https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2023-270211

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ARTÍCULOS

De la pedagogía de la crueldad a una pedagogía crítica, feminista y decolonial. Repensar el lazo social a partir de Rita Segato

From the pedagogy of cruelty to a critical, feminist and decolonial pedagogy. Rethinking the social bond from Rita Segato

Da pedagogia da crueldade a uma pedagogia crítica, feminista e decolonial. Repensando o laço social a partir de Rita Segato

Mercedes Molina Galarza

Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

mmolina@mendoza-conicet.gob.ar

ORCID 0000-0001-7099-9225

Resumen: Las pedagogías críticas latinoamericanas buscan formar sujetos capaces de comprender y transformar sus realidades sociales, con horizontes políticos más democráticos y equitativos. El feminismo decolonial, por su parte, analiza la histórica configuración de las sociedades colonizadas, devenidas modernas, capitalistas y patriarcales. El presente ensayo se propone buscar puntos de encuentro entre las pedagogías críticas y el feminismo decolonial, considerando especialmente los aportes de Rita Segato. Sus nociones de “mandato de masculinidad” y “pedagogía de la crueldad” revelan procesos sociales de naturalización de una creciente violencia contra las mujeres, que impactan sobre el conjunto de la vida social. Conocer las consecuencias de la pedagogía de la crueldad en el lazo social es clave para la perspectiva de las pedagogías críticas, en un momento histórico en el cual parece avecinarse un cambio de época y es fundamental sostener los acuerdos democráticos logrados hasta el presente.  

Palabras clave: Pedagogías críticas; Feminismos; Colonialidad del poder; Pedagogía de la crueldad; Lazo social

Abstract: Latin American critical pedagogies seek to train subjects capable of understanding and transforming their social realities, with more democratic and equitable political horizons. Decolonial feminism, for its part, analyzes the historical configuration of colonized societies, which have become modern, capitalist and patriarchal. This essay aims to find meeting points between critical pedagogies and decolonial feminism, especially considering the contributions of Rita Segato. Her notions of "mandate of masculinity" and "pedagogy of cruelty" reveal social processes of naturalization of a growing violence against women, which impact on the whole of social life. Knowing the consequences of the pedagogy of cruelty for the social bond is key to the perspective of critical pedagogies, at a historical moment in which a change of era seems to be approaching and it is essential to sustain the democratic agreements achieved to date.

Keywords: Critical pedagogies; Feminisms; Coloniality of power; Pedagogy of cruelty; Social bond

Resumo: As pedagogias críticas latino-americanas buscam formar sujeitos capazes de compreender e transformar suas realidades sociais, com horizontes políticos mais democráticos e equitativos. O feminismo decolonial, por sua vez, analisa a configuração histórica das sociedades colonizadas, que se tornaram modernas, capitalistas e patriarcais. Este ensaio visa encontrar pontos de encontro entre as pedagogias críticas e o feminismo decolonial, especialmente considerando as contribuições de Rita Segato. Suas noções de "mandato de masculinidade" e "pedagogia da crueldade" revelam processos sociais de naturalização de uma violência crescente contra as mulheres, que impacta toda a vida social. Conhecer as consequências da pedagogia da crueldade para o vínculo social é fundamental para a perspectiva das pedagogias críticas, em um momento histórico em que uma mudança de época parece se aproximar e é essencial sustentar os acordos democráticos alcançados até hoje.

Palavras-chave: Pedagogias críticas; Feminismos; Colonialidade do poder; Pedagogia da crueldade; Laço social

Recibido: 2022-11-27 | Revisado: 2023-03- 18 | Aceptado: 2023-03-31

Introducción

Al interior del campo de estudios de la sociología de la educación, se recorta un amplio abanico de temas de indagación, reflexión y debate. Las trayectorias educativas de estudiantes de distintos orígenes sociales, el impacto de las jerarquías sexogenéricas y raciales en la educación, las limitaciones que la docencia enfrenta y las apuestas que realiza, las posibilidades que abre la escuela para que les estudiantes puedan transformar sus presentes y construir mejores proyectos de futuro son solo algunas de las múltiples problemáticas que más interés han suscitado en las últimas décadas. En la cotidianeidad de las escuelas localizadas en barrios populares, en los centros educativos a los que asisten personas jóvenes y adultas, en las escuelas rurales, así como en aquellas con mayoría de población no hispanohablante, migrante o descendiente de pueblos originarios, se ven reflejados los conflictos y desigualdades vigentes en nuestra sociedad, pero, también, las ansias de transformación socialmente compartidas.

Dentro de la sociología de la educación, el enfoque sobre el cual deseo detenerme es el de las pedagogías críticas (de Ibarrola, 1994; Cabaluz-Ducasse, 2016). Su objeto de estudio son aquellas prácticas de enseñanza y modalidades de producción de sentido que resisten a la reproducción de las desigualdades sociales, raciales, de género y clase social, así como a otras formas de injusticia, en los ámbitos educativos. Las pedagogías críticas pueden definirse como aquellas reflexiones, interpretaciones y prácticas de enseñanza que buscan formar sujetos capaces de comprender y transformar sus realidades sociales, buscando alcanzar mejores condiciones de vida, en sociedades más justas, democráticas y equitativas (Molina, Melonari y Maselli, 2018). En América Latina, sus antecedentes se remontan hasta, por lo menos, el siglo XIX, con la obra Sociedades Americanas de 1828, de Simón Rodríguez (2018). Desde entonces, han sido numerosos y significativos los aportes a una pedagogía de vocación latinoamericanista, popular y liberadora (Puiggrós, 1998, 2010; Cabaluz-Ducasse, 2016), que encuentra otro hito en la segunda mitad del siglo XX, con la propuesta absolutamente trascendente de Paulo Freire (1995, 1996, 1997). Dando continuidad a la perspectiva freireana, las pedagogías críticas latinoamericanas han otorgado un lugar central a los sujetos que se educan (Cabaluz-Ducasse, 2016). En los países centrales, las pedagogías críticas se identifican con la “pedagogía radical” y las “teorías de las resistencias” (Giroux, 2003) y tienen, entre sus antecedentes, a la teoría crítica de la escuela de Frankfurt y la propia obra freireana. Estas corrientes han procurado desarrollar alternativas reales y efectivas de trabajo en el aula, para poner a la educación al servicio del cambio y la democratización social (Giroux, 1990, 2003, 2013; Apple, 2015; McLaren, 2012; de Ibarrola, 1994).

