DOI: http://dx.doi.org/10.19137/pys-2023-300209


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RESEÑAS

RESEÑAS

Review


La Faction de la Sierra. L´apprentissage du politique entre engagement et contrainte,Venezuela 1858-1859. Véronique Hébrard, Les Perséides, Rennes, 2023, pp. 497.

Si uno se atreviera, en aras de un primer acercamiento, a hacer el ejercicio de buscar a la Facción de la Sierra en Wikipedia o en Internet –lo primero que hice, para ser honesto, cuando recibí el libro–, llegaría a resultados sumamente decepcionantes. Es que existieron cientos de agrupaciones políticas de esa naturaleza a lo largo y ancho del siglo XIX, tanto en Venezuela como en el resto de Hispanoamérica, olvidadas casi la mayoría por la fugacidad y precariedad de su existencia, en algunos casos, o al escaso legado escrito. Por lo tanto, la reciente obra de Véronique Hébrard no tiene por objeto principal historiar caprichosamente una facción determinada, o sacar del olvido con aires de reivindicación a ciertos personajes del pasado venezolano. La meta de la autora es ciertamente más ambiciosa y desafiante. Fruto de ese golpe de suerte que muchas veces tienen los historiadores que hacen un asiduo trabajo de archivo, la autora encontró una fuente privilegiada: más de 800 folios reunidos en dos grandes expedientes en cuyos títulos completos -algo extensos- se citan a la Facción de la Sierra, a sus líderes Zoilo Medrano, Donato Rodríguez, Agachado “y otros bandidos del llano”. En ese maravilloso corpus se asienta información de la más variada índole, donde destacan, principalmente, los interrogatorios a los que fueron sometidos muchos de los integrantes de esa agrupación política luego de ser derrotada (1859).

Por lo tanto, el objetivo de Hébrard consiste en hacer un aporte analítico sobre las principales problemáticas historiográficas de la política y de la sociedad hispanoamericanas de mediados del siglo XIX utilizando ese corpus único. En el núcleo de dichas problemáticas, se encuentran, por ejemplo, los procesos de politización de los sectores populares y rurales, las complejas dinámicas del faccionalismo, la resolución de conflictos por la vía armada, o los juegos de escala entre lo local y lo nacional. Pero también, las diversas experiencias de la violencia verbal y material, el difícil equilibrio entre la coacción y las adhesiones voluntarias, la zigzagueante construcción del Estado y, finalmente, los procesos de pacificación después del conflicto armado. Entonces, la Facción de la Sierra sirve de disparador para un mejor acercamiento a la comprensión de fenómenos más amplios y harto complejos de lo social, lo institucional y lo político. A su vez, intenta dialogar con la producción más reciente de la historiografía tanto hispanoamericana como europea, con el anhelo de desandar un largo camino de aislamiento que aqueja a la historiografía venezolana desde hace años.

La obra que aquí reseñamos se enmarca en una corriente historiográfica que viene indagando, desde hace ya algún tiempo, acerca de las dinámicas políticas del siglo XIX hispanoamericano, en especial, las facciones y partidos que surgieron al calor del proceso emancipador con España. Por suerte, contamos con bastantes y muy sólidos trabajos al respecto para muchísimos espacios (los de Aljovín de Lozada para Perú, de Ávila y Salmerón para México, o de Irurozqui para Bolivia, por solo citar algunos). Hébrard, con su reciente libro, realiza un valioso aporte siguiendo y dialogando con esa línea historiográfica. Además, posee una extensa trayectoria académica, evidenciada en sus aportes a la historia venezolana en el siglo XIX con foco en los procesos de politización, movilización, guerra, justicia y, últimamente, pacificación. 

Al principio de la obra, la autora aborda una cuestión medular cuando delinea los rasgos constitutivos de la Facción de la Sierra. A diferencia de otras ya estudiadas y conocidas, tuvo una efímera vida y una menor gravitación en la política nacional. Esto la hace aún -desde un plano historiográfico- más interesante, puesto que la mayoría de las agrupaciones que existieron por entonces se parecieron mucho más a su homónima de la Sierra (y de las que poco y nada sabemos), que a las más influyentes y transitadas por la historiografía. Esa especificidad es un aspecto central que otorga originalidad a la propuesta, ya que literalmente permite revisar –y tal vez hasta reescribir– parte de la historia venezolana del periodo abordado gracias a elementos e información completamente inéditos. Luego de dar debida cuenta de su objeto de estudio, la autora se ocupa de ubicar en espacio y tiempo a la facción, la que se inscribe en una temporalidad precisa, aislada, como epifenómeno de las anteriores revueltas campesinas de la década de 1840 y antecediendo, por escasos meses, la sangrienta Guerra Federal (1859-1863). Esa peculiaridad le otorga una densidad especial que sirve a Hébrard como observatorio de lo social.

La Facción de la Sierra nació como fruto de la abrupta caída del presidente liberal José Tadeo Monagas, y del rechazo al ascenso al poder del conservador Julián Castro, en marzo de 1858. La facción, entonces, es consecuencia directa de la reacción a la destitución del mandatario vencido. Sosteniendo las banderas del liberalismo y de la lucha contra los oligarcas, se diseminaron numerosas agrupaciones de la misma índole en varias provincias del territorio venezolano. La que analiza Hébrard es una de ellas, motorizada también por el descontento general ante una situación económica muy desfavorable, fruto de la crisis que afectaba la producción cafetalera y al enorme desempleo que trajo aparejada.

Los integrantes de la facción se movieron por una geografía diversa, amplia, accidentada, y descripta con gran estilo en las páginas del primer capítulo. El radio de acción de la agrupación, entonces, se localiza entre las provincias de Aragua, Guárico, Carabobo, Cojedes y parte de Apure y Barinas, algo al sur de Caracas. En las páginas siguientes la autora introduce una descripción más completa de la facción donde evidencia su estructura y el grado de organización. En la cúspide de su jerarquía contaba con tres líderes (Zoilo Medrano, José de Jesús González y Donato Rodríguez Silva). Por debajo de ellos, actuaba cerca de una cuarentena de cabecillas y, en su momento de apogeo (julio de 1858), la agrupación, con mayor o menor compromiso, llegó a contar con cerca de dos mil integrantes. Para confeccionar su análisis, Hébrard logró elaborar una potente base de datos con 655 individuos; pero sólo sobre 29 extrajo información más detallada, la que le permite, con tintes prosopográficos, reconstruir un perfil de faccioso pasible de generalizarse y hacer extensiva a cientos de otros integrantes. De esta forma, el perfil promedio se corresponde al de un hombre joven, labrador o agricultor, del ámbito rural, y en la mayoría de los casos, analfabeto. Este último punto nos invita a interrogarnos acerca de las vías a través de las cuáles esos campesinos optaron por empuñar sus armas por la causa de un presidente caído y de un régimen cuyo epicentro de poder se encontraba demasiado distante.

