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RESEÑAS

 

Justicia juvenil: de las cicatrices de la Conquista a la imaginación no punitiva (en perspectivas postcoloniales). Marcón, Osvaldo Agustín. (2017). Buenos Aires: Espacio.

Por Alejandro Osio
Universidad Nacional de La Pampa, Santa Rosa, Argentina
aleosio22@hotmail.com

El texto se divide en una introducción y 22 capítulos a modo de artículos independientes pero con una hilación conceptual y eje de especialidad en la justicia juvenil que dotan al trabajo de continuidad; esta, a la vez, se fragmenta en sus espacios de análisis que, aun diversos y diversificados, se muestran con una fluidez propia de contenidos sobre los cuales el autor demuestra no solo solidez y univocidad en la perspectiva sino también años de análisis y masticación definitoria.
El recorrido del texto es amplio, pero lo es aún más su anclaje conceptual e histórico, los cuales pueden hallarse en las ricas notas y en la composición bibliográfica de base como así también la específica en relación al eje escogido.
Ya en la introducción puede advertirse la perspectiva socio-jurídica desde la cual aborda las problemáticas que luego introducirá, poniendo en crítica el abordaje jurídico-céntrico tanto en lo óntico como en lo normativo y fáctico en el ámbito de la especialidad de la justicia juvenil. Allí también enuncia la crítica revisionista en términos de poscolonialidad sobre los conceptos de responsabilidad y corresponsabilidad, que será frecuente y profundizada a lo largo del trabajo.
El primer capítulo sienta las bases epistemológicas del aporte y por ello es el más extenso y conceptualmente más importante. Pone en crítica la responsabilidad en clave occidental con sus fundamentos aristotélico-tomista, contractualistas y hasta mercantiles, y repasa las civilizaciones previas a la colonización, como por ejemplo, de los mayas, aztecas, incas, guaraníes y mocovíes, para culminar con una necesaria reconfiguración de la responsabilidad hacia la originalista latinoamericana, destacando la carga genética y cultural propia de los pueblos latinoamericanos en los cuales las conceptualizaciones de lo comunitario y las interrelaciones entre los individuos sociales, las comunidades y el medio del cual forman parte se desarrollan con importancias diversas pero identitarias.
En este marco ingresa en la existencia de contenidos atávicos propios de la formación eurocentrista y destaca la necesaria clínica de la intervención en el ámbito específico de la justicia juvenil. Destaca que en este campo la dinámica del castigo ha llevado a un derrotero de incidencias negativas en el ámbito de la facticidad. Aclara que con clínica no se refiere al concepto de salud, sino a los análisis polifónicos de los fenómenos desde la multidisciplina, sin la reducción juridicista.
Señala como aspectos a revisar la interrelación entre la comunidad y el servicio de justicia pero en clave de hegemonía comunitaria que redefina el ethos cultural individualista occidental. Así también pone en crítica el relato social criminológico de los medios de comunicación.
En torno a la formación académica resalta la debilidad en la vigilancia epistemológica sobre las prácticas cotidianas de los ámbitos socio-judiciales, y aunque reconoce que la perspectiva de derechos, el interculturalismo y el poscolonialismo han tenido acogida en distintos espacios universitarios, desde su mirada no han sido suficientes, por lo cual entiende que deberían hacerse más esfuerzos para complejizar las miradas a fin de que contribuyan al avance de lo que denomina “justicia juvenil poscolonial”.
En torno a su observación de la receptividad de la normativa de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (CIDN), entiende que ha sufrido una reducción simplista de sus 54 artículos al 40, como si fuera el único que determina los alcances de dicha normativa para el diseño de la justicia juvenil, incorporando como medidas alternativas o especiales lo que en la realidad ha mantenido las lógicas penales ordinarias y los microcastigos propios de un garantismo también reducido al ámbito penal, cuando en su formulación originaria no era así (según Ferrajoli).
Utilizando el concepto de “cripto-Estado” de Bobbio, y tomando como base que las normas jurídicas en Latinoamérica son normas en contexto, señala como cripto-judicial la nueva normativa amalgamada con los planos culturales e ideológicos de los operadores judiciales. Así afirma que “[a]llí encriptados, los instrumentos normativos que dicen regular el funcionamiento de los instrumentos normativos que dicen regular el funcionamiento de la justicia juvenil siempre se las arreglan –país por país– para hacer que los perdurables sean sus componentes penales” (p. 34).
