DOI: https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2020-240302


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ARTÍCULOS

 

Los desafíos educativos en tiempos de pandemias: ayudar a construir la compleja subjetividad compartida de los seres humanos

Educational challenges in times of pandemics: helping to build the complex shared subjectivity of human beings.

Os desafios educativos em tempos de pandemia: ajudar a construir a complexa subjetividade compartilhada dos seres humanos.

 

Ángel I. Pérez Gómez
Universidad de Málaga, España
apgomez@uma.es
ORCID 0000-0002-7315-1809

 

Resumen: Ante una crisis de esta naturaleza, tan dramática, universal y resistente, me propongo analizar los retos más urgentes e inaplazables que esta situación tan excepcional presenta al quehacer educativo. Afrontar la incertidumbre, la complejidad y sofisticación de un sistema de relaciones tan universal en el que emergen de forma continua problemas, posibilidades y desafíos de naturaleza tan impredecible, compleja e inabarcable requiere el desarrollo de la sabiduría individual y colectiva, es decir, cualidades y recursos personales y sociales de orden superior, de carácter cognitivo, emocional, ético y social. Con este propósito, me parece imprescindible desbrozar la naturaleza compleja, abierta e indeterminada de los mecanismos y procesos de construcción del sujeto humano, en las coordenadas extrañas de esta era digital, global y pandémica. ¿Qué significa y cómo se promueve el aprendizaje educativo de conocimientos, habilidades, actitudes, emociones y valores? ¿Cómo entender la reconstrucción consciente de los mecanismos subconscientes que se adquieren en la experiencia cotidiana? Una nueva cultura pedagógica y otra manera de entender la escuela como institución se abre paso con tanta necesidad como urgencia para procurar el diseño de contextos, proyectos, relaciones, formas de enseñar y evaluar y modos de concebir la función docente verdaderamente “educativos”, que acompañen y provoquen el desarrollo posible de individuos autónomos, cultos y solidarios.

Palabras clave: Educación; Construcción del sujeto; Aprendizaje educativo; Enseñanza reflexiva; Ecología pedagógica; Complejidad; Incertidumbre.

Abstract: Faced with a crisis of this nature, so dramatic, universal and resistant, I propose to analyze the most urgent and pressing challenges that this exceptional situation presents to the educational task. Facing the uncertainty, complexity and sophistication of such a universal system of relationships in which problems, possibilities and challenges of such an unpredictable, complex and immeasurable nature continually emerge require the development of individual and collective wisdom, that is, qualities and personal and social resources of a higher order, of a cognitive, emotional, ethical and social nature. For this purpose, it seems to me essential to unravel the complex, open and indeterminate nature of the mechanisms and processes of construction of the human subject, in the strange coordinates of this digital, global and pandemic era. What does it mean and how is the educational learning of knowledge, skills, attitudes, emotions and values promoted? How to understand the conscious reconstruction of the subconscious mechanisms that are acquired in everyday experience? A new pedagogical culture and another way of understanding the school as an institution makes its way with both necessity and urgency to seek the design of contexts, projects, relationships, forms of teaching and evaluating and ways of conceiving the truly “educational” teaching function, which accompany and provoke the possible development of autonomous, cultured and supportive individuals.

Keywords: Education; Construction of the subject; Educational learning; Reflective teaching; Pedagogical ecology; Complexity; Uncertainty.

Resumo: Perante uma crise deste tipo, tão dramática, universal e resistente proponho analisar os desafios mais urgentes e impostergáveis que esta situação excepcional apresenta no trabalho educativo. Enfrentar a falta de certezas, a complexidade e a sofisticação de um sistema de relações tão universal no qual emergem de maneira continua problemas, possibilidades e desafios de natureza não predizível, complexa e inabordável requer o desenvolvimento da sabedoria individual e coletiva, isto é, qualidades e recursos pessoais e sociais de ordem superior, de caráter cognitivo, emocional, ético e social. Com este propósito, acredito indispensável remover a natureza complexa, aberta e indeterminada dos mecanismos e processos de construção do sujeito humano nas coordenadas estranhas desta era digital, global e pandêmica. O que significa e como se promove a aprendizagem educativa do conhecimento, das habilidades, atitudes, emoções e valores? Como entender a reconstrução consciente dos mecanismos subconscientes que adquirem na experiência cotidiana? Uma nova cultura pedagógica e outra maneira de entender a escola como instituição abre-se juntamente com a necessidade de procurar novos contextos, projetos, relações, formas de ensino e avaliação e modos de conceber a função do professor verdadeiramente “educativo”, que acompanhem e provoquem o desenvolvimento possível de indivíduos autônomos, cultos e solidários.

Palavras-chave: Educação; Construção do sujeito; Aprendizagem educativo; Ensino reflexivo; Ecologia pedagógica; Complexidade e incerteza.

 

"En este panorama dantesco, la escuela deberá ser un pequeño pulmón de esperanza, un frágil ecosistema de reforestación del alma” (Torralba, 2020)

"Somos lo que alimentamos: nuestra capacidad para la generosidad sin límite o nuestro ciego egoísmo” (Santandreu, 2018)

 
Las lecciones de la pandemia desde la educación

Son innumerables las aportaciones y reflexiones sobre los fenómenos vividos en estos seis aciagos meses de emergencia sanitaria mundial, sus causas, su desarrollo y sus consecuencias. Me permito resumir de forma breve aquellas que me parecen más críticas y relevantes para situar el marco del pensamiento pedagógico que considero imprescindible para afrontar los nuevos retos de esta era tan extraña e incierta. En las citas que acompañan, el lector podrá encontrar desarrollos más completos de este apasionante territorio:

1. La evidencia de la dimensión global del sistema mundo. Se impone la necesidad de considerar la vida de las personas y de las comunidades, incluso de las más pequeñas y aisladas, como parte de un flujo constante de interdependencias múltiples, globales, que a todos nos conforman. Ningún individuo, comunidad o estado soberano es capaz de enfrentar por sí solo la magnitud y dimensión de los problemas relevantes que a todos nos afectan y que la globalización ultraliberal está intensificando: calentamiento global, incremento escandaloso de las desigualdades, resurgimiento de las ideologías totalitarias, agotamiento de los recursos naturales, pandemias sanitarias y pandemias psicosociales, la aceleración del cambio y el incremento de la incertidumbre (Byung Han, 2018). Los estados se hallan cada vez más vulnerables a las maquinaciones de los mercados globales, a la interferencia de las macro compañías, los fondos mundiales de inversión especulativa y las corporaciones no gubernamentales de carácter global (Harari, 2018, 2020). Se impone transitar de la conciencia de tribu a la conciencia planetaria (Torralba, 2020). En consecuencia, la resolución de los problemas globales requiere, en correspondencia, una gobernanza mundial realmente democrática, pues, sin esta, a medida que se reduce el poder del Estado, también se reduce nuestra capacidad para cambiar las cosas mediante el voto (Inerarity, 2020).
2. El carácter sistémico de todos los fenómenos y procesos humanos. La metáfora del leve aleteo de la mariposa en un rincón del mundo y el desencadenamiento de las más furiosas tempestades en las antípodas ha quedado más confirmada que nunca en el desarrollo vertiginoso de la pandemia COVID-19. Desde las interacciones físicas y químicas más básicas hasta los intercambios económicos y culturales más sofisticados, solamente se comprenden al considerarlos sistemas abiertos y complejos donde el todo, los todos, es mucho más que la simple suma de las partes, y donde las causalidades lineales forman parte de complejas y emergentes interacciones circulares que se retroalimentan ad infinitum.1 Las interacciones sin límite que complejizan los fenómenos naturales, y no digamos los sociales, nos asoman al abismo de la incertidumbre y la emergencia impredecible, cuestionando la validez de las soluciones simples, lineales, mecánicas y estandarizadas, especialmente en la cúspide del territorio social donde se sitúa la práctica educativa, a caballo entre el individuo y la comunidad.
3. El virus como manifestación del deterioro profundo del ecosistema. La sobrexplotación de la naturaleza, el incremento desmedido de la población, el consumismo desenfrenado de objetos y experiencias suponen la destrucción de la naturaleza y amenazan la especie humana, de la que el virus es una primera y grave manifestación. Cuando los ecosistemas forestales son desprovistos de su biodiversidad natural, la destrucción de los hábitats de las especies salvajes y la invasión de esos ecosistemas silvestres por proyectos urbanos crean situaciones propias para la mutación acelerada de los virus peligrosos para el ser humano (Garret, 2020). ¿Aprenderemos la lección para organizar de manera racional el proceso de desarrollo de la humanidad, respetando la naturaleza? El desequilibrio del medio natural y la aceleración artificial del cambio climático supone una grave y presente amenaza de consecuencias imprevisibles.
4. El capitalismo, especialmente en su despiadada versión neoliberal, como modelo inapropiado para enfrentar los problemas más graves y relevantes de la vida humana. El beneficio financiero privado a cualquier precio, por encima de la satisfacción de necesidades reales de la humanidad, la desregulación, la privatización y la deslocalización conducen al incremento obsceno de la desigualdad, a la concentración de la riqueza en pocas manos —el 1% de los ultraricos poseen más que el 99% restante (Oxfam, 2020) — y a la creación de un clima social de inevitable enfrentamiento, hostilidad, odio y guerra. En particular, la pandemia sanitaria ha puesto de manifiesto la necesidad de recuperar y fortalecer las instituciones y servicios públicos sobre los mercados privados. Jacques Attali (2020) considera urgente sustituir la economía del libre mercado por la economía de la vida, centrada en la atención y el cuidado de las personas, donde los sectores prioritarios tienen que ver con el cuidado de los otros y del medio natural. Salud, educación, higiene, cambio climático, agricultura, alimentación, cultura digital y servicios sociales se perfilan como las áreas prioritarias de la economía de la vida. Si queremos ser parte activa de sociedades más justas y equitativas, hagamos que la equidad sea un elemento definitorio de nuestras comunidades y de nuestro quehacer educativo para desarrollar un nuevo ethos de protección global (Martinez Samper, 2020; Torralba 2020).
5. El poder de la infodemia y la irradiación universal de bulos y mentiras. La extensión de la postverdad y las noticias falsas como estrategia de manipulación de la población amedrentada. En tiempos de crisis, la mayoría de los medios de comunicación y las redes sociales en manos de las corporaciones privadas extienden interpretaciones interesadas hasta el límite de propagar la mentira y utilizar el miedo y la ansiedad de la población para imponer, sin demasiadas resistencias, sus criterios y sus políticas impopulares (Klein, 2014, 2019). Vivimos rodeados de información y abrumados de opinión, sin poder distinguir fácilmente entre la una y la otra (Amorós García, 2018). Las redes sociales, de propiedad privada—Twitter, Mastodon, Facebook, WhatsApp, Messenger, Instagram, Youtube, LinkedIn, TikTok—, se han impuesto definitivamente como el medio de información (y de desinformación) dominante. Los algoritmos que utilizan estas redes sociales y las posibilidades tecnológicas actuales facilitan el sesgo de confirmación, la fragmentación y distribución selectiva de mensajes personalizados, así como el refugio en burbujas cerradas y la circulación de noticias falsas, replicadas ad infinitum por las granjas de bots. Se borran así las fronteras entre realidad, manipulación y fantasía, haciendo más difícil y complejo el juicio y la toma racional de decisiones (Butler, 2020). Parafraseando a Millas (2020), podemos decir que vivimos en un escenario delirante que ocurre dentro de un delirio consensuado que llamamos precisamente realidad.
6. La apoteosis digital. Vivimos la época de los Big data, la nueva materia prima dominante en la era de pandemias. La biovigilancia justificada por necesidades sanitarias, el teletrabajo, telecomercio, teleconsumo, así como la telenseñanza y la telesanidad se proponen como los formatos de relaciones humanas privilegiados en esta época de crisis, acelerando, sin el reposo para la reflexión y el debate necesarios, la implantación de una manera de entender esta era digital más ligada a las exigencias mercantiles que a las necesidades humanas (Ramonet, 2020). En una sociedad hiperconectada, ¿cómo aprender a discriminar, valorar y asignar sentido a la multiplicidad constante de información interesada que nos asedia? ¿Cómo aprender a desconectarse, a tomar distancia mental, cuando estamos a punto de convertirnos en verdaderos cíborgs, portadores de características inorgánicas inseparables de nuestro cuerpo, que modificarán nuestras capacidades, deseos, personalidades e identidades? (Harari, 2018, 2020; Gewert, 2020).¿Qué puede ocurrirle a la memoria, a la conciencia y a la identidad humana si el cerebro tiene acceso directo a bancos de memoria colectivos, a prótesis y apoyos de inteligencia artificial?
7. Conciencia de la fragilidad, cambio e incertidumbre de la vida humana a pesar del progreso de la ciencia, la técnica y la industria. La pandemia nos ha proporcionado, de manera brutal, una conciencia de vulnerabilidad, precariedad y finitud de la existencia humana,2 que mina la confianza social y política, nos ha devuelto nuestra condición de mortales, mortales con hambre de infinito como señalan García y Soares (2020). Los cambios son ya exponenciales y no dejan ningún área de la vida sin tocar: el mundo de la producción, la distribución, el consumo, las relaciones personales y familiares, la organización institucional, la gobernanza mundial, así como el territorio del desarrollo técnico, la investigación científica, la creación artística y la aspiración de trascendencia. El mundo será distinto. ¿Cómo prepararnos para afrontar este cambio tan radical y acelerado?¿Cómo compaginar el tempo lento de nuestra evolución biológica, cristalizada en nuestro complejo cerebro cuyas tres capas constitutivas siguen funcionalmente vigentes —reptiliano, mamífero y sapiens—,con las exigencias adaptativas de un cambio artificial, cultural, tan acelerado e imprevisible?
8. Cambio urgente de prioridades. La amenaza universal y global a la vida humana, de un organismo minúsculo y misterioso, nos sitúa ante la necesidad de reformular las prioridades que gobiernan nuestra vida cotidiana. El rigor, la relevancia, la honestidad, la cooperación y la creatividad se sitúan como los ejes prioritarios de nuestro devenir humano.Cultivar la sabiduría. transitar de la información al pensamiento crítico, práctico y creativo; promover el cuidado y la cooperación como construcción compartida de propósitos comunes;priorizar lo esencial, la relevancia y calidad del saber. Cuando la vida está en juego, empieza a palidecer el truco de las apariencias, la promoción del simulacro y la impostura. Fomentarla conciencia ecológica y promover un modelo económico equitativo y sostenible. Buscar la coherencia entre el decir, el pensar y el hacer en la vida, en las relaciones y en la educación. De este manojo de lecciones se derivan importantes retos para la educación, que, aunque no son enteramente nuevos, sí se presentan con nítida intensidad y vertiginosa aceleración. Desafíos que una pedagogía responsable y respondiente no puede dejar de enfrentar con urgencia y decisión, para neutralizar el pesimismo ambiental y para empoderar a una ciudadanía ahora temerosa y desmoralizada (Pérez Gómez, 2020).

La compleja construcción del sujeto humano. El aprendizaje educativo y los polos en interacción

