https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2023-270210

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ARTÍCULOS

Sobre el estatuto disciplinar de la educación

About the Disciplinary Statute of Education

Sobre o estatuto disciplinar da educação

Martín Saavedra Campos

Universidad de Chile, Chile

m.saavedrac@uchile.cl

ORCID 0000-0003-2754-1272

Resumen: Tras el debate sostenido alrededor del carácter intertransdisciplinar en la producción del conocimiento en las instituciones educativas contemporáneas, la educación, que tanto bregó por erigirse como una disciplina académica, terminaba nuevamente convocada al tribunal epistemológico. Tal dilema, en cierto modo, reflotó una antigua interrogante en el campo educacional, a saber: ¿cómo es que la educación puede entenderse como una disciplina científica? La pregunta recoge una cuestión fundamental relativa al mérito epistémico de la investigación educacional. Orientados por dar una respuesta a ella, se examina críticamente la noción de disciplina académica, explorando sus exigencias y límites conceptuales. Metodológicamente, la estrategia revisita el concepto de práctica educativa de Wilfred Carr, conectándolo con dos dimensiones epistémicas centrales para la conformación de una disciplina del conocimiento: el lenguaje y el objeto disciplinar. Concluye connotando que tal conceptualización resulta crucial para defender el estatus disciplinar de la educación.

Palabras claves: Educación; Disciplinas; Teoría educativa; Práctica educativa; Filosofía de la educación.

Abstract: After theoretical debate around the inter or transdisciplinary character related to production of knowledge at the contemporary university; Education was again being moved back to the epistemological tribunal. No longer by its condition as a discipline, but due to that the trait of discipline itself faced the institutional demise.

With that dilemma, a former question returned in educational field, namely: how Education might be comprehended as scientific discipline? That question turns out to be essential to ponder the epistemic role of educational research. Oriented to that, the notion of academic discipline is examined, exploring their conceptual requirements and limits. Accordingly, the Wilfred Carr`s theoretical proposal of educative practice is revisited, and connected with two fundamental epistemic dimensions for understanding the meaning of discipline of knowledge: the disciplinary language and object. Finally, it is concluded that the concept of educational practice is crucial to defend the disciplinary status of education.

Keywords: Education; Disciplines; Educational theory; Educational practice; Philosophy of education.

Resumo: Após o debate sustentado em torno do caráter intertransdisciplinar na produção do conhecimento nas instituições educacionais contemporâneas; A educação, que tanto lutou para se firmar como disciplina acadêmica, acabou sendo mais uma vez convocada ao tribunal epistemológico. Tal dilema, de certa forma, reacendeu uma velha questão no campo educacional, a saber: como é que a educação pode ser compreendida como uma disciplina científica? A questão aborda uma questão fundamental sobre o mérito epistêmico da pesquisa educacional. Orientado por dar-lhe uma resposta, examina-se criticamente a noção de disciplina académica, explorando as suas exigências e limites conceptuais. Metodologicamente, a estratégia revisita o conceito de prática educacional de Wilfred Carr, conectando-o com duas dimensões epistêmicas centrais para a conformação de uma disciplina do conhecimento: a linguagem e objeto disciplinar. Conclui insinuando que tal conceituação é crucial para defender o estatuto disciplinar da educação.

Palavras-chave: Educação; Disciplinas; Teoria educacional; Prática educacional; Filosofia educacional.

Recibido: 2022-12-19 | Revisado: 2023-03-27 | Aceptado: 2023-04-08

Introducción

Tras la aproximación teórica de Gibbons (1994), el modelo tradicional de producción del conocimiento al interior de las instituciones universitarias fue incisivamente interpelado. Así, y según el autor, su generación y dinámicas internas habían sufrido transformaciones significativas.         En la actualidad, se reconocerían a lo menos dos esquemas: un modo tipo II, el que emergería en contextos epistémicos inter- o transdisciplinarios, y cuyas características se aprecian en el elevado incremento de la producción científica, la globalización, la masificación de la enseñanza, en el volumen de información y el número de redes de colaboración disponibles, además de los diversos procesos de distribución social del conocimiento. Y un modo tipo I, cuya expresión quedaría reflejada por la concepción clásica de las disciplinas académicas, históricamente vinculadas a la irrupción de la universidad moderna, las que, de algún modo, serían insostenibles para los nuevos tiempos.

Con este panorama académico, resulta plausible pensar en la disciplina de la educación como recibiendo nuevos embates. Concretamente, y hasta hace no mucho tiempo (mediados del siglo XX), la educación lidiaba por erigirse como una disciplina propiamente tal. Las arremetidas venían, a menudo, desde aquellas ya consolidadas (Filosofía, Historia, Psicología y Sociología). Estas últimas comprendían al dominio educacional solo como un campo temático. Por ejemplo, en el instituto de educación (Institute of Education) en UK, se sostenía este tipo de discursos: “La educación no es una disciplina autónoma, sino un campo, como la política, donde las disciplinas de la Historia, Filosofía, Psicología y Sociología tienen aplicación”[1] (Peters, 1963, Citado en McCulloch, 2002, p. 100);

Es claro que la educación es un campo disciplinar, no una disciplina básica; no hay ningún modo de pensar distintivamente educacional; al estudiar educación uno está usando maneras de pensar psicológicas o históricas o sociológicas o filosóficas para iluminar sobre algunos problemas en el campo del aprendizaje humano. (Tibble, 1971b, p. 16)[2] 

A través de estos relatos al menos en el mundo anglosajón, se entendía que la educación[3] no constituía una disciplina del conocimiento.

De hecho, transcurrió un tiempo no menor antes de que su institucionalización académica en los ámbitos universitarios comenzase a impulsar el debate en torno a la cuestión disciplinar. Cuando el asunto ya cobraba fuerza (tal vez a partir de una deflación sociológica del concepto de disciplina que se discutirá hacia adelante), nuevamente se le impugnaba, ahora objetando el fundamento epistemológico general de la actividad disciplinar. Esta vez, se sindicaba que la configuración tradicional de las disciplinas académicas ya no tendría cabida en la universidad contemporánea. La disciplina de la educación resultaba otra vez agredida, en esta ocasión, desde la vereda de enfrente.

Más allá de las implicancias de la tesis de Gibbons, con respecto a lo disciplinar versus inter- o transdisciplinar en la generación del conocimiento, el argumento que se presenta a continuación asume una exigencia de facto: para hablar de inter- o transdisciplina se requiere, y casi como una condición lógicamente necesaria, la presencia previa de una o unas disciplinas. De lo contrario, lo primero no tendría sentido. Enseguida, y considerando esa afirmación, lo que se intentará mostrar y relacionar será: ¿qué significados están implicados en una disciplina del conocimiento? Y, consecuentemente, ¿cómo debería entenderse la disciplina de la educación, en un contexto amplio de ciencia social, afrontando la problemática anterior?

