DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i3.2033
ARTÍCULOS
Doctrinal, parliamentary, and juridical controversies over the Federal Control of the Press (1862-1890)
Laura Cucchi1
María José Navajas2
Resumen: Este artículo reconstruye diversos instrumentos y limitaciones del control de la prensa en la esfera federal, y examina las controversias sobre el tema entre la reforma constitucional de 1860 y finales de la década de 1880. Con ese fin se abordan debates legislativos, mensajes presidenciales, fallos de la justicia federal, así como intervenciones de juristas en la prensa especializada de la época y las tesis doctorales que, en la Universidad de Buenos Aires, abordaron esta problemática.
Palabras clave: Argentina; Siglo XIX; Libertad de imprenta; Prensa política; Federalismo.
Abstract: This article analyses the instruments and limitations in the federal control of the press between the constitutional reform of 1860 and the end of the 1880s. To that end, we examine legislative debates, presidential addresses, Supreme Court rulings, articles of jurists in the specialized press and doctoral theses of the University of Buenos Aires that addressed this issue.
Keywords: Argentina; 19th century; Freedom of the press; Political Press; Federalism.
La prensa fue un actor político decisivo en las repúblicas hispanoamericanas
del siglo XIX. Contribuyó a dotarlas de nuevos principios de legitimidad, al
tiempo que constituyó uno de los principales canales para expresar desacuerdos
e impugnar a las autoridades. Las publicaciones funcionaron simultáneamente,
y en tensión, como espacio de libre intercambio de opiniones y de
expresión de la “voluntad general”, y se erigieron de ese modo en encarnación
de la elusiva “opinión pública”. Por esos motivos, los nuevos gobiernos republicanos
proclamaron y sancionaron una amplia libertad de prensa.3 En el Río de
la Plata, un decreto de 1811 estableció el derecho de todo hombre de publicar
sus ideas sin censura previa, y posteriormente leyes similares se sancionaron en
los Estados provinciales tras el colapso del gobierno central en 1820. Aunque
más tarde esa libertad se vio seriamente recortada, especialmente durante el
rosismo, la Constitución de 1853 volvió a incluirla entre los derechos que se les
reconocían a todos los habitantes de la Confederación Argentina (Myers 1997;
Goldman, 2000; Goldman y Pasino, 2008; Molina, 2009; Wasserman, 2009).
En todos los casos, la proclamación de la libertad para publicar y divulgar
ideas se planteó en contrapunto con mecanismos legales para sancionar
aquello que se presentaba como “abusos de la prensa”: los escritos considerados
subversivos contra el orden o la religión y los que suponían una injuria a
personas públicas o privadas.
Este artículo reconstruye diversos instrumentos y limitaciones en el control
de la prensa en la esfera federal, y examina los debates que se dieron
sobre el tema entre 1860 y finales de la década de 1880.4 La reforma constitucional
de 1860 dejó la reglamentación del funcionamiento de los impresos
en manos de las provincias, pero muy pocas sancionaron normativas en las décadas que siguieron.5 En ese escenario de vacancia normativa, el Poder Ejecutivo
Nacional demandó la sanción de una ley que permitiera la actuación
de los poderes federales cuando el discurso de los diarios promoviera atentados
contra el “orden público”. Pero la opción legislativa resultó frustrada en
varias ocasiones y las autoridades nacionales apelaron a otros instrumentos
para controlar a la prensa. Por una parte, las Cámaras del Congreso invocaron
privilegios parlamentarios para ordenar el arresto de periodistas bajo el argumento
de que las publicaciones, al censurar o ridiculizar el accionar de los
legisladores, violaban sus inmunidades. Por otra, el Ejecutivo nacional utilizó sus facultades durante el estado de sitio para clausurar periódicos acusados de
contribuir a la inestabilidad política con su retórica subversiva (Lettieri, 1998;
Bressan, 2015). Tales instrumentos provocaron importantes controversias sobre
la compatibilidad entre la defensa de las libertades de la prensa y el imperativo
de la gobernabilidad.
A continuación, analizamos los principales debates intelectuales, las
propuestas legislativas, los fallos de la Corte Suprema y las tesis doctorales de
la Universidad de Buenos Aires que estudiaron esta problemática.6 Este enfoque
permite rastrear la circulación de argumentos e ideas entre diversas esferas
del debate público y entender su compleja articulación con los cambiantes
contextos políticos en los años abordados.
Los debates sobre la libertad de prensa entre 1862 y 1890 se alimentaron
de controversias previas que conviene mencionar brevemente, pues los
argumentos allí desplegados fueron retomados y expandidos a lo largo de todo
el período.
En primer lugar, las normativas provinciales sancionadas en la primera mitad del siglo que continuaron en vigencia durante parte de la segunda, como
las leyes de Buenos Aires, Entre Ríos y Córdoba (que aplicaba la de Buenos
Aires). En segundo lugar, los debates de la Convención Constituyente de 1860.7 En ese ámbito se expresó claramente la preocupación por garantizar la plena
vigencia de la libertad de prensa y establecer que toda reglamentación sobre
impresos, así como la potestad para reprimir sus abusos, debía quedar en el ámbito de la soberanía provincial (Ravignani, 1937, p. 773). En esa conclusión
pesaron, además de la legislación de Estados Unidos en la materia, los intentos
de las autoridades de la Confederación Argentina por controlar a los periódicos
opositores aun sin herramientas legales. Para evitar entonces tal intromisión
del poder federal se propuso la inclusión del siguiente artículo: “El Congreso
Federal no dictará leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre
ella la jurisdicción federal”. El alcance y aplicación de ese precepto, luego
sancionado como artículo 32, fueron controvertidos y promovieron variadas
interpretaciones en las décadas siguientes.