La complejidad humana se ubica tanto en la enmarañada red de relaciones económicas, técnicas, políticas y culturales que constituyen el cada día más complejo y sofisticado mundo — mundos—interpretado que vivimos (Inerarity, 2020; Sennet, 2018; Harari, 2018), como en la complicada estructura de nuestros propios mecanismos personales cognitivos y afectivos de comprensión, toma de decisiones y actuación (Kahneman, 2015; Pozo, 2014,2017; Pugh, 2019; Barrett, 2018). Estos dos polos, externo e interno, en permanente interacción y tensión, constituyen la complejidad y la potencialidad de lo que consideramos el sujeto humano, como individuo y como colectivo. Entender la complejidad de esta interacción es, a mi entender, requisito imprescindible para nuestras descripciones, explicaciones y prescripciones pedagógicas.
Es evidente que el ser humano necesita un largo proceso de dependencia social para poder desenvolverse de manera relativamente autónoma como ser biológico. Su grandeza, y, tal vez, también su miseria, es su carácter radicalmente inacabado, en formación, lo que le impide sobrevivir sin ayuda y le permite, a su vez, aprender y adaptarse a los cambios y realidades más diferentes. Durante todo ese largo proceso de desarrollo biológico se producen infinidad de aprendizajes de todo tipo y calidad, contingentes, condicionados por la peculiaridad del entorno natural y de forma muy especial por la configuración de las redes y estructuras sociales y culturales que enmarcan e inducen los intercambios y las interacciones en el limitado espacio y tiempo que habita cada individuo.
En este sentido, las aportaciones de los descubrimientos actuales de la epigenética3 y de la neurociencia, de manera muy destacada (Barrett, 2018), dejan pocas dudas sobre la importancia definitiva de los influjos decisivos del contexto (natural y social) en la formación de los recursos que cada individuo adquiere para percibir, interpretar, tomar decisiones y actuar en cada situación concreta de su vida personal.
Conviene destacar la insistencia de las investigaciones en neurociencia cognitiva sobre la ilimitada la plasticidad del cerebro. Rompiendo los supuestos clásicos y los prejuicios que han rodeado nuestra formación académica, la neurociencia está comprobando que el cerebro es un órgano con capacidad prácticamente ilimitada de aprender a lo largo de toda la vida (Damasio, 2005, 2010; Gazzaniga, 2015, 2019; Davidson, 2015; Barrett, 2018). Nuestro cerebro puede adaptarse al cambio vertiginoso del contexto aprendiendo, es decir, cambiándose a sí mismo de manera permanente, tanto al formar nuevos circuitos neuronales con neuronas multifuncionales ya existentes, como generando e incorporando nuevas neuronas a partir de las células madre. El cerebro se modela y modela su entorno en las experiencias que vive cada individuo, por los estímulos que recibe, por los problemas a los que se enfrenta y por las emociones que experimenta (Doigde, 2008). Las experiencias cambian nuestro cerebro, nos cambian, pero de manera compleja, puesto que percibimos el mundo a través de la lente de nuestras propias necesidades, nuestras metas y nuestras experiencias anteriores, al cambiar las experiencias cambiamos las percepciones, los conceptos y los mapas mentales (Barrett, 2018). Por eso es tan decisiva la naturaleza y calidad de las actividades en las que cada individuo se implica, voluntariamente o no, en la vida cotidiana y, por supuesto, en la vida escolar. El significado y el sentido de los mapas y guiones que elabora cada aprendiz es el resultado de la cualidad y sentido de sus experiencias vitales en los contextos que transita. Por otra parte, la peculiaridad de las neuronas espejo, de imitar los comportamientos emocionales y cognitivos de las personas que nos rodean, supone la interiorización personalizada, lenta, progresiva e inconsciente de las creencias, el sentido y los comportamientos de la cultura social que rodea la existencia peculiar de cada individuo. Esta portentosa plasticidad del cerebro supone un decidido apoyo al optimismo pedagógico y también a la responsabilidad por la relevancia de las experiencias y de los contextos que proponemos o aceptamos. Todos los seres humanos pueden aprender, a lo largo de toda la vida, si somos capaces de crear los contextos que requieran las actividades adecuadas que estimulen de forma activa su interés.
El contexto, por tanto, no es un continente neutro e indiferente, sino un complejo, persistente y difuso interlocutor que permea e infiltra sus orientaciones, sus formas de entender la vida, configurando el contenido y los instrumentos que cada individuo adquiere y utiliza para su interacción con el medio. Parece cada día más evidente que los escenarios y contextos condicionan, pero no determinan, las interacciones y, con ello, los patrones de percepción y respuesta desde la misma concepción del nuevo ser humano, influyendo su desarrollo biológico, fisiológico y mental a lo largo de toda la vida. Para comprender el largo y decisivo proceso de socialización del individuo humano,4 me parece muy oportuno y relevante el concepto de habitus de Bourdieu,5 por cuanto alude a un conjunto de disposiciones sociales e individuales, un territorio intermedio entre las estructuras materiales y los patrones subjetivos. No refiere a un continente contextual amorfo, natural o indiferente, sino perfectamente artificial, contingente a cada época y lugar y configurado para cumplir unas determinadas funciones sociales y no otras, con un sentido y un propósito, explícito u oculto, más o menos coherente, mejor o peor organizado, pero, sin duda, con una potente intencionalidad, que constituye la atmosfera material y simbólica que rodea el crecimiento de cada ser humano. De la cualidad y del sentido de dicho habitus, tanto del contexto general como de sus concreciones para cada escenario singular que habita cada nuevo ser humano, depende la cualidad y sentido de las interacciones vitales y, en consecuencia, los recursos de percepción y reacción que cada uno va formando a lo largo de su vida. No obstante, la variabilidad y el inevitable componente de indeterminación que preside todos los intercambios, físicos, biológicos y mentales de los seres humanos, así como la ilimitada plasticidad del cerebro, provoca la singularidad y diferenciación progresiva de estos recursos personales de interacción y la variabilidad y diversidad de cada concreción personal.
Por tanto, para entender el peculiar modo de formarse de cada individuo y el sentido y cualidad de su singular desarrollo, parece imprescindible comprender la naturaleza, sentido y complejidad del contexto que rodea su vida desde su concepción. La antropología, la sociología, la economía, la política y el resto de las ciencias sociales, de las humanidades y de las artes ofrecen aportaciones sustanciales para entender el hábitat y el habitus que rodea, influye y condiciona los hábitos, de todo tipo, que adquiere y construye cada individuo. No podremos, en consecuencia, desarrollar ninguna teoría de la educación consistente y sostenible sin la consideración decisiva de este componente explicativo del desarrollo humano, que podríamos denominar el polo externo de la interacción existencial y formativa.
Desde la perspectiva educativa, me parece imprescindible interrogarnos sobre la naturaleza potencialmente educativa de los contextos generales y concretos que rodean el crecimiento de cada individuo. ¿Qué habitus o ethos cultural se deriva de las formas sociales y económicas actuales de producir, distribuir y consumir en la compleja era global y digital? (Torres, 2018; Sennet,2018; Byung, 2017).Las formas contemporáneas de vida, los modos de establecer las relaciones personales, grupales e institucionales, con los seres humanos y con la naturaleza, ¿pueden ser compatibles con lo que consideramos deseable para la supervivencia, la vivencia y la convivencia más satisfactoria? ¿Qué valores, qué actitudes, qué emociones y estados de ánimo inundan las relaciones, las aspiraciones y los sueños humanos contemporáneos? ¿Estos modos de vivir concretos en el ámbito familiar y social favorecen u obstaculizan el desarrollo de los recursos cognitivos y emocionales de comprensión, toma de decisiones y actuación más favorables y adecuados para que cada individuo vaya creando su propio camino, su propio relato, su singular proyecto de vida en común, como personas, ciudadanos y profesionales?
