DOI: https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2022-260114

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ARTÍCULOS

 

Jóvenes, indóciles. Educación e imaginario, conjurar el cinismo

Unmanageable Youth. Education and imaginary, avert cynicism

Jovens, indomáveis. Educação e imaginário para evitar o cinismo

 

María Luisa  Murga Meler
Universidad Pedagógica Nacional-Ajusco, México
mlmurga@gmail.com
ORCID: 0000-0002-4377-7835

 

Resumen: En el contexto de los efectos generados por la deslegitimación de lo colectivo y las instituciones, de la disolución de las regulaciones sociales y la individualización de los sujetos. El artículo desarrolla que -para configurar una subjetividad y una identidad para sí y los otros- adolescentes y jóvenes tienen que conformarse a los esquemas individuales de conducta dictados por padres, madres y maestros como si estos fueran marcos de regulación generalizables. Con este como si, van configurando formas de acción cínica frente a lo que se dice es la manera debida de actuar. Esto se relaciona con las dificultades que, en los ámbitos escolares, llevan a clasificarlos como problemáticos o anómicos y donde las soluciones solo atienden formas individualizantes de condena, sin reflexionar que existen otros modos de atención vinculados con la posibilidad de recuperar la fuerza simbólica de la regulación y la creación imaginaria.

Palabras clave: Jóvenes; Educación; Instituciones; Imaginario.

Abstract: In the context of the effects generated of the discredit of the collective and institutions, of the dissolution of social regulations and the individualization of the subjects. The article develops the argument that in order to configure a subjectivity and an identity for themselves and others, teenagers and youths have to conform to the individual behavior patterns determined by parents and teachers as if they were generalizable regulatory frameworks. And with this as if, gradually, setting ways of cynic action against what is said to be the right way to act. This relates to the challenges that in school context cause to classify them as an anomic youth in which solutions only meet with individualized ways of sentence, without pondering that there are more ways of attention linked to the possibility to regain symbolic strength of regulation and the imaginary creation.

Key Words: Youth; Education; Institutions; Imaginary.

Resumo: No contexto dos efeitos gerados pela deslegitimação do coletivo e das instituições, pela dissolução das regulações sociais, e pela individualização dos sujeitos. O artigo desenvolve o argumento de que para configurar uma subjetividade e uma identidade para si e para os outros, os adolescentes e jovens devem se conformar aos padrões de comportamento ditados individualmente pelos pais e professores como se fossem marcos regulatórios generalizáveis. Com este como se, vão configurando formas cínicas de ação frente ao que dizem ser a forma certa de agir. Isso se relaciona com os problemas que os levam a ser classificados como problemáticos ou anômicos no ambiente escolar, onde as soluções só se prestam a formas individualizantes de castigo, sem refletir que há outras formas de atenção vinculadas à possibilidade de recuperação da força simbólica da regulação e da criação imaginária.

Palavras-chave: Jovens; Educação; Instituições; Imaginário.

Recibido: 2021-05-14 | Revisado: 2021-09-09 | Aceptado: 2021-09-21

 

Introducción

Vivir es “experimentar en forma continua lo que se origina en una situación de encuentro”
(Castoriadis-Aulagnier, 1997)

 

En los entornos educativos, las situaciones de encuentro se figuran y realizan en un campo relacional simbólico, en el que se reconocen no solo la dimensión de la cultura y las formas de regulación, sino también las tramas subjetivas e intersubjetivas que se tejen. Las situaciones que viven, experimentan y enfrentan los distintos actores adquieren cualidades conflictivas a partir de las significaciones que se les reconocen y asignan en el marco de las condiciones actuales en las que se concreta la educación en nuestras sociedades. La calificación que se asigna a estas situaciones se hace de acuerdo con un espectro disímbolo, asimétrico y variable de concepciones relativas al control que se debe imponer y admitir para que, aparentemente, sea posible realizar el proceso educativo en las condiciones de atención y disciplina que algunos de los participantes suponen se requiere. En este contexto de pretensión de control, en los ámbitos escolares, de los jóvenes se dice:

Son difíciles, difíciles en todos aspectos
Ansiosos. Es muy difícil que cambien
Están a la deriva, lo que importa es hoy.
La violencia a través de las redes, yo creo que se presenta por lo menos una vez al mes, por lo menos.
Pleitos ¿Qué te gusta? Una vez a la semana, dos a la semana?
Un sin número de problemas, de agresiones tanto psicológicas como físicas, dentro de la escuela. (Reza, 2020; Murga Meler, 2012, 2017, 2018)

