DOI:http://dx.doi.org/10.19137/els-2018-151502


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ARTÍCULOS

 

¿Una educación estética de la subjetividad democrática?

An esthetic education of democratic subjectivity?

 

Agustín Lucas Prestifilippo *
Universidad de Buenos Aires -
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina
alprestifilippo@gmail.com

 

Resumen: En este artículo analizamos las dimensiones de la significación que puede asumir el arte, y su experiencia, para la formación de la subjetividad democrática. A partir de algunos resultados de estudios de sociología empírica, indagamos el modo en que la teoría social crítica de Adorno interpreta la actitud de rechazo a la experiencia estética que se observa en algunas ideologías vigentes en el mundo contemporáneo. Si, según esta perspectiva, los individuos “carentes de musa” son también aquellos que suelen expresar afirmaciones de agresividad ante la diferencias culturales y una actitud de sumisión irreflexiva a la autoridad moral, de eso puede desprenderse no solamente la pregunta acerca de la afinidad entre experiencia estética y cultura política, sino también si la experiencia estética carga con una fuerza capaz de “educar” a la subjetividad democrática en el sentido de la emancipación. Para responder a esta pregunta, diferenciamos distintos modos de interpretar los efectos en el sujeto práctico que suscita la experiencia del arte. Finalmente, presentamos algunas conclusiones relativas al interés ético-político del arte en la indagación acerca de los prejuicios que ordenan nuestras valoraciones morales, económicas y políticas.

Palabras clave: Filosofía de la educación; Educación y cultura; Estética; Democracia; Psicología política; Subjetividad

Abstract: In this paper we analyze the dimensions of the meaning that Art and its experience can assume to configure the democratic subjectivity. Based on some results of empirical sociology studies, we question how Adorno`s Social Critical Theory understands the attitude of rejection of the esthetical experience, which is observed in some of the current ideologies of the contemporary world. If, according to this perspective, individuals “lacking Muse” are also those who express statements of aggressiveness in front of cultural differences and an attitude of a non-reflective submission facing moral authority, then it is possible to deduce not only the question about the affinity between esthetical experience and political culture, but also the question if esthetical experience carries a force capable of “educating” subjectivity in the sense of Democracy. In order to answer these questions, we differentiate ways of interpreting the effects on the subject of praxis of the aesthetical experience. Finally, we present some conclusions related to the ethical-political interest of art in the inquiry on the prejudices that organize our moral, economic and political valuations.

Keywords: Philosophy of education; Education and culture; Aesthetics; Democracy; Political Psychology; Subjectivity

 

La cuestión de la relevancia extra-estética de las obras de arte es un problema que forma parte de las reflexiones filosófico-estéticas desde hace ya mucho tiempo. En la Crítica de la facultad de juzgar (Supl. 42), por ejemplo, Kant presenta, a contramano de sus tesis sobre el carácter desinteresado y puro del juicio estético sobre el arte, una serie de reflexiones acerca del interés que suscitan los objetos bellos y que no puede quedar limitado a su lógica inmanente. Según la tradición inaugurada por esta otra lectura kantiana, los signos estéticos promueven una actitud en los sujetos que hace a la significación extra-estética de las obras de arte.
En el contexto de la formulación de un programa de estética de la negatividad, la teoría social crítica de Theodor W. Adorno retoma la senda perdida de estas reflexiones acerca de la significación que esta actitud, formada al calor del despeñadero de la experiencia estética, cobra para la otra actitud: aquella reclamada por los problemas éticos y políticos que fragmentan las identidades, las acciones y las relaciones humanas en la vida social del capitalismo tardío. En este sentido, el “compromiso” de los objetos estéticos, si es entendido a partir de aquello que permite diferenciar su dinámica, se relaciona con la conformación de una “posición ante la objetividad” (Stellung zur Objektivität) que se deduce de la experiencia que suscitan.
Según la interpretación precisa de Adorno (2004), esta posición se forja como resultado del proceso que el arte es. Que las presentaciones estéticas, por su carácter aurático, den a ver la huella del trabajo productivo en los productos realizados, aplaza las pretensiones de comprensión generando un efecto de descentramiento estético en el sujeto de la praxis. Como consecuencia, se presentan dos posibilidades para quien participa en el arte. O bien el sujeto niega esta experiencia, adoptando una actitud de hostilidad hacia el descentramiento que producen los objetos artísticos, o bien la asume reflexivamente y, de esta forma, extrae consecuencias para su participación en la sociabilidad política. En ambos casos nos encontramos con reacciones subjetivas que detentan una relevancia o significación ético-política, pero sólo en uno de ellos ese interés supone una genuina educación estética de la subjetividad democrática en un sentido emancipatorio.
A continuación analizamos las dimensiones de la significación que puede asumir el arte, y su experiencia, para la formación de la subjetividad democrática. A partir de algunos resultados de estudios de sociología empírica, indagamos el modo en que la teoría social crítica de Adorno interpreta la actitud de rechazo a la experiencia estética que se observa en algunas ideologías vigentes en el mundo contemporáneo. Si, según esta perspectiva, los individuos carentes de musa son también aquellos que suelen expresar afirmaciones de agresividad ante la diferencias culturales y una actitud de sumisión irreflexiva a la autoridad moral, de eso puede desprenderse no solamente la pregunta acerca de la afinidad entre experiencia estética y cultura política, sino también si la experiencia estética carga con una fuerza capaz de educar a la subjetividad democrática en el sentido de la emancipación. Para responder a esta pregunta, diferenciamos distintos modos de interpretar los efectos en el sujeto práctico que suscita la experiencia del arte. Finalmente, presentamos algunas conclusiones relativas al interés ético-político del arte en la indagación acerca de los prejuicios que ordenan nuestras valoraciones morales, económicas y políticas.