La educación para la democratización social es una construcción siempre en curso, en la medida en que la democracia como forma de vida es más un proyecto político que un objetivo alcanzado. Aportes significativos en el ámbito de la educación para la democracia son, entre muchos otros, los trabajos de Tedesco et al. (1983), Rigal (2008), Sacavino (2015), Siede (2017), Di Franco et al. (2017). Es importante destacar que, para estos enfoques, toda educación es política, tal como la concibió Freire (1996), en la medida en que requiere la toma de posición frente a los problemas sociales de cada momento.

En Argentina, existe una vasta tradición investigativa que no necesariamente se inscribe dentro de las pedagogías críticas, pero se ha orientado al análisis de las desigualdades educativas como correlato de la desigualdad social y a la búsqueda de alternativas que puedan contrarrestar esas formas de injusticia en el sistema educativo (Puiggrós, 1998, 2010; Dussel, 2005; Fainsod, 2006; Brusilovsky, 2006; Tenti Fanfani, 2007; Miranda, 2010; Kaplan, 2008; Rodríguez, 2008; Terigi, 2009; Tedesco, 2012; Cabaluz-Ducasse, 2016; Morgade, 2016; Molina, Melonari y Maselli, 2018; Molina Galarza, 2015, 2019, 2021). Desde el punto de vista filosófico, en buena parte de estos trabajos, puede reconocerse la presencia de un “pesimismo esperanzado”, que se expresa en la expectativa de que la educación puede construir condiciones de posibilidad para vivir mejor (Molina Galarza, 2021).

Por otra parte, en las últimas tres décadas, la perspectiva de la colonialidad del poder de Aníbal Quijano (1992, 1999, 2000, 2011) y los posteriores aportes del feminismo decolonial (Lugones, 2008, 2021; Segato, 2013, 2016, entre otras autoras) han desarrollado un marco analítico para comprender de manera compleja el lugar de América Latina en el sistema de relaciones de poder mundial. Retomaré algunos elementos centrales de estas cuestiones en los apartados siguientes. En el terreno educativo, los primeros trazos para una pedagogía decolonial y feminista pueden encontrarse en Walsh (2005, 2013), Espinosa et al. (2013), Mignolo y Vázquez (2017) y Ramos Pardo et al. (2020).

Catherine Walsh (2005) impulsa, en consonancia a la crítica a la colonialidad del saber, una crítica a la racionalidad instrumental fundada en binarismos dicotómicos, propia de la modernidad y del proyecto civilizatorio occidental. Esa racionalidad está inscripta en los saberes disciplinares producidos en América Latina que borran las diferencias históricas, lingüísticas y culturales de los pueblos afrodescendientes e indígenas, así como en las prácticas pedagógicas por medio de las cuales esos saberes se enseñan. En cambio, la autora recupera aquellas prácticas pedagógicas que:

Animan el pensar desde y con genealogías, racionalidades, conocimientos, prácticas y sistemas civilizatorios y de vivir distintos. Pedagogías que incitan posibilidades de estar, ser, sentir, existir, hacer, pensar, mirar, escuchar y saber de otro modo (…) [en] proyectos de carácter, horizonte e intento decolonial. (Walsh, 2013, p. 28)

Estas prácticas tienen antecedentes que se remontan a la cultura de las poblaciones esclavizadas durante la colonia. También, a la pedagogía crítica de Paulo Freire, las contribuciones de Frantz Fanon y la educación popular de los movimientos sociales. Se desarrollan no solo en el seno de las instituciones educativas y en la transmisión de saberes escolarizados, sino, también, en las luchas sociales, como escenarios de aprendizaje, enseñanza, reflexión y despliegue de acciones dirigidas a transformar los patrones de poder. En función de ello, Walsh concibe a las pedagogías decoloniales “como prácticas accionales y metodologías imprescindibles para el aprendizaje, desaprendizaje y reaprendizaje necesarios en encaminar el de(s)colonizar” (2013, p. 62).

Vale, en este punto, hacer una aclaración. En los fragmentos anteriores, Walsh emplea los términos “decolonial” y, también, “de(s)colonizar”, con una “s” entre paréntesis. Al interior de la perspectiva de la colonialidad del poder, los términos descolonialidad y descolonial (con “s”), así como decolonialidad y decolonial (sin “s”), han dado lugar a debates por los significados y esfuerzos de delimitación. En referencia a lo que denominó “des/colonialidad del poder”, Quijano (2011) ha señalado un conjunto de prácticas sociales no consolidadas que requerirían, para consolidarse, de la igualdad social de individuos heterogéneos y diversos, por oposición a la clasificación racial, sexual y social de la población mundial, en todos los ámbitos de la existencia humana. Para comprender el sentido en que el autor hace uso del término, considero que debemos poner la mirada en el hecho de que se trata de prácticas precisamente no consolidadas en nuestras sociedades. O sea, la des/colonialidad no se asocia a una realidad establecida, sino más bien a un anhelo a futuro, a un horizonte de posibilidad. Catherine Walsh (2013), por su parte, ha expresado que prefiere suprimir la “s” en la medida en que el prefijo castellano “des” en el término “descolonial”:

Puede ser entendido como un simple desarmar, deshacer o revertir de lo colonial. Es decir, pasar de un momento colonial a un no colonial, como que fuera posible que sus patrones y huellas desistan en existir. (…) intento poner en evidencia que no existe un estado nulo de la colonialidad (…) Lo decolonial denota, entonces, un camino de lucha continuo en el cual se puede identificar, visibilizar y alentar «lugares» de exterioridad y construcciones alter-(n)ativas. (Walsh, 2013, p. 25)

Dado que, en nuestra historia, no es posible deshacer las consecuencias de 500 años de colonialidad, muchos/as pensadores/as se han volcado al uso del vocablo “decolonial”, incluida la propia Rita Segato. Por su parte, María Eugenia Borsani (2021) recupera la perspectiva de Walter Mignolo, quien procura quitar entidad al debate por la “s” y poner, en cambio, el foco en el punto de encuentro de los estudios sobre colonialidad: el desprendimiento del patrón colonial de poder. “La «s», su ausencia o presencia no es síntoma de tensiones epistémicas o metodológicas”, de acuerdo con Borsani (2021, p. 70).

