REENCUENTRO

Memorias de un normalista pampeano

Juan Ricardo Nervi
(1921-2004) Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. Maestro Normal Nacional. Docente en la Universidad Pedagógica de México, y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Escritor, periodista, investigador. Profesor Emérito de la UNLPam. Secretario Académico de la UNLPam. Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía Universitaria. Director de la Maestría en Evaluación de la Facultad de Ciencias Humanas.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 18 de julio de 1980
Pedradas

El problema de las calificaciones (y las promociones al curso inmediato), sigue siendo “la espada de Damocles” de los alumnos. Liberado a la decisión profesoral, mantiene su exportación en la duda, sin saber a qué atenerse acerca de su rendimiento. Claro está: no es menos patética la situación de los docentes honestos cuando se trata de ser ecuánimes respecto de la nota que parece a los educandos. Por lo general, preguntábamos a los compañeros “cómo habíamos estado” en la lección cuando pasábamos al frente:

—¿Y…? ¿Cómo estuve?
—¡Fenomenal…! Decía César, para quien todo estaba bien.
—Para un cuatro… y apenas, opinaba Pepe.
—¡Si no lo sabés vos…! Agregaba, escéptico, Victorio.

Nos faltaba rigor autocrítico. Recuerdo todavía que, en cierta ocasión, al preguntárseme algo sobre estética, respondí textualmente: “Denominamos sentimiento estético a la sensación de agrado que produce lo bello”. Lo decía el libro de Amanda Imperatore, y así debía ser. Me dije que con esa respuesta “le había puesto la tapa” a la profesora.
—¡Estuviste bárbaro…!, dijo Horacio, el achense.
—La dejaste muda…, manifestó Quino.
El que quedó mudo fui yo cuando, al finalizar la hora, solemnemente, la dómine me dijo:
—¿Usted? ¡tiene un cuatro!...

¿Sobre qué cartabones calificaban los profesores? Aquella subjetividad solía ser delirante. A decir verdad, nos perdíamos en un laberinto de dudas y contradicciones. ¿Cómo estudiar? ¿Cómo aprender? ¿Qué estudiar? ¿Qué aprender? ¿Cómo expresarse? El vacío era total. Supongo que en este aspecto los cambios cualitativos han sido muy pocos. Es un colegio Nacional que conozco, se sigue utilizando el “Cuadro de Honor”, recientemente fustigado con meridiana claridad por Antonio Salonia —ex ministro de Educación—. Huelgan ya los comentarios sobre este asunto, pero ¿hasta cuándo persistirá esta modalidad medieval, nefasta para la formación del alumno, competitiva y muchas veces, fraudulenta?

Pero, claro está, había cosas que escapaban a nuestro entendimiento. Tenían algo de los ritos órficos de la Grecia antigua, del torquemadismo inquisitorial (al menos para nosotros), puesto que en ellas se jugaba nuestro concepto “profesional”…
¡Nuestro concepto! Muy bueno, bueno, Regular, Malo… ¿Cómo se establecían aquellas categorías? Eran largas “juntas” las del personal docente para decidir (y definir) cómo éramos, cómo nos portábamos: Estudio, aplicación, conducta. Pero seguramente había mucho más. Porque parecía imposible que los eternos “convidados de piedra” del curso, los que permanecían como momias en sus bancos, obtuvieran concepto ” Muy Bueno” como premio a su quietismo.
Así que pasaron los años, ya docente en la misma Normal, y más tarde en otras, participé en las reuniones para formular el “concepto” de los futuros docentes. Más tarde optaría por mandarlos ensobrados, por escrito, para evitar las discusiones bizantinas que, acerca de tales o cuales alumnos y alumnas solían desatarse.
Como la puntualizó Malraux en La condición humana, no eran pocos los docentes que consideraban al alumno como a un enemigo, una suerte de basilisco insoportable, y por ende expulsable, por aquello de que “la manzana podrida”… etc.
Fue en aquellas reuniones formales, taxidérmicas, jurídicas, en las que aprendí hasta qué punto el educando puede ser insectificado, convertido en pieza entomológica digna de un coleccionista santarroseño. “!Ese traje..! ¡Esa rebeldía! ¡Esa sonrisa irónica..!” Se sumaban y se multiplicaban las defecciones. ¿A quién interesaba la etapa por la que atravesaba aquel adolescente con su crisis existencial? ¿Quién preguntaba si el traje estaba manchado porque era el único que tenía y no podía pagar su limpieza al tintorero? Después: los que ni pasaban por la compulsa, es decir, los que obtenían el “Muy Bueno” por anticipado…
Nunca pude hacerme cómplice de algunos delitos de “lesa pedagogía” que significaban “el sacrificio” de algún chivo emisario, tanto para cumplir con el rito que dejaba satisfecho al rector, a tales o cuales profesores, y ¿por qué no? A algunos padres de alumnos…
¿Por qué, a remolque de las calificaciones y su problemática, traigo a colación “esto” de los conceptos? Sencillamente porque en el concepto asienta la evaluación por excelencia, y —tal como se lo utiliza hoy como ayer—, se parece más a una punición gratuita que a un comedido juicio de valor. Podría asegurar que un gran porcentaje de docentes, ignora cómo es la personalidad del alumno sometido a ese enjuiciamiento donde lo peyorativo prevalece sobre lo poco o mucho de positivo que éste posea. Y porque, además, cada profesor tiene la obligación que toda vez que está en juego algo tan sutil y a la vez complejo como la personalidad de los futuros profesionales. Faltaría cuestionar, a remolque de lo antedicho, la significación formativa de aquellos “conceptos” que tanto se parecían a las pedradas bíblicas.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 23 de mayo de 1980
El farol de Diógenes