1.- El descentramiento estético del sujeto práctico y la cuestión de la “ausencia de musa”

En varios pasajes de Teoría estética se aborda una difícil cuestión que, si bien en el conjunto del texto no pareciera adoptar una centralidad mayor ni tampoco ha sido motivo de reflexiones posteriores en los comentadores, resulta de gran significación para una indagación acerca de los vínculos entre arte y política que desarrolla la teoría social de Adorno. Esta cuestión forma parte de los problemas interpretativos que se derivan de los efectos que produce la negatividad estética en los receptores. Nos referimos, más específicamente, a la reacción de rechazo ante la experiencia estética de las presentaciones artísticas. Este problema no solamente llama la atención en el contexto de la teoría social del arte de Adorno por la referencia explícita a resultados de investigaciones de sociología empírica, referencia que pone en contacto un uso filosófico del lenguaje con protocolos científico-sociales, sino también, porque da cuenta de un problema que permite analizar de qué manera se interrelacionan los fenómenos de la negatividad estética y los procesos políticoideológicos que estructuran la subjetividad en el marco de las democracias capitalistas.
En el caso específico al que nos estamos refiriendo, la experiencia de confrontarse con “algo incomprensible” ante lo cual la pretensión de una “igualación con nosotros –y con el sujeto–” (Adorno, 2014, p. 343), se vuelve si no imposible sí radicalmente difícil, conduce a una posición ante la objetividad que podría ser sintetizada como de distancia de la distancia. Sus reacciones de rechazo a la experiencia del arte pueden ser interpretadas como el producto de una decepción que el arte suscita en el sujeto: “una gran parte de estas reacciones defensivas proviene de que se produce una contradicción entre las expectativas con que las personas se acercan a las respectivas obras y lo que las personas mismas hacen” (Adorno, 2014, p. 496). Nos decepcionamos ante las obras de arte porque su carácter de signos no nos ofrece el significado pleno que nos prometían y que, por la configuración de nuestras identidades en el simbolismo de la cultura capitalista, anhelábamos. Las presentaciones estéticas niegan constitutivamente el “pacto de lectura” que ellas mismas proponen. Lo curioso es que para Adorno esta distancia de la distancia que produce el sujeto que no está dispuesto a reconocer el descentramiento de sí que la experiencia estética suscita, no puede ser interpretada meramente con las herramientas conceptuales de la teoría social del arte. Dicho en otros términos, la teoría social del arte tiene que incluir en su repertorio conceptual categorías y razonamientos extra-estéticos si es que pretende interpretar las diversas implicancias ético-políticas que supone la búsqueda de retorno hacia una figura de un sujeto autocentrado.
Si la experiencia estética del arte que Adorno desarrolla fenomenológicamente coloca al sujeto en una disposición en la cual se vuelve imposible superar la distancia con el objeto artístico, y si precisamente por eso el arte produce un efecto de distanciamiento a partir del cual las identificaciones que opera el acto de comprensión subjetiva son puestas en entredicho, transformando el uso habitual no estético del lenguaje,¿cómo entender que en las democracias contemporáneas se presenten formas de reacción que no solamente no cuentan con una disposición específica para el arte sino que, también, adoptan actitudes de desprecio explícito hacia su existencia? Evidentemente, la reiteración estética de actos de comprensión que no logran realizarse sin que se interponga entre sus pretensiones y sus resultados un excedente de material que las desbarata y las aplaza de manera indefinida; esto es, el hecho de que por medio de estas experiencias “El receptor pierda el suelo bajo sus pies” (Adorno, 2004, p. 322), pueden darse en formas de la subjetividad cuya configuración ideológica dispone al individuo de manera que esa negatividad no produce efecto. El arte contiene en sí mismo a un receptor implícito, pero no cuenta con las garantías que aseguren que las estructuras ideales de ese receptor se realicen en el acontecimiento histórico de su recepción empírica.
Cuando Adorno refiere a estos problemas no lo hace desde el punto de vista, tantas veces mencionado, de quien sí cuenta con capacidades intelectuales y formación estética adecuada para confrontarse a la negatividad artística. No es aquí el mandarín cultural ni el moralista del arte ni tampoco el sabio quien toma la palabra para juzgar. Por el contrario, la reflexión coyuntural sobre este fenómeno es incitada por resultados de investigaciones empíricas realizadas en poblaciones concretas que refuerzan la “sospecha de que el potencial autoritario es, ahora como antes, mucho más fuerte que lo que podría imaginarse” (Adorno, 2003ª, p. 83). En este contexto, el rechazo enfático a la experiencia del arte abre la cuestión del modo en que las presentaciones estéticas participan de la dialéctica negativa de la ilustración, y más precisamente, de qué manera la racionalidad estética puede tener algún grado de interés pedagógico, o no, en la formación cultural de la voluntad democrática allí donde la“posibilidad de repetición (del fascismo) persiste” (Ibíd.: 80). Éste es precisamente el trasfondo de la preocupación que se expresa en la formulación del problema. Y es en estos términos que exige ser interpretada.
Adorno denomina metafóricamente a estas formas de reacción como“carentes de musa”. A modo de pregunta, ¿por qué las personas que realizan juicios negativos sobre el arte no solamente expresan un desagrado sino también que son incitados “de algún modo, a ponerse violentas y causar daño” (Adorno, 2014, p. 499)?.