Las razones que llevaron a que amplios sectores de la sociedad serrana integraran la agrupación analizada son variopintos y en algunos casos, aleatorios. A veces, las motivaciones no eran del orden ideológico: una porción significativa de quienes lucharon por la facción provenía de reclutamientos forzosos y colectivos, llevados a cabo por partidas destinadas a ese fin. Éstas, incursionaban e irrumpían en caminos, tabernas, sitios públicos y aldeas rurales. Las haciendas, algunas administradas o en propiedad de importantes latifundistas, constituyeron otra nutrida fuente de reclutamiento. Las levas provocaron en la población local temor y fugas masivas, las que se transformarán en verdaderos desplazamientos poblacionales. Pero no sólo hubo reclutamientos forzados, la adhesión muchas veces se lograba de manera pacífica a través de mecanismos de seducción y propaganda propalada desde las sociedades liberales y por comités de partido fieles a Monagas. También, por medio del funcionamiento de extensas redes amicales y familiares finamente reconstituidas en la obra.

Un exhaustivo análisis sobre los enfrentamientos entre los facciosos y las fuerzas gubernamentales permite detenernos en el fenómeno de la violencia. En ese ejercicio, la autora detalla no sólo los mecanismos que la generaban, sino también los matices, la intensidad, las temporalidades y la dinámica de las represalias; en algunos casos motivadas incluso por tensiones sociales más que por causas estrictamente políticas. Entre medio de ese proceso violento, fue la población rural la que más padeció la crudeza del conflicto, al quedar atrapada entre dos fuegos.

En la última parte de la obra, Hébrard presenta un detallado panorama sobre la cultura jurídica que subyace en la Venezuela decimonónica. Esta le permite desgranar y reflexionar acerca del corpus de leyes que debían servir para lidiar con situaciones como el trato a los facciosos tanto durante como después del conflicto. La ley podía resultar muchas veces letra muerta cuando el personal lego (insuficiente y poco calificado) debía impartir justicia en el terreno de operaciones. Jefes políticos, comisarios y jueces de paz eran parte de una estructura estatal lábil y que debía lidiar con una situación extremadamente compleja. Los interrogatorios estudiados al detalle a lo largo de la obra son los que revelan, justamente, la mirada sobre el fenómeno de la facción desde la perspectiva del gobierno y los poderes estatales. Pero no sólo eso. Aunque de manera más solapada, también permiten oír a los campesinos e integrantes de la facción, enriqueciendo nuestro conocimiento sobre el proceso de aprendizaje de la política desde un enfoque microhistórico.

Derrotada la Facción de la Sierra, los vencedores debían castigar a los cabecillas, pero, en paralelo, generar políticas para la resolución de conflictos. La negociación, la conciliación y la amnistía jugaron un rol fundamental en un contexto en el que la debilidad del Estado era patente en los magros recursos con que contaba para poder inmovilizaro poner en cautiverio a un número significativo de enemigos. Se jalonaron, entonces, una serie de indultos que en los meses siguientes de disuelta la agrupación, implicaron la libertad de casi todos sus integrantes. Pero los remedios de la pacificación no podían arraigar sin llevar a cabo reformas administrativas que pudieran fortalecer la presencia estatal. Para ello, una importante junta de agricultores de la región, en un texto dirigido al gobierno en 1859, solicitaba urgentes medidas a los gobernantes, quienes recurrieron al favor de la Iglesia, presentando a la institución religiosa como estabilizadora y como promotora de la armonía social. En paralelo, la autoridad judicial y las fuerzas represivas debieron hacer una tarea algo más solapada, pero eficaz, para detectar nuevos gérmenes subversivos. Las autoridades venezolanas también apostaron al fomento del desarrollo económico y productivo con un discurso favorable al progreso material y moral de los pueblos rurales del interior. Sin embargo, el pronto estallido de la Guerra Federal tumbó esos anhelos, los que serían, otra vez más, postergados para una época ulterior.

La radiografía fina y detallada que Hébrard realiza en esta obra, constituye un extraordinario y excelente marco desde donde observar, desde el llano y desde un plano local y rural, los cambios políticos y sociales generales que se estaban llevando a cabo en el país. Pero también, desde donde oír otras voces, menos mediatizadas, que remiten a la consolidación de un liberalismo popular nacido en la década previa y afianzado años después como parte del proceso de aprendizaje político, que llegará a su culminación con la devastadora Guerra Federal.

Ignacio Zubizarreta

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

IEHSOLP-Universidad Nacional de La Pampa - Argentina 

ignzubizarreta@gmail.com

Una historia densa de la anarquía posindependiente. La violencia política desde la perspectiva del pueblo en armas (Buenos Aires-México, 1820). Agustina Carrizo de Reimann, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana–Vervuert, 2019, pp. 217

El libro de Agustina Carrizo de Reimann se inscribe en la prolífica línea de investigación histórica sobre los significados y usos de la violencia en los procesos políticos asociados a la Independencia en América y la organización de las estructuras institucionales que derivaron en los Estado-nación. La autora hace foco en la violencia política y la militarización social, incorporando en el análisis a los sectores populares, la agencia subalterna (desde las prácticas más diáfanas de resistencia, hasta las más elusivas en las fuentes, como las de acomodamiento y ajuste) y las fronteras en tanto espacios de conflicto y poder. Para ello, aborda como insumo clave las fuentes documentales de origen judicial.

El libro pone la lupa en la violencia política de la década de 1820, en Buenos Aires y México, en tanto medio para reproducir, evadir o desafiar el monopolio estatal, así como explicitar y resolver conflictos sociales. Su principal hipótesis es que la violencia, por entonces, fue eminentemente política y a través de ella actores de diversas filiaciones, intereses y trayectorias renegociaron sus posturas con respecto incluso a los asuntos más cotidianos de la vida. La militarización generalizada de estos años tuvo al menos dos efectos. Por un lado, muchas veces y en diferentes aspectos, tornó difusos los contornos y límites entre el ejército y la milicia. Por el otro, fomentó la politización de los sectores populares al facilitar nuevas formas de sociabilidad y organización, y hacer accesible los recursos materiales.

