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La intrincada relación del unitarismo con los sectores populares, 1820-1829

Ignacio Zubizarreta1

Resumen: A través del presente trabajo se analiza la difícil relación que entablaron los unitarios con los sectores sociales más populares, entre 1820 y 1829. Estos últimos, de gran gravitación en el flamante juego de la política moderna, fueron más proclives a solventar los intereses de sus inmediatos rivales, los federales. Sin embargo, al abordar un tópico menos estudiado, intentaremos analizar, de un modo general, cómo se gestó dicha relación con los sectores populares, y cómo fluctuó a través del tiempo. Desde las reformas rivadavianas, pasando por algunas medidas promovidas por el Congreso Constituyente (1824-1827), y ciertas prácticas políticas que identificaron un modo de obrar propio, la facción unitaria plasmó una impronta simbólica de connotación negativa que sus opositores pudieron exitosamente explotar. Partimos de la hipótesis de que una visión demasiado elitista e ilustrada labró una brecha considerable entre la cúpula dirigente del unitarismo y los sectores subalternos, que en parte -y sólo en parte-, pudo ser contrarrestada tardíamente por el accionar de los líderes carismáticos que, dentro del Ejército, lucharon por los idearios de la facción centralista.

Palabras clave: Grupo rivadaviano; Unitarismo; Sectores populares; Liderazgos militares; Modernidad política.

The intricate relationship between Unitarianism and the popular sectors, 1820-1829

Abstract: This work analyzes the difficult relationship between the Unitarians and the subaltern sectors between 1820 and 1829. These sectors grew in importance in the novel game of modern politics, and tended to support the interests of their rivals: the Federals. However, we will focus on a less studied topic, looking at how the relationship with Unitarians was established and how it changed over time. Starting from the reforms implemented by Rivadavia, passing on to some of the measures promoted in the Constituent Congress (1824-1827), and finally to certain political practices that identified a way of their own, the negative connotations linked to these practices in which the Unitarians faction operated was successfully exploited by their enemies. As a starting point, we take the hypothesis that an elitist and illustrated view opened a considerable gulf between the Unitarian leadership and the subaltern sectors, which in part –and only in part– was countered at a late stage by charismatic leaders who fought from within the army for the ideas of the centralist faction.

Key words: Rivadavian group; Unitarianism; Popular sectors; Military leadership; Political modernity.

La intrincada relación del unitarismo con los sectores populares, 1820-1829

“A los unitarios llaman
Por ajados cajetillas,
Porque en lugar de calzones
Debieron tener mantillas.
Cielito, cielo que sí,
Cielito, esta es la verdad
Porque estos antes no sirven
De ninguna utilidad.
En ponerse la corbata
Y componerse el tupé,
Pasan las horas del día
Para irse al café”.
(cielito popular federal,
BOSCO, Eduardo Jorge, Obras.)

Introducción

Según el imaginario desprendido de la tradición historiográfica, se parte, habitualmente, de una premisa: los unitarios no fueron una facción política que despertó adhesiones dentro de las clases populares2. Esta noción tiene como correlato otro presupuesto: los federales fueron, como todavía lo seguiría afirmando mucho después Lucio V. Mansilla (1870) para el ámbito bonaerense, muy amados por los sectores rurales, pero también, por las clases urbanas populares. Premisas como estas suelen alimentarse de una serie de supuestos generales y en algunos casos, se fundan también en la tradición popular y en los imaginarios colectivos. Sin embargo, si algunos recientes estudios como los de Gabriel Di Meglio (2008) nos han mostrado las evidencias de esa popularidad del partido federal, ¿en qué debemos basarnos para asegurar que los unitarios, por contrapartida, fueron realmente, en palabras del general Iriarte (1944), los “mal queridos entre las clases del pueblo”? Lo que aquí se presentará al respecto, no puede pretender sino exhibir un panorama amplio y general sobre un sujeto de investigación digno de mayor profundidad y dimensión. Una facción política que sólo cosechó descontento e incomprensión entre los sectores sociales más numerosos, difícilmente hubiese podido representar una verdadera amenaza para los intereses federales, y sabemos que no fue así. Aunque en ocasiones poco conocidos, operadores políticos intermedios, muchos de ellos de modesto origen social, cumplieron un rol fundamental en colaborar a que la facción unitaria haya podido lograr cierto soporte popular, tanto en tiempos electorales, como en diversos conflictos bélicos. A pesar de ello, es válido suponer que los cabos que unían los extremos de esa compleja estructura facciosa no pueden, sin embargo, ocultar que la naciente rivalidad -y competencia- política que se instauraría entre los bandos de mayor relevancia al promediar la década de 1820, daría como corolario una clara preferencia en el interés de los sectores subalternos hacia los federales en detrimento de los unitarios. Si algunas causas, como la atracción y el magnetismo que emanaban de los líderes del partido federal, ya fueron con éxito explicados (Di Meglio, 2008), nuestro objeto, entonces, será intentar analizar la contracara; es decir, interpretar desde la cúspide del unitarismo ciertos motivos que pudieron influir en el proceso que llevó, entre otros, a que Iriarte catalogara a sus integrantes como los “mal queridos entre las clases del pueblo”.
De este modo, intentaremos explorar las representaciones que se proyectaron como fruto de ese complejo lazo que ataba los cuadros dirigentes de la facción unitaria con los mucho más vastos sectores populares. Lo que pretendemos demostrar, en primera instancia, es que dichas relaciones fueron bastante problemáticas. Características específicas de índole cultural y relacional llevaron a que los unitarios debieran cargar con una imagen poco amigable entre los sectores subalternos. Indagaremos, entonces, en los motivos que condujeron a una construcción de algún modo arquetípica de los unitarios, que bien sabrían sacar rédito sus opositores políticos. Sin embargo, para ello, no nos adentraremos en el discurso federal que promovió esa construcción, sino en los comportamientos y estrategias políticas que elaboraron los unitarios, y que dieron como resultado colateral y posiblemente no deseado, ese distanciamiento con los sectores “plebeyos”. Si bien nuestro estudio centrará su enfoque en lo sucedido dentro del ámbito de Buenos Aires y su hinterland, nos serviremos de algunos ejemplos de otras provincias para sugerir que existieron procesos similares que también allí colaboraron a desprestigiar la imagen de los unitarios.
En la primera parte del artículo abordaremos lo que consideramos el “descubrimiento” de los unitarios sobre la relevancia de los sectores subalternos y sus alcances políticos. Acto seguido, nos sumergiremos en los orígenes de una relación que, pensamos, nació problemática. Al remontarnos al periodo rivadaviano, advertiremos que el proyecto de inclusión social que alentó el gobierno liderado por Bernardino Rivadavia pecó de ambicioso y de excesivamente ilustrado, pretendiendo transformar al “populacho” en “opinión pública”. Los federales pudieron adelantarse a sus planes, y llevar a su causa a grandes sectores sociales que luego les serían hostiles. Esta tendencia, como se comprobará en la tercera parte del trabajo, no hizo más que acentuarse mientras los unitarios siguieron en el poder -tanto bajo la presidencia de Rivadavia (1826-1827), como durante la gobernación bonaerense del general Lavalle (1828-1829)-. Tardarían en aprender la lección: los sectores subalternos habían devenido un elemento ineludible con que se debía contar si se pretendía vencer en el flamante juego de la política moderna. Como se constata en el epílogo, algo más tarde y en el exilio, los líderes militares devotos a la facción centralista colaboraron en un intento por encauzar al “bajo pueblo” en sus aspiraciones por derrocar al régimen rosista, pero los postreros y magros resultados –aunque, sin embargo, de cierta consideración- nos dan el indicio de que, tal vez, ese vínculo ya se había roto definitivamente.