Por sus cualidades y efectos, en ocasiones, dichas situaciones conflictivas se califican y clasifican tan esquemáticamente que son, con frecuencia, ubicadas en el terreno de la psicopatología individual y, en ciertas ocasiones, se las lleva al extremo de la sociopatía, sin mediar consideraciones reflexivas acerca de las cualidades incomparables que cada una presenta. La visibilidad de tales situaciones problemáticas se construye como un proceso de significación ajeno a la percepción de los sujetos involucrados —jóvenes sobre todo—, se sustenta por completo en lo que se designa de forma unilateral como las evidencias de la conducta disruptiva del alumnado y “desde esta visibilidad –que privilegia la metáfora del síntoma [edificada] sobre el régimen de la sospecha” (Mier, 2008, p. 50), se suponen, como certezas, las expresiones veladas, las acciones fallidas o fragmentarias y, con estas evidencias, se despliegan “políticas de control y escenificaciones de la gobernabilidad como recurso de la implantación pública de los poderes” (Mier, 2008, p. 50). Son recursos que, a pesar de los efectos perniciosos que generan, no dejan de tener una dimensión de simulacro debido a que quienes ejercen esos poderes asumen los modelos conductuales que se postulan más en el terreno de la fantasmagoría y, quienes los resienten, hacen como si esos poderes ejercieran el efecto que se les supone, desde la fantasmagoría que los proyecta.
Una de las caracterizaciones que gravita en todos estos ejercicios de clasificación de las situaciones es la relativa a la anomia. Con frecuencia, a las situaciones conflictivas, aquellas que incluyen diversas manifestaciones, formas conductuales, expresiones o modos de relación que involucran directa o indirectamente a los alumnos, se las reconoce como productos derivados de la ausencia, falta o rechazo de las normas o leyes. Como si las/os jóvenes protagonistas no tuvieran ley, no reconocieran las normas o la autoridad, no respetaran nada, o bien que rechazaran todo lo que no sea pasarlo bien sin cortapisas y, para englobar estas referencias, son calificados como anómicos. Y aunque no todas estas caracterizaciones provienen de juicios prosaicos, sino que también se construyen desde algunas perspectivas académicas,1 una cantidad significativa han sido influenciadas por la inercia de valoraciones superficiales y algunas con eminencia prejuiciosas.
Así, cuando se hace referencia a la anomia, implicándola en las situaciones planteadas, la caracterización adquiere estatuto diagnóstico y el pronóstico recurrente es el de la segregación, el desarraigo, la condena y el castigo, los que recursivamente derivan en la insistencia de las conductas rechazadas y los fenómenos son llevados de nuevo al terreno de lo psicopatológico individual: la condena es para el uno, el único que contraviene un orden profuso y difuso que de forma paradójica entroniza al uno. Cuando no se judicializa, se ofrece el tratamiento psicológico individual y, en algunas ocasiones, se diseña algún taller para ofrecer información. Sin embargo, con todo y la paradoja, lo que pone en evidencia ese uno acusado y condenado es la trama compleja de condiciones institucionales, sociohistóricas e intersubjetivas intrincadas en múltiples formas de ordenamientos y condiciones normativas que, hoy, se imponen dilatadamente en los ámbitos educativos.
No obstante, si todas estas situaciones infortunadas se miran, se escuchan detenida y cuidadosamente, y se reflexiona en torno a ellas evitando la etiquetación instrumental y el prejuicio, es posible reconocer que no se está de manera exacta frente a la anomia, sino que esas manifestaciones son más bien el resultado de ese conjunto de circunstancias y factores en los que se articulan condiciones sociales y disposiciones institucionales que, en sus aprehensiones individuales y en los efectos que estas generan, por las propias formas singulares de síntesis generativas, no podrían considerarse con propiedad como lo anómico, ni de forma tajante solo atribuibles al sujeto en lo individual, ni, por supuesto, derivar en formas diagnósticas lapidarias.
Para sostener lo anterior, se retomaron resultados de investigación que, desde 2012, han permitido nutrir los argumentos que aquí se exponen (Murga Meler, 2012, 2017, 2018). Se sumaron también algunos datos de otras investigaciones (Reza, 2020), todos ellos construidos, en particular, en la Ciudad de México. Con base en estos, se analizó lo que con cierta frecuencia se expresa acerca del comportamiento de los jóvenes por parte de maestras/os, directivos y madres y padres. Quienes, como señala Furlán (2005), poco o nada hablan de violencia “para calificar los acontecimientos que dificultan el trabajo escolar; sin embargo señalan que los alumnos son cada vez más agresivos, groseros y provocadores” (p. 634) en las escuelas, los hogares, los centros deportivos o comerciales: con la música que escuchan, con lo que platican, en su vestimenta, los adornos o los peinados que usan, las redes sociales que utilizan.
Las perspectivas conceptuales con las que se sustenta el trabajo se sitúan en la sociología y la antropología con los aportes de Émile Durkheim y Jean Duvignaud. La institución de la sociedad y su papel en la constitución de los sujetos se trabajó desde la perspectiva lúcida y en ocasiones polémica de Cornelius Castoriadis y con los aportes que, en torno a estos temas, ofrece en la actualidad el trabajo de Raymundo Mier (2004, 2007, 2008), con los que se apuntalaron argumentos en torno de la modernidad, las instituciones y la experiencia.

Pensar la Anomia

La categoría de anomia se delimitó separándola de su referencia psicopatológica porque, si como se plantea en el supuesto que guía el trabajo: los fenómenos calificados como problemáticos hacen referencia a las características y conflictivas individuales e involucran de forma ineludible al entramado institucional y relacional que se configura en los ámbitos educativos, resulta pertinente abordar aspectos relacionados con la dimensión sociohistórica del fenómeno. En este sentido, si se abordan los aspectos relativos a la dinámica sociocultural e institucional, hay que señalar que la referencia a la anomia comienza con los estudios y reflexión en torno de los cambios que la modernidad generó y, en particular, los que se reconocen desde, aproximadamente, el siglo XIX. En especial Jean Marie Guyau (1913) y Émile Durkheim (1995, 1982), como con posterioridad Merton (1949, 1964), Jean Duvignaud (1986) y Philippe Besnard (1988).
Así, como categoría propiamente dicha, la anomia es propuesta en 1885 por Jean Marie Guyau (1913) a partir de su reflexión en torno de la idea kantiana de autonomía y del imperativo categórico. Señala que, para los temperamentos intelectuales, “es la ausencia de ley fija lo que se puede designar con el nombre de anomia, para oponerla a la autonomía de los kantianos” (Guyau, 1913, p. 164-165). Con ello, Guyau no buscaba desconocer el planteamiento kantiano de la autonomía de la voluntad, al que consideraba revolucionario, lo que le interesaba era distinguir esa idea de fijeza de la trascendentalidad en el imperativo categórico, que sometería la voluntad a la invariancia de la universalidad de una ley, ya que, desde su perspectiva, en el reino de las libertades, la posibilidad de algún orden provendría “de la mayor diversidad posible en las acciones, la mayor variedad, aún en los ideales perseguidos [ya que la] verdadera autonomía debe producir la originalidad individual y no la uniformidad universal” (Guyau, 1913, p. 165-166). Diversidad que, además, no emanaría de ni de la obligación, la sanción, ni mucho menos de la culpa, sino de la posibilidad que genera que haya más personas que piensen diferente para acercarse a la verdad y a la conciliación.
Posteriormente a Guyau, Émile Durkheim (1982) plantea que la falta de regulación moral (y jurídica) de la vida económica de una sociedad genera conflictos y desórdenes a la vida social e individual. En su estudio sobre el suicidio, señala uno de sus planteamientos centrales acerca de la anomia:

