https://doi.org/10.19137/qs.v25i2.4274

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ARTÍCULOS

 

La educación cívica en el contexto latinoamericano: el caso de Chile y los textos de urbanidad (s. XIX)

Civic Education in Latin American Context: Urban Texts in the Chilean Case (19th century)

A educação cívica no contexto latino-americano: o caso do Chile e os textos de urbanidade (s. XIX)

 

Raquel Soaje de Elías
Universidad de Los Andes
Chile
Correo electrónico: rsoaje@uandes.cl

Manuel Salas Fernández
Universidad de Los Andes
Chile
Correo electrónico: msalasf@utexas.edu

 

Resumen: A partir de los textos de moralidad y urbanidad, se aborda el fenómeno de la educación cívica en Chile en el contexto del siglo XIX como expresión fundamental del ideario republicano. Para ello se efectúa, en primer lugar, una cartografía de los manuales del período 1819-1900 editados en el país o extranjeros adaptados a la idiosincrasia chilena, a partir de lo cual se consideran los siguientes factores: autor, editor, destinatario, distribución geográfica y contenido, entre otros. Se analizó luego el rol “performativo” que cumplió la urbanidad en el currículum escolar como elemento clave en el proceso de laicización y de construcción de ciudadanía. Se puso el foco en el caso paradigmático del Manual de Carreño, por su vigencia hasta la actualidad. De este modo, el estudio efectúa un nuevo aporte para una historiografía sobre textos de urbanidad y educación cívica en Chile, que contribuye a sentar bases para futuros análisis comparativos en Latinoamérica sobre la materia.

Palabras clave: Sociedad; Manuales de urbanidad; Educación ciudadana

Abstract: From the texts on morality and urbanity, we address the phenomenon of civic education in Chile in the context of the 19th century as a fundamental expression of the republican ideology. To do this, a cartography of the manuals of the period 1819-1900 published in the country or foreigners adapted to the Chilean idiosyncrasy is carried out. The following factors are considered: author, publisher, addressee, geographic distribution, and content, among others. The “performative” role played by urbanity in the school curriculum as a key element in the process of secularization and construction of citizenship was then analyzed. The focus was on the paradigmatic case of the Carreño Manual, due to its validity to date. In this way, the study makes a new contribution to a historiography on texts on urbanity and civic education in Chile, which contributes to laying the foundations for future comparative analyzes in Latin America on the subject.

Keywords: Society; Urbanity manuals; Civic education

Resumo: A partir dos textos de moralidade e urbanidade, aborda-se o fenômeno da educação cívica no Chile no contexto do século XIX como expressão fundamental do ideário republicano. Para isso, efetua-se em primeiro lugar, uma cartografia dos manuais do período de 1819-1900 editados no país e no estrangeiro adaptados à idiossincrasia chilena, a partir do qual se consideram os seguintes fatores: autor, editor, destinatário, distribuição geográfica e conteúdo, entre outros. Analisou-se o papel “performativo” que teve a urbanidade no curriculum escolar como elemento chave no processo de laicização e de construção da cidadania. Focalizou-se no caso   paradigmático do Manual de Carreño, por sua vigência até a atualidade. Deste modo, o estudo realiza uma nova contribuição para uma historiografia dos textos de urbanidade e educação cívica no Chile já que senta as bases para futuras análises comparativas sobre o tema, na Latino América.

Palavras-chave: Sociedade; Manuais de urbanidade; Educação cidadã

Recepción del original: 2019-12-30 | Aceptado para publicar: 2020-10-14

 