En su repaso por la historicidad del derecho penal en torno a la especialidad destinada a niñxs y adolescentes, apunta a una reconfiguración hacia una justicia juvenil poscolonial restaurativa que incorpore las ideas de hechos y daños, dejando atrás las reminiscencias del derecho penal de autor, y afirma que “las respuestas al crimen no deben ser, principalmente castigar o rehabilitar al agresor, sino en la medida de lo posible, establecer las condiciones para reparar el daño causado…” (p. 37). Esto incluye los perjuicios del crimen pero también el daño material y psicológico y a las relaciones que sufre la víctima, los disturbios sociales y la indignación de la comunidad, la incertidumbre respecto a la capacidad de las autoridades para garantizar la seguridad y el daño social que el infractor se causa a sí mismo.
En ese ámbito de la pena, recupera a Roxin y sus ideas en torno a la comunidad y la necesaria relación de cooperación con el condenado que debe tener la pena para poder siquiera tener un ápice de posibilidades de eficacia. Pero también es necesario revisar en esas claves a las policías en torno a los estándares de eficacia y confianza en las interrelaciones recíprocas entre comunidades y policías.
En sus conclusiones afirma:

Como forma específica de envejecimiento, el sistema socio-judicial manifiesta síntomas de ceguera respecto de sí mismo. Le es difícil reemplazar la mirada colonial, arbitraria y señorial, dirigida hacia el exterior, por otra en perspectiva poscolonial que lo incluya como objeto de enjuiciamiento y, por ende, habilite su profunda reconfiguración y relegitimación. Él camina sin parar en una misma dirección, que es la que le diera su origen en el marco de la Modernidad, sin advertir que la soledad es cada vez mayor (pp. 41-42).

En el segundo capítulo, el autor se centra sobre las críticas dirigidas a la disquisición para una justicia juvenil que se plantee entre si debe ser penal o no penal, y por supuesto repasa una multiplicidad de mandatos internacionales que inclinan la balanza hacia la mínima intervención de lo penal, que exigen especialidad y demás caracteres que en este espacio de las intervenciones se exigen en las normas internacionales y en las interpretaciones de los distintos órganos de los tratados. Pero concluye que el garantismo que surge de la CIDN y el resto de los mandatos no puede reducirse a los postulados penales sino “a construir sistemas garantistas integrales y no a copiar mecánicamente el garantismo penal previsto para los adultos” (p. 44).
En el tercer capítulo se introduce en la cuestión de la autonomía de las personas responsabilizadas en el ámbito de la justicia juvenil, y afirma que “un elemento es central: siempre se aspira a favorecer el desarrollo de sujetos responsables para lo cual es condición necesaria el incremento de su autonomía relativa…” (p. 45), pero aclara en la misma página que “[l]la autonomía no puede ser pensada en abstracto sino estrictamente ubicada en los condicionamientos de cada situación”.
Concluye que con este fin y puntos de partida, lo penal ya ha demostrado su fracaso rotundo, por lo cual es ahora el tiempo de lo complejo, es decir, de intervenciones complejas para asuntos complejos, superando tanto las discusiones tutelaristas y antitutelaristas como las penales y no penales.
En el cuarto capítulo esgrime su posición en torno al sujeto criminalizado y a la hegemonía técnica de la ideología tutelar que está siendo reemplazada por lo que denomina “ética del cuidado” (Gilligan) que implica dar más relevancia a lo vincular y a las responsabilidades en el cuidado a los otros, y que exige:

… complejizar los diseños institucionales antes que acudir a copias mecánicas y débiles en creatividad (…) el camino aludido es el de la Justicia Restaurativa epistemológicamente vigilada por la Ética del Cuidado. Para ello es fundamental tener presente que teorías y técnicas que no cuidan a los ciudadanos se transforman en burdas caricaturas de lo que dicen ser (p. 48).

En el quinto capítulo comienza visibilizando las diferentes perspectivas, en tanto ideologías subyacentes que suelen dar lugar a diversos sistemas de justicia juvenil, y que sin embargo se asientan sobre la perspectiva de derechos humanos; desde lo interpretativo, por ejemplo, la conceptualización de distintas generaciones de derechos, que clasifica según su importancia. Abreva en fin sobre la relación entre las perspectivas y los diseños institucionales en un Estado de derecho. Afirma que “[m]ás que imperativos jurídicos, los Derechos Humanos implican lógicas de pensamiento, de acción y de constitución de subjetividades con impacto en las configuraciones institucionales”, lo cual genera incidencia en lo social, como puede suponerse, pero que variarán en función de las perspectivas adoptadas, es decir, en función a los predominios ideológicos previos.
