DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i3.3337

Debates, Ensayos y Comunicaciones

 

Debates y conflictos de la historia regional en la Argentina actual

Special issue “Conflicts and debates on Regional History in the current Argentina”

 

Ernesto Bohoslavsky, coordinador
Autores: Susana Bandieri, Sandra Fernández, Andrea Andújar, Silvana A. Palermo, Ernesto Bohoslavsky

 

Resumen: Esta sección contiene cinco trabajos que evalúan el estado actual y los sentidos de la “historia regional” en Argentina, que ha sido un campo de estudios en expansión desde mediados de los años ochenta, principalmente en universidades asentadas en provincias más que en las instituciones metropolitanas. Los historiadores regionales tienden a usar la escala local y la perspectiva micro-histórica para poner en discusión interpretaciones historiográficas más consolidadas sobre la historia nacional. Los textos aquí incluidos se concentran en dos grandes propósitos: en primer lugar, mostrar cuáles han sido los principales puntos teóricos y metodológicos de debate entre los historiadores regionales y de éstos con quienes poseen las perspectivas hegemónicas; en segundo lugar, actualizar una agenda de investigación para la historia regional que recoja los desafíos del “giro transnacional.”

Palabras clave: Historia regional; Historiografía argentina.

Abstract: This dossier contains five articles on the current status and meanings of “regional history” in Argentina, this is an expanding field of studies since the mid-eighties, mainly rooted in Argentine provinces rather than metropolitan universities. Regional historians tend to use local scale and micro-historical approach in order to discuss more consolidated historiographical interpretations on national history. The texts concentrate in two main goals: first, to show which were the most important theoretical and methodological debates among regional historians, but also with mainstream historians; second, to update the regional history research agenda attending to the impacts of the “transnational turn”.

Key words: Regional History; Argentine Historiography.

 

Debates y conflictos de la historia regional en la Argentina actual

Presentación

Ernesto Bohoslavsky1

Entre 2017 y 2018 aparecieron los tres tomos de La historia argentina en perspectiva local y regional. Nuevas miradas para viejos problemas, una iniciativa editorial e historiográfica de Susana Bandieri y Sandra Fernández. Ambas colegas motorizaron el proyecto con notable entusiasmo y porfía, lograron convocar a decenas de historiadores e historiadoras de diversas partes del país, entre los cuales tuve la suerte de contarme. La publicación del libro motivó la realización de las tradicionales presentaciones en sociedad, entrevistas y ocasionalmente alguna reseña: mi impresión era que, por la naturaleza monumental de la obra –más de cuarenta artículos– se trataba de una empresa historiográfica que interpelaba a muchos de quienes se sienten identificados con la práctica de la historia regional en Argentina. El libro lanza una serie de interrogantes acerca del derrotero de la historia regional como disciplina: sobre sus vínculos con las demandas locales de saber histórico, sus actuales discusiones con quienes se sirven de la escala nacional o transnacional en sus investigaciones y, por último, sobre las tensiones geopolíticas que actúan dentro del campo de la historiografía académica en Argentina desde el retorno de la democracia hace 35 años.
Es por esos motivos que el pasado 20 de abril de 2018, Guadalupe Ballester, Daniel Lvovich y yo organizamos en el campus de la Universidad Nacional de General Sarmiento una jornada para conversar sobre los desafíos que moviliza el libro, los puntos de innovación más significativos y las posibles temáticas para una agenda historiográfica renovada. En la jornada participaron las editoras de La historia argentina en perspectiva local y regional, quienes expusieron acerca de las potencialidades y los límites de los estudios de historia argentina a escala local y regional. Junto con ellas, otros colegas ofrecimos algunas reflexiones y preguntas en torno a la relevancia de esta temática, las complicaciones para el diálogo dentro del campo de la historia académica y los impactos de las innovaciones historiográficas producidas en ámbitos metropolitanos.2
En esa ocasión quedó patente la necesidad de profundizar la conversación luego de más de tres décadas de producción de historia regional y de consolidación de equipos de investigación en todo el país. Tras la realización de la jornada me pareció evidente que Quinto Sol sería el hogar natural para dar a conocer esa conversación: por el perfil de los temas que recorren sus páginas desde 1997, por las investigaciones radicadas en el Instituto de Estudios Socio-Históricos y, por su notable difusión, Quinto Sol es una de las voces más destacadas entre los cultores, investigadores y lectores de historia regional. Agradezco al equipo editorial, y en particular a la directora, Claudia Salomón Tarquini, por haber aceptado de manera entusiasta y temprana esta iniciativa. También hago llegar mi agradecimiento a Andrea Andújar, Susana Bandieri, Sandra Fernández y Silvana Palermo por haberse sumado a las jornadas de abril, por convertir esas exposiciones orales en los textos que se reproducen a continuación y por la curiosidad desplegada en sus interrogantes.

 

La perspectiva regional y local.
Un camino posible para una historia argentina renovada

Susana Bandieri3

Cuando Ernesto Bohoslavsky, Daniel Lvovich y Guadalupe Ballester tuvieron la excelente idea de organizar las Jornadas de Discusión “Historia Argentina, nuevas miradas para viejos problemas”, realizadas en la Universidad Nacional de General Sarmiento en abril de 2018, el momento era deliberadamente oportuno para presentar la colección en tres tomos que acabábamos de publicar con Sandra Fernández (Bandieri y Fernández, 2017), que justamente encerraba esa intención de mirar con otros ojos los viejos problemas de la historiografía nacional.4 La perspectiva local y regional, desarrollada por diversos colegas, individual y colectivamente, desde y sobre distintos espacios del país, era la materia prima para ello. No por los espacios estudiados en sí mismos, que nada dicen por sí solos, sino por las líneas problemáticas que encaraban, rompiendo con la tradicional mirada de una “historia nacional” todavía muy generalizante y homogeneizadora.
En efecto, como sosteníamos en un artículo reciente (Bandieri, 2018), si observamos las producciones historiográficas que pretenden cubrir la denominada “historia nacional argentina”, aún en aquellas versiones publicadas en los últimos años, y más acentuadamente todavía si prestamos atención a los mapas que las acompañan –que no hacen otra cosa que reproducir acríticamente aquellas imágenes que nos provee el sistema educativo para enseñar en las aulas–, rápidamente observamos el peso que todavía tiene una visión centralizada de la historia argentina, donde los procesos se recluyen dentro de los límites de la soberanía territorial del país. Del mismo modo, las llamadas “fronteras internas” entre las sociedades indígenas e hispano-criollas parecen actuar como verdaderas vallas para la circulación de bienes y personas, lo cual implica que espacios como el propio –en este caso la Patagonia– sigan representados como vacíos o, lo que es lo mismo, “desiertos”, hasta el último cuarto del siglo XIX. Es decir, se sigue repitiendo, en muchos casos, una historia que no supera los viejos esquemas interpretativos, mientras que los límites territoriales del Estado-nación, consolidado hacia 1880, parecen interrumpir todo tipo de contactos con los países vecinos, produciendo una evidente tensión entre las visiones generalizadoras y homogéneas de la denominada “historia nacional” y las situaciones heterogéneas y variadas de los espacios que la integran, en gran parte vinculados entre sí y a territorios fronterizos. Evidentemente, esto no es otra cosa que una derivación, y por cierto notable supervivencia, de los trabajos que retomaban, desde otra vertiente conceptual, los estudios que en épocas más pretéritas acentuaban el énfasis en el Estado nacional y en sus etapas de consolidación. Como bien dice Knight (1998), quedan vigentes todavía los “impulsos moribundos por generalizar”, aunque cada vez más se coincide en la necesidad de incorporar otras miradas y elaborar nuevas síntesis sobre la base de incluir una importante y densa producción historiográfica construida por las investigaciones locales y regionales que, lejos de marginar la perspectiva nacional, la incorporan y complejizan a partir de las pluralidades de los espacios y de las temporalidades, tal y como se pretende en la colección presentada.

Haciendo historia regional en Argentina

Ahora bien, quienes hacemos historia desde perspectivas locales y regionales en Argentina con metodologías más o menos novedosas, muchas veces nos vimos obligados a explicar conceptualmente lo que investigábamos, habida cuenta de que nuestras producciones casi siempre se consideraban como de menor rango académico, o al menos así lo era en las décadas de 1980 y 1990. Mientras que en muchos países de América Latina (México, Brasil, Colombia, entre otros) la historia regional ocupaba un lugar de privilegio y contaba incluso con publicaciones reconocidas, específicamente dedicadas al tema, en Argentina, en cambio, su uso estuvo casi siempre relegado a la costumbre y rara vez se reconoció su entidad conceptual. En muchas oportunidades, parecía –o parece todavía– que “lo regional” engloba a todos aquellos estudios no referidos a la pampa húmeda, mientras se asocia su pertenencia historiográfica a alguna de las regiones geográficas que tradicionalmente se reconocen en el interior del territorio, como son los casos del Noroeste, Nordeste, Cuyo, o la misma Patagonia, por ejemplo. Otra idea –presente en los congresos que con regularidad organiza la Academia Nacional de la Historia– contrapone lo “nacional” con lo “regional”, entendiéndose por esto último la parte que el evento destina a la producción historiográfica de la provincia que eventualmente funciona como sede del congreso. No se discute demasiado sobre la validez operativa del concepto y, si se lo hace, se lo rechaza mediante la atribución de resabios conceptuales estructuralistas que no condicen con los paradigmas vigentes (Santamaría, 1995) o por considerar que la noción de región carece de verdadera sustancia histórica (Chiaramonte, 2008).5 Por otro lado, y en contradicción con ello, resulta evidente el creciente surgimiento de centros, producciones y posgrados específicamente destinados a los estudios regionales en distintas universidades del interior del país, sobre todo en los últimos años.
Ahora bien, si la validez epistemológica de la perspectiva regional y local se discute todavía ¿cómo denominamos a nuestro objeto de estudio aquellos que consideramos que hacer “historia provincial” no sirve para alcanzar niveles explicativos adecuados, y que las “historias nacionales” generalmente desconocen realidades ajenas a los espacios académicos dominantes? Tema éste que se complejiza aún más cuando se trata de historiar áreas rezagadas y marginales como las propias, cuya situación “provincial” recién se definió como tal a mediados de la década de 1950. En otras palabras, ¿cómo inscribir nuestros objetos de estudio en contextos lo suficientemente amplios como para permitirles conservar su especificidad y dinámica interna, volviéndolos a la vez operativamente comparables con los contextos nacional e internacional vigentes?
La respuesta a estos interrogantes exige repetir algunas aproximaciones, en este caso muy breves, al problema de la definición de la escala de observación, porque es en este punto donde la práctica de la “historia regional y local” puede volverse operativa, sobre todo si se evita su delimitación anticipada y se atiende a las interacciones sociales que, en última instancia, permitirán la definición de un ámbito espacial que haga avanzar en niveles explicativos del comportamiento de lo social en un espacio más reducido. Tales interacciones siempre responden a realidades macro-sociales más amplias, las enriquecen y aún pueden llegar a corregir sus interpretaciones generalizantes. En definitiva, lo que importa no es la denominación que demos a la escala de observación de nuestro objeto de estudio, sino la manera de abordarlo. Ocurre que, cuando de hacer historia regional se trata, el primer problema a resolver parece ser, casi siempre, el referido a la delimitación previa del espacio a estudiar y es allí, justamente, donde la operatividad de esta perspectiva historiográfica corre el riesgo de volverse nula.
Ya Carlos Sempat Assadourian (1982, pp. 136-137) planteaba, sobre comienzos de la década de 1970,6 la necesidad de recuperar la noción de “espacio económico” frente a las limitaciones que ofrecían para el análisis empírico los recortes territoriales basados tanto en los espacios nacionales como en los exclusivamente locales, unos por demasiado homogeneizadores y otros por excesivamente pequeños y descontextualizados. Los espacios socio-económicos debían reconstruirse en la investigación histórica atendiendo a un sistema de relaciones internas y externas que se modifican en cada período, uno de cuyos elementos sobresalientes era la circulación de mercancías, pero también lo eran el estudio de las relaciones políticas, económicas y sociales.
En este mismo sentido, decían Ciro Cardoso y Héctor Pérez Brignoli (1979, p. 83): “estando en un punto cualquiera, no estaremos dentro de uno, sino de diversos conjuntos espaciales”, lo cual nos lleva necesariamente a reconocer la existencia simultánea de varios tipos de regiones que se recortan y superponen entre sí. De modo tal que el historiador, como sostiene Pierre Vilar (1976, pp. 36-37), debe prestar especial atención a los cambios temporales de la espacialidad y a su variación social, porque sus “regiones” cambiarán de acuerdo a la época y a las finalidades de su estudio.
Puede sostenerse entonces que la única manera posible de volver operativo el concepto de región es su construcción a partir de las interacciones sociales que la definen como tal en el espacio y en el tiempo –tema abundantemente desarrollado por la denominada “geografía crítica” (Santos, 1985; Sánchez, 1991; de Jong, 2001)–, dejando de lado cualquier delimitación previa que pretenda concebirla como una totalidad preexistente, con rasgos de homogeneidad preestablecidos. Sí, como bien dice Pedro Pérez Herrero (1995, p. 9), la historia regional puede ayudar a resolver “las tensiones entre generalización y particularización y a reconciliar la perspectiva microscópica con la macroscópica, facilitando la combinación de los distintos enfoques de las ciencias sociales, separados e incluso enfrentados desde la división que el positivismo hiciera de las mismas”, solo puede hacerlo, agregamos, a partir de una perspectiva conceptual como la planteada.7 En resumen, la perspectiva histórica regional, al igual que la local, no deben ser concebidas como objetos de estudio en sí mismos, sino como un recurso metodológico de análisis científico para el acercamiento comprensivo a una realidad social determinada en un espacio acotado, siempre en relación con una totalidad más abarcativa.