1. Introducción

A fines de 2018, apareció en el mundo editorial chileno el conocido Manual de Carreño en una versión “revisada y actualizada”, un volumen que aún posee vigencia en el imaginario local. Un siglo y medio después de su primera edición, la historiografía de aquel país le ha prestado escasa atención (Toro Blanco, 2012; López Rico, 2017).
Esta primera edición apareció en Valparaíso en 1863, en el contexto de la expansión de la educación pública impulsada desde los albores del proceso revolucionario, cuando las ideas pedagógicas ilustradas criticaban la tradición educativa imperante aún en la segunda mitad del siglo XVIII. En dicho contexto, se destaca la actuación fundamental de la generación de 1842, cuyos representantes agenciaron la incorporación del pueblo a la civilización por medio de la educación, la cual comprendía: “urbanidad, refinamiento, buen gusto, así como el bagaje intelectual y moral construido por la historia del saber occidental” (Serrano, Ponce de León, y Rengifo 2012, pp. 77-78). Pero además, se expandió con mayor fuerza la noción de que la educación escolar debía colaborar con la generación de un nuevo tipo de ciudadano, artesanos eficientes y científicos, caracterizados por sus conocimientos útiles, para servir a la patria.1
El ideario ilustrado de la educación se manifestó, mediante la aparición de manuales de moralidad y urbanidad, convertidos en textos escolares, cuando se advirtió la importancia de transmitir normas y buenos modales a las jóvenes generaciones, a partir de su incorporación al currículum escolar. Es así como algunos de estos textos de origen europeo, como el de José de Urcullu (1826), tuvieron grata acogida en América, lo que motivó a los americanos a redactar los propios, adaptados a su realidad local (Salvá, 1826; Brumme, 2006).
De acuerdo con lo expuesto, es nuestro objetivo efectuar una cartografía de los textos de moralidad, urbanidad y buenas maneras editados en Chile en el período 1819-1900, desde la cual se dimensionen las siguientes variables: autor, editor, destinatario, distribución geográfica, evolución cuantitativa, contenido, susceptibles de pesquisar en todos los textos. En función de estas se realizará luego una primera aproximación al análisis del rol “performativo” que cumplió la urbanidad en el currículum escolar como vehículo clave en el proceso de laicización de la escuela, así como en la construcción de ciudadanía. Desde esta perspectiva, el estudio se enfocará finalmente –dada su vigencia hasta la actualidad– en el caso paradigmático del Compendio del Manual de urbanidad y buenas maneras del venezolano Manuel Antonio Carreño.

2. Los textos escolares en el contexto latinoamericano

Mientras tenían lugar los movimientos revolucionarios latinoamericanos, en las décadas de 1810 y 1820, Londres se convirtió en el refugio de una importante comunidad de representantes oficiales que buscaban el reconocimiento político de sus naciones, a la vez que el respaldo económico y la ampliación de sus mercados locales (Berruezo León, 1989; Baeza Ruz, 2019). Entre sus miembros destacaron Andrés Bello, Simón Bolívar, Mariano y Manuel Moreno, además de Tomás Guido y muchos otros que, por la afinidad en la misión que cumplían, buscaron apoyarse mutuamente. La consecución de aquellos logros se unía también al reconocimiento de una identidad cultural, para lo cual vieron en la imprenta una herramienta eficaz para su concreción. En este contexto, la casa editora Ackermann asumió un rol predominante en la impresión de obras, principalmente del ámbito educativo, para el mercado latinoamericano, ávido de textos didácticos que aportaran información de forma resumida y de rápida asimilación sobre los más diversos oficios: carpintería, tintorería, pintura, tornería, entre muchos otros.2 Los editores se preocuparon por proveer al público de habla hispana ese tipo de textos, escritos en su mayoría por autores del mismo origen, tales como: Catecismo de la historia romana, Catecismo de música, Catecismo de química, Catecismo de economía política, Catecismo de geografía, Manual de medicina doméstica, entre otros (Roldán Vera, 2003). El mismo Ackermann editó unas Cartas para la orientación del bello sexo (Mora y Sánchez, 1824), dirigidas a la educación femenina. En la misma línea, el español don José de Urcullu –traductor de la casa editora– lanzó sus Lecciones de moral, virtud y urbanidad. Su obra tuvo tal difusión que en el lapso 1853-1900 pueden contarse al menos 35 publicaciones, aunque curiosamente no se tienen referencias de su impresión en Chile.3
A fines de los años veinte, diversos miembros de la mencionada comunidad comenzaron a abandonar Londres para colaborar en la organización política, social y cultural de las nacientes repúblicas, ante el fracaso de sus gestiones diplomáticas en Inglaterra. No en vano se considera que la llegada a Chile del venezolano Andrés Bello –decano del cuerpo de plenipotenciarios latinoamericanos en Inglaterra– coincidiría con la culminación de una etapa trascendente para dicha comunidad, en tanto que señala el inicio de una nueva era, no solo para los chilenos, puesto que su influencia se dejaría sentir también en la organización de otros países vecinos (Jaksic Andrade, 2010).
La coyuntura existente en el país en ese momento estaba signada por la vigencia de la llamada república liberal-conservadora (1830-1861) inserta en el sistema capitalista mundial impulsado por la Revolución Industrial y coincidente con un período económico positivo. El sector dirigente, inspirado en parte por las ideas de Bello, consideró la educación como instrumento clave para el progreso, y endilgó al Estado el deber de fomentarla y extenderla a los sectores populares con el fin de que estos alcanzaran el nivel moral e intelectual necesario para desarrollar la industria en el país (Egaña Baraona, 2000; Egaña Baraona, Núñez Prieto y Salinas Álvarez, 2003).4
El nuevo orden dado por la Constitución de 1833 demostró que, a pesar del atraso del país, la realidad de un territorio compacto y gobernable con una uniformidad racial, una estructura social simple, no complicada por agudas divisiones de intereses económicos de las clases altas y donde las particularidades regionales tuvieron poca significación, constituyó el secreto de la estabilidad política del siglo XIX (Collier y Sater, 1999). Esta realidad colaboró para que Chile se convirtiera en un refugio para grupos exiliados de sus respectivas repúblicas americanas. Así, otros intelectuales además de Bello, como por ejemplo los argentinos desterrados del régimen rosista Domingo Faustino Sarmiento, Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre, Félix Frías, Juan María Gutiérrez, Mariano Fragueiro y Juan B. Alberdi (Stuven Vattier, 2008) –entre otros de distintas nacionalidades–, formaron una generación llamada a cumplir un rol fundamental en Chile. Esta se proyectó después hacia el resto del continente. Bello sobresalió en la creación de la Universidad de Chile, y Sarmiento en la formación de la primera Escuela Normal de Preceptores del mismo país.
En efecto, Sarmiento instalado en Santiago de Chile, estaba llamado a tener una influencia notable, no solo en la política educativa nacional –dada por su intervención en los debates periodísticos e intelectuales de la época–, sino de un modo concreto en la formación del profesorado. En este contexto, en una de sus misivas enviada al ministro Manuel Montt desde su puesto como director de la mencionada Escuela Normal, el argentino dejó constancia del empeño que puso en convertir a los jóvenes estudiantes en verdaderos “apóstoles” del progreso nacional:

