ARTÍCULOS ORIGINALES

Relatos judiciales, Estado y sociedad: orígenes familiares de niños adoptados en Córdoba en los sesenta

Judicial stories, State and society: family origins of adopted children in Córdoba during the 60’s

 

Agostina Gentili*

* Licenciada y Doctora en Historia por la Universidad Nacional de Córdoba, docente de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba, becaria postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas en el Centro de Investigaciones María Saleme de Burnichon de la Facultad de Filosofía y Humanidades (CIFFyH-UNC) e integrante del Grupo de Investigación Histórica Familias e Infancias en la Argentina Contemporánea del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEG) de la Facultad de Filosofía y Letras de Universidad Nacional de Buenos Aires. Estudia las relaciones entre familias y Estado en contextos de circulación infantil, con particular atención a la adopción de niños y el sistema judicial en los años sesenta, desde la perspectiva de la historia social de la infancia y la familia. Correo electrónico: agosgentili@gmail.com

RECIBIDO: 20/02/2017
ACEPTADO: 30/05/2017

 


RESUMEN

Este artículo analiza entregas en adopción ocurridas en los juzgados de menores de Córdoba en los años ’60, examinando no sólo quiénes eran los padres biológicos de los niños, bajo qué razones y en qué circunstancias los dieron en adopción, sino también la forma asumida por el relato judicial de esas experiencias. Su propósito es doble: ofrecer un capítulo de la historia de la adopción para quienes hoy buscan sus orígenes familiares, y nutrir nuestros conocimientos sobre las modalidades asumidas por la interacción entre las familias y las autoridades estatales en esos particulares contextos.

Palabras clave: Historia de la infancia; Estado; Familia; Búsquedas de identidad

ABSTRACT

This article analyzes adoption processes in juvenile courts in Córdoba during the 60’s, reviewing not only who the biological parents of these children were, for which reasons and in which circumstances they were placed for adoption, but also the judicial stories about these experiences. It has a double purpose: to offer a chapter in the adoption history for those that are today looking for their family origins, and to increase our knowledge about the form the interaction between families and State authorities took in these particular contexts.

Keywords: Childhood history; State; Family; Identity search


 

Introducción *

Mariana tenía dieciséis años y hacía pocos meses que trabajaba como doméstica en una casa de familia. Era su cuarta colocación judicial, la primera había sido once años atrás; entre unas y otras vivió en dos internados privados y en el Asilo del Buen Pastor, al que regresaría el verano de 1964. A él lo conoció un domingo en el parque pocos meses antes. La segunda vez que se vieron quedó embarazada. Un año y medio después salía del Hogar de Menores Madres como doméstica en la casa de la presidenta de la Comisión de Damas del hogar, a la que llegó junto a su beba y de la que se fue sola. Fue su patrona quien contó a las autoridades que Mariana la había dado en adopción.1
Si la hija de esta joven llegara hoy a encontrar su expediente de guarda, como muchos hombres y mujeres adoptados lo hacen en busca de sus orígenes familiares, descubriría el nombre de su madre biológica y un extenso aunque fragmentario relato de la vida que tuviera antes, durante y poco después de que ella naciera. Al igual que ella, pero con menos detalles, la mayoría de los niños y las niñas que transitaron en los sesenta los juzgados de menores en camino a su adopción, encontraría en esos expedientes información sobre sus orígenes. Búsquedas de identidad, así las llaman quienes las emprenden, recuperando y resignificando el influjo que en ellas tuvo la labor de los organismos de derechos humanos en el esclarecimiento de las apropiaciones de la última dictadura (Gesteira, 2013). Desde su experiencia como psicoanalista, Giberti (2010) nos habla de la angustia y los delirios que esas búsquedas pueden acarrear, incluida la posibilidad de no encontrarlos nunca. Ante la existencia de una cultura de la adopción marcada por el silencio, contar con un relato documentado sobre esas experiencias puede restituir a quienes buscan sus orígenes las coordenadas de lo posible y verosímil, ser una alternativa para intentar completar el vacío de una búsqueda imposible.
Pensando en esas búsquedas se examina aquí un conjunto de expedientes de guarda con fines de adopción de los juzgados de menores de Córdoba de los años sesenta, con la intención de rastrear lo que muestran y ocultan sobre los orígenes familiares de los niños. La indagación se propone conocer quiénes eran los padres de esos niños y qué los llevó a darlos en adopción, deteniéndose también en el relato judicial de esas experiencias, recuperando la noción de “narrativa judicial” de Vianna, quien invita a

reflexionar sobre cómo ese material específico no sólo ‘esconde’ u omite datos, sino también produce la posibilidad de ciertos desenlaces, a partir de esas mismas omisiones y del peso burocrático que tienen los dichos convertidos en declaraciones y los peritajes de los especialistas (2010:23).

Entendido como el resultado de un juego de ponderaciones y ocultamientos del que participó el mundo familiar y el mundo estatal involucrados en esos episodios, el relato judicial ofrece amplias potencialidades de cara a dos preocupaciones que organizan este artículo: la de escribir un capítulo de la historia de la adopción pensando en quienes buscan sus orígenes y la de nutrir nuestros conocimientos sobre la historia de la familia y la infancia con una lectura de las modalidades asumidas por la interacción entre familias y autoridades.
En el primer orden de preocupaciones, puede pensarse que en ese juego de solapamientos del relato judicial estaría cifrado el del relato familiar del que parten quienes buscan sus orígenes: si ambos son fragmentarios e intencionados, se alimentan de versiones y exigen una lectura detectivesca, mostrar cómo se construye uno ayuda a la lectura y reconstrucción del otro. En el segundo, el relato judicial es un importante reservorio de prácticas y nociones que daban forma y sentido a las experiencias familiares, de los dispositivos y mandatos que organizaban las formas de intervención del Estado en la vida familiar, y del modo en que ambas se relacionaban. Lo familiar y lo estatal, son entendidos aquí como esferas que despliegan políticas específicas en torno a la infancia, entablando un juego de ponderaciones dirimido en términos de disciplinamiento, complementariedad, negociaciones y disputas. Una partida nutrida de condiciones materiales de existencia familiar e intervención estatal, y de prácticas y convenciones sobre género, edad, etnia y clase social.2
Con los niños en foco, la historiografía puso de relieve la importancia que tuvieron en la generación del encuentro entre familias y autoridades. El parto, la inscripción del nacimiento, la escolarización y otras escenas de la vida revelaron que la diversidad fue un rasgo permanente de las realidades familiares, portadoras éstas de una jerarquía que definía sus relaciones con el entramado social y el Estado.3 Y así como lo propio de las familias fue (y es) su diversidad, las prácticas de cesión y acogimiento de niños fueron también una presencia persistente que ofreció otra vía de comprensión de las relaciones entre familias y autoridades. Sabemos que involucraron a todas las clases sociales y dieron lugar a diversos estatus infantiles (criados, adoptados o hijos de crianza). Testimonios judiciales y parroquiales de las sociedades coloniales y decimonónicas del actual territorio argentino permitieron asociar las entregas de niños a la ilegitimidad de sus nacimientos (Santilli, 2009; Celton, 2008; Ghirardi, 2004; Ferreyra, 1998) y su importancia como fuerza de trabajo (Ghirardi, 2008; Moreno, 2004; Cicerchia, 1994, 1990), existiendo pocas referencias a la adopción formal (Seoane, 1990, 1989) y a la incorporación del niño en calidad de hijo por la vía del afecto y la sucesión testamentaria (Ghirardi, 2004). Fuentes institucionales, judiciales y parlamentarias de fines del XIX y buena parte del XX, permitieron conocer el modo en que diversos actores disputaron, entre ellos y con el mundo familiar, la potestad y el arbitrio de los destinos infantiles, legitimando su accionar en la consideración de esas entregas como actos habilitados por la irresponsabilidad parental (Freidenraij, 2015; Leo, 2013; Zapiola, 2013, 2010; Villalta, 2012; Aversa, 2012, 2010; Flores, 2004; Lugones, 2004; Guy, 2002).
Partiendo de esos conocimientos, este artículo examina expedientes de guarda tramitados en los juzgados de menores de Córdoba entre 1957 y 1974. Enmarcada entre la creación provincial del fuero y los tres primeros años de la segunda ley de adopción,4 la parcela en estudio es uno de los períodos que más búsquedas de identidad suscitaron, según el testimonio de quienes colaboran con ellas en el Archivo de Tribunales y la Oficina de Derechos Humanos del Poder Judicial. La lectura de esos procesos combina operaciones de cuantificación, reducción de la escala de observación y contextualización, inspiradas en la historia social que indagó fuentes judiciales (Twinam, 2009; Farge y Revel, 1998; Farge, 1991; entre otros). El foco está puesto en 85 guardas del Fondo Menores del Centro de Documentación Histórica del Poder Judicial, un conjunto de documentos que iban a eliminarse y fueron rescatados, en parte, por el valor que comenzaron a tener ante las consultas de quienes buscan sus orígenes.5 El análisis de esos procesos se complementa con guardas pedidas por motivos distintos y experiencias juveniles de noviazgo y embarazo, fuentes normativas, resoluciones de la Dirección General de Menores y el libro de actas de su Equipo Técnico de Adopción y Guardas.
Veremos que los orígenes familiares de estos niños componían un cuadro marcadamente femenino, emergiendo del relato judicial la figura de la madre soltera como una mujer joven y pobre que recibía al niño en soledad; un conjunto de trazos recurrentes del que estaba siempre excluida toda referencia a un estrato social menos desfavorecido. Pero en ocasiones se registraban sólo nombres sin más referencias, y otras fuentes nos dicen que esas experiencias de entrega en soltería y soledad no eran patrimonio exclusivo de madres pobres, permitiéndonos conjeturar que las autoridades judiciales tenían conocimiento de ello y que la retórica judicial de la adopción puede entenderse como parte de una política de ocultamiento tendiente a preservar las jerarquías sociales reforzando el prejuicio de que esas entregas era un asunto de los estratos populares.