Para ello, se propone una discusión teórica respecto del estatuto disciplinar de la educación comprendida esta última como ciencia social en su propio mérito con el fin de superar la delimitación conceptual basada exclusivamente en criterios institucionales (culturales). En tal sentido, se responde a la pregunta por el valor epistémico asociado a la categoría disciplina, y si ello es alcanzado por la educación de un modo singular. En síntesis, la propuesta debe leerse en clave epistemológica y no sociológica. Dicho esto, lo aquí planteado no defiende que la cuestión epistemológica provee una tesis de suficiencia, sino, más bien, una de necesidad epistémica. Con lo anterior, el plan es el siguiente: en la primera sección, se muestra un enfoque histórico-contextual respecto del origen de las disciplinas académicas. De manera breve y sintética, se expone el estado de asuntos alrededor de la cuestión disciplinar mediante una perspectiva que recoge ribetes históricos y sociológicos. Luego, en la segunda sección, se presenta cómo la noción de disciplina puede comprenderse como un lenguaje característico, y directamente relacionada con la actividad cognitiva de los agentes epistémicos. Específicamente, se ilustra cómo las prácticas epistémicas estarían asentadas en los conceptos disciplinares. Respondiendo a la exigencia epistémica demandada a las ciencias sociales de esclarecer su objeto disciplinar, luego, en la tercera sección, se ofrece una salida al problema previo, la que se articula con el ámbito educacional concebido como una disciplina académica. Finalmente, en la última parte, se reinstala la noción de práctica educativa de Wilfred Carr (1998) con el desafío de sostener el estatuto disciplinar de la Educación, estableciendo el enlace con las dos dimensiones previas: el lenguaje y el objeto disciplinar. Así, se arguye que el complejo concepto de práctica educativa puede constituirse como el objeto de la investigación educacional.

Antecedentes histórico-contextuales

Para comprender el término disciplina, es necesario reconocer a lo menos cuatro de sus hebras teóricas centrales. En primer lugar, la palabra disciplina contiene la idea de discípulo, vale decir, junto a ella se admitirá una implícita o explícita noción de instrucción y transmisión de conocimiento, para el caso: de alguien que sabe hacia un sujeto que aún no. Tal sentido puede ser localizado concretamente dentro de un contexto académico clásico. Segundo, una disciplina puede concebirse como un modelo de entrenamiento sistemático y regular de ciertas habilidades y conocimientos específicos, por ejemplo, el entrenamiento militar. En esa línea, se ha consagrado la típica frase “tener disciplina militar”. En tercer lugar, e imbricada con el lenguaje eclesiástico, se le vincula con la noción de castigo, así, una disciplina supone seguir estrictamente un sistema de reglas y, más importante aún, obedecerlas. Por consiguiente, quien viole las reglas será castigado: disciplinar es castigar. Un cuarto y último sentido emerge desde la noción foucaultiana[4] de sociedad disciplinaria, en donde algunas estructuras institucionales ejercen un control implícito (dispositivos de control) sobre las subjetividades, llegando incluso a naturalizar una visión que anula la voluntad del sujeto (Turner, 2006; Krishnan, 2009). Como se constata, la pluralidad semántica asociada al término disciplina pudiese ser uno de los factores que explican su uso contemporáneo tan diverso, en particular lo que se refiere a definir una disciplina científica.

En el mundo académico, paralelamente, se esgrime que las disciplinas surgen fruto de la fragmentación, parcelación y especificación que fue teniendo el conocimiento a lo largo de la historia. La especialización del trabajo y la creación de un mercado laboral formal, por ejemplo, suelen ser consignados como impulsores del desarrollo disciplinar; ambos demandan habilidades y competencias específicas para el óptimo desempeño de los individuos en los campos prácticos (Wallerstein, 2004). Según sea el caso, y en circunstancias en que tanto consideraciones históricas y geopolíticas (post Primera Guerra Mundial), así como también discusiones epistemológicas heredadas de la modernidad (noción de verdad, racionalidad, método, validez, entre otras), se comenzó a presionar por el desarrollo de ciertas áreas específicas del saber. Al paso del tiempo, estas adquirían distintas identidades institucionales; mientras algunas se concentraban en departamentos de gran tamaño, otras quedaban recluidas en pequeños sectores, con no más de tres o cuatro investigadores abocados a resolver problemas de investigación muy puntuales (Turner, 2017; Becher, 1994).

A diferencia de lo que consuetudinariamente se asume en tanto se considera a las disciplinas como las comunidades académicas universitarias productoras del saber por antonomasia, en sus inicios, la generación de conocimiento no estuvo alojada en instituciones de esta naturaleza. El saber epistémico, por el contrario, era cultivado mediante organizaciones semejantes a una especie de mecenazgo. Así, las familias pertenecientes a la aristocracia financiaban y apoyaban a sujetos, quienes podrían reconocerse como investigadores en la actualidad, cuya gran parte de su vida la dedicaban al estudio de ciertos tópicos especializados. Y, al tiempo que entregaban el patrocinio, se beneficiaban socioculturalmente, dado que las generaciones jóvenes de la familia recibían instrucción, formación y conocimiento respecto de las interrogantes que se discutían en la época. Si pudiese describirse un telos del carácter que ese tipo de relación perseguía, este se sindicaría como un modelo de diferenciación social.

Fue solo a finales del siglo XIX, y comienzos del XX, particularmente con el surgimiento de la Universidad de Humboldt, que la actividad académica adquiere una forma institucional ya más establecida. Organizadas ahora al interior de estructuras sociales formales de educación como las universidades, y compartimentalizadas en departamentos específicos, su tarea estará dedicada a investigar y desarrollar la actividad académica, esto es, fundamentalmente, la producción de conocimiento. Se comenzaban a regir y orientar conforme a sus propios límites disciplinares, los que, en sí, las dotaban de identidad institucional y, en paralelo, les proveían de una guía hacia dónde dirigir las investigaciones próximas. Estos últimos (los límites) eran constantemente deliberados; se requería, por sobre todo, alcanzar la legitimidad de los saberes producidos. Tanto método, teorías, instrumentos, procedimientos y cálculos eran supervigilados con detalle, de manera que cualquier producto resultante fuera correspondido con exactitud con el discurso de la disciplina. Entendiendo este último como la articulación del cuerpo de conocimientos sobre la base de una narrativa común (D’Agostino, 2012; Markovich y Shinn, 2011).