Inspirarles amor al estudio, respeto por la profesión a cuyo ejercicio estan llamados y una alta idea de la influencia que mas tarde ejerceran en la mejora y adelantamiento de su país. Esto con los habitos de moralidad necesarios en su profesión.5

Para Sarmiento, el lema fue “educar al soberano”, máxima compartida también por el gobierno de la época. Esto implicaba difundir el ideal de la “virtud republicana” (Serrano, 1994) presente al momento solo en la elite política o intelectual. Era necesario, por lo tanto, contar con ciudadanos preparados, que se desenvolvieran de forma “consciente y responsable” (Villalobos, 2000). Para ello, se hacía indispensable proveer a la Escuela Normal de material bibliográfico adecuado. La traducción de textos, realizada por el mismo Sarmiento, de la Vida de Nuestro Señor Jesucristo, o bien su Silabario de la ortografía, constituyen una muestra de la preocupación del argentino por esta problemática, que era compartida por otros personajes como el mismo Bello (1885) cuando afirmaba:

No hay establecimiento de educación en que más importe la elección y revisión de los textos. Este es un punto que no debe confiarse al juicio del director y profesores de la escuela, por idóneos e ilustrados que sean. La materia es bastante grave para merecer la atención, no solo de la Facultad de Humanidades, no solo del Consejo universitario, sino del Supremo Gobierno. (VIII, pp. 407-408)

Asimismo, el rector señalaba que los textos de la Escuela Normal estaban destinados a constituir “el catecismo del pueblo”, ya que en esto radicaba, en gran parte, el porvenir de la república. El maestro de primeras letras formado en dicha escuela desempeñaría entonces un rol crucial en su deber de inculcar “hábitos de orden, aseo, comportación urbana y decente” (Bello, 1885, VIII, pp. 407-408).
Ya en las primeras décadas del siglo XIX se había difundido en Chile una versión de aquellos catecismos laicos. Walter Hanisch Espíndola (1970) y Rafael Sagredo (2009) han estudiado cómo y en qué medida estos “catecismos políticos” sirvieron como difusores de determinadas formas de concebir la realidad. No obstante, la idea de catecismo rescatada por Bello –de raigambre cristiana– llevaba implícita la internalización de normas morales y dogmas de fe que el fiel debía aprender. En este sentido, según observa Eugenia Roldán Vera (2012), la escuela adoptó los procedimientos de conversión y moralización católicos, y los aplicó en la construcción de ciudadanía. Diversos ritos acerca del modo de saludar, de dirigirse al profesor, de moverse, que transformaban el espacio escolar en un “teatro de civilidad y de virtud” (Roldán Vera, 2012, p. 45), guardan relación con los gestos apropiados al comportamiento en el templo, rescatados en diversos manuales de urbanidad, al menos desde el siglo XV en adelante (Soaje de Elías, 2015).
Cabe destacar, en tal sentido, la vinculación de este fenómeno de “laicización” de las normas morales y cívicas por medio del ceremonial gestado en dicho espacio escolar para la formación del ciudadano republicano, con el proceso paralelo de secularización que tomó fuerza sobre todo a mediados del siglo XIX, durante el gobierno de Montt.6 Lo paradójico fue que, según observa Serrano, la Iglesia coincidía con el Estado liberal en el objetivo de “la regeneración y la educación del pueblo a través del disciplinamiento individual, del valor del autocontrol, del trabajo y de la obediencia” (2003, p. 353).