El despertar de la conciencia sobre la importancia de los sectores populares

Luego de la caída del Directorio (1820), cada provincia pasó a ser, de facto, una unidad política y administrativa autónoma. En 1826, un Congreso Nacional Constituyente le otorgó la investidura presidencial a Bernardino Rivadavia, volviendo débilmente a unificar las provincias. Un descontento bastante generalizado, causado, en parte, por las propuestas unitarias constituyentes –tanto en el interior como en Buenos Aires-, pero también, por las consecuencias reales de la asfixiante guerra contra el Imperio del Brasil, llevaron a la renuncia de Rivadavia. En Buenos Aires, el federal Manuel Dorrego tomó el mando provincial en 1827, y permaneció en el cargo hasta que fue destituido por una revuelta promovida por los unitarios y encabezada por las tropas que habían vuelto de la guerra contra el Brasil. Lavalle asumió el poder a fines de 1828 y en el comienzo del crepúsculo de su precipitado gobierno, en abril de 1829, el periódico unitario El Pampero, reflejó sus inquietudes de este modo: “Parece increíble, pero ello es cierto, que hombres nacidos al menos entre la gente decente, festejen con un placer, tanto más criminal cuanto más sincero, el último triunfo de los bárbaros sobre las fuerzas del orden”3. Así de asombrados parecían encontrarse los redactores de la gaceta, pues de este modo, daban por descontado que si la “gente decente” no debía alegrarse de los logros federalistas en los campos de batalla, era porque suponían que, por contraste, los sectores populares sí lo harían con toda naturalidad. Existieron diversos motivos que nos ayudan a comprender el descontento generalizado que primó entre susodichos sectores hacia la dirigencia unitaria. Algunos se remontan, como lo veremos luego, a tiempos rivadavianos; sin embargo, la mayor parte de ellos nos remiten al periodo en que Bernardino Rivadavia asumió como presidente de la República. En el ámbito rural reinaba el descontento a raíz de las molestias ocasionadas por las levas forzosas durante la guerra contra el imperio del Brasil, las políticas de distribución de la tierra y el afianzamiento de los derechos de propiedad como la enfiteusis. A eso debe sumarse, entre otros factores, la ascendente inflación de los productos de consumo debido al bloqueo naval brasileño. Pero también, las amargas consecuencias de una devastadora sequía que padeció la campaña, de la cual, a nadie se podía inculpar; sin embargo, aumentó el malestar general (González Bernaldo, 1987).
Desde que Lavalle decidió tomar el gobierno por las armas –diciembre de 1828-, el malestar de amplios sectores de la población fue en considerable aumento. El bloqueo que se había soportado por río, ahora debía sobrellevarse por tierra; las tropas irregulares que obedecían –o no tanto- a Juan Manuel de Rosas fueron cercando y estrangulando una ciudad que parecía acostumbrarse a vivir desabastecida4. Para contrarrestar los efectos indeseados de esa brusca manera de arribar al poder, Lavalle había decidido hallar un reemplazante provisorio –pues él debía partir a la guerra- que fuese bendecido con una cualidad peculiar: la de ser estimadísimo y popular. En la nutrida correspondencia que recibía Lavalle, se suceden una serie de epístolas que felicitan la correcta elección de su sustituto, el almirante de origen irlandés Guillermo Brown. De su popularidad, pocas dudas nos caben si debemos guiarnos por los testimonios que a mediados de la década de 1820 vertía en las memorias de sus viajes el aventurero francés Jean-Baptiste Douville:

“Los habitantes de Buenos Aires mostraban naturalmente un vivo entusiasmo por los generales que obtenían victorias sobre sus enemigos brasileños. El almirante Brown sobre todo se había transformado en el ídolo del pueblo. Todo el mundo quería verle, no se hablaba sino de él, se lo consideraba como el salvador de la patria desde que había derrotado a la flota enemiga en las aguas del Uruguay” (Douville, 1984, p.71).

Lavalle, cuando optó por Brown, sabía cabalmente que éste era amado por el “populacho”. Que la plebe porteña había seguido sus batallas desde las costas del río, y que lo vitoreaba en cada uno de sus intrépidos movimientos navales (Ferns, 1968, p. 168). Además, en el mismo sentido, Salvador María del Carril, consejero del general, le advertía que “la imaginación móvil de ese pueblo necesita su distracción a la muerte de Dorrego y para eso haga bulla, ruido, cohetes, músicas y cañonazos”5. Otro tanto le exhortaba su fiel ministro general de Gobierno, José Miguel Díaz Vélez. En aras de adquirir popularidad, a la hora de aumentar el número de prosélitos recomendaba armar nuevos escuadrones “sin reparar en clases” para que fueran “a sus órdenes a pelear con un título pomposo que los inflame”6. Pero ¿por qué los unitarios, ahora, prestaban tanta atención a la popularidad de sus medidas? ¿Acaso buscaban recuperar un tiempo perdido? ¿Habían logrado percibir que su partido no poseía una verdadera adhesión de los sectores subalternos? La respuesta es, sin dudas, afirmativa. Para comprenderla, debemos remontarnos algunos años hasta el origen mismo de la facción e indagar por la relación que desde ese momento supo o pudo entablar con los aludidos sectores.

Los tiempos rivadavianos y una relación que nació problemática

En 1820 se conformó el denominado “Partido Ministerial”. Este nuevo movimiento político representaba, en las palabras del historiador –pero también joven testigo de ese tiempo- Vicente Fidel López, a la burguesía porteña. En el último párrafo donde retrata el año 1821 a través de sus “Memorias Curiosas”, Juan Manuel Beruti se veía esperanzado, pues: “Por fin, gracias a Dios, se concluyó el año sin revoluciones, Dios quiera que el entrante concluya lo mismo, que así seremos felices” (Beruti, 2001, p. 336). Eso se debía a que hombres como el mismo Beruti, temerosos de las revueltas constantes de las distintas facciones, habían concluido por apoyar a una sola, la liderada por Martín Rodríguez. Poco tiempo antes de la exclamación anterior, el mismo cronista había podido observar cómo las tropas de Rodríguez, bien acompañadas por las de Juan Manuel de Rosas, habían “tomado la plaza con una horrible carnicería pues murieron más de 400 hombres…”, y de este modo implacable, habían dado fin a todos los movimientos subversivos y facciosos que se habían propagado hasta hacerse carne en la vida de los porteños (Beruti, 2001, p. 323). Días antes, en su libreta íntima, anotaba:

“Desgraciado pueblo, que no hay gobierno que se ponga que los malvados no traten de quitarlo porque no es de su facción, de manera que no hay orden, subordinación ni respeto a las autoridades, cada uno hace lo que quiere, los delitos quedan impunes y la patria se ve en una verdadera anarquía, llena de partidos y expuesta a ser víctima de la ínfima plebe, que se halla armada, insolente y deseosa de abatir a la gente decente, arruinarlos e igualarlos a su calidad y miseria” (Beruti, 2001, p. 321).

Dentro de este contexto particular, lograba imponerse el partido que pronto erigiría a Bernardino Rivadavia como su principal ministro, quien para Vicente F. López, era “y a eso debe su fama consistente, el estadista de las clases dirigentes y superiores” (López, 1883, p. 43). A su vez, personificaba a ciertas fracciones de la sociedad que, temerosas del poder político que habían desarrollado algunos como Manuel Págola, Carlos de Alvear o Miguel Estanislao Soler -que se expresaba en su capacidad de movilización de los sectores militares y populares-, se inclinaron por sostener una nueva autoridad que pudiese reprimir y disciplinar dichos movimientos. Abrazó este proyecto un grupo de la intelectualidad porteña que, tutelado por la figura de Rivadavia, pretendió –y hasta cierto punto, logró- montar la compleja estructura de un incipiente estado provincial. Gracias a las consecuencias palpables del conjunto de reformas encarado por la nueva administración, pronto se logró estabilidad y prosperidad al precio paradojal de soterrar, como veremos acto seguido, gran parte de su potencial popularidad.
En un principio, las ya harto conocidas “reformas rivadavianas”, para un testigo de época como el agente norteamericano Murray Forbes, parecen haber gozado de cierta aceptación pública; sin embargo, quien las había promulgado, nos cuenta, no era popular (Forbes, 1956, p. 176). La arrogancia y orgullo de su temperamento, al parecer, fueron algunas de las causas de esa impresión, que sus oponentes astutamente aprovecharon. Tomás Iriarte, por ese entonces oficial del Ejército, dejó en sus memorias el reflejo de la altivez de Rivadavia aduciendo que “su aire prepotente de chocante superioridad, eran motivos aun más fuertes que la aversión a sus reformas, para hacerlo el hombre más impopular” (Iriarte, 1944, p. 48). Al parecer, existen numerosos ejemplos que aducen a la arrogancia de quien fuera el ministro de Martín Rodríguez. Cuando Gregorio de Las Heras fue presionado por el Congreso Constituyente a dejar su cargo de gobernador, optó por retirarse y rehacer su vida en Chile, resentido por el “modo pomposo y altanero con que Rivadavia lo había tratado” (Mitre, 1889). Con respecto a sus seguidores, Iriarte añade:

“Entre aquellos hombres se encontraban muchos de saber, pero estaban fanatizados, dominados por la moda, porque moda era imitar a Rivadavia hasta en sus gestos, en el metal de su voz hueca, campanuda y prepotente; y en su modo de decir cáustico, incisivo; sus decisiones sin apelación, sin réplica. Concluyeron por hacerse insoportables; y los aspirantes, los revoltosos tuvieron un vasto campo para poner en ridículo, y hacerlos detestables ante el bajo pueblo” (Iriarte, 1944, p. 54).