Ahora bien, el influjo externo no es homogéneo, uniforme y cerrado. Es siempre, y de manera muy especial en las sociedades complejas contemporáneas, plural, cambiante, contradictorio, de modo que cada individuo recibe influjos con sentidos e intencionalidades convergentes y divergentes con el statu quo, el orden o desorden establecido. En consecuencia, la construcción evolutiva, errática, sinuosa y secuencial de la personalidad de cada individuo produce tanto homogeneidad básica como singularidad diferencial y puede suponer la consolidación de la convergencia y sumisión o el fortalecimiento de la discrepancia. Es cierto que el habitus social, el ethos cultural dominante, así como las estructuras sociales e institucionales que lo sustentan, empapa y permea la trama de nuestras relaciones y actividades, así como las creencias que compartimos y las aspiraciones mayoritarias que conformamos, por lo que es imprescindible conocer de manera crítica y exhaustiva sus características, sus peculiares y complejos modos de funcionamiento, así como el sentido e intensidad de sus orientaciones explicitas y fundamentalmente ocultas en el entramado complejo de la vida contemporánea (Klein, 2019; Inerartity, 2020). Vamos a encontrar sus tentáculos en el sustrato de todos y cada uno de los aprendices, limitando o potenciado sus posibilidades. Pero también es cierto que, en el desarrollo evolutivo de cada individuo o grupo humano, aparecen ocasionales quiebras, rupturas, contradicciones, divergencias que abren grados de libertad, que permiten la progresiva singularidad de la urdimbre que cada uno teje a partir de la trama recibida, de los patrones comunes heredados. Tan decisivo será comprender la trama externa común, como la urdimbre interna singular.
Este polo interno de la interacción humana no es menos complejo. La formación y desarrollo del individuo humano supone un proceso sin duda sinuoso, impredecible y, en cierta medida, caótico de diferenciación de recursos y funciones. El reflejo activamente mediado en el cerebro de la realidad compleja del contexto y de sus peculiares interacciones con cada individuo supone la creación de infinidad de circuitos neuronales, caminos, perspectivas, donde se sustentan los ilimitados matices que configuran las distintas experiencias que vive cada uno en un escenario cada vez más cambiante, líquido e imprevisible. De modo que, estos circuitos, que constituyen nuestras lentes y patrones de percepción, interpretación y actuación, se van especializando para cumplir funciones diferentes.6
Las aportaciones actuales de la neurociencia y las ciencias cognitivas amplían nuestras posibilidades de entender la complejidad de tales interacciones al disolver barreras, dogmas y mitos, al abrir cajas negras y descubrir nuevas vías de influencia recíproca de la mente, el cuerpo y el entorno físico y social (Church, 2018; Barrett, 2018). No obstante, de manera análoga a como ocurría al indagar el polo externo, también aquí los seres humanos sucumbimos fácilmente a la tentación de la simplificación, al reduccionismo, a la tendencia a proponer atajos unilaterales y parciales que intentan explicar el todo complejo a partir de un único elemento. “Somos lo que pensamos”, “somos lo que comemos”, “somos lo que leemos”, “somos lo que hacemos”, “somos las emociones que experimentamos”, “somos información”, “somos lenguaje”, “somos las creencias que profesamos”. No podemos considerar que estas afirmaciones aisladas sean falsas, pero sí insuficientes y, al proponerse como explicaciones del todo, totalitarias; sin duda, deforman y pervierten la comprensión.
En mi opinión, no puede entenderse la complejidad de cada ser humano sino desde el respeto a su consideración como sistema vivo, orgánico y mental,7 una compleja combinación de elementos que interaccionan entre sí de manera peculiar dentro del propio ecosistema del que forman parte (Bronfenbrenner, 1999; Godfreyy Brown, 2019). Al menos los siguientes elementos son claves para entender la pluralidad de matices e influjos que circulan y se precipitan en el funcionamiento de este sistema humano, cuando percibe, interpreta, toma decisiones, actúa y valora: conocimientos, habilidades, emociones, actitudes y valores. En Educación, a mi entender, no nos sirven aproximaciones que no asuman este enfoque holístico, esta pluralidad viva de elementos que interactúan permanentemente, cambiándose a sí mismos y al todo como efecto de dicha interacción.
Aprender significa adquirir estos recursos subjetivos múltiples en el trascurso de la interacción con el medio natural y social. Esta adquisición es secuencial, contingente y acumulativa, pero no necesariamente lineal, ni sumativa. El ser humano se presenta a las primeras interacciones cotidianas equipado con los escasos y limitados recursos heredados (reflejos instintivos, genoma y epigenoma) y con aquellos que va adquiriendo en las sucesivas experiencias que vive. Recursos que sirven tanto como lentes y palanca de comprensión, como de orejeras que limitan y sesgan la interacción. Como consecuencia de las sucesivas interacciones y experiencias, el individuo, en mayor o menor medida, reformula y modifica tales recursos, tales sistemas de comprensión y de acción, fortaleciendo unos patrones y descartando otros.
La calidad epistemológica y la cualidad ética de estos recursos depende, en definitiva, de la riqueza y sentido del contexto, así como de las vivencias que cada uno experimenta en dicho contexto, el orden o desorden establecido. Por otra parte, me parece clave entender la naturaleza de estas adquisiciones. Es decir, advertir que el cerebro humano automatiza y consolida aquellos patrones de comprensión y actuación que repetidamente experimenta como funcionales para su adaptación singular al entorno, convirtiéndolos en recursos ágiles de respuesta que no necesitan la conciencia para funcionar (Khaneman, 2015; Pozo, 2017; Pugh, 2019; Barg, 2018; Barrett, 2018).8Todos los aspectos de nuestra personalidad se encuentran saturados de estos mecanismos automáticos de comprensión y acción. Los automatismos cerebrales son imprescindibles para actuar con eficacia y economía en la vida cotidiana, pero también al permanecer por debajo de la conciencia son difíciles de detectar y cambiar cuando fuere necesario, cuando se hayan convertido en obsoletos o insuficientes. Los automatismos que componen la mochila tácita de recursos de cada individuo constituyen el denominado conocimiento práctico, bien consolidado, muy potente desde el punto de vista operativo, pero muy pobre desde su consideración epistemológica, saturado de lagunas, prejuicios, contagios emocionales irreflexivos, contradicciones sin identificar, simplificaciones reduccionistas, clausuras cognitivas precipitadas, generalizaciones injustificadas, así como creencias y dogmatismos incuestionados,9 que obstaculizan la apertura del sujeto humano a nuevos y distintos horizontes de aquellos que configuran su habitual statu quo, su zona de confort, la “incorporación” singular del habitus social. En momentos posteriores, el individuo humano puede y debe reconsiderar conscientemente el valor epistemológico y existencial de estos modos aprendidos de entender y reaccionar, así como reformular los que considere inadecuados o tóxicos para su desarrollo.
Por otra parte, y para entender mejor lo que consideramos conocimiento humano, es necesario atender a otra aportación sustancial de la neurociencia, la primacía funcional de las emociones (Damasio, 2010; Gazzaniga, 2015; Klein, 2014, 2019; Tizón, 2011; Barrett, 2018; Pugh, 2019; Church, 2018). El cerebro humano no es una máquina de calcular desapasionada, objetiva y neutral que toma decisiones razonadas basadas en el análisis frío de los hechos correspondientes, es más bien, y ante todo, una instancia emocional, preocupada por la supervivencia, que busca la satisfacción y evita el dolor y el sufrimiento. Cualquier estímulo antes de alcanzar la corteza cerebral, la conciencia, recala en las zonas más primitivas del cerebro (tronco, amígdala, hipotálamo), contagiándose emocionalmente. Los seres humanos, por tanto, no somos seres pensantes que sienten, sino seres sentimentales que piensan. Abrazamos o rechazamos ideas, situaciones o personas en virtud de las emociones que nos despiertan.10
La complejidad interna del ser humano reside, a mi entender, en este complicado mecanismo múltiple de procesamiento de los estímulos, categorización y formulación de predicciones en permanente interacción. Procesamos la información de manera secuencial y paralela, con instrumentos y herramientas adaptativas contingentes, circunstanciales e interesadas, frecuentemente divergentes e incluso contradictorias en su orientación. Categorizamos, predecimos y construimos relatos interesados, no necesariamente verídicos, para dotar de coherencia ad hoc a una identidad desparramada en múltiples orientaciones, vínculos, prejuicios e ignorancias, en virtud de la experiencias e influjos contingentes y circunstanciales que vivimos. Solamente la conciencia cultivada puede y debe interesarse por la objetividad y la calidad epistémica del saber.
En todo caso, la emoción es el matiz, el tono o el color con el que percibimos los estímulos de la realidad en función de su potencial positivo, negativo o neutro, en primer lugar, para nuestra supervivencia y, con posterioridad, en función de los intereses, intenciones, valores y propósitos de nuestro proyecto vital. Parece decisivo, por tanto, entender que nadie puede aprender nada de manera relevante y duradera a menos que aquello que se vaya a aprender le motive, le afecte, le diga algo, posea algún significado “incorporado” que encienda su curiosidad. Por ello, el juego, combinación de curiosidad, actividad y placer, es el arma más poderosa del aprendizaje, de manera muy especial en las primeras etapas del desarrollo humano.
En definitiva, para entender el desarrollo humano necesitamos miradas holísticas que comprendan la interacción del cuerpo y la mente, las emociones y la razón, la conciencia y los mecanismos subconscientes, el yo y el otro, bien alejados de los dualismos maniqueos o de los dogmas reduccionistas.