En tercer lugar, una influencia poderosa en los debates legislativos estuvo
dada por las polémicas acerca de la prensa política entre Alberdi y Sarmiento,
y entre Sarmiento y Facundo Zuviría. La primera controversia estuvo vinculada
a las disímiles posiciones sobre la organización nacional expuestas por
Alberdi en sus Cartas Quillotanas y por Sarmiento en las cartas abiertas publicadas
en el diario El Nacional y conocidas como las Ciento y Una. Pero en ella
puede vislumbrarse el espectro de posiciones sobre el oficio de periodista y el
espinoso rol de la prensa en un sistema republicano. En ese entonces, Alberdi
criticó y descalificó lo que entendió como “prensa de combate”, que socavaba
la legitimidad de los gobiernos, y defendió un nuevo rol para las publicaciones
como “prensa de paz”, dedicada al estudio del comercio, la jurisprudencia,
entre otros aspectos. Por su parte, Sarmiento defendió su oficio de periodista y
llamó la atención sobre el poder de la prensa para contestar a las autoridades,
pero también para sostener a los oficialismos (Alberdi y Sarmiento, 2005). A su
vez, la polémica con Facundo Zuviría se desató por la publicación en 1857 de
su libro a favor de una ley restrictiva de la prensa en Buenos Aires.8 Sarmiento
(1899, pp. 99-103, 109-113, 116-118) reconoció allí los dilemas que la libertad
de las publicaciones traían para el sostenimiento del orden republicano;
sin embargo, mantuvo una postura contraria a las leyes regulatorias. Estos dos debates circularon extensamente por los territorios que en 1861 se unificaron
en la actual República Argentina, y los argumentos allí desplegados fueron
retomados, expandidos y contestados en todos las polémicas sobre la prensa
durante los años siguientes.
A poco de inaugurada la nueva etapa con la vigencia del flamante texto
constitucional y el establecimiento de las autoridades nacionales en Buenos
Aires, se presentó un proyecto en el Congreso a instancias del diputado correntino
José María Cabral,9 quien propuso que la Cámara creara una comisión
especial para dictar una ley de imprenta y el juzgamiento de sus abusos
por jurados populares. Consideraba tal normativa necesaria para proteger a las
publicaciones frente a las presiones de los oficialismos en aquellas provincias
que carecían de leyes específicas sobre la materia. Contra quienes objetaron
el proyecto por ser contrario al artículo 32 de la Constitución, el diputado sostuvo
que no se trataba de restringir, sino de garantizar el libre ejercicio de la
palabra sin censura previa. En este punto, enunciaba una cuestión que apareció posteriormente de manera reiterada: si reglamentar un artículo constitucional
significaba restringir el derecho por él enunciado.
Cabral argumentó, además, que aunque la carta nacional sostenía que
la represión de este tipo de abusos era “privativa de la soberanía provincial”, 10 las provincias no contaban aún con sistemas institucionales lo suficientemente
desarrollados para encarar esta tarea.11 Y que, por el contrario, el “Congreso
Nacional, este gran jurado, es indudablemente el cuerpo deliberante más competente
para lejislar sobre la materia”. Esto era así no solo por su superioridad
intelectual, sino porque la Constitución le había encargado explícitamente legislar
sobre el sistema de juicio por jurados, que era “el único juicio posible para los delitos de imprenta”, puesto que daba a los ciudadanos “garantías
libérrimas” (1865, pp. 130-132).
De esa manera, en un sentido general, Cabral pedía al Congreso que
fomentara, mediante la sanción de una ley, la tarea civilizatoria y el conocimiento
de las obligaciones, garantías y derechos del esquema republicano y
federal recientemente adoptado, en un período en que los mismos legisladores,
y más aún el resto de la población, desconocían parte importante de las
características del nuevo sistema. Por eso no es sorprendente que el proyecto
no prosperara, pues los propios diputados no estaban muy seguros de qué resultaba
constitucional y qué no. Como sintetizaba el diputado Adolfo Alsina:
“De la discusión que ha tenido lugar no he formado mi opinión y cada vez veo más confusa la cuestión bajo el punto de vista de la Constitución. Tan es así, que tanto el autor del proyecto como los demás Diputados que han hecho uso de la palabra, se han preocupado más del espíritu de la Constitución que de su letra, lo que importa que cuando menos, hay contradicción entre uno y otra” (1865, p. 137).
En sintonía con estos debates, se plantearon dos casos en la Suprema
Corte que sentaron precedentes importantes para la interpretación de los alcances
del artículo 32 y las atribuciones de las autoridades federales para sancionar
a las publicaciones (y a los periodistas) bajo la figura del desacato. Ambos
se presentaron en 1864 y fueron resueltos por el mismo tribunal. El primero
involucró al jefe de Policía, injuriado por el Dr. D. Manuel Argerich en el diario El Nacional. El ministro de Justicia instruyó al fiscal para que hiciera una
acusación ante los tribunales federales, pero el juez de Sección se declaró incompetente
alegando que los delitos de injurias y desacato contra autoridades
nacionales no involucraban a la prensa. La apelación del fiscal fue resuelta
por la Corte, que ratificó la exclusión de los tribunales federales. Sin embargo,
pocos meses después, en la acusación contra Benjamín Calvete por injurias
y amenazas al senador Martín Piñero en el diario El Pueblo, la Corte falló en
sentido opuesto, es decir, reconociendo la competencia de la justicia federal
(Guastavino, 1864, tomo 1, pp. 130-148, 297-301).