Escenarios de entrega y convalidaciones judiciales

Si alguna vez llegaron a preguntárselo, buena parte de quienes transitaron esos juzgados en camino a su adopción necesitó que alguien les contara de dónde venían, pues eran muy pequeños al momento de su entrega. El cuadro 1 nos muestra que los principales protagonistas eran bebés y niños que poco antes habían atravesado el umbral del lenguaje: al menos ocho de cada diez tenían menos de cinco años, al menos seis de ellos eran aún bebés. La idea de que era mejor que no conocieran su condición se encontraba ampliamente extendida y recién estaba apareciendo, de la mano del discurso psicoanalítico, la preocupación por revelarles su estatus -aunque no su origen- porque las experiencias infantiles eran fundamentales para la constitución de la personalidad y la mentira acarreaba consecuencias negativas (Villalta, 2012). Una novel preocupación que tenía poca incidencia en los procesos de guarda, como revelan los escasos cuatro procesos en los que se preguntó a los guardadores si dirían al niño que era adoptado.6

Cuadro 1. Edad de los niños al ser recibidos por sus guardadores

Fuente: elaboración propia sobre la base de 82 expedientes; AGTC, CDH, Fondo Menores.

En un intento por desterrar el carácter entre particulares que adquirió durante la primera mitad del siglo XX, la adopción fue incorporada al ordenamiento jurídico en 1948 como vínculo de filiación que sólo podía crear el Estado a través de sus jueces. En 1957 esa potestad recaía en Córdoba en los juzgados de menores, que a partir de entonces debieron granjearse el ejercicio de esa atribución que las familias y otras esferas estatales arbitraban por sus propios medios. La configuración descentralizada de escenarios de entrega era un rasgo emblemático de aquella condición. Las 85 solicitudes en análisis muestran que poco más de la mitad ocurría en instituciones del Estado que contaban con sus propias listas de adoptantes y pautas de tramitación (Cuadro 2). En consonancia con la preferencia por bebés, entre ellas sobresalían las maternidades y, junto a otros hospitales, hacían del campo de la salud el mayor proveedor institucional de niños en adopción. Los establecimientos de acogida infantil -promotores de la adopción como solución al problema de la infancia abandonada (Guy, inédito; Villalta, 2012)- tenían una magra participación. Frente a esos arbitrios institucionales, las entregas en manos del mundo familiar eran singularmente significativas: el grupo más numeroso de solicitudes en términos absolutos era presentado por personas que ya tenían al niño consigo sin manifestar intervenciones institucionales previas.

Cuadro 2. Situación de los niños al pedirse sus guardas con fines de adopción

Fuente: elaboración propia sobre la base de 82 expedientes; AGTC, CDH, Fondo Menores.

En ese entramado, las oficinas judiciales convalidaban entregas agenciadas fuera de sus despachos, quedando posicionadas como el último eslabón de una cadena que las precedía en términos temporales y en las condiciones efectivas de arbitrio. Los primeros e incipientes pasos hacia la centralización de la adopción se inauguraron en 1972 con el Equipo Técnico de Adopción y Guarda de la Dirección General de Menores: no tuvieron al poder judicial como protagonista sino a su órgano de colaboración y asistencia.7 Para aquella convalidación judicial no se había previsto un procedimiento específico, apelándose a las estipulaciones de los procesos que involucraban a niños sin conflicto con la ley penal: la intervención de un asesor de menores, la realización de una encuesta ambiental y familiar a cargo de asistentes sociales de la Dirección de Menores y la realización de una audiencia previa al dictado de la resolución.8 Un repertorio de pasos desplegado a discreción, dependiendo en gran medida de los escenarios de los que provenían los niños, y destinado a ponderar las aptitudes de quienes deseaban adoptarlo más que a conocer las condiciones que habrían desembocado en su entrega. El análisis de esa diversidad de procedimientos requeriría un espacio del que aquí no disponemos.9 Nos concentraremos en uno de los aspectos más significativos de cara al tema que nos convoca: la participación de los progenitores.