Posteriormente, y mientras poblaban el escenario institucional, comenzaban también a desarrollar procesos de reproducción disciplinar. Esto se refiere al modo a través del cual los saberes y conocimientos producidos al interior de una disciplina se trasmiten a las generaciones futuras, y se abren paso para su permanencia. En esta etapa, la aparición de programas de formación de pre- y postgrado, muy especialmente el nivel doctoral, se constituirá en el motor de la actividad disciplinaria. Su función será explotar y presionar los límites teóricos, amplificar los resultados, modelos, metodologías, explorar estrategias de comunicación interdisciplinar y, finalmente, producir la legitimidad en medio de la comunidad científica (Abbott, 2001; Jacobs, 2017).

Ciertamente, la problematización previa fue explotada por el temprano Kuhn (1962), quien formuló una idea de ciencia precisamente a partir de una actividad disciplinar. En un inicio, utilizó el concepto de paradigma y, luego, el de matriz disciplinar. En su clásica Estructura de las revoluciones científicas (1962), describe a la ciencia como una comunidad epistémica, la que se configura a partir de consagrar e instituir ciertos valores, no todos ellos exclusivamente epistémicos. Esa noción kuhniana terminará enarbolando una visión unificadora respecto al saber disciplinar y ―simultáneamente― permitirá la comunicación interna entre los investigadores que operan allí. Se afirmará que la matriz refleja el hacer de la disciplina y, además, codetermina las miradas científicas válidas para apercibir los fenómenos locales. La convergencia de una disciplina alrededor de un paradigma disciplinar, de algún modo, consuma el establecimiento de un sistema de reglas implícitas que definen las prácticas de los agentes racionales.

La caracterización kuhniana[5], aunque resultaba plausible, no dejó de ser rupturista y, a diferencia de lo que la tradición académica había propugnado previamente: una concepción de las disciplinas científicas como racionales y susceptibles de ser evaluadas con los estándares de la racionalidad formal, Kuhn ahora derribaba ese mito y, a lo sumo, ponía como determinantes de las disciplinas (ciencias factuales, principalmente) factores que solían sindicarse como no epistémicos.

Al parecer, lo que unifica la actividad disciplinar son los problemas prácticos que en ella se entretejen, no su apego a normas de racionalidad formal. A raíz de esto, se señalará que las comunidades científicas se establecen a partir de la aceptación de valores compartidos como: la resolutividad, la simpleza, la explicabilidad y la aplicabilidad que tienen las nociones teóricas para resolver los puzles no resueltos. No habría un principio fundante asentado en un ideal de racionalidad[6] normativa siendo el tribunal que juzga el mérito de las disciplinas, sino más bien una orientación principalmente pragmática.

Resultado de ello, las disciplinas generarán ciertos criterios de validación y legitimación de sus actividades propias. Se ponderará, por ejemplo, en qué medida la coherencia discursiva, la correspondencia con los hechos, la aplicabilidad y el poder explicativo-interpretativo de las teorías pesan al momento de discriminar las bases teóricas y los enfoques que van siendo incorporados y aplicados. Estos valores epistémicos juegan un rol preponderante al momento de aceptar o rechazar las nuevas ofertas teóricas que los sujetos van adquiriendo, conforme va progresando la disciplina.

Habiendo dado una contextualización general del panorama disciplinar, el artículo se mueve hacia dos ámbitos de discusión teórica que resultan fundamentales[7] para la configuración de una disciplina del conocimiento. El primero de ellos concibe a las disciplinas como un lenguaje, es decir, las comprende como una forma de pensar la realidad. Y el segundo las muestra como inescapablemente relacionadas con su objeto disciplinar.

Disciplinas como lenguaje disciplinar

De las concepciones de disciplina científica sugerentes, una de ellas sería comprenderlas como un modelo de lenguaje. De hecho, si se piensa que lo característico de una determinada actividad disciplinar está dado por la presencia de un conjunto de atributos compartidos, parece ser clara la dependencia que las disciplinas tienen hacia los agentes que la componen. En gran medida, una disciplina científica reúne a individuos cuyas orientaciones epistémicas encuentran similitudes, y se hacen manifiestas en las prácticas, los hábitos inferenciales y cuasi inferenciales y, muy especialmente, en el lenguaje de los sujetos que la componen, i.e., en el modo como los individuos se relacionan entre sí y con su mundo. El alcance de lo antes mencionado llegará a relevar la propuesta del lenguaje disciplinar (Donald, 2002).

El argumento anterior asume independiente del mérito de la discusión ontológica del lenguaje un compromiso para significar al agente racional operando en las disciplinas, como capaz de capturar epistémicamente los conceptos fundamentales. Su expresión estará dada porque ellos los utilizan para extender el conocimiento que se produce mediante procesos inferenciales (Nersessian, 2010).

La idea de poseer y aplicar conceptos por parte de los agentes instituye el ámbito en donde descansa la estructura teórica de la disciplina. En otras palabras, un lenguaje disciplinar construye un tipo de coordinación agencial fundada especialmente en la unidad básica del pensamiento: los conceptos[8]. Con ello, se enfatiza que los hábitos epistémicos de las disciplinas principian en un grupo de abstracciones, si se quiere llamar “básicas”, que posibilita a los agentes inteligir y coordinar los fenómenos del campo.

En síntesis, una disciplina fundada en los constituyentes de su lenguaje conceptos advierte y entrega luces acerca de las condiciones de posibilidad y materialidad del pensamiento disciplinar. Posibilidad determinada por las relaciones y la estructura de lo que se puede pensar en su interior, y materialidad porque lo pensado, más allá de la categoría ontológica, da estabilidad y fija los límites teóricos a la actividad de los individuos insertos en ella.

Convendría señalar, de todos modos, que esta perspectiva teórica, de origen cognitivo, considera a los conceptos como una unidad representacional (representación mental), la que suele organizar la experiencia consciente del individuo[9]. Bajo esta premisa, la estructura conceptual refleja la actividad epistémica de los agentes dada la posibilidad de demarcar la experiencia fenomenal básica de los sujetos, así: relevar, organizar y determinar qué tipo de problemas son o pueden ser problemas disciplinares. En este enfoque, el pensamiento conceptual actúa limitando la inclusión o exclusión de un segmento de realidad, a través de un recorte, y definiendo aquello de lo cual esa disciplina se ocupará en específico.

En términos analíticos, el argumento del lenguaje disciplinar como cualidad de la actividad de las disciplinas podría reconstruirse del siguiente modo:

  1. Los conceptos son coextensibles hacia los objetos o propiedades del mundo (realidad).
  2. Los objetos pueden ser asidos o capturados por distintos conceptos, por ejemplo: el pino de la casa de mi abuelo, el árbol de la casa de juventud de mi madre, la casa club de Gonzalo.
  3. El aparato conceptual, comprendido ahora como unidad epistémica básica, constituye la base de los lenguajes disciplinares.
  4. Si se acepta II y III, los conceptos disciplinares expresan rutas epistémicas para delimitar y acceder a los objetos de investigación.
  5. Las disciplinas, mediante su lenguaje disciplinar, reproducen y reflejan un tipo de relación cognitiva que controla y guía las prácticas epistémicas de los agentes racionales.