¿En qué radicaba la diferencia entre ambos casos? El argumento clave
planteado en el veredicto remitía a las inmunidades parlamentarias contempladas
en el artículo 60. Allí se estipulaba que “Ninguno de los miembros del
Congreso puede ser acusado, interrogado judicialmente, ni molestado por las opiniones o discursos que emita desempeñando su mandato de legislador”. Esa
prerrogativa, según la Corte, debía “interpretarse en el sentido más amplio y absoluto”,
y correspondía a los tribunales de la nación resolver sobre las acciones
que transgredieran dicho precepto. Por otra parte, con respecto a los alcances
del artículo 32, la Corte suscribía a una definición plural, no unívoca, de los
delitos de imprenta y precisaba que la exclusión de la jurisdicción federal solo
se refería a:
“aquellas infracciones de las leyes comunes que pueden ser castigadas por los Tribunales de Provincia…como son: las ofensas a la moral, y demás que se cometan abusando del derecho garantido a la prensa de poder discutir libremente todas las materias religiosas, filosóficas y políticas; las injurias y calumnias inferidas a personas privadas, o a empleados cuyas faltas es permitido denunciar o inculpar, porque la Constitución no les ha concedido inmunidad; pero que de ningún modo se estiende a aquellos delitos que, aunque cometidos por medio de la prensa, son violaciones de la Constitución Nacional o atentados contra el orden establecido por ella, y puesto bajo el amparo de las autoridades que ha creado para su defensa” (Guastavino, 1864, tomo, 1, p. 301).
El fundamento del fallo revelaba una tensión clave del texto constitucional:
si bien reconocía las garantías y derechos conferidos a las publicaciones,
también advertía sobre los preceptos que resguardaban el accionar del Congreso.
La acusación contra Calvete refería al delito de desacato contra un senador
y por ello la Corte reconoció la competencia de la justicia federal, pues la
propia Constitución había conferido a los legisladores garantías y amparos para
el ejercicio de sus funciones.12 El tribunal entendía que ese privilegio quedaría
burlado “si los libelos impresos contra los Representantes por las opiniones
que emitan en el Congreso no pudieran ser acusados ante los Tribunales de
la Nación”. Por otra parte, en el mismo fallo se delimitaron los delitos contra
privados y contra funcionarios sin inmunidades, cuyo conocimiento competía
a los tribunales locales; mientras que las acciones definidas como atentados
contra el orden público o contra la nación quedaban bajo la jurisdicción de la
justicia federal.
Un par de años más tarde, la Corte resolvió sobre otra demanda contra una publicación bajo la acusación de “delito contra la Nación”. El juez federal
había rechazado la presentación del fiscal Zavalía aduciendo argumentos
semejantes a los planteados en los casos anteriores. La apelación del fiscal
fue rechazada por el tribunal, que avaló el fallo del juez y ratificó la exclusión
de la jurisdicción federal (Guastavino y Tarnassi, 1867, tomo 3, pp. 371-376).
Sin embargo, interesa detenerse sobre el planteo del fiscal y su interpretación
del artículo 32, porque posteriormente fue recuperada por el Ejecutivo en el
escenario del levantamiento mitrista de 1874 para impulsar la elaboración de
una ley de imprenta federal. Según Zavalía, cuando el orden público y las
instituciones estatales eran amenazados por publicaciones que incitaban “a la
sedición, a la rebelión y a la traición”, se trataba de un delito contra la nación
cuya competencia no podía ser otra que la de los tribunales federales. Asimismo,
señalaba que la reforma constitucional de 1860 no había inhabilitado al
Congreso para legislar sobre el funcionamiento de la prensa. Si bien se le impedía
establecer la jurisdicción federal sobre los delitos comunes de imprenta,
de ninguna manera le estaba vedada la posibilidad de sancionar leyes sobre los
delitos contra la nación:
“Sostener lo contrario es suponer que por medio de la prensa no se puede cometer delito contra la Nación y sí contra la Provincia, o que si puede cometerse contra aquella carece de los medios de represión necesarios. Pero una y otra suposición son insostenibles; si se puede atentar al orden público en las Provincias, se puede igualmente atentar contra la Nación; la incitación a la revuelta es un delito contra el cual se defienden las Provincias por medio de sus leyes y de sus tribunales. ¿Y la incitación a la revuelta, a la traición, podrían ser actos inocentes por ser contra la Nación?” (Guastavino y Tarnassi, 1867, tomo 3, p. 376).
Estas controversias sobre la reglamentación de la prensa, su protección
o los límites a su ejercicio se agravaron a finales de la década, en el marco de
la crisis política abierta por los levantamientos federales que en las provincias
contestaban el poder de las nuevas autoridades nacionales, y por la extensión
del conflicto en el frente externo por la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay. 13 En ese escenario convulsionado, el Ejecutivo nacional apeló repetidas
veces a instrumentos de excepción como el estado de sitio, lo cual puso en el centro del debate público el uso (o, para muchos, el abuso) que el gobierno
estaba haciendo de esa facultad constitucional, y la necesidad de regularla
fijando tanto los límites a su utilización, como los controles posteriores que
el Congreso debía realizar sobre el uso de esos instrumentos por parte del
presidente.14
La mayor controversia se dio entre 1867 y 1868. Entonces, un grupo de
diputados liderado por Carlos Tejedor pidió que el Ejecutivo informara cuáles
eran sus atribuciones durante el estado de sitio. En virtud del informe elaborado
por ese poder, la Comisión de Negocios Constitucionales consideró que el
presidente se estaba extralimitando en sus facultades y exhortó a la Cámara a
dictar una ley reglamentaria que pusiera límites al Ejecutivo. El proyecto fijaba
que “la Constitución no autoriza para cerrar imprentas, suspender periódicos,
prohibir su circulación por las oficinas de Correos, ni ejercer derecho alguno
sobre las cosas sin sujeción a las leyes protectoras de imprenta”. Aunque no fue
aprobado, generó acalorados debates que luego fueron tomados como antecedentes
doctrinarios por los Congresos subsiguientes. Los defensores de vastos poderes presidenciales asimilaron el estado de sitio a un estado de guerra y tensaron la cuerda hasta postular una incompatibilidad de fondo entre el principio de autoridad y el pleno goce de derechos civiles y políticos. En ese marco, sostuvieron que, en
casos tan graves de conmoción interna o externa, pues, como sostuvo el ministro
Rufino de Elizalde presente en el recinto, el “derecho de guerra” constituía “un derecho preexistente a la constitución y de él necesita la sociedad para
salvarse” (Elizalde, 1876, p. 87). Esta posición fue la que predominó, y no se
aprobó el proyecto de Tejedor para limitar al Ejecutivo. El presidente quedaba
así habilitado para perseguir a la prensa opositora en los extensos períodos en
que rigió el estado de sitio durante la segunda mitad del siglo (Baudón, 1939).
