DOI:http://dx.doi.org/10.19137/els-2020-181807

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional

 

ARTÍCULOS

 

Consideraciones epistémicas y éticas sobre la importancia de las humanidades para la ciencia y la cultura democrática

Epistemic and ethical considerations on the importance of the humanities for science and democratic culture

 

Leandro Drivet
Universidad Nacional de Entre Ríos/ Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
leandrodrivet@gmail.com, leandro.drivet@conicet.gov.ar

Mariana Beatriz López
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Psicología Matemática y Experimental, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
nanablopez@gmail.com

Gerardo Daniel López
Universidad Tecnológica Nacional, Argentina
gerardo@santafe-conicet.gob.ar

 

Resumen: Este artículo expone dos líneas argumentativas que corresponden a dos formas de la filosofía de señalar el valor de la enseñanza de las humanidades para la ciencia en particular y para la cultura democrática en general, en un contexto de crisis global de las humanidades. Introducimos el problema de la crisis de las humanidades hoy a la luz del concepto marcusiano de triunfo del “principio de performance”. Luego, apreciamos algunas razones propias de la epistemología, o filosofía teórica, que ponen de relieve la importancia y la vigencia del humanismo como forma de saber válido irreductible al ideal de una ciencia orientada a la producción. En tercer lugar analizamos algunos argumentos concernientes a la ética, o filosofía práctica, que recuerdan la importancia de la formación humanística y advierten, con razones teóricas e históricas, contra una ciencia desconectada de las humanidades. Concluimos complementando la tesis de Nussbaum al definir a las humanidades como “sin fines de vigilancia” y acuñando el concepto de “crédito simbólico” para señalar la urgencia de promover el cultivo de las humanidades si queremos vivir en una sociedad civil democrática bajo las normas de un Estado de Derecho.

Palabras clave: Humanidades; Ciencia; Epistemología; Ética; Democracia

Abstract: This article exposes two argumentative lines, corresponding to two forms of philosophy, of pointing out the value of the humanities education for science in particular and for democratic culture in general, in a context of global crisis of the humanities. In first place, we will introduce the problem of the crisis of the humanities today by understanding it through the Marcusian concept of the triumph of the “performance principle”. Then, we will appreciate some specific reasons of epistemology or theoretical philosophy that highlight the importance and validity of humanism as a valid way of knowing irreducible to the ideal of a production-oriented science. In third place, we will analyze some arguments concerning ethics, or practical philosophy that recall the importance of humanistic education and warn against a science disconnected from the humanities by resorting to theoretical and historical reasons. To conclude, we will complement the famous Nussbaum thesis by defining the humanities as “no surveillance purpose” and we will coined the concept of “symbolic credit” to denounce the humanitarian deficit in which we live and to indicate the urgency of promoting the cultivation of the humanities if we want to live in a democratic civil society under the norms of a Rule of Law.

Keywords: Humanities; Science; Epistemology; Ethic; Democracy

Fecha de recepción: 12/03/2019/ Fecha de aceptación: 24/07/2019

 

Introducción

“Vivimos en una época muy curiosa.
Descubrimos con asombro que el progreso ha sellado un pacto con la barbarie”.
Sigmund Freud ([1939] 1991, p. 52)

En 1959, Charles Percy Snow (1959) pronunció en Cambridge su Rede Lecture bajo el nombre The two cultures and the scientific revolution. En ella, quien era a la vez hombre de letras y de ciencias, advertía la consolidación de dos culturas al interior de la sociedad, la literaria y la científica, progresivamente separadas una de otra a fuerza de ignorancia recíproca. Snow observaba que un científico podía graduarse con honores y llevar adelante una exitosa carrera profesional sin haber leído jamás una obra de Shakespeare, lo que significaba un vergonzoso estigma a los ojos de cualquier intelectual. Simétricamente, un conspicuo miembro de la cultura literaria podía desconocer los conceptos de masa y aceleración, lo que para un científico equivalía a no estar alfabetizado. Snow no se limitó a constatar esa brecha, y acaso víctima del fenómeno que denunciaba tomó partido por una de esas culturas, aquella que asociaba al futuro y al progreso en lugar de al peso de la tradición y de lo inútil. Como si la única solución imaginable para la proliferación de los prejuicios de uno y otro lado fuera convertir las “dos culturas” (si acaso compartiéramos la premisa) en una mirada empobrecida, una ideología que reduce la cultura a la ciencia y la ciencia a la física. En la batalla cultural que llevaba incluso dentro de sí mismo, el científico pretendía desplazar al novelista de las Universidades, a las que aconsejaba orientarse a una enseñanza productiva, que imaginaba sólidamente articulada con el sistema económico, jurídico y político vigente. Las réplicas no tardaron en llegar1, pero a juzgar por la orientación actual de las políticas científicas a nivel local y global, y el sentido que a todas luces está profundizándose, no han sido tan persuasivas como la propuesta de Snow.
Si se la mira a una distancia histórica suficiente, la preocupación de Snow puede entenderse como un reflejo degradado de una historia conocida. Quizá sea excesivo recordar que en su República Platón (1988) censura y destierra a los poetas. Lo que entonces se discutía era un problema pedagógico: el debate era acerca de quién educaba al ciudadano, i.e., cuáles eran las virtudes cívicas y qué disciplinas podían garantizarlas. En la polis ideal que imagina, Platón juzga inadecuado que la educación quede en manos de los rapsodas. Y bien, la polémica se fue empobreciendo a lo largo de los 25 siglos que separan a Platón de Snow, pese a que puede señalarse, como haremos, un hilo de continuidad en la marginación de la estética. Pero para ser justos con el amante de la justicia, virtud a la que dedica acaso el libro más relevante de la historia de la Filosofía: hay menos de Platón que de Ernest Renan (1823-1892) en la actualidad de la relación entre ciencia y política. Mientras que Platón apostaba a un diálogo de núcleo erótico, amistoso y político, y proponía que los gobernantes filosofen o que los filósofos gobiernen, Renan, un representante de la ideología cientificista, escribió al término de la guerra francoprusiana de 1870-1871 los Diálogos filosóficos en los que ficcionó proféticamente el dominio de la tecnociencia de nuestro presente. En esta obra, según relata Todorov (1993) uno de los personajes imagina el mundo del futuro. Una sociedad dirigida por los sabios, cuyo objetivo es la perfección del universo, no la felicidad de cada individuo. En la cúspide del Estado no hay un rey filósofo como en la República de Platón, sino “tiranos positivistas”. Éstos protegen a los sabios porque les aseguran la fuerza necesaria para su reino. Renan prevé tres contribuciones de los científicos que los conducirán al objetivo. Los hombres de ciencia: 1) pondrán en marcha una institución que sustituirá al infierno y que, a diferencia del infierno religioso, existirá realmente para infundir terror e incitar a los hombres a la sumisión. El terror estará garantizado por un cuerpo de élite especialmente entrenado, un ejército de “máquinas obedientes, liberadas de las repugnancias morales y dispuestas a cualquier tipo de ferocidades” (Todorov, 1993, p. 14); 2) diseñarán una nueva raza superior de seres humanos que sustituirá a la aristocracia. Los científicos podrán eliminar a los defectuosos y facilitarán el florecimiento de las funciones más útiles en los individuos restantes, y; 3) los sabios pondrán a punto un arma nueva capaz de destruir a cualquier adversario, e incluso al planeta. Este poder garantizará la soberanía a través del terror absoluto, ya que la existencia de todos estará en sus manos.
Apenas 70 años más tarde, el sueño idealizado en el papel se concretó en pesadilla casi punto por punto, sellando, al decir de Freud, un pacto de la barbarie con el progreso (técnico). Inspirado en Dante, Steiner (2013) definiría a los campos de la muerte como el infierno vuelto inmanente. Sólo Dante habría representado e incluso profetizado el dolor sin sentido, la bestialidad sin objeto, el terror gratuito que caracterizaron el universo concentracionario. Pero incluso la delicada e incomparable sensibilidad de Dante se detiene ante lo irrepresentable realizado. León Felipe (1884-1968), en su poesía “Auschwitz” (dedicada “A todos los Judíos del mundo, mis amigos, mis hermanos”) contradice a Steiner, al mostrar hasta qué punto el pretendido infierno de los poetas infernales estaba dulcificado respecto del infierno histórico2:

Dante... tú bajaste a los infiernos/ con Virgilio de la mano/ (Virgilio, “gran cicerone”)/ y aquello vuestro de la “Divina Comedia”/ fue una aventura divertida/ de música y turismo./ Esto es otra cosa... otra cosa.../ ¿Cómo te explicaré?/ ¡Si no tienes imaginación!/ ... no tienes imaginación,/ Acuérdate que en tu “Infierno”/ no hay un niño siquiera.../ Y ese que ves ahí.../ está solo/ ¡Solo! sin cicerone.../ esperando que se abran las puertas de un infierno/ que tú; ¡pobre florentino!,/ no pudiste siquiera imaginar.

Recordando la prefiguración de Renan, hay que notar que, junto a la matanza industrial y a la violencia convertida en un fin en sí misma (dirigida exclusivamente a causar dolor, a veces con un propósito determinado pero fuera de toda proporción respecto del propósito mismo)es la ausencia de escrúpulos morales, de culpa o remordimiento lo que distingue a los criminales nazis y a su metódico ejercicio de la mortificación –y lo que, si le creemos a Todorov (1993), los acerca a los colonizadores de América–. Dentro de sus objetivos se encontraba, como escribe Renan, el diseño de una raza superior. En cuanto al arma de destrucción masiva, Hiroshima y Nagasaki dicen más que dos palabras. Las analogías históricas no terminan ahí. Todorov sugiere que la utopía de Renan no deja de presentar afinidades con ciertas prácticas científicas actuales de países que no son totalitarios.
Volviendo a Snow (1959), éste ya no presupone, como Platón, que la educación tenga como finalidad la formación de ciudadanos críticos, autónomos e iguales, sino que asume como cierto el paradigma según el cual el desarrollo humano se deriva del crecimiento económico. Bajo las reglas de este proyecto vigente, la educación y la investigación quedan cautivas de los imperativos más o menos explícitos del mercado laboral. Lo que está en cuestión en la sociedad en general, y en particular en las instituciones de investigación y formación, es la pertinencia de todas aquellas disciplinas que no aporten en un plazo breve y previsible una utilidad medible al desarrollo de las fuerzas productivas.
Activando una lectura antifascista y anticapitalista de Freud, Marcuse (1985) denominó este paisaje el triunfo del principio de performance (rendimiento). La exclusión de las disciplinas no productivas del horizonte educativo y científico es inteligible como efecto residual de una ilusión que se halla sin embargo refutada por la historia: la de la fe en el progreso motorizado por la ciencia productiva. Ese optimismo desmesurado penetraba en todos los ámbitos sociales. Se imaginaba un progreso inevitable, lineal e infinito. Después de 1945, cualquier persona con un mínimo de conciencia histórica mira con desconcertada ironía o con suspicacia la megalomanía cifrada en las promesas del progreso así entendido. Y es curioso que tantos positivistas sean insensibles, en sus propios términos, a esta refutación: ¿no se trataría de una tesis falsada?
No obstante, las humanidades, pero también por ejemplo ciertas ramas de las ciencias naturales, como la biología, no han dejado de perder crédito (en sentido literal y metafórico) en la sociedad, en los planes de gobierno y de estudio, en una medida inversamente proporcional al que ha ganado la física como paradigma del “método científico” y como motor del desarrollo económico. En el marco más general configurado por la recurrente tentativa de las clases dirigentes de recortar el presupuesto anual de la educación y el desarrollo de la ciencia, las humanidades llevan la peor parte. Es un problema añoso y documentado (Said, 2004; Nussbaum, 2010; Eagleton, 2015). Y bien, hoy estamos en presencia de un redoblamiento o profundización del diagnóstico de Snow: a juzgar por la importancia que se les atribuye, las humanidades ya no tendrían demasiado que decir tampoco a las ciencias sociales, de las que se divorcian progresivamente. Todo proyecto de investigación que no es acompañado de los adjetivos “empírico”, “experimental” o “cuantitativo” es inmediatamente sospechado de ser una antigualla para la dilapidación de recursos. No sólo un físico puede no haber leído a Shakespeare, sino que un psicólogo, un antropólogo, un sociólogo o un licenciado en comunicación pueden considerar a la filosofía una disciplina marginal y desconectada de la práctica profesional, pueden casi no leer novelas y pueden prescindir de la más mínima formación estética, por no hablar de aprender griego o latín, habiendo cursado y aprobado la carrera con honores. Otro triunfo del positivismo3, que al tiempo que desprecia a la historia, la filosofía y las letras, reclama para sí la administración exclusiva de lo que es y debe llamarse “ciencia”, con la complicidad de algunos poshumanistas, incapaces de distinguir entre ciencia, autoritarismo y capital. A continuación, quisiéramos mencionar y distinguir algunas razones epistemológicas (1) y otras razones éticas (2) que permiten destacar el valor de las humanidades y por ende cuestionar su restricción. Luego, bajo la inspiración de Martha Nussbaum (nacida en 1947) y Cornelius Castoriadis (1922-1997), acuñamos el concepto de “crédito simbólico” para denunciar el déficit humanitario que nos aqueja y para afirmar la imperiosa necesidad de promover la transmisión de las humanidades como condición de posibilidad de la cultura democrática en un Estado de Derecho (3). Por último, unas breves conclusiones sintetizan nuestra perspectiva (4).

