NOTAS Y COMUNICACIONES

Memoria de los sesentas

Jorge Saab
IESH-FCH-UNLPam

“¿Cómo no vamos a poder nosotros, ante el espectáculo prodigioso de millones de seres liberados, y de otros millones resueltos ya a liberarse, salir al encuentro de la Historia para decir tan alto como la voz lo permita que estamos viviendo con lucidez absoluta este momento, el más dramático de la vida del hombre, y que tan seguros nos sentimos del porvenir inevitable –cualquiera sea la suerte personal que el destino nos reserve– que ya podemos desatar al viento la infinita alegría de vivir ahora?”.
Aníbal Ponce [1935] en De Erasmo a Romain Rolland.

El ambiente, “ ¡¿…esa cueva de bolches?!...”1

Para quien optara por cursar una carrera en el viejo edificio de la calle Viamonte2, el primer sentimiento que lo embargaba era el asombro; no tanto por el hecho de cruzarse con Borges en el hall, sino porque éste pasaba por allí sin alterar para nada la rutina de la Casa. Pero el asombro no terminaba ahí, unos metros más adelante, en el aula grande, Héctor Agosti desplegaba una de las conferencias programadas por el Centro de Estudiantes ante un auditorio colmado, a despecho de la legislación represiva vigente. Es que la bien amada autonomía no solo hacía posible que un notorio comunista pudiera despacharse a gusto en una institución del Estado, sino que los activistas se dieran el gusto de provocar a la policía la que ni por asomo podía trasponer el límite de aquel reino de la libertad. Para todos los demás entrada libre, por ejemplo para asistir a las clases de José Luis Romero desde la cátedra de Historia Social General.
La excelencia académica de Romero -también decano- no alcanzaba sin embargo para blindarlo ante las acometidas de las agrupaciones, que no admitían circunscribir sus carteleras de modo tal de facilitar la circulación. Es que en la vorágine de la historia no había lugar para ese tipo de nimiedades burguesas. Sí, claro, la certeza de estar viviendo un enorme viraje en el curso de la historia suponía una cierta soberbia en aquella juventud que abominaba de un legado del que no quedaba prácticamente nada que valiera la pena recoger.
Aquella certeza también se apoyaba en el conocimiento, que ya no se estimaba como un valor en sí mismo. La fascinación por los textos que retomaban los conceptos de la totalidad y de la praxis, remitían a una reconsideración del rol de los intelectuales. Ahora éste encontraba una nueva legitimidad en el compromiso orientado a la solidaridad con los que más sufren, con las masas de desheredados que pueblan el reino de este mundo, lo cual implicaba la subversión del orden de cosas existente que se encaminaba a la generación de un hombre nuevo.
Esa creencia en el cambio social inexorable alimentaba el clima optimista que estimulaba la discusión en las asambleas e impulsaba a marchar tras consignas del tipo ¡Fuera yanquis de Vietnam!
La producción artística de la época ilustra profusamente tanto esta nueva visión del mundo como la crítica al orden consolidado, y esta tendencia se vio reforzada por la emergencia de una cultura juvenil hostil a la herencia de los mayores.
La disposición a poner el pensamiento al servicio de un mundo mejor entrañaba, además, una ética del sacrificio derivada de la adopción del compromiso a la que muchos se entregaron más tarde convencidos de que ese era el único camino.
Pero más allá de esas paredes, el mundo exterior no entendía muy bien qué quería esta juventud insolente. Aquella clase media, cada vez más denostada, podía sentirse atraída por la oferta de las vanguardias culturales, o más bien, entusiasmarse por la posibilidad de acceder al auto o a un terreno en la costa, toda vez que las promesas desarrollistas parecían encaminar al país por el camino apetecible de la modernización.
Y más allá todavía, entre los pliegues de una sociedad ocupada en la persecución de utopías elevadas o prosaicas, quienes compartían una cerril repugnancia al cambio se movilizaban y sumaban adeptos en las cercanías de los círculos militares y religiosos. Pero fuera de algún enfrentamiento en las calles, un esporádico atentado, una víctima fatal cada tanto, pocos le adjudicaban chances mayores a aquella reacción ultramontana dado que el enemigo a combatir lucía ropajes más modernos.

