DOI: http://dx.doi.org/10.19137/huellas-2023-2716

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Cita sugerida: Camarero, G. P. (2023). Estudios de género en la interdisciplina: una propuesta para el abordaje de problemáticas de género en contextos rurales en la intersección entre la Geografía y la Antropología. Revista Huellas, Volumen 27, Nº 2, Instituto de Geografía, EdUNLPam: Santa Rosa. Recuperado a partir de: http://cerac.unlpam.edu.ar/index.php/huellas

ARTÍCULOS

Estudios de género en la interdisciplina: una propuesta para el abordaje de problemáticas de género en contextos rurales en la intersección entre la Geografía y la Antropología

Interdisciplinary gender studies: a proposal to address gender issues in rural contexts developed in the intersection between Geography and Anthropology

Estudos de gênero na interdisciplinaridade: uma proposta para abordar questões de gênero em contextos rurais na intersecção entre Geografia e Antropologia

Gimena Paula Camarero[1]

Universidad de Buenos Aires / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

gcamarero@agro.uba.ar

Estudios de género en la interdisciplina: una propuesta para el abordaje de problemáticas de género en contextos rurales en la intersección entre la Geografía y la Antropología

Resumen: La vasta producción académica realizada en el marco de los estudios de género en ciencias sociales ofrece múltiples conceptos y herramientas de análisis que pueden operar como disparadores para la indagación. En este artículo se presenta una breve historización de las principales líneas abiertas en antropología y geografía en torno al género y una propuesta de abordaje teórico-metodológico de problemáticas de género suscitadas en un contexto rural particular que se posiciona en la intersección entre la geografía humana y la antropología social, fruto de un trabajo de investigación llevado adelante con familias que habitan la Zona Núcleo Forestal del Delta Inferior del Río Paraná.

Palabras clave: Estudios de género en contextos rurales; geografía humana; antropología social; Delta Inferior del río Paraná

Abstract: The vast academic production within the framework of gender studies in social sciences in general offers multiple concepts and analysis tools that can operate as triggers for inquiry. This article presents a brief historical description of the main contributions developed in anthropology and geography of gender and a theoretical and methodological approach for the analysis of gender problems arising in a particular rural context that is positioned at the intersection between human geography and social anthropology. This is the result of a research process conducted with families living in the Forest Centre Area in the Lower Delta of the Paraná River.

Keywords: Gender studies in rural context; human geography; social anthropology; Lower Delta of the Paraná River

Resumo: A vasta produção acadêmica realizada no âmbito dos estudos de gênero nas ciências sociais oferece múltiplos conceitos e ferramentas de análise que podem funcionar como áreas de investigação. Este artigo apresenta uma breve historização das contribuições desenvolvidas na antropologia e geografia do gênero, e uma abordagem teórico-metodológica dos problemas de gênero que surgem em um determinado contexto rural que se posiciona na intersecção entre geografia humana e antropologia social, resultado de pesquisa realizada com famílias residentes na Zona Núcleo Florestal do Delta Inferior do Rio Paraná.

Palavras chave: Estudos de gênero em contextos rurais; geografia humana; antropologia social; Delta do Rio Paraná.

RECIBIDO 30-05-2023 / ACEPTADO 03-08-2023

Introducción

Los estudios de género cuentan con un extenso recorrido en los diversos campos disciplinares de las ciencias sociales que constituyen una rica caja de herramientas para el análisis de las múltiples dimensiones que revisten las problemáticas asociadas a los géneros. El entramado de conceptos producidos a lo largo del tiempo desde las ciencias sociales permite dar cuenta de la transversalidad que revisten las cuestiones de género en el análisis de las problemáticas humanas. Como bien señala Lilian Ferro (2008), el enfoque de género opera a múltiples niveles. En primer término, constituye un enfoque teórico transversal, puesto que todas las prácticas sociales involucran la participación tanto de mujeres como de hombres. En segundo término, es un método de análisis longitudinal, dado que atraviesa a personas y grupos de todas las clases sociales, por lo que resulta pertinente aplicarlo en cualquier temática que se pretenda abordar. Finalmente, el género puede ser también un objeto de investigación en sí mismo, ya que toda acción o medida tiene impactos diferenciales en las personas de acuerdo con la posición que ocupen en la estructura social, la cual se establece a partir de su condición de género (Ferro, 2008), entre otros marcadores sociales de la diferencia.

Así, las miradas interdisciplinarias sobre las cuestiones de género, al igual que sobre cualquier otro problema de investigación, tienen el potencial de abordar en mayor profundidad las problemáticas a ser analizadas que aquellas realizadas desde una única disciplina. En esta dirección, en el presente artículo presentaremos una propuesta de abordaje de problemáticas de género suscitadas en un contexto rural particular, la cual se posiciona en la intersección entre la geografía humana y la antropología social. Dicha elaboración teórico-metodológica es fruto de un trabajo de investigación llevado adelante con familias de clase media rural que habitan la Zona Núcleo Forestal del Delta Inferior del Río Paraná para la Maestría en Políticas Ambientales y Territoriales de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.  