Una presencia innecesaria

La participación de los progenitores fue una de las cuestiones más debatidas al sancionarse nuestras leyes de adopción. Siguiendo a Villalta (2012) sabemos que las instituciones de internación sostenían que no era necesario que los padres que les habían confiado sus hijos fueran citados al juicio, porque entendían que la tutela que la legislación les confería desde 1919 equivalía a que fueran sus autoridades los representantes del niño; otros consideraban que esa tutela no suponía la pérdida de la patria potestad, que ella debía definirse judicialmente y debían citarlos. En aquellos ámbitos, esa participación se consideraba desalentadora para quienes deseaban adoptar y una ocasión favorable para que los progenitores se aprovecharan de la situación, teniendo oportunidad de reclamar a los niños o de lucrar con la entrega, lo que terminaba propiciando inscripciones como hijos propios en el Registro Civil, una forma de adopción ampliamente extendida y tolerada que se pretendía desterrar. Villalta señala que la segunda ley de adopción, en consonancia con aquella demanda, no sólo “dejó librada al juez la decisión de citar o no a los progenitores al juicio de adopción -supeditando la citación a la existencia de justos motivos-”, sino que procuró “ser exhaustiva respecto de las circunstancias en las cuales no se debía admitir la presentación de los padres biológicos” (2012:202, cursivas de la autora). Los progenitores no serían necesariamente citados ni se admitiría su presentación espontánea cuando hubieran perdido la patria potestad; confiado al niño “a un establecimiento de beneficencia o de protección de menores […] y se hubieran desentendido injustificadamente del mismo en el aspecto afectivo y familiar durante el plazo de un año”; manifestado su voluntad de que fuera adoptado ante un órgano estatal competente, autoridad judicial o por instrumento público; y cuando “el desamparo moral o material del menor [fuera] evidente, o por haber sido abandonado en la vía pública o sitios similares y tal abandono [fuera] comprobado por la autoridad judicial”.10
Las prácticas de los juzgados de menores cordobeses revelan que esos pareceres tenían plena vigencia incluso antes de su formulación normativa en 1971, siendo prescindentes la presencia de los progenitores y sus consentimientos en el arbitrio de la guarda. El cuadro 3 muestra que sólo cuatro de cada diez procesos contaron con aquel consentimiento, situación más habitual cuando las entregas ocurrían entre particulares, ocasiones en las que los guardadores solían presentarse junto a las madres o los padres de los niños. En similar proporción, los procesos prescindieron de aquel consentimiento y omitieron la realización de acciones tendientes a ello, gestiones realizadas en sólo una de cada diez oportunidades. Cuando los niños provenían de las maternidades, eran las asistentes sociales las que confeccionaban las actas de renuncia y hacían las gestiones, no siempre explicitadas, para dar con el paradero de las madres que se iban sin llevarse a sus hijos. Lo mismo ocurría cuando los niños estaban internados en el Hospital de Niños o la Casa Cuna: eran sus servicios sociales los encargados de buscar a las madres, y las autoridades judiciales no emprendían gestiones propias para ello. Cuando el escenario de entrega era algún instituto, se requería la participación de los progenitores para evitar la institucionalización más que como una acción destinada a conocer su voluntad de darlos o no en adopción. Ya estando los niños con quienes pedían su guarda, era común que los progenitores participaran, pero también podía prescindirse de su presencia, sobre todo cuando la entrega había ocurrido años antes de que acudieran al juzgado. Todo ello, sin que magistrados y funcionarios explicitaran sus criterios para convocar o no a los progenitores, en procesos en los que raras veces argumentan sobre el asunto del que tratan, limitándose a asentar las órdenes que lo hacían avanzar: cítese a la progenitora, ordénese encuesta ambiental, concédase la guarda.

Cuadro 3. Consentimiento y participación en guardas con fines de adopción según escenarios de entrega
Fuente: elaboración propia sobre la base de 82 expedientes; AGTC, CDH, Fondo Menores

Hablamos de progenitores, pero la entrega en adopción era una experiencia marcadamente femenina. En sólo cinco oportunidades fueron varones quienes entregaron a sus hijos a los guardadores,11 otro prestó su conformidad para que su hija fuera adoptada por la nueva pareja de la madre12 y en sólo una ocasión fue el padre quien internó al niño para luego desentenderse, según las autoridades hospitalarias.13 La presencia de ambos progenitores era aún más excepcional, ocurrió en sólo dos ocasiones: en una renunciaron al niño ante las autoridades de la maternidad, en la otra lo dejaron allí internado sin volver a visitarlo.14
Si esas experiencias nos llegan, como advierte Lugones (2004), traducidas por la doble coacción de la que es resultado el relato judicial -la de exponer situaciones y demandas frente a una interlocución asimétrica para quienes se acercan al juzgado, la de dar cuenta del respeto de mandatos procesales y pautas burocráticas para los responsables de esos trámites-, la innecesaria presencia de los progenitores en un proceso que gira sobre la evaluación de los guardadores, tiene por corolario una pátina adicional. Las madres y los padres de los niños hablan poco en esa singular primera persona que traduce un expediente. Sus experiencias suelen llegarnos a través de lo que otros dicen de ellos: guardadores relatando el encuentro con el niño junto a las virtudes del hogar que los acoge; asistentes sociales comunicando abandonos junto a la presentación de matrimonios recomendables; o personal de los institutos informando el comportamiento de las madres durante sus estadías institucionales.
En el artefacto cultural que es el expediente, el origen familiar del niño puede así emanar más como una figuración que como un personaje palpable. Reconocerlo requiere de una lectura de conjunto, poner en diálogo lo que dicen unos y otros, hacer hablar a otras fuentes menos comprometidas con la singular situación que en cada uno se está dirimiendo. En el concierto de esa lectura se vuelve audible lo que en uno puede estar sólo sugerido, dicho en voz baja y entre líneas.

Entre la imposibilidad, la vergüenza y el silencio

Los papás de los niños no sólo participaban ocasionalmente de sus entregas: muy pocas veces se decía quiénes eran. El cuadro 4 muestra que en nueve de cada diez procesos se registró los nombres de las madres, los padres o ambos; en sólo seis no consta filiación alguna porque los niños fueron encontrados en la vía pública o porque nada se dijo al respecto; y la filiación usualmente mencionada era la materna, seguida de lejos por la de ambos progenitores y en una única ocasión sólo del progenitor.

Cuadro 4. Estado civil de los progenitores en guardas con fines de adopción según filiaciones invocadas

Fuente: elaboración propia sobre la base de 82 expedientes; AGTC, CDH, Fondo Menores.

