DOI: http://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2016-200302

ARTÍCULOS

 

Educación: hacia un nuevo paradigma de los saberes

Education: Towards a new paradigm of knowledge

 

Diana MAFFÍA*

 

Resumen: Toda tecnología educativa, toda pedagogía, llevan explícita o implícita una filosofía de la educación, a fin de determinar los fines de la educación, que derivarán luego en políticas educativas a cargo del Estado. Se analizan en este artículo a grandes rasgos dos paradigmas en educación: uno conservador y uno progresista. Ambos sostienen a la educación como derecho universal, uno desde el universalismo “sustitucionalista” y el otro desde un universalismo “interactivo”. Solo en el segundo se pueden pensar las diferencias destituyendo al sujeto hegemónico para lo cual es indispensable el reconocimiento del Otro y de la Otra como un alter ego, mediados por la narratividad y el diálogo. Este diálogo requiere una escucha atenta, comprensiva que refuerce siempre los argumentos del otro. Esa comunicación sólo tendrá eficacia política si existe un contrato moral incluyente que haga de todo sujeto un sujeto de ciudadanía, de todo Otro (de toda Otra) una invitación a tender los puentes de la escucha como condición previa a la construcción colectiva.

Palabras clave: Educación; Diferencia; Reconocimiento; Diálogo; Ciudadanía

Abstract: All educational technology, all pedagogy, has always explicit or implicit a philosophy of education, in order to determine the purposes of it, which will later lead to educational policies decided by the State. This article analyzes two paradigms in education: one conservative, the other progressive. Both of them hold education as a universal right, one from a “substitutionalist” universalism and the other from an “interactive” universalism. Only in the second one the differences can be thought as dismissing the hegemonic subject for which the recognition of the Other and the Other as an alter ego, mediated by narrative and dialogue is indispensable. This dialogue requires a comprehensive, understanding listening, that always reinforces the arguments of the other (he or she). This communication will be politically efficient if an inclusive moral contract exists. A contract that makes an invitation to tend bridges of listening as a precondition to collective construction.

Keywords: Education; Difference; Recognition; Dialogue; Citizenship

 

Toda tecnología educativa, todo cambio en la arquitectura de las instituciones que imparten conocimiento, toda propuesta metodológica, toda pedagogía, llevan explícita o implícita una filosofía de la educación. No pocas veces, la filosofía enunciada explícitamente no es la subyacente. Como en muchas otras medidas políticas, se alude a derechos universales y alcances democráticos en los fundamentos de medidas que resultan ser de consecuencias restrictivas y elitistas, además de disciplinadoras.