Metodológicamente el abordaje de la autora se apoya en dos elementos que no son frecuentes. Por un lado, emplea la comparación: cada uno de los apartados analiza simultáneamente la experiencia mexicana y la bonaerense. Que el objeto de análisis se reparta en los dos extremos de Hispanoamérica no es casual. A nuestro entender, de ese modo, busca poner en evidencia claves comunes de interpretación que trasciendan diferencias y singularidades. Por el otro, la lectura de las fuentes documentales se hace a través de la descripción densa inspirada en Clifford Geertz. Para ello, desentraña en los sumarios abiertos por tribunales militares las experiencias e interpretaciones de milicianos y soldados.

Carrizo de Reimann despliega su exposición a lo largo de diferentes capítulos que primero nos introducen en las interpretaciones e imaginarios de miembros de las elites políticas y militares sobre la violencia política y la situación que siguió a las Independencias. Allí, la autora aborda las narrativas patrias de memorias, crónicas, correspondencias y textos programáticos, y las judiciales generadas en las fuentes asociadas a la administración de justicia del Estado. Tras ello, la autora gira la mirada hacia las tácticas del pueblo en armas. Mediante el análisis de los sumarios producidos contra un soldado y un sargento segundo, la argumentación avanza sobre la pregunta con respecto a qué manifestaban los hechos de violencia interpersonal.

Posteriormente, el libro se centra en la violencia punitiva y las tácticas legales, con el propósito de examinar la violencia ejercida en los tribunales militares y los recursos no violentos de los subalternos para limitarla o eludirla. Allí, la autora identifica una de las diferencias más significativas entre las experiencias bonaerense y mexicana: el rol de la Iglesia en el proceso político. Es especialmente interesante la consideración de la violencia como un recurso subalterno, no excluyente de otros de diferente tipo y forma. La investigación pone de relieve el conocimiento práctico, la capacidad y astucia de los actores en el momento de explotar las fisuras de la administración de justicia y los mecanismos de control durante la anarquía posindependiente.

A continuación, Carrizo de Reimann nos lleva a los saqueos y las montoneras en los espacios fronterizos. La violencia no ya individual sino colectiva, es una oportunidad para tratar uno de los aspectos más interesantes del libro: la relación de las narrativas de violencia con las imágenes de la otredad fronteriza, el imperativo de integración-sujeción y la construcción de soberanía poscolonial. Aquí la autora trae una vez más la representación por entonces tan difundida entre militares, políticos y viajeros sobre las poblaciones indígenas como sujetos sin historia y en guerra permanente, y la conexión de esta imagen con los procesos de reorganización de los espacios fronterizos (los márgenes de la nación) que derivaron en una política de impronta belicista. Además, la exposición sobrevuela un aspecto de sumo interés sobre el que aún resta mucho por conocer: la relación entre montonera y malón.

Finalmente, el libro trata los tumultos urbanos y desliza la mirada de las fronteras a las ciudades de Buenos Aires y México para examinar cómo lo que sucedía allí estaba relacionado con las fronteras. A través del motín, las tomas y el saqueo, la autora identifica puntos de inflexión que confrontaron a las comunidades urbanas con los problemas de la indeterminación de la participación política y la construcción de autoridad en la década de 1820. Este tipo de prácticas formaban parte del repertorio tradicional de violencia y protesta popular, y fueron también clave para la reconfiguración de la soberanía.

En síntesis, el libro de Carrizo de Reimann problematiza con éxito la noción de anarquía posindependiente. Mediante un cambio en el ángulo y tipo de lectura de las fuentes, la autora detecta innovación cultural, social, política y económica. Actores muy diferentes apelaron a la violencia para hacer frente, e incluso aprovechar, la encrucijada que experimentaron la sociedad mexicana y bonaerense en un contexto de profundas transformaciones estructurales.

Luciano Literas

CONICET / UBA, FFyL, ICA- Argentina

lucianoliteras@gmail.com 

Sanadores, parteras, curanderos y médicas: las artes de curar en la Argentina moderna. Diego Armus (Dir). Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2022, pp. 370

Sanadores, parteras, curanderos y médicas: las artes de curar en la Argentina moderna, dirigido por Diego Armus (2022), nos invita a repensar la historia de la salud y de la medicina en Argentina, mediante un examen atento de los modos en que coexistieron, compitieron y se conectaron diferentes abordajes terapéuticos y cuidados de la salud, desde el siglo XIX hasta la actualidad. El resultado es una obra que articula de forma cohesiva un caleidoscopio de propuestas que abarcan tres siglos de historia y que plasman cómo la atención sanitaria y las artes de curar –en un sentido amplio– interactúan y conviven, tanto en el pasado como en el presente. Los catorce estudios de caso que integran esta obra colectiva comparten un objeto de análisis transversal –la historia de los practicantes de las referidas terapias y cuidados– y una óptica de investigación común –el estudio de lo que Armus denomina zonas grises o espacios híbridos–. Dichos espacios nos permiten observar, a lo largo del tiempo, de qué manera las técnicas y abordajes de especialistas y practicantes –curanderos, sanadoras, brujas, hipnotistas y reflexólogos, entre muchos otros– conviven en conflicto y concertación, así como en contraste y colaboración, con instancias médicas formalizadas.

Es evidente que, a pesar de las tensiones recurrentes entre las terapias alternativas, la medicina diplomada y el Estado, los argentinos han encontrado (y siguen encontrando) curas y cuidados variados. Los mismos se plasman en una extensa gama de tratamientos, muchas veces combinados, acudiéndose a ellos por diversas razones de origen social, económico y cultural. La presente publicación y sus colaboradores dan cuenta con agudeza de cómo los debates públicos sobre las experiencias y las representaciones de esta amplia diversidad de prácticas curativas se entrecruzan con cuestiones culturales, sociales y políticas de mayor envergadura, entre ellas, el acceso médico desigual, una cultura de atención sanitaria de base comunitaria, la espiritualidad, las identidades contraculturales y las ideas relevantes sobre género, raza, religión o clase.