Lo que hoy podríamos llamar un “show” en el mejor sentido, podría servirnos para denominar las veladas o festivales de la Escuela Normal. Tenían bien ganada la fama. Allí los alumnos de ambos sexos “echaban el resto” para que la Normal hiciese buen papel, es decir, para que respondiese ante el público del predicamento artístico alcanzado hasta entonces. Los que intervenían en el festival tenían permiso especial para retirarse de clase a determinada hora. Rezábamos (por así decir) para que los ensayos fuesen en la hora más brava: matemática, sobre todo. El profesor de estas materia —excepcional por muchos conceptos, pero sobre todo porque sabía ser maestro— miraba con perplejidad a “Pilolo” cada vez que éste se sumaba al grupo de “los que tenían ensayo” y se retiraban, serios, tensos, del aula. Lo miraba con perplejidad: ¿qué papel haría aquel muchacho desgarbado en la velada? ¿qué ocultas posibilidades tendría? Alguna vez preguntó a los que no intervenían, pero nadie supo qué contestar: también ellos estaban perplejos: ¿qué papel desempeñaría“Pilolo” para ensayar tanto?

La noche del estreno, el profesor de matemática pudo resolver el enigmático caso. Pero le costó hacerlo. Pensó: “Será maquillador utilero”, pues a medida que transcurría el “show”, el espigado “Pilolo” no aparecía. Llegó el número del toayense Brown —preparado por doña Pina— en el cual, a la luz mortecina de un favor (como en el tango) el “Negrito” bailaba una especie de danza parisina, vestido de apache. Era ya el final. Mientras el bailarín se desplazaba rítmicamente acompañándose con un enorme “manequi” de estopa, el profesor se rascaba la cabeza: ¿Y este tipo… dónde se habrá metido? ¡Sí que me la hizo linda, el muy vivo…! Ya imaginaba lo que le diría el lunes, en la primera hora, con una sonrisa mefistofélica:
“¿Así que usted se la pasaba de ensayo corrido… y…?” Interrumpió bruscamente susíntimas argumentaciones porque ¡lo había visto! ¡Allí estaba el larguirucho “Pilolo”, ¿pero qué papel hacía “Pilolo” en aquella parodia de danza apache a la manera del bajo fondo de París? El profesor no salía de su asombro. “Pilolo” actor… hacía el papel de farol, con una lámpara en la cabeza que iluminaba vagamente el escenario… ¡Pobrecito “Pilolo”! De marzo en marzo no paró con su Matemática al hombro, como Diógenes buscando un cuatro, con su farol en la testa.

Memorias de un normalista Pampeano
(última nota)
12 agosto de 1980
MOT DE LA FIN

Me muevo todavía en aquel universo de dudas críticas que me dejó el paso de la Escuela Normal. Una cosa queda en pie, clara y rotunda: quise mucho a nuestra vieja institución. La amé en su historia, nacida en 1909 por iniciativa de Raúl B. Díaz (aunque se diga lo contrario), y en sus proyecciones. Pero la viví entre la alegría, la pena y la incertidumbre. Quizás porque pasé por sus claustros en una edad en que el disconformismo es una clave para descifrar “el alma del adolescente”, acumulé resabios, desconciertos y desaciertos. ¡Cómo hubiese querido que alguien —no sé quién— hubiese norteado mi desorientación!. Pero cuando miraba a mi alrededor. No había nadie. No hubo nadie.