Por si misma, hecha abstracción de todo poder exterior que la regule, nuestra sensibilidad es un abismo sin fondo que nada puede colmar (…) si nada viene a contenerla desde fuera, no puede ser por sí misma, más que un manantial de tormentos. Porque los deseos ilimitados son inasibles por definición (…) una sed inextinguible es un suplicio perpetuamente renovado. (Durkheim, 1995, p. 212)

Más tarde, profundiza en sus planteamientos acerca del papel de la regulación al señalar que las crisis sociales, crisis industriales, financieras, crisis de empobrecimiento o de prosperidad son las que, por ser perturbaciones del orden colectivo, generan el fenómeno anómico. Porque si bien es propio del hombre desplegar su actividad sin término asignable, y puede proponerse fines muy altos, también ocurre que no adelantamos mucho “cuando no se marcha hacia algún fin, o cuando el objeto al que se tiende es el infinito” (Durkheim, 1995, p. 212). Así, es la sociedad la que de forma directa puede y debe desempeñar ese papel moderador, porque ella es un poder moral superior al individuo y tiene la autoridad necesaria, colectiva, para aportar esa contención a la ilimitación meramente individual. Desde su perspectiva, la anomia es el mal del infinito que se genera a partir de las crisis de la sociedad y de la necesaria reclasificación que tiene que seguir a esas crisis, es en ese intermedio crítico cuando la regulación se desvanece y no se cuenta con elementos para afrontar la nueva condición:

Ya no se sabe lo qué es posible y lo que no lo es, lo que es justo y lo que es injusto, cuáles son las reivindicaciones y las esperanzas legítimas, cuáles las que pasan de la medida. Por consiguiente no hay nada que no se pretenda. (Durkheim, 1995, p. 217)

Para Durkheim, la vida colectiva que encarna la sociedad se nutre de múltiples elaboraciones que, en libertad, se mueven e interrelacionan, para él no hay sociedad en la que no coexistan en grados de intensidad variable: egoísmo, altruismo y una cierta anomia, pero es la forma de la colectividad que, como “personalidad moral”, puede moderar, equilibrar, esa intensa movilidad y atemperar la posible individualización de una sola corriente e impedir que los individuos choquen unos con otros o se atropellen entre sí (Durkheim, 1982, 1995). Lo que no ocurre erigiendo simplemente preceptos imperativos, sino que, en su intervención, la colectividad participa de manera activa y positiva en la formación de regulaciones que hacen referencia a la posibilidad de distinción entre lo que es importante considerar como lícito o ilícito, sin dejar esta valoración a los individuos asilados y sin que el desapego de dichas regulaciones tenga que ser reparado con la expiación.
De forma subsiguiente, en su reflexión en torno de la anomia, Duvignaud (1990) la plantea como ese mal del infinito, en coincidencia con Durkheim. Pero desarrolla y profundiza en la idea de que la anomia es también una apuesta por la apertura y la novación. Para él, es un “doble juego de la anomia y la dialéctica viviente de lo imaginario y lo instituido” (Duvignaud, 1990, p. 31), que aparece en la encrucijada de dos secuencias divergentes: el cambio o el mantenimiento, pero sin solo repetir las manifestaciones de un deseo que ya no retienen los objetos tradicionalmente ofrecidos por una cultura a sus miembros. Es un movimiento más amplio que concierne a toda la vida del imaginario colectivo que, por el momento, se encarna en un individuo (Duvignaud, 1990). Así, la anomia tendría un doble carácter: la subversión y la premonición, que se manifiesta de forma simbólica.
En ese carácter, la anomia no se sitúa “en el contrario del orden instituido”, más significativamente: “se adelanta a la experiencia actual de la época o a un tipo de sociedad, para abrirse a emociones nuevas inéditas, desconocidas hasta entonces” (Duvignaud, 1990, p. 34). Entre la utopía y lo imaginario, la anomia es la posibilidad de “renovación de las clasificaciones establecidas”. Esto, para Duvignaud, es lo que se tendría que considerar en su estudio: “no reducir lo particular a lo colectivo y ahogarlo en la mediocridad, sino saber por qué, a partir de lo colectivo, surge lo individual y lo nuevo” (1990, p. 35).
A partir de los planteamientos revisados en torno de la anomia, es preciso resaltar dos aspectos significativos: el papel de las regulaciones sociales y el de lo colectivo, en especial el planteamiento en torno al lugar relevante de lo colectivo en la dinámica de las regulaciones sociales, tanto por lo que planteaba Durkheim en cuanto al papel que representa en el equilibrio de los aprontes individualizantes, como por los aspectos que destaca Guyau acerca de la solidaridad del individuo con lo humano —con la especie dice— y, con Duvignaud, la dialéctica de lo imaginario y lo instituido que abre la posibilidad de la premonición y la novación, que prefiguran la transformación de las categorías y las instituciones sociales.
Desde estas perspectivas, a continuación, se tratarán algunos de los aspectos que, desde las transformaciones de la modernidad, han intervenido en la configuración de las situaciones conflictivas objeto del presente trabajo. Más aún, se hará énfasis en las transformaciones que las instituciones sociales han resentido desde la modernidad, agudizadas con la sinergia disruptiva que introduce el desarrollo y expansión del mercado capitalista neoliberal, que se expresa en las secuelas del desmantelamiento de esas instituciones y sobre todo en el descrédito que han sufrido, en particular la educación, desde hace más de treinta años.