Es en el contexto de su investigación empírica sobre las predisposiciones anti-democráticas que habitan en los sujetos que participan en las sociedades de post-guerra donde se presentan algunas claves interpretativas adecuadas para comprender el sentido político-cultural de ese rechazo. En Estudios sobre la personalidad autoritaria (2009), Adorno llevó a cabo una investigación de sociología empírica acerca de los prejuicios anti-democráticos que motivaban las evaluaciones políticas, económicas y culturales de los individuos en democracia. El estudio se desarrolló en los Estados Unidos, y cuenta con una serie de discusiones teórico-metodológicas de largo alcance a las que, evidentemente, no podemos hacer mención aquí. Sin embargo, consideramos pertinente recuperar el propósito de la investigación, el cual puede ser resumido como el objetivo de estudiar las actitudes, disposiciones y posicionamientos valorativos de los individuos “cuya estructura es tal que los convierte en especialmente vulnerables a la propaganda antidemocrática” (Adorno, 2009, p. 153).
La relevancia político-cultural de las predisposiciones que configuran la subjetividad de los individuos consiste para Adorno en que ellas no admiten ser entendidas en términos estrictamente racionales, vale decir: ellas no presentan el estatuto de meras opiniones que el individuo adopta voluntariamente y ante las que el investigador simplemente tiene que recabar a partir de la formulación de preguntas como: “¿Usted está a favor de la democracia?” (Adorno, 2009); sino que, por las cuestiones emocionalmente intensas a las que esas predisposiciones refieren, ellas operan en el sujeto a modo de pre-juicios que estructuran, incluso antes que el individuo se relacione con ellas reflexivamente, sus opiniones y sus modos de valorar los problemas de la política democrática.
Precisamente por ello la investigación propone una escala para la medición de tendencias antidemocráticas. Los enunciados incluidos en esta escala fueron “proyectados para servir como racionalizaciones de tendencias irracionales” (Adorno, 2009, p. 172) y “a menudo inconscientes” (Adorno, 2009, p. 189), a las cuales la investigación no podría haber accedido sino era por medio de una elaboración retórica de las afirmaciones en las que estas eran sometidas a una manipulación intencionada (Véase: Ipar, E. y Catanzaro, G., 2016, p. 55 y ss.). A los fines que los encuestados pudieran expresar, a pesar de sí mismos y de sus opiniones manifiestas, aquellas predisposiciones que, soterradamente, expresaban tendencias profundas de un fuerte rechazo ideológico a la democracia como medio de resolución de conflictos sociales, los enunciados ante los cuales tenían que reaccionar ofrecían argumentos de justificación de actitudes y posicionamientos antidemocráticos, de los que los encuestados podían sostenerse para no evidenciar una flagrante contradicción entre sus tendencias más íntimas y sus declaraciones adecuadas con el sentido común de la opinión pública política.
De las múltiples variables que formaron parte de aquella escala, sin embargo, aquí nos interesa detenernos en aquella que Adorno elaboró a los fines de dar cuenta de una predisposición en el sujeto a oponerse a toda y cualquier forma de mediación de la imaginación y la sensibilidad en la conformación de las opiniones y en la configuración de sus planes de acción. A esta variable Adorno la denomina, no sin cierta dificultad,“anti-intracepción”. Ella alude a una cierta “manía organizadora, a una absoluta incapacidad para tener experiencias humanas inmediatas, un cierto tipo de ausencia de emoción, de realismo exagerado” (Adorno, 2003a, p. 89).
Cuando Adorno recupera los resultados de esta investigación en el contexto de sus reflexiones teóricas sobre las presentaciones estéticas y su experiencia, es precisamente a esta predisposición a la que hace referencia cuando en Teoría estética se refiere a los sujetos “sin musa”. Como decíamos, lo que aquí nos resulta relevante es que, a la hora de analizar esas encuestas, Adorno interpreta ese rechazo como síntoma de una estructura de subjetividad predispuesta a otro rechazo; a saber, el de la democracia como régimen de gobierno y espacio de resolución de conflictos sociales. Las “personas sin musa”, dice Adorno, son también aquellas que suelen expresar afirmaciones de agresividad ante la diferencia cultural, vale decir, que realizan formas de agravio moral ante las pretensiones de reconocimiento de las identidades culturales (Cfr. Honneth, 2009), y una actitud de sumisión irreflexiva a la autoridad de las normas que impide cualquier pretensión de innovación o transformación de las estructuras que reglamentan la vida en común. ¿Significa esto que es posible reconstruir una afinidad entre la experiencia estética y las precondiciones subjetivas de la sociabilidad democrática?.
Cabe decir por el momento que la cuestión de la subjetividad “sin musa” forma parte de una indagación más amplia de la teoría social de Adorno, que se sitúa en el contexto de la post-guerra, y que puede ser resumida en los términos de una “tentativa de reconstrucción de (...) una cultura democrática en la Alemania posfascista” (Wellmer, 2013, p. 174). De allí que en las investigaciones realizadas con posterioridad a Estudios sobre la personalidad autoritaria (2009), Adorno haya reconocido, no solamente en el arte, sino también en otras prácticas culturales, como la educación, los sentidos de la idea de nación, y el uso de los medios masivos de comunicación, juicios y prácticas cuya presencia, entremezclada con tendencias de acción contrarias, obstaculizaba la posibilidad de una cultura política democrática orientada no en el sentido de la adaptación sino en el de una perspectiva emancipatoria (Adorno, 1998)1.

