados, no obstante, la documentación no aborde ni considere sus trayectorias. En este sentido, la indagación que aquí hemos realizado a partir del rastreo de una parte pequeña de la cultura material ignaciana hunde sus preguntas y metodologías en una perspectiva que tiene por punto de partida el giro material y, junto con ella, el trazado de redes a partir de las historias conectadas, donde las instancias de intervención y apropiación material forman parte de indicios que nos permiten reponer algunos de sus antiguos sentidos. En este punto, imágenes, objetos y sujetos se imbricaron en un entramado de redes locales e interoceánicas toda vez que fueron atravesados por un proceso histórico que conllevó al desplazamiento de sus sentidos –entre lo sagrado y lo económico–, en consonancia con una alteración en sus criterios de valoración que transformaron sus biografías.

Si bien a lo largo de este trabajo hemos insistido fuertemente en las intencionalidades vertidas respecto de la enajenación y la creciente mercantilización de los artefactos religiosos, las motivaciones que impulsaron estas dinámicas en las políticas de los gobernadores de Buenos Aires –tanto en el caso de Vértiz como de Bucarelli– parecen hundirse en tramas más complejas a la de una unívoca identidad antijesuita. Por un lado, estas estrategias respondieron, en mayor o menor medida, a los intentos de exacerbar la autoridad monárquica y a exhibir la propia eficiencia del aparato gubernamental como máxima autoridad local. Por otro lado, esta premisa parece haberse combinado con una pretendida política que buscó insistentemente deponer el recuerdo ignaciano en tierras americanas y, junto con ello, propiciar su invisibilización a partir de la supresión de aquellos objetos que recordaran su antigua presencia sin importar su jerarquía en términos de eficacia de culto y sus cualidades asociadas a lo sagrado. Esta política tuvo, a su vez, su contrapartida en los desplazamientos físicos y en las refuncionalizaciones de aquellos objetos de culto y liturgia que el clero local pretendió aplicar para sus iglesias. Pareciera ser que este incremento del control de las autoridades gubernamentales a las eclesiásticas habría buscado anticiparse a algunos de los procesos de desamortización borbónicos que tiempo después limitarían las posesiones del clero y de las órdenes regulares, ávidas por la apropiación de dichos objetos para la promoción de una piedad barroca que ya, por entonces, era duramente criticada.  

Desde la otra vereda, existen indicios que nos permiten aseverar que la inmanencia de algunas imágenes y objetos de culto permanecieron activas a pesar de estos infortunios debido a sus cualidades estéticas y sagradas. Por ejemplo, un relicario de plata y “pedrería fina” procedente del Colegio Máximo de la Compañía de Quito sorteó los embates de las temporalidades al ser remitida en 1789 a Cádiz con destino a Madrid como un obsequio para alhajar la capilla del Palacio Real, casi como si se tratara de un trofeo. Del mismo modo, don Manuel Ventura de Figueroa, ex obispo de Popayán, recibió en 1775 el envío de alhajas de plata –una fuente cincelada y un jarro de plata– obsequiadas por el gobernador de la misma ciudad, procedente de los bienes de los expulsos sudamericanos.[28] Son estos pocos casos los que nos permiten atestiguar la supervivencia de una diversidad de imágenes y objetos que, redistribuidas, resignificadas y refuncionalizadas, hoy nos permiten conocer una parte del patrimonio artístico ignaciano que aquí nos propusimos reponer en un juego de redes, trayectorias y embates y sobre el que aún resta mucho por indagar.

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Notas


[1] Esta investigación forma parte del PICT 2019-3390 “Trayectorias, apropiaciones y resignificaciones de objetos de culto durante el proceso de temporalidades (Córdoba y Buenos Aires, 1767-1820)”, radicado en el Centro de Investigación en Arte, Materia y Cultura de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Buenos Aires, Argentina.

[2] Guillermo Furlong menciona que Bucarelli traía una instrucción en la que se le decía: “averiguará tambien V. de qué parajes extraían los indios de estos pueblos los pedazos de metales que, en algunas ocasiones, solían dar a sus precedentes curas” (1962, p. 445).

[3] Arquitecto milanés. Una vez admitido en la Compañía de Jesús se trasladó a Buenos Aires (1717), luego a Córdoba (1719) y más tarde a las misiones del Paraguay. Su labor fue especialmente destacada, ya que intervino en la construcción del templo de San Ignacio en Buenos Aires, junto con su contratación para la planificación de otras iglesias regulares en la ciudad (San Francisco, El Pilar, La Merced); el Colegio Máximo y la Universidad de Córdoba, la iglesia de San Francisco y el hospital de San Roque. En las misiones, junto con la iglesia de San Miguel construyó las de los pueblos de Trinidad y Concepción (Furlong, 1946).

[4] De origen tirolés (1655-1733), este jesuita se destacó como músico. Se le atribuye la fabricación del primer órgano en la provincia del Paraguay y la introducción de instrumentos como: arpa, clarines, zampoñas y trompetas. Asimismo, se destacó por la dirección de músicos indígenas que fabricaban sus instrumentos en las misiones, donde se desempeñó como misionero durante 41 años (Furlong, 1962; Storni, 1980).

[5] Autos sobre averiguar el paradero de una imagen de oro que se dice estaba en un Pueblo de los de Misiones (API). Sala IX (S.IX), legajo 17-3-6, folio 4r-4v. 1772. Archivo General de la Nación (AGN), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina.

[6] Se trataba del jesuita Miguel de Soto, quien fue expulsado del pueblo de San Juan Evangelista el día 6 de agosto de 1768. Sin embargo, su nombre no es mencionado en el inventario de expulsión. Cfr. Brabo (1872, p.116); Storni (1980, p. 275).