Las primeras premisas, I y II, suponen un mínimo carácter referencialista del lenguaje. Sin embargo, ninguna de ellas pretende presionar por una lectura ontológicamente fuerte. Por ejemplo, podría asumirse un tipo de noción de concepto fundado en una tesis semántica inferencialista y, aun así, los significados de las estructuras teóricas de las disciplinas reposarían en los contenidos conceptuales de los razonamientos realizados por los sujetos (Brigandt, 2010).

La premisa controversial puede ser la IV, la que descansa en la comprensión, a lo sumo, neofregeana de “concepto”. No obstante, y considerando que las así llamadas ciencias del espíritu no poseen una referencia objetual concreta, IV permitiría incluso atribuir un supuesto carácter proto-ontológico al lenguaje. Ello será discutido en la siguiente sección.

En un segundo nivel, los conceptos disciplinares forman lo que se llamaría la estructura lógica conceptual (Donald, 2002). En este sentido, las disciplinas vertebran el aparato conceptual siguiendo sus lógicas internas, dependiendo de la naturaleza del saber disciplinar. Es así como las relaciones conceptuales empleadas en las ciencias exactas tendrán una lógica más “estricta”, mientras las disciplinas que conforman las ciencias naturales funcionarán mediante la construcción de modelos teóricos, incorporando lógicas más fuzzy, diversos supuestos empíricos o relaciones fundadas en lógicas informales (abducción manipulativa, por ejemplo). Lo anterior determina cómo los agentes, al interior de la disciplina, relacionan, asocian y evalúan sus ideas, así también, cómo estas facultades son comprendidas como hábitos cognitivos, en tanto se replican en los nuevos sujetos que van ingresando al campo de la disciplina.

Este hábito cognitivo surge de la aparición y reproducción de prácticas cognitivas locales, y ello resulta interesante no solo por la cuestión descriptiva asociada a la cognición de los individuos operando en la matriz, sino también porque se plantea como una de las posibles fuentes de origen de inconmensurabilidad cognitiva entre las disciplinas (Bird, 2008, 2012).

El objeto disciplinar

El problema del objeto es tal para el desarrollo disciplinar que muchos de los rótulos a las ciencias, del tipo dura o blanda, teórica o aplicada, abstracta o concreta, etc., aluden de manera directa o indirecta a él. Se señala, por ejemplo, que las disciplinas del conocimiento cuyo objeto se encuentra bien delimitado presentan mayor valoración social; pueden desarrollar mecanismos de comunicación interdisciplinar más eficientes; detentan un estatuto de consolidadas, clásicas o avanzadas, entre otras cualidades. Naturalmente, tras las afirmaciones anteriores, se esconde un supuesto positivista más o menos fuerte, el mismo que juzga a la física, la biología o las matemáticas con el calificativo de disciplinas tradicionales (Follari, 2000).

Cuando se migra hacia las ciencias sociales y las humanidades, el panorama parece diametralmente distinto. En efecto, las así llamadas “ciencias del espíritu” demarcan su campo disciplinar en torno a actividades o formas simbólicas, las que, bajo el escrutinio positivista, no serían validadas. Lo anterior desliza aún, en cierto sentido, la herencia positivista, sobre todo cuando se pretende examinar racionalmente el conocimiento humano y, en este caso, a las disciplinas del conocimiento. Por lo pronto, durante un tiempo, se siguió preconizando que la razón es analizable en sus formas y estructuras, más no en sus contenidos, i.e., puede pensarse algo (categorialmente) solo tras previa impresión sensible de ese algo como condición necesaria. Siempre hay un carácter objetual sobre el cual el pensamiento puede operar.

Dicha tradición exigía que, para pensar el mundo, se requería un contenido mental fenomenal (representacional), el problema de la constitución del objeto disciplinar no resultaba ser baladí, y ofrecía un serio obstáculo a las ciencias humanas. Al margen del conflicto metodológico evidente que padecían muy particularmente cuando intentaban asemejarse al método de las ciencias factuales, la exigencia epistemológica también representaba una relevante barrera.

Una de las vías de superación de este obstáculo ha sido otorgar un carácter concreto a las formas simbólicas en donde discurre la cultura humana (hipóstasis). Las ciencias sociales, genéricamente, conciben sus objetos disciplinares (simbólicos) asumiendo esa característica: el lenguaje, el arte, la sociedad, la cultura, la educación, la mente, la psiquis, etc., no se presentan en un nivel ontológico básico como la materia o la célula; aun así, forman parte de nuestra existencia. Por ejemplo, un filósofo racionalista de la ciencia como Karl Popper (1980) llegó a describir un mundo 3 como un dominio que reúne a tales estructuras simbólicas, y cuya característica era ser actividades eminentemente humanas.

Ahora bien, las salidas al dilema señalado podrían (en general) ser divididas en tres ramas: la primera de ellas es negar que el objeto disciplinar corresponda al distintivo real de una disciplina (las ciencias sociales no constituirían una excepción en ese sentido). Subsecuentemente, lo que caracteriza a una disciplina no es la identidad epistémica advertida a través de su objeto, sino, y más bien, la dimensión no epistémica que gira alrededor de su conformación. Las tesis de Andrew Abbot y Stephen Turner (2001, 2006) van en esa línea, aunque la noción podría extenderse a la investigación sociológica en general. Por lo tanto, bajo esta concepción, lo que caracteriza la actividad disciplinar es la conformación de una comunidad cuyos intereses, presencia y poder institucional, es decir, sus mecanismos internos, garantizan la reproducción social. Clave será la institucionalización académica, constituyéndose en una vía eficiente para desarrollar la replicación y trasmisión del conocimiento a través de sus programas de investigación.

Una segunda alternativa al problema tiene sus raíces en el neokantianismo, sumado al giro hermenéutico provisto por Gadamer en Verdad y Método II (1998). De manera muy sintética, la salida consiste en diluir el problema planteado por Kant en la crítica y, así mismo, tratar el tema del objeto como indisolublemente ligado al carácter no solo epistemológico, sino ontológico del dominio simbólico y, más específicamente, la cultura. Gadamer, en el texto anterior, refiere al filósofo neokantiano Ernst Cassirer de la siguiente manera:

Cassirer partió del supuesto que el lenguaje, el arte y la religión son representación, es decir, manifestación de algo espiritual en algo sensible (…) Estas formas simbólicas son una configuración del espíritu en la temporalidad fugaz del fenómeno sensible y representan en ese sentido el centro unificador, al ser tanto un fenómeno objetivo como una huella del espíritu. (1998, p. 76)

La cita asume el carácter representacional del objeto de la cultura y, enseguida, concibe a tal representación como constitutiva de un fenómeno transensible, el que posibilita la comprensión humana. Lo sensible, apoyado en la temporalidad del pensamiento (espíritu), transmuta, haciéndose un fenómeno objetivo.