Haciendo historia regional en Neuquén

En nuestro caso en particular –el contenido y propósito del dossier nos obliga necesariamente a la auto-referencia–, las razones de la inclinación temprana por los estudios históricos desde esta perspectiva tuvieron motivaciones variadas que, entiendo, se iniciaron en relación con el fuerte contenido regional que caracteriza a la Universidad Nacional del Comahue –con sede central en la ciudad de Neuquén y delegaciones en el conjunto norpatagónico–, de la que soy egresada y donde he desarrollado toda mi carrera docente y de investigación. Ello planteaba desde el vamos un necesario compromiso con la obligación de dar respuesta a los requerimientos de la sociedad que la contiene. Por otra parte, la existencia de fuentes documentales –al menos de algunas– y de informantes calificados en la zona, facilitaba la producción de conocimiento histórico regional.
También actuó el convencimiento de la necesidad de aportar investigaciones nuevas, que desde distintos ámbitos del país contribuyeran a complejizar una historia nacional construida muchas veces con criterio “pampeano” y fuerte orientación atlántica, que repetía los vicios característicos del proceso de consolidación del Estado nacional y del modelo económico dominante, desconociendo las especificidades de los procesos históricos de espacios periféricos a ese modelo, particularmente en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, a las que dedicaba, por otra parte, mis tareas docentes. Creemos también, en este sentido, que el macro-crecimiento de los centros académicos de primer nivel en el área pampeana coadyuvó a este proceso de construcción historiográfica, así como lo hizo la carencia o escasez de los mismos en otras zonas, situación que, como ya dijimos, se ha revertido notablemente en las últimas décadas por el impulso que alcanzó las perspectivas históricas locales y regionales que hoy se desarrollan en diversas universidades del interior del país.
El hecho de estudiar, además, procesos socio-económicos en áreas andinas mediterráneas, sirvió también para afirmar la idea de que era preciso desmitificar viejas creencias con respecto a que la unificación política que acompañó al proceso de consolidación del Estado nacional argentino había derivado, como consecuencia inmediata, en la unificación económica plena del país en el último cuarto del siglo XIX y, en concordancia con ello, que la ocupación económica y social de la Patagonia habría tenido una orientación exclusivamente atlántica.
Pero necesariamente debo reconocer que, cuando comenzamos a realizar investigación histórica regional de manera más sistemática, allá por mediados de la década de 1980, después de la apertura democrática en el país, también lo hacíamos imbuidos de algunos preconceptos sólidamente instalados en la historiografía local y muchas veces incorporados en la documentación oficial. Partíamos, en principio, de hacer una historia de Neuquén encerrada en los límites del antiguo Territorio Nacional, luego provincia de igual nombre. Aunque no desconocíamos los importantes vínculos socioeconómicos existentes entre las sociedades indígenas y las hispano-criollas que articulaban ambas márgenes de la cordillera de los Andes antes de que los Estados nacionales –Argentina y Chile– se definieran como tales, entendíamos que la llegada del ferrocarril al vértice oriental del territorio y el consecuente cambio de la capital desde Chos Malal, en el norte neuquino, a ese punto, en el año 1904, había reorientado definitivamente el funcionamiento socio-económico de la región hacia el Atlántico. La misma documentación oficial así parecía indicarlo.8 Con el avance de nuestras investigaciones pronto descubrimos que el centro socioeconómico regional, pese a los buenos deseos del ministro, seguía estando en las áreas andinas, lo cual era fácilmente comprobable en distintas fuentes documentales de carácter cuantitativo y cualitativo.
Entonces optamos por estudiar las relaciones sociales producidas alrededor de las actividades dominantes en el norte de la Patagonia –en principio la ganadería–, reconstruyendo las formas de producción, transformación, comercialización y consumo, y desprendiendo de ellas la conformación de estructuras políticas y sociales que, en última instancia, nos sirvieron para definir en cada tiempo y para cada objeto de estudio un determinado espacio regional. En ese sentido, los indicadores más importantes fueron aquellos que nos posibilitaron identificar a los sujetos sociales intervinientes y sus diversas interacciones a uno y otro lado de los Andes.
Esto nos demandó, en primer término, trabajar en la reconstrucción de los circuitos mercantiles, lo cual permitió comprobar la supervivencia de las antiguas formas indígenas de comercialización del ganado regional en el mercado chileno. En un claro ejemplo de economías complementarias, mientras el área de cría se encontraba en el oriente cordillerano, la transformación, el consumo y la comercialización se efectuaban en las ciudades y puertos del Pacífico sur. Por supuesto que la llegada del ferrocarril a la nueva capital de Neuquén a principios del siglo XX había introducido cambios, pero éstos no habían afectado en demasía el funcionamiento tradicional de las áreas andinas. La pregunta era entonces ¿hasta cuándo habían durado estas formas tradicionales del funcionamiento socio-económico regional?
Posteriores avances en la investigación indicaron que recién alrededor de los años treinta ambos Estados, argentino y chileno, habían comenzado a tomar medidas arancelarias y a colocar límites al comercio cordillerano de ganado, que se habría cortado definitivamente, al menos en términos legales, en la segunda posguerra. La hipótesis que entonces manejamos era que la crisis del modelo agroexportador y la profundización de la etapa sustitutiva de importaciones producidas en esos años, requirió de mercados nacionales más firmemente controlados. Pronto descubrimos que esta nueva periodización, que resultaba válida para la Norpatagonia, también lo era para otras áreas andinas productoras de ganado del país, marginales y periféricas al modelo agroexportador, tal y como pudo demostrarse con la publicación de una serie importante de trabajos de colegas argentinos y chilenos que investigaban el tema (Bandieri, 2001).
La verdadera integración al mercado nacional de estas regiones habría sido entonces producto de un proceso muy largo y complejo, especialmente para los sectores de escasos recursos que antiguamente comercializaban sus animales en el mercado trasandino, y no se había producido en 1880 sino en las décadas del 1930 y 1940. Más adelante demostramos que esta periodización no solo era válida en términos económicos, sino que también era aplicable a una serie muy importante de factores vinculados a la preocupación por “argentinizar” la Patagonia, preocupación por cierto no ajena a las huelgas de los obreros rurales santacruceños de la década de 1920 y a la intencionalidad de los grupos nacionalistas que poco después dominaron la política nacional. De esa manera, una serie de instituciones y agentes estatales se hicieron presentes en la Patagonia a partir de la década de 1930 (Gendarmería, Vialidad Nacional, Parques Nacionales, escuelas de frontera, sucursales del Banco de la Nación Argentina, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Yacimientos Carboníferos Fiscales, medios radiales nacionales, entre otros) consolidando una presencia estatal hasta entonces relativamente débil (Bandieri, 2009).
En el caso de la Patagonia, los resultados de la investigación regional sugirieron una nueva periodización para una presencia estatal más definitiva que no se correspondía con los años 1880 sino con las décadas de 1930 y 1940, cuando los gobiernos de turno realmente se preocuparon por “argentinizar” los territorios del sur, lo cual también puede relacionarse con el otorgamiento del voto a sus habitantes a mediados de la década de 1950. Asimismo, se impuso una nueva espacialización de las relaciones socio-económicas, no sujeta a los límites políticos nacionales y/o territoriales, que necesariamente debía incorporar a la frontera andina como un espacio social construido históricamente, de gran dinamismo y alta complejidad (Bandieri, 2013).
En resumen, hacer historia socio-económica de Neuquén, tanto en sus etapas de Territorio Nacional como de provincia, no alcanzaba por sí misma para aproximarnos comprensivamente a nuestro objeto de estudio. Las variables espacio-temporales se habían modificado sustancialmente a partir de la investigación regional, lo cual derivó en la recurrencia de publicar estos resultados para su incorporación en la historia argentina y en el campo de la enseñanza de la historia. Además, y esto es fundamental para quienes hacen investigación desde esta perspectiva, en insistir en que las periodizaciones y los marcos espaciales para nuestros trabajos nunca deben establecerse a priori –porque repetiríamos aquello que estamos tratando de corregir–, sino que inevitablemente surgen como producto de nuestro propio objeto de estudio.

Batallas perdidas, batallas ganadas

Aun cuando el término “batalla” solo se usa aquí en sentido metafórico, resulta indudable que ha costado y todavía cuesta a quienes sostenemos la importancia operativa de la construcción histórica regional que se acepte nuestra perspectiva conceptual y metodológica. Eso hizo, en mi caso personal, que perdiera el interés por mantener la pelea, en sí misma carente de sentido, y demostrar, en todo caso, la validez empírica que podían llegar a tener mis investigaciones. Diría que lo segundo me fue devuelto en un reconocimiento académico que valoro sobremanera.9 Lo primero, aún cuando ya no tenga interés personal en publicarlo, ha permitido que mi forma de encarar los estudios regionales, sumada a la de otros colegas que han realizado esfuerzos similares,10 sea tomada como referencia conceptual y metodológica por quienes desarrollan investigaciones en otros centros académicos del interior del país, lo cual ha derivado en la demanda para el dictado de numerosos seminarios de posgrado. En definitiva, el tema está instalado, lo cual no quiere decir que todavía no quede mucho por hacer.
Rescato en este punto algunas de las reflexiones que realiza Ernesto Bohoslavsky en su texto que integra esta sección con respecto a la agenda pendiente. Efectivamente, faltan esfuerzos comparativos, lo cual permitiría realizar una síntesis que la colección que compilamos con Sandra Fernández dista mucho todavía por lograr, aunque avanza en ese sentido al estructurarse en grandes ejes problemáticos. También falta que quienes cultivamos el oficio profundicemos las lecturas de los trabajos que se producen en el conjunto nacional. Es cierto que son muchos y variados, pero solo así podremos lograr visiones más complejizadas y heterogéneas de la historia argentina.
En definitiva, y volviendo al tema de la perspectiva local y regional, importa menos cómo le llamemos a nuestra forma de hacer historia, que en definitiva no deja de ser solo un problema de escala, que sostener la preocupación por aumentar el nivel de problematización de la historia nacional en su conjunto.

 

La historia regional y local, y las escalas de investigación.
Un contrapunto para pensar sobre desafíos historiográficos

Sandra Fernández11

En historia siempre trabajamos con escalas.12 Nuestra investigación impone que, en virtud del objeto de estudio, elijamos una forma de aproximarnos a él de manera adecuada. No solo pensamos en escalas en la investigación, sino que también las usamos en docencia, cuando adecuamos contenidos a tiempos y currículas. Nuestra formación disciplinar se impone a la hora de elaborar un programa, dictar una clase, llevar adelante una investigación. Proponemos recortes, que no hablan de limitaciones, sino de formas adecuadas de aproximarnos a ciertas temáticas, y cómo construir y transferir conocimiento a partir de ellas.
La cuestión de la escala es una preocupación recurrente de la historiografía, avivada –por cierto un poco tardíamente en Argentina– por el debate alrededor de la historia global, que desde la publicación original en 2000 del texto de Pomeranz (2012), no deja de estar en la agenda historiográfica mundial. La preocupación por la historia global se traduce en dosieres dedicados al tema en prestigiosas revistas académicas, hasta recientes traducciones,13 pasando por debates públicos y presentaciones. Pero también porque las investigaciones empíricas sobre los vínculos globales, sus consecuencias y repercusiones regionales y locales, se basan en las fuentes, y aprovechan las experiencias de la historia regional, de la microhistoria y de los estudios subalternos, corrigiendo y matizando las generalizaciones y abstracciones excesivas (Hausberger y Pani, 2018, p. 182).
Aquí entramos en el “juego” que la historia regional y local puede hacer con las escalas, y para hablar de esta relación bien avenida, es necesario detenerse en introducir dos abordajes comprensivos. Primero el historiográfico, fijando de alguna manera una breve trayectoria de los estudios regionales en Argentina con algunas de las influencias que más lo han marcado en estos últimos treinta años. El segundo, metodológico, pensando en cómo la cuestión de la escala interpela constantemente la aproximación de la historia regional y local, no solo en los aspectos instrumentales, sino en particular en las formas de acceso y tratamiento de las fuentes. Dicho esto también es importante señalar que la cuestión de la escala, ciertamente, no es una prerrogativa exclusiva de la historia regional y local; pero es uno de los elementos que deben ser tomados en cuenta si se pretende avanzar en una investigación con este enfoque. Contemplando no solo la cuestión de las escalas entrelazadas, sino además el tema central de las fuentes que se van a utilizar en la investigación.