Repensar la cultura pedagógica. El compromiso con el aprendizaje educativo

Entender y responder a la complejidad de las interacciones que presiden la construcción del sujeto humano requiere, a mi entender, una nueva cultura pedagógica, orientada al fortalecimiento de los procesos verdaderamente educativos, no solo a los procesos de socialización e instrucción (Pérez Gómez, 2010). Es decir, el desarrollo en cada individuo de recursos cognitivos, afectivos y sociales de orden superior: reflexivos, críticos y creativos. El desafío pedagógico es diseñar y organizar el espacio, el tiempo, las relaciones sociales, las actividades, el currículum y la evaluación para ayudar a formar el ciudadano culto, solidario y autónomo que exige la complejidad de este escenario global y digital contemporáneo. Lo que, a mi entender, supone el tránsito de la información al conocimiento y del conocimiento a la sabiduría en todos y cada uno de los aprendices (Pérez Gómez, 2017; Maxwell, 2013; Sternberg, 2015).
Para Russell Ackoff (1999) los datos son símbolos que representan propiedades de objetos, personas, eventos. La información consiste en los datos procesados para incrementar su utilidad y responde a los siguientes interrogantes descriptivos: ¿quién?, ¿qué?, ¿cuántos?, ¿dónde?, ¿cuándo? Por su parte, el conocimiento refiere al conjunto organizado de informaciones que pretenden comunicar y explicar fenómenos, problemas y situaciones de la realidad y responde a interrogantes más complejos, funcionales y explicativos: ¿cómo?, ¿por qué? La sabiduría corresponde ya a otro nivel y puede considerarse como la utilización de los mejores recursos cognitivos y socioemocionales de los que dispone el sujeto para el gobierno de su propia vida como persona, ciudadano y profesional. Implica inevitables opciones de valor y responde fundamentalmente a preguntas éticas y teleológicas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿qué merece la pena?
Como he desarrollado con mayor detenimiento en mi último libro titulado Pedagogías para tiempos de perplejidad (Pérez Gómez, 2017), el conocimiento humano no puede considerarse como un objeto que se posee, que se adquiere, se compra y vende, se almacena y se reproduce. El conocimiento es una combinación subjetiva compleja de significados, apoyados en las informaciones-datos-hechos, que dice algo de la realidad, natural, social o personal. Significados que conforman estructuras mínimas funcionales: esquemas, modelos, mapas y guiones mentales, que orientan nuestra comprensión y actuación. A partir de estos esquemas, se desarrollan las teorías y paradigmas. De este amplísimo intervalo epistémico que va de las informaciones a los paradigmas, la escuela convencional enfatiza de manera abrumadora en el escalón inferior del conocimiento: retención y reproducción de datos, hechos, fechas, algoritmos. ¿Qué sentido tiene, en la era digital, almacenar datos, más o menos efímeros, que no utilizamos? Somos incapaces de almacenar la cantidad de datos que crecen cada día de manera exponencial y acelerada en todos los ámbitos del saber y, además, tenemos acceso, ubicuo, inmediato y fácil a esos datos actualizados, a golpe de ratón, móvil o cualquier otro artificio cada vez más sofisticado y asequible. Solo merece la pena aprender de memoria lo que utilizamos con frecuencia, como por ejemplo el lenguaje. Por lo tanto, dediquémonos a trabajar con los aprendices al menos los esquemas, modelos y mapas mentales que ayudan a pensar y a enseñarles dónde buscar los datos requeridos, cómo buscarlos, evaluarlos y seleccionarlos.
Por otra parte, es urgente preguntarnos qué hacemos en la escuela trabajando exclusivamente ese 10% de conciencia, de conocimiento declarativo, explícito, teórico, como si tuviera vida propia, independiente y aislada, abandonando el 90% de los mecanismos que deciden, en gran medida, cómo percibimos e interpretamos, quiénes somos, cómo somos o cómo actuamos. Nuestra mochila implícita, nuestro piloto automático, nuestro subconsciente adaptativo es el responsable de gran parte de las percepciones, interpretaciones y decisiones que condicionan nuestro sentir y actuar cotidiano. Los automatismos cerebrales son imprescindibles para actuar con eficacia y economía en la vida diaria, pero también, al permanecer por debajo de la conciencia, son difíciles de detectar y cambiar cuando fuere necesario. Por ello, la tarea pedagógica realmente educativa requiere diseñar procesos y actividades que permitan que cada aprendiz, observando y analizando su propia práctica y su propio comportamiento en el escenario concreto que habita, tome conciencia de la relevancia decisiva de sus mecanismos implícitos, subconscientes (hábitos, actitudes, creencias), su calidad y sentido, así como de la necesidad de establecer un diálogo permanente entre la conciencia y el subconsciente (Kahneman, 2015) para reconstruir los que limitan sus posibilidades de crecimiento y estimular los que las potencian.
Las aportaciones recientes de la neurociencia y de las ciencias cognitivas nos obligan a repensar el concepto de aprendizaje humano y a redefinirlo como proceso continuo de construcción, deconstrucción y reconstrucción del entramado de representaciones emocionales y cognitivas, conscientes y subconscientes que gobiernan nuestras percepciones, interpretaciones, toma de decisiones y conductas. Frente a la idea del aprendizaje como la adquisición o incorporación a la mente de un conocimiento que no estaba en ella, la ciencia del aprendizaje asume, hoy en día, que aprender es cambiar lo que ya somos. Aprender es transformar la información que uno recibe y convertirla en conocimiento propio, autónomo y activo para comprender y actuar (Pozo, 2014, 2016; Korthagen, 2018; Barret, 2018).11
La escuela educativa, no solo instructiva, debe asumir la responsabilidad de preparar a los futuros ciudadanos para comprender e interpretar la complejidad técnica, política, económica y cultural, navegar en la incertidumbre, desarrollar empleos desconocidos hasta ahora, crear nuevas alternativas, participar en la vida colectiva de un mundo, siempre interpretado, complejo y cambiante, global y local. Es decir, asumir el compromiso de provocar aprendizaje educativo, profundo, relevante.12 Se requiere desarrollar cualidades cognitivas y afectivas de orden superior: el desarrollo de las competencias o cualidades humanas más valiosas. Es decir, un pensamiento práctico informado, independiente y creativo, dejando en manos de las máquinas las tareas que consisten fundamentalmente en rutinas cognitivas y operativas de carácter mecánico, reproductor y algorítmico.

El quehacer pedagógico. La naturaleza controvertida e impredecible de la intervención educativa