De allí se desprende esa particular configuración femenina de los escenarios de origen, anunciándonos que la ausencia de cooperación masculina era un componente nodal de las entregas en adopción. Esta condición de género iba de la mano de una alta proporción de madres solteras, presentes en casi siete de cada diez ocasiones. La viudez, femenina en las únicas dos oportunidades en que configuró el estatus civil de las progenitoras, era incluso más remota que la unión matrimonial. Las pocas veces en que aparecen madres y/o padres casados, volvemos a encontrar que la entrega fue un asunto femenino: tres “abandonados” en la maternidad15, dos situaciones de orfandad16 y sólo dos experiencias que involucraron a ambos progenitores, quienes renunciaron al niño ante el servicio social de la maternidad o bien allí lo “abandonaron”17. El cuadro general de estos escenarios de origen en los que el matrimonio o la viudez eran excepcionales -y aún más una decisión conjunta de la pareja de entregar al niño-, termina completándose con experiencias de entrega que involucraron a niños nacidos de uniones consensuales, hijos de madres o padres separados o de una pareja extramatrimonial del progenitor.18 Nos encontramos, así, ante una narrativa judicial en la cual los orígenes familiares explicitados se asociaban predominantemente a una procreación que contrariaba los mandatos jurídicos y sociales de la época, signados por la unión matrimonial heterosexual, legalmente constituida e indisoluble. Algo que, ante la profusa cantidad de madres involucradas en las entregas y la remota posibilidad de que éstas fueran decisiones de ambos progenitores, evidencia que la procreación no matrimonial acarreaba menos consecuencias para los varones, reforzándose así las desigualdades de género de esa doble moral sexual que pregonaba la virginidad prematrimonial femenina pero aceptaba que los varones tuvieran experiencias previas.19
La historiografía que abordó los significados de la maternidad soltera concuerda en señalar que en las sociedades coloniales y postcoloniales no suponía necesariamente una situación de descrédito público, sobre todo entre los sectores populares, que contaban con sus propios parámetros de constitución familiar (Twinam, 2009; Santilli, 2009; Moreno, 2004; Cicerchia, 1994, 1990). Córdoba no fue un escenario ajeno a estos fenómenos de alcance imperial y mostró, en comparación con otras regiones, indicadores matrimoniales y de ilegitimidad portadores de una mayor segregación étnica y social, junto a una firme defensa de la institución matrimonial por parte de sus autoridades eclesiásticas (Ghirardi & Irigoyen López, 2009; Celton, 2008; Ferreyra, 1998). Para el siglo XX, las investigaciones resaltan las mutaciones sufridas por aquella condición en una sociedad en la que el aumento de las uniones matrimoniales presentaba importantes diferencias regionales. La maternidad soltera y las uniones consensuales se asociaban al norte del país (Otero, 2004), a los estratos populares y a crecientes minusvalías sociales y simbólicas en el marco de una sociedad progresivamente más integrada, en la cual las credenciales familiares cumplían un rol fundamental en las interacciones personales (Cosse, 2007). Las investigaciones sobre infanticidios en el giro de siglo ofrecen un ejemplo de ello y de la lectura judicial del fenómeno. Las mujeres juzgadas por ese delito eran empleadas domésticas enfrentadas a un poder judicial ante el cual debieron demostrar, para atenuar sus penas, tanto vergüenza por el hijo ilegítimo como amor y preocupación por el niño (Calandria, 2014; Ini, 2000; Ruggiero, 1994); en palabras de Ruggiero, para las autoridades el “fracaso de una mujer en cumplir su papel de madre al ser empujada por un profundo sentido del honor podía ser tolerado; pero su rechazo del sentimiento asociado con la maternidad, no” (1994:232). Una mirada masculina en la que la condición maternal femenina estaba naturalizada, no admitiéndose la posibilidad de que no desearan al niño. Quienes investigaron el campo médico de la primera mitad del siglo XX -escenario institucional emblemático de la adopción-, reconocen dos representaciones contrapuestas de la maternidad soltera: su asociación a las altas tasas de mortalidad infantil, el abandono y la internación de niños, pero también la idea de que eran doblemente madres por afrontar con abnegación y sacrificio el nacimiento y la crianza del hijo en situaciones de pobreza y desamparo (Biernat & Ramacciotti, 2008; Billorou, 2007; Nari, 2004; Di Liscia, 2002).
A sus 17, Esther fue al juzgado de menores a “renunciar a todos los derechos” para que su hijo de meses fuera dado en adopción a una mujer. Sin ser enunciado explícitamente ni formar parte de las consideraciones burocráticas, a lo largo del proceso surgiría que aquella mujer era la abuela paterna del niño. A los días la guardadora renunciaba al cargo y Esther comunicaba que había entregado a su hijo a otra familia a la que “pagaba una suma mensual […] para los gastos de comida del niño” -erogación equivalente a sus ingresos como doméstica-, porque consideraba que “no se encontraba bien” junto a la abuela. A partir de entonces el proceso giró en torno a la disputa de Esther con la nueva guardadora que no le permitía verlo. Con informes desfavorables por la edad de la mujer, sus carencias económicas y el alcoholismo de su marido, y ante el inminente casamiento de Esther con el padre del niño, las autoridades determinaron que debía volver junto a sus padres.20 El mismo desenlace tras la unión matrimonial de los padres pareciera perfilarse en el proceso de otro bebé que su madre dejara al cuidado de una enfermera al estar internada: se otorgó una guarda provisoria y el asesor de menores auspició el juicio de restitución.21
Si el primer proceso evidencia intentos por responsabilizar a los padres como una estrategia materna ante sus dificultades de crianza -de allí la tramitación de una guarda, aunque infructuosa, a la abuela paterna-, ambas historias revelan que la unión matrimonial de los progenitores era un gesto fundamental para recuperar a los niños. Aquí entraban en escena el valor que las autoridades daban a esas uniones en la consideración social y moral de las experiencias familiares (Gentili, 2016a), y la importancia de la unión de pareja en la supervivencia o mejora de las condiciones de vida entre los sectores populares (Nari, 2004). Las experiencias de aquellas madres son un testimonio vívido de que la recomposición de la estima social tras procreaciones ilegítimas -como en los melodramas de la cinematografía nacional estudiados por Cosse (2006)-, estaba sujeta a una muestra de deferencia hacia las pautas hegemónicas de organización familiar.
La unión matrimonial aparecía también como una condición de recuperación de los niños por parte de los varones. En 1970 una mujer pedía la guarda de una niña de dos años explicando que se la había entregado la madre al poco tiempo de nacer, que hacía más de uno que no la visitaba ni le abonaba lo acordado, y que el padre -que “no la reconoció y si bien al principio la visitaba, posteriormente dejó de hacerlo”- se había casado con otra mujer y ahora quería que se la devolviera.22 Un testimonio palpable -aunque en la versión de la guardadora y no de los progenitores, no informados del proceso- de que la unión matrimonial modificaba la predisposición masculina a asumir la responsabilidad por los niños, siendo la presencia de una mujer una condición necesaria para ello. En la primavera de 1964 un hombre casado asistía al juzgado a pedir la guarda de una niña de cuatro años a quien criaba desde hacía dos, con otro argumento en el que el mundo masculino se mostraba poco preparado para asumir la crianza de los niños sin la presencia de una mujer: el padre se la había entregado para que “la atendiera y vistiera como a una hija ya que él no podía hacerlo porque la mujer lo había abandonado”.23
La unión matrimonial podía operar también como una razón de entrega. Hacía cinco años que el padre de tres niños había fallecido, quedando la madre “sola con tres criaturas pequeñas” a quienes ante “lo apremiante de su situación debió entregar[las] a terceros”. Los más grandes estaban junto a “una amiga” y a la abuela materna. Al más chico, de cinco, lo había internado en la Casa Cuna dos años atrás y en ese momento comunicaba su deseo de que fuera adoptado. La asistente social informó que hacía un tiempo que la mujer vivía “en concubinato” con una “persona muy buena, trabajadora, que la entendía mucho, pero que no quería tener a los hijos”; en pocos días iban a casarse y quería “para ese entonces tener terminados los trámites de adopción”, para que el niño tuviera “una familia que le daría todo lo que ella no ‘podía’”. Decía también que hablaba “con naturalidad del hecho” pareciendo “no tener cariño por el niño, ya que en ningún momento se sentía afectada por tener que tomar esta determinación, prefi[riendo] ‘su bienestar’ al lado de un hombre que le dar[ía] tranquilidad, a luchar por criar a sus hijos”.24 En ese relato, la imagen de una madre viuda que se desprende de sus hijos para rehacer su vida con una nueva pareja termina reforzando, por oposición, el altruismo y sacrificio esperados de una madre. Incluso habiendo explicado que lo hacía pensando en el futuro del niño por considerar que una nueva familia podría darle todo lo que ella no “podía”, se ofrecía una lectura condenatoria de esa actitud por trastocar las prioridades que corresponderían a una madre al preferir su bienestar y tranquilidad a la de sus hijos. Poniendo entre dichos su imposibilidad de criarlos (obsérvese las comillas del informe), y dirigiendo su reprobación sólo a la madre, la asistente reforzaba, también, la desigual distribución del poder entre hombres y mujeres al interior de una pareja, haciendo responsable de la situación a la madre y no a su futuro esposo, quien también estaría priorizando sus intereses por sobre los de los hijos de su futura esposa.
El segundo plano en el que quedara la actitud de aquel hombre en la construcción de las razones de entrega, pareciera ser un signo de las predisposiciones masculinas ante la crianza de hijos que sus mujeres habían tenido antes de conocerlos; al menos de aquéllas de las que eran testigos las autoridades judiciales. Así parece perfilarlo la excepcionalidad de sólo dos oportunidades en que las nuevas parejas de las madres acudían a legalizar sus experiencias de convivencia con esos niños, una que perseguía la adopción con el consentimiento del progenitor,25 otra que sólo buscaba legitimar una situación de crianza.26 Tampoco las mujeres aparecían en ese escenario muy predispuestas a asumir esas crianzas: en una sola ocasión encontramos a una solicitando la guarda (sin fines de adopción) de la hija de su marido27. Las autoridades también atendían a adolescentes que buscaban resolver sus conflictos con “padrastros” y “madrastras” yéndose a vivir con parientes o conocidos, como ocurrió en un quinto de las 37 guardas promovidas por chicos y chicas como una solución a sus desavenencias familiares.28 La excepcionalidad y conflictividad de esas experiencias de constitución familiar con hijos ajenos a uno de los miembros de la pareja, resultan signos de un mundo adulto poco dispuesto a prodigar afecto y asumir responsabilidades de crianza en tales condiciones. Los abuelos de una beba que pedían su guarda preadoptiva porque su hija “era muy joven y si algún día deseaba formar un hogar, la hijita le iba a resultar un problema con su futuro cónyuge, etc.”, parecieran no haber estado muy equivocados.29 Si el argumento daba por sentado que tener un hijo de soltera limitaba las posibilidades futuras de conformar una familia, el etcétera lo daba por sobrentendido, anunciándose como indicio de una sensibilidad tolerante de las desviaciones familiares cuando no clausuraran un desenlace matrimonial reparador.
Esa sensibilidad preocupada por el futuro del niño y de la madre pareciera explicar la composición etaria de los escenarios de origen. Aunque dé cuenta de un fragmento (en la mitad de los procesos se prescindió de esta información), la edad de los progenitores perfila uno de los condicionantes culturales de las entregas. Si estimaciones de Celton (1994) nos informan que la maternidad adolescente no estaba demográficamente extendida en Córdoba y había incluso disminuido levemente de 1960 a 1970,30 la presencia de adolescentes entregando a sus hijos en adopción en iguales proporciones a la de mujeres que no hacía tanto habían alcanzado la mayoría de edad (cuadro 5), refuerzan la idea de que no serían patrones demográficos sino culturales los que hacían a esas edades un estadio vital de mayor vulnerabilidad para afrontar crianzas en soltería y soledad.