3. La urbanidad en las escuelas de Chile

La urbanidad formó parte de los planes de estudio de los diversos establecimientos escolares, explícitamente desde la creación de la Universidad de Chile, encargada de la supervigilancia de la educación en el país; prueba de ello fueron las numerosas ediciones de textos, en cuya portada se indicaba su aprobación y adopción por parte del Consejo Universitario para el uso de las escuelas de ambos sexos. No obstante, existían desde fecha muy temprana textos como el del obispo José Ignacio Cienfuegos Arteaga, quien publicó en 1819 una obra titulada Catón cristiano-político para el uso de las escuelas de primeras letras, para el cual contó con la venia del Estado de Chile (Barrios Valdés, 2002; García Ahumada, 2010; Rojas Flores, 2016).
La demanda de este tipo de manuales provocó asimismo que colegios particulares como el de los argentinos Manuel y Martín Zapata editaran sus propios textos (Zapata, 1836). En cuanto al Curso de política doméstica de don José Eusebio Barros Baeza (1838) –dedicado a personas que no tenían educación escolar– quizás no tuvo el mismo éxito editorial que los dos mencionados anteriormente, por la misma razón de estar excluido del mundo escolar. Al igual que otras obras de la época, como El chileno instruido en su historia, de José Javier Guzmán y Lecaros (1834-1836), el texto de Barros se presentaba al lector en formato de diálogo, en el que se reemplazaba la antigua forma de catecismo, que incluía solo preguntas y respuestas, por este otro estilo renovado e, incluso, más ameno, al incluir dos personajes concretos, Clorindo y Emilio. Además, en este manual, los diálogos se ven interrumpidos por la enumeración de máximas, siguiendo el modelo de los antiquísimos dísticos de Catón, pero con mayor elaboración y complejidad (Rotterdam y Arroyal, 1797). Por último, la conversación de los dos amigos se presenta en forma de capítulos, cada uno de los cuales trata una temática en particular, y a su vez, se agrupan en siete tardes, de manera semejante a la obra de José de Urcullu ya mencionada.
Otra de las obras vinculadas a las necesidades de establecimientos particulares fue el escrito realizado para  el Liceo de don Francisco de Paula Taforó, titulado Reglas de virtud i urbanidad para niños i niñas, del catalán don José de Oriol y Bernadet, modificado por el mismo Taforó según las costumbres locales (1846).
Desde el campo de los editores, don José Santos Tornero publicaba en 1847 un extracto de las Cartas de Lord Chesterfield a su hijo y a su sobrino. Por su parte, al año siguiente, en 1848, la Imprenta Chilena lanzaba al público el Manual de moral, virtud i urbanidad: dispuesto para jóvenes de ambos sexos, por Lorenzo Robles, quien fuera capellán de la Escuela Normal de Preceptores (Prieto del Río, 1922); edición que coincidió con la aparición de las Reglas de virtud i urbanidad, ahora publicadas directamente bajo la autoría de Francisco Taforó.
Un año después, la Imprenta Chilena sacó a la luz Consejos morales a la niñez, de José María Mestre i Marzal, seguido de las reglas de urbanidad puestas en verso por Carlos Mestre i Marzal (1849). Y en 1852, un breve Compendio de urbanidad para uso de las escuelas, en forma de diálogo, fue reimpreso por la imprenta Belin i Cia. (perteneciente a Sarmiento y a su yerno francés), reeditado nuevamente en 1857 por la Imprenta el Comercio y en 1860 por la Imprenta Nacional (Torre Revello, 1940).
Por su parte, Santos Tornero insistía en aportar obras de la misma línea, y publicó el Manual del buen tono, traducido del original francés y precedido de “un prólogo aumentado i enriquecido con muchas notas sobre los mismos temas” por el argentino Ramón Gil Navarro (1854), según revela la bajada del título en la primera plana del libro.
Tampoco se quedó atrás la Imprenta Chilena, editora del Manual de urbanidad de Robles. En 1863 saltaba nuevamente a la palestra con un “precioso librito, destinado a la lectura de los niños en las escuelas i en las bibliotecas populares” –como se indica en la descripción de la portada–, aprobado y arreglado por Manuel José Zapata, y titulado El niño instruido en relijión, moral i urbanidad.
Las diversas ediciones mencionadas muestran el interés suscitado entre los empresarios de la imprenta por los textos de urbanidad, sobre todo en las tres décadas del período 1830-1860. No obstante, es posible constatar un interés similar desde los propios establecimientos educativos, que puede verse en las listas de libros solicitados desde distintas ciudades y localidades del país, destinadas a proveer a diversas instituciones, escuelas y liceos, conjunto en el que se destaca el texto de la Urbanidad cristiana. Este librito constituía una traducción al español del breve tratado titulado Petite Civilité Chrétienne ou Règles de la Bienseance, editado en Francia en 1834 y traducido por una preceptora chilena, Carolina Valderrama (1865).7 A modo de ejemplo, de esta obra fueron solicitados 100 ejemplares en 1861 por el inspector del presidio urbano; 60 por la superiora del asilo del Salvador; 50 por la superiora de las Hermanas de la Caridad en 1862. Este mismo texto fue requerido en distintas regiones, e incluso en 1867 hubo reclamos desde Ancud por la escasez de ejemplares.8
Con respecto a la enseñanza específica de la urbanidad, en el artículo 3° de la ley de 18609 se expresaba que en las escuelas elementales se enseñara, entre otras materias, doctrina y moral cristianas, lo cual incluía la urbanidad; en tanto que en las escuelas superiores se debería profundizar aún más dicha asignatura (art. 35). Más explícito aún fue el Reglamento de la Escuela Normal de Preceptores promulgado en 1863 en Chile, el cual, en su artículo 25 inciso 2° como función primordial del preceptor encargado de la práctica pedagógica, señalaba lo siguiente:

Hacer que se observe en la Escuela el mayor orden i silencio i trabajar por inculcar a los niños, sanos principios de moral, relijion i urbanidad, como base de toda buena educación. Al efecto, cuidará de que los niños se presenten competentemente aseados i modestamente vestidos.10

Estas normas legales se introdujeron en el currículum de un modo concreto, principalmente mediante la enseñanza de la lectura. El informe del visitador de la provincia de Arauco daba cuenta de esta realidad cuando evaluaba este ramo, y señalaba los textos recomendados para su práctica, entre los que se hallaba, en primer lugar, “el Manual de Urbanidad traducido por doña Carolina Valderrama”.11
El mapeo recién presentado nos permite constatar que existieron, por una parte, traducciones y adaptaciones de obras de prestigio en este ámbito, que fueron de origen europeo. En segundo término, surgieron también publicaciones de factura propiamente americana que tuvieron gran influencia en Chile.
Respecto del primer grupo podemos mencionar como ejemplo la adaptación de las Cartas de Lord Chesterfield sobre el Arte de Agradar, mencionadas anteriormente, al igual que los Preceptos de urbanidad y buena crianza, una versión resumida de aquellas cartas, destinada a servir de lectura para las niñas y muchachos que debían comportarse “con lucimiento” en sociedad.
En cuanto al segundo grupo, el mencionado Manual de urbanidad y buenas maneras de Carreño, en su versión compendiada, fue uno de los textos que alcanzaron mayor difusión en América latina (Mestas Pérez, 2006). Perteneciente a una familia que alcanzó notabilidad social por medio de su presencia en el ámbito musical y pedagógico, Manuel Antonio Carreño fue hijo de un músico destacado, autor de numerosas obras musicales y organista de la catedral caraqueña (Real Academia de la Historia, 2009-2013), lo cual lo introdujo en el ámbito cultural de su época, en tanto que su matrimonio lo vinculó con la elite venezolana revolucionaria, lazo que se consolidó con la ocupación de cargos públicos como el de ministro de Relaciones Exteriores en 1861, y luego de Hacienda (Cortés, 1876).
Al momento de la aparición de la obra por la que ganara su prestigio en el ámbito literario –y sobre todo educativo–, Carreño estaba ligado al negocio editorial, de modo que la primera versión del Manual de urbanidad comenzó a publicarse por entregas en diciembre de 185212 en el periódico el Correo de Caracas, propiedad de su familia. No obstante, la edición más temprana del libro vio la luz en 1853, en la misma editorial de los Hermanos Carreño (Mestas Pérez, 2006). Al año siguiente, debido a su vinculación con compatriotas suyos en Estados Unidos, el Manual apareció publicado por la editorial Appleton de Nueva York (Miranda Ojeda, 2007). En 1855, Carreño adquirió una autorización para publicar una edición corregida para el uso en las escuelas de ambos sexos, que llevaba por título Compendio del manual de urbanidad y buenas maneras, arreglado por él mismo, y en ese año el gobierno venezolano emitió un decreto por el cual se debía incorporar un curso de urbanidad “En todas las Universidades y Colegios de la República”, era obligatorio para todos los estudiantes de filosofía, cuyo texto base era el citado manual (Mestas Pérez, 2006). Por su parte, Appleton realizaría una nueva edición en 1857 del Manual  en español; no obstante que diez años después Carreño cedió nuevamente sus derechos a la editorial de los hermanos Rojas. En 1897, la editorial neoyorquina reclamaría los derechos ante la casa Garnier Hermanos de París, que se los había adjudicado indebidamente al menos desde 1876 (López Rico, 2017).
En cuanto al Compendio del manual, en primer lugar, sabemos que hizo su aparición en el medio chileno en 1863, nuevamente gracias a la inquietud de Santos Tornero. Además, el triunfo de las ideas liberales luego del gobierno ilustrado de Manuel Montt, la guerra contra España (1866), las crisis económicas y los conflictos internacionales fueron enrareciendo el clima de estabilidad que había vivido la república (Donoso, 1946; Edwards, 2005; Ossa Santa-Cruz, 2017).