2.- Formas de rechazo al arte

En el caso de las reacciones de rechazo a la fuerza negativa del arte, se expresa para Adorno una predisposición de los sujetos en la que la facultad de la imaginación es obturada por un énfasis hiperbólico en la adaptación del sujeto a las reglas que configuran la realidad de los órdenes normativos. A este “realismo exagerado” Adorno lo define como “concretista” (konkretistische): “Ni por un momento piensa o desea al mundo de otro modo que como este es” (Adorno, 2003ª, p. 89). Esta posición del sujeto ante la objetividad consiste en una “sujeción dañada ante aquello que es y que le impone a uno exigencias prácticas y así lo domina” (Adorno, 2014, p. 74). Como si el sujeto que se guía por las predisposiciones que lo conducen a rechazar la experiencia del arte –y por “rechazo” Adorno entiende fenómenos disímiles y con un grado de intensidad variable, que va desde la integración hermenéutica de la negatividad estética en una continuidad de sentido hasta el menosprecio violento pasando por su devaluación desinteresada2–, decimos, como si el sujeto no fuese capaz de concebir formas de vínculo en las que él pueda relacionarse con los seres del mundo por fuera de la racionalidad instrumental en la que se asegura el principio de autoconservación del individuo y de la forma vigente de organización que la sociedad se da a sí misma: “El principio de realidad predomina tanto” en los sujetos “sin musa” “que el comportamiento estético se convierte en un tabú; aguijoneada por la aprobación cultural del arte, la falta de musa se convierte a menudo en agresión” (Adorno, 2004, p. 164-165).
El ejemplo concreto al que Adorno hace referencia para explicar esta posición ante la objetividad es la exposición nazi denominada “Arte degenerado” (Entartete Kunst) (Adorno, 2014, p. 500), en donde se presentaban como exponentes de la desviación de la cultura a los representantes más avanzados del modernismo estético y de las vanguardias artísticas de las primeras décadas del siglo. Esta exposición, desarrollada en 1937 en München, incluía obras de Klee, Kandinsky y Kokoschka, entre otros. La misma explicaba en su catálogo que el objetivo era “revelar las metas y las intenciones detrás de este movimiento filosófico, político, racial y moral, y las fuerzas motrices de la corrupción que las motivaban” (Cfr. Baron, 1991).
Otorgándole a este ejemplo histórico un valor paradigmático, Adorno sostiene: “En su desarrollo, el arte ha puesto sus límites con tanto esfuerzo y los ha respetado tan poco (…) que lo que le advierte de la caducidad de esos límites, todo lo híbrido, provoca una defensa virulenta” (Adorno, 2004, p. 72). La hibridez del arte, que sea al mismo tiempo signo y cosa, hace del borde que delimita su exterior un problema del que el mismo arte y su experiencia extraen su impulso. El arte es para la racionalidad moderna un problema porque participa de ella de una forma que lo diferencia del resto de las prácticas culturales y formas de significación inauguradas por el proceso de modernización. Esa extraña participación es lo que impide ubicar al arte en un “lugar” en el concierto diferenciado de la razón, precisamente porque su hibridez lo posiciona en una dinámica ubicua. Precisamente es esa ubicuidad la que testimonia la caducidad de los límites que lo distingue como arte autónomo y que al mismo tiempo lo inscribe en una lógica subversiva que amenaza potencialmente todas las prácticas culturales y saberes sociales.
La defensa virulenta que la experiencia de esta problematización provoca, es interpretada por Adorno como una reacción del sujeto ante el desmoronamiento de las identificaciones que le otorgan las certezas y las seguridades en base a las cuales organiza su forma de vida. La hibridez, vale decir, el hecho de que las pretensiones de comprensión del sujeto fracasen ante un objeto que se resiste a ser identificado de una manera positiva, puede provocar en ciertos sujetos una actitud de “agresividad”.
La hipótesis de Adorno consiste en interpretar esta reacción a la luz de lo que en el contexto de sus Estudios sobre la personalidad autoritaria (2009) era denominado “agresividad autoritaria”. Allí esta disposición era definida como una “tendencia a estar alerta, y condenar, rechazar y castigar a la gente que viola valores convencionales” (Adorno, 2009, p. 196). La negatividad del arte entendida como una transgresión crítica de toda normatividad estética encontrada, es, al mismo tiempo, según la interpretación de Adorno, una subversión de las convenciones, códigos y hábitos por medio de los cuales nos manejamos prácticamente en nuestra vida cotidiana. De allí que el arte sea, tal vez, el exponente privilegiado de la transgresión de “valores convencionales”, y, por lo tanto, un ejemplo claro del tipo de objeto ante el cual puede reaccionar agresivamente una subjetividad configurada por estas predisposiciones.