En una primera parte del artículo realizaremos una breve historización de la trayectoria de los estudios de género en ciencias sociales, y nos centraremos en introducir los principales aportes realizados desde la antropología y la geografía, con el objetivo de contextualizar la producción académica de estos campos de estudios. En una segunda parte presentaremos una propuesta de abordaje teórico-metodológico posible para analizar problemáticas de género en contextos rurales que se nutre de la confluencia de la producción realizada en el marco de la antropología social y la geografía humana. Para hacerlo, introduciremos el entramado analítico que hizo posible dar cuenta de algunas características del régimen de género (Connell, 1995) de las familias de la Zona Núcleo Forestal del Delta del Paraná. Finalmente, presentaremos una serie de reflexiones que tienen por objetivo abrir interrogantes para nuevas indagaciones.

Breve historización de los estudios de género en Antropología y Geografía

Los primeros estudios que abordan la problemática de sexo/género en ciencias sociales se dieron al interior de la antropología, disciplina que desde sus inicios tuvo interés en observar de qué modo las culturas expresan las diferencias entre hombres y mujeres. Como señala Marta Lamas (1986), la cuestión epistemológica que subyace a esta línea de estudios etnográficos, y que increpa tanto a la sociedad como a la misma ciencia occidental, es la pregunta acerca de qué es biológico y qué es aprendido socialmente en el comportamiento de las mujeres y de los hombres. Siguiendo a Kamala Visweswaran (1997), en un primer período la etnografía victoriana (1880-1920) entendía al sexo biológico como el factor determinante de los roles sociales, y el género no era un elemento separable del sexo. En esta etapa se realizaron los primeros registros acerca de las formas de vida de las mujeres en otras culturas, destacándose los estudios de Franz Boas, Elsie Parsons o Matilda Cox Stevenson. Ya en un segundo periodo, de 1920 a 1960, se comenzó a marcar la separación entre el sexo y el género, considerándose cada vez más al sexo como un factor que no determinaba unívocamente los roles de género. En efecto, Ruth Benedict (1934) y Margaret Mead (1935) se encuentran entre las primeras investigadoras en sostener que aquellos rasgos de la personalidad que son identificados como masculinos o femeninos no están determinados unilateralmente por el sexo biológico, sino también por aspectos sociales y culturales.

A pesar de contar con estos antecedentes, los estudios de género como campo transversal a las ciencias sociales recién se consolidarían en la década de 1970, proceso que estuvo fuertemente influenciado por los movimientos de liberación de la mujer de la “segunda ola” feminista (Sánchez Muñoz, Beltrán Pedreira y Álvarez, 2008). Fueron académicas anglosajonas las primeras en sistematizar las consignas políticas de las activistas y en difundir el concepto de “género” distinguido del sexo biológico para referirse a la construcción sociocultural de los comportamientos definidos como femeninos y masculinos (Maquieira D’Angelo, 2008). Esta primera etapa, que denominaremos Estudios de la Mujer, tuvo como objetivo central la visibilización de las mujeres en las producciones académicas y la descripción de los efectos de las desigualdades de género sobre las mujeres. En el campo de la geografía, en el que se destacan los trabajos de Pat Burnett (1973) e Irene Brugel (1973), el énfasis estuvo puesto en analizar el binomio mujer-territorio mediante trabajos predominantemente descriptivos que se focalizaba en los efectos espaciales de las desigualdades en la accesibilidad y la circulación entre mujeres y hombres en diversos contextos sociales, económicos y culturales (Baylina, 1997; McDowell, 2000). Por su parte, los trabajos antropológicos realizados en dicho período se centraron en estudiar los modos en que las sociedades organizan los hechos biológicos en diferentes sistemas de género, en un doble esfuerzo por deconstruir la naturalización de la desigualdad entre hombres y mujeres por razones fisiológicas y por cuestionar las estructuras políticas dominantes en diversas culturas. En estos estudios se dio centralidad al análisis de la construcción de asimetrías de género en el mundo occidental a través del patriarcado (Visweswaran, 1997). Entre sus exponentes se destacan Kate Millet (1970), Michelle Rosaldo y Louise Lamphere (1975), Rayna Reiter (1975) y Gayle Rubin (1975).