Las polémicas sobre esta materia volvieron a producirse en la década
siguiente, en el marco de la discusión de proyectos reglamentarios y durante
el dictado y ejecución del estado de sitio en determinadas coyunturas de alta
efervescencia política.15 Pero entonces el debate público y la circulación de argumentos
sufrieron algunas modificaciones, tanto en función de la moderación relativa de la conflictividad,16 como por la ampliación y profundización de los
debates constitucionales en la Justicia Federal y en la Universidad de Buenos
Aires.
Esta etapa se caracterizó por un nuevo consenso político que siguió a
un realineamiento de las agrupaciones que habían dominado la escena pública
de las décadas anteriores. Por una parte, se produjo la declinación del Partido
Nacionalista liderado por Mitre, cuyo poder se vio desgastado por tensiones
internas y por el costo político que supuso la conflagración con el Paraguay.
Por otra, los autonomistas porteños iniciaron un acercamiento a miembros del
Partido Federal que en el conjunto de las provincias habían sobrevivido a la
muerte de Urquiza y a la derrota de los levantamientos. Sobre la base de ese
acercamiento entre federales y autonomistas porteños se organizó una nueva
constelación política denominada Partido Nacional, que fue la base del triunfo
electoral de Domingo F. Sarmiento en 1868. En los años siguientes hubo
relativa calma política, conforme el presidente lograba desarmar los núcleos
de poder en las provincias que contaban con recursos para contestar el poder
del gobierno nacional. Sin embargo, los conflictos se agudizaron durante la
sucesión presidencial de 1874. El 24 de septiembre, el Partido Nacionalista
recusó el resultado de las elecciones de diputados nacionales y se alzó en armas
contra el poder central. La victoria de las fuerzas nacionales no aseguró la
estabilidad política dado que el partido derrotado sostuvo la impugnación de
las autoridades constituidas por medio de una estrategia de abstención electoral
y defensa del derecho de resistencia contra un gobierno que consideraba
ilegítimo (Halperín Donghi, 1995).
El alzamiento mitrista reactualizó las controversias sobre la prensa y
promovió alegatos a favor de una legislación nacional que regulara el funcionamiento
de los periódicos. En sus mensajes presidenciales, tanto Sarmiento
como su sucesor, Nicolás Avellaneda, solicitaron al Congreso una ley sobre la
materia. Postularon una interpretación restringida del artículo 32 que diferenciaba
los delitos que podían cometerse por medio de los impresos.17 Por una
parte, las transgresiones propias de la prensa que configuraban los “delitos de opinión” y que –de acuerdo con los preceptos constitucionales– debían tramitarse
en la jurisdicción local observando la normativa vigente en cada una de
las provincias; por otro lado, las acciones tipificadas como delitos comunes
que admitían la incumbencia de la justicia federal si resultaba agraviada alguna
autoridad nacional o si se atentaba contra el orden público:
“¿Dónde…existe el derecho de proclamar impunemente la revuelta, el motín, la sedición, que las leyes ordinarias castigan?
El Congreso tiene el derecho de legislar sobre los ‘abusos y delitos’ de la palabra impresa…. Mi opinión es que los tribunales federales son jueces naturales de los abusos y delitos de imprenta; y puesto que la ley de justicia federal define claramente lo que es sedición o insurrección, y designa las penas en que incurren los criminales, su deber es aplicarla en los casos en que la palabra impresa provoque o aconseje la insurrección o la sedición” (Mabragaña, 1910, p. 373).18
En esos términos se dirigía el presidente Sarmiento al Poder Legislativo
unos meses antes del levantamiento mitrista que habría de motivar la declaración
del estado de sitio y la clausura de varios periódicos.19 Avellaneda, ya
como presidente en ejercicio, retomó la argumentación de Sarmiento y especificó las diferencias entre los “delitos de la palabra” –injuria y calumnia–, que
eran competencia del fuero ordinario y los “delitos contra la nación” –la sedición,
el motín, la asonada o la incitación a cometer tales delitos–, que debían
ser regulados por las leyes federales y juzgados por sus tribunales.20 Cualquier
alegato hecho por impresos a favor de acciones violentas contra las autoridades
constituidas debía calificarse como un atentado contra el orden público equivalente
al propio acto material (Mabragaña, 1910, p. 415).
Finalmente, comunicaba a los legisladores que el Ministerio de Justicia
había instruido a los fiscales para que llevaran “en acusación ante los tribunales
nacionales todo escrito sedicioso o subversivo”. Pero, no obstante estas declaraciones
por parte del presidente, hasta 1881 no se presentaron proyectos de
ley en el Congreso.
Esos intentos del Ejecutivo nacional de avanzar en el control de la prensa
fueron apuntalados por un conjunto de escritos y pronunciamientos que
aportaron insumos y argumentos al debate público. En primer lugar, la reedición
en 1873 de las Cartas Quillotanas de Alberdi, con el título Cartas sobre
la prensa y política militante, acompañadas por una introducción, firmada por “Un liberal”, en la cual se combatía “el estravio de la prensa, que ha dejado
de reflejar la verdad y la justicia, para hacerse eco de pasiones desenfrenadas” y buscaba “trocar dolorosamente una época de paz y de labor en una era de
lucha y de destrucción”. Esa situación inspiraba la reedición de la obra de
Alberdi, como un instrumento para “contener ese estravio y á moderar esos ímpetus inconscientes” (Alberdi, 1873, pp. III-VII).