Algunas razones epistémicas

Si aún es válido recurrir a la filología y a la etimología, será lícito recordar que “ciencia” significa, en sentido lato, saber. Si nos interesa el cultivo de la ciencia, podríamos partir entonces de una concepción amplia y plural de los saberes, que incluya los temas, los métodos, los principios que rigen el conocimiento y la historia de los saberes. Aristóteles (1988) enseña en el libro A de la Metafísica que existen diferentes formas de conocimiento válido. Y si bien considera a la ciencia, ahora en sentido estricto, como una de las formas específicas de conocer, diferenciada por ejemplo de la experiencia, de la técnica y de la sabiduría, aquella abarca conceptualmente un abanico de posibilidades que haría estallar el sacrosanto corset del “método científico” al que tantos rinden pleitesía como si se tratara de algo definitivo y excluyente, como un Dios monoteísta. Si nos mantuviéramos impermeables no sólo a la proverbial amplitud aristotélica (podemos imaginar a un investigador contemporáneo de nombre Aristóteles, enfrentado a los reproches de los evaluadores por sus tendencias a la disipación temática: de la lógica a la ética, de ésta a las ciencias naturales, etc.) sino, mucho más próximos en el tiempo, a las enseñanzas de los grandes debates epistémicos del siglo XIX entre ciencias nomotéticas e ideográficas (von Wright, 1987), deberíamos excluir de la angosta vereda de la ciencia moderna de tradición galileana como mínimo a la historia, a la crítica literaria, a gran parte de la sociología, a la crítica de la economía política y al psicoanálisis4. Habermas (1990) define al positivismo como la negación de la reflexión. Esta perspectiva supone que lo racional es solamente aquello que al momento de la construcción de una teoría separa el conocimiento del interés, i.e., la teoría de los valores, y mantiene la exigencia metodológica de reducir el ámbito de los análisis [considerados] científicos a las regularidades empíricas constatables en los procesos naturales y sociales. Implica así una limitación arbitraria del ámbito de lo inteligible. Con esta concepción de la ciencia se restringe el conocimiento aceptable al procurado por las ciencias experimentales estrictas y se eliminan del horizonte de la ciencia en general las cuestiones relativas a la práctica de la vida (Habermas, 1988). Estas anteojeras estigmatizan a numerosas vertientes de la filosofía no analítica, de la historia, de la crítica literaria, y al psicoanálisis en su conjunto, por ejemplo, despreciándolos como discursos “sin sentido”, “irracionales”, “puramente subjetivos”, “acientíficos” o indignos de consideración científica. Excluyen así del ámbito de la racionalidad (de la inteligibilidad y la comprensión), por no ser observables o medibles en sentido estricto, a amplios aspectos de lo humano, de los que suele derivarse precisamente la dignidad humana, o algún sentido de nuestras vidas. Además, las llamadas originalmente “ciencias morales y políticas” que se distinguen por tener como objeto de estudio a los sujetos capaces de palabra, son inseparables de los intereses y valores: éstos cumplen una función orientadora que hace a su ausencia algo indeseable además de imposible (Todorov, 1993). Por ejemplo, la indignación que nos produce la discriminación racial, clasista, etaria o genéricanos lleva a interrogarnos sobre su prevalencia, sus causas y sobre las formas de combatirla. Al modo de un dogma de fe que sanciona como irracional, trivial, acientífica o sinsentido a una enorme porción de nuestra vida, el positivismo se comporta como el monoteísmo del método. El método, así presentado por sus defensores, a la vez empobrecedor y excluyente por lo que sanciona como irracional por principio, es intolerante, dominante y expansivo. Características conocidas por cualquier historiador de las religiones.
No es éste el único problema de carácter epistemológico al que nos conduce el embate contra las humanidades. Una vez estigmatizada como irracional toda teoría que se aparte del dogma experimental, el estrechamiento de lo que se considerará racional –y por ende susceptible de ser teorizado– afecta como un efecto búmeran a la propia ciencia positivista. Un caso testigo lo constituye la declarada muerte de la filosofía teórica (o reflexión sobre las teorías). Una idea extendida sugiere que el peso de las evidencias (evidencias que siempre se sub entienden como empíricas) vuelve innecesarias a las especulaciones filosóficas. Recientes tañidos rimbombantes desde las altas cumbres de la astrofísica anuncian la muerte/superación de la filosofía a manos de la física. No nos referimos a titulares de periódicos sensacionalistas, sino a El gran diseño, de Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, libro al que el filósofo, semiólogo y novelista Umberto Eco (2017, pp. 303-305) le dedicó una reseña titulada “Maldita filosofía”. La obra de los científicos mencionados afirma que, ante las preguntas perennes de la humanidad, la filosofía ya no tendría nada que decir y que sólo la física puede explicarnos: 1) cómo podemos comprender el mundo en que nos hallamos; 2) cuál es la naturaleza de la realidad; 3) si el universo necesita un creador; 4) por qué existe algo en lugar de haber nada; 5) por qué existimos; 6) por qué existe este conjunto particular de leyes y no otro. Umberto Eco reconoce que el libro muestra cómo puede responder la física a los últimos cuatro puntos, que parecen incluso las cuestiones más filosóficas. No obstante, el italiano agrega que para contestarlas hay que haber respondido a las primeras dos, a saber: qué quiere decir que algo es real, y si conocemos el mundo precisamente tal como es. A juicio de Eco, también las respuestas que proponen Hawking y Mlodinow son filosóficas. Los autores hablan de “un realismo dependiente del modelo”, es decir, que asumen que no hay imagen ni teoría independiente del concepto de realidad. Por lo tanto, “diferentes teorías pueden describir satisfactoriamente el mismo fenómeno a través de marcos conceptuales diferentes”, y todo lo que podemos percibir, conocer y decir de la realidad depende de la interacción entre nuestros modelos y eso que está afuera, y que conocemos gracias a la forma de nuestros órganos sensoriales y de nuestro cerebro. En síntesis, lo que los autores proponen no son descubrimientos científicos, sino “suposiciones filosóficas que sostienen y legitiman la investigación del físico; quien, cuando es un buen físico, no puede sino plantearse el problema de los fundamentos filosóficos de sus propios métodos” (Eco, 2017, p. 305).
El conocimiento (incluso si es “basado en evidencias” –empíricas, por supuesto–) no nos libra de la necesidad de la reflexión sobre el conocimiento, sino que, por el contrario, renueva los desafíos intelectuales y morales (filosóficos, humanísticos). En suma, el filósofo, semiólogo y novelista italiano concluye que no se puede renunciar a la filosofía voluntariamente. El rechazo de la filosofía (en el caso de Hawking y Mlodinow, un asalto a la razón con buenos modales) apenas alcanza para filosofar peor. La incoherencia es mayor si se tiene en cuenta que se trata del mismo Stephen Hawking que hasta su muerte reciente alertó sobre el futuro de la humanidad con base en evidencias empíricas pero también (necesariamente) en inferencias lógicas y bajo el influjo de hipótesis psicológicas y sociológicas sobre el desarrollo irresponsable de la Inteligencia Artificial, y recomendó dudosos criterios éticos para ese desarrollo junto a ElonMusk, CEO de SpaceX y creador de Tesla (Barragán, 2017). Por otro lado, tampoco carece de costos viviseccionar la formación científica amputándole los estímulos imaginativos y de experiencias que proveen la historia y la literatura.  Es precisamente la reflexión crítica y creativa sobre los fracasos o puntos ciegos de las teorías vigentes lo que permite vislumbrar una nueva teoría superadora.
Lo narrado no constituye el único intento epistémico de jubilar a la vieja e inútil filosofía. La moda de la supuesta autonomía de los hechos muestra otras caras, incluso más radicales. Por ejemplo, el sueño de la prescindencia de teorías (de cualquier teoría, y ya no sólo de la reflexión sobre las teorías) como resultado de la revolución del procesamiento de los datos masivos. Las supercomputadoras capaces de analizar miles de millones de datos por segundo ofrecen correlaciones funcionales de aspectos matematizados de la realidad independientemente de las preguntas por las causas que las rigen. Son capaces de arrojar orientaciones teóricas y morales basándose en el procesamiento de datos masivos. ¿A quién le interesa el por qué cuando el cómo basta para resolver las urgencias prácticas? Chris Andersen, director de la revista Wired, publicó en 2008 un artículo titulado “La era de los petabytes”, en el que afirmaba que el diluvio de datos volvería obsoleto el método científico (citado por Mayer-Schönberger y Cukier, 2013). Según esta perspectiva, incluso el proceso tradicional de descubrimiento científico positivista –el de la hipótesis puesta a prueba contra la “realidad” usando un modelo de causalidades subyacentes– estaría extinguiéndose, para ser sustituido por el análisis estadístico de correlaciones puras carente de teoría. La idea supone que las cifras son capaces de hablar por sí mismas cuando los procesadores cuentan con suficiente cantidad de datos. Es evidente que los discípulos más lúcidos de Popper (al fin de cuentas un epistemólogo) no admitirían esta ilusión. La utopía que inspira esta tesis es una sociedad de individuos previsibles gobernados por una ingeniería social que esté tan ajustada como para excluir de la definición y la construcción del conocimiento, tanto como de los criterios de acción, al pensamiento y la autonomía humanos. Sería un verdadero prodigio científico: la física y la matemática hablando por sí solas. Magias de la ciencia basada en un clarividente empirismo ciego. Si bien Anderson utiliza retóricamente la fórmula del fin de la teoría y en su artículo matiza esa afirmación e incluso se retracta, la mera posibilidad sugerida disparó el debate. Debate ridículo, como señalan Mayer-Schönberger y Cukier (2013) porque el propio enfoque de los datos masivos está basado en teorías: estadísticas, matemáticas, informáticas. El hipotético fin de las teorías es una propuesta que supone la cesión de la capacidad intelectual a una élite que tendrá el privilegio de programar, del análisis y de orientar la intervención estatal y mercadotécnica. La fe en la suficiencia de las correlaciones basadas en datos masivos es precisamente la expresión de un correlato: el de la ignorancia de los usuarios de tecnologías devenidos usuarios de cajas cada vez más oscuras que parecen poder hablar por sí mismas. La fe ingenua en la pureza de una observación desteorizada, que el desarrollo tecnológico haría posible, de inmediato muestra sus íntimas conexiones con las cuestiones morales más candentes. El entusiasmo con el progreso técnico lleva a algunos portavoces y divulgadores de la ciencia contemporánea, como Daniel Dennett y Stanislas Dehaene, a sugerir la posibilidad de renunciar a todo vocabulario ligado a experiencias subjetivas para alcanzar las respuestas necesarias y relevantes, limitándose a la descripción de las funciones cerebrales. ¿Pero cómo podrían, pregunta Yuval Harari (2016)5, condenar moralmente la tortura sin hacer referencia a experiencias subjetivas?
Estos ejemplos muestran por qué la promesa del fin de la teoría, que tantas veces apunta a seducir a los responsables de diseñar los planes de estudio de todas las instituciones de formación, es nada más que nueva comida chatarra bajo el mismo oxidado anzuelo que no ha cesado de expropiar nuestra educación, nuestra autonomía y nuestra dignidad.