Ya en la década de 1980 se consolidaron los Estudios Feministas o de Género y comenzaron a florecer las escuelas de habla hispana. En este periodo pueden identificarse dos corrientes, una proveniente del marxismo y del feminismo socialista, y otra vinculada con el giro lingüístico postmoderno y las teorías postcoloniales. La primera vertiente concentró sus esfuerzos en explicar las desigualdades de género y las relaciones entre capitalismo y patriarcado, y puso en el centro del análisis a la división sexual del trabajo (Sánchez Muñoz et al., 2008). En tanto que la segunda corriente se enfocó en analizar las construcciones de género en las distintas esferas de la vida cotidiana (García Ramón, 2008; Fernández Poncela, 1998).  En el terreno de la geografía se dio una revalorización de las metodologías cualitativas y de los enfoques interpretativos como herramientas idóneas para analizar los efectos en el territorio y en la sociedad de la segregación social y la separación espacial condicionadas por las posiciones de género (Baylina, 1997). Los primeros trabajos del periodo se concentraron en definir las categorías y marcos teóricos fundantes de este campo de estudios (Hanson y Monk, 1982; Sabaté, 1984; WGSG, 1984; Little, Peake y Richardson, 1988), el cual se consolidaría en la década de 1990 y enfocaría en los modos concretos en los que la masculinidad y la feminidad varían entre espacios, clases y etnias, como se observa en los trabajos de Momsen y Kinnaid (1993) y García Ramón, Villarino, Baylina y Canoves (1993), entre otros. Por su parte, las antropólogas feministas de la década de 1980 se destacaron por su crítica al esencialismo de género y a la reificación de la mujer como categoría biológica universal, y sugirieron que ´sexo´ era en sí misma una categoría social (Fernández Poncela, 1998). Entre sus exponentes, se destacan los escritos de Michelle Rosaldo (1980) en lengua inglesa y de Elizabeth Jelin (1985) y Marta Lamas (1986) en lengua castellana.

En la década de 1990 surgieron los llamados Estudios Queer o Estudios de la Diferencia. Una de sus principales exponentes es la filósofa norteamericana Judith Butler, quien en 1990 introdujo una concepción de género basada en teorías performativas, que lo definía como un modo de identificación que se establece por imitación de un modelo prescriptivo. Este concepto dio inicio a una serie de estudios que aún se encuentran en el eje central de los análisis de género hasta nuestros días. Por un lado, comenzaron a explorarse las construcciones sociales de las identidades de género a partir de su expresión en los cuerpos, las prácticas, los roles y los discursos, tal como puede observarse en trabajos de Harrison (1990), Eckert y McConnell-Ginert (1992) o Tsing (1993). Emergieron también las teorías queer, las cuales se focalizan en analizar sexualidades diversas y disidentes que se alejan de los parámetros categorizados como "normales". En el campo específico de la geografía comenzaron a explorarse las microgeografías del cuerpo y las identidades móviles (Baylina, 1997; McDowell, 2000). En tanto que en el terreno de la Antropología de la Diferencia proliferaron los estudios queer (Amorós, 1994; Martin, 1994; Cvetkovich, 1995, por mencionar sólo algunos) y la antropología de la masculinidad (Connell, 1995; Guttman, 1998; Bonino, 2003).

En este mismo periodo, y en línea con los estudios críticos de las diferencias, también emergió la noción de interseccionalidad de desigualdades. Kimberlé Crenshaw fue la primera en acuñar este término para referirse al fenómeno por el cual cada persona sufre opresión u ostenta privilegios en función de su pertenencia a múltiples categorías sociales (Crenshaw, 1989). Esta concepción abrió una línea de estudios que ha complejizado los estudios de género pues ha llamado a realizar nuevos análisis de los niveles de exclusión de género (Hooks, 1990; Manzanares, 1999; Scott, Cordero y Menezes, 2010; Rodó de Zárate, 2015; Yuval-Davis, 2004; Anthias, 2006; Magliano, 2015). En nuestra región, desde una perspectiva política más radicalizada, comenzó a consolidarse un corpus de estudios críticos al feminismo hegemónico occidental, que tuvo por objetivo visibilizar a ´otras´ mujeres indígenas y afrodescendientes y problematizar su condición interseccional de etnia, clase y sexo-género, entre quienes se destacan los trabajos pioneros de Sueli Carneiro (1995) y Silvia Rivera Cusicanqui (1997). Esta línea de trabajos maduró en los inicios del siglo XXI en la corriente del feminismo descolonial, que se plantea como revisionista de las teorías y las propuestas políticas del feminismo hegemónico por su sesgo occidental, blanco y burgués (Espinosa Miñoso, Gómez Corral y Ochoa Muñoz, 2014). Entre sus referentes se destacan Karina Bidaseca y Rita Segato.

Confluencias teórico-metodológicas

La vasta producción académica realizada en el marco de los estudios de género en ciencias sociales en general y en antropología y geografía en particular, de la cual sólo hemos relevado una pequeña parte, ofrece múltiples conceptos y herramientas de análisis que pueden operar como disparadores para la indagación. Adicionalmente, la transversalidad del enfoque de género (Ferro, 2008) da lugar al ejercicio de articulaciones y diálogos fecundos entre las disciplinas que permiten complejizar y profundizar el conocimiento acerca de las relaciones de género en diversos grupos sociales, tiempos y espacios. A continuación, presentaremos un abordaje posible de las problemáticas de género que retoma elementos desarrollados en el seno de la antropología y la geografía, el cual ilustraremos a partir de un estudio sobre las prácticas, roles y espacios de género habilitados a mujeres adultas de clase media rural que habitan un sector de las islas bonaerenses del Delta del Paraná.  

