DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v23i3.2105


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ARTÍCULOS

 

¿Qué fue primero, el archivo o el fetiche? En torno a los archivos indígenas

What came first, the archive or the fetish? On indigenous archives

O que foi primeiro o arquivo ou o fetiche? Sobre os arquivos indígenas

 

André Menard
Universidad de Chile. Departamento de Antropología
Chile
Correo electrónico: peromenard@gmail.com

 

Resumen: A partir de la constatación de formas no necesariamente alfabéticas del registro y del archivo en las sociedades indígenas, así como de una definición del archivo en tanto aquello que dota de legibilidad y eficacia a estos registros heterogéneos, se plantea la siguiente pregunta: ¿cómo entender la potencia de cierto tipo de objetos que parecen fundar su poder en el hecho de sustraerse a códigos y representaciones? Se propone así una conceptualización de los archivos indígenas opuesta a la figura moderna del archivo como espacio vacío y destinado a la colección y organización de “fetiches” sometidos a una función representacional. Por el contrario, entendemos que estos archivos indígenas funcionan como fetiches en sí mismos, es decir, a la manera de montajes de registros y objetos en los que se materializa la imagen de su potencia y eficacia. Por último, el artículo plantea que este tipo de archivo corresponde a formas políticas que en lugar de fundarse en el principio moderno de soberanía estatal, se orientan hacia la producción y el registro de alianzas y de pactos. En este marco se recurrirá a la noción de mímesis y de simulacro como condición de esta forma no estatal de organizar el poder y sus archivos.

Palabras clave: Fetiche afirmativo; Política; Simulacro; Acontecimiento

Abstract: Based on the verification of non-alphabetical forms of register and archive in indigenous societies, as well as a definition of the archive as that which provides these heterogeneous registers with readability and effectiveness, the following question arises: how to understand the power of a certain type of objects that seem to base their power on the fact of escaping from codes and representations? We propose a conceptualization of the indigenous archives opposed to the modern figure of the archive as an empty space and destined to the collection and organization of "fetishes" subjected to a representational function. On the contrary, these indigenous archives would function as fetishes in themselves, that is, as montages of registers and objects in which the image of their power and effectiveness is materialized. Finally we see how this type of file corresponds to political forms not based on the modern principle of state sovereignty, but rather oriented towards the production and registration of alliances. In this framework, the notion of mimesis and simulacrum will be used as a condition of this non-state form of organizing power and its archives.

Keywords: Affirmative fetish; Politics; Simulacrum; Event

Resumo: A partir da constatação de formas não necessariamente alfabéticas do registro e do arquivo nas sociedades indígenas, assim como de uma definição do arquivo ao mesmo tempo que aquilo dota de legibilidade e eficácia a estes registros heterogêneos, se aborda a seguinte pergunta: como entender a potência de certo tipo de objetos que parecem fundar seu poder no fato de subtrair-se a códigos e representações? Propõe-se desta forma uma conceitualização dos arquivos indígenas oposta à figura moderna do arquivo como espaço vazio e destinado a colheita e organização de “fetiches” submetidos a uma função representacional. Ao contrário, entendemos que estes arquivos indígenas funcionam como fetiches em si mesmos, isto é, na forma de montagem de registros e objetos nos quais se materializa a imagem de sua potência e eficácia.
Por último, este artigo coloca em questão que este tipo de arquivo corresponde a formas políticas que em vez de fundar-se no princípio moderno de soberania estatal, orienta-se à produção e registro de alianças e de pactos. Neste contexto, será utilizado a noção de mimeses e de simulacro como condição desta forma não estatal de organizar o poder e seus arquivos.

Palavras-chave: Fetiche afirmativo; Politica; Simulacro; Acontecimento

 

¿Qué fue primero, el archivo o el fetiche? En torno a los archivos indígenas
Archivo, fetiche, acontecimiento

Al inicio del siglo XXI fuimos testigos de un cuestionamiento al supuesto culturalista que desde mediados del anterior estipuló que los pueblos indígenas en general (y el mapuche en particular) eran esencialmente orales y, por lo tanto, sustancialmente ajenos, sino reaccionarios, a la escritura.1 Para el caso mapuche, este supuesto fue desmontado por dos vías: una empírica, que demostró la existencia no solo de una producción escritural alfabética en las sociedades mapuche del siglo XIX, sino también de archivos y secretarías cacicales (Pavez Ojeda, 2008; Tamagnini, 2011; Vezub, 2011, entre otros); y otra que podríamos llamar algo pomposamente como gramatológica, es decir, una que retomó la crítica a las concepciones logocéntricas –y por lo tanto etnocéntricas– de la escritura entendida como un registro restringido a la representación de la palabra (Derrida, 1967). Esto ha permitido llevar la lectura a todo un espacio de registros heterogéneos –y archivos– no alfabéticos.