El caso límite de la declaración fascista del arte “degenerado” refleja, para Adorno, una forma de reacción agresiva que, en este caso con motivo de la representación del objeto estético, sin embargo podía resultar explicativa de formas de reacción que permiten volver comprensible no solamente el hecho de que ideologías antidemocráticas hayan logrado configurar la adhesión política de vastos sectores sociales durante el totalitarismo fascista, sino también los potenciales de riesgo que se inscriben en esquemas conceptuales y prácticas desarrolladas también en democracia. Que este ejemplo de rechazo drástico al arte se haya dado durante el contexto de un régimen totalitario, no deja sin efecto la hipótesis detrás del estudio sobre la subjetividad antidemocrática: a saber, que las democracias modernas cuentan, y el ejemplo de los regímenes políticos de la post-guerra lo demuestran acaso de la manera más evidente, además de un aparato institucional específico (órganos de gobierno, parlamento, justicia), de actores reconocidos (partidos, sindicatos, cámaras empresariales), de precondiciones subjetivas y culturales sin las cuales los sujetos no prestarían una participación activa en los proceso de consolidación y ampliación de las formas de convivencia democrática. En este sentido, la democracia podría ser entendida, además de cómo régimen institucional de gobierno, como una forma de sociabilidad específica en la cual intervienen procesos subjetivos de motivación y actitudes y disposiciones de los individuos que pueden también ser estudiadas como políticamente relevantes. Precisamente sobre este ámbito psico-político de lo democrático es donde se inscribe la cuestión de la formación cultural de la voluntad política de los sujetos. Adorno (1998, p. 117) lleva a cabo sus reflexiones de crítica ideológica tomando nota de esta dimensión.
Podemos sostener, así, que el caso extremo de la declaración de “arte degenerado” le sirve a Adorno a los fines de realizar una comparación con fenómenos en donde se observaban rechazos semejantes al interior de sociedades democráticas. De esta manera, entiende al comportamiento cultural regido por imágenes directrices, géneros canonizados y esquemas convencionales de interpretación y acción participando de una“subjetividad autoritaria”: “la concreción no reglamentada le parece al pensamiento autoritario sucia, impura; la teoría de la personalidad autoritaria ha entendido esto como menosprecio de la ambigüedad, la cual es evidente en todo arte y en toda sociedad jerárquicos” (Adorno, 2004, p. 269).
¿Es posible extender esta hipótesis referida al caso del rechazo explícito a las presentaciones estéticas también a los fenómenos culturales en los que el sujeto asista a una ambigüedad similar? Adorno responde afirmativamente, reconociendo una afinidad entre la “distancia de la distancia” que se da en el fenómeno de la reacción de rechazo al arte y el “menosprecio” por la diferencia cultural de prácticas, identidades y hábitos que no pueden ser subsumidas en la lógica compartida “por la communis opinio de todos” (Adorno, 2014, p. 502) sino que exige de un respeto y un reconocimiento de su singularidad irreductible.
Esta extensión de lo estético a lo ético-político Adorno la presenta específicamente a partir de la idea del lenguaje del sufrimiento. Puesto que en el arte aparece, de forma indirecta, oscura y nunca afirmada de una vez y para siempre, el sufrimiento del individuo, las reacciones de rechazo al arte pueden ser interpretadas como reacciones violentas ante la experiencia del sufrimiento del otro, “ante todo porque el que reacciona sádicamente recuerda así, de manera inmediata, precisamente su propio sufrimiento, el cual, de lo contrario, no puede expresarse” (Ibíd.: 498). La experiencia del sufrimiento ajeno que produce la pretensión de querer “borrar, descalificar y más que nada, aplastar y eliminar” (Ibíd.: 499), presupone la incapacidad del individuo agresivo de encontrar en las condiciones culturales y sociales que le ofrece la cultura capitalista, de lenguajes y acciones por medio de los cuales poder dar voz a su propio sufrimiento sin sentirse violentado: “La persona dura consigo misma se arroga el derecho de ser dura también con los demás, y se venga en ellos del dolor cuyas emociones no puede manifestar, que debe reprimir” (Adorno, 2003a, p. 88).
Por lo tanto, en el vínculo de los individuos con aquellos fenómenos culturales que no se adecúen a sus expectativas normativas y hermenéuticas, esto es: a sus esquemas convencionales y reglas de interpretación, sería posible también observar fenómenos de agresividad autoritaria, convencionalismo y agravio moral. En lugar de abrirse a la experiencia de la diferencia, experiencia que encuentra en el sufrimiento físico del otro a su instancia de mayor irreductibilidad, dice Adorno, aquellos sujetos que rechazan la alteridad incondicionada que presenta el arte pueden, también, repetir esta posición ante la objetividad frente a los demás. Esta posición:

(…) radica en verdad en acercarse de antemano a las obras con expectativas que estas obras –de acuerdo con su propio sentido- no quieren cumplir en absoluto y no pueden cumplir en absoluto y, entonces, el desencanto infantil porque esto no sucede como es habitual y como se desea que sea se invierte en un juicio negativo sobre la cosa misma a la que uno se enfrenta en una situación como ésa (Adorno, 2014, p. 498).

Una última determinación de las formas de reacción a la negatividad del arte que Adorno denomina “ausencia de musa” se observa principalmente en el rechazo del arte debido a su alejamiento de la simetría, la armonía y la homeostasis. “Los ataques más virulentos contra la anarquía del arte moderno (que no es gran cosa)” (Adorno, 2004, p. 310) responden a una incapacidad subjetiva para tolerar el conflicto que presentan las obras de arte entre sus impulsos particulares y sus pretensiones de unidad. Cuando la procesualidad de la obra de arte es interpretada por el receptor como anárquica, reconociendo en esta interpretación el motivo de un ataque virulento, entonces, dice Adorno, el sujeto revela una predisposición que va más allá del caso específico del arte y que puede ser extendido a una hipótesis interpretativa acerca de una valoración específica de los conflictos sociales y políticos que constituyen la vida intensa de las sociedades democráticas.
Esto significa que sería posible reconocer una predisposición en los sujetos que demuestran un rechazo violento de la experiencia estética, que vale tanto: a) para el rechazo de las dificultades de resolver los disensos interpretativos acerca de perspectivas evaluativas contrapuestas que constituyen la riqueza plural de los fenómenos culturales, b) así como también los desacuerdos procedentes de los conflictos de intereses que marcan los procesos de democratización sociales, y c) las pretensiones de innovación político-institucional sin los cuales aquellos conflictos no podrían ser dirimidos.
La reacción de rechazo a la fuerza negativa del arte daría lugar a la interrogación acerca del grado de apertura del sujeto a la apreciación afirmativa de los conflictos político-culturales entre los actores que configuran el proceso democrático. El rechazo intenso de esos conflictos puede ser resumido como la negativa a asumir la contingencia e imprevisibilidad de los procesos políticos democráticos. Si pudiésemos caracterizar entonces este fenómeno en otros términos, diríamos que aquí se presenta una subjetividad política que clausura la posibilidad de toda transformación de las instituciones que regulan los órdenes normativos.
Más allá del hecho innegable que es posible que existan sujetos que cuenten con una formación que les permita apreciar al arte moderno y las “vanguardias históricas”3, más aún cuando las fuerzas de integración ideológica de la industria cultural han logrado incluir también a experiencias artísticas que en un comienzo se presentaron como revulsivas4, la hipótesis de Adorno se presenta como sugerente puesto que permite indagar en algunas consecuencias que podemos extraer de las determinaciones del objeto artístico y de la experiencia estética que este objeto suscita. Esas conclusiones parten de la pregunta sobre la posibilidad de que la subjetividad práctica extraiga de la experiencia estética una lección para la sociabilidad democrática.