En segundo lugar, hubo una nueva intervención de la Corte Suprema
ante un caso de desacato al Poder Legislativo. A mediados de 1877, la Cámara
de Diputados, frente a una serie de publicaciones, había dictado orden de
prisión contra el director del periódico.21 El asunto derivó en un pedido de habeas corpus ante la Corte para dirimir si el órgano legislativo tenía la facultad
de disponer la reclusión del acusado. Aunque el tribunal no abordó de
manera explícita el tema de la libertad de prensa, el caso puso en discusión las
atribuciones del Congreso para requerir el uso de la fuerza pública y reprimir
a una publicación mediante el encarcelamiento de su responsable. El voto de
la mayoría del tribunal avaló el proceder de la asamblea, pero el dictamen en
minoría de Saturnino Laspiur objetó la facultad del Legislativo para ejercer de
manera directa una acción punitiva que no era privativa de ese poder, sino
que se trataba de una “extensión de privilegios de un poder delegado”. En su
opinión, el tribunal debía inclinarse por una interpretación restrictiva de tales
privilegios y por la salvaguarda de “los derechos del pueblo, como soberano”.22
En tercer lugar, algunas tesis producidas en la Facultad de Derecho de la
Universidad de Buenos Aires llamaban la atención sobre la clara amenaza para
la estabilidad institucional que involucraba el ejercicio de la libertad de prensa exento de responsabilidades y sanciones.23 Tales nociones se inscribían en una
concepción de la prensa ya delineada por Alberdi:
“tiene la prensa sus dos necesidades contradictorias: por un lado requiere libertades y por otro garantías para que no degenere en tiranía. Hecha para defender las leyes, también es capaz de conculcarlas; y la libertad puede ser atacada por la pluma con más barbarie que por la lanza. En la política, todas las convulsiones se anuncian por la degeneración de la publicidad, como en la atmósfera la tempestad, por la alteración del sol. Siempre que se empaña, es aviso de tiempo borrascoso” (Alberdi, citado en Granel, 1878, pp. 25-26).
Las argumentaciones replicaban, también, doctrinas esbozadas en los mensajes presidenciales partiendo de una noción de delito que admitía diferentes tipologías. Es decir, se distinguían las acciones que estrictamente implicaban “abusos de la libertad de prensa” de aquellas consideradas delitos comunes. Dentro de esta segunda categoría podía admitirse la incumbencia de los poderes federales, tanto para legislar como para castigar cuando la transgresión implicara un atentado contra el Estado. Sin embargo, se reconocía que la legislación no explicitaba los procedimientos para los casos de conspiración, rebelión o sedición, y que por ello se habían generado “dudas y escepciones que han paralizado la acción de nuestra justicia con grave perjuicio de los intereses públicos” (Granel, 1878, p. 30). Se trataba, entonces, de fundamentar la jurisdicción de los tribunales federales en los casos de atentados contra el orden público:
“cuando un individuo incita a que otros se subleven contra las autoridades legítimas o traiciona a su patria, comete un delito ordinario nacional y el poder a quien compete conocer de él es aquel que ha sido desobedecido u ofendido. La competencia de los Tribunales Federales sería en este caso indiscutible” (Granel, 1878, pp. 36 y 43).24
Además de estas consideraciones generales, se encuentran referencias
explícitas a los fallos de la Corte de 1864 analizados en el apartado anterior. A
partir de ellos, se proponía una interpretación extensiva y concluyente: en los
casos de delitos comunes contra las instituciones nacionales, la competencia
exclusiva era de la justicia federal.25 Sin embargo, como veremos, en los años
siguientes, la doctrina de la Corte estuvo lejos de seguir este razonamiento.
Todos esos escritos y discursos organizaron un clima de debate sobre la
prensa que acompañó un recrudecimiento de los controles sobre ella, que se
dieron en dos niveles: primero, en la sanción de nuevas leyes regulatorias de la
prensa por parte de las provincias que finalmente avanzaron sobre esa cuestión
estableciendo restricciones (Bonaudo, 2005; Cucchi y Navajas, 2012; Cucchi,
2014). Y segundo, por nuevos intentos del gobierno nacional de establecer la
jurisdicción federal en los casos de delitos de la prensa contra el orden público.
La sucesión presidencial de 1880 fue un punto de inflexión en la política
argentina. La derrota del alzamiento de Buenos Aires demostró la definitiva
supremacía política y militar del Estado nacional sobre el conjunto de las
provincias y también implicó un momento de viraje en las formas de hacer
y entender la política, con la hegemonía del Partido Autonomista Nacional
y su programa de “paz y administración” (Botana, 1998). Puntualmente, ese
programa se materializó en distintas iniciativas legales y administrativas que
buscaban disminuir la inestabilidad política; entre ellos, nuevos proyectos de
ley para contener a la prensa “de barricada” y que establecían la jurisdicción
federal para su juzgamiento.
En ese marco se presentaron dos proyectos al Congreso, uno en 1881 y
otro en 1886, que no prosperaron. En ambos casos se partía de la premisa de
que en 1880 se había federalizado el territorio de la ciudad de Buenos Aires
como capital de la nación, y que por eso debían sancionarse leyes federales
para esa jurisdicción y para las circunscripciones que se estaban organizando
sobre las tierras conquistadas a las comunidades indígenas. Las mayores controversias
se dieron entonces sobre tres puntos: primero, si crear una ley para la
capital y los territorios nacionales26 significaba establecer la jurisdicción de la
justicia federal (o simplemente dar herramientas para la justicia ordinaria con sede en esos territorios); segundo, si el mejor sistema para juzgar los delitos de
imprenta era el sistema de jurados populares (que dejaba el espinoso control
de la prensa en manos de ciudadanos) o el de los tribunales (que encargaba
tal tarea a uno de los poderes del Estado); y tercero, si los delitos de lesa patria
cometidos por medio de la prensa podían penarse con la muerte (por ejemplo,
si durante una guerra externa se informaba a los jefes enemigos con planos y
noticias conducentes a facilitar las hostilidades).27
En esos mismos años, la Corte intervino en varios casos que involucraron
a periodistas y directores de diarios, pero sostuvo una doctrina diferente
a la que había imperado durante la etapa previa y que tal vez da pistas de un
consenso temporario que frustró las mencionadas iniciativas parlamentarias.