Al tomar los denominados espacios híbridos de la práctica medicinal como problema central de investigación, los colaboradores de este libro crean una mirada de las artes de curar que resulta sensible a –e incisiva sobre– el papel de las políticas estatales, la circulación de ideas sobre la salud en la prensa, y las necesidades culturales y sociales de los pacientes. En el capítulo inicial, José Ignacio Allevi analiza el caso de Juan Pablo Quinteros, espiritista santafecino del siglo XIX. El estudio recupera la historia de un conocido curandero y permite reformular interrogantes sobre esta práctica. El autor documenta tanto los intentos por desacreditar a Quinteros, así como los testimonios de sus pacientes. Insatisfechos con las soluciones medicinales disponibles, los testigos narran de qué modo encontraron alivio en las terapias de Quinteros. La reconstrucción variopinta de los referidos testimonios permite no solo profundizar en el conflicto entre Estado/autoridades médicas y espiritualismo, sino abrir paso a nuevos interrogantes: ¿cuáles eran las necesidades sociales, culturales y económicas que solventaba un curandero como Quinteros?; ¿de qué manera circulaban las noticias sobre sus tratamientos?; ¿cuáles fueron las características de los conflictos que tuvieron lugar con el Estado, los médicos diplomados o los críticos?  

La cuestión del descrédito médico estatal respecto de las prácticas curativas alternativas y los usos populares de diferentes tipos de cuidados y terapias constituye el punto de partida de varias de las contribuciones de esta obra. El problema de creer o no creer abre la oportunidad de explorar otras temáticas. Por poner sólo un ejemplo, el estudio de Ana Lucía Olmos Álvarez sobre el Padre Ignacio, un sacerdote curandero del siglo XXI, indaga en el papel de la atención basada en la fe, pero, a su vez, su convergencia con la biomedicina. Este análisis revela que, para los pacientes que buscan soluciones sanitarias, una terapia vinculada a la religión puede servir como complemento del tratamiento médico, sin ser su antítesis. Esta noción de que dichas prácticas curativas no eran necesariamente abordajes terapéuticos excluyentes constituye un enfoque significativo que se observa en varios de los capítulos. Esta perspectiva permite al lector mirar más allá –o bien al interior– de los debates en torno a la veracidad de los curanderos y sus principios, para comprender de qué modo sus tratamientos satisfacían necesidades sociales y culturales de forma concreta.

El capítulo de Diego Armus narra el auge y la decadencia del bacteriólogo Jesús Pueyo, creador de la vacuna Pueyo contra la tuberculosis. El autor explica su popularidad inicial, así como su posterior descrédito público, señalando de qué modo su reputación y los cuestionamientos lo llevaron hacia un terreno híbrido entre la medicina formal y la práctica curativa no autorizada. Tal como señala Armus, este será un campo compartido entre Pueyo y otros transgresores del límite entre la práctica formal de la medicina y el arte de curar. Este es un tema también reflejado en otros capítulos del libro, como el de Betina Freidin, quien se enfoca en el análisis de tres profesionales biomédicos que comenzaron a incorporar la medicina homeopática en sus tratamientos. Estos ejemplos de zonas grises –es decir, personas cuyas prácticas se ubican entre otros ámbitos, y no simplemente en el terreno de la medicina licenciada– nos orientan hacia un campo de estudio complejo en el que las duplas comúnmente entendidas como antitéticas –legalidad-ilegalidad, culto-popular, lego-experto, elitista-masivo, moderno-tradicional, ortodoxia-heterodoxia, local-foráneo– se muestran más porosas.  

La esfera pública se plantea como otra dimensión significativa del presente libro. En la Argentina moderna, en diferentes espacios de opinión y medios de comunicación según la época, diversos autores encuentran un debate vibrante respecto del lugar de las artes de curar y sus efectos en la sociedad. En los referidos debates, las duplas antes señaladas se hicieron a menudo explícitas. Por ejemplo, María Dolores Rivero y Paula Sedran examinan un valioso archivo cultural centrado en el vasco trigeminador Francisco Asuero, una figura que atrapó la imaginación y la curiosidad del público y fue recibido –no sin despertar controversias–, por Hipólito Yrigoyen. Las autoras trabajan a partir de una gran variedad de artefactos culturales –canciones, artículos, historias y noticias– que dan cuenta de los poderes curativos de Asuero. Si bien muchos transmiten la fascinación popular por sus actos, la cobertura mediática también arroja dudas tanto sobre sus tratamientos como sobre sus crédulos pacientes –y, en aquel caso en particular, sobre el presidente de la nación–. Aquí, el interrogante social no sólo se dirige al alternativo practicante, sino también hacia las masas, remitiendo a una discusión de contenido político. El fortalecimiento del escepticismo y del estigma público resuenan en el trabajo de Juan Bubello, centrado en las representaciones de los sanadores populares en el cine de mediados de siglo, donde los estereotipos de una cultura folclórica –emitidos en la pantalla grande– contribuyen a un sentido de contraste entre tradición y modernidad. Adrián Carbonetti y María Laura Rodríguez detectan un rol diferente para La Voz del Interior en los años sesenta del siglo XX. El periódico cordobés utiliza el caso del desacreditado armonizador Jaime Press no sólo para defender un tipo de práctica, sino para sugerir que sus pacientes recurrían a sus servicios cuando la biomedicina no les ofrecía soluciones pertinentes. Tanto en esta como en otras contribuciones del libro, la esfera pública se muestra a sí misma como espacio de debate y de representaciones encontradas. No sólo se discute la credibilidad de los practicantes, sino las razones (y la racionalidad) de quienes solicitan sus servicios.  

