DOI: http://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2016-200109

REENCUENTRO

 

Memorias de un normalista pampeano

 

Juan Ricardo Nervi*

 


Serie “Yo te anido”, acrílico. Paula Rivero

 

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 8 de julio de 1980

Ni sangre ni arena…

Era en los años de aquel cine meticuloso, sin “gags” estridentes y sorpresivos, esto es, un cine contravencional, lineal, directo. Las monedas (las “chirolas”) nunca alcanzaban para la entrada. Eramos una pléyade de estudiantes “patos”. Siempre nos faltaban cinco para el peso…
¿Que cómo nos las ingeniábamos para entrar “de garrón” al cine? Me parece ver la cara adusta, severa, de aquel cancerbero celoso que era don Saturnino. Oteaba, más que observaba, los movimientos de “indios bomberos”que luego nos darían el indicio exacto para cumplir con el refrán aquel de “A la ocasión la pintan calva” (sin alusión a la calvicie del propietario y sempiterno guardián, clavado en el “hall” como una estaca).
En esos años aparecían tres o cuatro diarios –todos un lujo para Santa Rosa– y el “carnet” de periodista era nuestro pasaporte al paraíso. Don Saturnino debe estar –si vive– sumido en profundas meditaciones acerca de aquellos “carnets”, porque, ¿Cuántos periodistas tenían, por ejemplo, “La Capital”, “Gobierno Propio”, “El Heraldo” o “La Arena”? Lo cierto es que –de uno u otro modo– el comienzo de la función nos encontraba orondamente sentados en “nuestra” butaca…Toto mediante.
Porque Toto, carilargo, aparentemente serio, casi aséptico en su trato con los compañeros, era quien controlaba la entrada. Los “carnets” eran dos o tres, a lo sumo. Pero, en un prodigioso juego de prestimanos, iban y volvían, se presentaban en la taquilla, se mostraban con supina negligencia (con un cancherismo periodístico de primer agua, al control… ¡y adentro!.
El cine –junto con el deporte y las mateadas con guitarra y mandolín, acordeón y canto– eran nuestra diversión “hebdomadaria”, como habría dicho alguno de estos periodistas “sui generis”. Fue en esos años cuando, con gran suceso, se estrenó “Sangre y Arena”, la novela de Blanco Ibañez, interpretada por Tyronne Power, Rita Hayworth… y el entonces casi anónimo Anthony Quinn. Aquella interpretación de la Hayworth nos pareció estupenda, deslumbrante.
¡Esas son mujeres…!, exclamaban al unísono el goridto Antúnez y César, mirando de reojo a alguna de nuestras compañeras.
Con aquel don musical que los caracterizaba, Quino y César “sacaron” de oido aquel “Verde, verde luna a mi me llaman…”, y a su ritmo solíamos entonarlo para revivir los momentos de sensiblería que nos había deparado el filme.
–¡Vamos a dedicarnos al “flamenco”…! Sugería César.
–¡en la laguna de “Don Tomás” están así…!
Jaraneaba Fioravanti, el anguilense, con su habitual socarronería.
–¡Vos que sabés…! Te quedaste en “La marcha de San Lorenzo”–, retrucaba el guitarrero.
Las compañeras nos echaban miradas desdeñosas, como diciendo:
–¡A mi con esa Rita Hayworth…! Tyronne Power ¡ese si que es un hombre…!
Fue una racha, una ráfaga de españolería. Se nos hizo obligada la lectura de la obra de Blanco Ibañez, “Sangre y Arena” editada por Tor, costaba ochenta centavos o un peso. Hicimos una “vaca”. La fuimos leyendo de uno en uno.
–Y…¿qué te pareció?, me preguntó Victorio.
– ¿La novela?. ¡Excelente! Pero…
– ¡Pero no tiene nada que ver con la película!, intervino Chela, la nueva compañera.
– ¿Cómo? ¿Vos la leiste?
– Oime pibe.. ¿Vos crees que nací ayer…? La leí hace años. Es para adolescentes. ¡Ja!...! Hay que leer “Entre naranjos” ¡esa sí que es una novela de Blanco Ibañez…!
Nos dejó perplejos. Victorio no quiso ser menos y le espetó:
–Me quedo con “Mare Nostrum” y “La Barranca”…. ¿eh?
Se enfrascaron en un diálogo acerca de la obra del andariego escritor. Yo me quedé pensando: “¡Qué bueno sería que nos enseñasen a ver cine, ¡el séptimo arte!”
–Estos norteamericanos… cómo macanean! Menos mal que ahí estaba Rita Hayworth, que si no…! arguyó Pepe.
Y allí quedó la cosa. Con la imagen voluptuosa de la actriz, diciendo al bebilindo de Tyronne Power “Ea…ea, toro…!”.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 15 de julio de 1980