Una entrada historiográfica

Treinta años de producción escrita, marcados por la recuperación democrática de la universidad argentina en 1983, y la proyección de los organismos públicos de investigación, han consolidado un corpus que muestra un escenario historiográfico muy prolífico. Tal panorama habría sido imposible sin el crecimiento sostenido de las investigaciones pensadas y llevadas adelante desde una perspectiva regional y local; perspectiva que ha nutrido y ampliado la producción historiográfica de forma impensada en los años ochenta.
En estos últimos veinte años la investigación regional/local se ha desarrollado geométricamente no solo generando un caudal importante de producción sino interviniendo en la definición metodológica de esta perspectiva historiográfica. Las influencias han sido muchas, en particular de la historiografía europea a partir de la presentación de dos tópicos sobre los cuales es necesario hacer énfasis. En principio, la idea de la escala. Este artilugio metodológico se adapta muy bien a los análisis que rompen el paradigma del Estado nacional como horizonte omnipresente de la pesquisa. La frase hecha cuanto menor, mejor, dice mucho alrededor de la intensidad que la elección de la escala propone al momento de llevar adelante la recopilación de la información, la formulación de hipótesis, y el proceso de interpretación y elaboración de resultados. Desde la más ingenua idea del microscopio, pasando por la metáfora de la red de pesca, hasta la más compleja concepción de Bernard Lepetit (2015) sobre la escala arquitectónica, los microhistoriadores europeos han influido mucho sobre el referente de la escala de tratamiento como problema, tanto desde un plano metodológico como instrumental. Agudizar la mirada, poner el foco, concentrar la lente, han sido expresiones emanadas desde esta corriente para demarcar las formas de pensar el problema de estudio y la delimitación de los corpus documentales. La microhistoria articula muy bien las dos primeras metáforas en particular en textos señeros de la corriente: Ginzburg y Poni (1991); Levi (1993); Grendi (1996); Serna y Pons (2000); Revel (2015). Si el microscopio introduce la idea de la mirada intensa sobre lo que a simple vista no se puede ver y reconocer, la red lo hace en especial para imponer un recorte asociado a la cantidad, pertinencia y calidad de las fuentes a examinar. La adecuada selección de las fuentes para el acercamiento historiográfico es el gesto metodológico esencial para llevar adelante la investigación tanto microhistórica como regional/local (Fernández, 2015).
En simultáneo a las disquisiciones alrededor de la escala, es importante hacer referencia a la problemática del Estado nacional como único escenario para la perspectiva de investigación en nuestra historiografía. Muchas son las referencias que debemos señalar para justificar una aproximación metodológica. La crisis del paradigma de la historia total hizo que se agudizaran las miradas para interpretar realidades que habían estado por lo pronto opacadas en la historiografía dominante. Por ejemplo, la historiografía española no solo cuestionó profundamente la impronta que el annalismo había tenido sobre ella, sino que se permitió de manera más libre dialogar con tradiciones consolidadas, como el marxismo y la Local History británica, y otras en pleno proceso de eclosión, como la voluble microhistoria italiana. Los presupuestos vertidos por Julián Casanova, Ignasi Terradas, Justo Serna y Anaclet Pons, sintetizan los lineamientos generales de la historia local española, que más tributaron al espacio académico vernáculo. La disyuntiva de la historiografía española en este sentido es que la aproximación regional/local no confirma procesos generales como reflejo de lo macro, sino que a partir de la interpretación de lo específico pone en cuestión las afirmaciones producidas desde la historia nacional. Si Casanova (1999) hace énfasis en la tensión metodológica alrededor de la generalización y en la cuestión de la historia nacional como fórmula preponderante; Terradas (2001, p. 201) por su parte pone el acento en la comprensión desde lo local y lo regional de lo que sucede en un nivel mayor, “a través de una sociedad, un país, una cultura, un mundo”. Serna y Pons (2007), por su parte, señalan con mucha claridad que lo local y lo regional, en tanto categorías socialmente espacializadas, tienen importancia comprensiva, paradójicamente a partir de la conciencia de su artificialidad. Por lo tanto, el peso de los conceptos se encuentra no solo en un espacio físico, sino en el diseño de un tipo de investigación específica (historia regional y local). La meta, entonces, de toda investigación regional/local, para estos autores, no ha de ser solo analizar la localidad, la comarca, la región, sino sobre todo estudiar determinados problemas en esos espacios, con un lenguaje y una perspectiva tales que la transposición del objeto implique una verdadera traducción, la superación delámbito identitario (Fernández, 2015).
Si bien estas influencias de índole teórica y metodológica tuvieron una importante acogida en el medio local, impactaron sobre un campo que se estaba desarrollando de manera sistemática desde mediados de la década de 1960. La cuestión de lo regional es una asignatura que, abierta por Carlos Sempat Assadourian a comienzos de los años sesenta, comenzó a tener entidad y peso en el discurso historiográfico argentino casi treinta años después de publicados los primeros trabajos de este autor. El aporte de Assadourian (1982) se condensa en su obra El sistema de la economía colonial. Mercado interno, regiones y espacio económico. Texto que si bien significó un punto de inflexión en los estudios coloniales, también sentó las bases para comenzar a discutir lo regional.
Numerosas aproximaciones lo toman como referencia, pero es en particular Susana Bandieri (2013) quien sistematiza la importancia de los estudios de Assadourian para definir la cuestión regional en el ámbito de la investigación nacional. No es casualidad la reivindicación del historiador cordobés por parte de esta colega, ya que los conceptos vertidos por Assadourian son funcionales a la línea de investigación trazada para el examen de los procesos históricos propios de la Patagonia norte de Argentina.
De alguna manera la resignificación que Bandieri hace de Assadourian remite a la transformación de los estudios regionales en el ámbito historiográfico nacional a partir de la recuperación democrática. El “giro regional» en la investigación histórica puede datarse en el segundo quinquenio de la década de 1980, donde se abren cátedras en buena parte de las carreras de historia de las universidades nacionales, dedicadas a la historia regional, la investigación regional, etc. Pero tal giro también obedece a la presentación y consecución de proyectos de investigación para trabajar con problematizaciones derivadas de las diferencias y/o excepcionalidades regionales en relación con procesos como la organización y consolidación del Estado nacional, la gestación del modelo agroexportador o los orígenes del movimiento obrero. La necesidad de justificar el recorte y dotar de entidad a los supuestos sobre los que se desarrollaban los planteos del examen empírico, llevó a una preocupación por delimitar la referencia a lo regional. Aparecen así algunos artículos que van a ser constantemente citados y tomados como elementos de justificación del recorte regional. Uno de ellos es el de Erik Van Young (1987), y el otro es el de Mario Cerutti (1985).14 Ambos escritos imprimen a la realidad argentina el gesto regional que la historiografía mexicana imponía a un segmento importante de sus investigaciones, con una naturalidad que no es y ni fue posible de encontrar en el medio argentino. Asimismo, lo que estos textos evidenciaron era la ampliación del conocimiento sobre realidades “regionales” en el escenario argentino que podían confrontar, acompañar y aún entrar en contradicción con las interpretaciones tradicionales alrededor del hecho nacional. En los años noventa entonces a la vasta producción empírica se le iba agregar una sorda discusión sobre la pertinencia y alcances de la llamada historia regional, así como un franco choque con los aportes realizados por los historiadores del hecho nacional.
El crescendo de la discusión en torno de lo regional llegó a su punto culminante en ese fin de siglo, con el debate que se suscitó entre Susana Bandieri y José Carlos Chiaramonte en 1998. En oportunidad de realizarse en Usuahia el I Simposio Argentino-Chileno de Historia Regional, frente a frente ambos historiadores fijaron posición alrededor de los estudios regionales y locales. Bandieri con sus investigaciones centradas en un “área marginal” (la Norpatagonia) cuestionaba las líneas fundamentales desarrolladas sobre la generación del mercado interno e internacional. Su investigación proponía otra periodización para comprender este proceso, así como la explicitación de que el área investigada excedía el espacio nacional, rompiendo de este modo con la monolítica concepción de la región como integrada a un todo mayor y jerárquico. Criticaba el mecanicismo de la idea de la conformación de un Estado nacional pleno durante el siglo XIX al recuperar, en términos de Assadourian, la idea de espacio económico como un complex social, político y cultural. Sus investigaciones sobre la Patagonia en clave regional, hacían asequible pensar de otra manera a un ámbito territorial que usualmente se presumía ocupado social y económicamente desde un eje atlántico. Por su lado, Chiaramonte, fiel a una concepción fuertemente política de la historia, hacía énfasis en una visión epifenoménica de los estudios regionales. Así, afirmaría diez años después en la reelaboración de su escrito presentado en 1998 sostuvo que:

“Si consideramos entonces que lo regional no es otra cosa que una modificación particular de fenómenos particulares –como los flujos comerciales o las vías de comunicación– observaremos entonces que nuestro real objetivo en la mayoría de los trabajos ‘regionales’ no es la región sino aquellos fenómenos que tienen existencia real” (p. 13)

Resumiendo, lo que mostró la discusión entre Bandieri y Chiaramonte es la influencia que los estudios regionales y locales estaban teniendo en la transformación de los presupuestos interpretativos dominantes en el medio. También puso al enfoque regional/local y sus representantes en la disyuntiva de explicitar cuál era la definición, los alcances, los límites y las contradicciones que sus análisis estaban teniendo. Ya en el siglo XXI, la historia regional/local se debate en la integración de sus tres variables más prolíficas en la producción argentina. Los ejes sobre los que descansa el debate y la producción son la perspectiva del análisis de “lo cercano” con fuerte impulso antropológico, la recuperación del trazo assadouriano para explorar objetos de estudios plausibles para definir la región, y el redimensionamiento de las escalas de análisis.15
Al fin, el desplazamiento del abordaje de lo nacional, pretende complejizar los exámenes en un escenario compartido, mostrando balances y ejes de tensión que alimentan nuestro campo de estudio. La tarea tiene dos puntos de inflexión. El primero tiene que ver con la escala que los estudios regionales y locales permiten desplegar desde un punto de vista metodológico, que une la explotación intensiva de las fuentes, con la atención a lo particular, sin olvidar nunca el contexto. Contexto entendido como las coordenadas espacio-temporales que delimitan un hecho y que lo convierten en eslabón de una cadena de significados, y que permiten definir objetos y problemas de estudio corriéndose de la cómoda justificación de lo nacional para circunscribir un abordaje historiográfico. Segundo, tales investigaciones rescatan una gran cantidad de corpus desconocidos o escasamente transitados que exponen y traducen nuevos datos que son puestos en perspectiva, con fuentes más tradicionales y recorridas.16

Una entrada teórico-metodológica

Habíamos dicho en un comienzo que una segunda entrada a considerar era la metodológica. ¿Por qué es importante este ingreso? Las diversas unidades dirigen nuestra atención hacia procesos distintos; esto es, las disímiles unidades no son meras ventanas abiertas hacia el mismo objeto, sino que cada ventana nos permite ver procesos que quizás quedarían ocultos desde las demás. Ninguna unidad, pues, es superior por sí misma. Algunas, sencillamente, nos permiten generalizar, mientras que otras nos animan a ser más específicos. Esto también significa que nuestra elección final –qué incluimos y qué dejamos fuera– dependerá de las unidades elegidas. En todos esos niveles se vislumbran dimensiones distintas del problema y esto no equivale a una exigencia de estudiar todos los posibles niveles al mismo tiempo (Conrad, 2017, pp. 668-671). El resultado de detenernos en esas argumentaciones lleva a que no solo debamos preocuparnos por las unidades de análisis, sino por sus contextos históricos de producción. La propia existencia de una región concita a pensar en el carácter construido de una entidad territorial, y por lo tanto siempre es necesario estudiar los procesos que hicieron posible su existencia. En muchos casos las unidades nacionales son referenciadas como datos dados, y pocas veces se atiende al largo proceso de constitución.
¿Qué nos permite pensar esto último? Por un lado, la tensión metodológica alrededor de la generalización, y por otro, la cuestión de la historia nacional como fórmula preponderante. La discusión entonces se instalaría en la tensión entre lo general y lo particular y en especial a la cuestión de la escala, como variable analítica central en la investigación. Ya que como afirma Anne Gerritsen (en Conrad 2017, p. 658), “la historia local nos puede dirigir hacia las formas en las que las particularidades locales desafían la homogeneidad de las narraciones globales, y donde las prácticas locales indican una divergencia frente al camino de la interconexión”. En principio, lo regional, como así también lo local, aluden tentativamente a un ajuste espacial de la observación y de la práctica –con el consecuente ajuste de las lentes–, y a la necesidad de detectar la diversidad y la particularidad en un contexto mayor al que le une cierta coherencia fenomenológica. De este modo, como afirman Serna y Pons (2007, p. 21) lo local como lo regional pasan a ser categorías flexibles que pueden hacer referencia a múltiples dimensiones espaciales (puede ser un barrio, una ciudad, una comunidad, una comarca, etc). Para estos autores lo regional, en tanto categoría socialmente espacializada, tiene importancia comprensiva, paradójicamente a partir de la conciencia de su artificialidad; como resultado de esta práctica especulativa, el historiador debe adoptar un lenguaje y una perspectiva tales que la transposición del objeto implique una verdadera traducción y la superación del ámbito identitario.
La cuestión de la escala es uno de los valores del enfoque regional/local porque pone en foco el tema, por un lado, de las escalas entrelazadas, y por otro de las perspectivas espaciales más apropiadas. Lo que la noción de escala comporta es, en palabras de Paul Ricoeur (2000, p. 207) la inconmensurabilidad de las dimensiones. Cambiando de escala, no se ven las mismas cosas más grandes o más chicas. Se ven cosas diferentes. No se puede enunciar simplemente la reducción de escalas, se trata de encadenamientos diferentes en configuración y en causalidad.
En muchas ocasiones hablar de escala nos ha puesto frente al uso de metáforas. Estas han sido y son fundamentales en el campo científico, condensan en formulaciones sencillas un pensamiento complejo que llevaría un esfuerzo mayor de explicación. La metáfora selecciona, pone énfasis, suprime y organiza ciertas características, pero no se reduce a cambiar de sentido ciertas palabras, sino que puede tener también otro efecto: modificar nuestra manera habitual de ver las cosas. Por consiguiente, hay no solo una función sustitutiva de la metáfora, sino también una función interactiva. Las metáforas científicas en un plano didáctico comunican rápidamente un nudo constitutivo de una interpretación o explicación científica; pero también se convierten en partes insustituibles del mecanismo lingüístico de la ciencia: metáforas utilizadas constantemente por los científicos para expresar tesis. Francisco Fernández Buey (2004, pp.171-173) afirma que estas metáforas son sustantivas, constitutivas de la teoría científica porque ellas se convierten propiamente en ideas o temas compartidos por, al menos, una generación de científicos. Así, las metáforas actúan invitando al lector a considerar el tema principal a la luz de lo que se pretende comparar, a explicar semejanzas y analogías.
Al fin, las metáforas del microscopio, el ajuste de la lente, la intensidad de la mirada, la precisión para enfocar lo que no se observa a simple vista; la de la malla de red de pesca, que con su amplitud y dimensión arrastra más o menos material conforme la unidad de análisis nos lo prescriba, la conmensurabilidad de la escala arquitectónica tomando la perspectiva humana como central, la metáfora del encuadre cinematográfico donde el plano corto no prolonga el plano largo: dice otra cosa, del mismo modo que la secuencia y el travelling no se articulan, no hacen más que poner en escena que la cuestión de la escala es un problema crucial de la investigación histórica. Es en esto último en lo que ha insistido en estos años la perspectiva de los estudios historiográficos regionales y locales. Seguir sistematizando las producciones, reflexionar sobre las aproximaciones metodológicas y dialogar entre colegas que percibimos las potencialidades de tal línea historiográfica, es el camino y el desafío para actuales y futuras investigaciones.

