REENCUENTRO

Memorias de un normalista pampeano

Juan Ricardo Nervi*
* (1921-2004) Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación. Maestro Normal Nacional. Docente en la Universidad Pedagógica de México, y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Escritor, periodista, investigador. Profesor Emérito de la UNLPam. Secretario Académico de la UNLPam. Profesor Titular de la Cátedra Pedagogía Universitaria. Director de la Maestría en Evaluación de la Facultad de Ciencias Humanas.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 16 de maryo de 1980
Veladas memorables

Era una perfectista. La maestra del Curso de Aplicaciones que preparaba lo que hoy llamaríamos un “show” no dejaba un solo detalle sin arreglar. A la distancia debe reconocérsele un alto nivel de eficiencia, una fina intuición para planear e implementar aquellas veladas artísticas a través de las cuales “la Normal” había adquirido bien ganada fama. En los “anales” de la Escuela podía hallarse el rastro de cantantes como “Bebona” Navarro Sarmiento y el achense Reynaldo Carlos Prandi; de bailarinas como Olga Dora Lorini; de aquella legión de impecables “buenos mozos y muchachas en flor” que integraban los cuadros de cada número.
Tímidamente, nuestra generación se fue integrando a la “farándula” normalista. En su momento, nos tocó el turno. Ya habían egresado las “primeras figuras” y el proscenio del “Marconi” era todo nuestro. Se nos tomó lo que podría llamarse una “prueba”. El ojo zahori de “Porota” (así la llamábamos) reparó en los futuros protagonistas de las tradicionales veladas. Allí estábamos, a las órdenes de ella, esperando sus indicaciones inequívocas, sus regaños:

–¡No, así no… Hay que moverse con soltura, soltar la voz en los agudos, crear la atmósfera coral paso a paso, vivir la zarzuela con el espíritu español…! ¡A ver… a ver: otra vez”.

La obedecíamos. Sabíamos que ella sabía lo que hacía. Si se trataba de cantar el “Lamento Borincano” o “Ay, caramba”, o –como era la moda– pronunciar el “io” mexicano en vez del arrastrado “yo” argentino, allí estaba “Porota” con su perfectismo. La indumentaria debía responder cabalmente a los temas enfocados: bailecitos coyas con ojotas y bragas arremangadas; zarzuela, con sombrillas o abanico para ocultar el rubor ante el requiebro; rumba, con volados en la pollera, corrido mexicano, con el típico sombrero de “charro”; garrotín español con el pantalón ceñido, la faja y los zapatos para el taconeo; o la espectacular “Danza Ritual del fuego”, con tules y velos envolventes para llegar a un “climax” flamígero alrededor de la hoguera de artificio. Por último, “Los millones de Arlequín” y el “Ochi Chornia”, con el colorido de Colombina, Pierrot y Arlequín en el atuendo, o el cilíndrico gorro de piel, la bata blanca, las botas mitonas apresando al pantalón rojo. Y había más, mucho más. Dos horas duraba el espectáculo. Aquel año nos íbamos. Dejábamos las aulas y bien pronto estaríamos lejos de la casona de los Mason que nos había albergado cuatro años,. Nos superamos con largueza respecto de los años anteriores. ¡Aquella “Danza del Fuego”! ¡Aquel quinteto “a la mexicana!” ¡Quino multiplicándose con su mandolina para que Colombina, Pierrot y Arlequín nos desentonasen! ¡Y la rumba “Cachita” cantada y bailada por Diosdado y Tota…! Un éxito rotundo nos obligó a “reprisar” dos o tres veces en Santa Rosa. Nuestra sorpresa y alegría no tuvieron límites cuando, después de una nueva actuación, Porota nos dijo:

–Muchachos… ¿qué les parece si repetimos la “velada” en General Pico…? Nos invitan…
Y allá fuimos. Al Teatro “Centenario” de la Chicago Pampeana. Y el público piquense hizo repetir una y otra vez “la Danza Ritual del Fuego”, exóticamente bailada por Coca; y el “Ochi Chornia”; y aquel quinteto que respondía al piano del maestro Durán, en canciones como “El organillero”, de Lara; “Vereda Tropical”, de Gonzalo Curiel; “Rancho Alegre” y “Soldado de Levita”, del cancionero popular mexicano con un estupendo falsete de la pelirroja Casagne. Festejamos el éxito como correspondía. Pero aquel éxito no era sólo nuestro: era de aquella perfectista maestra del Curso de Aplicaciones que había puesto en marcha un engranaje de nostalgia que hoy, a casi cuatro décadas, nos devuelve algunas quimeras juveniles. Si, aquel éxito tenía un nombre: “Porota”.