Retomando aquellas contribuciones que han procurado anudar el pensamiento pedagógico y la crítica a los límites que ha impuesto la colonialidad del saber, Espinosa et al. (2013) ponen de manifiesto el carácter eurocentrado de aquel conocimiento para el cual “las mujeres, especialmente las indígenas y afro, no sabemos nada” (p. 407). Las autoras destacan la constante articulación que existe entre teoría y praxis propia del “conocer haciendo” de las mujeres de Abya Yala[1] que enfrentan los cánones académico-científicos en sus activismos. Al igual que Walsh, entienden que, en el quehacer colectivo, en los procesos de lucha sociales contra el racismo, el heteropatriarcado, la misoginia, la violencia de Estado y el capitalismo, hay producción de conocimientos y prácticas pedagógicas que responden a las realidades concretas de las comunidades. Tales pedagogías se inscriben en sus propias tradiciones culturales, sus necesidades y horizontes emancipatorios, en la búsqueda de buenas vidas para las mujeres.

En una dirección similar, Mignolo y Vázquez (2017) han enfocado el modo en que la opción decolonial contribuye a visualizar procesos de producción de conocimiento disciplinar que son ciegos frente a la clasificación racial y sexual de la población del mundo. Luego, “la escolarización disciplinaria prescinde de la racialización y la sexualización de los cuerpos. Esto es, de la clasificación racial y sexual en la que todos estamos metidos” (p. 495). Hay un saber que se presume abstracto y sistémico, cuyo sujeto de conocimiento es un sujeto masculino en abstracto. La pedagogía decolonial precisa desenganchar la mirada de esa abstracción objetivante propia de la epistemología colonial/moderna.

Por su parte, Ramos Pardo et al. (2020) han trabajado en torno a algunos ejes temáticos comunes entre lo que denominan “educación para la ciudadanía crítica” y la pedagogía feminista decolonial. El ámbito de intervención sobre el que se enfocan es el de la formación docente, donde destacan la necesidad de una práctica pedagógica que sostenga una perspectiva interseccional atenta al cruce de opresiones entre raza, clase, género y sexualidad, al igual que decolonial y feminista que incluya narrativas que reconozcan la otredad y nuevas formas de organización social. La educación para la ciudadanía crítica, feminista y decolonial propuesta por les autores impulsa los activismos, destaca el rol de las comunidades y los movimientos sociales, promueve la participación y el trabajo colectivo. Entiende que no solo son importantes los contenidos curriculares, sino, también, la educación afectiva y emocional, por lo que es preciso desarrollar valores como la tolerancia, la autoestima, el respeto y la solidaridad. Invita a desplegar una ética del cuidado, trascendiendo los valores individualistas del capitalismo y construyendo relaciones basadas en el buen trato, en los espacios de formación docente.

El cruce de herramientas conceptuales y metodológicas entre las pedagogías críticas y el feminismo decolonial es una labor inacabada. En este trabajo, me propongo realizar aportes en esa dirección. Me interesa buscar puntos de encuentro y preocupaciones comunes entre las pedagogías críticas y los aportes de la antropóloga argentina Rita Laura Segato, quien propone, para comprender ciertas dinámicas sociales que tienen lugar en América Latina, el concepto de pedagogías de la crueldad, abordado en profundidad en algunos de los ensayos compilados en la obra La guerra contra las mujeres (Segato, 2016). Allí, la autora aporta elementos para analizar procesos pedagógicos que tienen lugar en las sociedades capitalistas contemporáneas, con una creciente violencia contra las mujeres como telón de fondo. Es decir, en un ejercicio de interpretación de sus contribuciones a un proyecto educativo crítico, decolonial y feminista en construcción, me propongo revisar algunas posibles consecuencias de la pedagogía de la crueldad para el conjunto de la vida social. Me interesa considerar el proyecto político emparentado con la pedagogía de la crueldad y sus efectos sobre el lazo social, así como las pedagogías críticas han enfocado con atención los procesos de reproducción de las desigualdades sociales derivados de la pedagogía tradicional. Procuraré recuperar del pensamiento de Segato su reflexión sobre el poder y sus cimientos patriarcales en la modernidad, así como hallar puentes y preocupaciones comunes con las pedagogías críticas que son también, desde la perspectiva que sostengo, ineludiblemente feministas.

La colonialidad y su genealogía en el pensamiento de Segato

Rita Segato considera que son cuatro las teorías sociales originadas en suelo latinoamericano que, cruzando la frontera geopolítica sur/norte, han logrado tener impacto y permanencia en el pensamiento crítico mundial. Se trata de la teología de la liberación, la pedagogía del oprimido, la teoría de la marginalidad (nacida de los debates al interior de la teoría de la dependencia) y, más recientemente, la perspectiva de la colonialidad del poder, de Aníbal Quijano. En relación con esta última, ha señalado que:

A pesar de ser concebida a partir de una mirada localizada en el paisaje latinoamericano y aunque reconfigura el discurso de la historia de las relaciones de América en la estructura de poder mundial, esta perspectiva teórica no solamente se refiere a América Latina, sino al conjunto del poder globalmente hegemónico. (Segato, 2013, p. 36)

Quiero retomar algunos de los lineamientos principales de la perspectiva de la colonialidad del poder, que vino a imprimir nuevos rumbos a las ciencias sociales, la filosofía y la historia política contemporáneas. Consideraré, luego, algunos aspectos de su entrecruce con el pensamiento feminista, lo que ha dado lugar al feminismo decolonial dentro del cual se inscribe la obra de Segato.

Me interesa resaltar un antecedente significativo de la colonialidad del poder, que Segato reconoce y nombra. Se trata de la raigambre mariateguiana del pensamiento de Quijano. El “problema del indio” (Mariátegui, 2007) profundamente vinculado a lo que hoy denominamos genocidio de los pueblos originarios pone de manifiesto que estas poblaciones han sido históricamente expropiadas de sus medios de vida, en particular del acceso a la tierra, y ya está expresado en toda su dimensión a comienzos del siglo XX. Mariátegui retoma la idea marxista de explotación y la no propiedad de la tierra por parte de las poblaciones nativas como categorías para analizar la sociedad peruana de su tiempo, resultante de la conquista y, luego, de los procesos independentistas del siglo XIX. Esa impronta mariateguiana está presente en la obra de Quijano,[2] quien visualiza que las categorías marxistas europeas no son suficientes para comprender cabalmente la complejidad de las sociedades latinoamericanas, pero no por ello las descarta dado que, nuevamente, explotación y propiedad de los medios son nociones que se actualizan al interior de su concepción de la colonialidad del poder. Señalo esta cuestión puesto que se ha resaltado, en más de una ocasión, que Quijano impugna la validez de las categorías del marxismo europeo y las desecha. Recuperar la genealogía marxista-mariategiana-indigenista de su pensamiento vuelve a poner en el centro de la escena la cuestión de la explotación capitalista de unos grupos sociales, blancos y propietarios, sobre otros, racializados y expropiados. Aquí, redobla su sentido la idea de que la raza es el instrumento de dominación más eficaz inventado en los últimos quinientos años, planteada inicialmente por Quijano (1999) y atentamente recuperada por Segato (2013).