“Libros que uno leyó y que no se pueden olvidar” (Guillermo Cantore)

El texto de Terán se despliega a través de un abanico de palabras clave, a la mayoría de las cuales parece corresponderles su opuesta. Puede advertirse también la maestría de artesano en la reconstrucción de unas secuencias en las que es posible identificar las marcas que jalonan una historia intelectual, inescindible del ambiente cultural y de la historia política.
La generación juvenil que compartió los '60 puede identificarse en los grandes trazos de esta historia. Cada uno de los que transitaron por la Facultad en aquellos tiempos podrá dar cuenta de hasta qué punto esa experiencia marcó para siempre sus vidas, independientemente de cuáles hayan sido sus textos iniciáticos y sus formas de sumarse a este nuevo viento en el mundo.
La segunda posguerra proponía un nuevo clima de ideas estimulado por el informe de Nikita Krushov al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, la ruptura de China con la Unión Soviética y los movimientos de liberación nacional, entre otros acontecimientos significativos, pero sobre todo, por el gran desafío que propuso la revolución cubana. En efecto, aquella Segunda Declaración de La Habana, lanzada como un guante frente a las narices de la gran potencia imperialista, venía a anunciar el nuevo evangelio que parecía decir a quienes quisieran escuchar: la revolución está al caer. ¿Cuál de los caminos elegirán ustedes para encontrarse con ella? Y aquella revolución venía a confirmar, una vez más, que la violencia continuaba siendo la partera de la historia. La idea según la cual la violencia de los de abajo es una respuesta a la violencia de los de arriba se iba naturalizando en la medida que la ola revolucionaria se levantaba y avanzaba a la vez como advertencia y como promesa.
Entonces, el quehacer intelectual de aquella izquierda que surgía en parte de las experiencias acumuladas en el socialismo y el comunismo giraba en torno de interminables discusiones sobre el carácter del cambio social que se avecinaba. Si había un extendido consenso en señalar a las masas obreras como el sujeto de la gran transformación, se hacía necesario tomar nota de que en la Argentina esas masas eran peronistas. Se imponía entonces una relectura del peronismo, habida cuenta de la bancarrota de las interpretaciones que llevaron a los intelectuales a una total incomprensión hacia quienes estaban llamados por la historia a ser los grandes hacedores de la revolución en ciernes.
La operación intelectual, entendida como una de las herramientas aptas para pensar y brindar soporte ideológico al proceso de cambio, exigía estudiar/discutir a los teóricos de la transformación social, especialmente marxistas, en clave latinoamericana. Esa tarea se veía facilitada por la repulsa a las cristalizaciones dogmáticas consagradas por el marxismo ortodoxo y, por otro lado, por la incorporación de disciplinas y desarrollos teóricos que contribuían a enriquecer el bagaje intelectual necesario para leer y transformar la realidad.
La cuestión nacional pasaba a ocupar el centro de las preocupaciones de esta nueva izquierda y, en ese sentido, quedaba la puerta abierta para la entrada jubilosa de un nacionalismo que, por obra de una suerte de alquimia discursiva, tornaba compatibles teorías e interpretaciones hasta entonces rotundamente enfrentadas. Esta elaboración suponía renuncias y rupturas diversas, entre ellas, el rechazo a la propia condición pequeño-burguesa de la que la inmensa mayoría de los jóvenes universitarios era tributaria.
La crítica fue despiadada hacia las actitudes asumidas por la generación precedente ante la irrupción de las masas en la historia y la carta de ciudadanía obtenida por aquella marea de cabecitas negras que ofendía la postura recalcitrantemente cosmopolita de las élites y de los sectores medios adscriptos ideológicamente a ellas. El tópico de la convivencia imposible de las dos Argentinas se actualizaba ahora para enfrentar en la batalla final de un lado a quienes seguían aferrados a la creencia de un sistema político que acababa, una vez más, de mostrar sus falacias y su fracaso y, de otro lado, a los que apostaban con la fuerza de la voluntad y su pasión revolucionaria a la inmensa mayoría portadora de la victoria final.
