REENCUENTRO
Juan Ricardo Nervi
(1921-2004)
Profesor de Filosofía y Ciencias de la
Educación. Maestro Normal Nacional.
Docente en la Universidad Pedagógica
de México, y de la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad de Buenos
Aires. Escritor, periodista, investigador.
Profesor Emérito de la UNLPam.
Secretario Académico de la UNLPam.
Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía
Universitaria. Director de la Maestría
en Evaluación de la Facultad de Ciencias
Humanas.
El problema de las calificaciones (y las promociones al curso inmediato), sigue siendo “la espada de Damocles” de los alumnos. Liberado a la decisión profesoral, mantiene su exportación en la duda, sin saber a qué atenerse acerca de su rendimiento. Claro está: no es menos patética la situación de los docentes honestos cuando se trata de ser ecuánimes respecto de la nota que parece a los educandos. Por lo general, preguntábamos a los compañeros “cómo habíamos estado” en la lección cuando pasábamos al frente:
—¿Y…? ¿Cómo estuve?
—¡Fenomenal…! Decía César, para quien
todo estaba bien.
—Para un cuatro… y apenas, opinaba Pepe.
—¡Si no lo sabés vos…! Agregaba, escéptico,
Victorio.
Nos faltaba rigor autocrítico. Recuerdo
todavía que, en cierta ocasión, al preguntárseme
algo sobre estética, respondí textualmente: “Denominamos sentimiento estético a la
sensación de agrado que produce lo bello”. Lo
decía el libro de Amanda Imperatore, y así debía
ser. Me dije que con esa respuesta “le había
puesto la tapa” a la profesora.
—¡Estuviste bárbaro…!, dijo Horacio, el
achense.
—La dejaste muda…, manifestó Quino.
El que quedó mudo fui yo cuando, al finalizar
la hora, solemnemente, la dómine me dijo:
—¿Usted? ¡tiene un cuatro!...
¿Sobre qué cartabones calificaban los profesores? Aquella subjetividad solía ser delirante. A decir verdad, nos perdíamos en un laberinto de dudas y contradicciones. ¿Cómo estudiar? ¿Cómo aprender? ¿Qué estudiar? ¿Qué aprender? ¿Cómo expresarse? El vacío era total. Supongo que en este aspecto los cambios cualitativos han sido muy pocos. Es un colegio Nacional que conozco, se sigue utilizando el “Cuadro de Honor”, recientemente fustigado con meridiana claridad por Antonio Salonia —ex ministro de Educación—. Huelgan ya los comentarios sobre este asunto, pero ¿hasta cuándo persistirá esta modalidad medieval, nefasta para la formación del alumno, competitiva y muchas veces, fraudulenta?
Pero, claro está, había cosas que escapaban
a nuestro entendimiento. Tenían algo de los ritos órficos de la Grecia antigua, del torquemadismo
inquisitorial (al menos para nosotros),
puesto que en ellas se jugaba nuestro concepto “profesional”…
¡Nuestro concepto! Muy bueno, bueno,
Regular, Malo… ¿Cómo se establecían aquellas
categorías? Eran largas “juntas” las del
personal docente para decidir (y definir) cómo éramos, cómo nos portábamos: Estudio, aplicación,
conducta. Pero seguramente había
mucho más. Porque parecía imposible que los
eternos “convidados de piedra” del curso, los
que permanecían como momias en sus bancos,
obtuvieran concepto ” Muy Bueno” como
premio a su quietismo.
Así que pasaron los años, ya docente en la
misma Normal, y más tarde en otras, participé en las reuniones para formular el “concepto” de los futuros docentes. Más tarde optaría
por mandarlos ensobrados, por escrito, para
evitar las discusiones bizantinas que, acerca
de tales o cuales alumnos y alumnas solían
desatarse.
Como la puntualizó Malraux en La condición
humana, no eran pocos los docentes que
consideraban al alumno como a un enemigo,
una suerte de basilisco insoportable, y por
ende expulsable, por aquello de que “la manzana
podrida”… etc.