Algunas razones éticas

Las razones propias de la filosofía práctica (o ética) para plantear límites al combate abierto contra “la parte maldita” (Bataille, 1987) del hombre, i.e., la parte improductiva, abordan la relación de la ciencia con la sociedad, de los intereses y los valores, y recomiendan prudencia para balancear el optimismo a ultranza (inocente o interesado) de los que predicen ante cada revolución tecnológica la puesta en marcha de una utopía económica y cultural. El astrofísico Carl Sagan ([1980] 2005, pp. 333-337) nos conduce al núcleo del problema cuando señala que la caída de la cultura alejandrina tuvo como condición de posibilidad la separación de la ciencia y la política. En el capítulo 13° del libro Cosmos, narra brevemente la historia de la Gran Biblioteca de Alejandría, destruida en el siglo V de nuestra era. Para ilustrar la grandeza científica de esa cultura, Sagan menciona a Eratóstenes y su cálculo preciso del tamaño de la Tierra, a la que creía pasible de circunnavegación. Nos recuerda a Hiparco, quien mediante la catalogación de las estrellas adelantó que éstas se forman, se mueven lentamente, y finalmente desaparecen. A Euclides y su geometría; la parábola y la elipse estudiadas por Apolonio de Perga, lo escrito por Galeno sobre curaciones y anatomía, que dominó la medicina hasta el Renacimiento. Menciona a Herón de Alejandría, inventor de máquinas de vapor y de engranajes reductores, el primero en escribir un libro sobre robots. La pregunta que se formula entonces Sagan es por qué esta floreciente civilización se hundió en un milenio de oscuridad. Y observa que en toda la historia de la biblioteca no hay registros de que algún científico haya desafiado seriamente algún supuesto político, económico o religioso de la sociedad en que vivió. Añade que ese saber nunca dejó de ser un privilegio reservado a una elite que no se preocupó por explicar los logros e integrar la ciencia a la vida cívica de la mayoría. Por último, afirma que la ciencia se orientaba principalmente a la guerra, al entretenimiento y al fomento de la superstición; jamás a la liberación de las amplias capas sojuzgadas. Esto explica que cuando la turba llegó a incendiar el lugar no hubiera nadie que la detuviera.
Esta catástrofe de la civilización y de la ciencia antigua nos trae a la memoria la catástrofe de la sociedad y de la ciencia moderna durante la segunda guerra mundial. Sin necesidad de destruir las conquistas técnicas (incluso impulsándolas) los regímenes políticos dañaron severamente el horizonte ético de la modernidad. Edmund Husserl (2008) denunció que la ciencia no tenía nada que decir cuando Hitler llegó al poder en 1933. En tiempos del “asalto a la razón”, la crisis de la ciencia europea se advertía en la incapacidad del hombre de conferir a su existencia humana un sentido racional. Los científicos se convertían en especialistas cada vez más ajenos a la filosofía, a la que Husserl definía como la lucha de la humanidad por la autocomprensión. Las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki no hicieron más que aumentar la vigencia de esa invectiva. Si el deber de la filosofía es pensar acerca de las condiciones de posibilidad de lo que ocurre, es crucial recordar que Hitler reclutó con éxito a gran parte de sus adeptos entre los miembros de las escuelas técnicas donde primaba el racionalismo positivista. La pensadora Hannah Arendt (1999) sostuvo que las condiciones de posibilidad del holocausto, ese pacto de la barbarie con la técnica, se cimentaron no tanto en una maldad pura y monolítica de unos pocos, sino en la banalización del mal por parte de la mayoría, en el desinterés de los individuos corrientes por el sentido social de su trabajo y por la política, es decir, por los dramas de cualquier hombre. Arendt escribe en 1944 que ese “pequeñoburgués [Spiesser] con toda la apariencia de respetabilidad, con todas las costumbres del buen padre de familia que no engaña a su mujer y quiere asegurar un futuro decente para sus hijos” (Arendt, 2005, p. 43) es el gran criminal del siglo. Más por indiferencia que por odio. A los pequeñoburgueses alemanes, el sentido funcional de sus acciones les había arrebatado la conciencia y sólo eran capaces de sentirse responsables por su familia. Las virtudes públicas no los conmovían, y se contentaba con los pequeños placeres de, y virtudes circunscriptas a, su refugio doméstico. Este hombre-masa de interiores escindía tan drásticamente lo privado y lo público que no podía encontrar una conexión entre ambos ni siquiera en su propia identidad personal. Esto explica, dice Arendt, que si su profesión lo forzaba a matar, no se tenía por un asesino, porque no lo hacía por gusto sino por profesionalidad. Es parcial, superficial y discutible la psicología que Arendt atribuye a Himmler, y luego a Eichmann en 1961 (Arendt, 1999), como emblemas del hombre-máquina desapasionado, del funcionario desinteresado y frío que explicaría la Shoá (Roudinesco, 2009). Pero así y todo, su tesis pone de relieve un aspecto particularmente dramático de la alienación que impide que los seres humanos se reconozcan en el proceso y en el producto de su trabajo. Por ello, si bien Alemania ofreció un terreno fértil para la aparición de estos jobholders que desdeñan la esfera pública, la transformación del padre de familia de ciudadano a pequeñoburgués es, como denunciaba Arendt, un fenómeno internacional moderno.
Dentro de los rasgos salientes de la época se cuenta la indiferencia activa de la vasta mayoría de la población europea que colaboraba sin conocimiento de causa (Steiner, 2013). Primo Levi (2015), hombre de dos culturas, ingeniero químico y eximio escritor, es quizá más concreto. Sobreviviente del infierno(él estaba en Auschwitz cuando Arendt escribía sobre Himmler) nos recuerda en su trilogía de Auschwitz la complicidad de los científicos, comerciantes e industriales, que, sin ser necesariamente nazis ni antisemitas explícitos, se aprovechaban de la mano de obra esclava de los campos de trabajo, o fabricaban con indiferencia moral pero con provecho económico grandes hornos crematorios muy eficaces, o el gas Zyklon B (de la IG Farben) con que se masacró a millares de seres humanos en las cámaras6. Esta escisión de esferas de actividad del individuo es el correlato de una partición psíquica que protege al yo de la persona de las representaciones que afectarían el equilibrio de su autoimagen. Hay casos extremos. Cuando el autor de Si esto es un hombre prologa la edición italiana de la autobiografía de Rudolf Höss (1996), quien no aspira a negar los actos genocidas sino a explicarlos, observa cómo el criminal se convierte en todo un moralista denunciador de los vicios de sus víctimas a quienes casi haría el favor de matar. Roudinesco (2009) interpreta que Höss se queja de tener que llevar adelante tareas innobles para gozar mejor de tener que cumplirlas y poder quejarse al mismo tiempo. Levi sentencia que el libro

[m]uestra con qué facilidad el bien cede el paso al mal, se ve presionado y desbordado por el mal, y después sólo sobrevive en forma de pequeños islotes grotescos: una vida familiar muy ordenada, el amor a la naturaleza, un moralismo victoriano (citado por Roudinesco, 2009, p. 158).