Surgió entonces la siguiente pregunta: si la escritura no se limita a su forma alfabética, y todas las formas de huella y de registros pueden entrar en esta categoría, ¿qué debemos entender por archivo? A este interrogante se le ha dado una respuesta más bien operacional y que aquí me interesa problematizar teóricamente. Por archivo se ha definido aquello (dejo el término voluntariamente abierto) que dota de legibilidad y eficacia a ciertos registros y no a otros en cierto momento y contexto dados. Así, por ejemplo, para el contexto de la Araucanía independiente del siglo XIX contamos con registros alfabéticos –como cartas y tratados– que los caciques atesoraban en sus archivos, y con ciertos nombres propios, que como sabemos, podían funcionar a modo de registros de alianzas políticas y militares. A ellos podemos añadir los uniformes militares que los mismos caciques vestían, también como registro de alianzas y como marcas de prestigio y autoridad política. En este contexto, se puede entender como la instalación de ciertas lógicas del archivo por sobre otras lógicas que pudieron superponerse, entran en conflicto o, en ocasiones, siguen funcionando en forma paralela. Pero lo importante aquí es que esta idea del archivo implica la inmanencia de una fuerza en tanto aquello que, en última instancia, asegura la eficacia de los registros. Y es ahí donde aparece el problema de la violencia, tanto de la violencia conceptual que implica la convención o la “arbitrariedad del signo” que dota de eficacia a ciertos registros y no a otros, como la violencia física y material de las condiciones militares por las que esta eficacia es resguardada. Ahora bien, lo que quisiera hacer en esta ocasión es volver a la conceptualización del archivo como condición de legibilidad y eficacia de los registros, pero incorporando otra variable teórica: la del fetiche. La noción de fetiche nos permite explorar las lógicas que subyacen a la idea de la fuerza y su eventual violencia.
En primer lugar, es necesario distinguir entre dos conceptualizaciones que conviven en el mismo término fetiche. Primero, una que podemos llamar negativa, que es la más recurrente a partir de su elaboración marxista y psicoanalítica. Se trata de la idea del fetiche como aquello a lo que se le atribuye erróneamente vida, potencia o valor en sí mismo, en la medida en que se desconoce el sistema de relaciones sociales o simbólicas que realmente sostienen su valor. Esta noción del fetiche es correlativa de una comprensión de la modernidad como proceso de desfetichización de los fenómenos sociales y naturales mediante su reducción a sistemas de relaciones o estructuras físicas, sociales o simbólicas. La segunda, remite más al origen histórico del término, entendido como un objeto que justamente basa su vitalidad en no consignar a ninguna otra cosa que a su inmediata materialidad (Pietz, 1987; Bazin, 2008). Esta vitalidad remite a la de los fetiches africanos, pero también a la que caracteriza a las reliquias o a las obras de arte valoradas por su autenticidad, sin hablar de la multitud de objetos museográficos y patrimoniales que amueblan el espacio de esta misma modernidad. En este caso, hablaremos de un fetiche afirmativo, es decir, que no remite a nada fuera de sí mismo y que de esta forma no responde a la negación dialéctica del signo por el referente (o viceversa).
El problema surge cuando queremos articular este concepto del fetiche afirmativo con el del archivo según la definición que acabo de dar, en la medida en que este último implica la preexistencia del archivo a la eficacia del fetiche. Quizás una vía de escape nos la dé la noción de acontecimiento. De hecho, se puede decir que el fetiche es, al mismo tiempo, una cosa y un acontecimiento, es decir, que en lugar de un objeto o registro que representa o simboliza un acontecimiento –y de esta forma remite al marco temporal dado que le da su valor–, el fetiche contiene historicidad, tiempos heterogéneos, produce temporalidad.2 Piénsese por ejemplo en la famosa piedra de Kallfukura, que más allá de conmemorar un episodio (el sueño en que se le anunció, el momento en que la encontró, etc.), funcionaba como un motor político de historicidad por el hecho de ir produciendo y concentrando a la vez una serie de gestos y decisiones (Canio Llanquinao y Pozo Menares, 2013, pp. 275-298). Es más, como bien lo decía Kallfukura, era de ella de donde emanaban sus decisiones políticas (Menard, 2017, p. 341). De ahí que en lugar de entender la vitalidad y eficacia como un efecto del archivo en que se montaba, habría que entenderlas como aquel núcleo de excepcionalidad sobre el que se basaba la eficacia de su archivo, entendida como autoridad, legitimidad y eficacia militar. Lo mismo se podría decir del archivo de Mangil, compuesto no solo de cartas y copias de tratados, sino también de la casaca militar regalada por el general José María de la Cruz y de su propio cuerpo, cuerpo cargado de la historicidad del personaje, de su nombre propio y de esas manchas blancas y brujeriles. Cuerpo que su hijo Kilapan escondió para evitar su apropiación por el ejército chileno, y de ahí la posible apropiación de su potencia mágica, es decir, político-militar (Guevara, 1913, p. 71). Singularidad de un cuerpo singular por materializar la excepcionalidad mágico-política de un archivo (un talismán)3 que le pertenece y al que al mismo tiempo pertenece.
Es en este sentido que el fetiche puede ser entendido como aquello que asegura esa fuerza que ha sido identificada como la condición de legibilidad y eficacia que el archivo da a ciertos registros. Y si bien todo archivo presenta una dimensión convencional (aquella por la que ciertos registros y no otros son dotados de eficacia), el fetiche materializa la dimensión histórica y políticamente contingente de esta convención, esto es, la violencia inclasificable que subyace a su orden clasificatorio. En otras palabras, en lugar de la idea del archivo como el espacio neutral de acopio de acontecimientos, el fetiche revela la calidad de acontecimiento del archivo mismo.