Encuentros metodológicos

La mayoría de los estudios de género elaborados en el marco de la antropología y la geografía constituyen estudios de caso. Éstos tienen validez como muestra en la investigación social ya que permiten construir conocimiento situado en el que se ponen a prueba supuestos teóricos producidos en el campo científico y se los integra con los conocimientos y las prácticas de las personas que habitan lugares concretos (Taylor y Bodgan, 1984). Asimismo, como señala Susan Hanson (1992) en uno de los textos fundantes de la geografía feminista anglosajona, el conocimiento situado es un eje de confluencia entre la geografía y el feminismo que constituye una herramienta epistémica y metodológica fundamental para la ciencia feminista, ya que, tal como argumentan Sandra Harding (1990) y Donna Haraway (1991), permite poner en relieve la importancia del contexto de producción y la parcialidad del punto de vista tanto de quien investiga como de los sujetos de estudio.

Una herramienta de investigación de gran valor para estos estudios es la desarrollada por la antropología social: el método etnográfico. De acuerdo con esta metodología, quien investiga se acerca a un grupo social determinado con el objetivo de comprender y reconstruir junto con quienes integran dicho grupo ciertos sentidos de su vida cotidiana (Hammersley y Atkinson, 1983; Guber, 2001). Tal como lo expresa James Clifford (1991), la etnografía puede entenderse como una ´negociación constructiva´ entre ´sujetos conscientes y políticamente significantes´ en la cual “los interlocutores negocian activamente una visión compartida de la realidad” (Clifford, 1991, p. 191). En tal sentido, la elección de esta metodología para realizar una investigación que buscó analizar ciertos aspectos constitutivos del régimen de género isleño se ha sustentado en la riqueza de sus técnicas de recolección de datos y en sus fundamentos epistemológicos, los cuales invitan a una reflexión permanente acerca del contexto de producción de conocimiento situado.  

Las técnicas etnográficas de recolección de datos son cualitativas. Entre ellas se destacan las entrevistas etnográficas semi-estructuradas en profundidad y la observación participante. En lo que respecta al género como objeto de investigación, las entrevistas etnográficas permiten abrir el diálogo a los sentidos nativos y habilitan a reconstruir en detalle la trama social del objeto de estudio, dado que abren la posibilidad de identificar y diferenciar los puntos de vista adoptados por las personas entrevistadas (Guber, 2001; Pizarro, 2013). Esto hace factible analizar los distintos modos en que las personas conciben y experimentan el género desde su posición particular en la estructura social, la cual se conforma en la intersección de múltiples marcadores sociales de la diferencia (Crenshaw, 1989). A lo largo de nuestra investigación, encontramos que las concepciones en torno a lo que significa ser mujer “isleña”, así como el grado de acuerdo con el régimen hegemónico de género, varía en función de los márgenes de movimiento que consideran que tienen en función de la generación y de las posibilidades económicas de cada mujer. Así, las mujeres mayores de 50 años que forman parte de las familias con producciones más capitalizadas son quienes se encuentran más a gusto con su posición social por ser quienes comandan las actividades de la esfera “femenina” en las “quintas” y por contar con los recursos necesarios para contar con ciertas comodidades, en tanto que las más jóvenes -de entre 30 y 40 años- y aquellas que cuentan con menos recursos se sienten más constreñidas en sus posibilidades de desarrollarse en “la isla”, por lo que suelen presentar más resistencias al régimen de género[2].    

Por su parte, la observación participante supone el registro de espacios, sujetos, acontecimientos y diálogos de todas las personas involucradas en una situación particular (Hammersley y Atkinson, 1983; Guber, 2001), lo cual hace posible tomar nota de lo ´no dicho´ acerca de las construcciones de género, como por ejemplo la distribución de tareas y espacios en el espacio doméstico, productivo y público -que describiremos en el próximo apartado-, así como los usos del cuerpo, los gestos y los tonos de voz performados por nuestras y nuestros interlocutores en diferentes situaciones, lo cual también nos dio indicios de las relaciones de poder subyacentes entre parientes y vecinas/os, así como de la pertinencia o incomodidad de nuestra presencia y de los temas conversados.  

Así, a través de la metodología etnográfica nos fue posible estudiar roles y prácticas cotidianas generizadas junto con usos diferenciales del espacio y las modalidades particulares que adoptan los vínculos intrafamiliares y entre diversos miembros de la comunidad isleña, así como también registrar puntos de vista y reconstruir relatos de vida, para comprender a partir de reflexiones conjuntas cómo se construye el régimen de género local (Connell, 1995).