Haríamos mal en atribuir ese mecanismo psíquico exclusivamente a un verdugo de la talla de Höss7. Levi, quien se negó explícitamente a aceptar la tesis de la culpabilidad generalizada e indiferenciada sobre el genocidio, destaca en ese texto referido por Roudinesco que Höss, uno de los peores criminales de todos los tiempos, nunca fue un monstruo, y arriesga que en un ambiente diferente se hubiera convertido en un funcionario monótono, obsesionado con el orden y con ambiciones moderadas. Su culpabilidad estaba prefigurada en la incapacidad de su conciencia moral para resistirse a la violenta inercia de su ambiente, en el prejuicio que lo llevaba a considerar justo a un superior jerárquico por el hecho de serlo, y en la impermeabilidad a la comunicación íntima. Esto último lo inmuniza contra la crítica y la autocrítica, lo que lo vuelve más influenciable y da rienda suelta a los relatos autocomplacientes sobre sí mismo que incluyen las mentiras más burdas. Cada uno a su manera, Arendt y Levi muestran que el problema puede ser, no la extraordinaria maldad, sino la normalidad de quienes componen un sistema en el que los hombres en tanto humanos son superfluos.
A la ya mencionada crisis de la ciencia antigua, y a la crisis de la ciencia moderna en Europa, podríamos añadir el parecido de familia de aquellas con la crisis de la ciencia en nuestra región. Oscar Varsavsky sostenía en un texto ya clásico de 1969 que la ciencia en nuestro país desigual y dependiente se hallaba cegada por la ideología del “cientificismo”:

[C]ientificista –definía– es el investigador que se ha adaptado a este mercado científico, que renuncia a preocuparse por el significado social de su actividad, desvinculándola de los problemas políticos, y se entrega de lleno a su «carrera», aceptando para ella las normas y valores de los grandes centros internacionales, concretados en un escalafón (Varsavsky, 1986, p. 35).

Hace casi medio siglo observaba con preocupación que el espíritu empresarial contagiaba a las universidades, y que la comunidad científica se convertía en una corporación cerrada, elitista y subordinada a los intereses del capital y del Estado dependiente, dócil por el temor a perder financiamiento y subsidios. Víctimas de esta ideología son hoy no sólo las humanidades sino también las así llamadas “ciencias básicas” (o ciencias de procesos básicos) que no tienen un propósito productivo claro y definido desde el inicio mismo de su búsqueda, aunque puedan tenerlo en un plazo mediano o largo y sean a la larga el fundamento de muchos descubrimientos y del crecimiento económico. Inmersos en preocupaciones presupuestarias, o seducidos por el afán de lucro o por la urgencia de la alta competición en la carrera por la innovación técnica, los investigadores y los docentes pierden perspectiva para pensarse a sí mismos y a su actividad profesional como prácticas orientadas a fines públicos. Martha Nussbaum (2010) subraya que, en el Laques, ante la requisitoria de Sócrates, los generales atenienses Laques y Nicias evidencian no haber considerado si para entender qué es la valentía se requiere o no pensar en los intereses para la ciudad, o en las causas por las que vale la pena luchar. Cuando Sócrates les propone esa idea les gusta, pero al lector le resulta alarmante que no la hubieran pensado antes. ¿Y no les ocurre lo mismo no sólo a tantos generales hoy, educados en la peor escuela, que es la guerra, sino también a los científicos y docentes con respecto a la verdad y la ética de su propia actividad, inficionada por el capital y la vigilancia estatal? Nussbaum admite que el autoexamen no garantiza que los objetivos sean buenos, pero confía en que al menos posibilita que sean comprendidos, luego verbalizados y puestos a consideración pública, lo que a su vez alimenta la propensión al autoexamen.
Recapitulando: lo que permanece por fuera del proyecto enunciado por Snow en Cambridge y del criticado por Varsavsky en nuestro país es, en suma, la curiosidad (o el financiamiento, la transmisión y promoción de la curiosidad) no enderezada directamente a las necesidades cortoplacistas de la renta, y, derivado de ella, el cuestionamiento del orden social. Lo que permanece condenado a la eventual autosustentación y al olvido es lo que Nussbaum (2010) ha plasmado en su libro NotForProfit. Whydemocracyneedsthehumanities. La autora propone entender los recortes presupuestarios que afectan a las disciplinas humanísticas como agresiones a las cualidades esenciales para la convivencia democrática. Desde su perspectiva, es preciso diferenciar la educación para la renta de la educación para la democracia. Mientras que un modelo asocia el desarrollo al crecimiento económico y al aumento del ingreso per cápita, el otro tiene por objetivo al desarrollo humano. Nussbaum no desvaloriza el desarrollo económico, sino que afirma y justifica por qué el cultivo de las humanidades es un elemento clave para el progreso y el desarrollo socioeconómico de un país. Lo hace a partir del diagnóstico de lo que denomina una crisis silenciosa que atraviesa la educación de todos los continentes en el medio de la cual los Estados, en busca de dinero, descartan el cultivo de las aptitudes humanas que hacen posible la cultura democrática, aun cuando existen estudios empíricos que demuestran que no hay correlación entre crecimiento económico y salud, educación o libertad política.
La educación para la democracia, que hunde sus raíces en el modelo socrático del cuestionamiento y el autoexamen (el pensamiento crítico), pero también en las tradiciones más vinculadas a las artes –que el socratismo, como señaló tempranamente Nietzsche (1994), deja fuera– considera básico el cultivo de las facultades de la argumentación y la imaginación, que contrapone a la obediencia a coacciones personales o estructurales más o menos explícitas, y a la incapacidad de empatía. Si los aportes de la tecnociencia a la revolución científica y productiva son tangibles y más fácilmente reconocibles por todos, los aportes de las humanidades son menos evidentes pero no menos importantes. Se vinculan a “la capacidad de desarrollar un pensamiento crítico; la capacidad de trascender las lealtades nacionales y de afrontar los problemas internacionales como «ciudadanos del mundo»; y por último, [a] la capacidad de imaginar con compasión las dificultades del prójimo” (Nussbaum, 2010, p. 26). Nussbaum (2010, pp. 48-49) enumera las aptitudes que cultivan y señala el vínculo de ellas con la posibilidad de la democracia, entre las que destacamos: a) La capacidad para reflexionar sobre las cuestiones propias y las políticas que afectan a la nación, analizarlas y debatirlas; b) La habilidad para reconocer a los otros ciudadanos como personas con los mismos derechos que cada uno de nosotros, aunque sean de diversa raza, religión, género u orientación sexual; c) La aptitud de interesarse en la vida de los demás; d) La capacidad para emitir juicios críticos sobre los dirigentes políticos; e) La aptitud para pensar en el bien común de nuestro país considerado como un todo y no desde la perspectiva de un grupo interesado solo por las relaciones locales. En otras palabras: las humanidades son antídotos contra el principio de autoridad y contra el narcisismo propio del paterfamilias. El concepto de narcisismo posee aquí una acepción no restringida a lo individual8. Abarca las tendencias de autocentramiento que llevan al desprecio de lo otro de uno mismo, i.e., las diferentes formas de la xenofobia basadas en la pertenencia a una nación, una raza, etnia, religión, clase, sexo, orientación o identidad sexual, ideología, edad, etc.
Por todo ello, las humanidades serían centrales para fomentar la imaginación narrativa y el pensamiento crítico. De la segunda facultad ya hemos hablado. La primera, que conecta la estética (en tanto cultivo de la sensibilidad) con la ética, permite percibir la humanidad de todos los hombres, y junto con modelo socrático de la argumentación evitan los estereotipos que afianzan la discriminación y violentan la segunda formulación del imperativo categórico kantiano, i.e., impiden ver a las personas como un fin estimulando la tendencia a usarlas como un medio. Las humanidades están ligadas por principio al ideal universalista. Esto lleva a Eagleton (2010) a decir, de un modo más radical que Nussbaum y en las antípodas de Snow, que la muerte contemporánea de la universidad como fuente de crítica se explica como un fenómeno del capitalismo actual: no hay universidad sin investigación humana [i.e., improductiva, no rentable] lo que significa que las universidades y el capitalismo avanzado son fundamentalmente incompatibles. Las humanidades educan en las preguntas sobre el sentido que queremos darle a nuestra existencia, y en el ejercicio de una ciudadanía activa, no sólo para una carrera profesional exitosa. Nussbaum sugiere que en el nivel terciario y universitario,