 

La historia local en perspectiva.
Apuntes para un debate desde la historia social y los estudios de género

Andrea Andújar17

I

Durante los últimos años, los estudios históricos en clave local y regional han cobrado un singular dinamismo en Argentina, revelando su vitalidad no solo en lo relativo a la elaboración de un conocimiento más complejo y profundo del pasado.18 También, en los esfuerzos por resolver los desafíos metodológicos, conceptuales e historiográficos que presentan los abordajes orientados bajo su guía. Los tres tomos de la colección La historia argentina en perspectiva local y regional. Nuevas miradas para viejos problemas coordinados por Susana Bandieri y Sandra Fernández, constituyen una prueba contundente de ese ímpetu. La revisión de sus índices revela la robustez de unas producciones que, diseminadas en una temporalidad amplia, se internan por territorialidades variadas y cambiantes, escabullidas de fronteras fijas pues lo que convoca su estudio son los sujetos que las habitaron y les dieron sentido en función de los usos y las relaciones que tejieron en ellas. En un lapso que comprende desde el siglo XVIII hasta la actualidad, los trabajos que componen esta obra presentan pasados diversos, desmarcándose de un “hecho nacional” al que además ponen en tensión denotando las ausencias o invisibilizaciones de sujetos, acontecimientos y procesos en el relato articulado construido a su alrededor. Pero más aún, brindan la composición de una trama interpretativa alternativa, forjada en la heterogeneidad de experiencias provistas por un quehacer histórico situado en la reducción de la escala de observación, cuestión que incluso admite integrar la dimensión nacional, pero como una más en un escenario “compartido donde asisten otros protagonistas”, en palabras de Bandieri y Fernández (2017, p. 9).
En esta contracción del punto de mira que interroga por esos otros protagonistas, la historia social se constituye en una medular aliada dada su vocación por examinar el decurso histórico a “ras del suelo” y a partir del conflicto, iluminando así una pluralidad de sujetos, vivencias, intereses, identidades, relaciones y formas de organización construidas en los márgenes del poder y generalmente en su contra, moldeadas en la lucha frente a desigualdades y opresiones de diverso tipo. Más estrecho aún se vuelve ese vínculo cuando se trata de aquella historia social que, como sostenía hace ya casi más de dos décadas Natalie Zemon Davis (1991, p. 179), apuntala su preferencia por “una unidad local, una historia o un drama particularizado”, hurgando en las pequeñas interacciones y estructuras para averiguar su funcionamiento. Es este sub-campo disciplinar y sus cruces con los estudios de género el que enmarca las reflexiones que desarrollaré en los párrafos siguientes. Aun cuando inspiradas en La historia argentina en perspectiva local y regional, estas consideraciones no resultan de una incursión por sus páginas para sistematizar una suerte de decálogo sobre cómo hacer historia local o para advertir sus beneficios o desventajas. En realidad, procuro con ellas tan solo exponer algunos dilemas y desafíos que comporta su ejercicio a la luz de mi propia experiencia. Para ello, comenzaré por volver muy brevemente sobre mis propios pasos como historiadora.

II

Vale ante todo una aclaración. Soy una historiadora nacida, criada y educada en Buenos Aires y su área metropolitana. Lo que algunxs llamarían sin dudar una “porteña de pura cepa”. Sin embargo, ninguna de las investigaciones con las que fui formándome en el oficio de contar el pasado se situó en el interior de los confines de la avenida General Paz.19 Las luces que me atraían–y todavía me atraen, por cierto– estaban bastante más allá, impulsándome a un quehacer regional que en su principio ni advertía ni significaba en esos términos. En realidad, el estímulo para alejarme de Buenos Aires se fundaba en la sospecha de que sus callecitas tenían “un no sé qué” insuficiente para estudiar lo que me interesaba: la historia de la clase trabajadora argentina y del movimiento obrero durante el período que luego de bastante andar se conocería como historia reciente. Fue así como la pesquisa para concluir mis estudios de grado me llevó a Villa Constitución, localidad situada en la provincia de Santa Fe. Mi objetivo era comprender por qué y cómo la combativa Lista Marrón, liderada por Alberto Piccinini, había logrado disputar exitosamente entre 1974 y 1975 la conducción de la seccional local de la Unión Obrera Metalúrgica, uno de los gremios más poderosos de ese entonces.
Algunos años más tarde y después de poner a prueba los rudimentos aprehendidos en mis iniciales acercamientos a los estudios de género, me adentré por otras regiones buscando a las mujeres que habían participado en las confrontaciones contra la profundización del modelo neoliberal en la década de 1990. Siguiendo sus huellas, me detuve en Cutral Co y en Plaza Huincul, y en General Mosconi y Tartagal, comarcas petroleras ubicadas en las provincias de Neuquén y de Salta respectivamente, cuyo crecimiento había estado asociado a la presencia de la empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). En el transcurso de esa investigación, convertida en mi tesis doctoral, pude encontrarlas protagonizando cortes de ruta que devendrían puebladas en ambas regiones exigiendo a los gobiernos locales y al Poder Ejecutivo Nacional revertir la pobreza en la que habían sumido a sus comunidades con la privatización de la compañía petrolera estatal. Sobrepuestas a sus heterogeneidades, pues había entre ellas ex empleadas de YPF, esposas de ypefianos, trabajadoras domésticas, maestras, cuentapropistas y desocupadas, esas mujeres habían dado vida colectivamente a los movimientos piqueteros, el novel actor político gestado en esas formas de protesta que se irían expandiendo al ritmo del desempleo llegando incluso a poner en jaque al propio gobierno nacional (Andújar, 2014).
Las conclusiones de ese trabajo abrieron un repertorio de preguntas hacia un pasado muy anterior, ubicado en el momento de construcción de esas comunidades. De ese modo llegué a la década de 1920 en Comodoro Rivadavia, espacio donde a comienzos del siglo XX el Estado nacional había contado con mayor margen de maniobra para intensificar su participación en la actividad extractiva. Allí reside mi investigación actual, orientada a estudiar la formación de la clase obrera ypefiana entre los años 1922 y 1932 examinando de qué manera ese proceso estuvo atravesado por ciertas ideas e ideologías de género, nociones racializadas y tensiones derivadas de la presencia de trabajadorxs de distintos orígenes nacionales.
Mi inclinación hacia la historia patagónica y, dentro de ella, al mundo del trabajo en distintos momentos del siglo pasado, es fácilmente divisable en la reseña de mi itinerario. Desde estas coordenadas pasaré a señalar ahora algunos de los alcances, límites y retos que a mi juicio comprende la práctica de la historia local.

III

Empecemos por sus alcances. La primera cuestión que puede destacarse es la disparidad entre el caudal de producciones locales o regionales dedicadas a la historia reciente y aquellas interesadas en pasados más lejanos. Es llamativa la escasa atención prestada por quienes practican la historia local en Patagonia (aunque no solo allí) a los tiempos más cercanos a nuestro presente. No se trata de un lapso absolutamente yermo en la mirada de lxs historiadorxs. Es factible hallar investigaciones sobre ciertas dimensiones de las décadas de 1960 y 1970 (sobre todo desde el punto de vista de la historia política), alrededor de los años ’90 y el neoliberalismo (con la reforma del Estado y sus efectos sociales y económicos), sobre la trama de algunas protestas surgidas en ese contexto (como cortes de rutas, puebladas, huelgas u ocupación y recuperación de empresas por parte de sus trabajadorxs), sus motivos y horizontes así como sobre ciertos sujetos y actores políticos que las dinamizaron (como lxs desocupadxs, lxs docentes, lxs trabajadorxs, o sus sindicatos), sus trayectorias, intereses, experiencias pasadas y demandas, entre otros tópicos.20 Sin embargo, el estudio del tiempo reciente ha sido hasta ahora mucho más objeto de preocupación de sociólogxs, antropólogxs, economistas o politólogxs que de historiadorxs. Puede especularse sobre varias razones para tal situación. La inestabilidad de las fronteras temporales y temáticas de la propia historia reciente, sujetas a redefiniciones bastante frecuentes, el apego a cierta tradición impuesta durante la profesionalización de la historia en la década de 1980 en cuanto a temas, problemas y períodos legítimos para ser abordados, la falta de recursos o ciertas dificultades relativas a la accesibilidad y la disponibilidad de corpus documentales densos o de variada factura, quizás hayan obrado como un desaliento para una presencia mayor de pesquisa de corte histórico.
Un vacío similar se advierte respecto del género. A pesar de la madurez y difusión de los estudios disciplinares inscriptos en esta perspectiva, de la proliferación en las propias universidades nacionales patagónicas de actividades impulsadas por cátedras libres ligadas al feminismo y de la presencia casi continua de las mujeres y las diversidades sexuales en las calles movilizándose por motivos disímiles, la historiografía regional dedicada al pasado cercano se mantiene prácticamente impermeable a la historia de las mujeres y los estudios de género. Ya sea desde una lente que adopta la perspectiva de los movimientos sociales o aquella que prefiere la de la clase y la lucha de clases provista por el materialismo histórico, son realmente mínimos los estudios que en ese ya exiguo universo de producciones disciplinares abandonan las narrativas pretendidamente asexuadas o neutras, para inquirir por las mujeres, las feminidades, las masculinidades o las diversas identidades alternativas a la heterosexualidad que se pusieron en marcha frente a las privatizaciones, que se jugaron en la escena de cada piquete o que dirimieron el curso de una asamblea.21
En uno y otro punto el panorama es sensiblemente diferente si nos situamos en la primera mitad del siglo XX y, particularmente, durante la edificación de las comunidades desarrolladas alrededor de las actividades extractivas entre las décadas de 1910 y el primer gobierno peronista. Con la restauración democrática en 1983 y sobre todo durante la década de 1990, se fue consolidando una agenda historiográfica local que renovaba sus enfoques y profundizaba sus preguntas concentrándose en los trabajadores, en sus organizaciones sindicales, sus demandas y formas de lucha. Contrariando el discurso neoliberal que sentenciaba el final de lucha de clases y de la propia historia, se desplegaron profusamente investigaciones dispuestas a examinar particularmente los orígenes de las comunidades forjadas al calor de la actividad extractiva estatal –en especial del mundo ypefiano–, las condiciones de trabajo y de vida de los obreros que las habitaron, la cultura y la identidad proletaria, las políticas de las dirigencias empresariales y sus pretensiones hegemónicas, los sentidos de pertenencia y las disputas en torno a ello.22
A partir de esos esfuerzos fue posible realizar ajustes en el examen de ese pasado para integrar en la clase al género, y conjugar también en ese paisaje analítico ciertas cuestiones ligadas a los orígenes étnicos de esas comunidades. Y es mucho lo que la historia local patagónica concentrada en el mundo del trabajo ha problematizado respecto de ese período y en esas claves. De hecho, el sujeto obrero se volvió laxo pues se puso sobre el tapete al sujeto obrero marido y a sus nociones de masculinidad, a la familia, a los hijos e hijas y, especialmente, a las mujeres. Mujeres que trabajaban en distintos empeños para ganarse la vida, que participaban en una movilización y en una huelga, que actuaban en la arena política en ocasiones movilizando sentidos tradicionales sobre sus roles de género y en otras, innovándolos. Con ellas, además, aparecieron preguntas sobre la historia obrera que salieron de los pozos petroleros y de los sindicatos para volverse a los hogares y a la comunidad, para advertir la vida cotidiana, el tiempo de descanso y las diversiones; para escudriñar las redes de sociabilidad y el asociacionismo, el despliegue de las izquierdas, del nacionalismo y del peronismo, de la formulación de las demandas por derechos y de las respuestas patronales.23 En suma, lo que esas investigaciones orientadas a ese espacio patagónico vienen revelando para la primera mitad del siglo pasado es un mundo intensamente poblado y complejo, mucho más que lo que la historia pretendidamente nacional ha podido imaginar.

