https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2021-250118

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ARTÍCULOS

 

“Te dicen que en la escuela vas a estar mejor, pero es más de lo mismo”. El sistema educativo entre la necropolítica y las pedagogías transformadoras

"They tell you that in school you'll be better off, but it's the same old thing”. The educational system between necropolitics and transformative pedagogies

Na escola dizem que você estará melhor, mas é mais do mesmo". O sistema educativo entre a necropolítica e as pedagogias transformadoras

 

María Belén Arribalzaga
Universidad Nacional de Tres de Febrero. Universidad de Buenos Aires, Argentina
belenarribalzaga@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-2233-6328

 

Resumen: Este trabajo surge de mi práctica profesional como docente en escuelas medias de barrios vulnerados de la zona sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En este artículo, me centraré en la relación entre la educación de nivel medio en adolescentes de contextos vulnerados y ciertos procesos específicos de violencia y exclusión, tales como la “muerte lenta” y la “necropolítica”. La hipótesis que presentaré es que, en determinados contextos, el sistema educativo alienta y (re)produce políticas de muerte que exponen a estas identidades masculinas a un mayor riesgo. Sostendré, además, que esto tiene su correlato en la construcción de identidades. Finalmente, plantearé que las pedagogías críticas y queer pueden ofrecer herramientas de resistencia y de transformación.

Palabras clave: Necropolítica; Muerte lenta; Adolescentes; Pedagogía queer; Sistema educativo

Abstract: This work is grounded in my professional practice as a teacher in middle schools in vulnerable neighborhoods in the southern part of the city of Buenos Aires. In this article I will focus on the relationship between middle-school education for teenagers from vulnerable contexts and specific processes of violence and exclusion such as "slow death" and "necropolitics". The hypothesis I will present is that in certain contexts, the educational system encourages and (re)produces a politics of death that exposes these male identities to greater risk. I will also contend that this has its correlation in the construction of identities. Finally, I will suggest that critical and queer pedagogies can provide tools for resistance and transformation.

Key words: Necropolitics; Slow death; Teenagers; Queer pedagogy; Educational system

Resumo: Este trabalho surge de minha prática profissional como professora em escolas de ensino médio, em bairros vulneráveis, na zona sul da cidade de Buenos Aires. Neste artigo, focalizona relação entre a educação de nível médio em adolescentes de contextos vulneráveis e determinados processos específicos de violência e exclusão, tais como a "morte lenta" e a "necropolítica". A hipótese apresentada é que, em determinados contextos, o sistema educacional incentiva e (re)produz políticas de morte que expõem as identidades masculinas em risco ainda maior. Também afirmo que este fenômeno tem sua correlação na construção das identidades. Finalmente, proponho que as pedagogias críticas e queer podem fornecer ferramentas para a resistência e a transformação.

Palavras-chave: Necropolítica; Morte lenta; Adolescentes; Pedagogia queer; Sistema de educação.

 

Introducción

El siguiente trabajo surge de mi práctica profesional como docente en escuelas medias de barrios vulnerados de la zona sur de la ciudad de Buenos Aires. En este artículo, me centraré en la relación entre la educación en adolescentes de nivel medio de contextos vulnerados y los procesos de violencia y exclusión, tales como la “muerte lenta” y la “necropolítica”. La hipótesis que presentaré es que, en determinados contextos, el sistema educativo alienta y (re)produce políticas de muerte que exponen a estas identidades masculinas a un mayor riesgo y que las pedagogías críticas y queer pueden dar herramientas de resistencia y de transformación.
Es preciso aclarar que este escrito forma parte de una investigación más amplia en la que exploro cómo se configuran las identidades cis masculinas en contextos vulnerados y en la que propongo que estas son el resultado de una combinación e interjuego muy específicos entre la “necropolítica” y la “muerte lenta”. Es decir, las violencias y las exclusiones que tienen lugar en estos espacios configuran la construcción de una forma de masculinidad particular que, en muchos casos, se ve expuesta al riesgo de muerte. El estudio pone el foco en una forma específica de masculinidad que se da en estos contextos, en la que la violencia —o su potencial ejercicio— está a la orden del día. Si bien no es la única forma en la que se manifiesta la masculinidad cis en estos contextos, considero urgente realizar un estudio analítico de esta forma específica de la cis masculinidad, desde una mirada interseccional que tenga en cuenta otras variables como la clase, situación habitacional, escolarización y edad.
A los fines de esta presentación, en una primera instancia, indagaré en el vínculo entre las políticas de “muerte lenta”, las “necropolíticas” y las identidades cis masculinas adolescentes. En segundo lugar, daré cuenta de la situación educativa de nivel medio en estos contextos. Tal como se evidencia en la frase que da título a este trabajo —emergida en conversaciones con estudiantes—, para los y las jóvenes,[1] el paso por la escuela media es experimentada como una instancia más de violencia. Por ello, me centraré en el rol del sistema educativo en la (re)producción de violencias y exclusiones, y propondré que esto tiene su correlato en la construcción de identidades. En muchas situaciones, todo ello deriva en la deserción escolar y, en este punto, los adolescentes se encuentran aún más expuestos a formas de riesgo que derivan, en ocasiones, en la muerte. Pareciera que, bajo determinadas circunstancias, el sistema educativo termina (re)produciendo las necropolíticas al exponer a estos jóvenes a situaciones de alto riesgo.
En el último apartado, propondré a la pedagogía queer y a algunos enfoques críticos como herramientas de transformación. La incorporación de la pedagogía queer, en este trabajo, no busca importar términos del Norte Global, sino resignificarlos a través de la especificidad del Sur Global (López-Pereyra, 2020; Pérez y Trujillo, 2020) y, en este caso, de los contextos vulnerados de la Ciudad de Buenos Aires. Por todo esto, el siguiente texto tiene los objetivos de, por un lado, poner sobre la mira los efectos del sistema educativo en la constitución de las identidades cis adolescentes masculinas en contextos vulnerados y, por el otro, recuperar diferentes teorías de la educación que nos marcan un horizonte que alcanzar.    