La modernidad y la individualización del individuo

Si bien la vida social es regular y regulada, también se compone y se presenta por una gran variedad de redes discursivas, de mecanismos de regulación, de formas de intercambio que, de forma diversa y compleja, se articulan dinámicamente. Pero es a partir del siglo XVIII que todo ello se transforma de manera significativa por las secuelas del discurso y las prácticas derivadas del ideal de la modernidad, con el que se proyectaba la emancipación de la humanidad y el progreso, la extensión de las libertades políticas y se apostó a que la ciencia, la técnica y las artes, independizadas de la religión, harían que el individuo progresara también como soberano de su razón y según sus intereses.
Con este ideal, se corrió el acento hacia el individuo en la búsqueda de hacer útiles para el Estado los recursos invertidos en la procreación, desarrollo y educación de los nuevos miembros de cada sociedad. Este acento privilegió la condición del progreso del individuo soberano y, así, individualizado, con el pretexto de buscarle una atención y cuidado más eficiente para la administración del Estado, fue separado de las condiciones sociales —colectivas— en las que se constituía. Con ello, el polo del individuo, frente al del colectivo, se cargó hacia los métodos de cuidado y atención al desarrollo psicopedagógico y del cuerpo, pero también se empezó un proceso de deslizamiento de las regulaciones sociales que ofrecían a los individuos un lugar en el mundo.
El impulso para liberar a los individuos del peso de la tradición, a través de la secularización de las regulaciones sociales, configura un discurso apuntalado en el precepto de que, habiendo liberado a la ciencia y la economía de los lastres de la religión y de los frenos puritanos para su actuar eficiente, ambas ofrecerían las condiciones para la liberación de los individuos, tanto en el actuar como en el pensar. Así, se opera una especie de mistificación: el individuo se convierte en soberano depositario de las condiciones de posibilidad y efectuación de su condición, ya no será solo el que progrese por su propia razón e interés, sino que también se convertirá en ese que queda suspendido más allá de la regulación. El polo del individuo se carga con el pretexto de liberarlo del yugo de la religión: por su bien, se individualiza la educación, la salud y los cuidados, se cancela la intervención, soporte y responsabilidad colectiva, que con anterioridad sostenía las dimensiones funcionales de la vida en sociedad y el ámbito para la constitución de la subjetividad y, en ello, se deja a los individuos solo con el sostén individual de otros individuos cuando, por el contrario, ese ámbito para la constitución se configura con las tensiones de mutuo apuntalamiento dinámico entre individuo y sociedad.
Emerge una lógica de la naturalización: los individuos liberados de los lastres de las creencias y de la fe podrán actuar naturalmente, como resultado de estas liberaciones para la consecución del progreso racional y económico de las sociedades. Es decir, estas libertades, naturalmente, derivarían en el desarrollo de impulsos vitales únicos encaminados hacia el progreso moral de la razón y el actuar eficaz.2 Con la preeminencia de ese individuo individualizado, soberano, se construiría el pilar sobre el que se sostendría todo el peso del devenir evolutivo concentrado en las exigencias de una especiación cada vez más eficaz y eficiente, que tendería al progreso sostenido.
Por ello, en la mayoría de las sociedades industrializadas, como señala Turner (1986), ocurre que la cultura insiste en que ahora los individuos tienen que asumir la carga de elaborar ellos mismos, de forma individual, cada significado —cada valor—, a menos que escojan “un sistema urdido por otro individuo no más legitimado colectivamente [que ellos como individuos;] ya que esa ausencia de legitimación es la que [en la actualidad, como sociedades,] nos caracteriza” (p. 36), contrario a lo que ocurría en las sociedades preindustriales en las que los valores se asignaban en conjunto a los significados y era a estos a los que los sujetos se apegaban para ordenar sus conductas, en principio, las más significativas de manera vital. Estos eran valores fortalecidos cultural y colectivamente, y con ello se ofrecía a los sujetos un soporte ético, legitimado por consenso.
De forma adicional, a todo esto subyacen ideas relativas a la articulación individuo-sociedad y la reflexión en torno de dicha articulación se ha concretado en perspectivas heterogéneas que discrepan en cuanto al proceso de constitución de los sujetos en su articulación con el vínculo colectivo: las cualidades que adquiere, los elementos que involucra, las derivaciones y articulaciones que conlleva. Con ello, se ha planteado la idea de la dualidad y la antinomia para derivar más tarde en la referencia a la subjetividad y a la subjetivación, donde la subjetividad se destaca más en términos de una especie de novedad especular y espectacular que, como un intento de profundizar de forma analítica en la compleja trama que teje esa articulación constitutiva —temporal, histórica y de historización— del individuo y de la sociedad. Esta derivación parece situar a la subjetividad como emergiendo única, sin relación, ni referencia al vínculo con los otros, a lo colectivo y a la red de significaciones que encarnan las instituciones de cada sociedad.
Lo que se excluye de todo ello es que esa relación individuo-sociedad efectivamente se concreta con tensiones, límites e incitaciones que, si se vislumbran solo como antinomia, es por el efecto de las derivaciones que han traído consigo las disrupciones de la modernidad y su posterior vinculación al mercado capitalista neoliberal, que impactan en los procesos de subjetivación. Porque no solo se relacionan con la conformación de los sujetos en lo individual, sino en lo colectivo con las potencias y las posibilidades para la significación y la acción, para la acción colectiva, que a su vez generan efectos recursivos en las instituciones. Una de estas, la educación, lo resiente de forma significativa por la incidencia del impacto de la modernidad en sus fines y objetivos, tanto en sus métodos y modalidades, como por la tensión —asedio— a la que está sometida por la realización de la faceta económica de las sociedades en la actualidad y que la impulsan a concretarse más como forma instrumental eficiente para los mecanismos de acrecentamiento de la acumulación.
Por lo anterior, es necesario, en seguimiento, tratar el tema de la condición del individuo en el reconocimiento de su singularidad y su subjetividad, más como condiciones eminentes, en tensión y vinculadas con lo social —colectivo—, que solo como condiciones problemáticas, porque la subjetividad no es un producto solipsista del sujeto aislado.