IV

La profundización de nuestra comprensión de ese mundo enmarañado y pleno de sujetos diversos continúa deparándonos, de todos modos, retos y dilemas historiográficos de distinto tenor, muchos de ellos seguramente compartidos con los presentados por otras historias locales. Uno que me parece central reside en los acervos documentales y la posibilidad de su acceso. Como señala Daniel Cabral Marques (2018), una importante cantidad de reservorios documentales fundamentales para historiar la Patagonia petrolera se encuentra en estado de abandono, como el archivo de YPF de Comodoro Rivadavia. Mucha otra documentación de la petrolera estatal ha tenido un destino incierto o está cerrada a la consulta de lxs investigadorxs, como sucede con ciertos papeles que se encuentran bajo custodia del Archivo General de la Nación. En muchas otras provincias y regiones petroleras la situación no es muy distinta. En general, el grado de preservación de la documentación todavía existente nos es desconocido, salvo en casos como el de la de la Universidad Nacional Arturo Jauretche que resguarda papeles de la petrolera estatal en su biblioteca. Mayor gravedad reviste aún lo sucedido con los fondos de las firmas privadas, en las que al cambio de las administraciones de las concesiones y de sus dirigencias se sumó en muchos casos la repatriación de la documentación a sus casas matrices (Cabral Marques, 2018). Esto ha dificultado una reconstrucción más afinada de la vida cotidiana laboral y social de lxs trabajadorxs que durante la década de 1930, por ejemplo, laboraban para Astra, la Compañía Ferrocarrilera de Petróleo, la Royal Dutch Shell o la Standard Oil, algunas de las compañías más importantes de la región en ese entonces.
Este panorama exige empeños metodológicos profusos, tenaces en paciencia e inventiva. Entre ellos, la estrategia de “seguir el nombre” propuesta por Carlo Ginzburg (2004) revela su ductilidad al abrir la posibilidad de contrarrestar esas ausencias de papeles buscando pistas de nuestros sujetos en las múltiples interlocuciones sociales en las que estuvieron inmersos. El intento por hallar indicios de sus vidas en archivos fragmentados y dispersos en una geografía amplia puede, tal vez, obligarnos a recorrer largos trayectos llevándonos, por ejemplo, desde el Museo del Petróleo o el Archivo Histórico Municipal de Comodoro Rivadavia hasta el Museo Histórico Provincial y el Policial localizados en la ciudad de Rawson (capital de la provincia de Chubut situada a 400 km de distancia); incluyendo en ese itinerario las hemerotecas de las dos sedes de la Universidad Nacional de la Patagonia “San Juan Bosco”, localizadas en Comodoro Rivadavia y Trelew.
Más aún: ese esfuerzo por seguir el nombre puede conducirnos a ver a esos varones, mujeres y niños cuyas vidas investigamos en plena circulación, moviéndose de un lugar otro en una travesía que vuelve difusos los límites determinados por el Estado nacional (tanto dentro como fuera de las fronteras en que reclama el ejercicio de su potestad). Lara Putnam (2013) ha demostrado cómo miles de mujeres y varones negros de la clase trabajadora que dejaron sus lugares de nacimiento en el Caribe británico entre 1900 y 1940, buscando mejores oportunidades laborales, redefinieron las fronteras geográficas entre naciones, creando una esfera migratoria circum-caribeña en la que circulaba información sobre lugares y relaciones, y experiencias útiles para el emprendimiento de nuevas migraciones. Edificaron así un espacio supra-nacional vinculado a un colectivo político militante, resistente a la opresión y trascendental para la aparición del internacionalismo negro. Sin dudas, hallazgos como este requieren de potentes ejercicios de imaginación histórica. Mas también, de una redefinición de nuestras preguntas y enfoques.
Colocadxs en la reducción de la escala y preocupadxs por interpretaciones que nos devuelvan imágenes más cercanas a las vivencias de lxs trabajadores, de sus experiencias y los sentidos atribuidos a los espacios en los que transitaban, se vuelve posible poner en entredichos la estabilidad de ciertos límites disolviendo al mismo tiempo ciertas homogeneidades creadas por los relatos en clave de la historia nacional. Un ejemplo más cercano a nuestras latitudes puede tomarse del itinerario de personas como Rufino Gómez, un militante comunista nacido a principios del siglo XX en la provincia de Córdoba, que habría participado en las luchas por la reforma universitaria concretada en 1918, que vio de cerca una de las primeras huelgas de empleadas domésticas acontecidas allí al finalizar la década de 1920 y que llegó a Comodoro Rivadavia a comienzos de la siguiente. Su experiencia política colaboró con la expansión del comunismo, del Partido Comunista y de sus frentes de masa en esa región. De hecho, poco después de las huelgas petroleras que se llevaron a cabo en la primera mitad de 1932 con la participación de esta corriente política y bajo el aliciente de Rufino, las mujeres comunistas convocaron a la formación de un sindicato de trabajadoras domésticas y a la luchar por el reconocimiento de derechos para ese sector, tales como la jornada de ocho horas o el descanso dominical. Es factible leer en recorridos como el emprendido por Rufino la transmisión de unas experiencias que subterráneamente iban de una jurisdicción administrativa a otra, formando parte del equipaje acarreado por los varones y las mujeres trabajadoras que transitaban por esas regiones. En suma, el desafío metodológico que comporta una práctica social de la historia local puede reverberar en desestabilizar y quebrantar justamente los límites naturalizados por ciertas divisiones político-administrativas emanadas del Estado nacional para ir tras nuestros sujetos, habilitando otras posibilidades de interpretación sobre, por ejemplo, la historia de la militancia comunista.
Este tipo de tareas puede contribuir a resolver otro reto que comporta la historia local: las periodizaciones. Si en el trazado de las cesuras del decurso histórico la historia política conserva su dominio –a pesar de los embates lanzados desde perspectivas como las de la historia social, la historia de las mujeres o los estudios de género–, la reducción de la lente colaboraría en tensionarla alentando posibilidades más atentas a otras tramas y a otros sujetos ajenos a los sectores dirigentes del Estado nacional. En primer lugar, porque vuelve factible advertir cuánto de los hiatos de esa sucesión cronológica se asienta exclusivamente en el devenir de Buenos Aires y se generalizan sin mayor sustento empírico. En segundo lugar, porque puede enriquecer la comprensión de acontecimientos y procesos comunes a otros espacios pluralizando sus sentidos a la luz de sus protagonistas locales, sus motivos, las dinámicas que les imprimieron. Por ejemplo, ¿cuánto más podríamos comprender del “Argentinazo” del 2001 al correr la mirada de la Plaza de Mayo para situarla en otras plazas y en función de las condiciones de existencia, prácticas y aspiraciones de los sujetos que participaron de él más allá de la avenida General Paz? En tercer lugar, porque la reducción de la escala puede denotar cómo ciertos acontecimientos locales gravitaron más allá de sus confines, clausurando procesos, abriendo otros, marcando puntos de inflexión en el escenario nacional. Los cortes de ruta de Cutral Co y Plaza Huincul de junio de 1996 que dieron origen a los movimientos piqueteros, transformando las formas y los contenidos de las luchas contra el modelo neoliberal, son un buen ejemplo de ello. De todos modos, ensayar el establecimiento de unos límites cronológicos que acompañen el foco situado en lo local no sortea otra disyuntiva, la relativa a la decisión sobre la acción de qué sujetos y en función de qué dimensiones de la vida social, económica y política local se dispone una periodización alternativa.
Son muchos los dilemas y desafíos que podría seguir señalando, tanto desde el punto de vista metodológico como conceptual e historiográfico. Tal vez, el más complejo de ellos siga rondando en torno a una pregunta formulada ya hace mucho tiempo: cómo construir una narrativa histórica totalizadora, sensible a la multiplicidad y diversidad de sujetos y experiencias que hacen a un proceso histórico, capaz de disolver homogeneidades diversas sin caer por ello en la postulación de un mosaico de realidades ni conformarse con la sumatoria de las partes. Las páginas de esta magnífica obra encarada por Susana Bandieri y Sandra Fernández nos ofrecen muchísimos estímulos y herramientas para seguir trajinando lo local en pos de las respuestas posibles.

 

La historia de Argentina más allá de la nación

Silvana A. Palermo24

Ha sido muy grato poder participar de la presentación de la obra La historia argentina en perspectiva local y regional. Nuevas miradas para viejos problemas, un encuentro organizado por varios investigadores-docentes del Instituto de Desarrollo Humano en la sala del microcine de la Universidad Nacional de General Sarmiento el 20 de abril de este año. En un espacio amigable junto a las coordinadoras del libro –Susana Bandieri y Sandra Fernández– y otros/as colegas, tuvimos la oportunidad de compartir nuestras reacciones ante este vasto y bien nutrido campo de investigaciones, inscriptas en la perspectiva local y regional. La obra en cuestión lo ameritaba, pues sus tres tomos cobijan– si no he contado mal– un total de 42 capítulos, una muestra por demás contundente de ese “rompecabezas” o composición coral de estudios que proponen, desde esas miradas, explorar la historia del Río de la Plata y la actual Argentina, desde el siglo XVII hasta prácticamente los inicios del siglo XXI.
En aquella ocasión y también a los fines de este dossier, los organizadores nos aclararon que nuestros comentarios podían asumir una reflexión personal, acorde a nuestros propios recorridos académicos, más que apuntar a un balance en profundidad del estado y conocimiento del campo. Esta sugerencia me animó a participar de la ocasión y, en particular a convertirlos en un texto un tanto menos coloquial, adecuado para este debate. Comienzo, entonces, por una advertencia. No he sido una practicante de la historia local o regional, lo cual me obliga a ser doblemente modesta en mis apreciaciones. Reflexionando sobre mi trayectoria, reparo en que mis temas de investigación se han ocupado de distintas aristas de la historia de la nación argentina, desde perspectivas propias de la historia social. Centrada en problemas de la ciudadanía femenina, las agencias del Estado nacional, la protesta laboral o, más recientemente, las campañas presidenciales, me he manejado en una escala nacional restringida al período que media entre fines del siglo XIX y mitad del siglo XX. Que me hubiera puesto a pensar más concienzudamente en esta cuestión habla de la virtud de la propuesta de las coordinadoras de esta obra, la cual nos interpela a problematizar los contornos o escalas en las que inscribimos nuestros análisis o con las que definimos nuestros objetos de estudio. He aquí, sin duda, uno de sus indudables méritos. En las páginas que siguen, me detengo en algunas de las cuestiones y aportes que a mi criterio distinguen a esta propuesta, en particular para aquellos historiadores que nos ocupamos de la historia nacional.

1. Muchos Méxicos… muchas Argentinas

Al hojear los índices de estos tres tomos y adentrándome en la lectura de algunos capítulos, inmediatamente recordé algo que me había impresionado hace ya muchos años –muchos más de los que me gustaría reconocer– cuando, a mediados de 1980 inicié la carrera de Historia en la Universidad de Buenos Aires. Al comenzar a leer sobre América Latina, me topé con ese viejo libro de Lesley B. Simpson (1977), publicado por primera vez en 1941, titulado Many Mexicos y traducido como Muchos Méxicos al ser editado en español. Me apasionó su título. Solo dos palabras le bastaban para traducir su convicción en torno a la diversidad y riqueza de la historia de esa parte del mundo. Por entonces, me daba la impresión que no se podía esgrimir lo mismo sobre la historia argentina. A la hora de pensar en su pasado, su geografía, emergía una dicotomía, casi irreconciliable y siempre igual a sí misma: la oposición entre Buenos Aires y el interior, una imagen sin duda mucho menos seductora, especialmente para quien ejerce el oficio de historiador.
Pese a que ese presupuesto me acompañó (e incomodó) siempre, casi diez años más tarde, en el curso del posgrado en historia de América Latina, opté por dedicarme a la historia argentina. Lo hice casi por las mismas razones prácticas que en esta sección desglosa Ernesto Bohoslavsky a la hora de reponer la racionalidad de quienes se dedican a la historia regional. Y aunque debo reconocer que también me estimulaba una indudable fascinación con la historia nacional de la Argentina, no podía evitar mirar con admiración y, a la vez recelo, esas historias que me parecían más coloridas, diversas, contrastantes, turbulentas, como las de México, Brasil, los países andinos –Perú, Bolivia– o Cuba. Estoy convencida que un o una estudiante que hoy emprendiera un camino similar a aquel que yo transitaba por entonces, no experimentaría esa misma sensación. Y esto gracias, precisamente, a la incontestable presencia de una historiografía como la que estos tres tomos exhiben.
Si esta obra persuade sobre esa pluralidad, sobre las muchas historias argentinas posibles, esto obedece, en mi opinión, a la contundencia de su diseño. En primer lugar, sorprende su magnitud, puesta en evidencia en esos tres nutridos tomos. Puede que no todos los capítulos convenzan ni hagan transparente de la misma manera el potencial de la perspectiva regional y local, o que sus argumentaciones conduzcan hacia otros debates o cuestiones, pero lo importante aquí radica en la fuerza del número. Esta constituye una prueba categórica de lo mucho que se ha producido con estas perspectivas durante casi treinta años en distintas universidades del país, gracias al apoyo sistemático a grupos de investigación, centros, revistas y programas de conservación patrimonial. Es una obra oportuna, esperanzadora en un momento en que emprendemos balances críticos sobre la profesionalización –lo cual es necesario–, aunque desafortunadamente en un contexto desalentador respecto a la sustentabilidad y continuidad de la producción en nuestra disciplina, tan dependiente del financiamiento estatal.
Asimismo, esta obra documenta un sostenido esfuerzo compartido y colectivo de muchos años orientados a construir un campo. En ese camino debieron enfrentarse escepticismos y objeciones, como lo ilustra la controversia con el historiador Juan Carlos Chiaramonte (2008). A medida que se afianzaban los análisis históricos desde miradas regionales o locales, éstos fueron cuestionados por quienes desconfiaban del estatus conceptual de la categoría de región, reclamando mayor precisión en su definición y poniendo en dudas su utilidad. Hoy, cuando la densidad de los estudios posibilita un balance, se puede afirmar que esas desconfianzas no solo no inhibieron sino que, por el contrario, estimularon esta producción historiográfica. Por su parte, las impugnaciones a las categorías fortalecieron la reflexión conceptual y metodológica de esta historiografía, una labor que encontró en las coordinadoras de esta obra a referentes indudables.
En segundo lugar, la atinada estructura de estos tres tomos apuntala, a mi entender, la idea que subyace bajo esa aspiración de ofrecer, en palabras de Susana Bandieri y Sandra Fernández, “un ancho mapa” de este campo. Estos se organizan en torno a nudos problemáticos, a temáticas a profundizar. Por ejemplo, una de las partes del tomo I, titulada “la cuestión agraria”, combina capítulos que analizan las políticas públicas y la propiedad de la tierra de la región pampeana con la historia agraria de la Patagonia norte o del noroeste argentino. Igualmente, la primera parte del tomo II, dedicada a la educación, género y ciudadanía reúne cuatro capítulos que abordan esta cuestión en prósperos mundos urbanos, zonas de frontera, o bien ponderan el desarrollo de las universidades privadas en los años setenta, desde una perspectiva provincial comparada.
Saludablemente, esta obra evita estructurarse en torno al par centroperiferia. No propone valorizar a la historia regional desde una estrategia compensatoria –como inicialmente fue necesario y como ocurrió con la historia de las mujeres–. Esta amplia variedad de estudios, desde una perspectiva regional o local, no persigue complementar o enriquecer un racconto simplificador de una historia nacional, cuyo epicentro es Buenos Aires. No hay aquí un intento de construcción narrativa –los volúmenes no siguen orden cronológico– ni una estructura destinada a equilibrar esos dos “bloques”, un privilegiado Buenos Aires y un interior marginado. De esta manera, la obra en su conjunto –más allá de las contribuciones singulares de cada capítulo– invita a deconstruir y reponer la complejidad de eso que alguna vez concebí como “interior” –que no son más que espacios extra-pampeanos–, recuperar su heterogeneidad, delinear algunas de sus reconfiguraciones en la larga duración y dotarlos de centralidad. Como contrapartida, “provincializa” la historia de la pampa y de la ciudad de Buenos Aires, que como sabemos debe dejar de tomarse como única atalaya para observar la historia nacional, aunque no resulte sencillo pasar de la teoría a la práctica.
Sería, sin embargo, simplificador reducir los propósitos de esta obra al intento de componer una imagen más diversa o compleja de la historia de lo que devino la nación argentina. ¿Qué quiere decir, entonces, historia argentina en perspectiva local y regional? ¿Si se procura desanclar los análisis del marco nacional, por qué conservar el adjetivo? Al respecto, Bandieri y Fernández (2017, p. 9) sostienen que esta compilación:

“pone en cuestión las formas de ver el ‘hecho nacional’ como emergente fundamental, a la vez que resiste su influencia. Desenfocar el análisis de la retórica de lo nacional, no para marginarla, sino para incluirla como una más en un escenario compartido, donde asisten otros protagonistas...”