Para comprender el racismo del presente, es necesario remontarse hasta lo que Quijano llama el mito fundacional de la modernidad, en el siglo XVII. El mito se funda en la idea de que existe:

Una escala de desarrollo histórico que va desde lo «primitivo» (lo más «próximo» a la «naturaleza», que desde un comienzo incluía a los «negros», y luego también a los «indios») hasta lo más «civilizado» (que, por supuesto, era Europa), pasando por «Oriente» (India, China). (Quijano, 1999, p. 149)

A lo largo del siglo XX, los discursos abiertamente racistas se han ido deslegitimando y, en la actualidad, forman parte del universo de lo políticamente incorrecto. Sin embargo, Quijano (1999) señala que la idea misma de “raza”, entendida como si fuera un elemento de la naturaleza que tiene consecuencias sobre la vida social, ha sido poco criticada. La idea de raza se basa en el supuesto de que unos grupos humanos, los blancos, son naturalmente superiores al resto: negros, mestizos, originarios, afrodescendientes, todos ellos asociados a la naturaleza, el atraso y la barbarie, incluso a la animalidad. Los supuestos racistas permean las prácticas sociales y constituyen una manifestación elocuente de la colonialidad del poder. También están presentes en los ámbitos educativos y en la producción de conocimiento.

En Argentina, una amplia porción de la población se identifica como blanca y descendiente de europeos, reivindicando para sí los privilegios correspondientes.[3] Es habitual el no reconocimiento de las prácticas de racialización de la población, con una casi nula puesta en palabras del modo cotidiano y poco visible en que el racismo impregna la vida social y los procesos de socialización. La colonialidad del saber, que impone aquellos paradigmas de conocimiento elaborados en Europa, bajo una racionalidad racista, como los únicos válidos, es otra manifestación elocuente de la colonialidad del poder (Quijano, 2000). Otros modos de conocer, otras metodologías de indagación y validación de saberes, incluidos aquellos de tradición ancestral, han sido desplazados, deslegitimados e infravalorados (Walsh, 2013).

Además del legado de Mariátegui, Quijano incorpora elementos del debate de fines de los años 70 en torno a la teoría de la marginalidad. Con ellos, perfila una propuesta conceptual compleja, que muestra la apropiación capitalista de las diversas formas de trabajo existentes en nuestros territorios (Quijano, 1989). Junto al trabajo asalariado, que es la modalidad predominante en el capitalismo europeo, en América Latina, existen relaciones de trabajo esclavas o serviles, a lo que se suma una creciente marginalidad en el mercado de trabajo. También existen formas productivas basadas en la solidaridad comunitaria y la reciprocidad en comunidades indígenas y campesinas, al tiempo que, en el margen no incluido, se crean formas de economía popular y solidaria (Quijano, 1998). De este modo, se configura la “heterogeneidad estructural” latinoamericana (Quijano, 1989), bajo la hegemonía de la relación capital-salario y bajo el dominio del hombre blanco sobre las poblaciones no-blancas. Rita Segato recupera esa genealogía en el siguiente fragmento:

El hecho es que ya desde el comienzo mismo de América, los futuros europeos asociaron el trabajo no pagado o no-asalariado con las razas dominadas, porque eran razas inferiores. (…) La inferioridad racial de los colonizados implicaba que no eran dignos del pago de salario. (…) Y el menor salario de las razas inferiores por igual trabajo que el de los blancos, en los actuales centros capitalistas, no podría ser, tampoco, explicado al margen de la clasificación social racista de la población del mundo (…) dicha articulación fue constitutivamente colonial. (Quijano, citado en Segato, 2013, p. 47)

América Latina es heterogénea, además, porque en ella conviven temporalidades, historias y cosmogonías diversas, destaca Segato (2013). Las subjetividades colonizadas y las formas de conocimiento eurocentradas han enfatizado el carácter moderno, desarrollado, objetivo, competitivo y neutro del saber producido en el mundo blanco, es decir, en Europa como centro.

Rita Segato retoma la perspectiva de la colonialidad del poder como punto de partida para el desarrollo de una teoría feminista decolonial. En su pensamiento, la problemática del patriarcado moderno no es una dificultad marginal más del conjunto de problemas que afectan a las sociedades colonizadas. En cambio, la historia del patriarcado moderno ocupa un lugar central y es nada menos que la historia de la esfera pública. En otras palabras, el Estado moderno es histórica y estructuralmente patriarcal para la autora. Se trata del mismo Estado que ha tomado para sí la función educadora de la población. En Argentina, ello se institucionaliza a partir del año 1884, con la sanción de la Ley N° 1420 (Ley de educación obligatoria, gratuita y laica).

Colonialidad, patriarcado moderno y educación

Segato (2016) nos ofrece algunas pistas acerca de la historia del patriarcado y del Estado moderno que son importantes para comprender la constitución de las sociedades latinoamericanas contemporáneas. Con la colonización de América, una nueva modalidad del dominio patriarcal se instaló en lo que la autora denomina el “mundo aldea” u “orden pre-intrusión”, propio de las comunidades originarias. En él, era posible identificar un sistema de género con características propias. Las transformaciones en las relaciones de género en los últimos 500 años son una dimensión relevante que permite iluminar un conjunto más amplio de transformaciones que la colonización impuso.

Cabe aclarar que la cuestión de las relaciones entre géneros previas a la colonización ha sido objeto de acalorados debates al interior del feminismo y ha dado lugar, al menos, a tres posiciones.