Desde luego, puede leerse un supuesto conceptualista en el párrafo previo. En el entendido de que, y como lo abordaba Kant, siempre una entidad fenomenal deberá construirse sobre una estructura conceptual primitiva y esta, finalmente, permitirá la gestación del fenómeno (2018, B161). No obstante, lo ciertamente interesante del giro hermenéutico es que tal teorización aplicará tanto para las ciencias factuales (físico-naturales) como para las ciencias humanas. Como se aprecia, entonces, el problema del objeto disciplinar de las ciencias sociales se disuelve, en parte porque el supuesto ontológico inicial de las ciencias fácticas no es tal, y no estipularía una exigencia epistémica real.

Finalmente, la tercera vía propone un nivel intermedio. En consecuencia, lo que define a las disciplinas son tanto sus dimensiones epistémicas (objeto, método, teorías, etc.) como factores no epistémicos (organización institucional, revistas especializadas, financiamiento, presencia de programas de postgrados, entre otras). Ambas hebras serán cruciales para el desarrollo, progreso y proyección de la actividad disciplinar. Así, se describirán casos en donde espacios teóricamente híbridos con objetos disciplinares difusos tienen una presencia notable en ámbitos académicos universitarios, tales como: estudios postcoloniales, bioética, ciencias cognitivas, estudio de género, etc. Contrariamente, disciplinas con larga tradición académica, epistemológicamente maduras (con nítida delimitación de su objeto), pero con escasa institucionalización y casi extinguiéndose, a saber: las artes medievales, algunas humanidades, filología, solo por nombrar algunas.

Cualquiera sea la estrategia argumentativa para defender el objeto disciplinar de la educación como ciencia social, parecería inevitable responder al escenario epistemológico antes expresado. Además, no debería comprenderse que la barrera conceptual descrita en los párrafos anteriores implica colapsar o paralizar la investigación educativa naturalista o, lisa y llanamente, impugnar su carácter disciplinar.

En la sección final, se propone la alternativa a los dos temas tratados arriba. Luego, el lenguaje y el objeto disciplinar son conectados con la noción de práctica educativa, señalando a esta como el elemento teórico nuclear para comprender el carácter disciplinar de la educación.

La disciplina de la educación y la práctica educativa

Para la educación, llegar a ser clasificada como una actividad disciplinar no resultó nada sencillo. En rigor, fue solo en el siglo XX que se instituyó como una disciplina en su propio mérito. El origen geográfico, la tradición histórica y la cultura (europea, mayormente) desde los cuales se realiza el análisis teórico determinan el lugar que ocupa la educación en las sociedades contemporáneas (Biesta, 2011; Bengtsson, 2006).

En la tradición anglosajona, por ejemplo, se concebía más bien como un objeto de estudio investigado por cuatro disciplinas tradicionales: la historia, filosofía, sociología y psicología estaban destinadas a describir, explicar y orientar el desarrollo del campo educativo. Así, y en momentos en que se pensaba la educación como una actividad eminentemente normativa, recibía una mayor orientación proviniendo de la filosofía de la educación. En otros instantes, donde el aprendizaje (o la enseñanza-aprendizaje) se percibía como el objeto de la educación, era guiada por la investigación psicológica. El caso del enfoque sociológico vino a ser el resultado de la constitución de la sociología como una ciencia social institucional. En ese sentido, los trabajos de Auguste Comte y Émile Durkheim premunían de la necesidad de un enfoque positivista que precisara el aparato conceptual y metodológico, emulando al de las ciencias naturales (Bridges, 2006, 2013).

Un asunto inescapable de cualquier teorización del fenómeno educativo bajo cualquier tradición académica sigue preguntando por el objeto disciplinar. Este último aún provoca debate teórico. Fordham (2016), en su artículo en donde discute la tesis de Alasdair MacIntyre respecto del estatuto disciplinar de la enseñanza, expresa lo siguiente: “Más que definir disciplina por las actividades académicas universitarias, quizás es mejor definir una disciplina por el conocimiento a la cual la disciplina concierne”[10]. Y luego, un párrafo más abajo, señala:

Primero, una disciplina debe relacionarse en sí misma con un objeto de estudio particular. Segundo, una disciplina en algún punto debe representar la culminación presente de una tradición al estudiar el objeto de estudio. Tercero, tal la tradición debe proveer el presente de la disciplina, así como un conjunto de reglas, métodos o aproximaciones mediante las cuales aquellas preguntas podrían ser respondidas[11]. (2016, p. 425)

Como se describe en este texto, y como la reciente cita de Fordham lo indica, las disciplinas por sobre su caracterización sociológica han de definirse también en función del tipo de tarea académica e intelectual que realizan. Al respecto, las disciplinas se reconocen por el conocimiento que producen de un determinado objeto de investigación: ¿cómo lo problematizan?, ¿qué métodos justifican?, ¿qué enfoques aceptan?, serán respuestas determinantes para defender su mérito académico. La educación, desde luego, no se exime de tal demanda epistémica.

Ahora bien, del hecho de que resulte complejo definir el objeto de la educación, no se sigue que no deba construirse un suficiente marco conceptual para delimitar la actividad disciplinar que le subyace. Tampoco y como cuestión de facto debe naturalizarse el fenómeno sin suficiente control racional, ensombreciendo y ocultando las interrogantes teóricas que estructuran el desarrollo de toda disciplina científica[12].

Una de las propuestas que resulta especialmente atinente para abordar este problema, y que se pretende destacar, es la del filósofo británico de la educación Wilfred Carr. A continuación, se muestra la arquitectura conceptual de su tesis. En ella, la noción de práctica educativa se constituye en el objeto de la investigación educacional, entregando luces de cómo y por qué la educación adquiere un carácter disciplinar.

Inicialmente señala Carr, debe atenderse al problema conceptual. Así, e históricamente, el concepto de práctica se ha comprendido (de modo equívoco) desde tres ángulos en el ámbito de la educación:

  1. La práctica como un concepto mutuamente excluyente respecto de la teoría educativa.
  2. La práctica como una actividad dependiente de la teoría educativa.
  3. La práctica educativa como el núcleo de la teoría. Con esto, la práctica adquiere un carácter de condición necesaria para la elaboración de un sistema teórico.

La propuesta de Carr arguye en contra de i, ii y iii, atendiendo a la crítica conceptual y reformulando el significado de una práctica (Carr, 1983, 1987, 1995).