En el sexto capítulo avanza en la misma crítica, pero ya sobre los sistemas de justicia juvenil que suelen girar en torno a la responsabilización penal, y que denomina como restringida porque suelen tener eje en los derechos de primera generación (civiles y políticos) sin asumir la defensa de derechos de generaciones más avanzadas. En este marco crítico también resalta la necesidad de revisar los diseños institucionales que ya han sido denostados y que han demostrado sus fracasos de la mano de cierto garantismo penal que, incluso, se contradice con el discurso de las medidas socioeducativas.
Señala que la CIDN “… defiende el protagonismo del niño oponiéndose a la invisibilización del conflicto social (…) exige a los Estados el desarrollo de abordajes integrales en cuyo marco lo penal sea apenas un ítem…” (p. 51).
En el séptimo capítulo se repasan distintos instrumentos internacionales como el Informe ONU 2016 “Fomento de la Justicia Restaurativa para Niños” y la Consulta Internacional de Expertos sobre Justicia Restaurativa para Niños, de Bali, 2013, que instan hacia una justicia juvenil restaurativa como alternativa que represente “… un proceso no contencioso y voluntario, basado en el diálogo, la negociación y la resolución no adversarial de los conflictos” (p. 54) que sustituya a la penalización.
Esa lógica de asiento en el DIDH continúa en el capítulo octavo, profundizando sobre las Reglas para una Justicia Adaptada a Niños y Niñas en el Mundo, del 2014, que ponen el eje en la redefinición de los diversos roles de los diferentes efectores de los servicios de justicia juvenil, afirmando que “[a]cusaciones, defensas y pronunciamientos deberán ser pensados desde otra perspectiva.”
En el capítulo noveno, el autor ingresa en la especialidad requerida para la justicia juvenil, y la denomina como una garantía progresista pero que debe poner en crítica las fuertes tendencias a mantener como indiscutibles lógicas del sistema penal general para evitar que los procesos de adultos debiliten la especialidad y terminen fagocitando al derecho penal juvenil. Señala que si las institucionalidades “… no tienen como horizonte la vigencia integral de los Derechos Humanos, poco a poco las garantías ven socavados sus contenidos progresistas” (p. 58).
En el capítulo décimo ingresa en el análisis del mercado como partícipe y generador de inseguridad, advirtiendo sobre la reducción simplista de la idea de seguridad a lo policial y penal. Destaca, además, la necesidad de ampliar el enfoque y visibilizar lo que Zaffaroni denomina “penalización por goteo” e insta como conclusión a una “… imaginación no punitiva para avanzar hacia niveles razonables de seguridad ciudadana integral” (p. 60).
En el décimo primer capítulo se introduce en un análisis crítico en torno a lo que denomina “mitos y realidades de la criminalidad” y con cita de Kliksberg desnuda las falsedades de los discursos legitimantes de la mano dura y sus posibilidades de eficacia, destacando, según el autor, que sigue los conjuntos de variables que han llevado en Latinoamérica al aumento de la criminalidad juvenil son tres: “las conductas sociales básicas, especialmente la evolución de la tasa de desocupación juvenil y las oportunidades laborales, los niveles de educación y el grado de articulación de las familias” (p. 62).
En el duodécimo aporte se detiene sobre los efectos nocivos de las sanciones penales pero especialmente del proceso penal en su conjunto, con cita de aquel Kafka de El Proceso (1925) que resaltaba que “la sentencia no se dicta de una sola vez, viene lentamente” (p. 63). En esa línea define al proceso penal juvenil como un verdadero camino de dolor, e invita a nuevas lógicas que no prescindan de la responsabilización pero evitando que los ciudadanos menores de edad respondan más por obligación que por convicción.
En el décimo tercer capítulo trae a colación la doctrina al respecto del Papa Francisco que ubica en las sendas de las lógicas que viene tratando, y así, por ejemplo, plantea que el Máximo Pontífice ha sostenido que “… se trata de hacer justicia a la víctima, no de ajusticiar al agresor” (p. 65) y que las cuestiones centrales a satisfacer en la administración de justicia tienen que ver con reparar el daño causado y evitar el aumento de la violencia mediante la venganza, marco en el cual los medios de comunicación tienen la responsabilidad de no contribuir a la creación de alarma y pánico social.