Otro aspecto central de la metodología etnográfica es el ejercicio de la reflexividad. Quienes hacemos investigación social debemos tener presente en todo momento que estamos inmersas/os en la lógica del mundo social al igual que nuestros sujetos(as) de estudio, y que también interpretamos el mundo y nos vinculamos con ellas y ellos desde las herramientas que nos aporta nuestra subjetividad como personas históricamente situadas (Guber 1991, 2001; Rockwell, 2009). Asimismo, al reconocer la capacidad de agencia del ´otro´ y la ´otra’ que buscamos conocer, nos implicamos y somos implicadas/os en su mundo social (Althabe y Hernández, 2005). En tal sentido, como sostienen Claudia Guebel y María Inés Zuleta (1995), la condición de género de quien investiga tiene consecuencias en diversos aspectos del proceso de investigación, desde la selección de los temas a investigar al establecimiento de la relación con las y los informantes en campo y el acceso a la información. Esta condición se conjuga con otros marcadores de la diferencia que se intersectan (Crenshaw, 1989). Así, mi posicionalidad  como mujer joven, “urbana” y universitaria incidió en la apertura de ciertos espacios -como los hogares, las huertas y espacios de encuentro entre mujeres- y sentidos en torno al género, y en la construcción de rapport (Guber, 2001) con ciertas “isleñas” de edades, trayectorias espaciales y biografías educativas similares con quienes construimos lazos duraderos, mientras que al mismo tiempo restringió el acceso a otras personas, espacios y problemáticas, todo lo cual contribuyó a orientar el tema de investigación.  

Dar cuenta de esta dialéctica constitutiva del proceso de investigación, así como de nuestra toma de posición en el mundo social, permite visibilizar nuestra subjetividad científica y conferir un marco a nuestras prácticas de investigación comprometida (Hale, 2006). Al mismo tiempo, y retomando los fundamentos de la epistemología feminista propuesta por Sandra Harding (1990), hace posible sortear el problema de la rigurosidad científica y garantizar una “objetividad fuerte” fundada en el reconocimiento de la parcialidad de los puntos de vista de todos los sujetos sociales que participan del proceso de investigación, y especialmente de quienes investigamos, en tanto construimos una interpretación posible de aquello que piensan, hacen y dicen las personas acerca de su mundo cotidiano (Guber, 2001).  

La metodología etnográfica es considerada de gran utilidad para la investigación en el campo de los estudios de género en geografía (Hanson, 1992; Baylina, 1997; McDowell, 2000; Lindón, 2006 y 2008). En efecto, la “geografía de la vida cotidiana” ha construido herramientas de investigación basadas en técnicas etnográficas. Como señala Alicia Lindón (2006), esta línea teórico-metodológica permite estudiar al espacio como un producto socialmente construido, en el cual cobra protagonismo la inmaterialidad del mismo; es decir, aquellos elementos culturales, simbólicos y subjetivos que entran en juego en la producción del espacio. En el ámbito de la geografía del género, esta herramienta habilita, por ejemplo, a analizar y comparar los modos en que las mujeres y los hombres construyen su pertenencia al territorio en la vida cotidiana a partir de sus prácticas y sus vínculos con otras personas y con el espacio que habitan, junto con los sentidos de lugar (Massey 1995) que configuran al entramar las historias, sentimientos y representaciones simbólicas familiares y colectivas con las vivencias personales, las cuales se encuentran fuertemente influidas por la condición de género.  En el siguiente apartado nos detendremos sobre algunos de estos aspectos analizados en nuestra investigación.    

Sinergias teóricas

Como sostienen Cora Escolar y Juan Besse (2011), la relación entre teoría, método y técnica en el proceso de investigación social es de retroalimentación y reformulación permanente. En este contexto, la construcción del marco teórico se asimila al tejido de una trama de conceptos elaborados en tiempos y espacios diversos, los cuales confluyen en una obra para dar cuenta de las problemáticas observadas en los campos de indagación. En nuestra investigación retomamos ciertas categorías de los estudios fundantes desarrolladas en las usinas de pensamiento norteamericanas y europeas, así como recuperamos nociones producidas en las geografías y antropologías latinoamericanas.        

El punto de partida de nuestro posicionamiento teórico ha sido la definición de la categoría ´género´ elaborada por la antropóloga mexicana Marta Lamas (1996), quien la postula como aquellos roles, representaciones, valores, derechos y responsabilidades diferenciales conferidos a los hombres y las mujeres en una determinada sociedad que se construyen a partir de las diferencias sexuales, y que configuran identidades que moldean todas las experiencias de los sujetos. Entendemos también, siguiendo a múltiples autores y autoras, que el género es una construcción social que se encuentra histórica y espacialmente situada (Scott, 1986; Bourdieu, 2000; Baylina Ferré y Salamaña Serra, 2006), la cual se imprime y se hace visible en los cuerpos, las prácticas, las conductas y los discursos de las personas que integran las diversas sociedades alrededor del globo (Butler 1990; Bourdieu, 2000; McDowell, 2000).