Tal como lo sugiere la diversidad temporal de los ejemplos incluidos en el libro, una de las contribuciones del volumen es su concentración en las continuidades a lo largo del tiempo. Con un arco que cubre desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, los trabajos aquí reunidos cuestionan con sutileza la idea de que las prácticas curativas no diplomadas o no oficiales se mantengan como una especie de reliquia tradicional, o como señal de resistencia a una imposición o modernización.  Por el contrario, se trata de prácticas vívidas, dinámicas y diversas que no solo persisten, sino que se reinventan e incluyen a una amplia gama de practicantes. El capítulo escrito por María Silvia Di Liscia, “Teresita y Ana: el empacho, los médicos y las curadoras entre los siglos XIX y XXI,” cuenta la historia de dos curanderas durante diferentes centurias –Teresita (siglo XIX) y Ana (siglo XXI)–, ambas abocadas al tratamiento de pacientes con empacho. Di Liscia describe la consternación de los médicos del siglo XIX al estudiar, adoptar y revisar los que ya eran considerados tratamientos locales populares para el empacho, legitimando en última instancia el uso de una pepsina local. En ese caso, una cura tradicional es discutida y experimentada, resistida y adoptada por los médicos diplomados. El debate muestra el conflicto señalado entre la autoridad médica y las denominadas sanadoras, así como las instancias en las que dicha autoridad toma sus terapias efectivas. Además, la incorporación de las historias de Teresita y de Ana, lado a lado, desafía cualquier insinuación sobre las sanadoras como vestigios del pasado. En todo caso, se trata de practicantes llevando adelante procesos de adaptación. En la misma línea, el capítulo de Mirta Fleitas ofrece un profundo recorrido por los múltiples roles de los curanderos en la provincia de Jujuy en la primera mitad del siglo XX y nos guía hábilmente hacia la comprensión de una historia dinámica y adaptativa de estos practicantes, contemplando sus actuaciones y funciones sociales. Es más, Fleitas otorga claridad a la intersección difusa entre los campos de la medicina diplomada y la fe, en la que intervenían los curanderos –y también los pacientes–.    

Los referidos tópicos conllevan una comprensión de la salud en la que tanto las prácticas como el debate público se ven condicionados por variables de clase, raza, etnicidad y género.  Sin embargo, no todos los capítulos abordan los referidos condicionamientos con la misma profundidad, dejando interrogantes pendientes, por ejemplo, sobre el papel de la raza, el racismo, la clase y el clasismo en las representaciones y debates sobre las artes de curar. No obstante, el género constituye una cuestión de interés que atraviesa a varias de las contribuciones. Las mismas, ofrecen ejemplos de cómo los abordajes terapéuticos alternativos otorgaron a las mujeres espacios de autoridad y de trabajo. La exploración de Di Liscia es un ejemplo; el capítulo de Fleitas es sugerente también, sobre todo, respecto de los modos en que la curandería fue útil como ámbito tanto de práctica terapéutica femenina como de reivindicación de la importancia particular de la salud de las mujeres. La noción de género en la sanación adquiere especial relevancia contemporánea en el capítulo de Karina Felitti sobre una bruja feminista del siglo XXI y la reapropiación de la brujería por parte del movimiento feminista contemporáneo. Desde esta óptica, su trabajo muestra cómo, una variedad de artes curativas, se integran en una práctica que conecta la terapia y el cuidado con debates sobre el empoderamiento corporal, la apropiación de uno mismo, la libertad y el placer.

Junto al trabajo de Freidin, la contribución de Mariana Bordes enfocada en los terapeutas orientalistas y sus intervenciones en los hospitales públicos contemporáneos ofrece una visión de las formas en que las terapias alternativas han sido aceptadas, incluso incorporadas (aunque con respuesta dispar) a la atención médica contemporánea (y al sistema de salud estatal). El hecho de que Bordes se centre en la precarización laboral de sus practicantes le permite complejizar la referida aceptación; el trabajo invita a hacer algunas comparaciones con otros servicios de cuidados, es decir, trabajos que suelen ser devaluados y asimismo, en muchos casos, feminizados. El trabajo femenino es un tema al que también se hace referencia en el estudio de Daniela Edelvis Testa, donde se analizan los esfuerzos de la doctora Gwendolyn Shepherd (y de un equipo de enfermeras) por combatir la poliomielitis durante los años cuarenta del siglo XX; se destaca su uso combinado de terapias experimentales, creencias religiosas, y el cuidado emocional de los pacientes infantiles.

Finalmente, como se observa a través de varios de los capítulos del libro, el volumen ilustra una interacción significativa entre lo local, lo regional y global. Por un lado, varios de los estudios de caso permiten interpretar tanto a la medicina oficial como a los cuidados de salud y a las terapias locales –por ejemplo, los tratamientos contra el empacho–, a la luz de un entorno internacional.  Por el otro, en varias ocasiones, los autores señalan que los protagonistas de estas historias son, en muchos casos, inmigrantes, viajeros o emigrantes: sus ideas no sólo se desplazan con ellos, sino que sus identidades y procedencias adquieren relevancia en los debates y respuestas de la sociedad a sus ofertas terapéuticas. Por último, varias de las colaboraciones describen y proponen, desde los enfoques señalados, modos de interpretar las conexiones entre la medicina diplomada y las artes de curar. Se genera, así, una interacción interesante –y recurrente– entre las instituciones médicas argentinas, la investigación y avances de la medicina europea y norteamericana, las prácticas sanitarias comunitarias locales, y las concepciones culturales de lo que se entiende como artes curativas más globalizadas, o extranjeras para el mundo argentino –sobre todo, las prácticas de procedencia asiática–. Diego Armus subraya en su capítulo los modos en que los tratamientos se pensaron en el marco de una discusión global, entendiendo a los médicos y practicantes de Buenos Aires, así como a sus debates, búsquedas y elaboración de terapias para la tuberculosis, como parte de un diálogo internacional.  El capítulo de Nicolás Viotti da cuenta de la integración de lo extranjero a la dimensión local. Su trabajo relata los esfuerzos de Daniel Alegre por traducir las prácticas médicas chinas e incluirlas en la contracultura argentina y las tendencias New Age de las décadas de 1970 y 1980. El autor sitúa la presentación de la medicina china en Argentina como parte de un movimiento contracultural local globalizado. Viotti rastrea las reinterpretaciones de Alegre respecto de las terapias tradicionales chinas con destino al público argentino; Alegre, en este sentido, deviene en una autoridad local de prácticas chinas y construye un discurso orientalista. Esta historia –junto a lo narrado por Bordes– abre interrogantes respecto de las particularidades del orientalismo y su historia en la Argentina. A su vez, su inclusión en este volumen invita a considerar las formas de llegada de las terapias globalizadas, así como la concepción, representación y debate –por parte de diferentes públicos– de las prácticas de curanderos y sanadores.