Evidentemente, los modos o maneras de obrar del grupo rivadaviano, no pudieron nunca ser el único motivo de la antipatía generalizada con que fueron reconocidos por amplios sectores sociales. Entre las reformas aducidas, existió la ley de sufragio general y sin restricciones, en el temprano año de 1821. En ese momento, se dio un vuelco radical, pues los sectores populares pudieron participar activamente con algún grado de determinación política. La elite dirigente pensaba que, otorgando dicha participación, lograría realmente canalizar las vías facciosas y levantiscas que predominaban en momentos previos, o al menos morigerarlas. Sin embargo, paradójicamente, el grupo político que abrió esa flamante instancia democrática no logró una significativa adhesión popular. Podría argumentarse -como lo ha hecho Hilda Sabato (1995) para un periodo posterior de la historia- que dichos sectores no recibieron esa nueva prerrogativa como un derecho que les estaba vedado y por el cual habían luchado. Tampoco eso significó que las, hasta ese momento, inéditas vías de sufragio, no hayan despertado un vivo interés en gran parte de la ciudadanía. Pero, paralelamente, otras reformas de la misma coyuntura política, cuya evidente consecuencia se tradujo en un considerable aumento de la impopularidad de los sectores gubernamentales ante los sectores sociales más bajos, pudieron, a su vez, colaborar a neutralizar los posibles efectos positivos de las noveles instancias electorales. Dichas reformas coartaban libertades de las que, en la práctica, se habían beneficiado los sectores subalternos. Entre estas, destacaremos la supresión del Cabildo –con sus entidades caritativo-paternalistas- (Ternavasio, 2000), la reforma eclesiástica –más que por la secularización de los bienes que ella implicaba, por la popularidad de la que aún gozaba la Iglesia- (Di Stefano, 2004), las levas militares –principalmente- en la campaña entre “vagos y mal entretenidos” sin papeleta de conchabo (Fradkin, 2007, p. 121), y las reglamentaciones que impedían ciertos divertimentos populares como la riña de gallos, los dados, las apuestas y las corridas de toros7. Para Gabriel Di Meglio (2008) “el alineamiento del gobierno con los sectores dominantes de la economía condujo entonces a una renovada embestida sobre los movimientos de la plebe urbana, y asimismo de los sectores subalternos rurales” (p. 223). Los cabildos habían sido suprimidos porque allí se habían desarrollado, desde tiempos coloniales, las “asambleas de pueblo” resultando éstas una pieza clave –aunque peligrosa para la elite- en el conocimiento de la opinión de los sectores populares ante situaciones políticas de crisis. Si bien entre 1810 y 1819 el Cabildo porteño se alineó con los sectores de tendencias centralistas, con la caída del Directorio (1820) los confederales comenzaron a gozar de mayor influjo en dicho ayuntamiento (Herrero, 2007, p. 192). Para Fabián Herrero (2002) tres actores relevantes perdieron con la revolución que llevó al mando de la provincia a Martín Rodríguez en septiembre de 1820 –y que acompañó por entonces, Juan Manuel de Rosas-: el Cabildo, los líderes populares (Sarratea, Soler, Dorrego), y la plebe (p. 10).
Con el arribo de Rodríguez al poder, la tendencia ilustrada del movimiento unitario apostó a la publicidad de sus actos, a la educación pública y a la prensa periódica como medios para cultivar e incluir paulatinamente a los sectores subalternos8. Para Ignacio Núñez, fiel y competente colaborador de Bernardino Rivadavia, la nueva gestión de gobierno que se había iniciado con Martín Rodríguez había introducido, por primera vez, el principio fundamental de que era indispensable marchar de acuerdo con la opinión pública, pues esa era la garantía de la misma estabilidad de su poder. Además, el gobierno estableció un decreto

“en que se prescribió como una obligación la publicidad en sus actos; y su ejecución llevada hasta el término de haberse asegurado [...] oficialmente, que no existe en todos los departamentos un solo documento reservado, ha puesto al alcance del pueblo las leyes, los decretos, y las ordenes que ha producido” (Núñez, 1825, p. 26).

La apuesta a la transparencia institucional, a la multiplicación de los establecimientos educacionales y a la divulgación pedagógica de los valores políticos republicanos a través de los medios de comunicación de la época, fueron, posiblemente, claros intentos por incluir a los sectores populares dentro de un proyecto de largo aliento y de aspiraciones ilustradas, tal vez, algo desmedidas para ese contexto histórico (Myers, 2003).
Esta mirada aristocrático-ilustrada desde donde la cúpula unitaria observaba y comprendía a los sectores más populares cuadra también con una descripción de cierto ánimo desprendido y magnánimo que cree ver Domingo F. Sarmiento en su coterráneo unitario Salvador María del Carril, cuando nos lo retrata de la siguiente manera: “Era Carril el generoso aristócrata, que otorgando instituciones a la muchedumbre, parecía estar de antemano convencido de que no sabrían apreciar el don, y se cuidaba poco de hacerlo” (Sarmiento, 1998, p. 30). De este modo, el axioma característico del despotismo ilustrado, “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, puede servirnos de guía para comprender hasta dónde habría que remontarse para localizar la matriz ideológica que regía en la mente de los integrantes de la facción centralista a la hora de dirigirse hacia los sectores plebeyos.

Los unitarios en el poder: esculpiendo una imagen de la que Rosas supo aprovecharse

El exacerbado faccionalismo que dio por fruto la escalada de tensión ante el inminente conflicto con el Imperio del Brasil (1824-1825), exhibe un contexto harto complejo en el que las tentativas unitarias hacia los sectores aludidos no lograron completamente su propósito y fueron con éxito contrarrestadas por los líderes del federalismo, como lo corroboran los recientes trabajos de Gabriel Di Meglio (2008). Gracias a una figura de gran carisma, protagonismo y agresivos discursos, como fue la de Manuel Dorrego, y por medio de la elaboración de extensas redes clientelares, conectadas por la eficaz labor de líderes intermedios, los federales lograron acaparar mayor popularidad (Di Meglio, 2005). Sin embargo, aunque es un tópico poco estudiado, los unitarios también habrían contado con caudillejos y conductores intermedios que les facilitaban la tarea de lograr los votos necesarios para imponerse en tiempos electorales. La llave que definía el resultado del escrutinio se encontraba en el control del armado de la lista de las candidaturas –caracterizado como competencia notabiliar-, y en la constitución de las mesas electorales (Ternavasio, 2002). Iriarte destaca en sus memorias un ejemplo por demás elocuente:

“Yo toqué el resorte de todos los operarios del parque de artillería, más de ciento cincuenta en número, para hacer triunfar la lista del gobierno en la parroquia de San Nicolás donde aquellos con arreglo a la ley debían votar. El empleado del parque más apropósito para conquistarlos era el guarda-almacén Munita, chileno de nacimiento; pero este era unitario: sin embargo, no pudiendo resistir al prestigio de mi autoridad, cedió y trabajó con empeño contra la lista de su inclinación; conseguí por medio de los operarios del parque que la lista del gobierno triunfase en San Nicolás” (Iriarte, 1945, p. 81).