Archivo estatal, archivo mapuche

La condición de acontecimiento a la que remito no es una propiedad exclusiva del archivo mapuche, y la encontramos en la formación de todo archivo; el problema reside en las diferentes formas en que esta potencia del fetiche es administrada. En el caso de los archivos modernos y nacionales, incluidos los museos, pareciera ser que están guiados por un trabajo de neutralización del acontecimiento que les da origen. Neutralización correlativa de la ya señalada vocación desfetichizadora de la razón moderna, que puede ser entendida como una tarea política por naturalizar la contingencia y la violencia del origen en que se fundan sus ordenamientos soberanos, contingencia aplanada por los postulados de una necesidad histórica que pudo tomar la forma del progreso de la civilización, del destino manifiesto de una nación, de la consagración del estado de derecho, del despliegue cosmopolita de unos derechos humanos, etc.4 De esta forma, la singularidad de registros, documentos y fetiches fue inscrita en los archivos y neutralizada en su capacidad de producir otras formas del ordenamiento político y de la constitución de otros archivos. Se puede decir que la potencia singular del fetiche fue desplazada hacia la potencia institucional del archivo como espacio formal de fetichización, lo que, como veremos más adelante, es coherente con –y funcional a– la constitución del espacio homogéneo que permite delimitar el territorio en que el Estado moderno ejerce su soberanía.5
Pero todo archivo, como todo orden legal, reposa sobre un punto ciego, aquel que recuerda la violencia ilegal –o al menos, el carácter contingente– de su formación (ese núcleo de excepcionalidad que reconocimos en la piedra de Kallfukura), punto ciego que se encarna en ciertos fetiches cargados del aura afirmativa de su autenticidad y a partir de los cuales se despliega una jerarquía de archivos. Por un lado, tenemos reliquias nacionales o republicanas altamente fetichizadas –como el corazón de Diego Portales en la Catedral de Valparaíso– que, al fetichizar sus propios espacios de contención, se acercan más a la potencia plebeya de la animita que a la autoridad académica del museo. Por otro lado, están los que podemos llamar más específicamente archivos históricos, consagrados a la conservación y exhibición académica de este mismo tipo de reliquias, como el sable de Manuel Bulnes hasta hace poco exhibido en el Museo Histórico Nacional de Santiago de Chile (digo hasta hace poco pues en agosto del 2016 fue robado). A estos espacios podemos añadir aquellos museos cargados de fetiches artísticos, arqueológicos o paleontológicos, fetiches patrimoniales o monumentos que, sin embargo, la razón moderna insiste en desfetichizar dislocando el lugar de su valor hacia criterios que exceden su pura singularidad, como por ejemplo, los valores de historicidad o de antigüedad que hace más de cien años describió Alois Riegl.6 En el polo opuesto figuran todos aquellos archivos administrativos (judiciales, notariales, del registro civil, entre otros), en los que la eficacia aurática (pero explotada por rendimientos académicos o estéticos) del documento como fetiche da paso a eficacias más profanas. Pero lo interesante es que entre ambos se establecen continuidades y zonas de indecibilidad, como cuando en el Archivo Nacional de la Administración de Chile coinciden en la misma sala historiadores pescando documentos para alguna operación historiográfica, y parroquianos que rescatan documentos necesarios para realizar una acción legal. Aquí nuevamente es pertinente remitir a la tensión entre archivos, como aquella que vibra en documentos que la razón soberana nacional lee como meros instrumentos de erudición historiográfica, pero que las dirigencias mapuche buscan reactivar como documentos con eficacia jurídico-política, como es el caso de los tratados (pienso en el destino del tratado de Quilín de 1641, reivindicado por el Consejo de Todas las Tierras a fines de los noventa, o en las frustradas aplicaciones jurídicas que el abogado José Lincoqueo trató de darle a los tratados hispano-mapuche en los tribunales chilenos) (Pavez Ojeda, 2006, pp. 10-13).
Por el contrario, en lo que aquí denomino archivos mapuche, esta distinción entre dimensión histórica y dimensión administrativa parece, sino confundirse, ordenarse de otra forma, según otra jerarquía u otra topología. Así, en lugar de decir que el valor de cartas, documentos coloniales, tratados, uniformes militares y nombres propios depende del archivo mapuche que los dota de eficacia, habría que decir que encarnan en su irreductible singularidad material e histórica la eficacia misma del archivo. En lugar del archivo como espacio vacío y homogéneo de acopio de objetos y registros heterogéneos (Groys, 2008), aparece una imagen de aquel como montaje heterogéneo de objetos y registros, un gran fetiche hecho de fetiches que ordena y determina el espacio que lo rodea. Parafraseando a Gilles Deleuze y Félix Guattari (1980), se podría decir que el fetiche es un archivo lleno y sin órganos, mientras que el archivo moderno es como un espacio vacío pero organizado en un sistema de fetiches, es decir, un espacio en el que el valor afirmativo de los fetiches es codificado por sus valores funcionales en tanto órganos del archivo. De esta forma, un archivo moderno como el Museo del Louvre puede ser leído como un gran fetiche, poseedor de una potencia propia, pero que se alimenta de las potencias específicas de los fetiches más o menos potentes que se le adosan. Se puede decir entonces, por ejemplo, que la Mona Lisa no debe su valor aurático solo al hecho de estar dentro del Louvre, por el contrario, se puede decir que el valor aurático del Louvre depende, en parte, de contar con la Mona Lisa. Pese a esta evidencia fetichista, en su organización formal u oficial, el Museo no deja de relativizar la valoración aurática de la Mona Lisa (basada en su singularidad –declinable en autenticidad–) al instalarla en el ala dedicada al arte del Renacimiento, y de esta forma inscribirla en una lógica representacional, esto es, clasificatoria, de su valoración.
Así como los archivos formales de la nación buscan neutralizar este sustrato fetichista –lo que también puede ser entendido como una neutralización del acontecimiento violento de su fundación histórica, pero también de su fundamentación conceptual–, el archivo fetiche pareciera poner esa violencia, la de su excepcionalidad, en el primer plano, lo cual desnaturaliza todos los contratos sociales y recuerda la constante urgencia de su politización. Esto es coherente con una sociedad que, al no suscribir el monopolio de la violencia por un Estado, hace de la guerra algo dado, y de la paz (que por su parte el estado de derecho soberano naturaliza) un objeto de construcción permanente (Sahlins, 1984); de ahí que más que a la batalla, la guerra como dato remita a esta urgencia de la negociación permanente. Por ello, si algo les interesaba registrar a los caciques –más que la profundidad genealógica de una filiación– era la contingencia de las alianzas, que eran materializadas en esos nombres propios, uniformes, cartas y tratados; es decir, mediante gestos siempre heterogéneos y productores de temporalidades también heterogéneas, lo que contrasta con la sanción estatal (correlativa de su activación mercantil) de un tiempo vacío, homogéneo y universal para toda su población (Menard, 2013, pp. xl-xliv).
La ausencia de este sustrato estatalmente sancionado de una identidad y una temporalidad social dadas (correlativa de la paz naturalizada por el contrato) coincide con la importancia que en el archivo contra o paraestatal adquiere la materialidad misma de estos registros de alianza, materialidad asociada a su carácter no simbólico, sino indicial, esto es, al hecho de contener en su irreductible o irreproducible materialidad la potencia de un acontecimiento al que no representan sino que encarnan. Es el caso de los ya señalados archivos cacicales mapuche del siglo XIX, pero es también el de esos documentos coloniales de los que Diego Escolar (2007, pp. 139-143, 2012, pp. 10-12) ha descrito las apariciones y desapariciones asociadas a contextos de enunciación de la huarpidad. O el de esos otros escritos coloniales descritos por Frank Salomon (2001) en Huarochirí, en los que el valor aurático de su autenticidad se confunde con la potencia legal y política de las demandas de la comunidad. En este caso es interesante remitir a las lógicas que subyacen a las prácticas de reproducción de estos textos coloniales por los historiadores locales. Sobre esa cuestión, este autor describe el siguiente experimento: le propuso a León Modesto Rojas Alberco, historiador local y conservador de algunos de estos documentos, que cada uno hiciera su transcripción paleográfica de un mismo documento. Al comparar los resultados, Salomon nota lo siguiente:

Mientras los paleógrafos oficiales (como los historiadores) solo consideran el “contenido”, vale decir la sucesión de caracteres alfabéticos y su formato legal como significativos, los huarochiranos campesinos consideran que todo atributo físico del original tiene significado [...] A su modo de ver, a medida que la nueva copia refleje con mayor fidelidad aquellos detalles, ésta comunica el ‘verdadero’ contenido del original. Los huarochiranos describen la escritura colonial como mosaico (o con menos frecuencia como latín). La tarea del paleógrafo popular es la de producir un artefacto que deje al lector moderno la sensación, no de leer palabras antiguas en letra moderna, sino de leer el mosaico mismo [...]: la escritura se imagina como impresión o fósil de un intercambio social total, y no como simulacro de una serie de fonemas codificados […]. Estos cambios funcionan como una instrumentalidad diseñada para funcionar subconscientemente, para que el lector sienta la presencia de un ‘original’ [...]. De esta forma, la transcripción casera brinda al lector una participación imaginaria en el evento gráfico original. Su finalidad es distinta a la de la transcripción académica o legal, que busca exportar el ‘contenido’ al evento moderno eliminando las ‘formas’ difíciles (p. 73).

Salomon identifica claramente la distancia entre una transcripción filológica fiel a la suposición de un contenido exterior a la materialidad física del texto, y la reproducción huarochirana como un simulacro, ya no de una serie de fonemas, sino de la misma irreproductibilidad.7