Como el autor mismo lo admite, el corte del período en 1966 puede ser discutido y revisado. Lo que parece iniciarse a partir de entonces es una corta transición hacia otro ambiente cultural e intelectual, algo así como los segundos sesentas.
Si bien a partir de la disrupción institucional operada ese año se instrumentó una política represiva y de sofocación cultural –la Noche de los Bastones Largos acabó con la autonomía universitaria-, también es cierto que durante aquel bloqueo tradicional la actividad intelectual no solo no cesó sino que pareció incrementarse al calor de la resistencia a la dictadura. Más bien, el proceso de radicalización surgido en los '60 podría encontrar su culminación en el Cordobazo. Aquel acontecimiento insurreccional que venía a cumplir el reclamo de unidad obrero-estudiantil podía encuadrarse bien en la lógica sesentista. La violencia que vino después, sobre todo aquella de corte terrorista, pertenece a otro momento; una secuencia cuyo arranque puede identificarse con el secuestro y muerte del general Aramburu, anunciada un año antes con el asesinato de Augusto Vandor.
Quien echara un vistazo retrospectivo a la Facultad -digamos desde 1970- comprobaría hasta qué punto aquel escenario había cambiado3. La cuestión nacional había operado en el campo intelectual un desplazamiento hacia autores y textos de relativo influjo años antes, a la vez que la argumentación racional cedió su lugar a una actitud antiintelectualista que se llevaba muy bien con los ideologemas populistas. Lo nacional había pasado a ser el baremo al que se sometían las actitudes, los discursos y las acciones. Y a este nuevo clima cultural se habían inclinado muchos de los que en otros momentos no eran asiduos concurrentes a la biblioteca ahora dominante. La masiva adhesión a ese peronismo que ya no distinguía entre el conductor y las masas, elevaba la presión al punto de sofocar toda réplica. El otrora orgulloso talante intelectual había cedido su lugar a la política que siguió su curso hasta darse con el final anunciado desde su propia lógica.
Si los procesos históricos reconocen filiaciones en las ideas que los preparan, los acompañan y hasta les otorgan carta de legitimidad, la entusiasta actividad intelectual de los '60 no escapó a esta suerte de “generales de la ley”. Pero resulta difícil encontrar en esos primeros sesentas el germen de la tragedia que refiere Terán. En todo caso, aquello que no debió mezclarse, no se produjo ahí sino en el pasaje al otro momento, donde a medida que se agudizaba el proceso de radicalización, la política iba absorbiendo todo resto de autonomía que pudiera aún encontrarse en otras esferas de la vida social.
De todos modos, como afirma Silvia Sigal en un intercambio con el autor: “Luego hay que explicar cómo una acumulación de acontecimientos hizo que se pasara efectivamente a la violencia, pero de eso no hablan ni el libro de Terán ni el mío”.
Finalmente, los errores de apreciación de las propias posibilidades y la subestimación de las capacidades de respuesta del enemigo, no debería hacernos perder de vista -como señala el propio Terán- que siguen vigentes tanto aquella lúcida crítica al poder como la adopción de valores que hacen más digna nuestra residencia en la tierra.

Notas

1 Réplica de un oficial de Caballería ante la respuesta de un soldado preguntado por su lugar de estudios (1964).

2 La sede de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires se trasladó luego a la avenida Independencia.

3 Un indicador relevante del cambio producido era la posición hegemónica de las agrupaciones peronistas en los Centros de Estudiantes.