Como sostiene Gayle Rubin (1975), cada sociedad estructura su propio método de clasificación de las personas en base a las diferencias sexuales y genéricas y así transforma la sexualidad biológica en sistemas de sexo/género específicos, es decir, en sistemas de normas y valores que regulan los comportamientos considerados adecuados para cada género en los diferentes ámbitos de la vida social. En nuestro trabajo encontramos que el sistema sexo/género “isleño[3] es binario, puesto que se concibe únicamente la presencia de dos géneros -hombres y mujeres-, heteronormativo y también relacional (Bourdieu, 2000), ya que cada uno de ellos se construye en referencia y de manera complementaria al otro. Al mismo tiempo, como enfatiza Pierre Bourdieu (2000), el orden de género opera como un sentido común que organiza las prácticas sociales y funciona como consenso práctico y dóxico inconsciente. En este aspecto resulta pertinente también recuperar la tesis de Raewyn Connell (1995), quien argumenta que cada sociedad establece un régimen de género hegemónico que se mantiene relativamente estable a lo largo del tiempo. Este régimen no se sostiene únicamente a través del control opresivo, sino también gracias al consenso y a la satisfacción que encuentran las personas en ciertos aspectos de las posiciones de género que ocupan. Esta mirada acerca de los órdenes de género permite reconocer la capacidad de agencia de las personas, al tiempo que da lugar a analizar la complejidad con la que se entraman las relaciones de poder. En nuestra investigación, este abordaje nos permitió reconocer que el régimen de género isleño ubica a los hombres en un rol protagónico como conductores de la economía doméstica y la política local, y confiere a las mujeres roles complementarios e incluso subordinados. A pesar de estas asimetrías, las mujeres adultas acuerdan y contribuyen a perpetuar el orden hegemónico puesto que, en consonancia con lo analizado por Kristi Anne Stølen (2004) en colonias agrícolas de Santa Fe, encuentran gratificación en los valores morales que lo sustentan -como la maternidad, el matrimonio y los roles de cuidado de la familia y de la comunidad- y también tienen ciertos márgenes de movimiento que les permiten acceder al control de las fuentes de poder (León, 2000) desde espacios paradójicos (Rose, 1993). Este tipo de lógica se organiza sobre la base de un régimen de género patriarcal de herencia europea (Ferro, 2008) que se remonta al arribo de las familias colonas a las islas desde diversas regiones de Italia, Portugal y España desde mediados del siglo XIX.

Los regímenes de género se pueden observar en los distintos ámbitos de la vida cotidiana a través de sus efectos visibles en los espacios y de su expresión en los roles y las prácticas que despliegan las personas en función del género asignado. En este punto ha sido de especial interés indagar acerca de la división sexual del trabajo y de los espacios en las unidades domésticas (Jelin, 1985), que en la zona de estudio se desarrollan en las “quintas” familiares. A este respecto, observamos que la lógica de la división sexual en las explotaciones familiares se encuentra anclada en el mito hogar/trabajo (Hanson, 1992; Ariza y Oliveira, 2000; McDowell, 2000), esto es, se identifica a las mujeres con el espacio del hogar y las tareas de reproducción cotidiana y cuidados, en tanto que los hombres lo son con el campo y con las actividades vinculadas a la producción para el mercado. En esta concepción opera una doble invisibilización del trabajo femenino que también se registra en diversos estudios de género en contextos rurales de la región (Alasia de Heredia, 2003; Stolen, 2004; Biaggi, Canevari y Tasso, 2007; Scott, 2010). Por una parte, las tareas asociadas a la reproducción cotidiana no son consideradas como trabajo, sino que son naturalizadas como “amor de madre”. Por otra parte, su trabajo productivo se encuentra subordinado al masculino y es conceptualizado como “ayuda”.

Al ampliar la mirada hacia las distintas esferas de la vida cotidiana, hemos observado que la lógica de la división sexual del espacio y el trabajo familiar en las “quintas” se extiende a la esfera del trabajo remunerado, en donde las mujeres sólo se encuentran habilitadas a emplearse en escuelas, como una extensión de las tareas de cuidados a la comunidad, o a realizar trabajo doméstico mercantilizado. Asimismo, en lo que respecta a la participación política en la esfera pública notamos que son los hombres quienes controlan las organizaciones vecinales y de productores, en tanto que las posiciones que las mujeres “isleñas” ocupan en la arena política se ciñen al ámbito de lo local y de la micro-política (Lindón, 2006; Harcourt y Escobar, 2007).

De lo dicho anteriormente se desprende que las mujeres isleñas se mueven en espacios sociales habilitados como ´femeninos´ (McDowell, 2000), lo cual pone en evidencia que las relaciones de género inciden también en el espacio, pues establecen usos diferenciales que afectan tanto a la naturaleza de este espacio como a las concepciones sobre los comportamientos adecuados de lo femenino y lo masculino. Como señalan Mireia Baylina Ferré e Isabel Salamaña Serra, se da un movimiento dialéctico en el que “género y lugar se constituyen mutuamente(Baylina Ferré y Salamaña Serra, 2006, p. 100). Esto tiene diversas implicaciones. Por un lado, como toda práctica social, las prácticas asociadas al género se ubican en un espacio -y en un tiempo (Massey, 1999)- determinado, el cual es moldeado material y simbólicamente por las personas para constituir su ´lugar´ en los términos en los que lo plantea Lefevbre (1974). Por otro lado, las personas se mueven en el espacio-tiempo consciente de su género, y por ello mujeres y hombres vivencian y utilizan de modo distinto los espacios (Calvillo Velasco, 2012). Además, el espacio geográfico propicia ciertas prácticas sociales por sobre otras, y esto genera variaciones en la geografía de las relaciones de género en diversos espacios o lugares, como puede ser entre espacios urbanos y espacios rurales (Ferré y Salamaña Serra, 2006; Calvillo Velasco, 2012). En este sentido, al comparar sus experiencias en ambos universos, hemos encontrado que varias mujeres “isleñas” que han vivido en centros urbanos afirman percibir una “falta” de espacios disponibles para su género en “la isla”.