El reloj de don Germán

En algunas de estas anotaciones he hablado de don Germán. Reiteradamente me encuentro con su imagen. Y es que era de la estirpe de los hombres buenos, de que hablaba Leonard Franck. De esa estirpe que pareciera irse extinguiendo lenta e inexorablemente, aunque sigan siendo más los buenos que los malos.
Lo recuerdo porque fue afable, cordial, simple como una gota de agua. Porque era comprensivo y tierno. ¡Cómo hubiéramos querido que muchos de nuestros profesores fuesen así, como don Germán…! Y no se crea que infringía el reglamento y sus obligaciones. No era, de ningún modo, nuestro “cómplice”, aunque a veces una campanada antes de la hora fuese como el tañido del “gong” cuando el boxeador está “en las diez de últimas”. Una salida oportuna de uno de los muchachos para salvar al compañero en desgracia, una señal cuando don Germán pasaba “por casualidad” frente al aula, dejaba en suspenso el infortunio del que se había venido “a poncho”. Y es que, en ocasiones, las “lecciones” se convertían en un bisturí mellado en manos del profesor de turno. Muchos preferíamos el cepo como respuesta al “no me preparé”, antes de subir a la picota (léase “tarima”). Y ¡qué caramba! Todos esperábamos que los docentes tuvieran algo de socrático, no en la amarga dosis de la ironía, sino en la salvadora mayéutica. ¿Qué alumno, con sus mayores o menores limitaciones, no hubiese respondido con alguna certeza, atento al sondeo del profesor, a las preguntas que se le hacían? Uno esperaba que el profesor dijese: “¡Pase, alumno…no se trata de una lección sino de una conversación, de un diálogo, sobre tal o cual tema…!” Dialogar: allí estaba la cosa. A la manera socrática: allí estaba la metodología.
Pero no había nada de eso. Eran ilusiones, quimeras. Más de una vez el quehuense Damián nos decía:
–Les aseguro que yo sabía. “Tragué toda la noche…”Pero “me abate”, cuando me preguntó cuál era la “cuádruple raíz del principio de razón suficiente…”.
–Parece que adivinaran lo que uno no sabe… y ¡zaz! Ahí nomás te encajan la preguntita… acotaba Facio.
–¡Lo que uno no sabe…lo que uno no sabe…!, rezongaba Pepe. Imagínate, toda la tabla de Mendeleiev para memorizar en dos o tres días. A este paso yo no me voy a recibir nunca…
–¡Y las valencias…esas valencias! ¿Te imaginás, yo, enseñándole a un pibe de Victorica que dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno forman eso que se llama vulgarmente “agua”…? Decía Quino moviendo la cabeza.
Era preciso saber. Acumular conocimientos por aquello de las “masas aperceptrices” de Herbart. El saber por el saber, claro está. No el aprender para enseñar. Y allí, en la tarima, sobrellevábamos el “toma y daca” de los cuestionamientos profesorales. Los axiomas. Las fórmulas. Los teoremas de Tales y Pitágoras“declamados” ipso facto. El paralelogramo de las fuerzas. Los ejes simétricos y asimétricos. Los cristales bicóncavos y biconvexos. La estrategia de la guerra del Peloponeso. Las tácticas de Aníbal…
Claro que siempre había quien supiera todo eso “al dedillo”. Y cuando las respuestas estaban “en orden”, el profesor sonreía satisfecho, como diciendo:
–¿Ven? La cosa está clara. Es lo que dice el texto…
Si, las cosas estaban claras. Algunos hubiésemos preferido que lo estuviesen menos claras para poder discutir acerca de ellas. Participar, no escuchar y decir el consabido “amén”. ¡Pero qué hacerle” Todo estaba escrito. Con un fatalismo musulmán. Escrito. Y aunque Damián supiese y se “abatatase”, raramente el profesor le ayudaba a salir del berenjenal. Raramente, decimos. Pero había honrosas excepciones. Y también aquellas campanadas salvadoras –que a veces tardaban más de lo previsto– que tenía don Germán en el momento oportuno.
–Debeis estudiar más… Muchachos, muchachos, todo se hace con sacrificio…, era el reproche consabido cuando le dábamos las gracias. Y agregaba:
–Es posible que mi reloj no ande bien…Y nos guiñaba un ojo. Pero, eso si, con toda seriedad.
En la historia de la Normal, la figura de don Germán Rodríguez será inolvidable. Así que pasen los años, las generaciones de egresados de antaño, rescatarán su imagen de abuelo, sus gestos de todos los días con la rutina de lo que se hace para satisfacer las exigencias del “reglamento”. Pasarán en desfile de imágenes transitorias, muchos docentes olvidables. Pero a él no lo olvidaremos. Ni a él ni a su reloj, que “es posible que no anduviese bien…”.

Notas

* (1921-2004) Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. Maestro Normal Nacional. Docente en la Universidad Pedagógica de México, y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Escritor, periodista, investigador. Profesor Emérito de la UNLPam. Secretario Académico de la UNLPam. Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía Universitaria. Director de la Maestría en Evaluación de la Facultad de Ciencias Humanas.

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