En el ámbito rural, las movilizaciones de votantes realizadas por los hacendados –para ese entonces, en su mayoría, sostenedores de la política del gobierno- resultaban aún mucho más eficaces que las que se daban en el medio urbano, al estar basadas en la lógica de autoridad que emanaba de la relación patrón-cliente9.
A pesar de ello, en la campaña bonaerense las connotaciones negativas hacia los unitarios eran aún más acentuadas que en el ámbito urbano. A modo ilustrativo, en un extracto de los resultados arrojados por la “Comisión clasificadora de unitarios y federales”, organizada por Juan Manuel de Rosas en 1831, cristaliza la visión arquetípica que sobre ellos se representaban amplios sectores rurales. De acuerdo a esta fuente, Pedro Serrano, un médico originario de Buenos Aires y residente en San Nicolás de los Arroyos, sólo se relacionaba con otros integrantes de su misma facción, mientras “aflije a la parte menesterosa, pues que no los asiste faltando en esto a su deber, a los ricos se sacrifica, y mira con indiferencia y menos precio a todos los federales”10. En tiempos en que Rivadavia se encontraba aún en el poder, en la campaña bonaerense las montoneras se revelaban ante la autoridad civil vociferando, en aras de obtener consenso, un discurso contra los extranjeros, contra las notabilidades de los núcleos urbanos, y contra los aristócratas –o cajetillas, en su lenguaje coloquial- (Fradkin, 2001). Cuando Rosas, varios años más tarde, remita reiterativamente ante los sectores populares al carácter “extranjerizante” y “antinacionalista” de los unitarios –pues se habían plegado a una alianza con los franceses (1839) con el ánimo de derrocarlo-, lo hará teniendo presente que la asociación entre sus acérrimos enemigos y los extranjeros se encontraba desde larga data asentada.
Durante las gestiones de Martín Rodríguez, y luego de Gregorio de Las Heras, se promovieron una serie de tratados –en algunos casos sólo quedaron en tratativas- con algunos gobiernos europeos que posiblemente no hayan despertado el entusiasmo de gran parte de la población. Con España, se buscó un acercamiento: enviados de la Corona llegaron en 1823 con instrucciones de lograr un acuerdo pero fueron cautelosamente recibidos. Las resoluciones ante ese llamado no podían ser sólo impulsadas desde Buenos Aires y Rivadavia aprovechó ese momento clave para dar participación a las provincias y convocarlas a un congreso constituyente. Algún tiempo después, y tal vez en forma más consecuente con las aspiraciones y labores de Manuel García que del mismo Rivadavia, bajo la gobernación de Gregorio de Las Heras se pactó un acuerdo de amistad, comercio y navegación con el Reino Unido.
Por otro lado, el rivadavianismo había impulsado el establecimiento de colonias que serían nutridas con inmigrantes de origen británico y francés11. Las ideas de colonización de la campaña guardaban algo de fisiócratas; tenían por objeto alentar la agricultura y suplir la escasez de mano de obra con la introducción de colonos extranjeros. Según la “Comisión de inmigración”, en 1825 habían arribado a Buenos Aires 1.317 colonos, sin embargo, eran muchos más los que esperaban aún recibir12. Las pocas experiencias concretas que redundarían de tales iniciativas se plasmaron en la creación de la colonia de Santa Catalina, la que se pobló por 500 familias de origen escocés bajo el amparo de los célebres hermanos Robertson. Las mismas ventajas del ciudadano, además de una carga menor de obligaciones –como por ejemplo no prestar asistencia, salvo voluntaria, al servicio militar- bendijeron a los nuevos colonos. Para Julio Djenderedjian (2008), el apoyo de las élites urbanas y políticas a la radicación de inmigrantes extranjeros

“chocaba en las campañas y en las provincias interiores con la plena vigencia que aún se asignaba allí a las antiguas tradiciones ligadas al derecho hispánico, para las que sólo los vecinos o avecindados tenían derecho a las tierras, mientras que los forasteros debían antes lograr su plena integración al medio local para poder aspirar a ellas” [A su vez, la misma tradición hispánica] “veía en la diferenciación con el exterior una fuerza nucleadora y un recurso para la conformación identitaria de los miembros de esos grupos. Según antiguas leyes y costumbres fuertemente arraigadas, quienes arribaban tenían derechos distintos de los que eran considerados vecinos y avecindados en los pueblos rurales; los forasteros eran en principio vistos como sospechosos…” (p. 202).

Al avanzar un poco en el tiempo, tampoco debieron ser ajenas a los oídos de los sectores subalternos las prédicas de Dorrego –sin dudas, amplificadas desde El Tribuno- ante dos posicionamientos que los unitarios juzgaron relevante defender en el Congreso Constituyente de 1824-1827. Con referencia al primero de ellos, en los acalorados debates parlamentarios, centralistas y federales se posicionaron respectivamente a favor y en contra de otorgarles facilidades de naturalización a los ciudadanos españoles que aún no la habían materializado. Posiblemente, los federales sabían que su postura era, sin embargo, la más popular; mientras que los unitarios, como lo ejemplifica el caso de Valentín Gómez –conspicuo integrante de esta última facción- en los debates constituyentes de 1824-1827, consideraban que “en el país debe haber un interés especial hacia el aumento de la población por los españoles”, ya que las ventajas derivadas de la igualdad del idioma, la religión y la cultura los hacían predilectos frente a inmigrantes de otras latitudes (Ravignani, 1937, t.III, p. 644). De este modo, se encontraban defendiendo la postura de cientos de pulperos y comerciantes que, incluso en el ámbito rural y siendo mayoritariamente de origen ibérico, no podían mirar sino con buenos ojos la defensa que los unitarios realizaban de sus intereses. Pero paralelamente, acrecentaron el creciente malhumor de un elenco localista que, a través de epítetos groseros como “carcamán”, “gringo” o “cajetilla”, solían asociar tanto a los extranjeros como a los defensores de la unidad (Isabelle, 1835, p. 257).
En relación a los intentos por promover la inmigración foránea, no se nos debe escapar que si bien la libertad de cultos fue proclamada con bastante antelación a que los unitarios ocuparan el poder, éstos la pretendieron llevar a la práctica, tal vez, más lejos que nadie hasta ese entonces. Desde las reformas eclesiásticas13, los rivadavianos habían sufrido las críticas propaladas por aquellos que no se avenían a los cambios. Como consecuencia de ello, se transformaron en el centro de la infatigable mordacidad vertida por las plumas de religiosos como Cayetano Rodríguez y Fray Francisco de Paula Castañeda, y divulgadas
en efímeros líbelos calificados de “antiiluministas” (Weinberg, 2001, p. 461), como el Desengañador Gauchi-Político o El Oficial del Día.
El otro posicionamiento que defendieron los unitarios en el Congreso Constituyente, y que fue contestado por Dorrego a expensas de la popularidad de los primeros, consistió en la promoción de la restricción del derecho de escrutinio a los domésticos y jornaleros: aquellos que por no poseer empleo fijo o propiedad se consideraban en extremo dependientes de la voluntad de un patrón, y por ende, de poca capacidad para conservar su libertad política de cara a la práctica electoral. La polémica despertada por dicha iniciativa llevó a un encolerizado Dorrego a clamar contra las pretensiones de “la aristocracia del dinero”. Valentín Gómez, conocido por sus ideas centralistas, argüía que cuando la ley electoral de 1821 fue promovida, se la consideraba apta para el dominio de la ciudad de Buenos Aires y su hinterland, pero no fue jamás concebida para el más abarcador y complejo ámbito nacional. De este modo, pretendía Gómez que gradualmente la ilustración y sus prósperos frutos impulsarían que en el interior sectores sociales más amplios pudieran, en un futuro mediato, participar de la libre elección de sus representantes (Ravignani, 1937, t.III, p. 746). Este avance unitario por la restricción del derecho electoral coincidía con las derrotas en los escrutinios de legisladores provinciales que les había propiciado el federalismo de tinte dorreguista durante el año 1824. A su vez, proyectaban neutralizar a los sectores populares del interior del país considerados como los más proclives a solventar los designios caudillescos.
Al explicar la distribución urbana legada de la época colonial, Vicente Fidel López, en su célebre Historia de la República Argentina, advierte:

“Consecuente cada una de estas dos clases con su índole peculiar, las orillas, o las gentes situadas en el ejido, constituyeron una masa federal; a la vez que por antagonismo de condiciones, las clases ubicadas en el centro constituyeron una masa unitaria, sin que se controvirtiera otra cosa entre ambas, que predilecciones personales o analogías de conjunto social. Tomados en grupo cada uno de los dos partidos, poco sabía uno y otro de los principios peculiares y orgánicos de éste o de aquel régimen. […] Eran, en fin, federales porteños en contraposición a los unitarios porteños que vivían en la opulencia del centro y que los provocaban titulándose gente decente” (López, 1883, p. 537).