“Zaindarik”, acrílico. Marta Arangoa

Abusando de la simplificación, y sólo para invitar a un debate, distinguiré a grandes rasgos un paradigma conservador y un paradigma progresista en educación. El propósito es señalar algunas variables a tomar en cuenta cuando pensamos en su complejidad el escenario educativo, y sobre todo cuando intentamos cambiarlo.
El más notable de los rasgos distintivos de estos paradigmas es la variable que vincula a los sujetos y grupos sociales con su entorno, a fin de determinar los fines de la educación, que derivarán luego en políticas educativas a cargo del Estado. En la posición que aquí llamamos “conservadora” se valora la cultura preexistente como algo a conservar y transmitir, como una identidad resuelta que debe ser inculcada, y que sobre todo los niños y jóvenes deben asimilar. Las diferencias en este paradigma no son valoradas, las jerarquías aparecen naturalizadas, los criterios de excelencia son externos e impuestos de antemano, y funciona un sistema de premios y castigos que desestimulan cualquier reforma. Hay un sentido lineal y predeterminado de progreso, que hace valorar sólo una dirección de cambio y censura cualquier diversidad.
En el paradigma progresista, en cambio, se valora la innovación que individuos o grupos plurales puedan hacer a una cultura en permanente construcción, los saberes diversos son puestos en circulación, la educación se extiende a lo largo de toda la vida porque no tiene como único fin el lograr la aceptación y el entrenamiento en saberes previamente legitimados.
Además se requiere permanentemente del establecimiento y renovación de consensos y pactos inclusivos que vuelvan a poner en cuestión lo ya instituido e incorporen lo nuevo.
La valoración, entonces, de la cultura ya instituída como algo acabado o en permanente transformación, vinculada a identidades fijas o móviles, determina no sólo los contenidos a transmitir y las metodologías, sino la rigidez en la legitimación de quiénes son los sujetos con autoridad, quiénes van a ser educados y para qué, y quiénes están habilitados para intervenir en la producción cultural y de qué modo. Pensar escenarios futuros de educación implica entonces tomar ciertas decisiones en estos aspectos.
Podemos decir al unísono que el derecho a la educación es un derecho universal, y que este será el marco de nuestras decisiones, pero políticamente hay dos tipos diferentes de universalismo.
Un universalismo “sustitucionalista”, que instituye a un sujeto hegemónico (tradicionalmente, el varón blanco adulto) en paradigma de lo humano y considera toda diferencia como una desviación o una minusvalía; y un universalismo “interactivo”, que desecha la posibilidad de instituir a cualquier sujeto en paradigma de lo humano y está abierto a incorporar las diferencias1. Claramente el universalismo sustitucionalista está vinculado a la pretensión omnisciente y plenamente objetiva de la visión más ortodoxa de la ciencia occidental y también a un tipo de ciudadanía liberal y abstracta. Estos ideales han conformado nuestra cultura a través de la conquista, dejando una fuerte impronta de sujeción.
El ideal de sujeto europeo toma el lugar de la palabra, e instituye al americano como un “Otro”. Pero ¿quién es el Otro? El Otro es el incomprensible, el odiado, el bárbaro, el temido, el diferente, el agresor potencial y por lo tanto pasible de toda violencia2. El escritor palestino, recientemente fallecido, Edward Said, dice que oriente es un invento de occidente. Obviamente los chinos no se nombran a sí mismos como oriente, y aún más, se consideran la “tierra del centro”. Sólo un sujeto que pone su singular perspectiva individual como mirada omnisciente puede determinar el lugar de los otros como diferencia objetiva. Imponer esta visión como espejo de la realidad, sólo se logra desde una posición de poder.
De la misma manera, la categoría de Otro es atribuida desde una Identidad arrogante, desde un sujeto que tiene el poder de la palabra y la categorización. Ese sujeto arrogante ha quedado instalado en nuestra cultura. Los migrantes, los indígenas, los niños, los adolescentes deben asimilarlo para adquirir ciudadanía. Para que esa asimilación sea eficaz, el sujeto hegemónico naturaliza su posición y su lugar en una jerarquía. Y esa naturalización en la que el sujeto-amo se coloca como Uno representante del humano omnisciente, por virtud del poder es reconocida también por el Otro, que así toma lugar en esa dicotomía (identidad/alteridad) que a la vez lo diferencia y lo jerarquiza.
El sujeto hegemónico, el de la construcción del conocimiento en la modernidad, y el de la ciudadanía, es el varón-blanco-adulto-propietario. Por eso, si pienso como mujer “¿quién es la Otra?”, la alteridad se multiplica. La Otra, curiosamente, es a la vez la Otra del sujeto hegemónico y la Otra del sujeto Otro. El género produce una alteridad que atraviesa todas las otras alteridades y jerarquías, las de clase y las de etnia, las de color y las de religión, imponiendo una opresión de otro tipo, presente en la colonia y en la independencia, en dictaduras y revoluciones, en prosperidad y en pobreza, en el norte y en el sur.