Pues bien, en mi opinión, aquí se sitúa la responsabilidad principal de la educación y de la enseñanza educativa: asumir de manera intencional y sistemática la responsabilidad de provocar, promover, orientar y ayudar a cada estudiante en la reconstrucción consciente de sus modos habituales de pensar, sentir y actuar, es decir, promover el aprendizaje educativo del sistema complejo de recursos (conocimientos, habilidades, emociones, actitudes y valores) que utiliza cada individuo para diseñar y experimentar su propio camino, su propio propósito, su singular proyecto de vida. En definitiva, el desarrollo de la sabiduría o el pensamiento práctico de los sujetos y grupos humanos (Pérez Gómez, 2017).
A este respecto, y ante la crítica de enfoques actuales de filosofía de la educación sobre lo que denominan la moda del aprendizaje (Larrosa, 2019; Biesta, 2018; Masschelein y Simons, 2014), me gustaría matizar lo siguiente. En primer lugar, coincido con su denuncia de la utilización de un modo de entender el aprendizaje como opuesto a la enseñanza para defender una política neoliberal que reduce la educación al desarrollo de habilidades al servicio del intercambio mercantil. Una política del aprendizaje que desconsidera el valor de los conocimientos reduce los procesos de enseñanza a la programación de rutinas para la adquisición de habilidades, a la consecución de resultados predeterminados, así como la evaluación a la constatación objetiva de la eficacia del proceso, mediante la aplicación de test estandarizados y la asignación de calificaciones.
Pero esta crítica, bien motivada y urgente por la potencia y extensión de la deriva de la pedagogía neoliberal actual, no debe, a mi entender, extenderse y generalizarse hasta el punto de convertirla en una cruzada contra el mismo término y concepto de aprendizaje, y de cuantos se encuentran supuestamente contaminados por su asociación como “constructivismo”, “aprendiz”, “comunidades de aprendizaje”… desterrándolos incluso de la terminología pedagógica (Larrosa, 2019; Biesta, 2018). Larrosa, en su reciente diccionario pedagógico, titulado P de Profesor (2019), propone una serie de términos descartados, entre los que se encuentra en lugar destacado el de aprendizaje. Cabe recordar aquí la metáfora de tirar al bebé para desalojar el agua sucia del barreño.
Biesta, en su trabajo devolver la enseñanza a la educación (2016), cuestiona el valor educativo del concepto de aprendizaje, porque el lenguaje del aprendizaje es incapaz de capturar las dimensiones propias de la educación (propósito, contenido…), es decir, porque denota un proceso que, en sí mismo, es vacío en cuanto a contenido y dirección. Es cierto, pero esa misma crítica puede hacerse al concepto de enseñanza, que en sí mismo también puede ser un término vacío o neutro en cuanto a contenido, dirección y sentido. La enseñanza puede ejercerse como adoctrinamiento, como instrucción de habilidades perversas, como transmisión de contenidos falsos, como inhibición o como apertura de mundos maravillosos… A mi entender, la enseñanza requiere también, al igual que el aprendizaje, el calificativo de “educativa” para poder denotar y abarcar lo que consideramos deseable: el desarrollo de la sabiduría. Qué entendemos por educación y educativo se convierte, pues, en el eje sustancial del estudio, debate y compromiso pedagógicos.
En mi opinión, la enseñanza educativa abarca todas las estrategias y marcos de intervención que pueden favorecer, estimular y potenciar el aprendizaje que consideramos educativo. Por ello, mi oposición crítica a la utilización perversa del concepto de aprendizaje por la ideología pedagógica neoliberal no deriva en el rechazo, sino en el fortalecimiento de lo que considero aprendizaje educativo. Este convencimiento implica una mayor y mejor profundización en lo que significan los procesos de aprendizaje e identificar aquellos que manifiestan mayor potencialidad para la construcción de un sujeto relativamente autónomo, creativo, sensible y autorregulado.
Con este propósito, y asumiendo la naturaleza sistémica, compleja, imprevisible y multidimensional de cada ser humano, creo que es útil atender y enfocar dos ejes integradores, dinámicos y complementarios para entender este poderoso, complejo y controvertido fenómeno: el eje cognitivo y el eje teleológico.
El eje cognitivo, explicativo, episteme: incluye fundamentalmente los conocimientos y las habilidades que desarrollamos y utilizamos para comprender y para actuar. Son adquisiciones y/o construcciones en nuestras experiencias cotidianas, conscientes o subconscientes, que responden a las preguntas descriptivas qué, cuándo, dónde, cuántos; así como a los interrogantes explicativos: ¿cómo funciona y porqué? Tanto en las costumbres, tradiciones y culturas incrustadas en la vida cotidiana como en el saber organizado en las disciplinas científicas, en las humanidades y en las artes, podemos encontrar respuestas de distinta naturaleza, profundidad y potencialidad a estas cuestiones cognitivas que cada sujeto va encontrando y respondiendo en su caminar existencial. Cada individuo, en interacción singular con su contexto familiar, social y escolar va construyendo este saber técnico e instrumental con el que afronta mejor o peor los requerimientos, problemas y propósitos de su vida. Este saber, científico, técnico, a partir de los datos e informaciones, va configurando de forma progresiva los conceptos, las ideas, los mapas mentales, las teorías y los paradigmas humanos. Es decir, las representaciones humanas más o menos complejas y consistentes, extensas e intensas con las que interpretamos y decidimos. ¿Cómo se provoca en cada aprendiz la apropiación del conocimiento que consideramos deseable? ¿Cómo ayudar a reconstruir el conocimiento práctico, experiencial, de cada estudiante?
El eje teleológico, ético, inseparable del anterior, responde, sin embargo, a una pregunta de naturaleza claramente distinta. ¿Para qué? ¿Hacia dónde? Incorpora un interrogante de naturaleza valorativa, existencial. Conociendo en parte las peculiaridades de la realidad natural y artificial, así como la manera de funcionar y algunos porqués, el ser humano se interroga por el sentido de la vida y por la manera más satisfactoria posible de orientar su trajinar existencial. ¿Qué merece la pena? ¿Hacia dónde dirigir el devenir más satisfactorio? El eje teleológico incluye, a mi parecer, un amplísimo intervalo de disposiciones subjetivas que van desde las emociones más primitivas, incorporadas e inconscientes, procedentes de la naturaleza animal, preocupadas por garantizar la supervivencia y la reproducción de la especie, a las aspiraciones más espirituales que se relacionan con el sentido de la vida y la trascendencia, con la liberación de los límites que impone el espacio, el tiempo y las relaciones, es decir, con las elaboraciones culturales más sofisticadas y diversificadas (Barrett, 2018). En el largo, contingente y caótico devenir evolutivo, cada individuo y cada grupo humano va configurando una manera prioritaria de manejar sus emociones, sentimientos, actitudes y valores que condicionan la orientación del propio caminar y el grado de satisfacción que acompaña su travesía existencial. Desde las emociones más primitivas, el ser humano introduce la opción ética de lo deseable o rechazable, de lo conveniente o peligroso, del bien y del mal, que luego irá complejizando con multiplicidad de matices y sutilezas a lo largo de todo el amplio espectro de su sinuosa producción mental adulta hasta el límite de la experiencia mística y/o de la contradicción patológica e irresoluble. Parafraseando a Victoria Camps (2019): somos seres contradictorios y paradójicos, capaces de querer y no querer al mismo tiempo las mismas cosas. Como propone Markus Gabriel (2020), somos seres esquizoides que pueden crearse y creerse ideologías que mezclan verdad y mentira, sobre el mundo y sobre si mismos.13 De lo que no cabe duda es que tejemos nuestro propio relato para dar sentido a este tránsito existencial y que la vida es más bien una obra de arte en construcción, cuyo sentido vamos elaborando al observar y experimentar la calidad del vínculo que establecemos con lo que nos rodea y la satisfacción que nos proporciona (Torralba, 2020).Somos portadores de múltiples huellas de experiencias vitales distintas, divergentes e incluso contradictorias, que de manera muy mayoritaria permanecen por debajo de la conciencia y que luchan en cada momento decisivo por imponer sus propias orientaciones a la hora de percibir, interpretar, tomar decisiones y actuar. Para entender el desarrollo humano necesitamos miradas holísticas que comprendan la interacción del cuerpo y la mente, las emociones y la razón, la conciencia y los mecanismos subconscientes.
Si las emociones son la energía que activa y orienta el aprendizaje, la pedagogía educativa ha de diseñar contextos, programas y actividades que sean relevantes para la vida cotidiana de los aprendices, que estimulen su deseo de descubrir, indagar, experimentar, satisfacer necesidades y perseguir sus expectativas, ilusiones y sueños.En todo caso, en este devenir personal y social desde las necesidades y emociones más básicas a los propósitos e ilusiones más espirituales y al objeto de evitar que, en educación, este recorrido se convierta en una simple especulación teórica, me parece interesante distinguir entre valor y virtud. La virtud —las virtudes— ha de considerarse como la incorporación, la encarnación del valor, la integración del valor en el comportamiento cotidiano deseado y deseable de cada sujeto y de cada comunidad. El desarrollo y construcción de las virtudes requiere práctica, ejercicio y persistencia para ir armonizando las formas de percibir, organizar y actuar con la orientación de los valores deseables, los principios de procedimiento que proponía Stenhouse (1978). Las virtudes son el resultado de un compromiso constante y paciente con los valores elegidos, hasta que esos valores se convierten en una forma generalmente automática, aunque siempre en parte provisional, de pensar, sentir y actuar e impregnen los escenarios culturales, económicos, normativos e institucionales básicos de nuestra comunidad local y global. Es decir, se constituye en el nuevo e informado conocimiento práctico (Pérez Gómez, 2017), individual y colectivo, nuevos hábitos y automatismos de comprensión y actuación, derivado de la asunción de una nueva forma de pensar y valorar.14
La singularidad y la relevancia de la tarea educativa, tanto respecto al aprendizaje como respecto a la enseñanza, en mi opinión, reside precisamente aquí, en esta quiebra o desfiladero, a cuyo vértigo nos asomamos de manera permanente. ¿Cómo ayudar a que cada individuo que se construye como sujeto conozca y organice de manera consciente el complejo entramado de interacciones que configuran los automatismos de su mochila existencial, fundamentalmente responsables silenciosos de cómo piensa, siente, y reacciona? ¿Cómo contribuir a que cada individuo armonice su propia construcción personal más satisfactoria con las circunstancias concretas, interesadas, cambiantes y cargadas de incertidumbre del mundo de la naturaleza, la cultura y las relaciones sociales de esta época tan líquida, abundante, desigual y contradictoria? No debemos olvidar que, en la adquisición de estos automatismos individuales y colectivos, el contexto económico, político y cultural ejerce una influencia decisiva, la trama de nuestros recursos de comprensión y actuación se teje con los hilos de los valores, creencias y actitudes dominantes del espacio y tiempo que habitamos, en nuestro caso el entramado ideológico del capitalismo neoliberal. Provocar, por tanto, el proceso educativo en cada aprendiz supone sin duda el cuestionamiento inevitable, complicado y frecuentemente doloroso, del valor antropológico de ese entramado, statu quo, que se incorpora en los valores, creencias, emociones y actitudes de cada individuo (Barrett, 2018; Rodgers, 2020).