Muerte lenta, necropolítica y masculinidades en contextos vulnerados

En este apartado, analizaré brevemente la situación actual en los contextos vulnerados del sur de la ciudad bajo la luz que nos brindan las nociones de “muerte lenta”, “necropolítica” y “masculinidad”.
Lauren Berlant, teórica estadounidense del campo de la teoría queer y estudios de los afectos, propuso el concepto de “muerte lenta” para referir al desgaste de poblaciones y al deterioro que sufren esas personas. Un deterioro basado en su propia condición de existencia (Berlant, 2007, p. 754). Berlant aclara que la “muerte lenta” lejos está de eventos traumáticos o episodios específicos, sino que consiste en “ambientes temporales” que se identifican con la vida cotidiana. A diferencia de la idea de “crisis”, la noción de “muerte lenta” permite comprender que se crean escenarios, en la vida cotidiana de estas poblaciones, que garantizan la duración y la escala de la muerte (Berlant, 2007, p. 760). Lejos de ser un evento puntual que puede terminar, la noción de Berlant es un modo de relación social. Esta categoría puede servirnos para comprender las implicancias de la desigual oportunidad de acceso a condiciones dignas de vida, la educación y la salud para los sectores vulnerados del sur de la Ciudad de Buenos Aires. Podemos decir, retomando los aportes de Berlant, que estos se han visto y se ven afectados por la “muerte lenta” que conducen a su desaparición física en tanto las condiciones de vida mínimas no están garantizadas.2 Adicionalmente, el actual contexto provocado por la pandemia de SARS-COV-2 aceleró los procesos de “muerte lenta” dejando al descubierto que la falta de políticas que atacaran los problemas estructurales hizo de estos barrios lugares de muerte. Sin embargo, no son estas las únicas formas de violencia que se ponen en juego en estos contextos. Los abusos por parte de fuerzas de seguridad y los enfrentamientos entre grupos de jóvenes también permiten mostrar cómo la necropolítica actúa en estos barrios. El término “necropolítica” fue acuñado por Achille Mbembé, filósofo e intelectual camerunés dedicado a los estudios poscoloniales, para dar cuenta de un orden político basado en el control y el poder de dar muerte. En la ocupación colonial, plantea el autor, “la soberanía es la capacidad para definir quién tiene importancia y quién no, quién está desprovisto de valor y puede ser fácilmente sustituible y quién no” (Mbembé, 2011, p. 46). A partir del análisis del sistema de plantación, el apartheid y la ocupación colonial en Palestina, el autor sostiene que el término de “biopoder” es insuficiente para dar cuenta de las formas contemporáneas de sumisión de la vida al poder de la muerte (Mbembé, 2011). En cambio, propone pensar esos espacios como lugares en donde se combina lo disciplinario, la biopolítica y la necropolítica. Las políticas de la muerte y el poder de dar muerte permiten entender por qué se constituyen determinados lugares donde las poblaciones tienen el estatus de muertos-vivientes (Mbembé, 2011).
Tanto los abusos por parte de las fuerzas de seguridad como los enfrentamientos entre grupos de pares —fenómenos que en absoluto tienen el mismo grado de responsabilidad— exponen a los jóvenes al riesgo de muerte temprana. Varias organizaciones (CELS y HRW, 1998; CELS, 2013, 2016, 2019; CORREPI, 2017, 2020) dan a conocer, periódicamente, a través de sus informes anuales e informes especiales, las prácticas de hostigamiento y humillaciones que, en gran medida, se dirigen a los jóvenes varones de barrios vulnerados. Los informes coinciden en que las prácticas de las fuerzas de seguridad que terminan con la muerte de jóvenes, en reiteradas oportunidades, surgieron de microviolencias cotidianas tales como el “verdugueo” o la provocación. Siguiendo a Mbembé, podemos ver que en estos barrios se constituyen nuevas relaciones sociales y espaciales en las que algunas personas son marcadas como desechables y, en los casos de “gatillo fácil”, son ejecutadas por ello.
Con relación al enfrentamiento entre jóvenes, es preciso aclarar que su participación en situaciones de violencia forma parte de la construcción de su identidad masculina, atravesada por la clase, la edad, el barrio en el que viven y las políticas de muerte recién mencionadas. El uso de la violencia —potencial o real— es una forma de dirimir conflictos entre diferentes grupos de jóvenes (Cozzi, 2018; Pita, 2018). Insisto en que la existencia de estas prácticas no esequiparable a los casos de violencia institucional. En cambio, estas situaciones dan cuenta de un entramado mayor en el que la violencia es vehículo de formas de reconocimiento entre pares (Cozzi, 2018). Aun así, tanto los conflictos entre jóvenes como las prácticas abusivas de las fuerzas de seguridad conducen a un riesgo de muerte. Esto condice con las estadísticas oficiales que señalan que, entre las primeras tres causas de muerte en varones entre 15 y 34 años, se encuentra la ocasionada por disparo de arma de fuego (DGEyC, 2015, 2019).
El entramado de “muerte lenta” y “necropolítica” analizado hasta aquí da lugar a formas específicas de masculinidad. Para completar el examen de este fenómeno, resulta fundamental incorporar los desarrollos de los estudios de masculinidad en torno a cómo se constituye dicha identidad. En esta ocasión, dentro del enorme acervo de este campo, que se ha concentrado principalmente en la cis masculinidad hegemónica, me detendré en algunas líneas de análisis que aportan a la comprensión de los vínculos entre masculinidad, riesgo y juventud.