Archivo y simulacro

Algo hay de esa producción de lo irreproducible en las huellas digitales que Manuel Aburto Panguilef hace que los federados que recurren a él impriman en las páginas de sus cuadernos, registros del valor indicial que toda huella arrastra en tanto marca de un cuerpo irreductiblemente singular y que, por ejemplo, encuentra una expresión extrema en aquella carta que el cacique Llanquitruz escribió con su propia sangre (Vezub, 2011, p. 648). Pero también pueden entenderse como un simulacro, por no decir una parodia, de las técnicas de inscripción formales del registro civil estatal y su subsunción de la irreductible singularidad individual que encarna la huella digital en el plano de un sistema clasificatorio general.
Ahora bien, cuando hablo de parodia y simulacro en el caso de Aburto Panguilef, me refiero a una dimensión muy seria e incluso esencial de su proyecto. Se podría decir que este produce un archivo, o en realidad tres, pero colocados entre comillas, es decir, suspendidos por la sospecha del simulacro: un “registro civil” mapuche, esto es, un registro, en los archivos de la Federación Araucana, de los nacimientos, matrimonios y defunciones mapuche; un “archivo judicial” o una “jurisprudencia” mapuche, coherente con el llamado que Aburto Panguilef hacía a los federados a no recurrir a los tribunales chilenos para solucionar sus conflictos, y acudir a él en tanto conocedor de la “legislación natural de la raza”; por último, un archivo “estatal” mapuche, uno en que se registraran las resoluciones tomadas por la Federación Araucana y los congresos araucanos (realizados anualmente) en tanto instancias de representación de los mapuche como pueblo o nación ante el Estado y la sociedad chilena. En otros textos he planteado cómo este trabajo archivístico de Aburto Panguilef puede ser interpretado como un intento por ejercer –en el plano jurídico y político de un archivo– la autonomía territorial mapuche perdida tras la conquista militar de fines del siglo XIX (Menard, 2013, pp. 28-46). Se trataría entonces de una autonomía entre comillas, o de un simulacro de autonomía por quedar restringida a una práctica de archivo. Y este archivo, al buscar concretar una autonomía nacional, política y territorialmente perdida, se vuelve a su vez una suerte de “archivo mapuche”, es decir, un archivo entre comillas respecto de lo que política, jurídica y formalmente se considera el archivo de un Estado-nación soberano. Pero lo que quiero decir aquí es que en esta misma práctica de producir concretamente este archivo y de hacerlo como simulacro de ejercicio de un poder estatal o nacional distinto que el chileno, lo que hace Aburto Panguilef es colocar justamente la idea de archivo e incluso de Estado chileno entre comillas. Así, abre y contagia el poder desnaturalizante de las comillas que penden sobre su archivo hacia el archivo chileno, hacia el postulado del estado de derecho que supuestamente sanciona y normaliza. Y esto lo hace pues devela el carácter histórico y contingente de este orden soberano chileno; dicho de otro modo, evidencia su condición de simulacro hegemónico y dominante, su condición de efecto de ciertas violencias: tanto la violencia de una campaña militar, como la violencia simbólica de un archivo/s, o sea, de un régimen de inscripción de propiedades (propiedad de los nombres propios, propiedad económica de bienes y territorios, propiedades científicas o propiedades espirituales de los seres que los habitan, etc.), que no solo se impone de hecho sobre otro, sino que lo hace naturalizando su propia relatividad e histórica contingencia.
Como vimos más arriba, es en este sentido que se puede decir que el archivo mapuche pone en un primer plano aquella dimensión de violencia o fuerza de la contingencia que el archivo estatal tiende a borrar, a volver un punto ciego. Y esto lo hace en dos direcciones. Por un lado, se puede decir que lo borra hacia adentro, en la medida en que archivos y museos modernos buscan, cómo vimos, desfetichizar sus fetiches, esto es, neutralizar la potencia aurático-afirmativa de su singularidad, negativizándolos, sometiéndolos, mediante una organización clasificatoria, a una función representacional. Parafraseando a James Clifford (1995), se puede decir que en los museos, y especialmente en los etnográficos, los artefactos se vuelven fetiches, pero en el sentido marxiano del término, que equivale a decir fetiches negativos, pues al tiempo que ponen en escena una aparente relación social entre cosas (el guión museográfico que estos artefactos animan), ocultan las condiciones históricas concretas de producción de la colección y, de esta forma, la historicidad específica que carga y singulariza a cada objeto (pp. 262-273).
De esta forma vemos también cómo el archivo y el museo tienden a borrar su punto ciego hacia fuera mediante la disimulación de su propio carácter de fetiches (afirmativos), es decir, de efectos materiales y contingentes de una historia particular, pero también de objetos productores de efectos de historicidad. Y lo hacen nuevamente recurriendo al expediente representacional, en otras palabras, al argumento de cumplir la función de espacios de acopio y organización de aquellos objetos y documentos en los que ciertas entidades como el pueblo, la nación, la historia o la humanidad merecen verse representados. Se los concibe entonces como espacios que, destinados a una representación, son antecedidos lógica y ontológicamente por aquellas entidades a las que deben representar. Así, por ejemplo, archivos o museos históricos se basan en el supuesto de que las colecciones que contienen serían efecto de una historia dada y productora de los acontecimientos y los objetos que, por la relevancia con que ésta los distinguiría, merecen ser custodiados. Pero contra este supuesto podemos retomar la imagen de Boris Groys (2008) y constatar que en lugar de los espacios vacíos y homogéneos dispuestos para la inscripción de objetos heterogéneos prodigados por una historia, archivos y museos son más bien la condición de esa historia, pues en la medida en que sustraen a ciertos objetos del destino perecible y obsolescente compartido por todos los entes que quedan fuera de sus muros, son aquello que permite llevar “a cabo esa comparación de lo nuevo con lo antiguo que produce la historia como tal” (p. 14).
Esto que el archivo logra respecto de la historia también lo puede hacer respecto del pueblo o la nación. Así, en lugar de postular la consistencia de algo como una nación o un pueblo, por ejemplo el chileno, que se dotaría de ciertas instituciones destinadas al registro de sus gestos, peripecias, logros y hazañas, la revelación de la condición fetichista del mismo archivo (es decir, su condición material de indicio de un acontecimiento contingente), explicita el rol de estos dispositivos archivísticos en la producción del verosímil popular o nacional que se supone representan.
Además, aquella forma estatal del archivo, entendida como un espacio de circunscripción territorializada de colecciones representativas, es correlativa de la forma de Estado nación que viene a sustentar, así como de su modelo de soberanía. Esto es así pues la soberanía de los Estados modernos se basa antes que nada en la demarcación de un territorio en el que su soberanía puede ser ejercida. Territorio fuera del cual es posible la guerra, y dentro del cual es viable la representación política de cada súbdito por el soberano. En este marco, los archivos y museos funcionan a su vez como espacios de circunscripción y contención de aquellas fuerzas auráticas o carismáticas con que reliquias y fetiches son capaces de producir sus propias territorialidades. De esta manera asumen la tarea de estabilizar la irregularidad del acontecimiento en los marcos, tanto de esa representación política encarnada en el soberano como de la representación mimética, pictórica o teatral de algo como la “nación”, el “pueblo”, la “historia” (local, nacional o mundial), el “patrimonio” o todas aquellas prescripciones identitarias que museos, archivos, tótems o emblemas tienen el rol de “retratar”.