Hablar de género y de territorialidad implica hablar de identidad. En efecto, una de las confluencias más interesantes entre la mirada antropológica y la geográfica puede constituirla el estudio de las construcciones de las identidades de género de manera entramada con las construcciones de las identidades territoriales. El concepto de identidad ha sido fundamental en los estudios antropológicos. Retomando los aportes de algunos autores, entendemos a la identidad como un proceso dinámico de identificación que realizan las personas en relación a ‘otros’ y ‘otras’ (Barth, 1976; Brubaker y Cooper, 2001; Hall, 2003). En este proceso, cada persona mira a la alteridad como espejo para mirarse a sí misma, lo que en términos de Roger Brubaker y Frederick Cooper (2001) lleva a ejercer la auto-comprensión, que: “Se trata de un término disposicional que designa lo que podría llamarse subjetividad situada: el propio sentido de quién es uno, de la propia locación social, y de cómo -dados los dos primeros elementos- uno está preparado para actuar. Como término disposicional, pertenece al reino de lo que Pierre Bourdieu ha llamado sens pratique, el sentido práctico –al mismo tiempo cognitivo y emocional– que las personas tienen de sí mismas y de su mundo social” (Brubaker y Cooper, 2001, p. 14). Esto confiere a las identidades un carácter abierto, relacional, múltiple y a menudo también contradictorio, ya que constantemente somos interpelados desde distintas posiciones de sujeto (Hall, 2003; Briones, 2007). Esto fue observado en diversas oportunidades en que, de acuerdo con los temas o las personas presentes en las conversaciones, las mujeres enfatizaban su condición de género, generación o clase social para poner en valor sus argumentos y su pertenencia a cierto colectivo de identificación.  

El proceso de construcción de las identidades articula, en términos epistemológicos, la estructura con la agencia. Las identidades son combinaciones únicas que suponen el despliegue de cualidades creativas individuales y colectivas, pero que se encuentran a la vez delimitadas por la estructura social, ya que cada sujeto encarna una posición que lo condiciona (Briones, 2007). Esta posición está dada por diversos marcadores sociales interseccionalizados (Crenshaw, 1989), entre los cuales también se encuentra la pertenencia a cierta ‘comunidad imaginada’ arraigada en un determinado espacio-tiempo (Anderson, 1993; Massey, 1999; Hobsbawn, 2000).

Es así que las adscripciones de género y los sentidos de pertenencia a un lugar sentido y vivido (Lefevbre, 1974) componen la compleja trama de las identidades subjetivas y colectivas. Por un lado, las identidades genéricas funcionan como un criterio de diferenciación y de adscripción a modos de comportarse, de sentir y de hacer definidos como adecuados para mujeres y hombres al interior de cada sociedad (Stoller, 1968; Lorber, 1994). Siguiendo a Robert Stoller (1968), la identidad genérica se establece en la infancia y estructura toda la experiencia vital de las personas, orientando también el aprendizaje de los roles y prácticas que deberá cumplir en la sociedad en función del género asignado. Como propone Judith Butler (1990), en su trayectoria de vida las personas aprenden a performar sus roles de género a través de la imitación y la repetición. Esto pudo ser observado en los procesos de transmisión cultural intergeneracional (Rockwell, 1995) que se dan en las unidades domésticas isleñas, donde las mujeres adultas son las encargadas de enseñar las tareas de cuidados, limpieza del hogar y cocina a las hijas, en tanto que los hombres adultos son quienes transmiten a los hijos los pormenores del trabajo productivo en el “campo”. En estos procesos, que tienen por objetivo central enseñar las formas de división sexual del trabajo a las nuevas generaciones, las niñas, niños y adolescentes también aprenden tácitamente modelos de sentir, de expresarse y de moverse, y las madres y padres transmiten valores y afectos ligados a la historia familiar y al amor por “la isla”.