Fue en aquellas reuniones formales, taxidérmicas,
jurídicas, en las que aprendí hasta
qué punto el educando puede ser insectificado,
convertido en pieza entomológica digna de un
coleccionista santarroseño. “!Ese traje..! ¡Esa
rebeldía! ¡Esa sonrisa irónica..!” Se sumaban y
se multiplicaban las defecciones. ¿A quién interesaba
la etapa por la que atravesaba aquel
adolescente con su crisis existencial? ¿Quién
preguntaba si el traje estaba manchado porque
era el único que tenía y no podía pagar su limpieza
al tintorero? Después: los que ni pasaban
por la compulsa, es decir, los que obtenían el “Muy Bueno” por anticipado…
Nunca pude hacerme cómplice de algunos
delitos de “lesa pedagogía” que significaban “el
sacrificio” de algún chivo emisario, tanto para
cumplir con el rito que dejaba satisfecho al
rector, a tales o cuales profesores, y ¿por qué no? A algunos padres de alumnos…
¿Por qué, a remolque de las calificaciones
y su problemática, traigo a colación “esto” de los conceptos? Sencillamente porque en
el concepto asienta la evaluación por excelencia,
y —tal como se lo utiliza hoy como
ayer—, se parece más a una punición gratuita
que a un comedido juicio de valor. Podría
asegurar que un gran porcentaje de docentes,
ignora cómo es la personalidad del alumno
sometido a ese enjuiciamiento donde lo peyorativo
prevalece sobre lo poco o mucho de
positivo que éste posea. Y porque, además,
cada profesor tiene la obligación que toda
vez que está en juego algo tan sutil y a la vez
complejo como la personalidad de los futuros
profesionales. Faltaría cuestionar, a remolque
de lo antedicho, la significación formativa de
aquellos “conceptos” que tanto se parecían a
las pedradas bíblicas.
Lo que hoy podríamos llamar un “show” en el mejor sentido, podría servirnos para denominar las veladas o festivales de la Escuela Normal. Tenían bien ganada la fama. Allí los alumnos de ambos sexos “echaban el resto” para que la Normal hiciese buen papel, es decir, para que respondiese ante el público del predicamento artístico alcanzado hasta entonces. Los que intervenían en el festival tenían permiso especial para retirarse de clase a determinada hora. Rezábamos (por así decir) para que los ensayos fuesen en la hora más brava: matemática, sobre todo. El profesor de estas materia —excepcional por muchos conceptos, pero sobre todo porque sabía ser maestro— miraba con perplejidad a “Pilolo” cada vez que éste se sumaba al grupo de “los que tenían ensayo” y se retiraban, serios, tensos, del aula. Lo miraba con perplejidad: ¿qué papel haría aquel muchacho desgarbado en la velada? ¿qué ocultas posibilidades tendría? Alguna vez preguntó a los que no intervenían, pero nadie supo qué contestar: también ellos estaban perplejos: ¿qué papel desempeñaría“Pilolo” para ensayar tanto?
La noche del estreno, el profesor de matemática
pudo resolver el enigmático caso. Pero
le costó hacerlo. Pensó: “Será maquillador utilero”,
pues a medida que transcurría el “show”,
el espigado “Pilolo” no aparecía. Llegó el número
del toayense Brown —preparado por
doña Pina— en el cual, a la luz mortecina de
un favor (como en el tango) el “Negrito” bailaba
una especie de danza parisina, vestido de
apache. Era ya el final. Mientras el bailarín se
desplazaba rítmicamente acompañándose con
un enorme “manequi” de estopa, el profesor
se rascaba la cabeza: ¿Y este tipo… dónde se
habrá metido? ¡Sí que me la hizo linda, el muy
vivo…! Ya imaginaba lo que le diría el lunes, en
la primera hora, con una sonrisa mefistofélica:
“¿Así que usted se la pasaba de ensayo corrido… y…?” Interrumpió bruscamente susíntimas argumentaciones porque ¡lo había
visto! ¡Allí estaba el larguirucho “Pilolo”, ¿pero
qué papel hacía “Pilolo” en aquella parodia de
danza apache a la manera del bajo fondo de
París? El profesor no salía de su asombro. “Pilolo” actor… hacía el papel de farol, con una
lámpara en la cabeza que iluminaba vagamente
el escenario… ¡Pobrecito “Pilolo”! De marzo
en marzo no paró con su Matemática al hombro,
como Diógenes buscando un cuatro, con
su farol en la testa.
Me muevo todavía en aquel universo de dudas críticas que me dejó el paso de la Escuela Normal. Una cosa queda en pie, clara y rotunda: quise mucho a nuestra vieja institución. La amé en su historia, nacida en 1909 por iniciativa de Raúl B. Díaz (aunque se diga lo contrario), y en sus proyecciones. Pero la viví entre la alegría, la pena y la incertidumbre. Quizás porque pasé por sus claustros en una edad en que el disconformismo es una clave para descifrar “el alma del adolescente”, acumulé resabios, desconciertos y desaciertos. ¡Cómo hubiese querido que alguien —no sé quién— hubiese norteado mi desorientación!. Pero cuando miraba a mi alrededor. No había nadie. No hubo nadie.