[7] API. Sala IX, legajo 17-3-6, folios 12r, 12 v. 1772.

[8] Declaración Manuel de la Rubia (DMR). API. Sala IX, legajo 17-3-6, folio 13. 1772.

[9] DMR. Sala IX, legajo 17-3-6, folio 12. 1772.

[10] DMR. Sala IX, legajo 17-3-6, folio 12. 1772.

[11] Declaración de Francisco Campana. API. Sala IX, legajo 17-3-6, folio 15. 1772.

[12] La escultura producida en las misiones jesuíticas, en consonancia con las técnicas de la imaginería española, consistía en imágenes de bulto talladas en madera, doradas a la hoja y policromadas, que habitualmente se disponían en grandes retablos. Los inventarios de estas misiones señalan, en coincidencia con las estudiadas por Erwin Emmerling y Corinna Gramatke (2019), las herramientas, materiales y recursos que los artífices indígenas tenían en sus talleres para producir este tipo de escultura, estudiada exhaustivamente por Bozidar Darko Sustersic (2010).

[13] Matorras al Consejo de Indias. Salta, 24 de noviembre de 1774. Buenos Aires, legajo 143, s/folio. Archivo General de Indias (AGI), Sevilla, España.

[14] Imbentarios de los vienes de la compañía, respectivos a la Iglecia. Legajo 4, folios 14v-20v; 40v-41r. 1775. Archivo del Arzobispado de Córdoba, Córdoba, Argentina.

[15] Testimonio de las diligencias obradas sobre el peso, entrega y recibo de las alhajas de plata pertenecientes a los colegios de san Ignacio y nuestra Sra de belem de esta ciudad y al de santa fe que se remiten en la fragata Jesús María y José a los Reinos de España de cuenta de S.M. con su maestre don Isidoro de Velasco. Sala IX, legajo 21-5-6, s/f. 1769.

[16] Registro de venida de Buenos Aires y Montevideo, Navío Temor de Dios. Contratación, 2750. 1769. AGI.

[17] Muy posiblemente esta premura se explique por la necesidad del gobernador de congraciarse con la Corona mediante la liquidación de los bienes religiosos de los expulsos frente a los conflictos internos que debilitaban su autoridad. Parte de este tema puede verse en la relación establecida con Fernando Fabro y los conflictos suscitados en Córdoba al momento de la expulsión y elaboración de inventarios de bienes. (Juncos, 2009).

[18] Instrumento de data de 2.266 pesos pagados… a dos maestros plateros… por las diligencias obradas en el peso y entrega de las alajas de Plata de los dos Colegios de esta Ciudad y el de Santafe… Sala IX, legajo 21- 5-7, s/f. 1770.

[19] Instrumento de data… pagados a cinco buzos de los que se ocuparon en sacar la plata labrada que se perdió en la lancha que la conducía al navío nombrado S. Nicolás de Bari (IDP). Sala IX, legajo 21-6-1, s/f. 1772.  Cfr. Arribadas 659, s/f. 1774. AGI.

[20] Arribadas, 569, s/f. 1774.  

[21] Certificación de Juan Antonio Pastor sobre el pesaje de la plata remitida en ocho cajones del navío La Concepción y San Nicolás de Bari. 29 de mayo de 1778. Arribadas, 569.

[22] Testimonio de las diligencias obradas sobre el peso, entrega y recibo de las alhajas de plata… que se remiten en la Frag.ta Jesús, Maria y Joseph a los Reynos de España… (TDO). Sala IX, legajo 21-5-6, s/f. 1770.  

[23] TDO. Sala IX, legajo 21-5-6, s/f. 1770.

[24] TDO. Sala IX, legajo 21-5-6, s/f. 1770.  Por su parte, otras alhajas –seis juegos de cálices con sus patenas y cucharitas, dos vinajeras, y dos custodias y dos relicarios, asimismo de primera categoría junto a un misal, dos llaves de plata del sagrario, una cruz para la adoración de Viernes Santo, una corona de plata para ataviar la imagen de vestir de la Virgen y un nicho de Jacarandá con piezas de plata– del Colegio de Belén fueron resguardadas. Tiempo después, las mismas alhajas permanecían aún entre las existencias de los bienes del colegio, pues el 6 de octubre de 1773 fueron entregadas por los oficiales de la junta a don Manuel de Echeverría, cuando asumió el oficio de dicha iglesia como clérigo presbítero y capellán del Colegio de San Ignacio. IDP. Sala IX, legajo 21-6-1, s/f. 1773.

[25] Baste para ello recordar, por ejemplo, el escándalo suscitado en torno del accionar de Fernando Fabro, comisionado por Bucarelli para la expulsión y embargo de bienes en la ciudad de Córdoba; así como también el posterior enfrentamiento entre estos y Campero con el gobernador Matorras. Estos, entre otros, habrían sido los motivos que llevaron al gobernador a solicitar al consejo su remoción del cargo en 1769; no obstante, luego diera un paso atrás y decidiera permanecer dos años más en su cargo en Buenos Aires. Buenos Aires, legajo 43. 1768. AGI.

[26] Documentos de data de los guarda-almacenes nº 5. Arribadas, legajo 569, s/f. 1778.

[27]  Documentos de data de los guarda-almacenes nº 5. Arribadas, legajo 569, s/f. 1778.

[28] Indiferente, 18 de marzo de 1789. Legajo 3085b, folio 632. AGI. Arribadas, 26 de octubre de 1776. Legajo 659, s/f.