La primera de ellas es la del feminismo eurocéntrico, que entiende que la dominación patriarcal que hoy conocemos ha sido y es universal. Así, presupone que, en los territorios americanos colonizados, existió un sistema de organización patriarcal de la vida social con características semejantes al del presente. Propone levantar las banderas de la unidad y la sororidad del feminismo de todo el planeta, lo que, de alguna manera, termina justificando los esfuerzos por transmitir los avances logrados en materia de derechos de las mujeres del mundo colonialista/moderno a las poblaciones de mujeres no-blancas, indígenas y negras de los continentes colonizados. En términos pedagógicos, estos nuevos esfuerzos de intrusión pueden interpretarse como intervenciones dirigidas a que las mujeres más oprimidas “conozcan” sus derechos y los hagan valer. Así, se asume la superioridad moral de las mujeres blancas eurocentradas, legitimando la intervención de su misión civilizadora sobre las comunidades indígenas.

La segunda posición es la asumida por la filósofa argentina María Lugones, quien ha analizado la imbricación entre colonialidad y relaciones de género. En una aguda crítica al feminismo occidental eurocéntrico, Lugones expresaba:

Ese feminismo enfocó su lucha, y sus formas de conocer y teorizar, en contra de una caracterización de las mujeres como frágiles, débiles tanto corporal como mentalmente, recluidas al espacio privado, y como sexualmente pasivas. Pero no explicitó la relación entre estas características y la raza, ya que solamente construyen a la mujer blanca y burguesa. (2008, p. 94)

Con base en una serie de antecedentes e investigaciones en nuestro continente y también en África, la autora sostiene que el patriarcado se impuso en los territorios colonizados solo como resultado de la colonización. Entiende que muchas tribus y sociedades precolombinas presentaban rasgos ginecráticos y que, con el avance del patriarcado moderno, se convirtieron en pueblos sometidos. A diferencia de Segato, Lugones (2008) supone la inexistencia de jerarquías de género en el mundo precolonial, en los territorios que hoy se denominan americanos. En términos pedagógicos, se pueden extraer dos tipos de consecuencias de su análisis. La primera es que el patriarcado, tal como hoy lo conocemos, es resultado de un largo proceso histórico y no tiene nada de universal. La segunda es que los procesos de socialización en las comunidades del mundo preintrusión han sido probablemente diferentes a los procesos de construcción y reforzamiento de los roles de género que tienen lugar en las sociedades contemporáneas. En otras palabras, tenemos que deducir que una sociedad no engenerizada no tiene por qué albergar procesos pedagógicos atravesados por las jerarquías de género, el bimorfismo sexual y el heterosexualismo que Lugones (2008) asocia con el proceso histórico colonial-moderno de imposición del género.

La tercera posición en el debate es la de la propia Rita Segato (2016), quien resalta que una vasta cantidad de evidencias históricas y relatos etnográficos permiten afirmar que existieron relaciones de género en el mundo preintrusión. Identifica una organización patriarcal en las sociedades indígenas, a la que denomina “patriarcado de baja intensidad”, con características diferentes a la organización de género occidental. Entre ellas, destaca la presencia de un “mandato de masculinidad” que conlleva la construcción de un sujeto obligado a adquirir un estatus masculino, atravesando pruebas y enfrentando la muerte, bajo la evaluación de sus pares. Las habilidades propias de la masculinidad en el mundo aldea incluyen la “resistencia, agresividad, capacidad de dominio y acopio de (…) «tributo femenino», para poder exhibir el paquete de potencias –bélica, política, sexual, intelectual, económica, moral– que le permitirá ser reconocido y titulado como sujeto masculino” (p. 113). Se observa, entonces, que es fundamental el reconocimiento de los pares varones. A partir del desarrollo de Segato, se puede hipotetizar que se aprende a ser varón a través de una pedagogía cruel, que pone en peligro la integridad y hasta la vida del sujeto. Para quienes sobreviven, están disponibles los privilegios del poder comunal.

De acuerdo con la autora, el patriarcado ancestral establece una jerarquía de prestigio entre varones y mujeres. Los varones se ocupan de la deliberación en torno de las cuestiones comunes de la aldea, el contacto con otras aldeas incluyendo parlamentar o hacer la guerra y de otras actividades como la caza que, leídas desde el presente, se pueden asociar al dominio territorial. Por eso, una vez que se imponen al mundo aldea, las agencias de administración colonial entran en el registro de lo exterior, con quien se parlamenta, se entra en guerra o se pacta y de quien se obtiene, en la actualidad, reconocimiento o recursos. El dominio territorial de los varones de la aldea se ve restringido o se pierde tras la colonización.

Cuando las relaciones de género coloniales se imponen a las del mundo preintrusión, se produce un “entronque patriarcal”, término acuñado por la feminista comunitaria boliviana Julieta Paredes, que da cuenta del sistema hegemónico que refuerza la opresión hacia las mujeres y:

Deja claras las combinaciones, las alianzas, las complicidades entre hombres invasores colonizadores y hombres indígenas originarios de nuestros pueblos. Una articulación desigual entre hombres, pero articulación cómplice contra las mujeres, que confabula una nueva realidad patriarcal que es la que vivimos hasta el día de hoy. (Paredes, 2017, p. 7)

Rita Segato retoma la noción de entronque patriarcal y coincide en que ha tenido consecuencias fatales para las mujeres, ya que el patriarcado colonial/moderno es mucho más letal que el ancestral. Las consecuencias dentro del mundo-aldea, siguiendo a Segato (2016), incluyen la superinflación del varón, por su papel de intermediario con el mundo blanco; la superinflación de la esfera pública, así como el derrumbe y privatización de la esfera doméstica. Las mujeres experimentan una pérdida de poder político y una mayor sujeción. A partir de entonces, son vistas como una exterioridad, como lo otro. Hacia el exterior de las comunidades, en el mundo administrado por los varones blancos, tiene lugar la “emasculación” de los no-blancos, es decir, la castración simbólica, la pérdida de poder y de reconocimiento de su condición masculina.

De lo anterior, se deduce que, como en todo proceso represivo, la colonización en su dimensión pedagógica habrá disciplinado a los grupos sociales racializados, obligándolos a interiorizar una nueva organización de la vida social en la que comienzan a ocupar posiciones de inferioridad. El impacto en las subjetividades debe haber sido enorme y resulta difícil de dimensionar desde el presente. En el caso de las mujeres, además, el entronque patriarcal tiene consecuencias hasta hoy: socializa y obliga a internalizar la subordinación cotidiana y una amenaza constante de muerte, habida cuenta de los crecientes niveles de letalidad del patriarcado moderno. En efecto, según Segato (2016), la sujeción al dominio colonial es un proceso “violentogénico”, que genera violencia en el único ámbito en el que tiene lugar la superinflación de las posiciones masculinas de los varones no blancos: la aldea. Esta violencia se dirige a “restaurar la virilidad perjudicada en el frente externo” (p. 116).