Este elocuente fragmento induce a pensar que la inclinación hacia una facción política por parte de los agentes podía decidirse en la pertenencia a una condición socio-económica que se encontraba, por otra parte, inserta en una lógica emanada de la estructura del entramado urbano. Algunas investigaciones, como las efectuadas por Jorge Gelman (2004), sugieren que los unitarios eran notablemente más ricos que los federales. Entre los primeros, un 31% poseía “grandes fortunas”, frente a sólo un 8% de los segundos, según los datos arrojados por un censo realizado en la campaña bonaerense durante 1831. Otro estudio, elaborado por Fabián Herrero (1995) para un periodo anterior (1816), confirma que los centralistas porteños –antecesores directos de los unitarios- conservaban los puestos de mayor jerarquía dentro de la administración nacional y provincial. Lo mismo corrobora Tomás Iriarte (1944): haciendo una comparación entre las dos facciones discordantes, asevera que los unitarios “tenían la ventaja de haber servido en empleos públicos más elevados, y por lo tanto (esto es claro) tenían más medios de fortuna –era más ventajosa su posición social” (p. 218).
En el interior del país, y al igual que en Buenos Aires, la magnitud de la distancia entre las aspiraciones y concepciones de los unitarios con respecto a la plebe, y la realidad con la que luego debían confrontar, se ve fielmente retratada en el desencanto que experimentó uno de sus principales líderes, el general Paz, al caer prisionero en manos de las montoneras federales en 1831 y ser conducido desde Córdoba hasta Santa Fe. Al pasar ante una pequeña aldea, en la primera de esas provincias, exclamaba acongojado:

“¡Qué consideraciones se agolparon en mi espíritu al pasar en esa situación por aquella población a la que había manifestado una particular predilección! ¡Al ver el horno de quemar ladrillos que acababa de mandar construir para edificar la iglesia, el cuartel y la escuela¡ ¡Al presenciar el alborozo y la grita con que salían aquellos ilusos paisanos a celebrar mi desgracia, como un acontecimiento, el más fausto para su prosperidad y bienestar!” (Paz s/f, t.II, p. 292).

Sin embargo, poco antes de que Paz hubiera sido capturado, y aún siendo gobernador14 de Córdoba, se sirvió de Lorenzo Barcala –hijo de esclavos de origen africano- para aumentar la popularidad de su facción entre los sectores plebeyos urbanos, al nombrarlo oficial de la milicia urbana15. El importante rol que cumplió queda de relieve en las palabras de Sarmiento (2001):

“Paz traía consigo un intérprete para entenderse con las masas cordobesas de la ciudad: ¡Barcala!, el coronel negro que tan gloriosamente se había ilustrado en el Brasil, y que se paseaba del brazo con los jefes del ejército; Barcala, el liberto consagrado durante tantos años a mostrar a los artesanos el buen camino, y a hacerles amar una revolución que no distinguía ni color ni clase para condecorar el mérito; Barcala fue el encargado de popularizar el cambio de ideas y miras obrado en la ciudad, y lo consiguió más allá de lo que se creía deber esperarse. Los cívicos de Córdoba pertenecen desde entonces a la ciudad, al orden civil, a la civilización” (p. 183).

Vale remarcar la función que cumplió Barcala. Su importancia queda atestiguada en el hecho de que fue unos de los pocos afrodescendientes en alcanzar el grado de coronel. Para Sarmiento, Barcala se había transformado en el “amo de Córdoba y de Mendoza, donde los cívicos lo idolatraban” (Sarmiento, 2001, p. 229). Su popularidad fue tal que Quiroga, una vez que lo hubo capturado, no se animó a ejecutarlo; y su recuerdo era tan vivo entre los sectores plebeyos, que cuando los unitarios volvieron brevemente a tomar el control de Córdoba en 1840, la lealtad de los artesanos negros a la facción centralista fue insoslayable (Meisel, 2005, p. 173). Es válido recalcar que Barcala no constituyó el único caso de un hombre que, proveniente de los estratos sociales más bajos, logró alcanzar una posición de relevancia dentro de una facción que era tildada de exclusivista, sirviendo de nexo entre sus altos mandos y los sectores militares de orígenes más modestos, aunque sin duda podría contarse como uno de los ejemplos más representativos16.
A pesar de la participación de sectores populares, para José Eugenio del Portillo, representante por Córdoba en las Asambleas Constituyentes (1824-1827): “Los pueblos ya he dicho que en su interior y en la parte más sana y juiciosa desean el sistema de unidad” (Ravignani, 1937, t.III, p. 239). En otras palabras, en las provincias eran también los sectores más encumbrados los que con más celo defendían al unitarismo. Motivos no les faltaban, pero uno de los principales se debía al temor que padecían por el incremento del poder político y militar de los caudillos. Creían que un sistema de gobierno centralizado y nacional era el único modo de ponerle coto a su creciente influjo (Halperín Donghi, 1972, p. 219). Un caso muy ilustrativo podría ser el que se dio en la provincia de Mendoza. A pesar de que allí, en un determinado momento, una importante parte de su elite cultural y económica sintió notorias simpatías por las ideas federalistas, con el aumento del amenazante poder que a mediados de la década de 1820 cosechó Quiroga, estos sectores viraron hacia un unitarismo faccioso y combativo (Bragoni, 1999, p. 167). De un fructífero trabajo efectuado por Ariel de la Fuente se detecta también que “la militancia unitaria de la elite de Famatina, que había comenzado en la década de 1820, se mantuvo hasta la de 1860”. En ella se reunían “los más nobles y cultos de la provincia de La Rioja”, además de los mayores terratenientes. Dentro del mismo grupo se podría incluir a las familias que acapararon –como lo señalaba Iriarte para el caso de Buenos Aires- los mejores y más elevados empleos públicos –verbigracia: los Dávila, Gordillo, Soaje, García, San Román, Iribarren y Noroña-, luego de la caída del rosismo (De la Fuente, 2007, pp. 69-70). En contraposición, los cabecillas del partido federal de La Rioja pertenecían a la clase de pequeños y medianos comerciantes y propietarios que, “también a diferencia de los miembros del Partido Unitario, la mayoría de estos líderes federales nunca había ocupado puestos administrativos en el departamento” (De la Fuente, 2007, p. 72). De estos últimos, seis de los diez principales “eran de origen indígena, en contraste con la composición abrumadoramente blanca y española del Partido Unitario” (De la Fuente, 2007, p. 73). Arrasadas primero por las copiosas tropas de Facundo Quiroga, luego de derrotado el federalismo, las familias de tendencia centralista –muchas de ellas vueltas de su largo exilio- se aliaron al mitrismo, cuyo representante más preponderante para esa región del país fue, sin hesitación, Domingo F. Sarmiento, gobernador de San Juan. Ariel De la Fuente (2007) nos explica las dificultades constantes y antiguas que tenía una mayoría de terratenientes de tendencia unitaria para relacionarse, dentro de ese particular contexto, con el grupo de gauchos y labradores que los servía, de neta inclinación federal.