¿A quién culpar de esa falencia? Porque aquella soledad no me era exclusiva. Era la de mis compañeros y amigos. Nuestros intereses parecían estar fuera del aula, acaso fuera de la Escuela. Las inquietudes que nos perturban se perdían en un laberinto de incógnitas. Estas incógnitas que resolvíamos en las matemáticas, pero que no podíamos resolver en la vida…
No he de culpar a nadie. Solamente a mi insatisfacción, a mi desasosiego. Pero, insatisfecho, desasosegado, con mi uniforme de soledad cotidiana, no me resignaba a pasar de largo por la Escuela, con un diploma en la mano. Todo lo que soñábamos se desflecaba en imágenes inasibles contra los cristales del aula. Había un submundo onírico habitándonos, pero la imaginación nos estrangulaba. Pero ¿a quién le importaba?
Hoy vuelvo sobre mis pasos con una carga de ternura, de nostalgia, de gratitud hacia la añosa casona de los Mason. Quedan unos pocos rostros, unos pocos gestos, apenas unas sonrisas difusas de los que no olvido. “!Aquellos viejos pinos…” Claro que los recuerdo. A don Germán, a don Clodo, a Francisco, claro que los recuerdo. Hay, es obvio, una presión subjetiva que selecciona y ordena los recuerdos. Aquella profesora de Francés, aquel profesor de Historia, aquella muchacha linda que le dio a la Física y a la Anatomía el tono de una querible humanidad. Y tantos otros…
Pero lo que queda, lo que nos pasa, es el ademán fraterno de los compañeros en aquella odisea libresca de la lección nuestra de cada día. ¡Cuánta razón tenía Don Germán, el portero!. “Vosotros seréis los verdaderos maestros…” Sentíamos la comezón del magisterio. Protestativos, mordaces, hirientes, nos escudábamos en el “yo ficticio” para que no nos arrebataran el “yo auténtico”. Para no dejar de ser nosotros mismos. Si, allí están Victorio, Tota, y Fioravanti mirándonos. Yo sé que no les hemos fallado. Que nuestra generación —sin distinción entre “tragas” y omitidos— respondió a la mejor tradición del normalismo pampeano. Y que, más allá de los reparos, las críticas, los reproches, el disconformismo, estamos orgullosos de nuestra Escuela…

Estas “remembranzas”, con sus “allá lejos y hace tiempo”, quieren ser sencillamente el eco de ese pasado que está presente en la tradición de la Normal. Pero no queremos una tradición de estancamiento, sino una tradición de progreso. ¿Qué quiere decir esto? Ni más ni menos que edificar el futuro “a la luz de los ejemplos”. Nuestra experiencia no puede, no debe caer en saco roto. Corregir para mejorar, transformar lo negativo en positivo, edificar la esperanza (como diría Cleto) está en la entraña del cambio social. Uno piensa en los “Cuadros de Honor” y, con repugnancia, se sacude el hombro de las pelusas de lo inútil. Esa “antipedagogía” institucional —a la que que Lobrot dedica páginas lapidarias—, debe erradicarse. La evaluación da primacía a lo cualitativo sobre lo cuantitativo. No más alumnos-cifra. Basta de “Conceptos que presumen de académicos y de los que se elimina a su protagonista, el educando, para convertirlo en “reo de lesa pedagogía”. Terminemos, por fin, con la taxidermia de los réprobos y los elegidos emplazados en un arbitrario museo estudiantil.
Hace muchos años le dijimos adiós a la Escuela. Hoy vuelvo a ella en la alfombra mágica de su reencuentro. Justamente ahora, cuando mi carrera —comenzada allí mismo, en esa Escuela Normal— toca a su fin. ¿Qué mejor que este retorno, esta peregrinación a la fuente? Es como volver al seno originario en un ex-voto de amor, acaso como “el hijo pródigo” de la leyenda…


“Al trotecito”, óleo. Gustavo A. Gaggero


“Todo lo que quedó“, óleo. Gustavo Gaggero

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