En el mundo preintrusión, las mujeres tenían restricciones para participar de la política en el espacio público de la aldea, pero podían hacerlo de manera subsidiaria, a través de la consulta que hacia ellas dirigían los varones (Segato, 2016). La deliberación era reservada a los hombres, quienes, sin embargo, interrumpían esta labor en el ágora tribal al atardecer para consultar a las mujeres en el ámbito doméstico. Realizada la consulta, al día siguiente, se tomaría una decisión. Así, la toma de decisiones colectivas atravesaba los dos espacios, el público y el doméstico. En ese sentido, el ámbito doméstico estaba dotado de politicidad.

La modernidad colonial ha implicado, para las mujeres, un compulsivo confinamiento en el espacio doméstico como ámbito privado. Son expropiadas de la política, de la posibilidad de ser consultadas sobre las cuestiones que hacen al bien común. Los vínculos entre mujeres, orientados por la reciprocidad y la colaboración solidaria en el trabajo productivo y reproductivo, también se han visto destruidos. No debe perderse de vista que se trata de un proceso plenamente moderno, con enorme impacto en términos de la violencia que victimiza a las mujeres, ahora aisladas. Los “feminicidios, como prácticas casi maquinales de exterminio de las mujeres son también una invención moderna” (Segato, 2016, p. 117).

Otra consecuencia de la intrusión del orden colonial moderno para el mundo aldea en término de relaciones sexogenéricas es la “binarización” de lo que antes era “dualidad” o relación de complementariedad, de acuerdo con la autora. En la dualidad de géneros indígena, si bien había jerarquía, un polo y el otro eran posibilidades de lo múltiple. Entre ambas posiciones, eran posibles los tránsitos, los cruces y encuentros de las tantas formas de transgeneridad. También por eso se trataba de un patriarcado de baja intensidad. Tras la intrusión colonial, la relación de género binaria no admite complemento: el polo dominante “suplementa” al otro y este último se vuelve resto. Las manifestaciones de la otredad, de lo otro, son consideradas un problema. Lo “universal”, lo “neutro” es el sujeto ciudadano y tiene ciertas características: es hombre, es blanco, es heterosexual, padre de familia, propietario y letrado.

Los sistemas educativos que comienzan a institucionalizarse en el seno de los modernos Estados-nación no harán otra cosa que socializar a la población bajo los parámetros de reconocimiento de las relaciones coloniales, heteropatriarcales y clasistas imperantes. En ellos, el discurso del igualitarismo moderno/colonial, hondamente criticado por el feminismo decolonial, esconde jerarquías de las que no habla. Los sistemas educativos nacionales del siglo XIX nacen y se extienden por los territorios latinoamericanos con las promesas de unificar a cada nación una sola nación en cada nuevo Estado que se constituye y educar al soberano es decir, al ciudadano portador de las características ya mencionadas: varón, blanco, heterosexual, futuro padre de familia, propietario o trabajador. Aquí, entra en acción la división en clases a la que los sistemas educativos modernos contribuyen: los hijos de las clases propietarias serán también letrados, en la medida en que realizarán un recorrido escolar más completo y extenso. Los hijos de las clases trabajadoras deberán contentarse con los rudimentos de la lectura y la escritura, en una educación popular y obligatoria que, con suerte, abarcará la escuela primaria. Para los dos únicos géneros reconocidos, varones y mujeres, la socialización será diferencial y estará orientada a reproducir y legitimar la división sexogenérica establecida tras la conquista. Ello se traduce en una educación diferente para los varones y para las niñas.

La pedagogía de la crueldad en los Estados modernos

En la actualidad, la normativa que protege los derechos de las mujeres en los distintos Estados latinoamericanos es la más vasta y completa que haya podido existir a lo largo de la historia. Sin embargo, Rita Segato (2016) muestra que la violencia y la letalidad se multiplican, teniendo a la violación y al feminicidio[4] como expresiones extremas.

Esta letalidad responde a una problemática que, en Argentina, se despliega de manera, a mi entender, incipiente y no ha sido suficientemente explorada, que la autora identifica con una nueva modalidad de guerra. Para comprenderla y ahondar en sus características, comienza por diferenciarla de la guerra tradicional. Esta última involucra a Estados que se enfrentan en un campo de batalla con otros Estados. Sin embargo, hoy, se despliega una nueva modalidad bélica que se desarrolla en un espacio “paraestatal” e incluye tanto a efectivos estatales como no estatales o paraestatales. En esta guerra, se destaca lo que Segato denomina “pedagogía de la crueldad” contra aquellos que no constituyen antagonistas armados en el conflicto, las mujeres y los/as niños/as. Es una guerra sin principio ni final, en la que las grandes potencias, como Estados Unidos, redefinen sus apuestas frente una progresiva pérdida de dominio. Nuestro continente se transforma, así, en el espacio más violento del planeta (Segato, 2016).

El impacto de esta nueva modalidad de guerra sobre la vida de las mujeres no tiene precedentes. En la guerra convencional, desde la Antigüedad hasta la primera mitad del siglo XX, el cuerpo de las mujeres era tomado por el ejército vencedor junto con el territorio ganado y conquistado. Las mujeres de los pueblos vencidos eran violadas e inseminadas por la fuerza, como parte del proceso de ocupación que seguía al enfrentamiento armado. En la actualidad, la agresión sexual, como arma productora de crueldad y letalidad, ocupa una posición central dentro del nuevo paradigma bélico y el daño que produce es tanto material como moral. Esto sucede en un contexto de:

Economía de mercado global, en una modernidad tardía, en medio de ciclos críticos del capitalismo cada vez más frecuentes, con inestabilidad política, decadencia de la «democracia real» y una creciente porosidad de los Estados y de los territorios nacionales que administran. (Segato, 2016, pp. 59-60)

Bajo esta nueva modalidad bélica con bajos niveles de formalización, la guerra es llevada a cabo como negocio. Es hecha por nuevos actores: el crimen organizado, fuerzas represivas paraestatales de regímenes dictatoriales, la fuerza policial que actúa tanto a nivel estatal como paraestatal, las fuerzas de seguridad privadas que se dedican a la custodia, entre otros. No llevan uniformes ni banderas, advierte la autora; no realizan rituales ni ceremonias, no hay declaraciones de guerra, ni armisticios, ni capitulaciones, no hay principio ni final. Las acciones violentas son de tipo criminal o lindan con la criminalidad (Segato, 2016).