Autores como Michael Kaufman y Benno de Keijzer postulan la cis masculinidad como un factor de riesgo en la configuración de las identidades. La obra Hombres, placer, poder y cambio de Kaufman (1989), publicada originalmente en inglés en 1987, fue fundamental en los estudios de masculinidades. El autor parte de una noción de masculinidad construida socialmente. Desde allí, se pregunta cuál es el vínculo entre la masculinidad y la violencia y concluye que la violencia masculina no solo debe verse como aprehendida individualmente, sino que se sostiene con estructuras sociales, políticas y económicas de violencia (Kaufman, 1989). Sostiene que la masculinidad es frágil y, al provocar tantas inseguridades, la forma en la que se expresa su dominación es a través del uso de la violencia. Aquí, el autor presenta su hipótesis central de que la violencia masculina conforma una tríada: es violencia contra las mujeres —en tanto debe afirmar la dominación sobre ellas—, contra otros hombres —en tanto debe confirmar su heterosexualidad y su virilidad—, y contra sí mismo —en tanto reprime las emociones vinculadas a la pasividad— (1989).
Estos aportes fueron retomados por Benno de Keijzer (2003) quien propuso que el modelo hegemónico de masculinidad es un factor de riesgo. El autor se centra en la importancia del trabajo para la conformación de la identidad masculina. El cuerpo es entendido como un instrumento para trabajar y, en tanto esa es la prioridad, el cuidado del cuerpo o de otros es, según este modelo, una tarea femenina (de Keijzer, 2003). En síntesis, el modelo hegemónico que analiza el autor se centra en la desvalorización del cuerpo propio, de las tareas de cuidado —para sí u otras personas— y en la búsqueda de éxito laboral. Todo esto, en consonancia con la tríada de la violencia propuesta por Kaufman, conducen a interpretar que la masculinidad es un factor de riesgo para otros varones, para las mujeres y, finalmente, para sí mismos.
Ambos análisis ponen de manifiesto los distintos niveles en los que afecta la violencia masculina y, además, dejan al descubierto la cantidad de variables que se ponen en juego en la configuración de la identidad masculina. Lejos de ser estática y dar cuenta de una “esencia masculina”, estas miradas ubican la construcción de la masculinidad en un interjuego de variables. En adición, estos enfoques dan cuenta del impacto del mandato de masculinidad dominante en los propios varones. Cabe preguntarse cómo afecta este modelo cuando se cruza con otros marcadores identitarios tales como la clase.
Por esto último, analizar las imágenes construidas en torno a ciertas masculinidades en términos de “jóvenes violentos” nos permitirá entender que ciertos discursos se asocian a la clase. Estas imágenes, incluidas las forjadas en las escuelas, tienen un fuerte impacto en la construcción identitaria de estos adolescentes (Kaplan, 2012). Carina Kaplan señala que este sector de la juventud está asociada al peligro y proliferan —especialmente en los medios de comunicación— discursos que legitiman el miedo hacia ese grupo etario. Esto supone un acto de estigmatización que se realiza a partir de las etiquetas o prejuicios con los que se asocian a los jóvenes.[2] En estos procesos, se ponen en juego dinámicas de poder en donde un grupo ―adultos/as— nombran a otros/as —los jóvenes— y les atribuyen comportamientos violentos a partir de la apariencia. El varón pobre con “determinados rasgos físicos se lo asocia con ladrón y/o violento” (Kaplan, 2012, p. 46). Así, los jóvenes de sectores vulnerados están directamente asociados con la violencia por su mera pertenencia de clase —la violencia pasa a ser un rasgo esencial e inherente de determinada clase, género y edad— (Kaplan, 2009). A su vez, estos discursos e interpretaciones tienden a habilitar un mayor control estatal sobre individuos subalternos ya que, en los últimos años, las políticas estatales que han prevalecido son las medidas represivas, de control y vigilancia. Estos discursos que se reflejan en las escuelas, pero que tienen un correlato en la sociedad, responden a una progresiva criminalización de la pobreza[3] y, en especial, de los jóvenes pobres que se constituyen en principales sospechosos (Kaplan, 2011a, 2011b). Por todo esto, se puede afirmar que los discursos de “mano dura” legitiman la necropolítica de las fuerzas de seguridad sobre los adolescentes cis varones de sectores vulnerados —tal como apuntan los informes ya mencionados—.            En conclusión, estas identidades cis masculinas, en contextos vulnerados, son producto de la intersección de la clase de los jóvenes, el barrio en el que viven, los discursos que circulan sobre ellos, el proceso de escolarización —que analizaré en el próximo apartado— y las condiciones en las que viven que, a su vez, están atravesadas por la “muerte lenta” y la “necropolítica”. Estas identidades, además, se ven expuestas a la muerte de forma permanente. En lo inmediato, en el puesto de las fuerzas de seguridad, en las disputas entre jóvenes vinculados a actividades criminalizadas. En el largo plazo, a través de la “muerte lenta”, en el agua contaminada, en la sala de espera del hospital. Está ahí, cerca; y, aun así, a veces hay espacio para correrse. Lo único que resulta evidente es que “el ser adolescente cis varón” en determinados contextos no puede analizarse sin tener en cuenta las múltiples violencias y categorías que los atraviesan. 