Constitución del sujeto, individuación no es individualización

En la constitución del sujeto, la psique del individuo, como capacidad y potencia que representa y se representa, sin que siquiera exista estimulación exterior y donde la psique es todo y sí mismo como flujo representativo: “dilata el diámetro de la esfera que ella misma es, que ella se figura como ella misma tan sólo figurándose como si ocupara su centro” (Castoriadis, 1999, p. 221). Así es que el individuo, a partir del dominio de los esquemas imaginarios que son solo los suyos: sus propias creaciones imaginarias y sus representaciones, puede atisbar la figuración de lo real, el objeto —los objetos de placer o displacer— y al otro humano. Por ello, la constitución del sujeto, de la subjetividad, como devenir y como socialización de la psique, que apunta a la “emergencia del individuo social como coexistencia [solidaria], siempre imposible y siempre realizada, de un mundo privado y de un mundo común o público” (Castoriadis, 1999, p. 220), implica el proceso por el que la psique tendrá que ser alterada y abierta al mundo sociohistórico, tanto por su propia creatividad y trabajo como por la imposición del mundo social que no podría generar por ella misma y para el que no está preparada “por naturaleza”, porque es un mundo que incluso rechaza en su mismidad.
Además, el individuo humano, al nacer, para subsistir de forma somática, requiere la intervención de otro humano sin el cual no sobreviviría física, psíquica y simbólicamente, esa es su realidad. Somáticamente, esa realidad señala que, sin los cuidados de otro humano: alimento y cobijo, no sobrevivirá. En el plano psíquico y simbólico, la exigencia de cuidados es también otra realidad, porque ese bebé tendrá que sufrir la presencia/ausencia de ese otro humano que es, a su vez, individuo social, que, tanto en los cuidados que prodiga o no, la palabra que ofrece o niega, como en el comportamiento que tiene: ser y actuar frente a él, “presentifica y figura el mundo instituido por la sociedad y remite a ese mundo de una multitud de maneras” (Castoriadis, 1999, p. 229). Esto es, para que ese bebé humano sea individuado y acceda a un Yo: devenga sujeto, además de sobrevivir de forma física, tendrá que ser desarraigado de la esfera de su mundo único, imponerle que el deseo del otro es tan legítimo como el suyo, que el lenguaje —con su propia dinámica— significa lo que el conjunto social reconoce y, sobre todo, habrá que imponerle la renuncia a su omnipotencia imaginaria, lo que con posterioridad podrá ser la renuncia solidaria frente a la renuncia de los otros a sus propias omnipotencias. En otras palabras, es hacer que ese individuo acceda al mundo, al mundo de las significaciones como mundo colectivo, de todas/os y de nadie.
De manera que, en el proceso de constitución del sujeto, la intervención de ese otro se realiza como figura de cuidado-crianza3 y como “portavoz del discurso del conjunto” (Castoriadis-Aulagnier, 1997), es el acceso del bebé a lo simbólico a partir de su inscripción en la esfera simbiótica que, por la necesidad de sobrevivencia, se conforma en el vínculo con la figura de cuidado-crianza. Lo que conlleva la instauración del otro en su omnipotencia. Es decir, ese otro frente al bebé es quien sabe lo que le hace bien o le falta, lo que lo excede, lo que demanda, es la instauración de ese primer otro —omnipotente— que, sin embargo, como instancia susceptible de ser interiorizada, es también “origen y fuente imaginaria de un ‘hay que’ y ‘no hay que’, de un germen de la norma” (Castoriadis, 1999, p. 231) y permite remitir al bebé a otro orden, instaura la necesaria presencia de lo otro, lo saca de su propia mismidad, desde el discurso y la presencia de esa figura de cuidado-crianza, en el orden de la cultura.
Así, el proceso es dual: para que ese bebé se constituya como sujeto, será necesario desarraigarlo de su mundo y de su inscripción primordial en la esfera simbiótica de la figura de cuidado-crianza. Imponerle el reconocimiento del deseo del otro y enseñarle que la lengua, las palabras que la configuran, no pueden significar lo que él/ella quisiera, cuando él/ella quisiera. Y, además del acceso al lenguaje instituido, es el hecho de que ese otro, con las normas que le impone, tendrá que ser reflejo de las regulaciones sociales, con las que demarcará lo que es lícito e ilícito, lo que incluye el acceso a los modos de organización social, el sistema de parentesco y las relaciones que este implica, tanto en lo que le antecede —su historización— como en lo que le precede.
Sin embargo, para que esto ocurra, es menester que esa figura responsable sea remitida a la sociedad y sus instituciones, es decir, es necesaria la intervención de lo otro de ese otro que se hace cargo y que, con esa remisión, lo destituya como fuente y dominio de la significación, del valor, de la norma y, por consiguiente, de las formas culturales de regulación que contienen la situación en la que el individuo se presenta. De modo que ese otro que interviene con el cuidado-crianza tendrá que ser destituido en su omnipotencia frente al bebé, para que lo otro de ese otro sea referente, encarnación de las significaciones sociales que concretan las instituciones de la sociedad y la omnipotencia de la psique del bebé no sea sustituida por la omnipotencia del otro responsable. Porque, además, esa figura que se hace cargo del bebé actúa desde la asimetría radical que los marca a ambos, es una asimetría que supera al bebé en todo, no solo física, sino cognoscitiva, de saberes, de experiencia, de materia psíquica y simbólica. Y que, desde ahí, esa figura, en tanto busca su bienestar como dueño del saber sobre lo que acontece al bebé, podría instalarse como fuente y dominio de la significación y, con el pretexto de que es por su bien, impedir que el bebé acceda a otro mundo, a otra posibilidad de la significación, por tanto “es necesario y suficiente que el niño sea remitido a la institución de la significación y a la significación como instituida y no dependiente de ninguna persona particular” (Castoriadis, 1999, p. 24).
En este sentido, es preciso que esos otros responsables del bebé asuman y accedan al mundo como de todos y de nadie y que, con esa asunción, encarnen para el bebé lo que “lo supera infinitamente: una colectividad anónima e indefinida de individuos que coexisten en y por la institución y que se continúa aguas arriba y aguas abajo en el tiempo” (Castoriadis, 1999, p. 234). Hagan explícito que esa colectividad y su institución coexisten porque satisfacen sus necesidades y porque con esa institución se ofrecen los marcos regulatorios que les permitirán tanto coexistir e identificar lo posible, lo lícito y lo ilícito, como significar y transformar ese mundo. Significar desde lo comestible y no comestible, hasta aquello con lo que podrán llenar el vacío que representan sus propias finitudes, es decir: encontrar sentido. Y al tener noticia de los valores fundamentales de su sociedad, al acceder a un nombre y a un discurso propio en el entramado social, separado —física y simbólicamente— de la figura de cuidado-crianza, reconocer el nombre y el discurso de los otros. Es un proceso de inmersión del individuo en el orden simbólico, con el que se le abre la posibilidad de la significación y el sentido, en el que, al formar parte de las redes articuladas por la dinámica del intercambio, inmerso en el orden de la cultura —de la cual las instituciones forman parte como creaciones histórico-sociales—, accede a los elementos que le permiten salir del vacío, del caos psíquico indiferenciado y, con ello, figurar la posibilidad de constituirse como sujeto.
Finalmente, lo anterior implica que, a partir de lo que el conjunto social ofrece o no como posible materia para dar sentido a la experiencia, los sujetos, por su incesante búsqueda de vías para la satisfacción de sus tendencias individuales de afección y para la afección, generan diversas creaciones imaginarias. Así, en cada oportunidad, el sujeto desplegará un modo de representar, un modo de desear y un modo de ser afectado (Castoriadis, 1998). Por lo que, y como se ha señalado, el sujeto no se constituye a partir de un núcleo primario inicial que poco a poco integra y supera de forma armoniosa sus etapas de desarrollo en la medida que se adapta al entorno. Lo que ocurre es que, en un primer momento, solo existe el vacío, la ilimitación del individuo encerrado en su propia lógica psíquica interna, solipsista, de la que tendrá que salir por efectos del conflicto que le presenta —y le representará— el orden simbólico y con base en esa posibilidad se constituirá una instancia compleja cuyos límites internos y sus conflictos son variables. Es un proceso de individuación en el que, con la aprehensión y tramitación del conflicto, el sujeto se constituye en su capacidad de emergencia de acoger sentido y, a su vez, de hacer con él algo para sí (Castoriadis, 1998).
Así, las tensiones que implica la puesta en juego de las propias capacidades del individuo frente a la potencia misma de la regulación (Mier, 2004) hacen presente la única antinomia que es la de psique y sociedad que, figurada en espacio y tiempo, da pie a la creación individual y a la creación colectiva en el orden del vínculo. Las cualidades distintivas de este vínculo señalan que será dual: que el sujeto será el otro o parte de los otros, a la vez que estos lo serán para él en la dinámica de las afecciones y que, en la conformación de los vínculos, no hay ni habrá unilateralidad, ni armonía plena. Porque los vínculos son ambivalentes y asimétricos. Involucran intrínsecamente la asimetría físico-biológica, de afecciones, deseos, satisfacciones, expectativas, capacidades cognitivas y de representación.
De manera privilegiada, la asimetría persona adulta-niño/a implica la antecedencia del saber de la primera —y el saber cultural— sobre el saber del/de la niño/a. Esta asimetría involucra de manera significativa tensiones, dinámicas afectivas y de poder que entrarán en juego desde el comienzo y adquirirán cualidades diferenciales en cuanto a su intensidad en relación con las condiciones en las que se concretan los vínculos. Por ello, es pertinente tratar, a continuación, el tema de las instituciones, lo social y sus regulaciones.