En líneas generales, en esos años la Corte favoreció una retracción de la jurisdicción
federal en las querellas contra la prensa. Por una parte, en lo referido
al delito de desacato contra el Poder Legislativo, el tribunal resolvió que el
Congreso no estaba autorizado a disponer la prisión de un imputado y que el
asunto debía plantearse ante la justicia ordinaria (Tarnassi y Domínguez, 1886,
tomo 28, pp. 406-410). Por otra parte, la federalización de la ciudad de Buenos
Aires planteó dudas sobre la delimitación de competencias entre el fuero federal
y los tribunales locales. El caso contra Eliseo Acevedo, director del diario El Debate, por desacato y amenazas contra el presidente en 1886 ocasionó
una disputa jurisdiccional entre el juez federal y el juez del crimen, por lo
que debió intervenir el supremo tribunal. El dictamen de la mayoría estipuló
que el caso correspondía al juez del crimen, ya que, por la ley orgánica de los
tribunales de la capital de 1881, la justicia criminal tenía “amplia jurisdicción
para conocer todos los delitos judiciables en su territorio, sin esceptuar los
que puedan cometerse por la vía de la prensa”. Y que eran las “leyes locales”
las que debían “definir los delitos de imprenta y determinar los caracteres que
los constituyen”.28 De esa manera, la Corte reivindicaba la jurisdicción local
y restringía la competencia de los tribunales federales en las demandas que
involucraban a la prensa, precisamente en una etapa de avance de los poderes
federales frente a las soberanías provinciales en otros ámbitos, como el militar, el de la educación pública o el de la administración de la sociedad civil, por
mencionar algunos.29
Otros escritos de esos años sumaron insumos al debate y dan pistas
adicionales sobre los complejos balances que entonces se postularon y alcanzaron
entre las libertades públicas y las herramientas gubernamentales para
asegurar el orden: en 1886, la tesis de Daniel Tedín, “De los delitos de imprenta”;
y en 1888, el texto de Osvaldo M. Piñero, “Delitos de imprenta”. Ambos
revisaron las diferentes normativas que se habían elaborado a lo largo del siglo
en el Río de la Plata, así como los antecedentes legislativos de distintos países.
Tanto Piñero como Tedín argumentaron que las publicaciones podían ser una
herramienta para delitos comunes y también para aquellos considerados estrictamente
delitos de imprenta y, de acuerdo con esta clasificación, plantearon
que correspondían diferentes jurisdicciones. En cuanto a la interpretación del
artículo 32, consideraban que en ningún caso implicaba una inhabilitación al
Congreso para elaborar leyes que regularan el funcionamiento de la prensa. Por último, ratificaban la importancia de la prensa en tanto “poder defensivo” de
la sociedad frente a los gobiernos, pero advertían sobre los peligros que provocaban
sus “extravíos”, especialmente cuando los impresos actuaban bajo el “impulso de las pasiones políticas” (Tedín, 1886, pp. 44-46).30 En ese sensible
equilibrio entre la autoridad y la tutela de la prensa, Piñero prefería dotar de
mayores recursos al gobierno porque consideraba más peligrosos los abusos “de una Prensa desenfrenada” que aquellos que podían derivar de un poder
autocrático (Piñero, 1889, p. 20).
Durante las décadas de organización nacional, los poderes del Estado
buscaron en distintas coyunturas disminuir los altos niveles de politización y movilización restringiendo el accionar de diarios y periódicos. La Constitución
había encargado esta tarea a las provincias, pero muchas de ellas no avanzaron
en la sanción de leyes regulatorias, y otras asumieron recién la tarea tras varias
décadas. Frente a ese escenario, el Poder Ejecutivo, algunos sectores del Legislativo,
y también en algunas coyunturas el Poder Judicial, procuraron avanzar
en la represión de los delitos de la prensa contra “el orden nacional”, “la Constitución”,
o las “autoridades nacionales”, tipificando como delitos federales los
escritos que incitaran a la subversión del orden. Los alcances de esas iniciativas
fueron limitados, y primaron los consensos a favor de defender uno de los principales
pilares liberales de la nueva nación.
Por una parte, el Congreso mantuvo la postura de no innovar en cuestiones
constitucionales tan conflictivas durante los años sesenta, en función de
la poca teoría y experiencia constitucional con que contaban los legisladores.
Posteriormente, insistió en esa postura porque entendió que una ley federal
constituiría un avance sobre las soberanías provinciales, y que si se aprobaba se
abría una brecha para que las autoridades nacionales limitaran la jurisdicción
provincial en otras esferas de la vida institucional. Por otra, aunque la Corte
sostuvo en las décadas de 1860 y 1870 la competencia de la justicia federal en
agravios a los miembros del Congreso, e incluso avaló las atribuciones punitivas
del Legislativo, en los años ochenta rectificó ese criterio. Es decir que precisamente
durante una etapa de fortalecimiento del gobierno central, el supremo
tribunal apuntaló las jurisdicciones locales en detrimento de la federal en aquellas
demandas que afectaban a la prensa. En síntesis, los dos poderes públicos
limitaron en esos años un avance del Ejecutivo nacional sobre la libertad de
prensa y una mayor centralización en el control y castigo de las publicaciones.
Estas controversias de los poderes nacionales se plantearon en un constante
diálogo con escritos de juristas y publicistas que contribuyeron al desarrollo
de las polémicas y brindaron apoyos argumentales para las cambiantes
y disputadas iniciativas de reglamentación y aplicación de la libertad de imprenta.