El Compendio incorporaba un breve apartado referido a los “Deberes morales del hombre”, con tres capítulos dedicados a Dios, a la sociedad –incluyendo los padres, maestros, la patria y los semejantes– y a “los deberes para con nosotros mismos”. En una segunda parte mucho más amplia, dedicada a la urbanidad, se rescatan los principios generales de civilidad, además de las normas de autocontrol referidas a la persona misma, a su relación con los demás y a los diferentes momentos del quehacer cotidiano dentro del espacio privado, así como al comportamiento adecuado en los espacios públicos, como la calle, el templo y la escuela.13 Precisamente en esta última se fue gestando, desde comienzos del XIX, una forma de comportamiento regulada, de la cual da cuenta el compendio de Carreño (1863), al señalar que en la escuela se debía observar una “conducta circunspecta”, sin elevar la voz ni entregarse a pasatiempos que no estuviesen permitidos, evitando cualquier acto que pudiera considerarse descortés o irrespetuoso. Estas reglas se desprendían, a su vez, de los objetivos planteados en el “deber ser” enunciado en la primera parte: “agradar a Dios”, “ser buenos hijos” y “buenos ciudadanos” (p. 28), enunciados que, según opinión de Eugenia Roldán Vera (2012), se vinculaban con ciertos rituales y ceremoniales tales como rezos y otras prácticas escolares, que adquirían un carácter “performativo”, acentuado por el contexto de piedad y de sumisión a la autoridad escolar en el cual se insertaban. Por medio de estas enseñanzas se fue gestando un nuevo fenómeno que culminó con el predominio del “deber ser” por sobre las “creencias”, lo que generó un paradigma de ciudadano que debía responder “mecánicamente” a las exigencias del nuevo orden.14 De este modo, las creencias quedarían relegadas al espacio privado, en tanto que el espacio público se vio dominado por la escisión entre las creencias, la moral y la civilidad, lo cual quedó de manifiesto concretamente en el proceso de secularización (Serrano, 2008; Butler, 2016).
La mencionada edición de Carreño marcó un punto de inflexión en la producción literaria de estos manuales en Chile (González Errázuriz, 2003), la cual se vio disminuida –a pesar de la reimpresión de alguno de ellos, como el texto de Robles en 1864–, además de la publicación de varias novedades como la de Valls i Pascual, en el mismo año, que no tuvieron mayor trascendencia, tal como se puede observar a continuación:

Tabla bibliográfica: mapeo de ediciones de manuales de urbanidad publicados en Chile








Fuente: Briseño (1862-1879); Silva Castro (1966). Catálogo Biblioteca Nacional de Chile.

 

El conflicto político que culminó en la Guerra Civil de 1891 sirvió de marco a un nuevo impulso de la temática de la urbanidad. En efecto, en 1889 José Bernardo Suárez –ilustre por su labor como preceptor, visitador general de escuelas y autor de numerosas obras didácticas– dio a luz su propio Compendio de urbanidad y buenas maneras, reeditado por tres años consecutivos (Soaje de Elías y Salas Fernández, 2018). En él señalaba su pretensión de contribuir a la formación de una juventud que, en su opinión, estaba en decadencia. La moral y la urbanidad constituían, para José Bernardo Suárez (1890), dos enseñanzas fundamentales en los pueblos cultos de la tierra, y se hacía necesario recordar ambos valores en un momento especialmente álgido para el país.
Asimismo, la Librería El Mercurio volvió a publicar el Compendio de Carreño en 1893, seguido al menos por otros cuatro manuales que cierran el siglo, entre los que se cuenta el del presbítero Arturo Constancin (1900), lo que demuestra también la preocupación de los clérigos hacia esta temática.