A modo de epílogo

Hemos, hasta el presente, observado algunas de las principales causas que hicieron del unitarismo un movimiento político de discutida raigambre popular. ¿Era, acaso, el choque estruendoso entre dos culturas antagónicas, representadas magistralmente por Sarmiento en Civilización y Barbarie?; ¿era, por lo tanto, una cultura urbana y europeizante, que no lograba adaptarse a –o adaptar- otra cultura que tenía la popularidad del “color de la nacionalidad”?17. Tomás Iriarte es elocuente a la hora de señalar las características que pesaban en los unitarios y que los hacía remarcables dentro del conjunto social, al argüir que se trataba de:

“los hombres más acomodados del país, los que tenían más fortuna y vivían más a la moda: eran más elegantes, pero estaban dominados de un espíritu antipático -el del exclusivismo, y con sus doctrinas liberales formaban contraste el de la más pronunciada y chocante intolerancia: respiraban por todos sus poros un necio orgullo, una ultra fatuidad incompatible con el saber; y la apariencia de una prepotencia insultante, los había hecho del todo impopulares, y mal queridos entre las clases del pueblo […] Eran hombres amanerados que con sus costumbres de imitación, con su parodia a la Europea, ofendían los hábitos y costumbres locales que nunca es prudente extirpar instantáneamente, ni fácil tampoco, sin estrellarse contra los errores populares, que tienen siempre el color de la nacionalidad, y por lo tanto profundas raíces” (Iriarte, 1946, p. 74).

Desde la elevada Chuquisaca, pasando por Córdoba, o algo más tarde por Buenos Aires, la elite unitaria se había educado en la Universidad bajo formas modernas e ilustradas que parecían ya incompatibles, o demasiado distantes, respecto a lo que se podía comprender, en ese entonces, por cultura popular.
Son muy pocos los ejemplos de hombres de dicha facción que, pese a haber accedido a una refinada formación, hayan podido confraternizar con los cánones de una cultura que la mayor parte de las veces parecían ignorar, cuando no menospreciar. Si, por citar un ejemplo, los unitarios más notorios forjaron una producción poética fruto de una tradición neoclásico-ilustrada o culta –los hermanos Varela, Ignacio Núñez, Avelino Díaz, Esteban de Luca, Santiago Wilde, etc.-, y dirigida a un público acorde; en cambio, otros, como Gualberto Godoy o el más célebre Hilario Ascasubi, fueron innovadores incursionando en una prosa gauchesco-costumbrista de tintes populares.18 Este último intentó mostrar, en tiempos de las guerras civiles, el rostro amable y popular del líder unitario Juan Lavalle, apelando para ello a una escritura atenta a las expresiones populares: -teniendo en vista ilustrar a nuestros habitantes de la campaña sobre las más graves cuestiones sociales que se debatían en ambas riveras del Plata, me he valido en mis escritos de su propio idioma, y sus modismos para llamarles la atención, de un modo que facilitara entre ellos la propagación de aquellos principios- que eran, a la vez, de libertad y civilización (Ascasubi, 1872, prólogo). Utilizó su discurso tanto para denunciar la violencia del régimen enemigo -en La Refalosa-, pero también para hablar de las bondades del liberalismo y del comercio con el extranjero en los ríos interiores -en Los Misterios del Paraná-. Ascasubi, como otros autores de su estilo:

“-apelan al gaucho para establecer alianzas contra sus adversarios. Profundamente comprometidos en la lucha entre federales y unitarios, los textos exacerban el enfrentamiento buscando atraer a un público preciso y ésta es una de las claves que definen su especificidad: la intención de lograr el apoyo de los gauchos, de aquellos a quien se dirigen, determina un cambio esencial de los sujetos que narran. Se dibuja así una figura de narrado que canta-escribe-cuenta al mismo tiempo que comparte un espacio común con sus interlocutores-” (Amar Sánchez, 1992, p. 8).

En estos intentos por congraciarse con los sectores populares, los cielitos -estilo musical folclórico típico de la región del Río de la Plata- eran compuestos por los poetas, con el fin de defender las ideas políticas, pero también, para desprestigiar al oponente, como se puede observar en el epígrafe del presente artículo (Becco, 1968). Gregorio Araoz de Lamadrid, según relata Benjamín Villafañe en sus memorias, solía componer vidalitas –estilo musical de origen colla- y cantar con el célebre actor Casacuberta, durante los tiempos de la Coalición del Norte, para regocijo de sus tropas (Villafañe, 1972, p. 59).
Empero, Ascasubi no fue el único de los unitarios que desde el exilio se había cerciorado de la gravitación que los sectores más populares podían ejercer sobre la causa política que defendían. A fines de 1835, desde la Banda Oriental, una organización secreta o logia, integrada por conspicuos miembros del unitarismo y cuyo objeto central radicaba en derrocar el régimen rosista, activó la comunicación entre sus distintas camarillas con el objeto de ver pronto realizados sus fines (Zubizarreta, 2009). En los Trabajos de la Logia, que recibió en forma anónima uno de sus integrantes, el joven doctor Daniel Torres afincado en Colonia del Sacramento, se impelía a seducir a los sectores subalternos que llegaban a los puertos orientales trabajando de marineros y comerciantes, alentándolos contra Rosas y otorgándoles pequeñas dádivas:

“cuatro reales a uno, un pañuelo a éste, cigarros para el viaje a aquel, pequeñeces así que cuestan poco y pueden mucho en ciertos hombres. Esta operación repetida con constancia, y en todos los puertos del Estado Oriental donde cada mes entran y salen cientos de ellos irá formando en la plebe de Buenos Aires una masa de ideas que al fin neutralizará el prestigio de Rosas”19.

A pesar de que dichos proyectos logistas parecen haber logrado nimios resultados, la propuesta esbozada más arriba sería emulada, al menos discursivamente, por el más amplio abanico que poco después constituiría el nutrido arco antirrosista y conformaría la redacción del periódico El Grito Argentino. Escrito por la pluma combinada de unitarios y románticos, se redactaba en la Banda Oriental para ser distribuido entre la plebe porteña20. En su pliego i-naugural se puede comprobar a quién iba dirigida esta nueva publicación:

“No hablamos con los hombres que están enterados de las cosas; sino solamente con la Campaña, y con aquella parte de la Ciudad, que no sabe bien quién es Rosas, porque solo ve la embustera Gaceta Mercantil. Usaremos por lo mismo, de un estilo sencillo, natural, y lo más claro que podamos”21.