La presente obra no deja dudas de que el universo de las artes de curar constituye un campo muy diverso de praxis terapéutica y de cuidados de la salud: sus practicantes, pacientes y tratamientos resisten categorizaciones simples y claramente desafían los estereotipos más típicos. El enfoque de este libro sobre la denominada zona gris genera, ciertamente, un fructífero campo de estudio que desarma categorías convencionales y permite visualizar y comprender las ambigüedades de las prácticas sanitarias. Y es ahí, en esos espacios híbridos, donde los sujetos debaten, creen, desacreditan, toman prestadas y mixturan prácticas y experiencias en busca de cuidados, curaciones y buena salud.

Lisa Ubelaker Andrade

Universidad de San Andrés - Argentina

lubelaker@udesa.edu.ar

Lenguaje y política. Conceptos claves en el Río de la Plata II (1780-1870). Noemí Goldman (Ed.), Buenos Aires, Prometeo Libros, 2021, pp. 150

En los últimos años han proliferado una gran cantidad de estudios que abordan conceptos clave para la historia de América entre fines del siglo XVIII y gran parte del siglo XIX. El monumental trabajo que, desde el 2004 y bajo la dirección de Javier Fernández Sebastián, ha llevado a cabo un grupo numeroso de historiadores europeos e iberoamericanos tuvo como resultado la publicación de varios volúmenes que estudian una multiplicidad de conceptos en relación con el tiempo histórico y su contexto sociopolítico. Esta labor, es objeto de importantes reconocimientos de parte de los investigadores vinculados, de alguna forma, a los temas que afectan dichos conceptos, como así también por profesores universitarios que cuentan, a partir de entonces, con un instrumento teórico clave para complejizar su práctica docente y definir con precisión qué quieren decir las palabras que fueron utilizadas de forma muy extendida y con ambigüedad, en tiempos históricos de cambios y continuidades, generados a partir de la revolución hispánica.

Inscripto en la historia conceptual y en este proyecto internacional, en el año 2008, Noemí Goldman editó el libro Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata, 1780-1850. En el mismo, se analizaron los siguientes términos: ciudadano/vecino, constitución, derechos/derecho, liberal/liberalismo, nación, opinión pública, patria, pueblo/pueblos, república, revolución, y unidad/federación. Tiempo después, en el año 2021, editó el segundo volumen de esta obra, ahora titulada Lenguaje y política. Conceptos claves en el Río de la Plata (1780-1870), en el cual se tratan ocho nociones, sobre las que hablaremos a continuación.

Geneviève Verdo analiza la voz civilización. Muestra que se pasa de un primer uso que refiere a una concepción universal de la historia –vinculada a la moralidad y a la riqueza de una población– a un segundo uso que representa una forma de ser particular y propia de un país, que pone en juego la definición de una identidad nacional a través de la distinción entre Argentina y Europa. Los contemporáneos que emplearon ese concepto, lo hicieron con el propósito de encontrar un lugar para el país en el curso de la historia de su tiempo.

Elías Palti aborda el concepto democracia, el que, según sostiene, se caracterizó por ser ambiguo y poseer una doble naturaleza. ¿Se trató de un fundamento político genérico –la soberanía popular– o de los procedimientos institucionales en los que se manifestó la democracia como forma de gobierno? Esta ambigüedad dio lugar a diversas respuestas gubernamentales y de la opinión pública, que se expresaron en disímiles concepciones de democracia, que muchas veces resultaban antagónicas y/o paradojales.

Oreste Carlos Cansanello examina la palabra Estado, para dar cuenta de los significados que dicha voz adquirió a lo largo del período analizado. Muestra que, a fines de la era colonial, era un término polisémico de carácter más bien tradicional, aunque a partir de la década de 1810, convivió con otro significado novedoso asociado a la soberanía y a la representación. Consumada la independencia, se refirió tanto a las provincias que reivindicaban su autonomía, a la asociación de un país con un territorio o una nación. Solo con la sanción de la Constitución en 1853, el concepto adquirió centralidad en el vocabulario político para ser definido como la única entidad creadora de derecho con monopolio de la violencia legítima.

Alejandra Pasino explora la noción independencia. A mediados del siglo XVIII, esa noción se caracterizó por su polisemia. Fue con las revoluciones políticas atlánticas que se la asoció con la voz libertad y, particularmente en el Rio de la Plata, el año 1810 fue clave, pues a partir de entonces se pasó de un uso retórico a la acción política institucional. El concepto permitió establecer un doble tratamiento: el referido a la relación con España y el que dio cuenta del conflicto entre las tendencias centralistas, confederalistas y federalistas, el cual fue resuelto –al menos formalmente– con la sanción de la Constitución Nacional.

Gabriel Entin se abocó a reconstruir los sentidos del término libertad. Hasta 1810, éste se vinculó a los derechos corporativos existentes al interior de la monarquía, y en el marco de la lucha por la independencia el concepto adquirió una dimensión política. Con las autonomías provinciales, aludió a la institucionalización de un orden donde pudieran expresarse ciertas libertades. Durante el rosismo rivalizaron dos concepciones: una propia del unanimismo y otra individual que defendían sus opositores. A partir de 1852, los sentidos del término se asociaron a la organización constitucional y a la búsqueda de una libertad moderada por la consolidación de la república.

Fabio Wasserman aborda la noción de orden. Muestra como aquel de características jerárquicas, estamentales y corporativas del período colonial cambió a partir de 1810. Desde entonces, aparecieron nuevas visiones de orden en una sociedad atravesada por la guerra y la ruptura política con España. Se erigió como una cuestión política, social, institucional y constitucional que tuvo diversas concepciones según el período de estudio.

Nora Souto analiza el binomio partido/facción, que se expresa como la contracara de la unidad o del interés público general. Durante mucho tiempo, estas voces se vieron como sinónimos, aunque a partir de mediados del siglo XIX se escindieron para dar lugar a una definición negativa de facción –asociada a un bando, a un motín militar, al egoísmo, al odio, etc.– y otra más positiva de partido –vinculada con la idea de representación y la asociación de las identidades políticas ante las elecciones.

Finalmente, Noemí Goldman explora la noción de soberanía. Como vimos en los otros conceptos, a partir de 1810 se produce un cambio notable en lo referente a su sentido. Mientras que para los borbones el rey recibía la soberanía en forma directa de Dios, a partir de la revolución el término se vinculó a nociones como pueblo/pueblos y nación en un contexto afectado por los conflictos generados ante la posibilidad de crear nuevas entidades político-territoriales autónomas y/o independientes. Advierte que el problema de la soberanía unitaria o plural tardará varios años más en resolverse.