El sistema educativo como (re)productor de violencias y exclusiones en contextos vulnerados

El sistema educativo y su expresión más cercana a los jóvenes, la escuela, no son ajenos a estos procesos de constitución de sus identidades. A continuación, esbozaré algunas de las formas en las que el sistema educativo (re)produce violencias y exclusiones en las vidas de los jóvenes cis varones. Si bien las violencias producidas por el sistema en tanto que clasifican las trayectorias escolares y, por ende, las existencias posibles dentro de las aulas fueron analizadas por Michel Foucault en Vigilar y Castigar[4]en términos de biopolítica, considero que, en estos contextos, es preciso dar cuenta de la otra cara del fenómeno: la necropolítica. El sistema educativo no solo selecciona y produce las poblaciones aptas para el mercado, para “vivir en sociedad”, sino que también selecciona las desechables. Los problemas a tratar serán, de una parte, aquellos vinculados con cuestiones estructurales cuyas expresiones son el fracaso escolar, la normalización, la fragmentación de las propuestas educativas y las medidas compensatorias. Por otro lado, en un nivel más individual —aunque fuertemente arraigado en los discursos disponibles en esta sociedad—, se analizará el problema de los “etiquetamientos” y clasificaciones que los y las docentes realizan (realizamos) sobre el estudiantado. Tanto los problemas estructurales como los individuales tienen el efecto de (re)producir violencias que excluyen a los jóvenes y, por ende, los exponen a peligros mayores.
En primer lugar, el problema que más afecta es el denominado “fracaso escolar”, cuyo mayor exponente es el abandono escolar. Existe un amplio consenso en torno a los motivos que llevan a los y las jóvenes a interrumpir sus trayectorias escolares (Jacinto y Terigi, 2007; Tenti Fanfani, 2008; Mitchell y Peregalli, 2014). Entre ellos, podrían ubicarse los factores económicos, la estructura y dinámica familiar y los factores escolares. Los enfoques que problematizan la patologización del estudiante como la principal explicación del abandono escolar proponen reemplazar esa interpretación por otra que coloque el “fracaso escolar” en una relación entre las personas y las condiciones en las que tiene lugar su escolarización (Terigi, 2009). El abandono escolar debe verse como un proceso y no como un acontecimiento, ya que en sus itinerarios escolares se pueden observar múltiples situaciones que preanuncian la deserción (Tenti Fanfani, 2008).
En este sentido, así como Berlant propone la idea de “muerte lenta” como ambientes temporales que afectan la vida cotidiana, es posible pensar el abandono escolar como una suerte de “deserción lenta” que implica la creación de un ambiente de “fracaso escolar” que va delineando un proceso paulatino, pero que, a largo plazo, tendrá el efecto de expulsar a los y las jóvenes del sistema.
Ahora bien, el “fracaso escolar” no solo se vincula con la deserción, sino que también se relaciona con la falta de acceso a las instituciones escolares, con la falta de permanencia y, finalmente, con el acceso a contenidos insuficientes o de baja relevancia que comprometen una trayectoria educativa posterior (Terigi, 2009).
La trayectoria escolar teórica implica que cada estudiante siga la progresión lineal prevista por el sistema educativo —a determinada edad, estará en el año escolar escolar estipulado y avanzará cada año hasta recibirse—. Esto supone que la persona debe respetar los tiempos señalados por el sistema y debe cumplir requisitos básicos como la presencialidad. Podríamos decir que la trayectoria teórica se basa en el ordenamiento del tiempo que determina a qué etapas de la vida corresponden diferentes niveles escolares (Terigi, 2014). Es decir, las trayectorias escolares se miden en función de las expectativas que el sistema educativo tiene  sobre el estudiantado.
Todas las otras variantes de escolaridad —ingresar tarde al sistema, abandonar temporalmente y volver, repetir, entre otros— no entran en lo que el sistema espera de los y las estudiantes y forma lo que denomina las “trayectorias reales”. Aquí radica una hipótesis harto relevante para este trabajo: el sistema produce determinadas trayectorias escolares y esto queda oculto bajo la patologización del/de la estudiante (Terigi, 2014).
En el actual sistema educativo, la gradualidad se combina con la duración anual de los años de instrucción. Esto hace que, en el nivel medio, quien adeuda más de tres materias deba recursar todo el año. El mayor problema es que si bien se aceptan trayectorias diferentes, la organización del sistema es rígida lo que, inexorablemente, generará estudiantes en “riesgo educativo”. Los factores considerados como “riesgo educativo”[5] —sobreedad, repitencia, abandono, embarazo adolescente— no son un problema per se, sino que se constituyen como tal en un sistema que se organiza con base en los modelos ideales de las trayectorias teóricas. A modo de ejemplo, la edad de un/una estudiante se convierte en un problema solo si no cumple con la establecida para el año escolar que debería cursar. Por este motivo, la existencia de jóvenes que no cumplen con estas expectativas supone una perturbación en el sistema, pero, en sus vidas, genera tal marca que, en ocasiones, conduce al abandono (Terigi, 2014). Por todo esto, es urgente pasar del modelo que responsabiliza a los y las estudiantes y que pone bajo sospecha su educabilidad a otro que responsabilice al sistema escolar y ponga en duda la lógica disciplinante del mismo (Baquero et. al., 2009).El “fracaso escolar”, entonces, estaría imbricado con los procesos de normalización que propone el sistema educativo. La escuela funciona como un espacio disciplinador ya que controla cuerpos, clasifica identidades y excluye aquellas que se escapan de la norma. Esto ha sido demostrado ampliamente por la pedagogía queer (Britzman, 2018a y 2019; Lopes Louro, 1999, 2019; Luhmann, 2019). De este modo, el paso por las instituciones escolares debe dejar marcas en los cuerpos y en las identidades. Así, un cuerpo escolarizado debe mostrarse capaz de estar sentado muchas horas o de hacer silencio. El cuerpo disciplinado hace carne el proceso de escolarización (Lopes Louro, 1999).