En el capítulo décimo cuarto resalta las críticas a la traslación automática del garantismo penal a la justicia juvenil como si se tratara de los mismos sujetos. Precisamente, indica, la CIDN es la muestra clara de que se trata de sujetos distintos, y por ende todo su abordaje ha de ser diferente; en este marco, se debe robustecer las políticas públicas para un sistema integral de protección acorde a la subjetividad propia de la población a la cual son destinadas las institucionalidades. Dice que esta diferenciación conceptual pero también fáctica no es más que una muestra de la necesidad de diferenciar entre los conceptos de igualdad y equidad. Es esta última la que surge de la CIDN y por ello son necesarias otras lógicas de abordaje y no las mismas que para las personas adultas con algunos ajustes.
En el capítulo décimo quinto se introduce en el análisis fáctico de las estructuras judiciales, marco en el cual analiza la discrecionalidad judicial en las decisiones y la asunción de discursos nuevos (como la protección integral) para seguir produciendo sujetos de procesos, cuando deberían ser sujetos de derechos, solo que ahora administrativos más que judiciales. Confirma, por último, que “… la mayoría de los sistemas de intervención sobre la niñez responden a lógicas que no han variado sustancialmente, aun mediando loables esfuerzos de muchos de sus actores” (p. 70).
En el décimo sexto capítulo ingresa en la reformulación en torno a la complejidad analítica en los procesos de justicia juvenil, poniendo en pugna los paradigmas de la multidisciplina versus el de la idea pericial. Entiende que la verdadera justicia adaptada que exige la CIDN debe incluir las lógicas propias de un verdadero abordaje multidisciplinar que resulta irremplazable en el trato permanente hacia los niños en situación judicial, lo cual configuraría lo que denomina “lógica judicial interdisciplinaria”.
En el capítulo décimo séptimo denomina al juicio abreviado como paradoja ético-política puesto que este instituto cumple con sus fines en torno a las ecuaciones económicas de los sistemas judiciales pero no con la indicación ética de los Estados en torno a la responsabilidad juvenil (con cita de Guemureman). Y con asiento conceptual en las lógicas procesales propias de la especialidad y un relevamiento realizado en Santa Fe, termina afirmando que “[e]s muy difícil reconstruir la legitimidad de las intervenciones judiciales relativizando tanto lo verdadero como lo falso. Que los sistemas sean estadísticamente defendibles no significa que sean éticamente sustentables” (p. 75).
En el capítulo décimo octavo ingresa en el análisis de lo ocurrido en Buenos Aires en relación a la responsabilización adolescente, pero para poner énfasis en la crítica hacia los discursos que suelen repetir que los procedimientos judiciales dan los resultados nefastos que dan por “crisis de implementación”, cuando en realidad se trata de sus verdaderas lógicas que derivan del Consenso de Washington “(rapidez, practicidad y bajos costos)” (p. 76). Ahora bien, de acuerdo a ello visibiliza que las consecuencias de ello son la superpoblación de institutos de privación de libertad en condiciones indignas y alarmantes de alojamiento, lo cual, sumado a la carencia de presupuestos para políticas integrales en esos ámbitos y en general respecto de las personas menores de 16 años de edad, todo pinta un escenario que denomina como “… lamentable pero lógico” (p. 77), y que se presenta general en la observación de la mayoría de los sistemas penales juveniles, por lo cual sentencia con cita de Einstein: “… recordemos que no se puede hacer una y otra vez la misma cosa esperando resultados diferentes” (p. 77).
En el capítulo décimo noveno, en cambio, recala en el enfoque educativo de la justicia juvenil europea con asiento en documentos tales como el de Bruselas 2014 del Observatorio Internacional de Justicia Juvenil sobre la privación de libertad como último recurso. Entre los aportes, destaca el de Dünkel, quien insta a la investigación con mayor profundidad de la justicia restaurativa y las medidas alternativas a la penalización de jóvenes porque han demostrado ser muy efectivas y resultan aún más prometedoras que las “ficciones penológicas” (p. 79).
En el duodécimo capítulo el autor realiza un repaso genealógico e histórico sobre la institucionalidad y normativa santafecina, a la cual denomina “de vanguardia”, ya que introdujo, con el avance del tiempo y las modificaciones legislativas, a las garantías substanciales, procesales y de ejecución del sistema de adultos en lo que ahora se denomina Código Procesal de Menores de la Provincia de Santa Fe. Pero no por su vanguardismo de antaño deja de lado la crítica constructiva e insta a asumir el rol pionero en torno a la complejidad de un sistema de justicia juvenil restaurativa.