Producto de este breve repaso por los trabajos reunidos en el libro, pudimos advertir que los conceptos no son analizados de forma aislada, como palabras sueltas pronunciadas en el vocabulario político rioplatense, sino que más bien están insertos en un contexto de cambios que afectaron la cultura política local en relación con las transformaciones generales producidas entre 1780 y 1870, es decir, los años que abarcan la creación del virreinato del Río de la Plata, la crisis de la Monarquía Hispánica, la revolución, la independencia, el surgimiento de la república y la construcción del Estado nacional en Argentina. En general, todos los capítulos de la obra muestran el impacto que tuvo la revolución en el vocabulario político y social de la época. La acefalía regia en la Península Ibérica, primero, y la formación de un gobierno autónomo en el Río de la Plata, después, implicaron un cambio sin precedentes en los sentidos, usos y significados que adquirieron los conceptos tratados en esta segunda edición de la propuesta bibliográfica. A partir de entonces, fueron objeto de una reformulación constante, como así también de diversas interpretaciones, que llevaron a conflictos entre los diferentes sectores políticos que se disputaban el poder. El impacto de la década revolucionaria se percibe, además, en la mayor cantidad de líneas dedicadas por los autores frente a los años precedentes y posteriores. Sin embargo, las importantes disrupciones que se observan en los conceptos en su dimensión política y cultural, se expresan menos contundentes en la dimensión social, pues conviven con una sociedad donde las diferencias étnicas y de castas tardaron algunas décadas más en revertirse, poniendo límites a las transformaciones de fondo que los nuevos países iberoamericanos resultantes de la revolución necesitaban para entrar plenamente en la modernidad.

Leonardo Canciani

UNICEN/CONICET - Argentina

leonardo_canciani@hotmail.com

Independencias, repúblicas y espacios regionales. América Latina en el siglo XIX. Luis Castro y Antonio Escobar Ohmstede (Coords. y Eds.), Madrid – Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2022, pp. 541 

Los más de dos siglos que separan la actualidad de las independencias latinoamericanas han dejado un sinfín de investigaciones y trabajos acerca de los procesos que rodearon la configuración y formación de los Estados-nación durante el complejo siglo XIX. En las últimas décadas dichos procesos han dejado de limitarse al espacio nacional actual y a estudiarse en relación con un espacio regional y heterogéneo. En esta línea, el presente libro, coordinado y editado por Luis Castro y Antonio Escobar Ohmstede, concentra investigaciones de diversos autores y autoras que recuperan las dinámicas locales de las numerosas regiones que conforman América Latina. Problemáticas como la reconfiguración del territorio y la reconstrucción de identidades tras las luchas por la independencia entrelazan los diferentes artículos que componen esta obra colectiva.

Dividido en cinco bloques regionales, el primero de ellos se centra en las problemáticas del Cono Sur. María Regina Celestino y Vânia María Losada recuperan la condición de sujetos históricos de los diversos pueblos indígenas y su relevancia en los procesos de emancipación política y formación del Estado de Brasil. Indican las autoras que las estrategias propias desarrolladas por estas poblaciones, interesándose por prácticas sociales y legislativas, como la ciudadanía, los llevó a interactuar con los demás agentes sociales y a protagonizar un proceso de lucha por su supervivencia. Para el caso chileno, Gabriel Cid considera la importancia de visibilizar las propuestas políticas que defendieron la autonomía de las regiones históricas de Chile. Si bien, las discusiones en torno a la representación de las provincias estuvieron presentes desde la primera mitad de la centuria, la guerra civil de 1859 llevó a que la concepción del autogobierno se reformulara de manera significativa y fuera tomando fuerza incluso en las filas del conservadurismo chileno de los 1870. Con ello, como demuestra el autor, se observa que la articulación política del territorio fue un problema complejo y duradero que fue reformulándose y actualizándose a lo largo del siglo XIX. Por su parte, Sol Lanteri y Flavia Macías cuestionan el proceso lineal y centralista de la formación del Estado nacional argentino, recuperando dinámicas y experiencias locales propias de dos regiones distantes: Tucumán, al norte, y la frontera sur de Buenos Aires, en la región del Litoral. En estos espacios, fuertemente militarizados tras la independencia del Virreinato del Río de la Plata, los sectores intermedios, como los comandantes militares, tuvieron una función primordial en la movilización de una gran parte de la heterogénea población incluidos los indios amigos para su participación en el servicio armado y los procesos electorales, dos procesos nodales para la construcción del nuevo orden político postcolonial.

El segundo de los bloques se centra en la compleja reconfiguración territorial y jurisdiccional en las regiones del sur andino y el Alto Perú. María Luisa Soux evidencia cómo a partir de la crisis de la monarquía hispánica, luego de 1808, se rearticuló una insurgencia generalizada en la región del sur-andino, a través de proyectos políticos y sublevaciones, que se prolongó hasta 1815, extendiéndose más allá de las fronteras jurisdiccionales. La movilidad espacial que la autora advierte le permite relacionar el éxito de las insurgencias con las diversas relaciones sociales y étnicas que venían consolidándose en estos espacios desde la época prehispánica y que pervivieron a pesar de la fragmentación territorial derivada de la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776. Sara Emilia Mata, precisamente, señala que la continuidad de las disputas jurisdiccionales, surgidas con la aparición de dicho virreinato y visibles en las dinámicas revolucionarias, a partir de 1810, coadyuvaron a la reconfiguración de nuevas territorialidades políticas que supusieron apropiación e identidad. Tal fue el caso de los territorios de Atacama y Tarija, los cuales por su situación geográfica entre la provincia de Salta y el Alto Perú, argumenta la autora, vivieron una compleja trama política por la apropiación de territorios que dio lugar a la aparición de conflictos facciosos, entre 1820 y 1826, incitados por jefaturas locales. Marta Irurozqui analiza los debates políticos que rodearon al Congreso Constituyente celebrado en Bolivia en 1839. Éste puso fin a la Confederación Perú-Boliviana y favoreció un contexto de unión coyuntural entre facciones rivales. La autora fundamenta que el ideario liberal de los legisladores bolivianos que participaron en dicho congreso, les permitió gestionar controversias y disputas políticas y oponerse a los comportamientos autoritarios propios del Antiguo Régimen, salvaguardando así la integridad nacional boliviana. No obstante, los principios liberales que se extendieron por los territorios americanos no fueron utilizados únicamente por las élites, sino que también fueron manejados por otros sectores sociales, como las comunidades indígenas, para defender su propiedad colectiva y finalmente convertirse en ciudadanos de la nación, como ocurrió en Perú. Así lo demuestra Nelson Pereyra tras analizar las disputas judiciales en las que se implicaron los indios, en relación con la propiedad de la tierra en las zonas rurales de Ayacucho durante la centuria decimonónica.