Para comprender el uso público que tuvieron esos escritos es necesario
avanzar en la investigación de las modalidades de su formulación, adaptación,
circulación en los diferentes ámbitos aquí abordados. Pero el análisis general
realizado en este trabajo muestra que las tensiones y polémicas sobre los límites
y controles a la prensa formaban parte de desacuerdos más vastos sobre cómo
poner en marcha una república federal y representativa. Esas controversias giraron
no solo respecto de cuáles eran los controles a los que debía someterse
a la prensa, sino también en torno a quién debía ejercerlos: si las provincias o
la nación, y, en cada caso, si debía hacerlo a través de los poderes judiciales
o de jurados populares. El primer punto tocaba la fibra más conflictiva de esos
años, que era el funcionamiento del régimen federal, y las disputas por el carácter
centralizado que estaba adquiriendo. Y el segundo, los equilibrios entre
las libertades ciudadanas y la autoridad de los poderes públicos en un sistema
republicano.
Notas
1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad de Buenos Aires. Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”. Argentina. Correo electrónico: lcucchi@filo.uba.ar.
2 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad de Buenos Aires. Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”. Argentina. Correo electrónico: mariajose.navajas@gmail.com.
3 Véanse, entre otros, Alonso (2004); Jaksic (2002); Piccato (2004, 2010); Sabato (2013).
4 Sobre la dinámica de la prensa política en esa etapa, consultar Duncan (1980); Halperín Donghi (1985); Alonso (2004); Sabato (1998); Lettieri (1998); Bonaudo (2005).
5 Puntualmente: Santa Fe, San Juan, Mendoza y Tucumán (derogada en 1874). En Buenos Aires regía una reglamentación de 1828 que establecía como abusos los ataques a la religión, la moral, la decencia pública y las ofensas al honor, así como los escritos que promovieran la alteración del orden. En 1857 una nueva ley fijó que las acciones por calumnias, injurias o difamaciones podían resolverse por jurados de imprenta o por los tribunales ordinarios, pero no derogó las disposiciones de 1828, que siguieron aplicándose tras la unificación nacional, en 1861. Córdoba dictó en 1852 un decreto que rigió hasta 1879. Establecía que los particulares podían iniciar acusaciones contra publicaciones por calumnias o injurias, mientras que, en casos de delitos contra la religión o el orden constituido, correspondía a las autoridades provinciales. La provincia sancionó una ley más restrictiva en 1879. Véanse Galván Moreno (1944); Wasserman (2009, 2018); Cucchi y Navajas (2012); Cucchi (2014).
6 Relevamos para la totalidad del período: los proyectos de leyes federales de imprenta y de reglamentación del estado de sitio que especificaban las facultades de los poderes públicos para clausurar o impedir la circulación de diarios, las publicaciones de los principales publicistas de la época citadas con asiduidad durante los debates legislativos, las tesis doctorales que analizaron la normativa vigente y los fallos de la Corte Suprema referidos en las tesis y en los demás ámbitos de debate señalados.
7 El 11 de noviembre de 1859, el Pacto de San José de Flores definió las condiciones de la incorporación del Estado de Buenos Aires a la Confederación Argentina: Buenos Aires aceptó la carta de 1853, pero pudo proponer reformas que fueron evaluadas por el Congreso Nacional. Entre ellas, la cuestión de la libertad de prensa fue un tema clave, como se explica arriba.
8 Sobre los debates acerca de la sanción de esa ley en Buenos Aires, ver Lettieri (1998); Wasserman (2009).
9 Luego de la batalla de Pavón (1861) entre los ejércitos de Buenos Aires y los de la Confederación, el proceso de unificación de la República Argentina se reorientó bajo la hegemonía porteña. Las elecciones realizadas a principios de 1862 le dieron un amplio triunfo al gobernador de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, quien logró establecerse en la excapital virreinal para darle continuidad a la edificación del Estado argentino con la reinstalación del Congreso y el establecimiento de la Corte Suprema de Justicia.
10 Cursivas en el original.
11 Este argumento fue reiterado en otros escritos, como la tesis de Jaime Llavallol, que señalaba la paradoja que había resultado de la interpretación estricta del artículo 32, pensado como un elemento para “reforzar las garantías de que goza la libre publicación de las ideas, conservando a las provincias su facultad autonómica”, se había convertido, por el contrario “en una peligrosa retranca, que libra los derechos constitucionales a las interpretaciones de las leyes locales, dictadas, es indudable, con menos ilustración, con menos prescindencia de intereses reducidos, con menos independencia de los que podría hacerlo el Congreso Nacional” (1896, pp. 28-29). En términos semejantes se expresó Aristóbulo del Valle en su rol de legislador nacional en los debates de 1886 en el Senado, que abordamos más adelante.
12 La figura del desacato estaba contemplada por la “Ley sobre la Jurisdicción y competencia de los tribunales nacionales”, que en el artículo 30, inciso 2°, versaba: “Cometen desacato contra las Autoridades: los que calumnian, insultan o amenazan a algún Diputado o Senador por las opiniones manifestadas en las Cámaras”. Ley N° 48, 14 de septiembre de 1863, República Argentina (1865, p. 39).
13 La “guerra de la Triple Alianza” (“guerra grande” o “guerra guasú” para los paraguayos) enfrentó a los Estados de Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay entre 1864 y 1870. La extensión del conflicto y su altísimo costo humano suscitaron controversias y enfrentamientos que erosionaron las bases de apoyo del mitrismo y su proyecto de centralización política. Un resumen actualizado de este proceso, en Sabato (2012, pp. 142-175).
14 La Constitución fijó en su artículo 23: “En caso de conmoción interior o de ataque exterior que ponga en peligro el ejercicio de esta Constitución y de las autoridades creadas por ella, se declarará en estado de sitio la Provincia ó territorio donde exista la perturbación del orden, quedando suspensas allí las garantías constitucionales. Pero durante esta suspensión, no podrá el Presidente de la República condenar por sí ni aplicar penas. Su poder se limitará en tal caso, respecto de las personas, a arrestarlas o trasladarlas de un punto a otro dela Nación, sí ellas no prefiriesen salir fuera del territorio argentino”. A lo largo del período, el Poder Ejecutivo ordenó la clausura de periódicos durante la vigencia del estado de sitio, aunque la legalidad de tales acciones estuvo en disputa.