Esto último nos lleva a considerar también la centralidad de la territorialidad en la construcción de la identidad. Gustavo Montañez Gómez y Ovidio Delgado Mahecha (1998) definen a la territorialidad como aquel sentido de pertenencia y de identificación de un grupo con un lugar, el cual se compone de una serie de prácticas materiales, simbólicas y afectivas que generan apropiación y están orientadas a garantizar el arraigo. De este modo, en línea con lo señalado por Rogerio Haesbaert (2007), todas las identidades colectivas tienen una dimensión espacial. No obstante, existe variabilidad en cuanto a los referenciales materiales activados para la construcción de estas identidades. En el caso de nuestros sujetos de estudio, el territorio es el referencial central que amalgama la identidad colectiva, en tanto las personas se reconocen como “isleñas” e “isleños” y articulan sus prácticas políticas y sus vínculos con las personas extra-locales desde esa posición de pertenencia territorial, configurando así una identidad territorial isleña.

La territorialidad también se construye y es atravesada por el género. Como argumenta Max Calvillo Velasco (2012), por un lado, el género condiciona las sensaciones de aceptación o rechazo a ciertos espacios, en tanto que, por otro lado, el territorio incluye o excluye a las personas en función de su posición de género, quienes a partir de estas posibilidades o conflictos delimitan su lugar. De este modo, el género es territorializante al mismo tiempo que es territorializado. En nuestra investigación, esto se observa con claridad en la articulación de prácticas de resistencia territorial diferenciadas por género, pero a la vez complementarias, por parte de los “isleños” y las “isleñas”, quienes desde sus posiciones y los espacios que tienen habilitados se complementan para defender su derecho a permanecer en “la isla”, el cual está inspirado por el fuerte sentido de amor y pertenencia al lugar fundado en historias familiares de relación con este espacio vivido que se remontan al siglo XIX (Camarero, 2022).

A modo de cierre… y de apertura

A lo largo de este artículo hemos presentado un entramado posible de herramientas teórico-metodológicas producidas en los campos de la antropología y la geografía para el abordaje de problemáticas de género desde una perspectiva interdisciplinaria. Procuramos dar cuenta de una serie de conceptos y ejes trabajados por diversas investigadoras e investigadores desde los inicios de los estudios de género en cada campo disciplinar, e ilustramos aquellos que pusimos en juego en nuestra investigación plasmada en una tesis de maestría, en la cual indagamos acerca de las prácticas, roles y espacios habilitados a un grupo de mujeres adultas que habitan la Zona Núcleo Forestal del Delta Inferior del Paraná.

A lo largo del artículo hemos explorado algunas cuestiones en torno a las formas en que las sociedades organizan los hechos biológicos en diferentes sistemas de género, y a los efectos visibles en los espacios de las diferencias entre hombres y mujeres, retomando los ejes centrales de las escuelas de la Antropología y la Geografía de la Mujer. Asimismo, nos interesó indagar acerca de la división sexual del trabajo y las construcciones de género en las distintas esferas y espacios de la vida cotidiana, preocupaciones emergidas en los contextos de producción de la Antropología y la Geografía de Género. Finalmente, analizamos ciertos aspectos de la construcción social de las identidades de género desde su expresión en las prácticas, los roles y los espacios, recuperando conceptos de los Estudios de la Diferencia.

Sin lugar a dudas, el potencial del trabajo interdisciplinario es muy rico y podemos identificar algunas líneas de trabajo no retomadas en nuestra investigación, pero que han sido trabajadas por diversas investigadoras e investigadores y han emergido como inquietudes a continuar explorando en nuestros trabajos de campo. En el ámbito específico de los estudios de género en contextos rurales, en el cual se inscribe nuestra línea de trabajo, nos parece interesante ampliar las indagaciones acerca de los modos en que las identidades de género se inscriben en los cuerpos y promover estudios comparativos en distintos espacios rurales y entre espacios rurales y urbanos. También resulta pertinente profundizar el conocimiento acerca de los modos en que se vivencian las territorialidades de manera diferencial entre los géneros, las cuales en efecto pueden constituirse como multi-territorialidades (Haesbaert, 2007) a partir de las circulaciones espaciales de las personas entre el campo y la ciudad, fenómeno que está siendo crecientemente registrado en zonas rurales de América Latina y que también se observa en el Delta Inferior del Paraná. Por último, y como matiz que atraviesa trasversalmente a todos los ejes anteriores, se encuentra la problemática de la interseccionalidad de desigualdades, que invita al análisis de las diferencias de oportunidades de las personas no sólo en base a su condición de género sino también de clase, etnia y generación, por mencionar algunas categorías posibles.  

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Notas

[1] La autora es Licenciada en Ciencias Antropológicas y Magister en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. La investigación a la que se hace referencia fue posible gracias a diversos proyectos de investigación (UBACyT) y Extensión (UET) financiados por la UBA y concluida en el marco de una Beca Doctoral otorgada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.  

[2] Por limitaciones de espacio, no incluimos citas textuales de las entrevistas o de las descripciones densas de las observaciones participantes realizadas en el trabajo de campo para esta investigación. Procuramos, no obstante, respaldar nuestra propuesta de abordaje con una síntesis de los resultados empíricos.

[3] A lo largo de este trabajo utilizaremos las comillas para hacer referencia a categorías nativas.