Memorias de un normalista pampeano
La Arena 13 de maryo de 1980
Una respuesta

No, no señor (no importa su nombre). Está muy lejos de mi ánimo “despotricar” contra la escuela “que me dio un título”. Menos aún, contra sus docentes. Recuerdo con ternura a mi vieja Escuela Normal. Viví en ella y con ella las contradicciones típicas de mi edad. Jamás la critiqué acerbamente. No lo hice antes, ni lo hago ahora. Institucionalmente, era mi casa. ¿Cómo, pues, hablar mal de ella? Pero, eso sí, todaía me hiere en lo entrañable aquel sistema. Una cosa es la institución; otra, el sistema instaurado para formar maestros. Es cierto: ¿qué importancia podrían tener estas “memorias” de un ex-alumno?
Pero –pongamos por caso, allanando las distancias–, ¿usted se irritaría con Miguel Cané por su Juvenilia? Con Rabindranath Tagore con sus memorias? Con Janus Korszchac por Si volviera a ser niño? Es probable que no esté de acuerdo con Neill en sus críticas a la escuela “tradicional” y por el sistema que desarrolla en su Summerhill. Y es lícito (o lógico) que así sea. A partir del Emilio, de Rousseau, cobró dimensiones un tanto espectaculares la Escuela Activa. Aquella crítica –en cierto modo ya planteada por Rabelais en su Gargantúa y Pantagruel, generó un movimiento de revisión didáctica y doctrinaria que llega hasta nuestros días. Sin la dura crítica de Rousseau aplicada al tipo de escuelas que le tocó frecuentar, seguramente nada sabríamos de Basedow, de Pestalozzi, de Froebel. Tal vez el normalismo (de cuño probadamente pestalozziano, como bien lo especificó J. M. Torres elevándose por encima del positivismo), no habría llegado a nuestro país. Esto no quiere decir que deba coincidirse “in toto” con Rousseau. Pero... Así como Descartes se planteó la duda como método, y de allí surgió el racionalismo, apelando ya a la duda cartesiana, ya a la duda kantiana, y sobre todo, a mis propias dudas, he creído necesario externarlas en estas “memorias íntimas”, que nunca pretendí que fuesen “máximas”.
¿Qué, “cuánto” y en qué momento estudiábamos? Como todos los estudiantes. Mucho. Poco. Nada. Casi nada. Y allí estriba uno de los problemas, caro colega, que más me preocupaban y me preocupan. ¿Por qué esas oscilaciones entre el “mucho” y el “nada”? sencillamente por el viejo lema jesuítico “Repetitivo est Mater studiorum”, esto es la repetición es la madre del estudio, prevalecía sobre el auténtico aprendizaje. A nadie se le ocurrió que, como futuros docentes, debíamos primero “aprender a aprender” para, después, “enseñar a aprender”. Aquellos cambios en las esferas del ser, del saber y del hacer, propios de un adecuado aprendizaje, nos prendían en nosotros, sencillamente porque no aprendíamos a ser. ¿A quién culpar de ese pecado de lesa pedagogía? No. Yo no culpo a nadie. No fustigo a nadie. Si aquí o allá aparece la imagen de un profesor o una profesora autocráticos, es porque –aún en esa época, en pleno fervor de la Escuela Nueva–, tales dómines constituían un anacronismo.
¿Cómo aceptarlos así, como eran? ¿Cómo pueden aceptar los alumnos de hoy el dogmatismo del maestro? Pero los hay. En la tipología docente, aparecen como hormigas los docentes malhumorados, oscuros, grises, con un cortocircuito en la comunicación con el alumno. A esos me refiero, y no a otros.
Es posible que tenga usted razón en lo que atañe a la tonalidad un tanto “agresiva” de estas notas. Hay recuerdos dolorosos, injusticias que no cicatrizan. Podría enumerarlas en torrente. Prefiero “corregir sonriendo cuando aflora la melancólica sonrisa de una nostalgia. Pero no olvido. Y ese recuerdo, inevitable, provocativo, es el que reabre las llagas, las viejas llagas que tanto duelen en la adolescencia. Atribúyalo, pues, a un antiguo dolo, o, si quiere, a un antiguo rencor tatuado en el alma de un adolescente tímido y rebelde a la vez.
Comparto su opinión: un “memorial” no debe reducirse a un “anecdotario” de ocurrencias risueñas o festivas. Pero es del caso que le señale que son mis memorias y no las suyas. Usted podría hacerlas con la solemnidad sacralizada de los doctos. Y yo no le reprocharía que lo hiciese a su modo. Es más, leyendo a Ramón y Cajal en sus “recuerdos” lo comprendo a usted… y es posible que usted me comprendiese un poco más a mí… si lo leyese.
¿Qué más? Gracias por leerme. Es bueno tener lectores que se preocupen por estos temas, al parecer diluidos entre los centimiles que ocupa el “deportismo”, con los coches de Fórmula 1 o Fórmula 4, Galíndez y Corro, con sus filosofías del “guantazo” o de la veleidosa pelota de fútbol, fuera de nuestra órbita a favor de los alienantes “taponazos” de Maradona. Gracias, si, colega. Pero no lo olvide: amo tanto o más que usted a nuestra antigua Escuela Normal. Nunca podría hacerla objeto de burla o diatriba instado por algún “viejo encono”. Recuérdelo.


“Satimbe”, óleo sobre tela. Rodolfo Rodríguez

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