[a]l igual que el pensamiento crítico, la educación para la ciudadanía mundial debe formar parte de un módulo del diseño curricular dedicado a las nociones básicas de artes y humanidades, sin que importe si el alumno estudia ciencias empresariales, ingeniería, filosofía o física (Nussbaum, 2010, p. 127).

En efecto, en función de la educación para la democracia, la filósofa recomienda con cierta provocación a todas las instituciones universitarias seguir el ejemplo de las universidades católicas de los Estados Unidos, que además de las disciplinas obligatorias relacionadas con la profesión, incluyen en la formación de sus egresados el cursado de dos semestres de filosofía como mínimo (Nussbaum, 2010, pp. 84-85). Incluso mejor parece el ejemplo del curso titulado “Humanismo”, vigente desde 1937 en la Universidad de Columbia, del que nos informa Edward Said (2004) en Humanismo y crítica democrática. La responsabilidad pública de escritores e intelectuales. En un país en el que la separación entre las esferas académica y pública es, afirma el autor, quizá mayor que en cualquier otra parte del mundo, todos los estudiantes de primer o segundo curso deben matricularse en este riguroso curso de cuatro horas semanales, esencial para la educación del College. En él se estudia a Homero, Heródoto, Esquilo, Eurípides, Platón y Aristóteles, la Biblia, Virgilio, Dante, san Agustín, Shakespeare, Cervantes y Dostoievski, y se reflexiona sobre la importancia de estudiarlos como parte de la formación profesional y ciudadana. Se parte de la idea de que una ciudadanía activa es incompatible con la obediencia, con la subordinación al lucro, con los privilegios, y por ello también se opone al sometimiento estatal-policial. Por lo dicho, al notforprofit de la propuesta de Nussbaum quisiéramos añadir: and notforsurveillance. La insistencia de las Humanidades en los planes educativos puede contribuir a evitar que la comunidad científica y educativa, desvinculada de la crítica y de la política en sentido clásico, se transforme o bien en parte de los engranajes irracionales de las fuerzas productivas-destructivas, o bien en parte de los servicios de inteligencia, i.e., en parte del aparato represivo del Estado o del Criptoestado.
Desde una perspectiva que no tiene por finalidad exclusiva ni principal la maximización de las utilidades ni la vigilancia, el desfinanciamiento y la desvalorización de las humanidades debe interpretarse como un eslabón de la destrucción espiritual o cultural en curso (Nussbaum, 2010). Lo dicho no tiene nada de metafísico ni de religioso: se refiere a las condiciones educativas necesarias para reproducir el sistema de valores que cohesiona la sociedad. Se trata de límites tan materiales como los naturales. Castoriadis (2001, pp. 65-92) concluyó hace tiempo que el desarrollo sin precedentes de la técnica ha sido condicionado por la destrucción irreversible de las reservas naturales acumuladas en la biosfera. A su juicio, esta destrucción es inherente al modo de producción del capitalismo, no de la técnica en sí misma, y muestra los límites naturales a los que este sistema de producción y destrucción se enfrenta a corto plazo. Límites que cualquier futuro profesional deberá tener en cuenta en tanto profesional y en tanto ciudadano. Por otro lado, existen también límites subjetivos-culturales, ya que según el pensador griego este sistema de producción se desarrolló usando de manera irreversible una herencia histórica creada por épocas anteriores a las que se encuentra incapaz de reproducir. La honestidad, la integridad, la responsabilidad, el esmero en el trabajo, las consideraciones que se merecen los otros, se funden en un régimen que proclama permanentemente que el dinero es el único valor y la ley penal el único castigo. Dicho de un modo propositivo: así como los estudios interdisciplinarios de la ecología han calculado el crédito ecológico que como especie usamos una vez que sobrepasamos con la explotación y el consumo la capacidad natural de regeneración global de la naturaleza, es tiempo de calcular (si acaso es posible) y de comenzar a integrar a nuestros criterios prácticos, el crédito simbólico o cultural sobre el cual se mantiene un determinado grado de desarrollo económico y productivo. Una sospecha plausible es que estamos consumiendo la reserva simbólica que otras generaciones han legado, como si se tratara de un ornamento prescindible. Desde la perspectiva inversa, que nos incluye, ninguna sociedad puede ya darse el lujo de no invertir en humanidades.