Cuadro 5. Edad de los progenitores al nacer el niño

Fuente: elaboración propia sobre la base de 82 expedientes; AGTC, CDH, Fondo Menores.
* Se cuantifican sólo las de aquellos a los que hizo referencia el proceso.

Los jóvenes argentinos de los sesenta no sólo despertaron la atención historiográfica por su protagonismo en la radicalización política, sino también por haber trastocado las relaciones entre los géneros y las generaciones. El fenómeno, extendido en buena parte del mundo occidentalizado, adquiría significados específicos en un contexto local signado por la censura y el avance del autoritarismo. Al compás de nuevas sociabilidades -salidas mixtas al baile del club o al cine- y consumos -del rock a los jeans y las minifaldas-, los jóvenes se granjeaban una mayor autonomía al interior de sus mundos familiares y sociales, desplegando nuevas actitudes, gustos y aspiraciones con las que se diferenciaban de sus padres y congéneres de otras clases sociales (Manzano, 2009, 2010). Las jóvenes estuvieron en el centro de estas transformaciones. Sus proyecciones fueron más allá de la conformación de una familia, a la que estaban dispuestas a llegar pero no sin antes haber experimentado con mayor libertad -aunque no sin una alta cuota de angustias e incertidumbres- de la sexualidad prematrimonial, y en la que a sus tradicionales roles de esposas y madres, esperaban agregar el desarrollo de una carrera profesional (Cosse, 2010; Feijoó & Nari, 1996).
Las autoridades judiciales eran testigos directos de los dilemas que las nuevas actitudes y comportamientos juveniles acarreaban, para los adultos y los propios jóvenes.31 A ellas recurrían tanto chicas que se iban de sus casas con sus novios como padres que no sabían cómo encauzar sus rebeldías hogareñas. El juzgado se convertía en un escenario de negociación y la posibilidad de internación en una herramienta de escarmiento a la que apelaban unas y otros.32 Si bien no siempre ofrecen información al respecto, algunos procesos permiten intuir que se trató de experiencias vividas por quienes pertenecían a los sectores populares y quienes ocupaban estratos menos desfavorecidos, como hijas de trabajadores de la naciente industria automotriz de Córdoba.33
El noviazgo era un motivo común de esas presencias en aquellas oficinas. Por el estatus social de los pretendientes y el trato que daban a sus enamoradas, los padres ofrecían reparos a las elecciones de sus hijas, manifestaban consternación ante sus “insolencias” y consideraban necesario fijar pautas a los encuentros entre los enamorados, como evitar conversaciones en la calle y respetar días y horarios de visita en la casa familiar. Querían que sus hijas se casaran con un hombre que las quisiera y estuviera en condiciones de mantener un hogar, pero estaban en desacuerdo con el momento en que pretendían hacerlo; uno de ellos argumentaba que tenían que esperar porque aún eran muy jóvenes y no tenían la suficiente “madurez emocional” para un matrimonio exitoso.34 Tanto padres como asistentes sociales consideraban que las chicas estaban viviendo las “rebeldías propias de la adolescencia”, debidas “a condiciones propias de la edad y de los tiempos agitados que vivimos actualmente en que [los] adolescentes pretenden tomarse una libertad para la cual no están preparados ni autorizados por la ley ni su capacidad mental”.35 Si a los ojos de los mayores la adolescencia era un momento carente de condiciones para emprender una unión matrimonial “exitosa”, tampoco era propicio para asumir la crianza de un hijo, como argumentaban los abuelos de una beba al darla en adopción porque sus padres, de 19 y 20, “eran irresponsables”.36
Las adolescentes, por su parte, solían reconocer que sus noviazgos se habían vuelto “íntimos”, manifestando su temor a quedar embarazadas y hablar de ello con sus padres. Acudían al juzgado para amortiguar las reacciones de la noticia, como aquella chica de 15 que pedía su internación con seis meses de embarazo y que “recién entonces avisaran a sus padres (primero a la madre), pues se enojarán”.37 Otra pidió que citaran al novio, porque el niño nacería pronto y él no quería casarse,38 anunciándonos que ante la ineficacia de sus propios arbitrios para remediar una situación que no consideraba de su exclusiva responsabilidad, las autoridades se convertían en una instancia adicional para enmendar a un novio que eludía las consecuencias de sus actos.
Como afirma Cosse en su análisis de revistas dirigidas al público juvenil femenino de la época, era a través de conversaciones entre pares e historias que difundían el cine, la radio y la televisión que se conocía sobre el sexo, porque de eso con los padres no se hablaba. La circulación de estas ideas en medios masivos de comunicación estaría dando cuenta del “fin de la interdicción a la discusión pública sobre la sexualidad” como rasgo del cambio cultural de época (Cosse, 2010:73-80). Que en el impersonal escenario de la opinión pública se abriera camino la posibilidad de hablar del sexo, y del sexo en la adolescencia, no quería sin embargo decir que la misma libertad se hubiera propagado en el ámbito familiar. El protagonismo de las jóvenes en los conflictos familiares que suscitaban sus primeras experiencias amorosas ofrece un testimonio vívido de las diferencias de género en las experiencias de noviazgo, sexualidad y procreación en esa etapa del ciclo vital. Y el desenlace matrimonial al que esas historias arribaban o esperaban hacerlo, nos muestra en experiencias concretas los límites de lo que Cosse definió como la revolución sexual discreta de los sixties argentinos: esos mayores márgenes de autonomía que los jóvenes estaban granjeándose al interior del mundo familiar, desplegando sus propias pautas de sociabilidad, cortejo, noviazgo y sexualidad, no supusieron sin embargo una mutación radical del lugar central que tenía el matrimonio en la organización de las expectativas personales (Cosse, 2010).
Ante las “rebeldías” adolescentes, los padres podían tomar la situación en sus manos y ceder al reclamo de sus hijas aceptando el matrimonio deseado o recurriendo a él para que el niño que nacería creciera en un hogar “legítimamente” constituido. En ocasiones eran otros familiares quienes acogían a las jóvenes con sus hijos, acudiendo al juzgado a legitimar esas situaciones de convivencia y crianza,39 o eran los padres quienes las acompañaban a dar al niño en adopción, como sucediera con aquella joven de dieciséis que “no quería tenerla consigo”.40 Con o sin desenlace matrimonial, la reacción de las familias ante esos embarazos era un componente central de la posibilidad de que las chicas criaran a esos hijos cuando así lo deseaban. Y el temor a la reacción familiar podía ser un determinante de la entrega, como manifestara una guardadora que deseaba adoptar a una niña a quien su madre se la había entregado “por ser soltera y no querer que su familia se enterase que había tenido una hija”.41 Contar con la cooperación familiar era algo que podía evitar que aquellas madres no terminaran en la mayor intemperie, como aquella joven que entregó a su beba porque “no sabía dónde vivir, no tenía ningún familiar que pudiera ayudarla, se encontraba totalmente desamparada y nadie se le había compadecido”.42
A pesar del desgano y la decepción con que las familias podían aceptar el embarazo de sus hijas solteras, contar con ellas para reorganizar la nueva vida que abría la llegada del niño resultaba menos costoso, afectiva y económicamente, que transitar la experiencia en un entorno familiar ajeno o institucional. Como recordará el lector, la joven que inauguró estas páginas “no tenía padres o familiares” a quienes acudir y pedía por eso que la familia que la empleara en el servicio doméstico la aceptara con su niña. Al igual que Mariana, muchas de las madres que dieron sus hijos en adopción trabajaban en el servicio doméstico. Ésa fue una de las pocas ocupaciones mencionadas en 12 de las 15 oportunidades en que se dejó asentada esa información43 (3 de las cuales tras arbitrios institucionales de colocación44); otra estaba trabajando en una fábrica de calzados pero hasta hacía poco lo hacía en la casa de su familia de crianza45, la otra era una mujer que vivía de “changas”46. La tarea no era sólo mal remunerada y limitaba por eso las posibilidades de crianza, sino que podía implicar la convivencia con patrones reacios a la presencia del niño. La enorme recurrencia de procesos en los que se esgrimieran dificultades económicas e impedimentos laborales como razón de entrega (Cuadro 6), se presta a dos lecturas: que la necesidad de bregar solas por su subsistencia era una condición particularmente desfavorable para afrontar la crianza de los niños y que tal argumento formaba parte de un sentido común asociado a la adopción, al que se recurría para no develar otros motivos y circunstancias.