 En este sentido, así como he señalado que el “fracaso escolar” podría pensarse como una “deserción lenta”, retomando a Berlant, es posible pensar qué efectos inmediatos tiene en los jóvenes. Si tenemos en cuenta que los adolescentes varones de contextos vulnerados se ven atravesados por la necropolítica —en los casos de violencia institucional y de enfrentamientos entre grupos de pares—, cabe aseverar que la exclusión de la contención que pueden dar las instituciones educativas potencia el riesgo de exposición a esta política de muerte. La exclusión de los ámbitos educativos debe evaluarse en función de la clase —entre otras variantes— de la población afectada. Si bien el abandono escolar tiene consecuencias para todas las personas, es preciso reparar en el riesgo que supone para determinadas masculinidades de contextos vulnerados.
 Otro de los problemas en torno a la realidad del sistema educativo actual, y la consiguiente (re)producción de violencias, se relaciona con la fragmentación de las propuestas educativas. Esto fue producto de la ampliación de la obligatoriedad. A medida que se fueron incorporando nuevos sectores de la sociedad, el sistema educativo fue construyendo nuevos “fragmentos” que iban delimitando qué tipos de estudiantes era aptos para cada propuesta. Cada institución educativa tiene un límite que demarca la población que admite y quienes quedan fuera deben acudir a otra institución que les incluya (Tiramonti, 2011).
 Si bien el sistema educativo de la ciudad de Buenos Aires contempla normativas que previenen estos mecanismos expulsivos, “persisten dinámicas selectivas y discriminatorias a través de las cuales, los más vulnerados son limitados en el acceso a la educación” (Grupo Viernes, 2008, p. 63). En tanto el formato escolar tradicional sigue operando como marco y guía, se demarcan los cuerpos de quienes pueden tener acceso al sistema educativo y aquellos que serán descartados, expulsados, en tanto no cumplen los requisitos de acceso, permanencia y egreso (Grupo Viernes, 2008).  Las recorridas entre distritos para acceder a una escuela que les garantice el derecho a la educación, como se ha dicho anteriormente, es una de las formas en las que el sistema va provocando el desgaste, el deterioro sobre estos cuerpos. De este modo, y retomando la idea de una “deserción lenta”, se va produciendo una exclusión que tiene lugar en la vida cotidiana y que termina con la deserción.
Las llamadas “medidas compensatorias” —esto es, políticas que van desde la asignación de una beca hasta la modificación de proyectos institucionales que busquen facilitar el acceso y la permanencia en el sistema educativo— son parte del problema estructural ya que, si bien intentan “corregir” las desigualdades y ofrecer mayores oportunidades a quienes no las tienen, continúan reproduciendo un modelo que clasifica y expulsa. Existe un cierto consenso en que las medidas destinadas a las poblaciones más postergadas suelen dar resultados parciales ya que son muy limitados sus alcances. Además, varios/as autores/as concuerdan en los efectos negativos que pueden generarse: estigmatización de las instituciones ubicadas en contextos vulnerados, condescendencia pedagógica —esto es, relegar contenidos en pos de atender necesidades básicas— y, en consecuencia, una sobrecarga de las tareas de la escuela (Dussel, 2014; Jacinto y Terigi, 2007; Tenti Fanfani, 2008). Adicionalmente, las medidas compensatorias pueden ser criticadas en su intento de “incluir” al otro/la otra ya que no modificarían la estructura de opresión y exclusión que provoca las desigualdades, sino que intenta ampliar el límite de lo que se incluye dentro de la “normalidad” (Kumashiro, 2000; Ocampo González, 2018; Planella y Pie, 2015). Resulta interesante observar cómo desde diversas teorías se apunta a la necesidad de poner en duda el sistema que excluye en vez de correr el límite de aquello que se incluye.
Finalmente, y en un nivel más interpersonal —entre jóvenes y docentes—, se encuentran los procesos de etiquetamiento y clasificación que realizamos los y las docentes. En el apartado anterior, he mencionado el estudio de Kaplan sobre las imágenes de los “jóvenes violentos”. Aquí, considero necesario retomar sus aportes ya que la autora propone, desde un enfoque socioeducativo, hacer visibles los procesos de clasificación y etiquetamiento que sufren los y las jóvenes —todos/as— al ser nombrados/as de diferentes formas. De esto modo, y al igual que sucede en el acto de nombrar a alguien como “violento” o como “buen/mal alumno/a”, no solo se lo etiqueta, sino que también se pone en marcha una serie de expectativas basadas en esa tipificación. Así, un mero acto de nominación pasa a ser una especie de predicción de la conducta esperada (Kaplan, 2013). Todo esto tiene un impacto silencioso, pero certero, en la constitución de las identidades de los y las jóvenes, quienes hacen suyo un juicio sobre ellos/as. El prejuicio colectivo —supongamos que es “violento” por su género y condición de clase y, por ende, “mal alumno” porque se “vive peleando con otros”— se convierte en un acto de conciencia individual (Kaplan y di Napoli, 2017). El etiquetamiento será más exitoso en función de la autoridad y el poder de quien nomine y el efecto será producir diversas trayectorias escolares.
Se observa, entonces, que los actos de clasificación y etiquetamiento producen trayectorias escolares diversas a partir de reforzar los procesos de normalización. La forma en la que los y las docentes nombran (nombramos) a los y las estudiantes tiene un efecto en la constitución de sus identidades y, por ende, en el desarrollo de itinerarios escolares más o menos exitosos, según sea el caso. Es de suma importancia detenerse a pensar en estas formas de exclusión ya que, de no hacerlo, los adolescentes varones de contextos vulnerados corren un riesgo de ser etiquetados como “violentos” o “malos alumnos”. El mayor riesgo de esto será transmutar desigualdades sociales en desigualdades de una supuesta naturaleza (Kaplan, 2008). Estas prácticas tienen lugar en suposiciones tales como “está desescolarizado porque se porta mal”, “se vive peleando”, “repitió porque le cuesta” o, su variante más cruel, “no le da”.