ST2, técnica mixta. María José Pérez

 

Este complejo y ambicioso propósito, que constituye para mí la tarea educativa, no puede afrontarse con visiones restrictivas, reduccionistas, sectarias o totalitarias, requieren, a mi entender, aproximaciones abiertas, ecológicas, flexibles, holísticas e integradoras (Bronfenbrenner, 1999;Goodlen, 2019; Rodgers, 2020), abriendo el horizonte a todas las vías y caminos de aprendizaje que potencien el complejo e imprevisible proceso de construcción de la subjetividad compartida: la imitación, la observación, la experimentación, la improvisación, la imaginación creativa, el dialogo, el debate y la comunicación, la transmisión oral y multimedia, el estudio y elaboración de discursos y de textos, la colaboración, la introspección, la reflexión y metacognición, la meditación, el diseño y desarrollo cooperativo de proyectos de investigación, producción e intervención, la contemplación, admiración, valoración y evaluación de fenómenos, situaciones y procesos. Todos ellos pueden constituir herramientas y procedimientos pedagógicos válidos de enseñanza educativa para ayudar, estimular y orientar el aprendizaje educativo de cada estudiante, si los docentes tenemos relativamente claro lo que significa nuestra tarea, hacia el valor de la “presencia”: ayudar a construir la compleja subjetividad compartida de los seres humanos, bajo el paraguas del interrogante constante del sentido, del para qué (Rodgers,2020). En esta tarea, la dimensión ética, como descentramiento para comprender los propios límites, como pensar en el cuidado del otro y del mundo natural, como búsqueda comprometida del bien común, me parece la clave prioritaria de nuestro quehacer pedagógico. Es el docente—las y los docentes— con su “presencia” el protagonista clave de este entramado con potencialidad educativa.

Notas

1 Conviene destacar la relevancia de las diferentes aportaciones relacionadas con la concepción sistémica de los fenómenos naturales y sociales: la teoría general de sistemas, las teorías de la complejidad, de la emergencia y del caos, la hipótesis Gaya, la metáfora del Holograma (Bertalanffy, 1976; Bateson, 2017; Morin, 2011; Prigogine, 2019; Deleuzze y Guttari, 2002; Meadows, 2008; Johnson, 2002; Corning, 2002; Popper y Eccles, 2012; Brady, 2017; Church, 2018). Parafraseando a Church (2018), los seres humanos son organismos vivos complejos que interactúan en complejos sistemas, a menudo inestables, que suelen evolucionar, por efecto de la interacción recursiva, en direcciones impredecibles.

2 Parafraseando a Mélich, la finitud es una “forma” de habitar el mundo que “estructura” la existencia humana…que se expresa en la precariedad de las situaciones, de los contextos, de las relaciones, así como la fragilidad de las ideas, de los objetos y de las acciones humanas…Significa existir en la incertidumbre (Mélich, 2019).

3 Me parece oportuno a este respecto destacar la relevancia actual del concepto de epigenética como el control sobre la genética. Puede describirse como un proceso de activación selectiva de los genes, en virtud de las interacciones del material genético con el entorno físico/social que le rodea. Las influencias medioambientales, entre las que se incluyen, por ejemplo, la nutrición, el estrés o las emociones, pueden modificar la virtualidad funcional de los genes sin alterar su configuración básica. Utilizando la metáfora del lenguaje, la genética sería el abecedario y la epigenética su ortografía y gramática (Lipton, 2015; Esteller, 2017; Church, 2018). Parafraseando a Dispenza (2015), la epigenética sugiere que, aunque nuestro código del ADN no cambie, tiene la suficiente flexibilidad como para permitir miles de combinaciones, secuencias y estructuras en un solo gen. Nuestros genes no son los que determinan nuestro destino, lo posibilitan, constituyen un caudal ilimitado de posibilidades a la espera de que los distintos estímulos del contexto físico, biológico, psicológico y social, desde el comienzo de la vida, vayan activando (encendiendo) y desactivando (apagando) aquellos más adecuados para responder a los requerimientos de dicho entorno. El dialogo entre el interior y el exterior es continuo e intenso a lo largo de todas las fases del desarrollo humano.

4 Puede consultarse un desarrollo más detenido de este concepto en Pérez Gómez, 1998, 2012.

5 El habitus (Bourdieu, 1977, 1990) se concibe como la encarnación de lo social, lo social hecho cuerpo, modelado por las condiciones materiales y culturales de existencia, concretadas a través de las instituciones en que habita el sujeto. El habitus produce prácticas, individuales y colectivas, conforme a los principios engendrados por la historia en unas coordenadas sociales concretas. El habitus preforma las practicas futuras de los grupos y de los individuos humanos, orientadas a reproducir el statu quo.
Es importante aclarar que la formación del habitus se efectúa al margen de la conciencia y la voluntad, es un aprendizaje automático, un conocimiento práctico, incorporado, que garantiza una comprensión práctica del mundo, una manera específica de mirar, de gestualizar, de hablar, de caminar, de sentir, incluso de imaginar y soñar…que se genera, alimenta y refuerza por la reiteración de interacciones y patrones dominantes y persistente en el hábitat social de cada individuo y de cada grupo humano. El habitus social y sus jerarquías se incorpora como habitus personal, singular, cristalizando preferencias, como modos habituales de imaginar, pensar, interpretar, sentir y hacer, porque, como señala Harari (2018), el orden imaginado está incrustado en el mundo material. Todas las personas nacen en un orden imaginado preexistente que exuda su escenario vital. Sus deseos e intereses están modelados desde el nacimiento por sus mitos dominantes. Estos habitus, ethos y pathos cultural, o sistema de instintos artificiales, mitos y creencias culturales, existen en la imaginación compartida de millones de personas, que conocen al sentir y viceversa.
La incorporación de las jerarquías sociales por medio de los esquemas del habitus inclinan a los agentes, incluso a los más desfavorecidos y/o marginados, a percibir el mundo como evidente y a aceptarlo como natural, (Baranguer, 2004;Bourdieu y Wacquant, 2008). La lenta y prolongada socialización infantil provoca que el arbitrario cultural introduzca en el cuerpo humano por una especie de currículum oculto, pedagogía clandestina, sobrentendida, de manera silenciosa y persistente, un conjunto operativo de disposiciones subjetivas subconscientes, preadaptadas a las exigencias de las condiciones sociales que vive el individuo en cada contexto que habita. Por eso, el habitus es resistente al cambio, por ser automático, emocionalmente potente y aparentemente adaptativo, pero es un concepto insuficiente para captar el proceso de transformación de las distintas facetas de la singularidad humana. No obstante, puede modificarse, como propone Capdevielle(2011), si, además de concienciarse de su existencia, los grupos y los individuos se implican de forma consciente, reflexiva, decidida y continuada en procesos (educativos) de reflexiones y prácticas alternativas, diseñadas ad hoc y desarrolladas con constancia. Una especie de autosocioanálisis y psicoanálisis diseñado, provocado y acompañado, orientado a modificar tanto las percepciones y creencias como los modos de procesar, organizar y utilizar la información, el conocimiento, las habilidades, los afectos, las actitudes y los valores.