Cuadro 6. Razones de entrega materna, paterna o de ambos, según estado civil
Fuente: elaboración propia sobre la base de 82 expedientes; AGTC, CDH, Fondo Menores

La historia de Mariana lo deja entrever al traslucir que esos escenarios familiares en los que las jóvenes trabajaban como domésticas podían terminar siendo los que determinaban que se desprendieran de sus hijos. A dos meses de su salida junto a su hija del Hogar de Menores Madres, a cargo de quien presidía la Comisión de Damas del hogar, la guardadora volvía a internarla aduciendo que “tenía mal comportamiento” y el juzgado arbitraba una nueva colocación, esta vez, recordemos, sin la niña. El informe ambiental en la casa de aquella guardadora llegaba poco después: la mujer habría dicho que Mariana “pensaba entregar a su hijita en adopción, a la Sra. de López, casada, que reside […] justamente enfrente”, decisión que “le parecía acertada, dado que la Sra. de López carecía de hijos propios, además de constituir con el esposo una familia muy respetable y admirada […], por lo que estaba segura de que sabrían rodear de cuidados” a la niña. Un año más tarde la señora de López pedía la guarda de la niña.47 Los motivos por los cuales Mariana entregaría a su hija no quedaron registrados en el expediente, pero la secuencia de episodios que rodearon a esa entrega permiten intuirlos, y se tiene cierta certeza de ellos al encontrar en las actas del Equipo Técnico de Adopción y Guarda las palabras del director de la Maternidad Provincial: “las empleadas de servicio doméstico influenciadas por sus ‘patrones’ y el problema laboral que se les presenta”, conformaban una de las circunstancias más frecuentes de entregas en adopción48. El servicio doméstico era así un arma de doble filo para esas madres que intentaban afrontar solas la crianza de sus hijos: suponía resolver en un solo movimiento sus necesidades habitacionales e ingresos, pero en esos escenarios quedaban a merced de la influencia de patrones que las incitaban a entregar a sus hijos bajo el argumento de que una familia en mejor situación podría darles un futuro más promisorio. Lo era, también, porque podía ser allí donde quedaran embarazadas.
Luisa tenía quince y había vivido hasta hacía meses al cuidado de la señora Quiroga, con quien su madre la había dejado al poco tiempo de nacer. Cuando la señora se enfermó, la familia decidió que fuera a vivir con uno de sus hijos. A partir de entonces se desató el conflicto que llevaría a ambas familias -la de crianza y la biológica- a disputarse la tenencia de Luisa, porque el hijo de su nuevo cuidador la había dejado embarazada. Al día siguiente del nacimiento del niño, una de las hijas de la señora Quiroga fue al juzgado a pedir la guarda de Luisa. Días más tarde era Luisa quien asistía, contando que era “huérfana de padres” y que quería quedarse junto a su nueva guardadora y no con sus hermanas, porque “no las conocía”; una de ellas se negaba “rotundamente” a que continuara viviendo con aquella familia, pidiendo que vivieran con otra de sus hermanas o fuera internada. Ese día Luisa ingresó al Hogar de Menores Madres -retratado en la Figura 1- junto con su hija. Lloró “desconsoladamente” pidiéndoles a sus hermanas que la sacaran del instituto. Salió al poco tiempo junto con la hija de la señora Quiroga, tras un informe ambiental favorable y a pesar de la opinión en contrario de la asesora de menores, porque las autoridades consideraron que ninguna de sus hermanas biológicas estaba en condiciones de acogerla y que a pensar de que su guardadora viviera “en concubinato” y tuviera parentesco con “el supuesto causante del embarazo”, nada hacía pensar que fuera responsable de tal acontecimiento. Antes de esa decisión, Luisa había dado en adopción a la niña diciendo que “se encontraba incapacitada para cuidarla”.49


Figura 1. Hogar de Menores Madres, La Calera, noviembre de 1963
Fuente: archivo personal de Marta Palacios.