La violencia anómica de estas grandes corporaciones armadas se expresa en el cuerpo de sus víctimas; se produce una “escritura en el cuerpo de las mujeres” que revela la capacidad letal de las facciones enfrentadas. Las formas sexualizadas de agresión, esto es, la violación y la tortura sexual a las mujeres vinculadas a la facción enemiga, conducen a su destrucción moral y a su derrota como grupo. Hay una necesidad de demostrar la ausencia de límites en la ejecución de acciones crueles. Así, se potencia la función expresiva de este tipo de crímenes sexuales.

La finalidad de este tipo de violencia sexual es diferente a la de los crímenes ordinarios de género, aunque ambas modalidades de agresión se inscriben en la estructura patriarcal. Ambas responden al mandato de violación emanado de la “fratria” o hermandad masculina. En el caso de las agresiones llevadas a cabo por miembros de pandillas o de corporaciones armadas, sus integrantes se ven impulsados a reducir, subordinar y masacrar moralmente, mediante la violación sexual, a las mujeres y niños/as que pertenecen a la facción antagónica. No se trata de crímenes que puedan inscribirse en la esfera de lo privado, como muchas veces se intenta hacer creer desde el discurso dominante. Son crímenes de guerra, de una nueva modalidad de la guerra con carácter lucrativo (Segato, 2016).

Además, la autora destaca “la eficacia de la violación como instrumento de limpieza étnica de bajo costo: una forma de eliminación sin el costo de las bombas ni la reacción de los Estados vecinos” (2016, p. 63). También aparece la violación sistemática destinada a “la estigmatización (…) de esas mujeres (…) disolver el tejido social, sembrar desconfianza y romper la solidaridad comunitaria” (2016, p. 65).

El hecho de que haber sido violada traiga como consecuencia la desconfianza y la ruptura del lazo social al interior de las propias comunidades nos habla de una suerte de responsabilización o estigma que actúa sobre las propias mujeres, como si la violencia sexual no hubiese sido cometida por la fuerza, sino habilitada por la voluntad de quienes la sufrieron. En el caso del genocidio argentino (Feierstein, 2007), se observan prácticas de violencia sexual extrema y procesos de construcción simbólica similares a los descriptos por Segato que, hasta hace muy poco tiempo atrás, habían sido silenciados o insuficientemente enfocados. Se trata del señalamiento y estigmatización de quienes resultaron víctimas de violaciones al interior de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio (Lewin y Wornat, 2014). Lo que Segato identifica como mandato de violación se realiza, toda vez que puede, para destruir no solo física, sino también moralmente a quienes han sido construidos como grupos enemigos. El hecho de que las violaciones se extiendan en los más variados contextos sociales e históricos nos habla de que el mandato de violación, en efecto, se encuentra ampliamente extendido en las sociedades modernas resultantes de la colonización.

En síntesis, la violencia sexual tiene, para Segato, una dimensión instrumental y otra expresiva. La segunda es la predominante. Ello implica que es menos relevante preguntar para qué viola el violador, qué servicio desea extraer por la fuerza (esto sería la dimensión instrumental de la violación), sino qué significado produce la violación: aquí, radica su dimensión expresiva. El mensaje de la violación es un mensaje pronunciado en sociedad, afirma la autora. Es señal del peligro que se cierne sobre el orden y la previsibilidad de la vida social, revela la amenaza sobre los códigos y las convenciones que dan estabilidad a las relaciones humanas. Nos conduce a reflexionar, también, en este momento convulsionado que vive la Argentina, en donde los acuerdos sociales contraídos en relación con la defensa del régimen democrático parecen estar en riesgo, acerca del carácter inestable de tales acuerdos y la necesidad de reafirmarlos a lo largo del tiempo.

En torno a esta pedagogía de la crueldad gravita el edificio del poder, de acuerdo con Segato (2016). La crueldad expresiva pone de manifiesto “la existencia de una soberanía paraestatal que controla vidas y negocios en un determinado territorio” (p. 80). Aquí, la autora incluye lo que denomina las formas de guerra no convencional inauguradas por las dictaduras militares en América Latina, como las llamadas guerras internas, guerras étnicas, los sicariatos que trabajan con mafias y el actuar paraestatal de fuerzas estatales de seguridad bajo regímenes supuestamente democráticos, entre otros. El cuerpo de las mujeres es el “campo de batalla sobre el que se clavan las insignias de la victoria” (p. 81).

Para poder enfrentar la victimización de las mujeres y diseñar estrategias de lucha contra las distintas formas de violencia, es preciso comprender, primero, la especificidad de cada una. En todos los casos, la violencia obedece al mandato de la corporación masculina, por lo tanto, no puede comprenderse como un acto de carácter individual, sino como un hecho social, resultante de una determinada manera de estructurar la vida colectiva: el patriarcado.

Aquellos tipos de violencia que ocurren masivamente y en escenarios impersonales las nuevas formas de la guerra, el crimen sexual, tiene significado tanto para los varones de la propia corporación, del propio bando, reafirmando la pertenencia corporativa de quien ejerce esa forma de ultraje, como para quienes forman parte del bando enemigo, reafirmando su destrucción moral, ya que no fueron capaces de tutelar y proteger el cuerpo de “sus” mujeres. Este tipo de crímenes constituyen “femigenocidios”, según Segato (2011). Se han multiplicado en los cinturones de las grandes ciudades latinoamericanas, en los que dominan las mafias, los cárteles, la trata de personas y otras actividades paraestatales e ilegales.