Este doble sometimiento se advierte en los proyectos educativos, durante siglos diferenciados, en los que a las mujeres correspondió un espacio de “domesticación”. Ante una humanidad fatalmente sexuada, el sexo masculino se arroga la representación del género humano, la representación de “sujeto”, y somete a la Otra a quedar fuera de esa representación.
El lenguaje ayuda a esta expulsión, donde lo masculino (como en toda la primera parte de este mismo artículo) se hace neutro. Lo femenino es un error y una desviación, no de lo masculino sino de lo humano. Fuera del lugar de Sujeto, subjectum, queda lo Abyecto: el lugar de la abyección es el lugar de la Otra3.
Ser varón, entonces, es con respecto a la mujer una marca de sujeto dominante. El sujeto del derecho y la política, el sujeto de la filosofía y la teología, el sujeto incluso de los derechos humanos, es varón, blanco y propietario. En esto han coincidido más de 2000 años de filosofía. Ya Aristóteles, el filósofo más conocido e influyente en la historia de la filosofía, defiende un orden jerárquico social fundamentándolo en un orden jerárquico natural: el amo es superior al esclavo, el adulto al niño y el varón a la mujer. En la naturaleza de uno está mandar y en la del otro obedecer. Este método (primero naturalizar las diferencias y luego fundar en ellas los roles sociales) fue luego imitado y aún hoy se utiliza para justificar la enajenación de su autonomía para muchos sujetos y la correspondiente limitación de su acceso a los bienes sociales.
Ser varón, entonces, es condición necesaria pero no suficiente para gozar de privilegios. La blancura y la riqueza harán el resto. El lingüista argentino Angel Rosenblat 4, en un libro sobre la población de América a partir de 1492, relata que el Rey de España vendía blancura durante la Colonia. En la convivencia de indios, negros y mestizos, aquellos que tuvieran “razonable color” y hubieran adquirido fortuna (esta última era la condición sine qua non), podían escapar a las restricciones que les imponía el no ser blancos comprando a la corona los privilegios propios de los europeos. A cambio de una fortuna recibían un documento, firmado por el Rey, que decía “Téngaselo por Blanco”. Este uso extraño de la burocracia para vender raza tenía sus fundamentos en la historia misma de la colonización, que hizo acceder primero a españoles analfabetos a la calidad de encomenderos, es decir de señores de siervos (siervos negros e indígenas), y luego a la de funcionarios municipales. La venta de blancura muestra que aquí en América, la pertenencia al lado blanco de la sociedad se asoció desde el inicio a la riqueza, y sigue así. La ciudadanía restringida es consecuencia de este sesgo en la consideración de lo humano.
De hecho, la concepción política según la cual los ciudadanos son los varones blancos propietarios atraviesa toda la modernidad, excluyendo a las mujeres, los negros, los indígenas y los pobres de todo ejercicio de derecho. Así lo comprendió nuestra Revolución de Mayo, cuando poco más de un año después de su declaración (el 19 de septiembre de 1811) el Cabildo del Río de la Plata resuelve que “no serán considerados vecinos ni los negros, ni los indígenas, ni los mestizos ni las mujeres”, decisión excluyente seguramente tomada en su ausencia, y que relega a la abyección de ciudadanía a quienes todavía hoy sufren los efectos de esa exclusión. El universal del lenguaje, incluso el de los derechos humanos, no es el universal de las sociedades.
Volviendo a los paradigmas educativos, si abandonamos esta mirada arrogante y valoramos la diversidad de puntos de vista que los múltiples sujetos de la sociedad puedan construir, el proceso educativo deberá desarrollar equitativamente no sólo la transmisión de un saber privilegiado, sino las oportunidades de expresión y valoración de múltiples saberes y la puesta en cuestión de sus jerarquías. La condición preliminar es pasar del universalismo sustitucionalista al interactivo, y para esto es indispensable el reconocimiento del Otro y de la Otra como un alter ego.
Porque para excluir al Otro basta la universalización de una categoría abstracta, que implícitamente lleva las marcas del sujeto hegemónico. Para incluirlo, en cambio, es necesario un proceso de reconocimiento performativo de las diferencias pero sin el establecimiento de una jerarquía a priori . Más que la abstracción de las categorías, la comprensión del otro se da en la narratividad y el diálogo. Un diálogo que requiere el reconocimiento de que el otro también me constituye, que nuestros lugares son intercambiables, que incluso me limita en mi voluntad de intervenir en el mundo, en mi praxis.
Frente a la escucha autoritaria que acalla para sancionar y que pretende tener la verdad del que habla, la escucha incluyente exige más bien que el que escucha sepa sobre su propia singularidad diversa como condición de posibilidad del reconocimiento de la alteridad del otro. La única forma de evitar que borremos al otro proyectándonos en él, es la conciencia de nuestras propias orientaciones. Recordemos uno de los pasajes de Gadamer donde esto se expresa:

“Una conciencia formada hermenéuticamente tiene que mostrarse receptiva desde el principio para la alteridad del texto. Pero esta receptividad no presupone ni “neutralidad” frente a las cosas ni tampoco autocancelación, sino que incluye una matizada incorporación de las propias opiniones previas y prejuicios. Lo que importa es hacerse cargo de las propias anticipaciones, con el fin de que el texto mismo pueda presentarse en su alteridad y obtenga así la posibilidad de confrontar su verdad objetiva con las propias opiniones previas”. (Gadamer, 1997: 355)

Frente a la escucha autoritaria que tiene como expectativa la negación del otro, la escucha incluyente busca reforzar el discurso del otro. El intento de comprender requiere siempre reforzar los argumentos del otro, porque la dialéctica que opera en la hermenéutica consiste en encontrar la verdadera fuerza de lo dicho.
Difícil doble tarea en la que consiste este proyecto de escucha: se trata, primero, de poner en primer plano nuestras propias orientaciones, nuestras propias perspectivas, con el fin de que quede claro desde dónde, desde qué perspectiva vamos a escuchar al otro y lo vamos a identificar como nuestro interlocutor; y, segundo, se trata de reforzar el discurso del otro no solamente para hacerlo aparecer tan racional como sea posible sino también para hacerlo aparecer tan diferente del propio como sea posible5 y valorarlo, así, en su plena alteridad.


“Paisaje encontrado”, collagraph. Marta Arangoa.

Estos dos momentos de la escucha tienen eficacia dentro de la estructura del diálogo. Desde ahí, lo dicho resuena en la trama del lenguaje que permite escuchar la voz de la tradición en la que están insertos los discursos de los dialogantes y desde ahí también, desde tradiciones dialogantes, se puede repensar el presente. En este movimiento dialógico y en virtud del mismo diálogo pueden hacerse explícitas, y tal vez removerse, no solamente las tradiciones abstractas del pensar sino también las tradiciones de sometimiento y de poder encarnados en roles simbólicos profundamente internalizados6. Se puede decir que diálogo y escucha, lejos de reproducir los prejuicios acerca de los otros o de reproducir las estructuras sociales que entretejen la tradición logra, paradójicamente, exhibir la tradición, a partir de lo cual es posible su remoción.7
El diálogo requiere entonces una escucha, pero no la escucha policial de quien nos obliga a rendir cuentas, sino la escucha atenta que procura salir de las limitaciones de la propia predisposición a juzgar al otro. El diálogo implica que la capacidad de decir y la de ser dicho son intercambiables, en un ajuste permanente de las identidades, ya que en la mirada del otro nuestra imagen, la que según creemos corresponde a la identidad que hemos forjado, nos es devuelta sujeta a otra perspectiva y otras reglas narrativas.
En La Buenos Aires Ajena, el poeta Jorge Fondebrider recoge testimonios de extranjeros sobre nuestra ciudad, desde 1536 hasta hoy. Esa criatura (Buenos Aires) descripta por miradas dispuestas a encontrar precisamente lo que buscan, nos es a la vez propia y ajena. De la misma manera, yo misma soy un Otro en las narraciones de los otros que me constituyen, y que también son un Yo. Porque es en este intercambio y este diálogo, y no en el aislamiento de la introspección (que tampoco es eficaz, como bien demostró Freud), que me constituyo como sujeto, como mirada que es vista.
Para que ese diálogo tenga eficacia política hace falta otro pacto, pero no el contrato social en versión aggiornada de Rawls8, sino un contrato moral incluyente que haga de todo sujeto un sujeto de ciudadanía, de todo Otro (de toda Otra) una invitación a tender los puentes de la escucha como condición previa a la construcción colectiva9.