En el vigésimo primer capítulo ingresa nuevamente en análisis de una densidad normativo-conceptual fundamental para la especialidad en la cual se enclava el texto en general. En este marco, afirma que la CIDN “… no exige el desarrollo de sistemas penales para garantizar juicios justos” (p. 83), contrariamente a cómo ha sido receptada en Latinoamérica, en parte en la lectura del famoso caso “Gault” de la Corte Suprema de EEUU (1967), tornándose en hegemónica la idea de que para garantizar un debido proceso juvenil es necesario un proceso penal, mientras que la minoritaria aún sigue insistiendo en que es necesario evitar las lógicas sancionatorias para desarrollar eficazmente las garantías de la CIDN.
En este momento ingresa en los resultados verificados y verificables de los procesos penales juveniles en Latinoamérica tanto en relación a victimarios como a víctimas, los fracasos de las ideologías re, las francas violaciones a los principios de especialidad e inmediatez, pero también de otros centrales en la CIDN.
Como aporte, indica la necesidad en redefinir las intervenciones, que en términos de Siperman imponen poner en discusión el monismo jurídico occidental en torno a los conflictos penales y admitir de una vez “su resquebrajamiento para ensayar nuevas y legítimas legalidades” (p. 84). Pero a la vez que lo considera necesario, el autor afirma en la misma página que no es urgente por la baja incidencia de la población juvenil en la delincuencia en general (4%) y de participación en delitos graves en particular (5% dentro de ese 4%).
Con cita de Chiavenato destaca las deformaciones buropáticas en que incurren las mayorías de las experiencias latinoamericanas en torno a lo socio-jurídico juvenil cuyas institucionalidades deforman en prácticas que de lo excepcional hacen lo general, y que en sus sistema de reproducción simbólica generan que los jóvenes se comporten conforme a los roles que los servicios de justicia les asignan en lugar de “protagonista penal” (p. 86).
Resalta nuevamente la necesidad de tener en cuenta las subjetividades juveniles contemporáneas (con asiento en la OG 10/2007 y en García Canclini), que incluyen las expresiones mercantiles que conducen a lo que Lipovetsky denomina “homo consumericus” que en las franjas de población criminalizada desde niños aparece como aspiración pues rara vez acceden a los bienes y servicios alentados a consumir.
Por último, afirma que las transformaciones esenciales y más duras se dirigen a los órganos judiciales “donde la lógica penal sancionatoria resisten con potente ingenuidad” (p. 87), campo en el cual es necesario resignificar los roles y las garantías, como así también centralizar en los aspectos de articulación y corresponsabilidad interna (dentro del sistema penal) y externa (interpoderes e interinstitucionales) y cierra con cita de la Corte IDH afirmando que: “La intervención no debe apuntar al cumplimiento del micro-reproche impuesto sino al desarrollo de un plan que garantice el respeto por la defensa del proyecto de vida en tanto derecho humano” (p. 89).
En las conclusiones que configuran el corolario del texto destaca los aportes de la sociología de la desviación y especialmente de David Matza en torno a la delincuencia juvenil y las posibles técnicas de neutralización, como así también de las perspectivas críticas de Eugenio Zaffaroni sobre la criminología mediática, las masacres estatales y la penalización por goteo, invitando asimismo a correr la mirada de las mismas delincuencias de siempre, no para invisibilizarlas sino para centrarse en las delincuencias que producen daños sociales y ambientales de mucha mayor importancia (“allí están las cicatrices de la Conquista”, afirma en la página 91).
Invita por último y como cierre del eje que ha mantenido a lo largo de toda la obra a reconfigurar la reacción frente a los conflictos penales hacia formas de justicia restaurativa y preservar solo como herramienta excepcional alguna de lógica penal para los excepcionales casos en los cuales no es posible la restauración en los términos planteados en el aporte; como así también desnaturalizar el microcastigo como reacción natural del Estado en este ámbito y, con cita de Cazzaniga, culmina afirmando que “… lo social es un entramado de discursos y prácticas por lo que su transformación depende del hacer pero simultáneamente, substancialmente unido, del pensar” (p. 92), a lo que yo agregaría: pensar distinto.
De muy recomendable lectura, el libro de Marcón invita a pensar en todo el camino recorrido, pero claro, a pensar distinto a como se han venido pensando históricamente los sistemas de responsabilidad penal juvenil en nuestra región.