Hay una historia de la sociedad, de su economía, de sus vínculos políticos y culturales que no se comprende al inscribirla en una escala nacional, reduciéndola a ella o privilegiando ese prisma. Es aquí, entonces, que advertimos que esta propuesta de abordaje local y regional persigue, podría decirse, un doble objetivo. Por una parte, al reponer historias locales aún poco exploradas apunta a escribir una historia más diversa, heterogénea, distinta de la nación argentina. Por otra parte, al priorizar un enfoque regional o local abre la posibilidad de comprender un pasado que se pierde de vista, se malogra cuando se privilegia o, peor aún se impone, el análisis del “hecho nacional”. Es decir, hay historias locales, regionales que merecen ser contadas para comprender el mundo de quienes residieron en esos cambiantes contornos de la actual Argentina, más allá de la historia nacional.

2. Historia regional/local, historia social, microhistorias

El título de esta obra invita a otras reflexiones. En particular, en torno a la novedad de estas miradas. En rigor de verdad, algunos capítulos documentan el potencial analítico y la vigencia de abordajes caros a la historia social, que cuentan con un desarrollo de varias décadas en la historiografía sobre América Latina. Al hacer un balance sobre este campo hace ya veinte años, el historiador Alan Knight (1998, p. 182) sostuvo:

“Los dos temas que sobresalen en la historiografía latinoamericana reciente están estrechamente interrelacionados y son reconocibles con facilidad: por aquellos que han contemplado las frondosas ramas de Clío expandirse en otros países y continentes: primero, la historia regional/local (la historia como si fuera ‘de la periferia hacia adentro’) y la historia popular-subalterna (la historia ‘de abajo hacia arriba’, la historia de los de abajo).”

Los tomos de esta obra corroboran esta afirmación. Gratamente, nos reafirman sobre la vitalidad de una perspectiva que conocimos hace tiempo estudiando la América colonial y leyendo con apasionamiento el libro de Carlos Sempat Assadourian (1982). Una perspectiva que aún tiene mucho para decir sobre problemas aparentemente “viejos”: los procesos de especialización regional, las estructuras agrarias y los actores del mundo rural, los circuitos mercantiles y sus protagonistas, la formación del mercado nacional, las fronteras en contextos cambiantes, coloniales y postcoloniales.
En tal sentido, esta obra resulta una bocanada de aire fresco ante los pronósticos catastrofistas que, desde mediados de 1990 y hasta no hace mucho, se oían con fuerza en torno a la crisis de la historia social. En el 2008, a propósito de la celebración de sus veinte años, la revista Historia Social publicó un dossier referido a los principales retos que enfrentaba ese campo.25 En un escrito agudo, el historiador de la España moderna, James Amelang (2008, p. 134), afirmaba sin rodeos: “quizás algunos de los lectores de esta revista me consideren un alarmista, pero creo sinceramente que en este momento la historia social está luchando por su supervivencia”. Y desplegaba argumentos sin duda muy convincentes para fundamentar sus temores. Sin embargo, en ese mismo dossier, Joan Sangster (2008, p. 222), una especialista en historia de Canadá, reconocía que “lo que parece una ‘crisis’ en la historia social angloamericana puede no serlo en otros lugares” y además de brindar como evidencia el propio desarrollo de los estudios en Canadá, se refería al balance que algunos especialistas ofrecían sobre la historia social en América Latina en términos de la singularidad de su expansión y recorridos.26 De la misma manera, una vez más Alan Knight (2015), en un balance de la historiografía sobre la Revolución Mexicana a propósito de su centenario insistía en que ésta había sido “revolucionada” por la notable expansión de los estudios regionales y locales.
Estos volúmenes dan cuenta de esa vitalidad que la mirada local o regional conserva en la historiografía dedicada a lo que hoy es Argentina, a la par que nos advierten sobre la contribución de estas perspectivas en la renovación de la agenda de investigación en otros campos, esto es más allá de la historia social y en distintos períodos. Desde un abordaje regional o local pueden abrirse interrogantes o ensayarse nuevas respuestas, tal como lo ilustran la mayoría de los capítulos reunidos en los tomos II y III. Allí se indagan cuestiones como la ciudadanía y la política, la justicia y el control social, la historia reciente y la memoria, las representaciones del espacio y de la nación, la educación y el género, la sociabilidad.
De igual manera, esta obra deja en evidencia el potencial que brinda la reducción de la escala de análisis para explorar la historia del siglo XX. Lejos de resultar exclusivamente apropiado o iluminador en aquellos períodos en que lo macro parece inabarcable –el imperio colonial– o en los que el Estado nacional y la sociedad nacional están aún en construcción –fundamentalmente la larga primera mitad del siglo XIX–, estos enfoques prueban ser igualmente pertinentes y renovadores a la hora de comprender la historia de la Argentina contemporánea. Esto es así, pues como afirma Giovanni Levi (2015, p. 221):

“la escala de los fenómenos no está inscripta en la realidad. Esta no es un dato preestablecido, sino que resulta de haber elegido una estrategia que afecta el significado mismo de la investigación: lo que vemos es lo que hemos decidido ver.”

Por último, esta obra parecería dejar la impresión de que, al calor de la reflexión en torno a los enfoques micro-analíticos, la historia centrada en lo local o regional resiste mejor los embates críticos que enfrentó la historia social en comparación a otras ramas de ese frondoso campo, como la historia de los trabajadores y, más precisamente, el concepto de clase. Y es interesante observar que, desde estas perspectivas, como lo ilustran las temáticas de los capítulos dedicados al “mundo del trabajo” del tomo III, se pueda tal vez –como propone la microhistoria- priorizar el análisis de las relaciones interpersonales en la construcción cotidiana de las experiencias y las identidades de los hombres y mujeres trabajadoras, comprender sus universos culturales en contextos históricos específicos y en el marco de espacios concretos (Grendi, 1996). Dicho de manera más general, cabe habilitar el interrogante de cuál es la escala de la clase, con qué foco logramos obtener una visión más comprehensiva del proceso de formación de la clase obrera y sus reconfiguraciones. La reciente preocupación en la historiografía argentina por las comunidades obreras, las villas operarias, las company towns, los mundos del trabajo urbano, el amplio menú de formas de trabajo que coexiste con el trabajo asalariado y libre, advierten que, tal vez, por estos senderos podamos mantener nuestro entusiasmo en estas cuestiones y abrirnos a diálogos más provechosos con investigadores con preocupaciones diversas.

3. Palabras finales

Bajo todo punto de vista, una historia de muchas Argentinas siempre es preferible (¡especialmente cuando tanto la añoraba!). Claro que no resuelve todos los problemas. ¿En qué cambia nuestro conocimiento de la historia nacional, ser consciente de esas ¨muchas Argentinas¨? ¿Cómo pensar la historia de Argentina en tiempos de un Estado-nación consolidado, desde que se convirtió en el “granero del mundo” hasta que inició su aventura industrialista, cuando devino una sociedad urbana y ensayó sus primeras experiencias en la política de masas, digamos grosso modo entre 1880 y 1955? Si me inquieta este interrogante, no es solo porque este período delimita el horizonte en el que se inscriben mis investigaciones, sino también pues es una de las historias que me compete enseñar como asignatura obligatoria del profesorado en Historia de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Mi primera impresión es que, a la luz de las indagaciones con estas “nuevas perspectivas”, se torna indudablemente más demandante componer, tan solo en un semestre, un cuadro comprehensivo de la historia nacional. Estamos obligados a abandonar definitivamente narrativas lineales y enfocadas en un solo lugar, no hacer tan solo retoques menores. La transformación de la economía, la sociedad, la política, la cultura de la nación argentina no se comprenderá si se la mira en un solo “carril”, o en aquél que se supone que todo esto ocurre más vertiginosamente, esto es la Argentina que se orienta al atlántico, la pampa gringa o bonaerense, las grandes ciudades del litoral. Habrá que lidiar con una carretera más ancha, con varios carriles, una historia descentrada o contada desde diferentes focos, con problemas contemplados en diversas escalas. Confieso que esto me genera una profunda incertidumbre, pero estimo que su ventaja radicará en invitar a cuestionar estereotipos, enfrentar silencios problemáticos, revisar nuestro sentido común. Y, en última instancia, seguramente una propuesta en esta sintonía resultará más convocante y atractiva para los y las estudiantes.
Obras como esta aportarán, sin duda, mucho a la reflexión y resolución de estos dilemas y desafíos. Y puede que esto valga la pena, si estamos convencidos de que la historia de las naciones merece un lugar, pues no se escribe ni se estudia ya subsumida al propósito nacionalizador del Estado (de un Estado que crea naciones) sino como problema historiográfico crucial para comprender una buena porción del cambio social en los últimos tres siglos. Pues, sin desestimar el actual avance de la globalización, la revolución de las comunicaciones, la confraternización del conocimiento gracias a redes de intercambio académico, aún dependemos de nuestros documentos y visas otorgados por agencias estatales para transitar por el mundo. Y sabemos que esas instituciones hacen sentir su poder a la hora de controlar la circulación de los trabajadores, quizás más que la del capital. Y sabemos que hacia ellas también dirigimos nuestras demandas en tanto individuos o como trabajadores, ciudadanos, mujeres, comunidades indígenas, o el colectivo que creamos mejor nos identifica. Así fue –por supuesto con matices y especificidades– en el siglo XIX, en el XX y también en los inicios del XXI. Los Estados nacionales podrán haber cambiado su fisonomía, sus capacidades y poderes, las relaciones entre ellos y para con sus ciudadanos, pero parafraseando el dicho, que los hay los hay. Lo saludable, para los historiadores e historiadoras, es que también sabemos que ellos no contienen la única historia posible, legítima o valedera.
Cualquiera sea, entonces, nuestra especialización, obras como esta nos ayudan a mantenernos sensibles a un enfoque “espacial”, en palabras de Alan Knight (2015), a una historia que “se aprovecha de su intimidad con la geografía” y también, en un lenguaje más cercano a la microhistoria, a las escalas, los focos, las lentes. Salvando las distancias (y las libertades que separan a quien oficia de historiador o dirige películas), recordé la respuesta que el cineasta Wim Wenders ofreció cuando le preguntaron cómo elige el lugar para sus películas. Al respecto replicó:

“En todas mis películas, primero están las locaciones y después las historias que ocurren en ellas, y solo cuando me gusta una ciudad, una casa o un paisaje, siento que podría contar una historia allí. El lugar nunca es una casualidad, quiero sentir que la historia solo puede ocurrir allí.” Y aclaró: “No soy un “fotógrafo de paisajes”. Los lugares me interesan solamente en relación con la gente. Y, créame, ¡los lugares saben muchísimo sobre nosotros!” 27

Aprovechar esa “intimidad con la geografía”, como lo expresa admirablemente Knight, no debería convertirnos en “fotógrafos de paisajes” en los términos igualmente admirables de Wenders. Como historiadores no podemos menos que concentrar todo nuestro esfuerzo en definir, comprender y dar sentido a nuestros períodos. Deberemos tornarnos entonces sensibles o responsables a hora de pensar los lugares de nuestras historias, según nos persuaden, cada vez más convincentemente, los desarrollos de la historia local y regional, los aportes de la microhistoria, los crecientes debates en torno a la historia global y transnacional. Donde situamos nuestras historias importa y mucho, pues esos sitios elegidos, lejos de ser neutros, las constituyen, las dotan de su fisonomía. Los lugares de la nación, la territorialidad del Estado y sus políticas, las escalas de la clase, los ámbitos espaciales de la política electoral, los contornos de la representación y la ciudadanía, las geografías de lo público y lo privado, no podrán venirnos a la mano como simple alusiones metafóricas, sino que nos reclaman reflexión en tanto marcos constitutivos de aquellas problemáticas y objetos de estudio que priorizamos en nuestras agendas de investigación.