Un primer punto respecto de la noción de práctica necesita recomprenderse. Desafortunadamente y desde la modernidad en adelante, se ha declarado la existencia de una especie de divorcio irreconciliable entre los conceptos de teoría y práctica, ello terminó permeando la reflexión situada en el campo educativo. De la primera (teoría), se enfatiza su orientación hacia la búsqueda de generalizaciones, abstracciones de carácter universal y atemporales, con mayor o menor dependencia de restricciones contextuales. La práctica, en cambio, suele identificarse con realidades concretas, situadas en contextos específicos, temporalmente delimitados; con frecuencia, mediatizada por las condiciones socioculturales y la historicidad, por nombrar solo algunas de sus características. Lo cierto es que enfatizar en el carácter disyuntivo de la práctica como siendo no-teórica y la teoría como no-práctica subestima, distorsiona y excluye lo que efectivamente realizan los individuos envueltos en prácticas educacionales. Estos últimos, de manera consistente, guían sus acciones sobre la base de elementos teórico-pedagógicos, principios éticos, enfoques curriculares, etc., entre muchas nociones generales. Por consiguiente, sería infundado pensar que el agente educativo, en tanto es agente en una práctica, puede encontrarse desprovisto de sustancia teórica[13] (Carr, 1995, 2007).

Para el caso de ii, se sostiene que la diada virtuosa en educación se genera comúnmente a partir de concebir la “buena” práctica educativa, solo si ha de ser regida por una teoría educativa singular que la fundamente. Incluso, en esa misma línea, se ha apelado hasta a la tesis de Quine (Ladden theory), indicando que ninguna práctica pedagógica podría enactuarse al margen de una teoría subyacente. Ocurrirá, por lo tanto, siempre una manifestación explícita o implícita de la carga teórica (Carr, 1995).

Obstará decir que, aun cuando la relación entre los dominios práctico y teórico puede entrelazarse profusamente, ambos continúan siendo dimensiones fenoménicas distinguibles para el agente educativo. El conflicto parece, entonces, que al menos bajo esta segunda lectura tal diferencia sería solo aparente. En otras palabras, el dominio de la práctica no poseería en su núcleo una distinción central respecto del plano teórico y, a lo sumo, sería solo un asunto de matices casi indiferenciables. Si ese fuese el caso, aún un problema mayor persistiría. En efecto, si las “buenas” prácticas educacionales son por naturaleza fundadas y guidas por teoría educativa, el obstáculo epistemológico para la investigación educativa sería relativamente sencillo de resolver. Bastaría con investigar, al estilo ciencias factuales, cuál es la teoría que mejor explica (inferencia a la mejor explicación, por ejemplo), la que menos polaridades produce, la más económica, que mayor aplicabilidad alcanza, etc., para el campo. Sin embargo y aquí el punto sensible, por un lado, un enfoque en esa dirección naturaliza el fenómeno educativo, despoblándolo del carácter sociohistórico que posee, y estrechándolo hacia una comprensión sincrónica. Y, más aún, la actuación pedagógica presupondría que los agentes educativos gobiernan sus acciones bajo la adopción de una teoría en particular, lo que nuevamente, en escala, nos lleva al problema reflejado en ii.

El caso de iii puede leerse como un resultado del impacto que tuvo el empirismo británico sobre el análisis del dominio científico en general. Esto último se le atribuye a la influencia del trabajo de Gilbert Ryle en The Concept of Mind (1949). En ese texto, el pensador inglés arremete contra el racionalismo cartesiano, subrayando la primacía de un materialismo físico (cuerpo) por sobre lo ilusamente llamado mental (sustancia mental). Como consecuencia, cualquier enfoque teórico que apunte a explorar sistemáticamente las actuaciones o desempeños cognitivos debe remitirse con exclusividad a las conductas observables. Son estas últimas las que revelan el “saber qué” y “saber cómo”, y sobre ellas descansa la única posibilidad de producir intelecciones admisibles respecto de la cognición humana. Por lo tanto, las prácticas pedagógicas deben entenderse como nada más que las acciones concretas realizadas por los sujetos insertos en espacios educativos, y cuya finalidad se hace patente al verificar los resultados visibles que ellas denotan. Cualquier reflexión que ocurra fuera de ese universo empírico de acciones estará destinada al fracaso y terminará produciendo discusiones que heredan el equívoco supuesto cartesiano. Para infortunio de Ryle, y como pudo constatarse en la década de los 70 en la investigación educativa norteamericana, ese lugar hegemónico dado a la conducta en la disciplina de la educación produjo resultados muy insatisfactorios (Fenstermacher, 1984).

Nervi (2007) discute también el problema epistemológico que surge al comprender la educación como un dominio técnico, y a partir de teorías naturalistas importadas desde la ciencia social (lo denominado pedagogía experimental). La tesis de Nervi, sin embargo, presenta dos asuntos que convendría poner a la vista: por un lado, supone un ascenso semántico en donde la educación se distingue de la pedagogía, lo que, como estrategia analítica, no queda exenta de dificultades y, por otro, concibe la noción de práctica pedagógica en un sentido inconsistente con el concepto clásico de práctica. En pocas palabras, comprende a la práctica como una poeisis. Exponer esta distinción teórica resulta vital para el tratamiento del objeto educativo.

¿Cuál será la respuesta a estas barreras, que permite comprender la práctica educativa como el objeto disciplinar de la educación? La propuesta es reconceptualizar la práctica. Una práctica no es simplemente una actividad orientada por un fin singular, ni tampoco puede comprenderse como una mera acción técnicamente guiada. A diferencia de lo interpretado desde la modernidad en adelante, el concepto tiene sus complejas raíces en la filosofía de Aristóteles.

Carr (1995) muestra cómo la práctica se concibe en el mundo griego, específicamente en la filosofía del estagirita. Muy diferente a lo que se cree, una práctica no es una acción orientada a un fin determinado. Ello no significa que las prácticas no tengan un necesario conocimiento técnico relativo a su efectividad, sino que este último, la techné (saber técnico), no es la condición suficiente para definir una práctica. Los ejemplos dados por Aristóteles refrendando lo anterior suelen ser: construir un barco, sembrar la tierra, hacer herramientas, construir una casa, entre otras, las que, siendo actividades distintivamente técnicas, no constituyen prácticas. Nótese que cada una de ellas se desarrolla en el dominio de la acción y, aun así, no constituyen prácticas.

Una práctica, distinta de una techné, no posee un fin externo a ella. En tanto se realiza, se constituye y justifica, y el hecho mismo de llevarse a cabo revela su naturaleza y carácter. Una práctica no se hace, en el sentido de fabricar o manufacturar cosas u objetos concretos, se manifiesta y emerge como una actividad genuinamente humana, porque en sí misma está orientada por un bien moralmente meritorio: una noción de rectitud y virtud. No puede, por este motivo, desligarse de su valoración en sí misma. En la medida en que “es”, está revelándose internamente su orientación moral.