¿A quién culpar de esa falencia? Porque
aquella soledad no me era exclusiva. Era la de
mis compañeros y amigos. Nuestros intereses
parecían estar fuera del aula, acaso fuera de la
Escuela. Las inquietudes que nos perturban se
perdían en un laberinto de incógnitas. Estas
incógnitas que resolvíamos en las matemáticas,
pero que no podíamos resolver en la vida…
No he de culpar a nadie. Solamente a mi
insatisfacción, a mi desasosiego. Pero, insatisfecho,
desasosegado, con mi uniforme de
soledad cotidiana, no me resignaba a pasar
de largo por la Escuela, con un diploma en la
mano. Todo lo que soñábamos se desflecaba en
imágenes inasibles contra los cristales del aula.
Había un submundo onírico habitándonos,
pero la imaginación nos estrangulaba. Pero ¿a
quién le importaba?
Hoy vuelvo sobre mis pasos con una carga
de ternura, de nostalgia, de gratitud hacia la añosa casona de los Mason. Quedan unos
pocos rostros, unos pocos gestos, apenas unas
sonrisas difusas de los que no olvido. “!Aquellos
viejos pinos…” Claro que los recuerdo. A
don Germán, a don Clodo, a Francisco, claro
que los recuerdo. Hay, es obvio, una presión
subjetiva que selecciona y ordena los recuerdos.
Aquella profesora de Francés, aquel profesor
de Historia, aquella muchacha linda que
le dio a la Física y a la Anatomía el tono de una
querible humanidad. Y tantos otros…
Pero lo que queda, lo que nos pasa, es el
ademán fraterno de los compañeros en aquella
odisea libresca de la lección nuestra de cada
día. ¡Cuánta razón tenía Don Germán, el portero!. “Vosotros seréis los verdaderos maestros…” Sentíamos la comezón del magisterio.
Protestativos, mordaces, hirientes, nos escudábamos
en el “yo ficticio” para que no nos arrebataran
el “yo auténtico”. Para no dejar de ser
nosotros mismos. Si, allí están Victorio, Tota,
y Fioravanti mirándonos. Yo sé que no les hemos
fallado. Que nuestra generación —sin distinción
entre “tragas” y omitidos— respondió a la mejor tradición del normalismo pampeano.
Y que, más allá de los reparos, las críticas,
los reproches, el disconformismo, estamos orgullosos
de nuestra Escuela…
Estas “remembranzas”, con sus “allá lejos y
hace tiempo”, quieren ser sencillamente el eco
de ese pasado que está presente en la tradición
de la Normal. Pero no queremos una tradición
de estancamiento, sino una tradición de progreso. ¿Qué quiere decir esto? Ni más ni menos
que edificar el futuro “a la luz de los ejemplos”.
Nuestra experiencia no puede, no debe caer en
saco roto. Corregir para mejorar, transformar
lo negativo en positivo, edificar la esperanza
(como diría Cleto) está en la entraña del cambio
social. Uno piensa en los “Cuadros de Honor” y, con repugnancia, se sacude el hombro
de las pelusas de lo inútil. Esa “antipedagogía” institucional —a la que que Lobrot dedica páginas
lapidarias—, debe erradicarse. La evaluación
da primacía a lo cualitativo sobre lo
cuantitativo. No más alumnos-cifra. Basta de “Conceptos que presumen de académicos y de
los que se elimina a su protagonista, el educando,
para convertirlo en “reo de lesa pedagogía”.
Terminemos, por fin, con la taxidermia de los
réprobos y los elegidos emplazados en un arbitrario
museo estudiantil.
Hace muchos años le dijimos adiós a la Escuela.
Hoy vuelvo a ella en la alfombra mágica
de su reencuentro. Justamente ahora, cuando
mi carrera —comenzada allí mismo, en esa Escuela
Normal— toca a su fin. ¿Qué mejor que
este retorno, esta peregrinación a la fuente? Es
como volver al seno originario en un ex-voto
de amor, acaso como “el hijo pródigo” de la leyenda…
“Al trotecito”, óleo. Gustavo A. Gaggero
“Todo lo que quedó“, óleo. Gustavo Gaggero
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