Archivo sedentario, fetiche nómade

En línea con la lectura que hiciera Julio Vezub (2011) de la “máquina de guerra” mapuche-tehuelche en el siglo XIX, podemos esquematizar la diferencia entre estas dos formas del archivo (la chilena y la mapuche, o la estatal moderna y la indígena sin Estado), como la diferencia deleuzo-guattariana entre lo que podríamos llamar un archivo sedentario y un archivo nómade (Deleuze y Guattari, 1980). Es decir, entre, por un lado, un archivo que, instalado en el espacio homogéneo del territorio nacional y soberano, ofrece a su vez el espacio homogéneo para la inscripción de unos fetiches cuyas singularidades auráticas terminan siendo aplanadas por la homogeneidad clasificatoria que sanciona la auratización “de oficio” que este espacio archivístico o museográfico decreta (y de ahí la posibilidad de los ready made de Marcel Duchamp, es decir, la posibilidad de auratizar un objeto corriente mediante su introducción en el espacio formalmente auratizado y auratizador del museo, y de paso desnaturalizar el carácter aurático de las obras allí expuestas). Y por otro lado, un archivo que, como en el caso ya señalado del archivo talismán de Mangil, puede ser definido como un archivo-fetiche (afirmativo), o sea, como un archivo-montaje de elementos y acontecimientos singulares, un archivo acontecimiento que puede ir marcando un espacio físico y social a su alrededor, es decir, un territorio. Pero al tratarse de un archivo nómade, el espacio sobre el que circula y produce territorialidad es un espacio abierto en dos sentidos: tanto en el de un espacio que no requiere de un límite perimetral que lo delimite, como en el sentido de un espacio abierto a la distribución de puntos heterogéneos y, por lo tanto, a la proliferación cambiante de territorios en torno a estos puntos. Archivo coherente con un modelo político basado en el carisma guerrero y en la alianza productora de paz y de carisma (materializado este en las marcas de alianza con el enemigo poderoso, como uniformes y nombres propios), uno en que el poder y la autoridad no suponen un pueblo o una tribu que se dotan de ellos, sino, por el contrario, uno en que el pueblo o la tribu funcionan como el enjambre producido por –o aglutinado en torno a– la atracción del fetiche. Esta lógica política recuerda aquella que Claude Lévi-Strauss (1955) identificaba al hablar de las jefaturas nambikwara, en las que describía al jefe como “el núcleo en torno al cual las bandas se agrupan”, lo que contrastaba con el supuesto tan durkheimiano como republicano de una preexistencia de lo colectivo respecto de su representación política: “ l poder político no aparece como el resultado de las necesidades de la colectividad: es el mismo grupo el que recibe sus características […] del jefe potencial que le pre-existe” (p. 365). Y esta posición de la jefatura nambikwara no es muy distinta de la dimensión material y no representacional –es decir, de la dimensión de fetiche (afirmativo)– que Marc Augé (1998) identifica en el símbolo cuando, por ejemplo, dice que “el tótem o la bandera designan, no sencillamente a un grupo, sino, en cierto sentido, a aquello que lo constituye” (p. 35).
Así, ambos archivos expresan formas distintas de articular el poder y el territorio. A imagen del guante dado vuelta, el archivo nómade puede entenderse como la inversión topológica del archivo sedentario, en la medida en que para un archivo nómade lo que la territorialidad estatal ponía en la exterioridad de su perímetro espacial como de su cotidianeidad temporal –es decir, la diferencia internacional y con ella la posibilidad de guerras (y alianzas)– se vuelve centro, o más bien se torna condición central en tanto permanentemente dada (lo que no es sinónimo de batalla sino del constante requerimiento político de una producción de las paces). Y a su vez, para este mismo archivo nómade, lo que la territorialidad estatal definía como la interioridad de un contrato social y de una paz dada se vuelve despliegue de una zona de influencia política, de un espacio de producción de la paz, en torno a ese punto que, al tiempo que centraliza alianzas, va afirmando la guerra.
Si para el primer caso contamos con un archivo que, a imagen y semejanza del territorio estatal en que se inscribe, se define por un límite perimetral que circunscribe ese espacio interior y homogéneo, organizado representacionalmente para la inscripción y el acopio de unos fetiches que colecciona y domestica (políticamente hablando), para el segundo caso tenemos un archivo nómade en el que la materialidad del acontecimiento es inseparable del archivo mismo.8 Se trata entonces de un archivo sin vocación de interioridad, y por eso –como ya se señaló– de un archivo lleno y sin órganos, uno en el cual los fetiches se montan siempre superficialmente, y de esta forma, en lugar de esconder la contingencia política de su fundamento, la exhiben (como se exhibe el monstruo o el prodigio), borrando, como vimos, la distinción misma entre archivo y fetiche.9
Ahora bien, como lo indican Deleuze y Guattari (1980), esta distinción entre las dos formas de archivo (una estatal y sedentaria, otra exterior al Estado y nómade) no debe entenderse de manera binaria y excluyente, sino en términos “de coexistencia y competencia, en un campo de interacción perpetuo” (p. 446). De ahí que marquen dos polos o estratos más o menos imbricados, entre los que pueden darse movimientos de captura o de contagio (Vezub, 2011, p. 670). Es en este sentido que dichos autores hablan de la captura de la máquina de guerra nómada por parte del Estado y su transformación en ejército, proceso posiblemente análogo al de la captura de fetiches por parte del archivo estatal, para transformarlos en objetos o colecciones patrimoniales. De esta forma, el proceso de organización clasificatoria y representacional de estos objetos se nutre de la potencia aurática de estos fetiches científicos o reliquias republicanas.
De modo inverso, el archivo nómade, es decir, este archivo fetiche (afirmativo) también captura o cautiva elementos sustraídos del archivo estatal. En el mismo artículo, Vezub habla de “fetiches materiales u onomásticos” para referirse a los nombres propios o a los uniformes que reconocimos como registros del archivo mapuche, pero (siguiendo a Villar y Jiménez, 2000) los interpreta simbólicamente:

El poder performativo de la ideología [de exaltación de las hazañas guerreras con que Llanquetruz basaba su poder y autoridad ante sus aliados] se apoyaba en la exhibición y distribución de botines ‘impregnados de simbolismo’, capaces de orientar las decisiones de los amigos y enemigos (Vezub, 2011, p. 656).

La cuestión será saber qué se entiende aquí por simbolismo. Una posibilidad es entenderlo en términos negativos o representacionales, es decir, como un remitir a otra cosa o a una relación que sostiene el valor o la potencia del objeto vuelto símbolo. Sin embargo, contamos con una respuesta en otro sentido, o más bien, en otro uso que el mismo Lévi-Strauss da a la noción de símbolo. En su ya citada etnografía de los nambikwara, encontramos la clásica escena de la “lección de escritura”, aquella en la que describe el modo de captación de la práctica escritural por el grupo que lo acogía. Recordemos: Lévi-Strauss señala que cuando distribuyó por primera vez lápices y papeles entre los nambikwara, estos comenzaron a imitarlo, o sea, a trazar líneas sinuosas en el papel, a “escribir” entre comillas o –lo que es lo mismo– a performar un simulacro de escritura. Pero el episodio que más impactó al antropólogo10 ocurrió algunos días más tarde, cuando en un contexto políticamente delicado, el jefe de la banda hizo uso de este simulacro escritural para acrecentar su prestigio y su autoridad ante un grupo rival y ante el suyo propio. Esta captura política de la escritura fue interpretada por Lévi-Strauss (1955) de la siguiente forma:

Su símbolo [el de la escritura] había sido tomado en préstamo, mientras que su realidad permanecía extranjera. Y esto con vistas a un fin sociológico más bien que intelectual. No se trataba de conocer, de retener o de comprender, sino de acrecentar el prestigio y la autoridad de un individuo o de una función a expensas del prójimo (p. 352).