Enseguida, no persigue un fin externo a ella, no puede (luego) comprenderse mediante un modelo de racionalidad instrumental (de medios y fines). A diferencia de ese modelo[14], una práctica destaca lo insuficiente de reconocer los medios efectivos para lograr la meta. Ello, por dos motivos: primero, contempla que la meta en sí se presenta con la práctica y se muestra con ella. Segundo, y más importante ―se sigue del primero―, no existe tal meta u objetivo fuera de la práctica misma. Con el propósito de ilustrar el concepto, considérese lo desarrollado a continuación.

El caso puede ser comprendido en el contexto de la tradición investigativa conocida como “Educación basada en evidencia”. Supongamos que un determinado aprendizaje B se obtiene a partir de X acciones del profesor. Agreguemos también que se tiene una justificación epistémica basada en una inferencia estadística (apropiada) de que el evento B ocurre a partir de X, con probabilidad cercana a 1. Es decir, una acción clasifica como “pedagógicamente efectiva” si, para la búsqueda de B, se utiliza X como medio. Solo con el propósito de hacer evidente la proposición, considérese X como: “el docente debe saludar antes de empezar la clase”. Tras un análisis fundado en el sentido señalado, no podría afirmarse que el caso corresponde a una práctica educativa, sino simplemente a una poiesis: una acción orientada por una racionalidad instrumental, la que eficientemente logra su meta. Así, se tiene que los fines orientados por poiesis son conocidos previos a que sean alcanzados por los medios empleados y, por este motivo, solo será necesario evidenciar cuál o cuáles de ellos consuman la meta de mejor manera. Contrariamente, una práctica exigiría que B emerja durante la actividad práctica misma, porque corresponde a un bien humano y un ideal de corrección en sí mismo, posee un contenido de eticidad. En esa línea, sería imposible sustraerle el carácter crítico-reflexivo a una práctica, ya que ella se da en el marco de su autoapreciación moral. Por consiguiente, no tiene (ni podría tener) un carácter ideológico neutral para la producción de sus objetivos. Si se quiere buscar una correspondencia contemporánea, la práctica daría cuenta de una propiedad emergente (en un lenguaje de sistemas) que se manifiesta en su realización misma compuesta de un núcleo de eticidad.

De lo anterior, se despende que una práctica es una actividad doblemente ética; moralmente guiada y lograda a través de una acción moralmente deseable. Carr (1995), siguiendo a Aristóteles, arguye que la educación ejemplifica lo que una práctica es.

McIntyre, por otro lado, afirma también que el sentido de una práctica emerge toda vez que se realiza. Luego, señala que, mediante el ejercicio de la práctica, los bienes producidos mediante un modelo de racionalidad técnica (con ello, reconoce la necesidad de habilidades instrumentales) son extendidos para ser valorados como actividades humanas. Estos bienes corresponden a bienes internos, vale decir, lo que se da y tiene la práctica en sí. Para McIntyre (1985), la educación es una práctica por cuanto corresponde a una actividad estrictamente humana y de orientación moral, así sea comprendida desde sus propósitos, o desde el lugar que ocupa en la formación del ser humano.

Un teórico educacional contemporáneo, aunque su argumento no se liga directamente con la noción aristotélica de práctica, es Gert Biesta (2011, 2014a, 2014b, 2020). Brevemente, su tesis busca revitalizar la discusión educacional, intentando removerla de su férreo vínculo con el modelo instrumental, y empapándola de contenido político y normativo. Al igual que la filosofía educacional de Carr, Osberg y Biesta (2020b) identifican a la educación como una actividad humana. En esa línea, han argumentado en contra de la idea de entender la educación como un concepto reducido a la enseñanza, el aprendizaje y el currículo. Así, entonces, han defendido la cuestión educacional como una dimensión de índole simbólica que surge como fenómeno emergente a partir de la ontologización de tres dominios: un nivel epistémico, un nivel político y un nivel individual. La complejidad del fenómeno educativo como objeto disciplinar ocurre, entonces, como resultado de una interacción no lineal y compleja entre esas tres dimensiones, las que se materializan a través de comprender: el conocimiento como una virtud cognitiva, una vida colectiva sostenida mediante un diálogo democrático y la promoción de una individualidad como un espacio de expresión autónoma y consciente. Es de notar que estos tres sentidos, al igual que el concepto de práctica, quiebran el enfoque analítico conceptual tradicional, en tanto los tres son entidades con sus propios espacios relacionales y su moralidad interna. Lo interaccional se complejiza, dado que se tiñe de sí y con los otros dominios, produciendo un nivel de complejidad simbólica creciente.

Dicho lo anterior, podría impugnarse que el análisis del fenómeno educativo desde una perspectiva disciplinar no muestra con suficiente precisión lo que una práctica sería. Sobre todo, cuando se contrasta el significado clásico de práctica educativa con el enfoque orientado por el análisis del objeto y el lenguaje, como lo propuesto en los apartados previos. Estos últimos ponen de relieve la cuestión epistémica, estrechando la connotación moral contenida en el concepto de práctica: cómo, luego, la disciplina de la educación dialoga con la práctica educativa incorporando esa arista para su definición.

La noción de práctica educativa contiene dentro de sí la exigencia de la reflexión teórica. Ello exige mantener una discusión sistemática respecto de los medios que utiliza para alcanzar los fines que persigue. En ese sentido, y como se espera de cualquier ámbito investigativo, los supuestos deben ser confrontados continuamente; la pregunta por el sentido de la educación en una sociedad capitalista contemporánea no podría (por ejemplo) quedar al margen de la investigación educacional, dado que ella condiciona los modelos de producción y reproducción del conocimiento. Del mismo modo, los problemas asociados a la instrumentalización del fenómeno educativo, entendido este como una cuestión curricular o del aprendizaje, tampoco pueden excluirse del debate en el campo. Al abrir una investigación educacional con orientación hacia la práctica educativa, se supera la discusión epistémica estrecha, ahora superponiendo cualidades deontoepistémicas, propio de los objetos disciplinares de las ciencias humanas y de la educación (Carr, 2007).

Sumado a ello, al concebir a la práctica educativa como el objeto disciplinar de la educación, se reconoce la presencia del agente educativo como elemento central del fenómeno. Se comprende a este último como inserto en las complejas redes simbólicas del lenguaje; luego, la práctica educativa emerge como un fenómeno relacional entre los agentes, cuyas narrativas y discursos asumen posiciones epistemológicas, éticas, subjetivas y políticas que muestran la temporalidad y espacialidad del objeto.