15 Especialmente durante la sanción del estado de sitio en 1870, 1873, 1874 y 1876 (Baudón, 1939, pp. 115-140).
16 Decimos “relativa”, por el impacto de la revolución mitrista de 1874 y de los levantamientos armados en algunas provincias. Así y todo, los contemporáneos vivieron esa etapa como una de mayor calma en comparación a la década anterior.
17 Como se verá, esa misma diferenciación fue postulada en varias tesis de jurisprudencia presentadas poco tiempo después en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.
18 La legislación mencionada por el presidente es la “Ley sobre la Jurisdicción y competencia de los tribunales nacionales” ya citada.
19 La clausura de los periódicos fue llevada a cabo por las autoridades provinciales (Ministerio del Interior, 1875, p. IX). Avellaneda, por su parte, censuró el papel de los periódicos en los acontecimientos del 74: “Se conspiró a la luz del sol, y la prensa señalaba día por día la pauta que los conjurados debían seguir” (1874, p. 5).
20 Esta diferenciación ya había quedado expresada en los fallos de la Corte que analizamos en el apartado anterior.
21 La Cámara había intimado a Lino de la Torre por la divulgación en su periódico de sesiones secretas, pues consideraba un desacato a su autoridad una publicación o comentario sobre ellas. De la Torre desestimó la indicación, editó otro artículo sobre el tema, y el cuerpo legislativo libró orden de prisión en su contra.
22 El dictamen de Laspiur retomaba el caso Calvete para demostrar el correcto proceder del Senado en esa ocasión. Entonces, “después de tres sesiones de prolongada discusión en que tomaron parte nuestros principales hombres públicos, no se mencionaron los privilegios de la Cámara ni se sostuvo por nadie que ella podía por sí misma castigar el desacato. Se trepidaba únicamente en si aceptarían la acción los Tribunales Federales o se declararían incompetentes, en vista que el atentado había sido cometido por la vía de la prensa” (Rojo y Tarnassi, 1878, tomo 19, p. 252).
23 Ese enfoque se advierte en los títulos de las tesis: “La prensa como elemento de delito”, de Gervasio Granel; y “Delitos de imprenta”, de Emilio Carranza, ambas de 1878. Otros dos trabajos, presentados en 1875, trazaron consideraciones generales sobre el tema de la libertad de prensa, pero no profundizaron en la problemática legislativa: el de Ángel Pereyra, “Libertad de prensa”; y el de Enrique S. Quintana, “Libertad de la prensa”.
24 La interpretación opuesta fue sostenida en Sérpez (1877): “la Justicia Federal no tiene en ningún caso jurisdicción sobre la prensa”. Sérpez planteó una lectura restringida del artículo 32 y cuestionó el fallo de la Suprema Corte que había habilitado la jurisdicción federal para los casos de desacato al Poder Legislativo.
25 De acuerdo con Granel, esa interpretación se derivaba del fallo del caso Calvete. Mientras que en el fallo Argerich, la Corte se había declarado incompetente porque se trataba de un “abuso de la libertad de escribir” (1878, p. 45).
26 La denominación “territorios nacionales” para aquellas áreas que se encontraban bajo el dominio de las parcialidades indígenas provenía de la Ley N° 28, sancionada en 1862.
27 El proyecto de 1881, presentado por Vicente Villamayor, no prosperó. El de 1886, elaborado por Filemón Posse, ministro de Justicia e Instrucción Pública, fue aprobado por el Senado, pero luego la Cámara de Diputados no lo trató. Ver Sesiones de Diputados del 13 de mayo de 1881 y del Senado del 4, 11 y 18 de Setiembre de 1886 (Congreso Nacional, 1882 y 1887).
28 Cada juez había invocado distintas normativas: el juez federal, la ley del 14 de septiembre de 1863 en lo referente al delito de desacato contra el presidente, y el juez del crimen, el artículo 32 de la Constitución. El procurador planteó una tercera posición: “los delitos de imprenta no son delitos comunes, sino sui generis” y, por lo tanto, ninguno de los jueces era competente, porque en la capital no había ley vigente sobre delitos de imprenta (la ley provincial de 1857 se consideraba derogada a partir de la federalización, y el Código Penal no podía aplicarse por tratarse de un delito de imprenta) (Tarnassi y Domínguez, 1887, tomo 30, pp. 112-137).
29 Esa rectificación de competencias también puede verse en el caso Sojo, en el cual el tribunal estableció que solo le correspondía intervenir como instancia de apelación en recursos de habeas corpus, a pesar de que en los años previos había atendido en primera instancia ese tipo de presentaciones. En septiembre de 1887, la Cámara de Diputados había ordenado la prisión de Eduardo Sojo, dibujante del semanario El Quijote, por la elaboración y publicación de una caricatura. Sojo interpuso un recurso de habeas corpus ante la Corte, pero el voto mayoritario del tribunal rechazó el recurso alegando que no era “jurisdicción originaria” y que el litigante debía acudir al juez más inmediato. El asunto fue muy controvertido: del total de cinco jueces, dos votaron en disidencia. También el parecer del procurador general fue contrario a la opinión mayoritaria de la Corte (Tarnassi y Domínguez, 1888, tomo 32, pp. 120-145). El fallo en la demanda de Manuel Gorostiaga a Vicente García Aguilera por desacato ratificó esta postura de la Corte Suprema que, en recurso de apelación, refutó la sentencia en primera instancia del juez federal de Santiago y estableció la incompetencia de la justicia federal en los casos de delitos cometidos por medio de la prensa (Tarnassi y Domínguez, 1889, tomo 33, pp. 228-250).
30 La tesis de Samuel Parera Deniz (1889) también suscribió a esa interpretación del artículo constitucional y argumentó a favor de la jurisdicción federal.
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Fecha de recepción de originales: 15/09/2017.
Fecha de aceptación para publicación: 09/05/2018.