Lo que el jefe nambikwara capta no es realmente la escritura, sino su símbolo, que aquí quiere decir justamente aquello que se sustrae a una estructura simbólica del sentido, el valor o la función, algo como un significante desconectado de su realidad simbólica o, en otras palabras, como un registro descolgado de su archivo. Es decir, como un fetiche, pero uno que a su vez entra en relación con otro archivo, un archivo nambikwara. Esto, sin embargo, no significa que la escritura sea “resignificada”, esto es, dotada de un sentido, una función o un valor predeterminado por el archivo entendido como una estructura simbólico-clasificatoria dentro de la cual este elemento capturado adquiriría legibilidad y eficacia. Habría que decir más bien que si la escritura alfabética se integra a un archivo nambikwara, no lo hace accediendo a esa profundidad simbólica, sino superficialmente,11 extendiendo un área de influencia, la superficie política que irradia el jefe y el propio archivo-fetiche que le pertenece o al que pertenece (y que a su vez marca un punto en el territorio archivístico nambikwara en tanto cruzado por las guerras y las alianzas entre fetiches-archivos). Pues lo que finalmente se capta es la superficie material de la escritura, como índice de una potencia política. Dicho en palabras de Michael Taussig (1993), lo que se capta, mediante su imagen, es su poder, en parte el poder moderno, estatal y letrado que la escritura indica, pero también y más allá de este poder “simbólico”, el poder que le da el hecho de ser, en tanto mímesis o simulacro, una pura imagen. “La imagen es más poderosa que aquello de lo que es la imagen” (p. 62), y es que, así entendida, tiene la potencia de aquello que, como el utensilio averiado “no se pierde en su uso” y que, como el cadáver, deviene su propia imagen (Blanchot, 1955, pp. 270-271). En otras palabras, tiene la potencia del fetiche y su sustracción respecto de los códigos y estructuras que determinaron su uso y su valor.
Lo interesante es que Lévi-Strauss identifica esta aprehensión de la escritura, o de su imagen, como una apropiación de su “fin sociológico” por oposición a su “fin intelectual”, algo así como la captura de su cáscara política, por oposición a su supuesto núcleo intelectual (lo que le daría a la escritura su sentido propio y sin comillas). Y aquí Lévi-Strauss en cierta forma reproduce la estructura tanto del territorio soberano como el de su archivo, al distinguir entre un espacio de la política al exterior tanto de la escritura como de las fronteras nacionales y de los muros del archivo,12 y un espacio de interioridad prepolítica al interior de estas fronteras y de estos muros, lo que nos recuerda el postulado de una paz dada como naturalización del contrato social al interior del territorio soberano (y la posibilidad de la guerra hacia fuera), y que para el caso del archivo nos recuerda la suspensión de la pregunta por la decisión y la contingencia histórico-política que subyace a la producción del archivo y la constitución de sus colecciones (suspensión correlativa a la pregunta por todo aquello que, dejado al exterior del archivo, es abandonado a la posibilidad del olvido).
Por el contrario, y como ya se señaló más arriba, en el caso de los archivos nambikwara, de Saygüeque o Llanquetruz, o el del mismo Aburto Panguilef, la inscripción y exhibición del fetiche políticamente potente (tanto por su irreductibilidad material como histórica) es la condición para el funcionamiento de sus respectivos archivos. Es decir, de él, en tanto punto irregular y extraordinario, dependen las reglas de legibilidad y la eficacia de la que dichos archivos dotan a sus registros, como por ejemplo los nombres propios, o más precisamente, su obliteración, entre los nambikwara, o su funcionamiento como registros de alianza entre los mapuche (laku). Sin embargo, esta distinción es demasiado esquemática y taxativa, ya que, como vimos, los archivos republicanos pueden oscilar entre la clasificación representacional académica o administrativa y la contemplación aurática de reliquias y fetiches. Pareciera ser que tanto el que hemos llamado archivo nómade como el sedentario requieren y trabajan a la vez con fetiches y con códigos o, en otras palabras, con acontecimientos y con reglas. Esto pues es imposible pensar una sociedad, o más bien un archivo, que sea puro carisma y excepción y que no registre más que contagios y devenires (puras alianzas); así como es impensable uno que sea la pura gestión de un programa fijado en torno a herencias e identidades inmutables (pura filiación). Las condiciones histórico-políticas determinarán el énfasis o la inclinación hacia uno u otro extremo, así como las formas de articulación o captura de uno de estos polos del archivo por el otro.
Así, por ejemplo, el archivo arqueológico contemporáneo, en su esfuerzo de legitimación científica, tiene especial recaudo en desmarcarse de toda apreciación fetichista de las piezas y vestigios que colecciona, de toda forma de valoración del objeto que no derive de su contexto en el sentido más técnico del término (de ahí que no haya peor anatema para el objeto arqueológico que el de ser clasificado como “sin contexto”). Y sin embargo, la arqueología no deja de responder a un mandato de resguardo y conservación de estos objetos en su irreductible materialidad, más allá o más acá de su valor relativo como depositarios de información científica. Este fetichismo mínimo, correlativo de cierta economía política y/o de cierta estética de la autenticidad, es en cierta forma análogo al “carisma de cargo o de función” del que habla Max Weber (2014), y que subyace a las formas no carismáticas de la dominación como una suerte de combustible o lubricante tras las exigencias formales de la tradición o de la racionalización (pp. 371-373). Esta funcionalidad relativamente marginal o marginalizada del carisma y del fetiche es correlativa a su comprensión hegemónica como formas primitivas, plebeyas o irracionales de la política y de la museografía respectivamente.
De esta forma vemos cómo la dimensión mágico-carismática del fetiche y su potencia excepcional puede trabajar para la instauración y el funcionamiento de estas formas sedentarias y modernas del archivo, que son aquellas que estabilizan (por no decir naturalizan) ciertos códigos, ciertos contratos o ciertas identidades al referirlas, o bien al dato de un sistema de relaciones (contexto, estructura, sistema, etc.), o al dato de un origen natural, prehistórico y orientado hacia la filiación. De la misma forma, pero en sentido inverso, podemos ver cómo del lado del archivo nómade, el recurso a aquellos símbolos o imágenes del orden estatal y sedentario puede servir para reafirmar la potencia aurática de su condición de fetiche, entendido como un montaje indicial de contagios y devenires activados por las alianzas.