Al relevar el dominio simbólico precedente, la práctica deviene en precisamente esos conceptos que los individuos usan para habitar el espacio educativo. De hecho, la educación se revela en la habitual polisemia, vaguedad y conflicto de interpretaciones presentes en su campo, cualidad propia de los objetos simbólicos complejos, en especial aquellos que son abordados desde aproximaciones disciplinares diversas. Como se sostuvo, el espacio educacional constituye un lenguaje disciplinar complejo, en parte, porque cada una de las estructuras teóricas de las disciplinas que lo investigan contiene modos y formas de apercibir sus fenómenos locales. La aplicación de términos teóricos con variados grados de opacidad referencial termina generando una semántica que no se captura a partir de lógicas de primer orden. Luego, el desafío crucial será rescatar el objeto de la investigación educativa del reduccionismo de las miradas locales, buscando superar cualquier intento de naturalización sin su consecuente enfoque crítico-conceptual.

Con especial atención, deberá considerarse que el objeto disciplinar de la educación, reconocido a través de la práctica educativa como fenómeno, no advierte sus fines externos él, de hecho, no se conocen a priori, ni están o vienen “dados”; por el contrario, se entretejen y emergen en medio del intrincado lenguaje disciplinar de los agentes educativos, con toda la carga teórica que ello implica. Estos siempre precisarán de la constante revisión conceptual.

Últimamente, el plano de la investigación educacional no puede evitar la discusión respecto del sentido y los fines educacionales, ya que solo mediante esa ruta se atiende coherentemente a la complejidad de su objeto. Enseguida, no será suficiente resolver el número de saludos que el profesor tiene que realizar al iniciar su clase, sino deliberar reflexivamente acerca del mérito y significado que tiene el saludo comprendido como una acción humana.

Conclusión

El artículo examinó el estatuto disciplinar de la educación, buscando superar la exigencia epistemológica clásica demandada a las disciplinas científicas. Así, y tras describir el contexto histórico de las disciplinas del conocimiento, se problematizó a través dos de sus elementos constitutivos: el lenguaje y el objeto disciplinar. Mediante una estrategia argumentativa basada en la tesis de Carr (1995), se sostuvo que la práctica educativa permite defender el carácter disciplinar de la educación. En esa línea, se arguyó que la idea de práctica presenta dos cualidades conceptuales que la justifican como el objeto de la educación: en primer lugar, no es reducible a una técnica, en consecuencia, no es inteligible sobre un modelo de racionalidad instrumental. En ese sentido, no admite una lectura exclusiva de medios y fines. Y, en segundo término, el concepto de práctica sobrepasa el análisis conceptual tradicional, esto se traduce en la manifestación concreta de una actividad cuya moralidad interna y complejo tejido de interacciones simbólicas quedan insertos en las redes relacionales de los sujetos inmersos en los dominios educativos. Esto último es lo que hace difícil la naturalización del fenómeno.

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Mariposas nocturnas, técnica mixta. Adriana Chavarri 

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Notas

[1] Traducción por parte de autor.

[2] Traducción por parte de autor.

[3] En lo sucesivo, el concepto de educación al que el texto se referirá corresponde a la disciplina académica que estudia el fenómeno educativo, es decir, entiende la educación como una ciencia social. Agradezco a un juez por indicarme que señale explícitamente esta posición.

[4] Agradezco a un evaluador, quien sugirió que esta hebra está asociada a las dinámicas del poder. En este sentido, una disciplina se institucionaliza toda vez que un cierto tipo de interacciones asimétricas de poder establecen y determinan patrones conductuales; el plano epistémico no sería la excepción.

[5] Un árbitro señaló que, anterior a Kuhn, tanto Merton y, previamente, Mannheim habían discutido acerca del ethos científico en relación con valores compartidos. La indicación es temporalmente correcta, sin embargo, la lectura kunhiana que se presenta en este texto es epistemológica y no sociológica. Si se pretende explorar la arista aquí señalada, Cf. Bird (2000) y el prólogo de Ian Hacking (ensayo preliminar) a la cuarta edición de La estructura (2013).

[6] Por cierto, Kuhn ve la condición alética como una característica distintiva de la racionalidad, además de gobernarse por los principios de la lógica clásica (proposicional, de primer orden y con identidad). En parte, por esta razón, Kuhn fue tildado por muchos filósofos de la ciencia como de “relativista” y, en último caso, fue acusado de sindicarle a la ciencia un carácter de empresa irracional.

[7] Un evaluador señaló que no alcanzaba con los dos elementos propuestos, a saber: lenguaje y objeto disciplinar, para la formulación teórica de una disciplina académica. Al respecto, es importante no confundir la distinción lógica entre una tesis de necesidad con una de suficiencia epistémica. El artículo aquí presentado no plantea la segunda, por lo tanto, no se arguye que la mera presencia de un lenguaje y el objeto son los unívocos determinantes de las disciplinas científicas.

[8] No es el interés del artículo entrar en un debate filosófico respecto a la ontología de los conceptos. Para efectos prácticos, un concepto será considerado siguiendo la perspectiva cognitiva, es decir, una representación mental. Si se quiere explorar más profundamente el problema, Cf. Peacocke (1992).

[9] La afirmación, indudablemente, no es filosóficamente neutral. De hecho, bajo una lectura kantiana, los conceptos no tienen una función únicamente cognitiva/epistémica. El kantianismo defenderá un conceptualismo primitivo y señalará que las estructuras conceptuales dan un mínimo control y detención de la experiencia fenomenal. De lo contrario, sin ellas, las unidades de espacio y tiempo resultarían inmanejables para el agente racional; este último terminaría siendo incapaz de configurar la experiencia consciente (Kant, 2018, B161).

[10] Traducción por parte de autor.

[11] Traducción por parte de autor.

[12] No es interés del articulo abordar en profundidad este tópico. Sin embargo, y como se ha discutido en extenso, uno de los tantos problemas que genera la naturalización del fenómeno de la educación sin la suficiente discusión teórico-crítica subyacente conduce a estrategias del tipo “Educación Basada en Evidencia”, con todas las consecuencias sociopolíticas que un enfoque de esa índole produce para el campo educativo. Particularmente, pauperizar el debate acerca del sentido, propósito y fin de la educación. Cf. Biesta (2006, 2010).

[13] En este punto, es relevante considerar que Carr está pensando en el concepto aristotélico de práctica. En la última sección del artículo, se atiende a este tema. Agradezco a un juez por indicarme señalar el asunto.

[14] Un esquema clásico de racionalidad de medios y fines puede analíticamente ser comprendido como: si un sujeto “S” cree que B es un medio para realizar A, y además tiene la intención de hacer A, entonces tiene la intención de hacer B (obviamente, B es un medio al alcance de “S”).