El tercer bloque geográfico ubica al lector en los territorios del Norte de Perú, las provincias venezolanas y en el Caribe colombiano. Para el norte peruano, Susana Aldana remarca la importancia de las relaciones familiares y amicales en la configuración regional desplegadas por el sector de los comerciantes. En un espacio como fue la intendencia de Trujillo y sus áreas de influencia, marcado por diversas rutas comerciales que permitieron una vinculación mercantil con otras zonas lejanas, como Nueva Granada e incluso el mar Caribe, la autora sostiene que el contrabando surgió como una respuesta ante los descontentos provocados por las reformas borbónicas sobre una parte importante de la población. La militarización que sufrió la región después de 1815 no hizo sino reavivar el malestar social, generalizándose en los distintos sectores sociales, llegando a favorecer al propio San Martín en los procesos de separación y de independencia en 1820. La investigación sobre la República de Venezuela incorpora un enfoque geohistórico, a través del cual Edda Samudio se aproxima a la función que desempeñaron las provincias monárquicas en la formación republicana y liberal venezolana. Su preocupación se centra en el proceso de transición de lo colonial a lo republicano durante los años 1777 y 1819, y considera el espacio geográfico como el producto de una realidad político-social que fue dando forma al Estado. En cuanto a la región del Caribe colombiano, donde las poblaciones indígenas, negras y mulatas, además de ser consideradas semejantes por la sociedad de la época, sufrieron una fuerte discriminación. Con relación a ello, Sergio Solano, Roicer Flórez y Muriel Vanegas, apoyan su trabajo en las reivindicaciones sobre la identidad de los pueblos originarios del Caribe, desplegadas durante el siglo XIX. Al igual que señaló Pereyra para la región de Ayacucho, las poblaciones indígenas del Caribe basaron la defensa de su condición y el derecho a la tierra en la legislación republicana liberal, adaptándose a los cambios en beneficio de sus intereses.

El último de los ejes que se concentra en el territorio latinoamericano propiamente dicho nos lleva a las regiones de Centroamérica, el Caribe y Norteamérica. Izaskun Álvarez refleja la difícil tarea a la que se enfrentaron los defensores de la abolición de la trata y la esclavitud en Cuba. En los debates surgidos al respecto en las Cortes de Cádiz, la élite habanera, a través de sus representantes insulares, supieron defender la supuesta ruina económica que conllevaría el fin de la esclavitud, no solo en la isla sino en todas las Antillas, llegando así a involucrar en los asuntos cubanos al resto de provincias de la monarquía. Por su parte, David Diaz analiza los procesos de construcción de la identidad política en los actuales países centroamericanos. La transformación territorial que se vivió tras la independencia del antiguo reino de Guatemala dio lugar a la aparición de connotaciones de tipo regional y cultural en los discursos políticos, que disiparon los vínculos entre una identidad americana y el espacio geográfico. Surgió así una conciencia centroamericana, relacionada con el patriotismo republicano federal y que, como afirma Díaz, terminó por precisar el concepto de raza, condicionando la definición de una identidad nacional luego de la revolución liberal de 1870. El trabajo de Armando Méndez supone una nueva mirada de los procesos de formación y configuración del Estado nación en Centroamérica, partiendo desde el estudio de los cuerpos regionales de gobiernos intermedios, como las municipalidades. Aunque éstas no fueron instituciones homogéneas para todos los países de la región, a través de los ejemplos de Guatemala y El Salvador, el autor examina las transformaciones de estas instancias de poder intermedio entre 1821 y 1890 para afirmar que las municipalidades cimentaron la organización de los nuevos gobiernos. Por último, María del Carmen Salinas refiere a cómo la guerra entre México y Estados Unidos de 1846-1848 puso de manifiesto la falta de unidad política nacional mexicana. Ello se debió a que los distintos proyectos nacionales que intentaron centralizar el poder desde 1821 se vieron debilitados por el fortalecimiento interno primero de las provincias, luego de los estados y por último de los departamentos, que fueron ganando autonomía a través de un proceso de institucionalización, de corte liberal. Por lo que, como apunta Salinas, la desintegración del centralismo estuvo marcada por los intentos fallidos de controlar el regionalismo. Sin embargo, luego de la derrota militar frente a las fuerzas estadounidenses, y las pérdidas territoriales que ello supuso, la nación mexicana fue sostenida, precisamente, por los estados gracias a que conservaron sus instituciones y su poder político, permitiendo a los poderes federales recomponerse para continuar con la lucha por la unidad política nacional.

Para culminar la presente obra, el último de los ejes temáticos, compuesto por el trabajo de Rodrigo Escribano y Rebeca Viñuela, ofrece la perspectiva idealizada que se construyó desde la Monarquía española sobre la articulación territorial que fue desplegada en los antiguos virreinatos. La mitificación del pasado imperial y la idea de perfección que alcanzaron las políticas imperiales en los dominios ultramarinos, difundidos por las élites político-intelectuales hispanas, sirvió para legitimar los proyectos de centralización del poder en los últimos dominios coloniales –Puerto Rico, Cuba y Filipinas– entre 1824 y 1850.

En definitiva, la amalgama de trabajos que encontramos evidencia que la reconstrucción de identidades, símbolos y memorias fue una estrategia de homogenización llevada a cabo en los diversos espacios americanos. Acercarnos a la realidad histórica desde lo regional y lo local nos permite concebir las distintas formas en las que se desplegaron las relaciones entre los intereses locales y los del Estado central y comprender, como apuntan Castro y Escobar, la manera en la que se enfrentaron los distintos actores sociales, en muchos casos silenciados por la historiografía más tradicional. La reconfiguración de las nuevas territorialidades y la forma de organización política-administrativa que alcanzaron luego como repúblicas liberales fueron fruto de procesos previos vividos durante la crisis del imperio español, los periodos revolucionarios y de luchas por las independencias. 

Laura Orta Moreno

Universidad Complutense de Madrid - España

lauraorta3@gmail.com