Del “Superior Gobierno” y sus comillas

Esta manera de comprender la tensión entre archivos nómades y sedentarios nos permite revisar las conclusiones del artículo ya citado de Vezub, cuando asocia la caída de Saygüeque en el “callejón sin salida de la sujeción” ante el stado argentino, al doble movimiento de un “‘contagio estatal’ experimentado por la autoridad indígena de Saygüeque, frente a otro inverso de ‘contagio segmental’ del aparato de stado”. Este “contagio estatal” se reconocería, por ejemplo, en el hecho de que este cacique se hacía llamar “Superior Gobierno” o en “la formalización del poder y el rango” asociado a “la verticalidad del parentesco”, lo que podemos interpretar como una reorientación hacia el orden de la filiación en desmedro del orden horizontal de las alianzas (2011, p. 670). En este marco, Vezub sugiere que la derrota del proyecto político de Saygüeque –y que implicaba la mantención de su autonomía– se explicaría o al menos se correlacionaría con dicho proceso de contagio, pero entendiéndolo en una clave que se podría calificar de ideológica: habría ocurrido una interiorización de la comprensión sedentaria, moderna y estatal de la relación entre guerra, paz y soberanía, por parte de Saygüeque. En otras palabras, una renuncia a su afirmación guerrera y un sometimiento a una idea naturalizada del contrato social. Pero ¿no podría decirse de estos enunciados formalmente estatales lo mismo que hemos dicho respecto de la escritura, de los uniformes o de los nombres propios? Podrían entenderse entonces como expresiones de una performance mimética de Saygüeque, es decir, de la captura fetichista de imágenes estatales y de sus figuras archivísticas; por la cual, más que sintomatizar un proceso de asimilación y subordinación a los criterios estatales del archivo y de la subjetividad política, Saygüeque habría afirmado la simetría política entre los enemigos reunidos por la guerra que los emplaza a la negociación, la alianza y sus contagios mágico-carismáticos. De ser así, quizás habría que buscar las causas de la derrota más en las condiciones militares de imposición de un archivo sobre otro (la fuerza que en definitiva dota de legibilidad y eficacia a los registros de un archivo), que en la captura de imágenes de un archivo por parte del otro.
Ahora, en cuanto al otro contagio, al de “las huestes de Julio Argentino Roca [cuando] se contagiaban de la ‘máquina de guerra’ en su modalidad de contra-malón” (Vezub, 2011, p. 670), creo que no solo invierte el contagio de Saygüeque al capturar una máquina nómade y hacerla funcionar para el aparato político-archivístico del Estado sedentario, sino que la invierte una segunda vez al pasar de una captación que podríamos llamar mágica, a una más bien técnica, es decir, de la captación de una imagen a la captación de una mecánica. En otras palabras, y tal como acabo de sugerirlo, si en el caso de Saygüeque la captura de la imagen estatal tenía sobre todo que ver con el capital mágico y carismático de dicha imagen –o, para seguir con la terminología algo anticuada de Lévi-Strauss, con su “eficacia simbólica”–, en el caso de la huestes de Roca parece tratarse más bien de la captura, al menos en una primera instancia, de la eficacia técnica, es decir, estratégico-militar del contramalón (y que de paso asegura por la fuerza la eficacia de su respectivo archivo o, si se quiere, sostiene la fuerza del archivo en su eficacia). Y aquí cabe advertir que la diferencia entre ambas capturas no tiene que ver con la dudosa distinción entre pensamiento mágico indígena y racionalidad instrumental occidental, puesto que, por ejemplo, la captura del caballo como tecnología por las poblaciones indígenas de la Araucanía y la Patagonia parece corresponder también al segundo tipo de captura, lo que no implica una obliteración total del primer tipo, sino que nos obliga a afinar los estudios para comprender cómo (en los dos casos, el mapuche y el argentino) ambas formas de captura se han articulado, sucedido y/o yuxtapuesto.
Volviendo ahora a la captura mimética de la imagen del “Superior Gobierno”, ese gobierno o Estado entre comillas enunciado por Saygüeque, es importante indicar que su condición mágica de imagen –que es otra manera de entender la condición figurada que le dan las comillas– no se debe solo a la carencia de un aparato militar análogo al de las repúblicas chilena o argentina, o a que poseyendo cierta capacidad militar, no se sostenga sobre el postulado de un monopolio estatal de la violencia. Las comillas indican también otra cuestión, una en torno a la relación entre soberanía y decisión; de hecho, se podría decir que las comillas de ese “superior gobierno” remiten a otras, las que creo le caben a la dimensión “soberana” de sus decisiones. Recordemos la piedra de Kallfukura nombrada un poco más arriba, esa piedra fetiche o piedra acontecimiento de la que el longko recibía las decisiones políticas, y que por lo tanto marcaba el punto de heteronomía que, como he propuesto en otros trabajos (Menard, 2017), caracteriza una forma mapuche de tomar o de producir, o al menos, de justificar las decisiones. Así, y a diferencia de los modos modernos de relacionar decisión y soberanía estatal, como son el autoritarismo schmittiano o el contractualismo liberal, este modo mapuche comparte con el primero la comprensión excepcional y milagrosa de la decisión política, pero se diferencia de él, puesto que desplaza siempre su origen hacia un punto heterogéneo (piedras, sueños, visiones, cantos de pájaros, etc.) respecto del sujeto a través del cual pasa esa decisión. De esta manera evita la constitución de un soberano como decisor del estado de excepción y la consecuente centralización del poder en la figura de un Estado (p. 340).
A partir de estos ejemplos mapuche, podemos concluir que algo como los archivos indígenas no solo se diferencian de los republicanos modernos por no coleccionar y organizar fetiches y acontecimientos en unos espacios supuestamente neutros y homogéneos, en la medida en que son en sí mismos fetiches y acontecimientos, sino también por remitir a una forma heteronómica de constituir poder y autoridad, a una puesta entre comillas de la soberanía. En este sentido, debemos recordar que, en lugar de decir que Mangil o Kallfukura poseían unos archivos, habría que decir que ellos, sus cuerpos y sus hazañas, hacían parte, junto con los papeles, uniformes, nombres propios y piedras poderosas, de unos archivos-fetiches. Es quizás en este sentido que puede interpretarse la recurrente frase de Aburto Panguilef, “no me pertenezco”, expresión con la que remitía sus decisiones a una vocación profética que lo superaba y que, en este caso, podemos considerar encarnada en el absorbente trabajo de escritura y producción de ese archivo que lo poseía. Pavez Ojeda (2016) ha explorado esta correlación entre archivo, fetiche y heteronomía, mediante la comparación de tres proyectos de “repúblicas” indígenas: el del cacique y chamán kuna Nelé Kantule, el del líder nasa/paez Quintín Lame y el de Manuel Aburto Panguilef, repúblicas que coloco entre comillas justamente por compartir la dimensión heteronómica que materializan sus respectivos archivos-fetiches en tanto vehículos de influencias provenientes de una exterioridad política y espiritual. Se dibuja así la figura de unas “repúblicas” que en sus comillas reenvían al antiguo modelo colonial de la República de Indios, esas “repúblicas imperfectas, según la clasificación vitoriana, reunidas en una república perfecta” (Levaggi, 2001, p. 428). Pero que también reenvían, y en el caso mapuche de forma aún más directa, a esa “soberanía (interna) mapuche, instituida sobre la base legitimante de una soberanía externa (hispana)” que según el abogado José Lincoqueo habría sido el “resultado imprevisto” de la serie de parlamentos hispano-mapuche realizados desde el famoso parlamento de Quilín de 1641. En este sentido explica Lincoqueo que “esto implicó que spaña no lograra jamás la hegemonía sobre la nación Mapuche, ni ésta lograra su independencia absoluta” (Pavez Ojeda, 2006, p. 11). Ni independencia absoluta, pero tampoco hegemonía absoluta, lo que es otra forma de señalar el poder contagioso de las comillas por las que las “repúblicas indígenas”, en la potencia mimética de sus archivos fetiches, relativizaron las pretensiones naturalizantes y absolutas de la soberanía colonial y siguen relativizando las de la soberanía republicana moderna.

Notas

1 Una primera versión de este texto fue presentada en el Encuentro-Debate “Archivos indígenas: uso, circulación y apropiaciones de la escritura en Araucanía, Pampa y Patagonia”, organizado por Ingrid de Jong y Julio Vezub, en el marco del II Congreso Internacional de Pueblos Indígenas en América Latina –CIPIAL–, Santa Rosa, La Pampa, 20 al 24 de septiembre de 2016.

2 Hasta cierto punto, esta perspectiva se acerca a la que, en sus reflexiones teóricas y etnográficas sobre el proceso de restitución del cráneo de Mariano Rosas a las comunidades rankülche de la provincia de la Pampa, Axel Lazzari (2008) llama “una metodología fetichista”: una que da cuenta tanto del poder de agencia del fetiche –en ese caso, un cráneo– entendido como “un objeto material que viene atrayendo en torno a sí a cientos de personas desde hace más de un siglo”, como de su dimensión acontecimental, por ejemplo, cuando escribe que “el acontecimiento del descubrimiento de la momia [de Mariano Rosas], y no la momia en sí, es el fetiche” (pp. 36, 43).