 

La historia regional argentina: identidades, campos y agendas

Ernesto Bohoslavsky28

A continuación expondré algunos de los interrogantes que me suscitó la aparición de los tres tomos de La historia argentina en perspectiva local y regional, y que me impulsaron a proponer la conversación que aquí se intenta replicar.29 Al igual que los otros cuatro textos que componen este debate, se trata de unos párrafos explícita e inevitablemente personales que interrogan a la práctica historiográfica con elementos provenientes de mis recorridos biográficos dentro del campo académico. Son unas pocas líneas con más preguntas que certezas, que dan cuenta de algunas interpelaciones sobre la naturaleza del objeto de la historia regional, sus temas y sus embates contra ciertas perspectivas historiográficas normalmente consideradas “porteño-céntricas”.
La historia argentina en perspectiva local y regional tiene un carácter performativo: sus casi dos mil páginas testimonian el volumen, la variedad y la sistematicidad de la producción de historia regional en diversas unidades académicas argentinas desde la restauración democrática. Como se sabe, no es un fenómeno exclusivamente nacional: hace mucho tiempo ya Alan Knight (1998) advirtió sobre la expansión descontrolada y acrítica de la historia regional en México en los años ochenta y noventa del siglo XX; la consagración de la revista colombiana HistoReLo también es una señal en igual sentido. En todo caso, se trata de plantear cuáles han sido los rasgos específicos que tomó la práctica de la historia regional en Argentina en las últimas décadas porque allí encontraremos también algunas de las particularidades de la agenda futura y de las insatisfacciones respecto del estado de las cosas. No hay espacio aquí –y sobre todo no tengo la capacidad– para ofrecer un estado de la cuestión sobre qué han hecho en las últimas décadas aquellos investigadores e investigadoras que se consideran parte de la historia regional.

¿De qué hablamos cuando hablamos de historia regional?

Un primer punto que vale la pena destacar tiene que ver con qué ha significado hacer historia regional en Argentina en las últimas décadas. Esa pregunta ha recibido dos respuestas. La primera, a mi entender la menos interesante y a la vez la más difundida, es aquella que asume que hacer historia regional es hacer historia de regiones, localidades o parajes por fuera del ámbito metropolitano o de constitución de economías de exportaciones primarias (por lo general asimilados al área de mayor desarrollo económico desde el último tercio del siglo XIX hasta ahora). Esa tentativa se detiene poco a interrogarse acerca de por qué esa historia regional es regional y por qué hay que dedicar tiempo y esfuerzo a estudiar a los actores, los procesos y las instituciones dentro de una región: sencillamente los sujetos –o más bien las fuentes que de ellos hablan– actuaron en cierto territorio y ello basta para que su estudio sea tenido por regional. Bajo esta perspectiva, bien podría decirse que prima la idea de que “pinta tu aldea y harás historia regional”. ¿Tiene la historia regional así entendida alguna metodología o temática propia? ¿Echa mano a la consulta de algún corpus documental diferenciado respecto del que usan otras especialidades de la historia académica? El recorte geográfico se impone por sobre cualquier otro posible criterio, por lo que las prácticas y las selecciones documentales no parecen ser sustancialmente diferentes. Todos los espacios son pasibles de ser sometidos al estudio de la historia regional, salvo el centro político y económico de Argentina, cuyo pasado ha sido elevado al carácter de nacional.
La segunda respuesta es más sólida, pero está menos extendida. Me refiero a la historiografía regional auto-consciente, esto es, aquella práctica historiográfica que no asume que tiene a la región o a la localidad objetivamente al alcance de la mano –archivos mediante– sino que se preocupa por el proceso de construcción de escalas de análisis. A partir de trabajos pioneros como los de Eric Van Young (1985) o de Mario Cerutti (1987), tenemos una tradición de análisis histórico que gambetea la jurisdicción administrativa como objeto de estudio y se preocupa por los procesos de creación y transformación de unidades económicas regionalmente operativas que tienen vínculos diferenciados y múltiples con el centro del país y con actores internacionales. Así entendida, la región no es una entidad yacente, objetiva, anhelante del bardo que cante sus proezas, miserias y martirologios, sino que es un instrumento teórico-metodológico. En esta perspectiva, no se practica historia local o historia regional sino historia con escala local o regional. Eso implica que quien investiga debe hacer explícitos los criterios por los que selecciona y/o construye cierta escala y por qué la prefiere respecto a otras escalas disponibles e igualmente legítimas y productivas como la transnacional (lo cual es algo compartido por casi cualquier historiador). Lo “regional” aquí remite a una operación analítica que identifica (por lo general bajo variables socio-económicas) una región y que prioriza una escala de análisis y no una realidad previa y evidente, como nos recuerda Susana Bandieri en su texto incluido en este debate. Esa forma de entender a la región establece una tensión que nunca termina de resolverse completamente entre quienes practican la historia regional –como señalé, definida con criterios socio-económicos– y los que exploran temas de historia de localidades o de provincias, esto es, territorios que tienen una delimitación jurisdiccional legal, y que por lo general se concentran en cuestiones de historia política o institucional.

Profeta en su tierra

Quienes estudian historia del movimiento obrero, del peronismo o de los feminismos han construido e institucionalizado redes y han obtenido ciertos éxitos en los procesos de consolidación: entre ellos a veces hay identificación con su objeto de estudio, pero esa empatía no es exigible para ingresar o permanecer en esos campos. En la historia regional las cosas son un poco distintas y creo que vale la pena discutir si deben seguir siendo así. Podemos pensar que desde los años ochenta hasta hoy para muchos colegas la práctica de la historiografía regional tuvo una dimensión identitaria que no se reducía a la cuestión de la especialización temática o de recorte territorial. Con esto, lo que quiero decir es que los involucrados o auto-identificados como practicantes de la historia regional en numerosos casos entendían que sus actividades de investigación, enseñanza, publicación y difusión mediática de pasados regionales servían a un propósito que era conocer el pasado de “su comunidad” y que no se reducía al juego –más o menos inevitable– de la especialización en el que estamos metidos todos los que desarrollamos una carrera académica burocratizada, evaluada y estable.
Hay un dato que es tan evidente que resulta casi imposible de ver o de desnaturalizar: quienes hacen historia de una región viven en esa misma región. No está escrito en La Biblia que así debe ser, pero de facto así es por una serie de razones, algunas más comprensibles y defendibles que otras. En primer lugar, por comodidad: cercanía con los archivos, repositorios documentales y posibles entrevistados. Quienes investigan historia regional en sus regiones pueden servirse de su capital social y relacional para que se le abran archivos y colecciones familiares, personales e institucionales que de otra manera –y para otros, los sujetos de afuera de la región– muchas veces permanecen clausurados. Numerosos entrevistados accederán a hablar con un investigador que fue referido o avalado por un amigo o vecino en común. Ese capital social y relacional es intenso en el alcance local y regional, pero se torna más efímero o ineficiente por fuera de esos ámbitos. En segundo lugar, la opción de revisar fuentes cercanas tiene argumentos sólidos para ser defendida porque desde 1983 hasta nuestros días la regla ha sido que haya muy poco dinero para que los proyectos de investigación incluyan trabajo de campo y desplazamientos a archivos alejados. Llamo la atención sobre el hecho de que aun cuando es claro que operan estas limitaciones presupuestarias, hay aspectos que descansan sobre elecciones de los investigadores. Por ejemplo, el Archivo General de la Nación o el Archivo Intermedio en la ciudad de Buenos Aires son visitados por historiadores interesados en el pasado de algunas regiones, pero esas visitas por lo general son para ahondar más en el conocimiento del caso ya estudiado y no para revisar documentos referidos a otras regiones. De igual manera, cuando se solicitan (y a veces se obtienen) fondos de instituciones de promoción de las actividades científicas y tecnológicas, son para profundizar investigaciones centradas en la historia de la región que se viene investigando, en algunos casos, desde hace décadas. También podemos encontrar solitarios contra-ejemplos de personas que investigan realidades territorialmente muy alejadas de sus ámbitos de trabajo habituales, como es el caso de Andrea Andújar (2014), autora incluida en este dossier, que ha investigado sobre activismo femenino y trabajadores petroleros en las provincias de Neuquén, Chubut y Salta.
A consecuencia de sus investigaciones sobre el pasado del espacio que habitan en la actualidad, los investigadores gozan de un cierto reconocimiento social –que puede servir para la arriba mencionada apertura de archivos y de entrevistados–, pero que también condiciona sus prácticas historiográficas. Como mostró Ana Teresa Martínez (2013) en un texto brillante, los “intelectuales de provincia” se ven obligados a establecer diálogos recurrentes con actores que no poseen especialización académica y que les ofrecen diversas formas de consagración por fuera de las que sanciona el campo profesional de alcance nacional. Están forzados a conversar (¡y a disputar!) con mayor frecuencia con historiadores amateurs, con quienes comparten una común etiqueta de especialistas en el pasado de “su tierra”. Con los amateurs compiten por el acceso a recursos públicos materiales y simbólicos en instituciones como museos, el aparato educativo, la prensa local y los espacios de la cultura. La historia regional académica ha establecido vínculos con los Estados provinciales y locales, algunos productivos e interesantes y otros sumisos y opacos. Ello no es el caso de otras tribus de historiadores, sobre los cuales hay menor atención estatal y mediática.

Historiografía regional y campo profesional nacional

Por su especialización temática (unidades territoriales que no son el centro económico, político o simbólico del país) los practicantes de la historia regional tienen ciertas características. Una de ellas es de tono geopolítico y se deriva de una temprana toma de conciencia de su marginalidad en el campo historiográfico respecto de la historia practicada por académicos situados en instituciones metropolitanas. Por eso muchos historiadores de las regiones han tenido frecuentemente un tono belicoso cuando salen de sus instituciones de origen para exhibir los resultados de sus investigaciones. Y esa belicosidad guardaba relación directa con la conformación y la dinámica de un campo académico como el de la historiografía profesional post-1983, que se caracterizó muchas veces como jerárquico (lo cual es un rasgo de todos los campos, si damos por buenas las definiciones de Pierre Bourdieu) pero sobre todo como geográficamente asimétrico. En ese sentido, la práctica de la historia regional tenía un tono militante, que hacía centro en una identificación historiográfica regionalista, en una fronda anti-centralista y federalista. El reclamo de que se le reconociera al pasado argentino una mayor diversidad regional de lo que los textos consagrados y “porteño-céntricos” admitían, era también la demanda de reconocimiento de la valía de su trabajo que hacían los académicos de las áreas no metropolitanas.
Quienes practican la historia regional han hecho un esfuerzo sistemático de intervención, investigación y difusión de resultados tendiente a morigerar las interpretaciones más excluyentes, metropolitanas y centrípetas. Han contribuido con la incorporación de temáticas, perspectivas, hipótesis y sugerencias que han renovado diversos aspectos y prácticas de silenciamiento, exclusión y ninguneo intelectual, simbólico (y de recursos ofrecidos por el sistema de ciencia y tecnología del país). En buena medida ese aporte ha sido el resultado de sumar (y sumar y sumar) casos locales, que desmienten algunas de las afirmaciones hasta hace pocos años más consagradas sobre la historia de Argentina. Así, la historia del trabajo forzado en los ingenios del noroeste argentino o la historia del tratamiento dado a las sociedades indígenas patagónicas después de 1879, borra de un plumazo las auto-imágenes halagadoras sobre la modernidad de la economía argentina y la constitución de un mercado de trabajo asalariado y libre. En ese sentido, se podría postular que la historiografía regional consiguió acumular durante estas tres décadas un volumen enorme de información empíricamente fundada sobre las diversas experiencias de lo argentino en los siglos XIX y XX, y ello terminó por producir un cambio sustancial, aunque incompleto y algo silencioso, acerca de cómo los historiadores debemos o podemos relatar de otra manera la historia argentina.
La experiencia y los saberes acumulados en el campo de la historia regional en las últimas tres décadas, muestran que se han establecido diálogos con quienes se encargan de publicar y de enseñar sobre historia argentina. Los esfuerzos de investigación, seriamente realizados y defendidos en los más importantes eventos académicos nacionales e internacionales, han permitido que hoy sean incorporados los resultados empíricos de las investigaciones de historia provincial y regional, así como una parte de los matices exigidos a los relatos más generales sobre historia nacional. Las versiones más simplistas que suponían que reconstruir la historia de la pampa gringa bastaba para hacer historia argentina siguen existiendo, pero son más abiertamente criticadas y recurrentemente impugnadas. Los lenguajes historiográficos están bastante asimilados en todo el país, aun cuando también es evidente que hay unidades académicas menos sensibles a la modernización (para decirlo de la manera más estructural-funcionalista posible). La historia regional, tal como se practica hoy, es más fácil de identificar por sus circuitos historiográficos (congresos, mesas en las Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia, revistas, etc.) que por la posesión de algún corpus teórico o especialidad metodológica exclusiva, como pueden proclamar por ejemplo los que se dedican a historia demográfica. El panorama actual no reconoce una división tan tajante entre historia desde el centro e historia desde las regiones: no postularé la idea de que hay un diálogo simétrico y respetuoso, pero tampoco creo que sea admisible la noción de que hay una explotación colonial de los historiadores “porteños” sobre los “del Interior”.
La historiografía regional argentina ha conseguido matizar y ampliar nuestra comprensión de un período muy largo de la historia nacional, aquel que podríamos ubicar entre inicios del siglo XIX y 1930. Sobre ese extenso tramo se han concentrado numerosas investigaciones, sino una mayoría abrumadora de ellas. Como resultado de ello, hoy sabemos mucho mejor que hace treinta años qué derroteros siguieron en distintos puntos de la geografía –que devino Argentina– dos problemas centrales como fueron la producción de un orden político estable y legítimo en tiempos poscoloniales, y la articulación de actividades económicas vinculadas con el mercado interno y con el comercio exterior. Ahora, sobre qué tiene para aportarnos la escala regional para entender mejor el período que va desde la crisis de 1930 a la actualidad, parece haber menos seguridades. Hay, claro, aportes para situar mejor las variaciones regionales de los orígenes del peronismo (Macor y Tcach, 1998; Mases y Rafart, 2003; Bona y Vilaboa, 2007) pero el déficit es grande aún. Pensemos en todo lo que podría ayudarnos la historiografía regional para comprender de manera más precisa los procesos de radicalización política y de autoritarismo creciente de los años sesenta y setenta, los rasgos que tomó la reconstrucción del entramado político e institucional de los años ochenta, los perfiles de las crisis económicas de 1989 y 2001 según variables localmente significativas, entre otros. ¿Por qué la historia regional parece tener más alergia que interés por la historia reciente? ¿Por qué y cuándo interesan más los pasados calmados y alejados que los cercanos y calientes? Las respuestas a estas preguntas obligan a mirar más en detalle las prácticas y dinámicas del campo historiográfico, pero no se pueden reducir a cuestiones académicas.