Lo social, la institución

Como decíamos, la inclusión de los individuos en lo simbólico es su inmersión en lo social, pero lo social no es únicamente esa materia inerte en la que solos los individuos producen subjetividad e interactúan entre sí de forma mecánica, sino que lo social es materia actuante en la que y por la que, de manera necesaria, los sujetos se constituyen, subjetivan y también configuran lo social mismo. De esta manera, como efecto de sentido, lo social no es sólo la masa de intercambios, tampoco una experiencia de relación directa entre los hombres. Porque lo social, su presencia evidente:

Es el efecto patente de la conjugación de fuerzas, de imperativos […] de impulsos a la evocación y a la preservación de la memoria […] Lo social excede la fuerza, el tiempo vital y el deseo mismo de los sujetos, su ámbito de autonomía. Supone la continuidad del vínculo incluso más allá de la desaparición, como promesa, como espera, como compromiso, amparo. (Mier, 2007, p. 136)

Así, con su inmersión en lo social, los individuos también serán inmersos en las subsecuentes figuras y formas que se generan con ese entramado, las que estarán marcadas por la ineludible tensión que señala la tendencia a salvaguardar la individualidad preciada, solipsista, frente a lo que se vive como irrupción de lo otro. Es también la deriva de las múltiples posibilidades de afección, aprehensión y configuración sintética imaginaria de lo que esos otros generan, incitan y atajan. Comprende la figuración de la posibilidad de compartir un mundo común en el que los marcos de regulación, si bien parecieran apuntar a definiciones acabadas, son más bien esbozos de las posibles formas de reconocimiento —y control— de la acción de los sujetos (Mier, 2007). En el como si de la vida social, las diferencias son reconocibles en un permanente juego de contrastaciones, donde el sentido de la acción es identificable y puede exigirse que se compartan criterios de intercambio y de reciprocidad, en la aceptación de valores e intenciones. Lo social “‘como entidad moral’ no es más que la experiencia del sentido y la fuerza de la regulación y sus expresiones simbólicas” (Mier, 2007, p. 136).
Desde esta perspectiva, como señala Castoriadis (1999), la institución, como institución de la sociedad, es la expresión simbólica del hecho de que la sociedad se crea a sí misma como sociedad y se crea cada vez otorgándose instituciones animadas por significaciones sociales específicas de esa sociedad. La sociedad se constituirá haciendo emerger en su vida, en su actividad, la respuesta de hecho a un conjunto significativo de interrogantes que, como sentido encarnado, es el hacer social de esa colectividad en cada momento sociohistórico. Como creaciones histórico-sociales, son esos modos de hacer y decir que se han establecido así para permitir la vida del conjunto (Castoriadis, 1999) y conjurar el peligro de la disgregación (Durkheim y Mauss, 1963).
El lenguaje, las costumbres, las normas y las técnicas forman parte de estas creaciones, de la misma manera que la categoría de individuo, familia y también la de empresa para el sistema capitalista. Así mismo, la institución significa formas de decir, formas de hacer, herramientas y formas de proceder frente a las cosas. Debido a que ofrece un conjunto de categorías de pensamiento, fija las condiciones para el autoconocimiento, establece identidades y proporciona analogías con las cuales explorar el mundo. Implica a los sujetos en las condiciones equiparables de validez de un campo que articula los procesos, los tiempos y las identidades (Castoriadis, 1999; Mier, 2004). Lo simbólico, en este caso, no es solo forma de expresión del signo, de la significación, es la materia que conlleva la inteligibilidad del mundo e interviene en la conformación de las subjetividades. Siempre abierto, el simbolismo es esa potencia de “referir a otra cosa”, donde “esa otra cosa” es lo que se presenta como producto de las síntesis imaginarias en el concurso con los otros, en lo colectivo (Castoriadis, 1999).
De acuerdo con Mier (2004), lo que simbólicamente ofrecen las instituciones: marcos regulatorios (leyes, normas, reglas) aporta las condiciones para perfilar patrones habituales de acción y pueden hacerse presentes como formas diferenciales que refieren a consecuencias, suposiciones e incluso afirmaciones acerca de la conformación de identidades y de las pautas de concurrencia. Así, la institución como efecto imaginario, como red que se expresa simbólicamente, como trama estable de normas, crea una experiencia de totalidad en la que encuentra cabida y sentido la acción, donde se encuentran la exclusión y el impulso vinculatorio del deseo que suscitan tanto la potencialidad de la creación como la disrupción y la sofocación de las singularidades.