Este último mecanismo de exclusión y de (re)producción de violencias es el que se presenta en la expresión más concreta del sistema educativo: el aula. Sin embargo, se hace evidente que los procesos que allí tienen lugar refuerzan las violencias estructurales tales como el “fracaso escolar”, la normalización y la fragmentación de las propuestas pedagógicas. Estas clasificaciones y etiquetamientos jerarquizan y seleccionan los cuerpos más aptos para el sistema escolar. Refuerzan la existencia de escuelas para “repetidores”, “chicos que se portan mal” y “pobres” y tienen el efecto de responsabilizar únicamente a los y las estudiantes de su escolarización —con la contracara de la meritocracia como única salida—. En los hechos, pareciera que la suerte del estudiantado ya está echada de antemano y que sus identidades son inmutables. Esto último demuestra cómo discursos actúan sobre nosotros antes de que podamos hablar. Así como, por ejemplo, existe una asignación de género que crea y hace circular determinados ideales del género y los ubica como “esencias naturales” (Butler, 2014), pienso que también podríamos hablar de una “asignación de clase” que hace circular determinados ideales. Si somos vulnerables a determinados nombres, apodos que se nos imprimen de forma anterior a cualquier acto de la voluntad, considero que también podríamos pensar en esa asignación de clase en donde la forma de nombrar se registra en estas identidades aun antes de que puedan hablar siquiera. Nuevamente, diversos enfoques dan cuenta de que las identidades no son un destino. Considero que este aspecto es central en el presente trabajo, no solo porque da cuenta de la interseccionalidad que afecta la conformación de identidades, sino porque ayudará a comprender que la identidad cis masculina que analizo no es un destino final ni es inmutable.
Las violencias y exclusiones hasta acá mencionadas cobran mayor relevancia en el sur de la Ciudad de Buenos Aires. Esta situación ha tomado otras dimensiones desde la universalización y obligatoriedad de la enseñanza media en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires —establecida en el 2002 con la ley Nº 898—.[6]Esto no trajo aparejado mayores niveles de acceso al sistema, permanencia y obtención de educación de calidad, sino que, por el contrario, continuó expulsando a gran cantidad de jóvenes, tendencia que se refuerza aún más en el sur de la ciudad. Los informes producidos por el Ministerio Público Tutelar de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (2012) y aquellos elaborados desde el Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (2011, 2014 y 2015) coinciden en señalar que, a pesar de lo establecido por la ley N° 114 de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, que establece la obligación del gobierno de garantizar y llevar adelante medidas de retención escolar, la realidad de los y las jóvenes de sectores vulnerados dista de ser la esperada. Estos informes señalan que, en la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires, se centra la mayor deficiencia en la cobertura escolar. En esta zona, se concentran altas tasas de hacinamiento en las aulas y la mayor caída de la matrícula escolar a lo largo de la trayectoria escolar.[7] Además, el informe del Ministerio Público Tutelar (2012, p. 17) precisa que, en esta región, se observa una “histórica deuda” en materia de derecho al acceso de la educación. Excede los límites de este trabajo, pero “la histórica deuda” resulta evidente en el actual contexto provocado por el virus SARS-COV-2 y la brecha digital que existe entre los barrios vulnerados y el resto de la ciudad. En suma, los datos empíricos revelan que las violencias y exclusiones de las que hemos dado cuenta se refuerzan en los sectores más vulnerados de la ciudad. A partir de lo dicho hasta acá, es evidente el permanente desgaste que viven los y las estudiantes cuyas trayectorias no son las esperadas y se puede afirmar, siguiendo a los y las autoras, que previo a la deserción escolar, se genera un ambiente de abandono. En adición, al individualizar, al marcar las responsabilidades de quien es “violento”, quien repite, quien queda afuera, lo que hace el sistema educativo es gestionar los cuerpos que pueden estar y cuáles no. Esto implica no solo clasificar las trayectorias educativas posibles, sino marcar las que no siguen los ideales como trayectorias —y, en definitiva, vidas— descartables.
En términos de Clara Valverde Gefaell (2015), la necropolítica no solo gestiona los cuerpos y marca los cuerpos desechables —como decía Mbembé—, sino que culpa a las personas afectadas de su propia suerte. Esto es lo que indicaban Terigi y Kaplan al advertir el problema que supone una mirada patológica e individualista que culpa al estudiante de su situación. A su vez, varios/as autores/as apuntaron el peligro de las medidas compensatorias que continúan reproduciendo las desigualdades. Esto se puede relacionar con el peligro de la “tolerancia” que, según Valverde Gefaell, esconde, detrás de buenas intenciones, una práctica que “gestiona la presencia de lo que se busca excluir” (2015, p. 40). Podríamos pensar que la mera existencia de programas que pretender ser “inclusivos” esconden detrás de su buena voluntad el efecto de marcar poblaciones cuyas vidas, pareciera, están destinadas a ser excluidas del sistema.
Por todo esto, las violencias recién mencionadas tienen el efecto de expulsar a muchos/as jóvenes del sistema. Sin embargo, cuando sus vidas están atravesadas por políticas de muerte y cuando sus identidades están entramadas en determinada condición de clase y género, el daño de la desescolarización los afecta de una forma muy específica en la que la exposición al riesgo de muerte siempre está presente —en el corto o largo plazo— y en la que el margen de acción de estos jóvenes se ve muy acotado. 