Conclusiones

Hasta aquí, desde una perspectiva informada históricamente, elaboramos una crítica a la pretensión de subordinar todo saber y toda curiosidad a los imperativos y prioridades de la revalorización del dinero y del control social, territorial y de los recursos. Si bien hemos puesto el énfasis en la marginación de las humanidades y ciencias sociales que aquella tendencia acarrea, no hemos dejado de señalar que la crisis contemporánea de las ciencias abarca también a las ciencias naturales, especialmente a las investigaciones vinculadas a la voluntad de conservación de la biodiversidad y a la ecología en general. En un contexto de crisis ecológica extremadamente grave como el que atravesamos, mientras arde literalmente el Amazonas para el beneplácito de quienes apuestan a los agronegocios, no sólo es importante establecer lazos de solidaridad interdisciplinarios e internacionales por la inminencia de una eventual catástrofe global, sino que esto es necesario y urgente.
El sometimiento del sistema de la ciencia al interés crematístico o de vigilancia, y la voluntad de redireccionamiento de la pulsión epistémica hacia fines productivos, suponen una permanente degradación del trabajo teórico y crítico, que se manifiesta o bien como desprecio por la formación y la producción teóricas (estigmatizadas por improductivas), o bien como fascinación irreflexiva con el más novedoso saber-hacer que se deriva del progreso tecnológico. Considerado desde una perspectiva epistemológica, y especificando nuestra denuncia, demostramos el carácter absurdo tanto de la pretensión explícita o tácita de renunciar a la reflexión sobre las teorías en el proceso de construcción del conocimiento (por ejemplo, la voluntad de reemplazar a la filosofía por la física), como del intento de prescindir de teorías, abrazando la fe en la ilusoriamente accesible “pureza” de los datos: dos formas actuales de la matriz que pone en crisis a las humanidades y a la ciencia en general.
Por otro lado, los condicionamientos sistémicos que van en desmedro de la formación humanística acarrean severas consecuencias morales y políticas. Nos hemos detenido, para documentar esa afirmación, en tres crisis paradigmáticas de la ciencia (antigua, moderna y contemporánea) que han sido simultáneamente períodos críticos de la civilización en su conjunto. La última de ellas tal vez ha sido la crisis que manifiesta menos apariencias oscurantistas y autoritarias, por ser la más impersonal y la menos abiertamente anti ilustrada, pero no es por ello menos peligrosa. Los caminos que conducen a la asfixia de las consciencias críticas cuidan el orden y la eficacia, y están cimentados en la buena fe de muchas personas que, incluso sin malas intenciones, contribuyen a la profundización de las desigualdades, a la perpetración de crímenes ambientales y de todo tipo de injusticias ocasionados como consecuencia de decisiones tomadas en función de la revalorización del dinero. En el despotismo del capital, cualquier inversor privado y cualquier funcionario con voluntad de reducir el déficit comercial o fiscal de un país ejerce la amoralidad del “mal” más o menos anónimamente. Bajo las presiones de los imperativos financieros globales, “Vaca muerta”, por ejemplo, es vista exclusiva o principalmente como una oportunidad para realizar inversiones extraordinariamente rentables, mientras que los conocidos costos ambientales irreparables y los gravosos costos sociales y económicos (para las economías regionales) que implica el fracking, son asuntos paulatinamente desalojados de los debates científicos y públicos, costos que se admiten irreflexiva y silenciosamente, y se trasladan a otros que no participan de los beneficios.
En la educación, en la política y en la ciencia, se impone el cortoplacismo y la desesperación incluso entre la burguesía (especialmente entre la burguesía financiera), incapaz de proyectar la ecuación del capital en un plazo mediato que contemple los ciclos biológicos y culturales, naturales y humanos. Al desincentivar toda actividad que no esté enderezada a la ganancia urgente, se desincentiva la crítica. Y sólo ésta puede parir al optimismo. Ciencia y crítica pasan a ser incompatibles. Por todo ello, hemos sostenido que desfinanciar las humanidades equivale a agredir una cualidad esencial de la vida democrática, e incluso demoler las bases que ponen diques a la catástrofe. A diferencia de la “educación” para la renta, la educación humanística no comulga con el apotegma de que todo tiene precio, porque las humanidades se basan en el reconocimiento de la dignidad. Enseñan y transmiten, por principio, la prioridad del otro, el carácter indispensable y apasionante de su existencia, que nos hace posibles y, en la medida en que nos es dado experimentarlo, dichosos y libres. Contra el autocentramiento narcisista, contra la xenofobia como política y pedagogía, contra las jerarquías y los autoritarismos, las humanidades apuestan por el reconocimiento progresivamente ampliado de la dignidad, y por la apuesta por la mediación o resolución argumentativa de los conflictos. La fuerza de sus principios enseña a sospechar de cualquier objetualización, i.e., de la expropiación del estatuto de “sujetos de la comunicación”, y por ello se opone al control y a la vigilancia además de resistirse a la mercantilización. El programa político y educativo del humanismo ampliado es potencialmente universal, y se constituye así como la alternativa negativa del triunfante monoteísmo del capital, expansivo y excluyente. El ascenso del nivel del mar de las finanzas aumenta la vulnerabilidad de los territorios (las universidades, la prensa libre, la auténtica deliberación parlamentaria, las organizaciones internacionales que luchan por la ecología y los derechos humanos) en los que, con empecinado optimismo, se cultivan las aptitudes que no sólo no se enderezan a la renta sino que se atreven a cuestionar la validez de las justificaciones de ésta, y a señalar una alternativa.
Las tensiones al interior de las universidades públicas –para referirnos a un asunto que conocemos desde el interior– derivan en gran medida de la progresiva subordinación al capital (degradación que no por desgracia excluye su puesta al servicio de proyectos partidarios). Con financiamientos exiguos crónicos, las universidades tienen muchos indicadores para entender que si no se adaptan a estructuras productivas aceleradas, y si no fomentan para ello la participación de estudiantes, profesores e investigadores en las “líneas estratégicas” decididas en función de la renta, recibirán paulatinamente menos dinero para funcionar, los egresados obtendrán puestos de trabajo menos rentables o pasarán a ser profesionales desocupados, o bien ocupados en trabajos que no se relacionan con sus competencias. De no adaptarse, la institución educativa superior logrará poco a poco menos visibilidad y reconocimiento social, lo que repercutirá en el descenso de la matrícula, y consiguientemente en la merma en la cantidad de egresados y profesionales destacados por su labor. La tasa de egresos, la duración promedio y el nivel de aplazos, así como el “impacto” mensurable de las investigaciones y de la docencia, son factores que preocupan cada vez más a los burócratas de la ciencia y la educación en aras de garantizar una inversión eficiente, pero la exigencia requerida en las universidades por el Estado, los organismos internacionales de crédito y parte de la sociedad, no se acompaña con un financiamiento adecuado y una apuesta política y cultural por escuelas públicas (primarias y secundarias) de excelencia, que son uno de los presupuestos para que las universidades puedan ocuparse cabalmente de problemas universitarios. Mucho menos se tiene en cuenta con sinceridad la relación entre los déficits alimentarios, de salud, habitacionales, de transporte y de infraestructura en general, que deben afrontar quienes pretenden ocuparse de la formación al enseñar o investigar. A los docentes se les suele hacer saber de maneras directas o indirectas, y no necesariamente con “malas intenciones”, que el estudio y la evaluación deben ponerse al servicio de la producción de matriculados, sin importar tanto la competencia profesional, que en todo caso se adquirirá, si fuera imperioso, según necesidades específicas y pagadas privadamente. En este contexto de degradación crónica de la vida pública, los contenidos humanísticos son, para quienes se ocupan de la administración de las carencias, poco menos que un estorbo, un privilegio, una distinción snob, un arcaísmo, un signo cultural en retroceso, un oropel que ostentan todavía, como efecto secundario de su capacitación, algunos de quienes valen (cotizan) por otras razones (técnicas).
Por último, siguiendo un razonamiento de Castoriadis, argumentamos que así como la humanidad está sustentándose mediante el uso excesivo e irracional de los recursos naturales, tomando y dilapidando un crédito ecológico, al mismo tiempo, y obedeciendo idénticos imperativos de lucro, hace un uso parasitario y suicida de los recursos simbólicos mínimos y necesarios para hacer posible la vida moral, i.e., la cultura. Esta crítica se enriquece y se radicaliza si destacamos, para finalizar, el carácter fundamentalmente sexista (aunque también clasista, racista, heteronormativo y cisnormativo) de la crisis de la reproducción social, tal como ha sido denunciado por Arruzza, Bhattacharya y Fraser (2019, cf. en particular la “Tesis 5”). Las escritoras del manifiesto feminista y anticapitalista citado definen dicha crisis como la subordinación de todas las prácticas humanizantes, tradicionalmente a cargo de las mujeres, a la ganancia. Esta perspectiva permite comprender la profundidad de la colonización capitalista, que no expropia y vulnera solamente a trabajadores asalariados, blancos y varones, durante su horario laboral, sino que, como presupuesto de esa explotación, ha puesto progresivamente en crisis la posibilidad de que prolifere la esfera de la humanización, con sus más variadas formas de erotismo y de ternura, de construcción de confianza y de ejercicio del cuidado. Ahora se hace evidente que el capital apunta a alienar la totalidad de la vida humana. Contra la ceguera ideológica que no percibe que el imperio del capital se consolidó a expensas de las conquistas “culturales” (en sentido freudiano), y que la opresión sexista fue uno de los puntos de apoyo en la explotación de la vida social, y en su puesta al servicio de la revalorización del capital, las filósofas concluyen que la lucha de clases incluye la lucha por la reproducción social. Pero hay que destacar que no la incluye como un elemento más. Puesto que es en esa esfera en la que residen y se cultivan los fundamentos de un orden que aspira a ser justo, en el que el bienestar y la dicha se hacen concebibles, en el que los dolores y placeres son compartidos y elaborados, y en el que, en definitiva, la libertad, la dignidad y la belleza pueden echar raíces perdurables.