Las regulaciones sociales, su relevancia

En el entorno de la sociedad y sus instituciones, los marcos regulatorios, en distintas intensidades relativas a la obligatoriedad que implican, señalan las condiciones generales en las que es posible perfilar la acción individual y colectiva. Así, el sujeto, individual y colectivamente, atisbará los límites dentro de los que le será posible figurar sus acciones y las consecuencias que estará dispuesto a afrontar o no. El marco regulativo no es por sí mismo sinónimo de juridicidad ni mucho menos de tipificación de delitos. La gradación de la obligatoriedad va desde la regulación para la concurrencia que es contingente hasta los preceptos de la ley que, como la de la prohibición del incesto, regulan el orden de las sociedades, como lo ha señalado Mier (2004).
De manera que, al disiparse la norma en tanto que solicitación a condiciones generales para perfilar formas habituales de acción, los marcos en los que es posible prefigurar identidades, modos de decir y modos de hacer con uno mismo y con los otros quedan sometidos a la hegemonía de designación de valores y pautas individuales. El sujeto es sometido y somete a los otros a las condiciones de validez de marcos para la acción construidos solo a partir de las afecciones que individualmente son consideradas perjudiciales para la expresión plena de sí en lo individual. Así, los marcos de regulación que ofrecen una especie de calma para la angustia y el miedo ante la incertidumbre del vivir y de la muerte, al desdibujarse, dan pauta para su propio descrédito y, con este, dejan a los sujetos, individualmente, a la deriva de sus propios aprontes y descargas, sin un referente del cual asir su desconcierto para actuar.
¿Qué ocurre con esta disipación e individualización? En la institución, lo que ocurre es que, de acuerdo con Mier (2007), en los ámbitos escolarizados, por ejemplo, al presentarse estas disipaciones, fragmentaciones y multiplicaciones, con la vaguedad y zonas de penumbra que acompaña a los campos normativos, puede ocurrir que las normas sufran la intensificación que lleva a que se busque la ampliación tanto de su fuerza imperativa como del espectro de conductas a los que apelan: ninguno entiende, no reconocen la autoridad, no tienen límites. A partir de ello, se establecen reglamentos escolares o marcos para la convivencia escolar que buscan y postulan formas milimétricas de vigilancia conductual para la identificación de las disrupciones, de las trasgresiones a las normas que, luego de ser identificadas como tales, adquieren la significación y son catalogados como crímenes y delitos para, como tales, ser tratados con los castigos que competen a tales desviaciones. No hay escucha, no hay atención, no hay reflexión, no hay diálogo. Así, los dichos o acciones catalogados, tipificados, son llevados a lo jurídico.
Con lo anterior, no se desconoce, menos aún se niega, que en los ámbitos escolares se presentan conductas que pueden considerarse agravantes y peligrosas tanto para el sujeto como para las/os otras/os. Sin embargo, al presentarse distintas formas de trasgresión, ligadas a las confrontaciones individualizadas entre sujetos que no obedecen a aquellos/as —autoridades— que se representan en sí mismos como encarnación imaginaria de las leyes —normas, valores—, la multiplicidad de anomalías será enfrentada con el recrudecimiento de las normas y que, a la vez, conlleva su vaciamiento de sentido. Porque, de acuerdo con Mier (2007), la granulación y fragmentación de las normas, aun cuando implican su disipación y denigración como aportes para perfilar pautas de acción, no desaparece por completo las pretensiones de irrestricta universalidad de estas. Así: no es posible saber. No es posible pensar y, por tanto, no es posible reflexionar por qué y para qué tendría que seguirse tal o cual norma. A favor de qué cohesión y congruencia habría que resignar, por un instante, la individualidad y la omnipotencia.
Al fraccionarse los marcos de regulación, las y los jóvenes quedan sometidos no solo a la diversidad de experiencias, vacíos y múltiples significaciones a las que dan pauta, sino que al supeditarlos a las determinaciones de cada sujeto —familias, maestras/os— que solo reconocen su propia interpretación de dichos marcos, desde la representación que se hace de sí mismo como autoridad, se fracturan las condiciones en las que es posible apelar a la coherencia y consistencia de un marco que estaría ahí para regular los aprontes individualizantes de cada uno, se cancela la vigencia y el sentido de las normas. Porque, la supresión de la norma, como señal Mier (2007), retomando la perspectiva de Durkheim:

Es una violencia singular (…) que emerge de la contingencia misma de acciones sin norma. Un actuar gratuito en el vacío de valores y de finalidades. Es (…) la instauración de un régimen de angustia abierto al resplandor ocasional del encuentro. (p. 137-138)

Así, tanto jóvenes como adultos/as no encuentran los referentes que les permitirán perfilar sus acciones, los prejuicios ocupan el lugar de los valores que se han trastocado. En la dimensión colectiva, en su figuración, la confrontación pierde su carácter agonístico, cuyo papel es formativo. El sujeto solo es quien tiene que figurar algo que le ofrezca coherencia y la confrontación de valores resulta descarnada. Por ello es que, además de su importancia vital en el proceso de construcción de su lugar en el mundo, las relaciones con los pares se convierten, para las y los jóvenes, en ámbitos herméticos de refugio, confrontación agonística y de construcción de categorías para pensar el mundo.