Las pedagogías transformadoras como horizonte 

Los enfoques críticos y la pedagogía queer no solo contribuyeron en la descripción y el análisis de las violencias y exclusiones del sistema educativo, sino que también han delineado líneas de pensamiento y acción para la transformación.
Un primer conjunto de propuestas ha sido mencionada anteriormente como contrapunto al sistema educativo formal. Entre ellas, encontramos las propuestas que nos exhortan a poner en cuestión los procesos de normalización que tienen lugar en las instituciones educativas y cuya principal consecuencia es la clasificación de estudiantes y la producción de trayectorias escolares inconclusas. Desde la pedagogía queer se rechazan las prácticas de normalización y se propone dar lugar a la proliferación de cuerpos, géneros, relaciones sociales, afectos y amor (Britzman, 2018a). Poniendo en duda la “normalidad”, salen a flote las exclusiones que esta genera. La propuesta, entonces, es romper los binarios centrales que han delineado nuestra existencia y que nos han ubicado a un lado u otro de la norma (Bello Ramírez, 2018; Britzman, 2018a, 2019; Luhmann, 2019). Esto es posible si se comprende, tal como lo propone la pedagogía queer, que las identidades son fluidas, cambiantes, inestables, contradictorias e inacabadas. Estas son “redefinidas, desestabilizadas y profundamente atravesadas por las marcas de género, raza, nacionalidad, generación, aspecto físico” (Britzman, 2018a, p. 39).
Llevar esta mirada al aula es acertada ya que, al reconocer que las identidades no son destino ni son únicas y estáticas, favorece procesos de desetiquetamiento (Kaplan, 2008, 2009; Terigi, 2009). El primer paso consiste en hacer evidentes los prejuicios y las expectativas diferenciales en relación con el estudiantado. En vistas a la situación de los jóvenes de sectores vulnerados, alentar una mirada no criminalizante sobre ellos puede favorecer a una autopercepción de mayor estima social (Kaplan, 2012). Poner a disposición discursos que dejen de criminalizar y legitimar miradas punitivas sobre sus realidades se convierte en un primer paso necesario.
 En segundo lugar, estas miradas también nos invitan a poner en duda el mecanismo clasificador por excelencia: la evaluación. Los momentos evaluativos, tal como se los concibe tradicionalmente, son fundamentales para definir quién aprende y quién no. Ahora bien, la ausencia de una problematización del conocimiento puede hacer que los y las docentes produzcan (produzcamos) el fracaso escolar (Terigi, 2009).
Esto último nos lleva a un binomio central en educación: conocimiento-ignorancia. Aquí, es importante aclarar que cada término del par no se opone, sino que se implican mutuamente. En el par conocimiento-ignorancia, el último solo es inteligible a partir del primero (Luhmann, 2019). No existe, entonces, un conocimiento verdadero y otro falso ―como el sistema educativo nos acostumbra a clasificar—. Entenderlo así supone que el conocimiento es sólo información y que los y las estudiantes son seres pasivos. En cambio, es preciso poner el foco en las condiciones para entender o rechazar un conocimiento. La ignorancia, entonces, no es una falta de conocimiento, sino el deseo de no saber, el rechazo activo a ese conocimiento (Britzman, 2018a, 2019, 2018b; Luhmannn, 2019). Aquí, desde la teoría y pedagogía queer, se insiste en poner en cuestión el conocimiento y presentarlo como una pregunta interminable (Luhmannn, 2019).
Un segundo conjunto de propuestas alternativas apunta al nivel estructural y consiste en complejizar la idea de “inclusión” y las medidas o programas que tienden a eso. En este punto, es preciso aclarar que no se pretende culpabilizar a los y las docentes que trabajan en dichos programas, sino poner en duda la existencia de estos últimos. En tanto el sistema educativo tal como lo conocemos no se ponga en duda, las medidas compensatorias o la fragmentación de las propuestas educativas no harán más que reforzar la exclusión (Dussel, 2011, 2014; Jacinto y Terigi, 2007, 2014; Tenti Fanfani, 2008). En este sentido, las escuelas de reingreso[8] parecieran marcar un camino, ya que ponen en duda la organización escolar del sistema educativo tal como lo conocemos. En la actualidad, estas propuestas resultan ser insuficientes —existen ocho en toda la ciudad—, pero sí han abierto la posibilidad de poner en duda el funcionamiento del sistema. ¿Es posible imaginar un futuro donde el formato de las escuelas de reingreso no esté destinado solo a las poblaciones más vulneradas, sino que sea extendido a todo el nivel medio?
Finalmente, una última propuesta, estrechamente vinculada con la anterior, nos exhorta a pensar más allá del sistema educativo y exigir a las autoridades competentes políticas que no solo compensen las fallas del sistema, sino que sean coordinadas con otras áreas —de vivienda, salud y empleo, por ejemplo— para garantizar condiciones de vida digna. Estas propuestas parten de una visión integral según la cual las condiciones de educabilidad no estarían garantizadas con el mero acceso al sistema educativo, sino que deben complementarse con políticas integrales que se ocupen de la vida de los y las jóvenes (Jacinto y Terigi, 2007; Kaplan, 2011b; Tenti Fanfani, 2008, 2011). Resultan interesantes estas miradas porque confirman la necesidad de una visión interseccional e integral de la vida de los y las jóvenes. Sus identidades no solo están conformadas por un rasgo —como puede ser su situación escolar—, sino que se inserta en un entramado de marcas identitarias que deben ser miradas en conjunto para lograr oportunidades de educación más justas. En consecuencia, las mejores respuestas serán aquellas elaboradas desde una perspectiva interseccional e integral.
En suma, es necesario repensar el sistema, los discursos que allí operan y, con eso, el accionar docente. Tal como señala Kaplan: “saber más acerca de las realidades de los alumnos nos hace comprenderlos mejor y evitar condenarlos a un destino como despojos o desechos de las sociedades miserables y violentas” (2011b, p. 191). Es imperioso cuestionar la práctica y los discursos que nos atraviesan como también es urgente imaginar un futuro en donde este sistema educativo se ponga en duda y deje de expulsar a los adolescentes que, en determinados contextos, se ven expuestos a riesgos de muerte. 