Que los hijos de los patrones, o ellos mismos, tuvieran relaciones sexuales con sus empleadas domésticas, eran situaciones tan habituales como silenciadas. Aquella doble moral sexual que esperaba que las jóvenes llegaran vírgenes al altar pero consentía que los varones tuvieran sus experiencias previas (o posteriores), quedaba así al resguardo de una política familiar y judicial de encubrimiento. Como retrata la historia de Luisa, incluso habiendo tres testimonios que confirmaban quién era el padre de la niña -el de Luisa y los de sus las hermanas de crianza y de sangre-, las autoridades judiciales mencionaban a aquel joven como “el supuesto” responsable del embarazo. En 1970, una joven de dieciocho pedía que la internaran porque su patrón la había echado después de dejarla embarazada y ella “no tenía padre ni madre a quienes recurrir”; las autoridades ordenaron su internación en el Hogar de Menores Madres y citaron en reiteradas oportunidades a su patrón, pero nunca se presentó.50 Un ejemplo más de esas chicas que estaban solas en el mundo, viviendo como domésticas en casas de familia, expuestas a situaciones de abuso o seducción por parte de sus patrones, quedando a la intemperie cuando esos placeres propios o ajenos les dejaban un hijo.
La infidelidad era otra de las razones esgrimidas tanto por hombres como mujeres para justificar las entregas en adopción. El relato no dejó rastro alguno de quién habría sido la madre de aquel niño de cinco que su guardadora recibiera días atrás, pero sí de que el padre se lo entregó diciéndole que su “mujer no quería hacerse cargo de él porque no era hijo suyo”.51 Tras encontrar a su mujer “en la cama con otro hombre”, el padre de tres niños pidió su internación porque la actitud de su mujer era una “mala moral para los hijos”, y el más pequeño, de cuatro meses, fue dado en adopción.52 En estas dos oportunidades en que la infidelidad fuera razón de entrega, la “inmoralidad” que ello suponía se sumaba a las precarias condiciones económicas de las familias de origen de los niños.
Recorrimos hasta aquí un cúmulo de razones que llevaban a las madres, y en menor medida a los padres, a entregar a sus hijos en adopción. Situaciones en las que se conjugaban las dificultades económicas, laborales y sociales que acarreaba la crianza de un niño que llegaba al mundo fuera de una unión matrimonial o una relación estable de pareja. Pusimos de relieve las marcadas diferencias de género existentes en esas condiciones de procreación y resaltamos, también, que la edad en que se vivían esas experiencias resultaba un componente central de las constricciones que desembocaban en una adopción. Las historias hasta aquí relatadas permiten intuir que no han de haber sido muy distintas a las de aquellas madres que habrían abandonado a sus hijos en alguna institución hospitalaria o asilar, o firmaron actas de renuncia ante los servicios sociales de las maternidades bajo una genérica fórmula administrativa que expresaba que eran razones económicas y familiares las que llevaban a tomar tal decisión (Cuadro 6), sin existir rastro de sus situaciones personales y su inscripción social.
Consignándose o no las razones de las entregas, los relatos judiciales muestran orígenes predominantemente femeninos y evidencian, ante todo, las dificultades que suponía la crianza de un niño en soledad, por motivos económicos o laborales, por los prejuicios que recaían sobre esas experiencias. Reconocer abiertamente que no se deseaba al niño era un argumento poco esgrimido, condenado si estaba acompañado de condiciones materiales no desfavorables, no objetado si eran adolescentes quienes lo expresaban. Ahora bien, si nos quedamos sólo con aquello explicitado en los procesos, todo pareciera indicar que únicamente las mujeres pobres entregaban a sus hijos en adopción. Sin embargo, vimos que en ocasiones sólo quedó registrado su nombre y ninguna referencia a sus circunstancias, un vacío que podríamos llenar con las palabras del director de la Maternidad Provincial que, una vez más, apoyan nuestras conjeturas: junto a las empleadas domésticas instigadas por sus patrones, uno de los casos más comunes de entrega era el de las “estudiantes universitarias embarazadas y rechazadas por sus familias”.53 En un contexto en el que las jóvenes de clase media comenzaban a permitirse la sexualidad prematrimonial (Cosse, 2010), cuesta creer que en los juzgados no conocieran aquellas experiencias de las que nunca dejaron rastros en los expedientes; tanto más sabiéndolas testigos directos de las desavenencias familiares por experiencias juveniles de noviazgo y sexualidad que no involucraban sólo a los sectores menos favorecidos. De allí que ese silencio de la narrativa judicial sobre la adopción perfile una política burocrática del reconocimiento de los orígenes familiares tendiente a reforzar las diferencias de género que pesaban sobre la sexualidad no conyugal y el prejuicio que hacía de la maternidad soltera y la entrega en adopción un asunto de los sectores populares.

Conclusiones

Hacia los años sesenta la madre soltera era la principal protagonista de los relatos judiciales de la adopción, figura delineada como una mujer joven y pobre que no estaba junto al padre del niño o la niña que traía al mundo. La ilegitimidad de esos nacimientos pesaba por las dificultades de crianza en situaciones de precariedad económica vividas en soledad y los prejuicios que recaían sobre esas experiencias. Los expedientes como los de Mariana, que dejaron un rastro de la historia personal de la madre que daba a su hijo en adopción, eran sin embargo excepcionales. En la mayoría de los relatos las circunstancias sociales, familiares y personales en que tenían lugar esas entregas no se perfilaban con tanta nitidez. Y hablo incluso de perfilarse, no de presentarse, porque la narrativa judicial era comúnmente elusiva al momento de retratar quiénes y por qué entregaban a un niño en adopción. Lo que sí aparece con nitidez es que el embarazo, el hijo y su entrega eran asuntos femeninos. Eran principalmente ellas, las madres, quienes enfrentaban los temores por el futuro del niño y de ellas mismas, quienes asumían la llegada de ese hijo y los arbitrios de su crianza en manos de alguien más, con o sin la intención primera de que fueran adoptados. Si esas experiencias podían ser desgarradoras o vergonzosas, es entendible que de ellas se hablara poco y que la narrativa judicial no nos ofrezca mayor información sobre las emociones que las atravesaban. Lo que llama la atención es la ausencia total de toda referencia a que sus protagonistas fueran hombres y mujeres provenientes de los sectores medios y altos. Reconocidos éstos en otros ámbitos de conversación del entramado institucional de las entregas en adopción, el judicial se nos presenta como un escenario que ofrecía a los sectores mejor posicionados la discreción necesaria para que esos orígenes familiares quedaran a resguardo. Ello podría leerse, también, como un signo de las diferencias de clase en los umbrales emocionales de estas experiencias, pero nada nos permite intuir que la vergüenza, la angustia, la preocupación o la falta de deseo no hayan sido comunes a madres de unas y otras inscripciones sociales; existiendo incluso la posibilidad de que tales sentimientos formen parte de un deber de manifestación emocional demandado en los episodios de interacción de esas madres con las autoridades estatales de diverso cuño.
Esa política del reconocimiento de los orígenes familiares de los niños adoptados que emana del contenido y las omisiones del relato judicial, puede entenderse como parte de los gestos desplegados por un ámbito judicial que estaba granjeándose un espacio en el entramado de relaciones preexistentes que configuraban las entregas en adopción. En ellos estaba depositada la potestad de legitimar actos tramados más allá de sus despachos, entregas de niños que tenían lugar entre particulares, en maternidades y hospitales infantiles, hogares e institutos de menores. Conseguir el ejercicio efectivo de ese poder de legitimación del vínculo adoptivo que la legislación les había otorgado, supuso lograr que las familias y el resto de las instituciones estatales canalizaran hacia él la convalidación de aquello que ya consumaban en la práctica. Para conseguir ese lugar de preeminencia, las autoridades judiciales negociaron, entre otras cuestiones, qué se diría y qué no sobre los orígenes familiares de los niños.

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Zapiola, M. C. (2010). La Ley de Patronato de Menores de 1919. ¿Una bisagra histórica? En L. Lionetti & D. Míguez (Eds.), Las infancias en la historia argentina. Intersecciones entre prácticas, discursos e instituciones (1890-1960) (pp. 117-132). Rosario, Argentina: Prohistoria.