Una agenda para una historia regional no regionalista

La pregunta que viene a mi mente –y que los más de cuarenta artículos de La historia argentina en perspectiva local y regional amplifican– es si el camino sigue siendo el de la incorporación compulsiva de casos o si llegó el momento de variar en algo la agenda. ¿Es necesaria aun la historia regional tal como se la ha venido practicando? ¿No están acaso cumplidos en parte sus propósitos de reconocimiento de la diversidad histórica argentina? Identifico cuatro caminos posibles para recorrer por parte de una historia regional renovada.
El primero es la producción de nuevas síntesis historiográficas de historia argentina desde las regiones y no solo con las regiones adentro. No es una tarea intelectualmente sencilla por varias razones: a) la notable cantidad de publicaciones sobre distintas regiones invita a percibir más las diferencias que los rasgos generales o recurrentes; b) la lógica de la especialización disciplinar premia más las producciones de papers muy específicos y no la elaboración de libros o de textos de síntesis; c) los puntos legítimos para relatar la historia argentina y las principales editoriales universitarias y privadas se encuentran concentrados en el área metropolitana. La misión es difícil, pero posible y, sobre todo, necesaria.
El segundo es la comparación entre experiencias históricas regionales para cruzar perspectivas y detectar patrones comunes y de divergencias. Para realizar comparaciones es deseable tener conocimiento de archivos y/o de testimonios por lo menos de dos espacios: aunque lo mejor es producir ese saber por propia mano, hoy tenemos una cantidad suficiente de publicaciones que nos permitirían avanzar en una comparación entre realidades regionales históricas basándonos en bibliografía más que en fuentes directas. Ello implica un esfuerzo por conocer no solo otros pasados –regionalmente recortados– sino también la historiografía dedicada a esas regiones. Este camino permitiría desnaturalizar la idea de que los historiadores que habitan en una región deben estudiar solo a esa región. Las dificultades que podemos imaginar son numerosas: a) la historia comparada en Argentina ha estado más enfocada en contrastar experiencias nacionales que provinciales o locales; b) requiere de más tiempo de investigación y de formación para quien desea obtener resultados originales y relevantes; c) la existencia de colegas que “custodian” temas regionalmente acotados con una desmesura y estrechez de miras que dificulta el ingreso de investigadores noveles –o de otras provincias–. El premio, sin embargo, es tentador: la posibilidad de construir un conocimiento sobre realidades locales que parte de preguntas e indicadores consensuados –y con mayor nivel de abstracción– entre equipos de investigación.
El tercer camino es profundizar la apuesta por la metodología de la historia conectada. Aunque inicialmente fue practicada como la historia de los saberes, mercancías y personas que atravesaban fronteras nacionales, nada impide que usemos esa metodología para comprender fenómenos de circulación entre regiones. Tenemos un mayor conocimiento empíricamente fundado sobre las conexiones económicas y los movimientos migratorios entre provincias y con otros países. Esos acercamientos permiten dejar de ver a la historia regional como un capítulo de la historia nacional y de suponer que la construcción nacional(ista) de los problemas historiográficos es inevitable: por el contrario, invitan a percibir la madeja de flujos sociales, simbólicos y materiales de múltiples orígenes con los que se hace la historia. Hoy tenemos sobrados estudios que intentan mostrar los contrastes de la localidad o área estudiada respecto del centro urbano y económico del país y las periodizaciones dominantes, pero nos faltan indagaciones sobre las vinculaciones entre actores de diversas partes del país y del Cono sur.
La última sugerencia es extender el uso de la escala local para estudiar espacios centrales del país. Es inadmisible la escasez de trabajos de historia con esa escala enfocada al área metropolitana de Buenos Aires. Contamos con estudios locales o micro-regionales sobre diversos puntos de la región pampeana, pero se trata de una misión que tiene mucho por avanzar aún. Dipesh Chakrabarty (2008) propuso hace pocos años “provincializar Europa”, en el sentido de forzar al centro a que des-naturalice prácticas, sentidos y creencias que han sido elevados al carácter de universal, a pesar de que son los resultados históricos de la experiencia europea y no el hilo desenrollado de un guión teleológico evolutivo mundial. Esa agenda se puede seguir en el sentido de regionalizar, desnacionalizar o desuniversalizar al área metropolitana, que concentra desde hace décadas el grueso de la población argentina. Diversos textos de historia consagrados que refieren a hechos ocurridos en Buenos Aires y el Gran Buenos Aires y que tienen por base la consulta a fuentes producidas en esos espacios, han hecho una destacada carrera como textos de “historia argentina”, cuando en realidad quizás también deberían ser tomados como involuntarios ejercicios de historia regional. Lo que yo propongo es aplicar conscientemente preguntas y enfoques con los que la historia regional ha pensado y deconstruido diversas áreas y provincias, pero volcándolos sobre territorios y personas que recurrentemente han sido sometidos a lecturas nacionalizantes y uniformantes. La historia regional del conurbano bonaerense en el siglo XX recién se está escribiendo y hay razones para ser optimistas respecto de lo que aprenderemos con ella.
Si damos paso –o más bien continuidad– a algunas de esas propuestas será posible intensificar el crecimiento de una historia regional no regionalista (“la superación del ámbito identitario” escribió Sandra Fernández en su texto incluido en este debate), esto es, asumir a la historia regional como una perspectiva de análisis que no toma por punto de partida la existencia de una particularidad local o provincial a ser custodiada o exaltada frente al avasallamiento de los historiadores y los políticos “del centro”. Una comprensión más ajustada de las relaciones que intervinieron en la construcción de un espacio enriquece la explicación y comprensión del pasado. Una historia regional no identitaria habilita a que no coincidan lugar de residencia y objeto de estudio y nos recuerda que las regiones o las provincias no son comunidades menos imaginadas que la nación.

Notas

1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de General Sarmiento. Argentina. Correo electrónico: ebohosla@ungs.edu.ar.

2 Andrés Freijomil, participante de esas jornadas, finalmente decidió no participar de esta publicación por estar involucrado en otras obligaciones.

3 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional del Comahue. Instituto Patagónico de Estudio de Humanidades y Ciencias Sociales. Argentina. Correo electrónico: susana.bandieri@gmail.com.

4 Agradezco los sugerentes comentarios de los organizadores del evento, así como los de Andrea Andújar, Silvana Palermo y Andrés Freijomil.

5 Es conocido que para José Carlos Chiaramonte (2008, p. 7) la región no existe o, al menos, las infructuosas tentativas por definirla “provienen de supuestos inconscientes que han convertido el vocablo en un cliché, carente de real sustancia histórica”. No podemos menos que coincidir con el autor cuando por regiones se entienden a las viejas divisiones mencionadas, impuestas por la costumbre y el propio devenir historiográfico, más vinculadas a determinadas posiciones geográficas y decisiones políticas que a definiciones derivadas de objetos específicos de estudio (Bandieri, 2016). Aunque, como el propio Chiaramonte (p. 16) reconoce “esto que llamamos, mal o bien, ´historia regional´ en una necesidad…dado que se hizo necesario modificar una perspectiva historiográfica deforme, fruto del “centralismo”…lo que ha dado como resultado un relato histórico en el que se ha descuidado lo concerniente al resto del país”.

6 Los aportes de Sempat Assadourian sobre el tema se encuentran incluidos en una serie de artículos realizados entre los años 1971 y 1979, publicados en forma conjunta por el Instituto de Estudios Peruanos (Assadourian, 1982). Una versión más renovada en Assadourian y Palomeque (2010).

7 En esta selección de trabajos metodológicos sobre los estudios regionales en México, su compilador valora especialmente la operatividad historiográfica del enfoque regional. La región sería, al decir de Pérez Herrero (1991, p. 5), “un ente vivo en permanente movimiento, constituido por un espacio no uniforme, sin una frontera lineal, precisa y con una estructura interna propia”. A partir de la construcción regional, sostiene, “lograremos una comprensión más profunda de las interrelaciones entre los factores endógenos y exógenos regionales, evitando así caer tanto en los defectos de las historias ‘localistas’, como en las generalizaciones de las historias homogéneas nacionales”.

8 El entonces Ministro del Interior Joaquín V. González, justificaba de esta manera la medida: “me ha traído al convencimiento de que la capital del Neuquén debe levantarse en el amplio valle que comienza al pasar el río. Si bien es cierto que esta posición no es materialmente central con respecto al territorio, es en cambio de alta significación económica y política, primero porque consulta los agentes más poderosos de civilización actual y segundo porque en vez de impulsar el comercio de adentro hacia afuera, como sucede hoy, lo incluirá fuertemente de afuera para adentro, siguiendo las corrientes centrípetas auxiliadas por vías férreas y fluviales que concurren al Atlántico con su gran puerto de Bahía Blanca...”. Telegrama del Ministro del Interior al Gobernador de Neuquén Carlos Bouquet Roldán. 7 de abril de 1904. Libro Copiador T/1904. Archivo Histórico Provincial, Neuquén.

9 No puedo dejar de mencionar aquí la generosa invitación que Chiaramonte me hiciera oportunamente para incluir mi Historia de la Patagonia (2005) en la colección de Historia argentina que bajo su dirección publicó la Editorial Sudamericana, con una segunda edición en 2009 y una tercera en 2011.

10 Ver, como ejemplos, los trabajos incluidos en Fernández y Dalla Corte (2001); Fernández (2007a).

11 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de Rosario. Argentina. Correo electrónico: 7acequias@gmail.com.

12 Este breve texto es tributario del diálogo desarrollado en las Jornadas de Discusión “Historia Argentina, nuevas miradas para viejos problemas”, realizadas en la Universidad Nacional de General Sarmiento en abril de 2018. Agradezco los comentarios y sugerencias de Andrea Andújar, Susana Bandieri, Silvana Palermo, Ernesto Bohoslavsky, Andrés Freijomil y Daniel Lvovich.

13 Un buen ejemplo es la publicación del libro de Sebastian Conrad (2017) por la editorial Crítica.

14 No estuvieron ausentes lecturas sustanciales provenientes en particular de la historia regional mexicana. Textos claves como Pueblo en Vilo de Luis González (1979), los artículos señeros de Alan Knight (1998) y de Mario Cerutti (1987, 2001), y como corolario los trabajos del cubano radicado en México, Hernán Vanegas Delgado (2012), hicieron que se prestara atención a la potencialidad de la perspectiva regional para resolver problemas propios de la historia latinoamericana en su conjunto.

15 Buena parte de estas reflexiones fueron publicadas a lo largo de la primera década de este siglo como parte de un esfuerzo por elaborar estados del arte sobre el tema que lograron posicionar la discusión en torno de lo regional/local en un escalón superior al que se podía observar veinte años atrás. Como referencia pueden consultarse tres compilaciones que lo sintetizan: Fernández y Dalla Corte (2001); Fernández (2007b); Blanco y Blanco (2008).

16 A lo largo de más de quince años he tratado de reflexionar sobre el recorrido problemático de la producción regional/local en clave historiográfica, deteniéndome fundamentalmente en la reflexión sobre los aspectos metodológicos de tal perspectiva (Fernández 2006, 2007b, 2008, 2015).

17 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género. Argentina. Correo electrónico: andreaandujar@gmail.com.

18 Agradezco a Ernesto Bohoslavsky la invitación a participar de las Jornadas de Discusión “Historia Argentina, nuevas miradas para viejos problemas”, el 20 de abril de 2018 en la Universidad Nacional de General Sarmiento. También a Susana Bandieri, Sandra Fernández, Silvana Palermo, Andrés Freijomil, Guadalupe Ballester, Daniel Lvovich y al propio Ernesto por el fructífero y cálido intercambio que mantuvimos en tal oportunidad y del cual este texto es, sin dudas, deudor.

19 La traza de esta avenida demarca el límite occidental de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

20 A modo de ejemplo pueden mencionarse los estudios de Favaro (1998); Petruccelli (2005); Aiziczon (2009); Gatica (2013); Pérez Álvarez (2013).

21 Entre los trabajos que asumen la perspectiva de género para el período reciente, véase Di Liscia, Lasalle y Lasalle (2011); Saso (2018).

22 Para una reseña exhaustiva de esta literatura, véase Cabral Marques (2018).

23 Un balance historiográfico situado en esta perspectiva se encuentra en Andújar (2017).

24 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de General Sarmiento. Argentina. Correo electrónico: palermosilvi@gmail.com.

25 La revista Historia Social se ocupó de las controversias de la historia social y publicó en español varios artículos referidos al respecto, como el texto de Joyce (2004), aparecido originalmente en inglés en 1995.

26 Sangster aludía a los artículos de French (2000) y Weinstein (2009).

27 De Caro, H. (30 de agosto de 2015). Wim Wenders: “Solo puedo hacer películas sobre las cosas que amo”. La Nación. Recuperado de https://www.lanacion.com.ar/1823393-wim-wenders-solo-puedo-hacer-peliculas-sobre-las-cosas-que-amo.

28 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de General Sarmiento. Argentina. Correo electrónico: ebohosla@ungs.edu.ar.

29 Agradezco los comentarios de Guadalupe Ballester, Germán Soprano y Florencia Rodríguez Vázquez a una primera versión de este texto, que me permitieron complejizar y mejorar los argumentos.

 

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