Notas

* Doctora en Filosofía UBA. Profesora Adjunta regular de “Gnoseología” y “Problemas Especiales de Gnoseología” Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Directora del Observatorio de Género en la Justicia de la Ciudad de Buenos Aires. Directora del “Programa Permanente de Capacitación y Sensibilización en Género y Derecho”, Centro de Formación Judicial, Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires. Directora del “Programa de Actualización en Género y Derecho”, Facultad de Derecho, UBA. Investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEGE), Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Presidenta del Centro Cultural Tierra Violeta / Biblioteca Feminaria. Puán 480, 1420 CABA-Argentina. dianahmaffia@gmail.com.

1 Sheyla Benhabib, “El otro generalizado y el otro concreto”, en S. Benhabib y D. Cornell, Feminismo y Teoría Crítica, Valencia, Alfons el Magnanim.

2 He tomado algunas ideas fructíferas de Jorge Guzmán, “La categoria blanco/no blanco”, en Debate Feminista, N° 5 (Conquistas, Reconquistas y Desconquistas) 1992.

3 Cf. Judith Butler, Cuerpos que importan; Paidós, Bs.As., 2002, p. 18.

4 Angel Rosenblat, La población de América en 1492, México, El Colegio de México, 1967.

5 Cfr. Hans Herbert Kögler, The power of dialogue, MIT Press, 1996, pp.142-3.

6 Ibid., p.244.

7 Mariflor Aguilar, “El esfuerzo de escuchar” y “Ver y oir, dos modelos de relación intersubjetiva”, mimeos facilitados por la autora. Encontré mucha inspiración en estos trabajos.

8 John Rawls (1977), en su Teoría de la Justicia, es quizás el más importante contractualista contemporáneo.

9 Diana Maffía, “El contrato moral”, en E. Carrió y D. Maffía (comp) Búsquedas de Sentido para una Nueva Política. Buenos Aires, Paidós, 2005.

 

Bibliografía

1. Benhabib, S. (1990). “El otro generalizado y el otro concreto”, en S. Benhabib y D. Cornell, Feminismo y Teoría Crítica. Valencia: Alfons el Magnanim.

2. Butler, J. (2002). Cuerpos que importan. Buenos Aires: Paidós.

3. Gadamer, H.G. (1977). Verdad y método. Editorial Sígueme: Salamanca.

4. Guzmán, J. (1992). “La categoria blanco/no blanco”, en Debate Feminista, N° 5 Conquistas, Reconquistas y Desconquistas.

5. Kögler, H. (1966). The power of dialogue. Cambridge: MIT Press.

6. Maffía, D. (2005). “El contrato moral”, en E. Carrió y D. Maffía (comp) Búsquedas de Sentido para una Nueva Política. Buenos Aires, Paidós.

7. Rosenblat, A. (1967). La población de América en 1492. El Colegio de México: México.

8. Rawls, J. (1977). Teoría de la Justicia. Harvard University Press.

Fecha de Recepción: 27 de julio de 2016
Primera Evaluación: 17 de agosto de 2016
Segunda Evaluación: 24 de agosto de 2016
Fecha de Aceptación: 24 de agosto de 2016

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución - No Comercial - Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.