Zapiola, M. C. (2013). En los albores de lo institucional. La gestación de instituciones de reforma para menores en Argentina. En V. Llobet & et al. (Eds.), Pensar la infancia desde América Latina: un estado de la cuestión (pp. 159-183). Buenos Aires, Argentina: CLACSO.

NOTAS

* Este trabajo es un segmento particular de mi tesis doctoral en Historia dedicada al estudio de las relaciones entre familias y Estado al dirimirse entregas de niños en adopción en los juzgados de menores de Córdoba; se nutre de las devoluciones recibidas en la defensa y en la reunión de discusión “Nuevas investigaciones en historia social de la infancia y la familia” (Equipo de Investigación Histórica Familias e Infancias en la Argentina Contemporánea, IIEG, FFyL, UBA), celebrada el 2 de setiembre de 2016. Agradezco aquí esos comentarios.

1 Archivo General de los Tribunales de Córdoba (AGTC), Centro de Documentación Histórica (CDH), Fondo Menores (FM), caja 23, expediente 8.

2 El postulado se inspira en las reflexiones de Foucault (2009) sobre la gubernamentalidad y en las de Rapp (1979) y Bourdieu (1997) sobre la relación entre familia y Estado.

3 Ver en Haraven (1995), Bjerg & Boixadós (2004) y Cosse (2008) el lugar que ocupó la pregunta por las relaciones entre familias y Estado en la historiografía sobre la familia.

4 Aquellos juzgados fueron creados por Decreto Ley provincial N° 6.986 de 1957; para un análisis sobre el particular y las políticas locales de minoridad durante la primera mitad del siglo XX, ver Gentili (2015) y Ortiz Bergia (2012). La segunda ley de adopción del país (N° 19.134) es de 1971, la primera (N° 13.252) de 1948; sobre esta normativa, ver Villalta (2010, 2012), Guy (inédito) y Cosse (2006).

5 El fondo alberga aproximadamente 1.700 expedientes de la Secretaría Prevención que tramitaba guardas; las 85 solicitudes en análisis fueron identificadas en 82 expedientes a partir de un relevamiento del 65% (1.112 ejemplares). Se trabajó con guardas y no adopciones, por ser éstas escasas en el conjunto y ofrecer aquéllas más información sobre las circunstancias de entrega. Para un análisis del fondo ver Lugones y Rufer (2004). Por tratarse de restos salvados del expurgo y por las modalidades de confección y archivo de la documentación judicial, no es posible estimar la cifra cierta de guardas preadoptivas ni la representatividad del conjunto: los procesos eran usualmente identificados con el nombre de la secretaría y no del asunto que trataban, siendo infructuosa la comparación de aquel volumen con los libros de archivo de expedientes, en los que se consigna la carátula de cada trámite y de los que no existe una serie completa; podría compararse su representatividad con las guardas concedidas por autos interlocutorios: el archivo dispone de todas estas resoluciones pero una gran cantidad de guardas eran concedidas por decretos, un tipo de resolución del que no queda registro fuera del expediente; ver Gentili, 2016a.

6 AGTC, CDH, FM, C5, E11; C6, E44; C20, E2 y C21, E3.

7 Archivo de Gobierno (AG), Minoridad, Serie B, T47, 1972, Res. 4.826, 24/10/76 y Res. 4.879, 8/11/72. Para un análisis del trabajo del Equipo entre 1972 y 1977, ver Gentili, 2016a.

8 Artículo 17°, Decreto Ley N° 6.986/57 y artículo 16°, Ley N° 4.873/66.

9 Ver el tercer capítulo de Gentili (2016b). En Gentili, 2016a, analizo la incidencia de la descentralización de las entregas en los procedimientos judiciales y el perfil socio-cultural de las familias adoptivas. En un artículo a publicarse en el Anuario del Instituto de Historia Argentina (Universidad de La Plata), me concentro en las modalidades de los arbitrios institucionales y familiares de entrega y sus convalidaciones judiciales.

10 Art. 11°, Ley 19.134/71, citado en Villalta, 2012:203.

11 AGTC, CDH, FM, C15, E16, C17, E3 y C25, E39 y E50.

12 AGTC, CDH, FM, C21, E5.

13 AGTC, CDH, FM, C22, E21.

14 AGTC, CDH, FM, C5, E2 y C22, E8 respectivamente.

15 AGTC, CDH, FM, C10, E12, C16, E2 y C19, E69.

16 AGTC, CDH, FM, C21, E64 y C22, E29.

17 Ídem nota 14.

18 AGTC, CDH, FM, C16, E26 y C22, E37 (madres “concubinas”); C15, E20 (madre separada); C25, E50 (padres separados) y E15, E16 (hijo extramatrimonial del progenitor).

19 Sobre la doble moral sexual ver Barrancos (2007), Cosse (2006, 2010) y Felitti (2012).

20 AGTC, CDH, FM, C5, E12.

21 AGTC, CDH, FM, C12, E17.

22 AGTC, CDH, FM, C18, E50.

23 AGTC, CDH, FM, C17, E3.

24 AGTC, CDH, FM, C9, E22.

25 AGTC, CDH, FM, C21, E5.

26 AGTC, CDH, FM, C21, E45.

27 AGTC, CDH, FM, C17, E2.

28 AGTC, CDH, FM, C3, E30; C9, E23; C14, E44; C17, E22; C18, E86; C22, E30 y C24, E18.

29 AGTC, CDH, FM, C21, C9.

30 La autora atribuye ese descenso a la retracción económica provincial; puede pensarse que también sería indicativo de la difusión de métodos anticonceptivos de los que dan cuenta Torrado (2012), Cosse (2010) y Felitti (2012).

31 En una operación de contextualización situada, por tener las autoridades un conocimiento directo de ellas, para la reconstrucción de las experiencias juveniles de noviazgo y sexualidad, y las reacciones que suscitaron en el ámbito familiar, recurro a un conjunto de procesos tramitados en la misma secretaría de los juzgados pero por motivos distintos.

32 AGTC, CDH, FM, C18, E23 y E35; C19, E45, E46, E54 y E58; C20, E8 y E37.

33 Tratándose de una intuición, no arriesgo por el momento ninguna interpretación sobre la dimensión de clase de la revolución sexual de los sesenta, la que mercería de un estudio específico.

34 AGTC, CDH, FM, C21, E77.

35 AGTC, CDH, FM, C20, E46.

36 AGTC, CDH, FM, C25, E39.

37 AGTC, CDH, FM, C18, E8.

38 AGTC, CDH, FM, C19, E57.

39 AGTC, CDH, FM, C3, E20 y C21, E18 y E38.

40 AGTC, CDH, FM, C20, E2.

41 AGTC, CDH, FM, C18, E50.

42 AGTC, CDH, FM, C2, E14.

43 AGTC, CDH, FM, C3, E7; C5, E12; C16, E4; C18, E26; C21, E66; C22, E3, E5, E26 y E37; y C25, E13.

44 AGTC, CDH, FM, C15, E18 y C23, E18 y E28.

45 AGTC, CDH, FM, C25, E14.

46 AGTC, CDH, FM, C15, E20.

47 AGTC, CDH, FM, C23, E28.

48 APM, FSEMNAF, caja 5, Libro de Actas, 13/7/73, fs. 52-54.

49 AGTC, CDH, FM, C25, E14.

50 AGTC, CDH, FM, C18, E15; un caso similar: C23, E25.

51 AGTC, CDH, FM, C15, E16.

52 AGTC, CDH, FM, C22, E21.

53 Ídem nota 47.