4. Conclusiones

A partir de la cartografía realizada, estamos en condiciones de establecer algunas conclusiones.
Respecto de los autores y editores, podemos diferenciar entre los extranjeros y los nacionales. Los primeros nos aportan obras que fueron traducidas del original, tales como la de Lord Chesterfield, el Manual del buen tono, de autor francés, o bien la Urbanidad Cristiana, mientras que otras se escribieron originalmente en español, como las de Mestre i Marzal y de Manuel Antonio Carreño.
Dentro de las versiones escritas por extranjeros y traducidas al castellano, algunas de ellas fueron, a su vez, adaptadas por editores locales o residentes en Chile. Tales son los casos de la traducción de Gil Navarro, la de Oriol y Bernadet, modificada por Taforó, y la de Carolina Valderrama. De los autores nacionales, destacamos las obras de eclesiásticos como Cienfuegos Arteaga y Robles, y las de pedagogos como José Bernardo Suárez, cuya primera edición data de 1889. Una última categoría incluye textos de autores anónimos difundidos con una finalidad netamente escolar, como el Compendio reimpreso en 1852 por Julio Belin, y en 1860.
El público al que estaban dirigidos era bastante heterogéneo e incluía a “quienes no han podido asistir a un establecimiento educativo”, como afirmaba Barros (1838), o bien a la juventud “mal educada” de la década de 1890, como lo expresaba el maestro Suárez, pero también a escolares de ambos sexos, como libro de lectura, así como a quienes estaban recluidos en instituciones carcelarias y asilos, entre otros. Se trataba, en general, de sectores pobres o emergentes, alejados de los “buenos modales”, con posibilidades de ascenso social por medio del nuevo sistema educativo liberal; en definitiva, sectores populares a los que se debía “civilizar y moralizar”. En estos grupos se consideraba a alumnos y preceptores de pequeños establecimientos particulares, como el del maestro Barrera, en el cual estudió el mismo Suárez, o el de los señores Zapata, exiliados argentinos. Cabe acotar que la variable sexo, como se distinguía en la época, también fue relevante, pues hubo manuales específicos para niñas, para varones, y para escuelas mixtas.
Con respecto a la cantidad total de publicaciones y a su distribución geográfica, podemos observar en la Tabla bibliográfica que, a lo largo del siglo XIX, Chile contó al menos con 46 ediciones, 32 de las cuales fueron realizadas en Santiago, 12 en Valparaíso, una en Copiapó y una en Talca, con lo cual percibimos –en la dispersión física del negocio– una fuerte presencia capitalina, seguida muy de lejos por la de Valparaíso, en tanto que al norte y al sur de la capital solo asoma tímidamente una publicación de cada sector.
Otro aspecto por destacar es en relación con el número de ediciones. En este sentido, el mencionado manual de Cienfuegos Arteaga de 1819 fue el más reeditado, ya que contó hasta con seis ediciones. No obstante, la mayoría solo tuvo uno, dos o tres tirajes como máximo; entre estos últimos destacan el texto de los clérigos Robles y Constancin, y el del preceptor laico José Bernardo Suárez.
Con respecto a la evolución en el tiempo, el período más prolífico fue la década de 1840, con diez publicaciones, en coincidencia con la fundación de la Universidad de Chile, la de la Escuela Normal y el inicio de la política expansiva de la educación primaria, bajo la dirección del entonces ministro Montt. Le siguió en importancia la década de 1850, con nueve, etapa en el cual el exministro ocupó la presidencia, y en el que tuvo lugar una mayor expansión del sistema escolar; en el siguiente decenio se publicaron seis textos, entre los que se encuentra el de Carreño, el cual, a pesar de contar solo con dos ediciones en el Chile decimonónico, fue capaz de perdurar durante todo el siglo XX hasta la actualidad, y se ha convertido en ícono popular de la decencia.
Finalmente, el contenido de los manuales nos muestra un propósito acorde con la construcción de ciudadanía, con una estructura similar y una regulación “codificada” y precisa de determinadas prácticas sociales cotidianas en distintos espacios familiares, religiosos y cívicos, lo cual refleja aquel carácter “performativo” de los textos de urbanidad destinados a la educación cívica. Se reitera de modo similar dicho contenido en los diferentes textos, en los cuales se retoman tímidamente los principios de la moralidad y se acentúan los de la civilidad laica, promovidos no solo desde la esfera gubernamental, sino también desde los autores mismos. Estos se transformaron así en protagonistas de este fenómeno, mediante su gestión como pedagogos, algunos incluso formados en la Escuela Normal, como José Bernardo Suárez, o bien como dueños de colegios –en el caso de los señores Zapata o de Taforó–, como agentes del Estado –al igual que el mismo Carreño lo fue en su patria– y junto con los editores, que vieron en los manuales una oportunidad comercial. Cada uno desde su ámbito colaboró con el aporte de su producción literaria en la conformación y consolidación de los nuevos ritos cívicos, destinados a la construcción laica de la ciudadanía.
A manera de epílogo, cabe notar que el Compendio de Carreño constituyó el principal sobreviviente de esta literatura “performativa” en Chile, aunque se fue adaptando a los nuevos tiempos, de modo tal que el editor de Zig-Zag, en su versión de 2009, advertía al lector:

Como una manera de actualizar el Manual, sin tocar su lenguaje y expresiones de antiguo cuño, hemos omitido la parte que en su edición venezolana se titula Deberes morales del hombre. Ella contiene una justificación religiosa de la urbanidad que no corresponde propiamente a las reglas del libro. (p. 12)

Esta afirmación muestra la culminación, en nuestro siglo, de aquella laicización, entendida en palabras de Roberto Di Stefano (2011, p. 5) como la “sustracción a la autoridad religiosa de instituciones que pasan a la órbita del Estado”. Y el caso de la institución escolar fue el más emblemático, al constituir el espacio por excelencia en el cual se forjó el ciudadano republicano.
Sin embargo, cabe considerar ciertas excepciones que confirman la regla: algunos manuales intentaron mantener aquella unidad entre deber ser y creencias que reflejaba el espíritu inicial de la Ley de Instrucción Primaria de 1860 y del Reglamento de 1863. Tales fueron los casos de El niño instruido en relijion moral i urbanidad, de Manuel José Zapata, que replica la impronta religiosa del Catón cristiano de Cienfuegos, el de Urbanidad cristiana con dos ediciones (1865 y 1874), además de la Doncella cristiana, de autor anónimo.

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Notas

1 En el contexto americano, puede apreciarse un fenómeno similar para el caso particular de la costa atlántico-colombiana, ver Rafael Acevedo Puello (2017).

2 La autora da cuenta de una gran cantidad de manuales que circulaban en Caracas en los primeros treinta años de vida republicana, aunque no apunta su origen editorial. Véase Mirla Alcibíades (2012).

3 Al menos no lo consignan ni la Estadística bibliográfica de Briseño (1862-1879) ni las correcciones y adiciones posteriores; tampoco el catálogo de la Biblioteca Nacional de Chile, Santiago de Chile.

4 Ya en 1832, el venezolano advertía acerca de la relación entre la justicia y la moralidad, que debía traducirse en la educación (Bello, 1885, VIII, p. 195)

5 Carta de Domingo F. Sarmiento al Señor Ministro de Culto e Instrucción Pública don Manuel Montt. Santiago, 3 de enero de 1843. Fondo Escuelas Normales, volumen. 36, foja 65. Archivo Nacional de Chile, Santiago de Chile.

6 Respecto del concepto de secularización, remitimos a la definición que realiza Roberto Di Stefano, como “pérdida de capacidad normativa de la religión y de subjetivización de las creencias”. Este autor distingue secularización de laicización, entendida como un aspecto de la secularización, y referida a la “sustracción a la autoridad religiosa de instituciones que pasan a la órbita del Estado” (2011, p. 5). Para el caso chileno, ver Serrano (2003, pp. 346-355).

7 La Biblioteca de traductores de José Toribio Medina Zavala registra la edición de 1865, aunque anteriormente aparecía recomendado por visitadores. Véase Monitor de Escuelas Primarias (MEP). Los Anjeles, 1° de Julio de 1863, tomo X, p. 5.

8 Solicitudes de Urbanidad cristiana, véase volumen 140, foja 5, del fondo de Educación, Archivo Nacional de Chile, por oficio del 8 de febrero de 1862; Departamento Carelmapu, vol. 128, foja 1, 31 de diciembre de 1861; Chillán, vol. 129, foja 3, 15 de enero de 1862; vol. 180, foja 10, Ancud, 8 de abril de 1867.

9 Ley General de Educación Primaria. 24 de noviembr e de 1860. Biblioteca del Congreso Nacional de Chile.

10 Gobierno de Chile. Reglamento para la Escuela Normal de Preceptores dictado por el Supremo Gobierno. 18 de diciembre de 1863, p. 13.

11 Memoria de visita, 1° de abril de 1863, tomo X, p. 3.MEP. Los Anjeles.

12 Según observa Alcibíades, estas entregas comenzaron en 1853 (2012, pp. 173-174).

13 Hemos estudiado en profundidad el contenido propio de la urbanidad como esfera de aprendizaje desde sus orígenes clásicos, paganos y luego cristianos, en varios trabajos. Véase  Soaje de Elías y Salas Fernández (2019).

14 Estas “tecnologías escolares modernas”, destinadas a la formación de ciudadanos, han sido vinculadas por Roldán Vera (2012) como imitación de las “tecnologías postridentinas de gobierno espiritual” (p. 46).