En cuanto a aquella modalidad de crímenes que suceden en el ámbito de las relaciones más cercanas a la persona victimizada, en ocasiones en la esfera doméstica, la autora los identifica como “feminicidios”. En países centrales como Francia, Chipre y Portugal, las estadísticas muestran que cerca del 80 % de feminicidios son cometidos por las parejas actuales o previas (Segato, 2016). Estos crímenes se llevan a cabo en un fuero que se pretende “íntimo”, aunque el mensaje del violador o del femicida se dirige siempre hacia el orden social, hacia la corporación masculina. Para poder pertenecer al orden dominante, el varón debe ejercer el dominio y mostrarlo, de otro modo, pierde sus credenciales masculinas. El mandato de violación responde entonces al mandato de masculinidad. En ese sentido, el patriarcado es siempre violentogénico, engendra violencia. En cualquiera de sus modalidades femigenocidio o feminicidio, el crimen debe ser sacado del ámbito privado y de la esfera de lo íntimo a la que han sido confinadas las mujeres, y colocado en su especificidad en la escena pública. Solo de este modo la agresión se politiza, adquiere toda su dimensión pública.

Me interesa destacar aquí que, en el pensamiento de la autora, violación y feminicidio son formas extremas de violencia que encuentran continuidad la una en la otra, en la medida en que son manifestaciones del dominio patriarcal. Los daños que afectan la vida de las mujeres son también los males que afectan a la sociedad como un todo. Así es que “el tema de las mujeres es fundación y soporte de todas las otras formas de opresión (…) o revisamos el patrón patriarcal, o la historia no sale del lugar” (Segato, 2016, p. 104). Decir que la violencia patriarcal afecta nuestra modalidad de relacionarnos socialmente es decir que la vida colectiva no cambiará para nadie si no se transforma desde sus cimientos el patrón patriarcal. La pedagogía de la crueldad debe ser puesta al descubierto, politizada y enfrentada. El pensamiento feminista decolonial aporta elementos claves para idear otras pedagogías, atentas a generar otras condiciones de posibilidad para la vida colectiva que pongan en entredicho las violencias patriarcales.

Conclusiones

La perspectiva decolonial trajo consigo una relectura de la historia mundial a partir de la invasión y colonización de América. La modernidad occidental y la constitución de los Estados-nación que hoy conocemos son el resultado de este proceso de larga duración que deviene del colonialismo. El feminismo decolonial pone de manifiesto múltiples opresiones que, hasta el día de hoy, funcionan de manera articulada, incluyendo el racismo, impuesto por la colonialidad; el clasismo, impuesto por el capitalismo; y el sexismo, resultante del entronque patriarcal. A partir de la crítica social desplegada por las feministas decoloniales, es posible visualizar la subordinación que se impone históricamente a las mujeres trabajadoras no blancas de nuestro continente.

En la actualidad, nuevas formas de la guerra avanzan sobre América Latina y también, de manera quizás más lenta, pero no menos peligrosa, sobre Argentina. La ciudad de Rosario muestra, en el presente, signos preocupantes de mafialización y consolidación del dominio narco. En estos escenarios, Rita Segato pone el foco en una pedagogía de la crueldad que nos enseña a vivir sin empatía frente a nuevas modalidades de control territorial y ejercicio de la violencia. Allí, hay un ensañamiento particular con los cuerpos de las mujeres, pero no son ellas las únicas afectadas. La sociedad en su conjunto, con sus códigos, valores y solidaridades, con los acuerdos construidos y los derechos dolorosamente conquistados, se ve tambalear. Y el Estado parece haber perdido parte del monopolio del ejercicio de la fuerza que, en otro momento, lo caracterizó. Un poder difuso, cuyos bastiones son difíciles de identificar (“el poder, por definición, no se ve”, afirma Segato), pone en tensión los acuerdos sociales que hasta hace poco creíamos consolidados. Contar con herramientas de análisis frente a tales amenazas constituye un buen punto de partida para repensar las modalidades de enseñanza y aprendizaje social que se nos imponen a quienes pertenecemos a generaciones ya formadas, pero también a las juventudes e infancias que están siendo socializadas bajo estos nuevos parámetros en el presente.  

La pedagogía de la crueldad, como modo de conceptualizar este proceso social, tiene un potencial enorme para las pedagogías críticas. Alerta sobre estas nuevas “formas bélicas”, para decirlo en términos de Segato, o nuevas soberanías o formas de ejercicio de la fuerza, frente al avance descontrolado de la acumulación capitalista y patriarcal. Un sujeto indiferente al dolor ajeno seguramente sea el resultado de este proceso colectivo e indolente de socialización. El interés por formar sujetos con capacidad de análisis y voluntad de transformación frente a las injusticias sociales ha sido y sigue siendo clave para las pedagogías críticas. Desde hace un tiempo a esta parte, la incorporación de la dimensión emocional a la educación también forma parte de las herramientas puestas en juego para construir formas de vida social más democráticas. Una pedagogía que vuelva a poner en el centro de la escena la dinámica humanización/deshumanización, como planteaba Freire; que forme nuevas subjetividades, con capacidad de reconocerse a sí mismas y reconocer los límites y posibilidades que se perfilan en cada momento histórico; que ahonde en las amenazas a las formas la vida democrática derivadas de la acumulación desmedida; que construya, en definitiva, sujetos con mayores niveles de autonomía y herramientas para diseñar sus propios proyectos colectivos tiene múltiples puntos comunes con perspectivas feministas decoloniales como las analizadas en páginas anteriores. En síntesis, pedagogías que, en lugar de destruirlo, construyan lazo social y nuevas solidaridades siguen siendo necesarias. Forman parte de anhelos políticos que, en circunstancias como esta, parecen haberse debilitado, pero, y la historia lo demuestra, aun en los peores momentos, han sido capaces de resurgir y reorganizarse, con horizontes renovados.

Bajo la luz, técnica mixta. Adriana Chavarri

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Notas

[1] Abya Yala era el nombre dado por el pueblo Kuna (originario de Colombia y Panamá), antes de la colonización, al territorio que hoy conocemos como América. Significaba “tierra en plena madurez” o “tierra de sangre vital” (Paredes, 2018, p. 10). En la actualidad, muchos pueblos originarios y grupos activistas reivindican esta denominación para América Latina.  

[2] Quijano prologa la edición de 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana de Biblioteca Ayacucho (2007).

[3] Un ejemplo de esta perspectiva puede verse en el Facundo de Sarmiento (2018).

[4] En Argentina, empleamos habitualmente el término “femicidio”. Sin embargo, he empleado, a lo largo de este texto, la palabra “feminicidio” para respetar la expresión de Segato, seguramente influenciada por el idioma portugués que se habla en Brasilia, donde la autora ha residido por décadas.