Conclusiones

Con base en la argumentación previa, se puede concluir que, en la constitución del sujeto, en la configuración de su subjetividad y, posteriormente, en la sustentación, desarrollo y transformación de las sociedades, resulta ineludible la intervención de un otro como figura que garantice la sobrevivencia somática y actúe como portavoz del discurso del conjunto, y que ese otro tendrá que asumirse y responder como parte del colectivo y, desarraigado de su posición omnipotente, instaurar la necesidad de reconocer que nadie detenta solo el poder de la significación y la regulación, porque el mundo de las significaciones es un mundo colectivo: de todas/os y de nadie.
Lo anterior lleva a que, dada la ineludible tensión que señala la tendencia de los sujetos a salvaguardar su individualidad preciada frente a lo que se vive como irrupción de lo otro, las instituciones sociales y sus regulaciones son necesarias en tanto condiciones de aproximación reflexiva general, para prefigurar pautas en cuanto a lo que es posible decir o hacer en el entorno social. Y lo que acarrea su debilitamiento es que las y los jóvenes no pueden pensar —por lo demás, tampoco las personas adultas— y, en esas condiciones, las posibilidades de esbozar pautas para las potencias de acción se entorpecen y, más significativamente en ese desdibujamiento, se extravía la posibilidad de encontrar sentido, de mitigar el vacío y la angustia del vivir. Por tanto, las y los jóvenes actúan como si asumieran de observancia y valor general cada una de las normas que individualmente las figuras responsables de sus vidas les llevan a reconocer y así actúan como si obedecieran normas generales de valor para todos/as, pero luego las trasgreden nuevamente como si no tuvieran noticia de la trasgresión previa.
Aunque podemos decir que, como parte de la diversidad, discontinuidad y de esa especie de movimiento pendular en el que la vida de las sociedades transita del recrudecimiento hacia la relajación de la fuerza normativa, siempre ha habido trasgresiones, siempre ha habido jóvenes indóciles a las normas impertérritas esgrimidas frente a ellos/as por las generaciones previas y acaso esa es, en parte, condición de la transformación y el cambio en las sociedades. Y, efectivamente, también ha ocurrido la anomia como fenómeno social, como esos momentos en los que los sujetos no encuentran la manera de frenar ese deseo infinito por los objetos que simbólicamente no le son ofrecidos por la sociedad y es lo que anima la creación de formas inéditas de vida. Lo que ahora ocurre, sin embargo, es que, como parte de las modalidades disruptivas instauradas por el individualismo en la modernidad, emerge el cinismo como fenómeno más allá de un individuo solo y como fenómeno se extiende en tanto que “desconocimiento y disolución de los patrones generales de orientación de la acción [y que se rige] por un único principio general, la razón eficaz [meramente individual]” (Mier, 2007, p. 144).


En memoria de Andrea López, acrílico sobre tela. Ana María Martin

 

Frente a todo ello y como sociedad, especialmente en los ámbitos educativos y solo si queremos tratar de construir un mundo humanamente posible en el que las escuelas puedan volver a ser espacios de construcción de sueños para los jóvenes, lo que nos queda es tratar de recuperar la fuerza simbólica de la regulación a partir de hacer efectivo que nadie es dueño/a de la significación. Promover actividades en las que la escucha permita no solo la expresión de las dificultades de aprendizaje, sino que la imaginación aporte elementos creativos para hacer posible la expresión de las inquietudes e incertidumbres que aquejan a los jóvenes, perder el miedo a encontrarnos con ellos/as y tratar de reconocerlos/as sin taponar la escucha y la mirada con diagnósticos preestablecidos —prejuicios—. Erradicar el castigo como pauta de organización de la vida escolar y confiar en las posibilidades de cada joven para, colectivamente, definir pautas para la concurrencia, que remitan a reglamentos con obligaciones para ellos y también acercarlos a derechos y posibilidades. En otras palabras: frente al cinismo, tratar de ofrecer a jóvenes y adolescentes horizontes de sentido, ofrecerles el espacio y las posibilidades de que sus creaciones imaginarias, producto de las síntesis espacio-temporales que les suscitan los efectos de la incesante búsqueda de vías para la satisfacción de sus tendencias de afección y para la afección, encuentren las mediaciones que les permitan aceptar que esas creaciones se pueden inscribir en los criterios de la institución social y aceptar que es preciso dotarlas de modos de expresión apropiados y, además, que forman parte de la sociedad y que, a pesar de su condición humana, de su inacabamiento y soledad, no son unas moléculas asiladas que chocan entre sí, sin sentido.

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18. Turner, V. y Bruner, E. (Eds.). (1986). The Anthropology of Experience. University of Illinois Press.

Notas

1 En una búsqueda en Google Académico, con los identificadores: jóvenes y anómicos, se obtuvieron como resultado, solo en español, aproximadamente de entre 1950 y 5000 artículos académicos, desde perspectivas educativas, pedagógicas, psicológicas, médicas, psiquiátricas, jurídicas, sociológicas y del deporte.

2 Esto evoca una lectura simplista y forzada de la teoría de la evolución de Darwin, con la que se ha planteado que la vida social es un reflejo natural de la lucha de los individuos en la naturaleza.

3 Se utiliza la categoría de “figura y función de cuidado-crianza” en referencia a lo que, en cierta literatura psicoanalítica y psico-pedagógica, se reconocía como “figura de lo materno”, ya que actualmente se cuenta con evidencias sólidas de que la función no solo la cumple una madre o una mujer.