3.- La lección ético-política de la experiencia estética

Es posible responder afirmativamente a este interrogante a condición de precisar en qué sentido específico las disposiciones y actitudes de la subjetividad política que requiere la sociabilidad democrática puede “aprender” de la experiencia estética. Para determinar esa especificidad, consideramos pertinente repasar el modo en que tradicionalmente se ha
entendido el concepto de educación estética. Nos referimos, más precisamente, a las reflexiones clásicas de Schiller sobre este tema.
Al comienzo de su célebre indagación contenida en Cartas sobre la educación estética del hombre (1985), Schiller se pregunta si la insistencia en el problema del arte no manifestaría una ilegítima indiferencia hacia el bien común. ¿A qué responde el énfasis en el arte cuando los hombres se enfrentan una y otra vez ante la dificultad de llevar a cabo prácticas y a regimentar instituciones que hagan posible una forma justa de organización social? Schiller responde con un giro completamente sorprendente: a la disposición subjetiva que el orden político requiere se llega por medio de la experiencia de la belleza.
El modo en que Schiller justifica esta preeminencia de lo estético descansa en la simétrica descripción del estado de naturaleza y del estado moral del hombre –traducciones del homo phenomenon y del homo noumenon kantiano – como extremos que, tomados en sí mismos, resultan insuficientes y unilaterales. Dado que el hombre es, según el planteo de Schiller, por esencia egoísta y violento, no puede buscarse la condición de posibilidad del orden social en su propia naturaleza. A su vez, puesto que la subjetividad política es por definición algo a producir, más un problema que un dato de la experiencia, se vuelve imposible contar instrumentalmente con ella a la hora de dar con los fundamentos de la sociabilidad democrática puesto que se encuentra en un registro distinto del que presenta la concatenación causal.
En este sentido Schiller termina por concluir que la tarea de fundamentación de la sociabilidad democrática, sólo podría darse bajo el imperativo de la creación de “un tercer carácter, afín a los dos primeros, que formara un tránsito del régimen de las simples fuerzas al régimen de las leyes, y, sin entorpecer el desarrollo del carácter moral, fuese como una garantía sensible de la invisible moralidad” (Schiller, 1985, p. 21). Este tercer término vacilante entre la facticidad de la naturaleza y la base de validez que representan los órdenes normativos, será la experiencia del arte.
La simétrica unilateralidad de la naturaleza y de la cultura Schiller la concreta en su diagnóstico de época. A diferencia del “hermoso despertar de las potencias del alma” (Ibíd., p. 27) que representa la cultura griega, nuestra época está signada por la división de la razón, fenómeno que termina por producir una fragmentación en la propia interioridad de los seres humanos. La contraposición que explica y suscita el concepto schilleriano del arte es la base de un diagnóstico de época en donde el“provecho es el ídolo máximo” (Ibíd., p. 100).
En este contexto, la apreciación del arte se muestra a los ojos del filósofo como una fuente privilegiada de moralidad pública. Entre la violenta naturaleza de las pasiones humanas y el trato puramente desinteresado que supone la buena voluntad en las relaciones sociales, Schiller introduce a la cultura estética como una suerte de panegírico de la moral racional que, trabajando mediante la educación en la materia pulsional de los niños, logre acostumbrarlos a la vocación de entrega y abnegación que implica la acción pública. Trasladando la discusión kantiana al plano antropológico, Schiller observa que los seres humanos cuentan con dos impulsos que sólo se relacionan para repelerse entre sí. Uno de ellos es la conciencia de la libertad humana, de la pura forma o del infinito. El otro la sensación de la existencia, la cruda materialidad, o el sentido del tiempo. La armonía entre ambos impulsos sólo puede entenderse como una idea de la razón pura que funciona como guía de los seres humanos realmente existentes pero que, en tanto tal, jamás podrá realizarse plenamente.