3 Me permito recurrir aquí a la noticia de El Meteoro de Angol (junio de 1869) citada por Jorge Pavez Ojeda (2008): “El señor Pradel aparece dominando a los bárbaros con su palabra, con su prestigio, con su astucia y con un talismán que tiene para los salvajes el mismo respeto que la Biblia para los cristianos, el Alcorán para los mahometanos. Este talismán consiste en un atado de papeles envueltos en un trapo por el cacique Mañil, que se los envió en consulta con su hijo Quilapan, al Jeneral Urquiza, el cual no alcanzó a recibirlos porque el mensajero no pudo pasar la Cordillera por efecto de una terrible nevazón. Mañil confió después esos papeles al señor Pradel, y este les agregó otros papeles más, haciéndoles consentir a los caciques que eran documentos que Mañil le había entregado para defender los terrenos de ultra Biobio. Después de la muerte de Mañil, Quilapan tuvo guardados estos papeles con mucha veneración, como si hubiesen sido algún amuleto o cosa por el estilo. n este talismán hace consistir el sen or Pradel el influjo que tiene entre los indios” (pp. 89-90).

4 Es a lo que Foucault (2000) se refiere cuando habla de los discursos jurídico-filosóficos por oposición a los histórico-políticos, esto es, a la diferencia entre aquellos que plantean un sentido trascendental de la historia y aquellos que hacen de la historia misma un arma en manos de un bando en disputa.

5 En un texto posterior sobre el mismo episodio de restitución del cráneo de Mariano Rosas, Lazzari (2017) aborda justamente esta tensión entre acaparamiento fetichista y desfetichización clasificatoria en la relación de la institución científica, en este caso el Museo de la Plata, con aquel cráneo fetiche, en la medida en que las notas que lo identificaban yuxtaponían un número de clasificación genérico (“cráneo 292”) con un nombre propio “Mariano Rosas”. Siguiendo una terminología latouriana, Lazzari escribía sobre esta situación ambivalente, lo siguiente: “neither a ‘well-constructed’ object nor a fetish (a war trophy) the skull stays as a factish” (p. 34), afirmación en que el concepto de “factish” o “factiche” se relaciona con la comprensión que he llamado afirmativa del fetiche, en la medida en que suspende las oposiciones ontológicas entre persona/cosa o sujeto/objeto, y releva de este modo su capacidad de agencia, es decir, su capacidad “hacer hacer cosas” a la gente. Pero creo que indica algo que excede la conceptualización demasiado genérica (u ontológicamente plana) que Bruno Latour (2009) desarrolla del término (pues puede ir desde la bomba de neutrones hasta un cigarrillo, pasando por esculturas y novelas), a saber, esta tensión no solo ontológica, sino también histórico-política entre, por un lado, la exhibición del fetiche como índice del acontecimiento (político y militar en este caso) que funda la colección museográfica y, por otro, su neutralización científica por los aparatos clasificatorios y representacionales del archivo museográfico así constituido.

6 Siguiendo la descripción que da Riegl en 1903 (1987) del “culto moderno a los monumentos”, tanto su decimonónico valor de historicidad como su más reciente valor de antigüedad remiten a algo fuera del monumento mismo: en el primer caso, al lugar irreductible que señala en la escala de la evolución universal de la Historia con mayúscula; en el segundo, al paso del muy moderno tiempo abstracto (tiempo dado, vacío y homogéneo) que los fue cargando de ese valor subjetivo que emana de la ruina.

7 Recordemos que la separación de la filología como disciplina preocupada por aquello que de los textos puede ser reproducido, de otras disciplinas como las consagradas a la historia del arte o la estética y que consideran la cuestión de la singularidad material de su objeto (su autenticidad), coincidió con un tiempo en que los nacimientos monstruosos dejaban de ser leídos como prodigios y presagios indiciales, y comenzaron a ser leídos en términos científicos, es decir, reduciendo su excepcionalidad a los mismos elementos y las mismas leyes que rigen a los animales normales (Ginzburg, 1999). Desfetichización de la excepción, sea esta la de la monstruosidad del monstruo o de la autenticidad del manuscrito, que en cierta forma es correlativa de la ya señalada neutralización de la excepcionalidad contingente sobre la que se fundan archivos y Estados.

8 Algo que recuerda aquella “presión de la impresión antes de la división entre lo impreso y el impresor” de la que habla Jacques Derrida (1995, p. 36) para referirse a la cualidad del archivo, no solo de registrar sino también de producir el acontecimiento.

9 Es importante indicar que esta forma no estatal del archivo, este archivo fetiche no es un constructo estricta y etnológicamente indígena, ya que, por ejemplo, puede ser hallado en esa forma plebeya del archivo y del museo que constituyen las animitas. Recordemos que, más que representar la persona de un difunto, las animitas marcan un acontecimiento (trágico) y, en función de su potencial milagroso, pueden irse cargando históricamente de acontecimientos, es decir, de favores concedidos. De este modo, la animita va acumulando los registros de su historicidad, y así gana en su capital de individualidad y produce un área de influencia en torno a su singular posicionamiento histórico y territorial. Como bien lo muestra Lilith Kraushaar (2016) en su estudio sobre la animita de Botitas Negras en la ciudad de Calama, esta se constituye en una suerte de archivo fetiche conformado por el conjunto heterogéneo de peticiones y promesas inscritas en cartas o en grafitis, sumadas a los exvotos, placas de agradecimiento, osos de peluche, velas y flores, con que se va materializando la historia de su relación (esa especie de “contrato” según Kraushaar) con los devotos y que podríamos decir es la historia (y la expresión) de su potencia (pp. 266-273).

10 Lo que además le permitió perpetrar su famosa invectiva contra la escritura por la que Derrida (1967) le enrostrara el etnocentrismo inconsciente, por el cual no era capaz de reconocer formas no occidentales de escritura, es decir, que no estén subordinadas a una representación gráfica de la palabra (p. 175).

11 Lo que no difiere mucho de la manera en que el objeto exótico, el monstruo o la curiosidad era –y sigue siendo– exhibido en esos antiguos gabinetes de curiosidades, pero también en museos y archivos más recientes, así como en todo tipo de espacios más o menos públicos, más o menos informales, destinados a su exhibición.

12 Es justamente esta supuesta exterioridad de la política, así como de la escritura (o de la diferencia) respecto de una comunidad nambikwara plenamente presente para sí misma y dotada de una interioridad oral, la que Derrida critica y deconstruye en el texto de Lévi-Strauss. En este mismo sentido, cuestiona la trasparencia con que este último distingue en la escritura el orden de lo sociológico o de lo político respecto del orden científico e intelectual, como si pudiera existir un “conocimiento y sobre todo un lenguaje científico…que podríamos declarar a la vez extranjero a la escritura y a la violencia” (Derrida, 1967, p. 186).

 

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Recepción del original: 05 de noviembre de 2017.
Aceptado para publicar: 25 de marzo de 2018.