Referencias bibliográficas

 1. Arendt, H. (1999). Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal. Trad.: C. Ribalta. Lumen, Barcelona.

2. Arendt, H.(2005). La tradición oculta. Trad.: R. S. Carbó y V. Gómez Ibáñez, Buenos Aires: Paidós.

3. Aristóteles (1988). Metafísica. Madrid: Gredos.

4. Arruzza, C., Bhattacharya, T. y Fraser, N. (2019). Manifiesto de un feminismo para el 99%. Trad.: A. Martínez Riu. Herder: Barcelona.

5. Barragán, P. (2017). “Ni Apocalipsis ni utopías robóticas”. Recuperado de: https://elgatoylacaja.com.ar/inteligencia-artificial/?utm_content=buffer60c9f&utm_medium=social&utm_source=twitter.com&utm_campaign=buffer.

6. Bataille, G. (1987). La parte maldita. Barcelona: Icaria.

7. Castoriadis, C. (2001). Figuras de lo pensable. Trad.: V. Gómez. FCE, Buenos Aires.

8. Collini, S. (1998). “Introduction”, The two cultures and the scientific revolution,  Nueva York, Cambridge University Press, pp. VII-LXXI.

9. Eagleton, T. (2010). “The Death of Universities”. The Guardian. 17 Diciembre de 2010. Recuperado de: https://www.theguardian.com/commentisfree/2010/dec/17/death-universities-malaise-tuition-fees.

10. Eagleton, T. (2015). “The Slow Death of the University”. En: The Chronicle of Higher Education. 6 de Abril de 2015. Recuperado de: https://www.chronicle.com/article/The-Slow-Death-of-the/228991.

11. Eco, U. (2017). De la estupidez a la locura. Cómo vivir en un mundo sin rumbo. Trad.: H. Lozano Miralles y M. Pons Irazazábal. Buenos Aires: Lumen.

12. Fanon, F. (1983). Los condenados de la tierra. Trad.: J. Campos. México: FCE.

13. Felipe, L. Auschwitz. Palabra Virtual. Recuperado de: https://palabravirtual.com/index.php?ir=ver_voz1.php&wid=1854&t=Auschwitz&p=Le%25F3n+Felipe&o=Le%25F3n+Felipe.

15. Habermas, J. (1988). “Apéndice a una controversia (1963). Teoría analítica de la ciencia y dialéctica” (pp. 21-44), en Habermas, J. La lógica de las ciencias sociales. Barcelona: Tecnos.

16. Habermas, J. (1990).Conocimiento e interés. Buenos Aires: Taurus.

17. Harari, Y. N. (2016). Homo Deus. Breve historia del mañana. Trad: J. Ros. Barcelona: Debate.

18. Höss, R. (1996). Death Dealer. The Memoirs of the SS Kommandant at Auschwitz. Trans.: A. Pollinger. New York: Da Capo Press.

19. Husserl, E. (2008). “La crisis de las ciencias como expresión de la radical crisis vital de la humanidad europea”, en Crisis de la ciencia europea y la fenomenología trascendental, Prometeo, Buenos Aires, 2008.

20. Levi, P. (2015). Si esto es un hombre. Trad.: P. Gómez Bedate. Buenos Aires: Ariel.

21. Mayer-Schönberger, V. y Cukier, K. (2013). Big Data: A revolution that will transform how we live, work, and think. Reprinted in Boston, MA: Houghton Mifflin Harcourt.

22. Marcuse, H. (1985). Eros y civilización. Trad.: J. García Ponce. Buenos Aires: Ariel S.A.

23. Nietzsche, F. ([1872] 1994). El nacimiento de la tragedia. Trad.: A. Sánchez Pascual. Madrid: Alianza.

24. Nussbaum, M. C. (2010). Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades.Trad.: M. V. Rodil. Buenos Aires: Katz.

25. Platón (1988). Diálogos. IV República. Trad.: C. Eggers Lan. Gredos, Barcelona.

26. Roudinesco, E. (2009). Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos. Trad.: R. Alapont. Barcelona: Anagrama.

27. Sagan, C. ([1980] 2005). Cosmos. Trad.: M. Muntaner. Buenos Aires, Planeta.

28. Said, E.(2004). Humanismo y crítica democrática. La responsabilidad pública de escritores e intelectuales. Trad.: R. García Pérez. Epub.

29. Segato, R. (2018). La guerra contra las mujeres. Buenos Aires: Prometeo.

30. Snow, C. P. (1959). The two cultures and the scientific revolution,  Nueva York: Cambridge University Press.

31. Steiner, G. (2013). En el castillo de Barbazul. Aproximación a un Nuevo concepto de cultura. Trad.: A. L. Budo. Barcelona: Gedisa.

32. Todorov, T. (1993). Las morales de la historia. Trad.: M. Bertran Alcázar. Barcelona: Paidós.

33. Varsavsky, O. ([1969] 1986). Ciencia, política y cientificismo. Buenos Aires: CEAL.

34. Von Wright, G. H. (1987). Explicación y comprensión. Buenos Aires: Alianza.

Notas

1 Por ejemplo, la del crítico literario Frank R. Leavis. Cf. Collini (1998). Más recientemente, Terry Eagleton (2010) escribió que las humanidades son consustanciales a la idea de universidad (sin ellas podrían existir en todo caso las instituciones de capacitación técnica o los institutos de investigación corporativos) y que tampoco puede haber una universidad en el sentido pleno de la palabra cuando las humanidades existen aisladas de otras disciplinas.

2 Una versión íntegra, que se puede escuchar en la voz del autor está disponible en: https://palabravirtual.com/index.php?ir=ver_voz1.php&wid=1854&t=Auschwitz&p=Le%25F3n+Felipe&o=Le%25F3n+Felipe).

3 Nos referimos al posicionamiento epistemológico, y no a la práctica específica de un tipo de ciencia. Sólo por poner algunos ejemplos contraintuitivos para cierto consenso de nuestra época: hay físicos humanistas (Einstein es un caso conocido), y sociólogos positivistas; hay neurocientíficos abiertos a las inquietudes epistemológicas y éticas que plantea su práctica profesional, y psicoanalistas dogmáticos. La disputa entre ciencias es secundaria respecto de la controversia entre posiciones epistemológicas y políticas.

4 En relación al caso del psicoanálisis en particular, hemos argumentado que renunciar a la pretensión de cientificidad, lejos de ser una conquista, es el resultado de una derrota semiótica (y política) que le deja el usufructo del saber válido al positivismo, como antes lo tuvo la religión (cf. Autor, 2016).

5 Cf. especialmente el capítulo tercero (“La chispa humana”) de la Parte I del libro citado.

6 Existen, claro, excepciones. Roudinesco (2009, pp. 173-174) documenta la historia de Kurt Gerstein

7 Es un antecedente paradigmático para estudiar el mecanismo psicopolítico que Segato (2018, p. 211) cree común al violador y a quienes llama “sujetos punitivistas” o “detentores de la moral punitivista”.

8 Una noción ampliada del “narcisismo” en la dirección aquí retomada se encuentra en Fanon (1983, p. 195).