El sector social para el que escribían es abiertamente revelado, ya que su mensaje era dirigido “exclusivamente para los pobres, para los ignorantes, para el gaucho, para el changador, el negro y el mulato”22. Tal como lo pretendía antes la logia unitaria, buscaban deslegitimar la obra política del Restaurador ante uno de sus más sólidos sustentos sociales recurriendo a torcer el orgullo y el amor propio de dicho sector. Si en la cita previa se debía enrostrar a la plebe “que es vergüenza que valientes se dejen tiranizar” algo similar proponía El Grito Argentino a los gauchos que siempre habían sido “patriotas y valientes”23.
Sin embargo, paralelamente, y durante las incursiones de los ejércitos antirrosistas al territorio de la Federación –comandados por líderes militares del unitarismo- a partir de 1839, impondrían un estilo en la relación con los escalafones inferiores de su tropa que se distanciaría sustancialmente de la fría, ilustrada y filantrópica visión que habían tenido las viejas elites unitarias sobre los sectores subalternos. En sintonía con las nuevas publicaciones antirrosistas de ese momento, como lo fueron El Grito Argentino, o Muera Rosas, se había comprendido –tal vez algo tardíamente- que Rosas había vencido sobre los rudos coraceros y tropas de elite unitarias pues había advertido antes que sus sempiternos enemigos la relevancia de los sectores subalternos. De este modo, los jefes del ejército unitario ensayaron otros medios distintos que los anteriores para captar voluntades para su causa, como lo demuestra el rol que jugaron el carisma y el liderazgo en hombres como Gregorio Aráoz de Lamadrid o Juan Lavalle. El primero, general guitarrero y payador, lograba las simpatías y adhesión de la plebe por actitudes mundanas como la de “compartir su dinero en dulces, panales y caramelos, que partía fraternalmente con sus soldados...” (Paz, s/f, t. II, p. 7). En cambio, Lavalle, quien según Paz había representado un verdadero modelo en ese ejército profesional que creara, ab nihilo, el general San Martín, se había transformado en un “ídolo de los soldados gauchos, los trataba bien, lisonjeaba sus inclinaciones, sus hábitos, lenguaje y maneras que conoce y sabe imitar: hasta en su traje estudia el modo de captarse al paisano” (Iriarte, 1949, p. 4).
El giro “popular” y “campechano” meditado y obrado por Lavalle24 lo había, aparentemente, tornado más querido entre sus tropas; según Iriarte, “El ejército libertador existía porque Lavalle era un ídolo que todos adoraban: sin su inmensa popularidad se habría desbandado”25. No sería suficiente. La toma de conciencia sobre la importancia militar –y política- de los sectores subalternos y rurales por parte de Lavalle lo llevaron a descuidar otro elemento fundamental: las notabilidades. Numerosos oficiales lo abandonaron por su inaudito proceder, desertando a las filas de Paz o Lamadrid. Con estos últimos dos, el entendimiento tampoco fue mejor. Tal situación, en parte, explica la postrera y definitiva derrota unitaria.
De este modo, nos resta por concluir que la soberbia desprendida de la ilustración y de su saber, el dominio de la oratoria parlamentaria “sin réplicas”, el desmesurado exclusivismo porteño, la admiración –y envidia- que despertaron los éxitos de su administración, el refinamiento de las maneras, lo pomposo de las formas, y el gusto por lo extranjero, llevarían al unitarismo –con Rivadavia como su figura más representativa- a propiciar una imagen “antipática” entre los sectores populares, enajenándoles, de esta forma, la complicidad de un actor político de reciente y poderosa gravitación. El no haber podido aceptarlos sino intentando cambiar su naturaleza y pretendiendo elevarlos a una categoría y cultura acorde a un modelo de corte ilustrado y europeizante, los llevaría a cavar una fosa demasiado ancha que los distanciaría lo suficiente como para ralentizar un proceso de alteridad harto necesario en la construcción de poder. Sin este último, sólo recapacitarían en sus estrategias –y como hemos visto, en colaboración con los líderes militares y con miembros de otras facciones- cuando, ante la evidencia de los resultados, ya era demasiado tarde.

Notas

1 Ignacio Zubizarreta, UNTREF-Universidad Libre de Berlín. Correo electrónico: ignzubizarreta@gmail.com. El siguiente trabajo se desprende como fragmento de una investigación en curso, mi tesis doctoral, bajo la dirección del Prof. Dr. Stefan Rinke, a quien le gratifico sus siempre alentadores consejos. Agradezco los comentarios sobre el mismo que me ha brindado generosamente Raúl Fradkin en las jornadas Revolución, Nación y sectores populares en: 1810, 1910, 2010. Organizadas por la Licenciatura en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Quilmes y realizadas los días 5, 6 y 7 de mayo de 2010 en esa sede académica.

2 Sobre el trato que le dio la historiografía a la temática del unitarismo, ver Zubizarreta (2007).

3 Se asocia a los “bárbaros” o indígenas –pampas en su mayoría- con los federales, puesto que, en esas circunstancias, y gracias a la mediación de Juan Manuel de Rosas, luchaban por una misma causa. Ver El Pampero, 3 de abril de 1829.

4 Algunos trabajos recientes cuestionan la estructura jerarquizada y piramidal a través de la cual el estanciero Rosas habría controlado a las fuerzas rebeldes de la campaña. Las montoneras, o tropas gauchas irregulares, en muchos casos, tuvieron una capacidad de iniciativa y de autonomía bastante significativa, y actuaban con cierta connivencia con los designios rosistas por convergencia de intereses recíprocos. Ver, con este argumento historiográfico, la introducción de la obra de Fradkin (2006).

5 Carta de Salvador María del Carril a Juan Lavalle, 20 de diciembre de 1828.

6 Carta de José Miguel Díaz Vélez a Juan Lavalle, 16 de diciembre de 1828.

7 Sobre la supresión de los divertimentos populares, recomiendo la lectura de un sugerente artículo periodístico contemporáneo a los hechos, donde se descubre la impopularidad de la medida, ver El Centinela, 8 de noviembre de 1822.

8 “Ya que no hemos tenido aun tiempo para formar escritores científicos, los periodistas se propusieron dar socorros eficaces a las clases comunes, amalgamando sus ideas con las populares, purificándolas, mejorándolas y civilizándolas. Confesaremos de buena fe, que por lo general no han sido muy felices sus empresas”. En La Abeja Argentina del 15 de octubre de 1822.

9 Carta de Ignacio Núñez a Bernardino Rivadavia, del 21 de enero de 1825, reproducida en Piccirilli (1943). Ha existido un debate historiográfico por demás interesante con respecto a la relación “patrón-cliente”. Para el historiador británico John Lynch (1994), el caudillismo de Rosas –así como también el de José Antonio Páez en Venezuela (1830-1850) o el de Antonio López de Santa Anna en México (1821-1855)- estaba fundado en una relación desigual de patrón-cliente que, por otro lado, conformaba una organización económica y social. El “patrón” gozaba de una gran estancia, hacienda o plantación proporcionando protección y sustento a la mano de obra que para él servía, a cambio de lealtad. Pero, en tiempos de guerra, estos trabajadores eran armados por el amo y debían luchar en concordancia con sus intereses políticos personales, estableciendo una verdadera relación clientelística. A su vez, los caudillos-patrones como Rosas pertenecían a una elite económico-social y actuaban defendiendo los intereses de la misma. Esta visión algo esquemática fue contrarrestada para el ámbito del Río de la Plata por varios autores argentinos. Para Jorge Gelman, no sólo no parece ser muy evidente que Rosas haya siempre defendido los intereses de los “estancieros” como grupo (Gelman-Schroeder, 2003), sino que tampoco gozó en todo momento de la mayor aceptación entre los pobladores rurales (Gelman, 1998). Tanto Pilar González Bernaldo (1987) como Raúl Fradkin (2008) consideran que los sectores subalternos, no tan supeditados a Rosas, tuvieron más capacidad de acción y mayor identidad política de lo que afirma la clásica tesitura de John Lynch. A pesar de lo recién expuesto, considero que las lógicas de comportamiento político en el ámbito de la campaña durante los tiempos rivadavianos tuvieron, como lo tendrían también después, y como lo atestigua claramente la misiva de Ignacio Núnez arriba citada, ciertos tintes clientelares. Para una comprensión teórica sobre la relación “patrón-cliente”, recomendamos la lectura del trabajo de H. Carl Lande, “The dyadic basis of clientelism” (publicado en Schmidt, 1977).

10 Lista de Unitarios según Jueces de Paz, 1831.

11 Entre éstas, tampoco debemos olvidarnos del impulso dado por Salvador María del Carril, cuando fuera gobernador de San Juan, a la promoción de capitales foráneos y al ingreso de extranjeros con miras a la extracción de minerales; así se deduce de una muy interesante carta que le envía a Rivadavia (Del Carril al gobierno de la Provincia de Buenos Aires, 21 de diciembre de 1823).

12 Comisión de Inmigración, 1825.

13 Reformas que dejaron, sin duda alguna, enormes secuelas en la imagen pública de la facción que las promovió. No olvidemos que un sector de la población, aún identificado con prácticas de antiguo régimen, consideraba que el buen gobierno era el gobierno cristiano, y que las relaciones entre Iglesia y Estado –no aún conceptualizadas totalmente como ámbitos ajenos o estancos- no podían resentirse y romper con una armonía que databa de siglos atrás.

14 El general José María Paz (1791-1854), guerrero de la Independencia, participó del conflicto contra el Imperio del Brasil comandando regimientos del interior del país. Se plegó a la revolución unitaria de Lavalle (1828), aprovechando la oportunidad para conducir las tropas que habían estado a su mando en la guerra contra el Brasil, ocupar Córdoba –provincia de donde era oriundo- y derribar al gobernador federal Juan Bautista Bustos, lo que logró en abril de 1829 en la batalla de San Roque.