Conclusiones

En este artículo, intenté dar cuenta de los vínculos entre “muerte lenta”, “necropolítica” y masculinidad para, en un segundo lugar, identificar las violencias que (re)produce el sistema educativo y que actúa como otro marcador en la co-constitución de las identidades cis masculinas adolescentes de contextos vulnerados. Finalmente, recuperé varias líneas de interpretación y acción que intentan delinear una educación más justa.
Propuse, para ello, entender que el ámbito educativo está atravesado no solo por la biopolítica, sino también por las políticas de dar muerte, y que la expulsión del sistema produce una mayor exposición a estas últimas. Como conclusión, considero que es preciso mirar la otra cara de la biopolítica y el disciplinamiento en el sistema escolar. En los contextos más vulnerados de la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires, la exclusión y las violencias del sistema educativo se cruzan y entretejen con las políticas de muerte analizadas en el primer apartado. De este modo, el sistema educativo termina reforzando los contextos vulnerados como espacios marcados por la “muerte lenta” y la “necropolítica”. La expulsión del sistema educativo expone, aún más, a los adolescentes cis varones a las violencias analizadas en el primer apartado. Sin la contención que debiera dar la escuela, sin la problematización de los modelos de masculinidad disponibles en esos contextos, los adolescentes varones son arrojados fuera del sistema a una sociedad que clasifica sus vidas ―marcadas por el género, edad, clase y situación escolar— como no dignas de ser vividas. Más allá de las buenas intenciones que podemos tener los y las docentes, es preciso ver ambas caras de la gestión de los cuerpos en los espacios educativos que, en contextos atravesados por las políticas de dar muerte, supone una mayor exposición a estas.
Por todo esto, las pedagogías críticas y queer nos invitan a poner en duda nuestras prácticas y al propio sistema. Solo miradas interseccionales podrán dar respuestas a los problemas del “fracaso escolar”, normalización, fragmentación de las propuestas educativas, debilidad de las medidas compensatorias y los procesos de etiquetamiento. Es necesario recuperar estas propuestas que vienen señalando un horizonte hace décadas. El énfasis en estas pedagogías radica en la urgencia de repensar un sistema que excluye y que (re)produce violencias que exponen a los jóvenes de sectores vulnerados a un riesgo de muerte. Parece una utopía poder poner en práctica estas propuestas. Sin embargo, varias de las líneas de acción que he analizado en el último apartado, se originan en la reflexión de nuestra tarea docente. En este sentido, el objetivo de este trabajo no fue solamente presentar el impacto de las políticas de exclusión en contextos vulnerados, sino invitar a repensar nuestra práctica y exigir las reestructuraciones necesarias para frenar esta exposición a mundos de muerte, lenta, pero certera.


ST, acrílico sobre tela. Alexander Moreira

 

Falta aún profundizar en el actual panorama producto del virus SARS-COV-2 que refuerza la desaparición física de las personas de contextos vulnerados y, además, deja a la vista que las soluciones implementadas en estos sectores —los programas compensatorios en el sistema educativo, por ejemplo— no han podido dar respuesta a los problemas estructurales que, históricamente, ubicaron a estos sectores como “desechables”. En esta línea, el actual intento por parte del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de obligar a los y las estudiantes de sectores vulnerados a asistir a las instituciones educativas a fin de tener conectividad, no solo desconoce que muchas de ellas no tienen conexión a internet, sino que también vuelve a exponer a los mismos cuerpos a la muerte, esta vez, por el riesgo de contagio. De este modo, se abren múltiples líneas de investigación que son necesarias, pero, en particular, urgentes para colaborar con una interpretación que no coloque la responsabilidad en las personas afectadas de su suerte y que ubique al sistema —educativo, capitalista, heterocispatriarcal— como productor de identidades.

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Notas

[1]En el presente artículo usaré os/as debido a las recomendaciones de la UNLPam.

[2]Si bien la autora habla de “los jóvenes” usando el masculino como plural, considero que sus interpretaciones son sumamente pertinentes para pensar la realidad de los varones adolescentes.

[3]La autora retoma esta noción de la obra Las cárceles de la miseria de Loic Wacquant.

[4]Allí, el autor presenta a las instituciones educativas como una de las tantas dedicadas a fabricar cuerpos disciplinados, cuerpos dóciles. Luego indica que, para llegar a ella, se basa en diversas estrategias —como la ubicación espacial en las aulas y el control del tiempo, por ejemplo—. La disciplina escolar es sutil y ahí radica su eficacia. Es un instrumento simple que permite identificar lo desviado para “corregirlo” a partir del castigo (Foucault, 2016).

[5]Sin duda, los jóvenes analizados por Carina Kaplan en el apartado anterior entran en la categoría de estudiantes en “riesgo educativo”.

[6]En el resto del territorio nacional esto se extendió en el 2006, a partir de la Ley N° 26.206 de Educación Nacional.

[7]Según el estudio de Ann Mitchell y Andrés Peregalli (2014), las tasas de abandono escolar en los sectores más vulnerados duplican a las del resto de la Ciudad de Buenos Aires.

[8]Las escuelas de Reingreso se crearon en el año 2004 a raíz del plan “Deserción Cero”. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires continúan funcionando las 8 escuelas iniciales. Allí, los grupos son reducidos y las condiciones de promoción, la organización de los tiempos y los diseños curriculares difieren de las escuelas medias (Grupo Viernes, 2008).

Recibido: 2020-09-23
Revisado: 2020-11-02
Aceptado: 2020-12-14