6 Como plantea de forma brillante Barrett (2018), en contra de la interpretación clásica de la mente como reflejo directo de los influjos externos, la neurociencia apoya, de manera cada día más clara, el constructivismo cognitivo y emocional. Los conceptos, habilidades y emociones son construcciones de la mente, predicciones y rectificaciones, a partir de las experiencias anteriores, de los recuerdos y de la realidad social de cada individuo.

7 Uno de los primeros científicos que estudió los sistemas autoorganizados fue el ganador del Premio Nobel IlyaPrigogine (2019). Concede especial relevancia a los sistemas que poseen características de autoorganización y que exhiben propiedades emergentes, que no pueden explicarse ni por las peculiaridades de cada uno de los elementos ni por la naturaleza del todo, ni por las interacciones con elementos o sistemas externos, sino por la compleja urdimbre que se teje entre todos estos influjos encadenados, enredados de manera singular. A este respecto, me parece también destacable la interpretación de Gregory Bateson (1972, 1979) sobre las interacciones humanas, en lo que él denomina la "ecología de las ideas", que no puede estar contenida dentro del dominio de la psicología del individuo, sino que se organiza en sistemas o "mentes", cuyos límites ya no coinciden con los individuos participantes. Los organismos vivos interactúan en complejos sistemas, a menudo inestables, que suelen evolucionar en direcciones impredecibles, por la compleja relación mente, cuerpo, espíritu y materia (Dispensa 2015; Church, 2018).

8 La neurociencia (Damasio, 2010; Gazzaniga, 2015, 2019) confirma cada día de manera más clara que en torno al 90% de estos esquemas y procesos mentales, construidos a lo largo de la vida, que se ponen en marcha cuando percibimos, interpretamos, tomamos decisiones y actuamos permanece por debajo de la conciencia. El modo natural de funcionamiento del cerebro es automatizar las asociaciones y los esquemas de comprensión y actuación que vamos consolidando. Actuar de manera automática es el estilo preferido del cerebro, con el propósito de ahorrar energía, minimizar el peligro, ser eficaz y maximizar recompensas. Incorporamos y convertimos en hábitos y rutinas tanto componentes cognitivos como afectivos y comportamentales: conocimientos, habilidades, emociones, actitudes y valores. Por ejemplo, aprendemos subconscientemente cómo actuar cuando estamos felices o enojados, cuando sentimos placer y cuando nos enfrentamos a la frustración. Todos los aspectos de nuestra personalidad se encuentran inmersos en estos mecanismos automáticos de comprensión y acción.

9 Convendría, a este respecto, recordar el volumen ingente de investigaciones que confirman la existencia muy generalizada de sesgos y trampas cognitivas, formas habituales e inconscientes de percibir e interpretar las interacciones del individuo con el medio y con los otros, que generan ideas, prejuicios, creencias y comportamientos automáticos simplistas, reduccionistas, racistas, xenófobos, fanáticos, machistas, paternalistas… que aparecen disueltos en la superficie de la ideología contemporánea y que permanecen arraigados en las entrañas de los individuos, costumbres e instituciones (Ariely, 2008; Pata, 2012; Petersen, 2015; Hilbert, 2012; Kahneman, 2015; Pozo, 2017, Sloman, y Fernbach, 2018).

10 Es importante indicar que parte de estas contradicciones inevitables pertenecen al desarrollo acelerado y vertiginoso que la evolución cultural ha impuesto al proceso de hominización y humanización. El incremento exponencial y vertiginoso de este componente artificial atropella los procesos parsimoniosos de la evolución biológica humana, imponiendo exigencias que complican el funcionamiento del cerebro. Por ejemplo, las emociones que procesa el cerebro reptiliano y/o mamífero, en favor de la supervivencia o de la reproducción, responden a las exigencias de un mundo y de una vida en la naturaleza salvaje en la que ya no viven la mayoría de los humanos. Sin embargo, los modos de actuar de los mecanismos emocionales más básicos siguen imponiendo formas de percibir y reaccionar no precisamente adaptativas a la complejidad del contexto artificial de la era global y digital, un mundo saturado de símbolos, de robótica e inteligencia artificial. Este componente sustancial y primitivo del complejo sistema humano (embriagado de pasión, temor, amor y odio) es clave para entender o intentar explicar la perplejidad y desconcierto que provocan muchas reacciones humanas a lo largo de la historia, o las sorprendentes decisiones políticas de los ciudadanos en las democracias de esta segunda década del siglo XXI (elecciones de Trump, Bolsonaro, el atractivo de los movimientos fascistas, racistas, xenófobos).

11 Me parece conveniente recordar la excelente aportación de Piaget al respecto. La transformación subjetiva de la información externa tiene lugar mediante la intervención adaptativa y complementaria de dos procesos diferentes y complementarios: la asimilación: descomposición e integración de la nueva información en los esquemas de interpretación previos de cada aprendiz; y la acomodación: cambio y modificación de los esquemas previos como resultado de la nueva información, perturbadora, recurrente, procesada y deconstruida en la asimilación.

12 Como ya he comentado en otro texto (Pérez Gómez, 2019), el núcleo esencial que define la relevancia y significatividad del aprendizaje en todos los niveles del desarrollo humano es la calidad de las experiencias de aprendizaje. Sea denominado aprendizaje profundo (DarlingHammond, 2019), aprendizaje transformativo (Korthagen, 2018), conocimiento experto, avanzado (Feltovichet al., 2013; Kinchinet al., 2013) o aprendizaje relevante (Pérez Gómez, 1998, 2012). Un aprendizaje que incide de manera singular en el desarrollo de la capacidad para afrontar la novedad, la complejidad e incertidumbre con flexibilidad, de manera creativa y disciplinada. Hacer frente a problemas complejos y situaciones borrosas requiere comprensiones intuitivas, rápidas, holísticas, divergentes y originales, a la vez que se pone en marcha un proceso lento de reflexión singular, complejo, poniendo en juego estructuras conceptuales cruzadas, interdisciplinares y que bucean por debajo de las apariencias, inundadas de matices y de estructuras interconectadas, sensibles a las peculiaridades de cada contexto. Este tipo de aprendizaje profundo, significativo y relevante contiene, a mi entender, las siguientes características clave, que implican una nueva cultura pedagógica:
Es un aprendizaje experiencial, personalizado y contextualizado que produce cambios sustanciales en la forma de ver y comprender, tanto en el propio sujeto que aprende, como en el mundo natural o social que habita. Es un aprendizaje con capacidad de transferencia, cercana y lejana. Constituido por patrones estructurales y procedimentales útiles para afrontar situaciones y problemas similares y distantes (Korthagen, 2017, 2018).
Se adquiere participando activamente en comunidades productivas de prácticas que experimentan y reflexionan sobre la eficacia y el sentido de las practicas (Wenger, 1998, 2016).
Es un aprendizaje, eminentemente social y cooperativo, que lidia inevitablemente con problemas éticos y políticos de equidad y justicia social.
Constituye un aprendizaje holístico que afecta a todas las dimensiones de la personalidad del aprendiz: tanto sus componentes cognitivos (conocimientos y habilidades), como sus componentes socioafectivos (emociones, actitudes y valores).

13 Me parece oportuno recordar al respecto la relevante investigación longitudinal a lo largo de 50 años de Harriset al. (2016), en la que se confirma que "nuestras personalidades pueden cambiar hasta resultar irreconocibles en el curso de nuestra vida " (citado por Dawson Chuch, 2018). Se inicia con una encuesta, realizada en 1950, a 1208 adolescentes de catorce años para evaluar seis rasgos básicos de personalidad. Sesenta años después, los investigadores buscaron a esos chicos, que ahora tenían una media de 77 años y descubrieron que tenían poco que ver con quienes eran en la adolescencia.

14 El pensamiento se convierte en la experiencia mediante la acción y, cuando se repite, se convierte en actitud. Esta actitud practicada de manera reiterada con insistencia y paciencia se convierte en hábito. Parafraseando a Aristóteles: “Somos lo que hacemos día a día, de modo que la excelencia no es un acto, sino un hábito”. Un desarrollo actual de estos principios puede encontrarse en la relación entre conocimiento y pensamiento práctico (Schön, 1998; Argyris, 1999; Korthagen, 2018; Pérez Gómez, 2012, 2017; Soto Gómez, 2015).

 

Referencias

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Recibido: 2020-08-07
Revisado: 2020-08-07
Aceptado: 2020-08-27