15 Lorenzo Barcala (1793-1835), nacido en Mendoza e hijo de esclavos, fue libertado por José de San Martín. Desde el inicio de su carrera militar estuvo siempre al servicio del centralismo político: ayudó a Lavalle en su revuelta contra Gutiérrez en Mendoza (1824), colaboró a restituir en su gobierno a José María del Carril en San Juan (1826), luego luchó contra el Imperio del Brasil (1827) y, finalmente, con Paz y Lamadrid contra las tropas del federal Facundo Quiroga (Cutolo, 1985).

16 Otros casos podrían citarse, como el de Alico Ferreira (1770-1855), baqueano chaqueño de humilde origen que sirvió de inestimable ayuda a los tres generales unitarios más célebres: Gregorio Aráoz de Lamadrid, José María Paz y Juan Lavalle, ayudando a este último a escapar hacia Bolivia (Lacasa, 1858). También el de Anacleto Medina, militar oriental de sangre guaraní que, abandonando las filas de Artigas, se plegó a las del caudillo federal Francisco Ramírez, hasta que comenzó a colaborar con la facción unitaria por la mediación del general Mansilla. Acompañó a Martín Rodríguez en sus campañas al Desierto (1824), contra el Imperio del Brasil, y en el levantamiento de Lavalle (Medina, 1895). Otro ejemplo es el de Manuel Baigorria, que sin haber pertenecido a los sectores plebeyos, sirvió de nexo entre las familias de ranqueles asentadas en el sur de la provincia de Córdoba y las fuerzas unitarias (Baigorria, 1975). Por último, podemos mencionar el caso de Montaño, soldado de color que fue siempre fiel al general Lamadrid, salvo cuando éste último se pasó al rosismo e intentó convencerlo de que también diera ese paso, lo que fue respondido enérgicamente por Montaño del siguiente modo: “todo, todo, menos eso mi general.” (Villafañe, 1972, p. 52).

17 Es evidente que el “color de la nacionalidad” no es algo sencillo de definir. Si, a pesar de que la combinación del Congreso Constituyente de 1824-1827 y la guerra contra el Imperio del Brasil se avizoraba, como lo creía el cura Agüero, como “el medio más poderoso y eficaz para reunir unas provincias, cuyos vínculos entre sí están tan rotos de un tiempo tan atrás” (Ravignani, 1937, t.III, p. 63), es evidente que las intenciones distaban de hacer real un proyecto común cuyo principal obstáculo eran no sólo los desacuerdos políticos, sino también la existencia de sentimientos de pertenencia discordantes. Según el historiador Jaime Peire (2010): “Mientras que ‘argentina’ era Buenos Aires, antes de la Revolución, durante el curso de la guerra de emancipación el grupo porteño intentaría que abarque un territorio mucho más amplio, apoyándose en sus victorias y tratando de minimizar sus tropiezos, sintiéndose a la vanguardia de la ‘patria’ americana” (p. 30). Sin embargo, la disolución del Directorio (1820) llevó a un proceso en el que la autonomía de las provincias fue reforzándose. De todos modos, antes de ello, y luego del periodo de emancipación, se articularon paralelamente sentimientos de pertenencia americanistas, localistas y –algo después- provinciales, primando incluso más que los tibios de índole nacional, que se reforzarían mucho más adelante, incluso luego de la caída del mismo Rosas (Chiaramonte, 1997).

18 Esa tensión que sin dudas existió, entre la veta urbana y culta del unitarismo y los intentos de acercamiento a los sectores populares, desde la literatura gauchesca en este caso, -y particularmente en Ascasubi, quien sentía por el mundo del gaucho admiración y rechazo- son muy bien analizados en Amar Sánchez 1992.

19 Carta anónima, s/f.

20 De esa última labor se encargaba, entre otros, don Antonio Somellera, como lo señala en sus propias memorias, en colaboración con la señora Del Sar y su hermana Da. Victoriana Elía, véase (Somellera, 2001, p. 18).

21 El Grito Argentino, Montevideo, 24 de febrero de 1839, nº 1.

22 El Grito Argentino, Montevideo, 24 de febrero de 1839, nº 1.

23 El Grito Argentino, Montevideo, 24 de febrero de 1839, nº 1.

24 En realidad, no es del todo seguro ni fácil el comprender qué motivos hacían de Lavalle una figura popular. Para Alejandro Rabinovich, no eran los aires campechanos que se daba este general de notable trayectoria lo que le brindaba esa gran celebridad en los sectores subalternos. Por el contrario, su abultada foja de servicios, prestada en forma brillante a lo largo de las campañas independentistas en las que iba vestido con el uniforme de oficial, era lo que tanta autoridad y admiración despertaba. Lavalle, en su carácter de líder popular de origen acomodado -a diferencia de Güemes-, y siguiendo siempre la explicación del mencionado autor, habría “fracasado miserablemente”. Véase Rabinovich (2010, p. 351).

25 En este aspecto, recomendamos la lectura de Iriarte (1949, pp. 330-331). También Pedro Lacasa, fiel y esforzado hombre de guerra que siguió las trazas de Lavalle durante sus incursiones por la Confederación, da testimonio de la gran popularidad que este último despertó entre los sectores populares. Pero, por fuera del ejército que comandó, en los distintos poblados que fueron invadiendo, las simpatías que por la causa de Lavalle sintieron sus humildes habitantes varió según las zonas y sus puntuales contextos históricos. Véase Lacasa (1858).

Listado de Fuentes

Inéditas

1. Carta anónima, s/f. En Documentación de Daniel Torres. Sala VII, AGN, Buenos Aires.

2. Carta de José Miguel Díaz Vélez a Juan Lavalle. 16 de diciembre de 1828. Sala VII, Archivo Juan Lavalle (1797-1860), AGN, Buenos Aires.

3. Carta de Salvador María del Carril a Juan Lavalle. 20 de diciembre de 1828. Sala VII, Archivo Juan Lavalle (1797-1860), AGN, Buenos Aires.

4. Comisión de Inmigración. 1825. En Correspondencia Diplomática de Manuel García. Sala VII, AGN, Buenos Aires.

5. Del Carril al gobierno de la Provincia de Buenos Aires. 21 de diciembre de 1823. Del Carril SX 5-8-3-A, Gobierno de San Juan, AGN, Buenos Aires.

6. El Grito Argentino. Montevideo, 24 de febrero de 1839, nº 1. 21.7.27, Museo Mitre, Buenos Aires.

7. El Pampero. 3 de abril de 1829. 21.6.4, Museo Mitre, Buenos Aires.

8. La Abeja Argentina. 15 de octubre de 1822. Senado de la Nación, 1960 p. 5433. Buenos Aires.

9. Lista de Unitarios según Jueces de Paz. 1831. Sala X, AGN, Buenos Aires.

Éditas

10. ASCASUBI, H. (1872). Paulino Lucero o Los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay (1839 a 1851). Prólogo. París: Imprenta de Paul Dupont.

11. BAIGORRIA, M. (1975). Memorias. Buenos Aires: Solar/Hachette.

12. BERUTI, J. M. (2001). Memorias Curiosas. Buenos Aires: Emecé.

13. DOUVILLE, J. B. (1984). Viajes a Buenos Aires, 1826 y 1831. Prólogo y notas del Dr. Bonifacio del Carril. Buenos Aires: Emecé Editores.

14. FORBES, M. (1956). Once años en Buenos Aires, 1820-1831. Buenos Aires: Emecé.

15. IRIARTE, T. (1944). Memorias. Rivadavia, Monroe y la guerra Argentino-Brasileña. Buenos Aires: Ed. Argentinas.

16. IRIARTE, T. (1949). Memorias. Historia Trágica de la Expedición Libertadora de Juan Lavalle. Buenos Aires: Ed. Argentinas.

17. IRIARTE, T. (1949). Memorias. La tiranía de Rosas y el Bloqueo Francés. Buenos Aires: Ed. Argentinas.

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Fecha de recepción de originales: 12/05/2010.
Fecha de aceptación para publicación: 03/11/2011.