Ahora bien, este campo de fuerzas indecidible encuentra la calma, según Schiller, ante un objeto que, ni estando sujeto meramente a la temporalidad, ni siendo pura y absolutamente forma ideal, parece enfrentar al ser humano a una experiencia resolutoria. Semejante objeto suscitaría en aquel que lo experimenta un impulso distinto, irreductible a ambos extremos. Este impulso es denominado por Schiller impulso de juego:“El impulso sensible quiere irse determinando, quiere recibir su objeto. El impulso formal quiere determinar por sí, quiere crear su objeto. El impulso de juego tenderá, pues, a recibir tal y como él hubiera creado, y a crear tal y como el sentido recibe” (Schiller, 1985, p. 74).
Evidentemente, la determinación del arte como juego aspira a hacer efectiva una esfera de la praxis social que quede exenta del criterio de la calculabilidad predominante en la sociedad de mercado. Una instancia en la que, al decir de Kant, el hombre asuma en su experiencia una finalidad sin fin. En este sentido, el aprendizaje de la subjetividad política se hace posible por esta instancia de la experiencia en la que el sujeto concibe formas de relación con la alteridad que no quedan subsumidas al “ídolo máximo del provecho”, al uso instrumental con vistas a conseguir un fin ajeno.
Al pasar del sujeto a ese extraño objeto-causa de la experiencia estética, ella exige un nombre que lo distinga de las acciones y de los objetos de la naturaleza. En la denominación que propone Schiller, se indica su carácter de novedad y, simultáneamente, su identidad diferencial apuntando desde el comienzo a los extremos de los que se separa. Ese nombre es el de la figura viva. El objeto bello se presenta ante la experiencia con la extranjería que se presenta el objeto natural ante las categorías del entendimiento discursivo y, a su vez, adopta frente al sujeto el rostro amable del semejante, del que comparte una serie de presupuestos lingüísticos y culturales. Esta diferencia irreductible que se manifiesta en el objeto bello, y en su experiencia, permite a Schiller elaborar un programa de educación que permita trasladar al hombre de su estadio de animalidad al registro de la sociabilidad política mediante la ayuda de la experiencia en la cual el niño podría comenzar a palpar las rigurosidades internas del pensamiento discursivo y de la acción regulada normativamente pero sin perder en el olvido la presencia del impulso sensible tan preeminente en los primeros meses de vida. La experiencia lúdica del arte facilita al individuo, como en una pasarela, el ingreso en la organización social, pues en la apreciación de una obra de arte, el niño comienza a percibir la idealidad que se desprende del tipo de disciplina que exige el arte, de su organización formal, de la conexión de sus momentos; y, no obstante, mantiene el lado sensible que se conserva en la materialidad de la letra, el espacio y los colores de la representación pictórica o el sonido de una pieza musical.
La fundamentación de la categoría de autonomía del arte por vías de un concepto de negatividad estética coincide con el énfasis estético del programa de Schiller en que ambos identifican la posibilidad de extender los efectos del arte más allá de su experiencia limitada hacia los problemas ético-políticos del mundo contemporáneo. Sin embargo, el programa adorniano de la negatividad estética difiere radicalmente en la comprensión de las conclusiones que pueden extraerse de esta preeminencia. Puesto que la negatividad del arte no puede ser concebida como instancia de tránsito en el que se facilite una reunificación de los momentos diferenciados de la razón, sino como lugar y agente de interrupción en donde las identidades fijas son abiertas a su propio cuestionamiento.
En la interpretación de Adorno, la experiencia del arte interrumpe nuestros modos habituales de participar en el mundo cultural, de manera que produce una distancia en relación a nuestra praxis que se resiste a ser subsumida en una lógica de complementariedad de prácticas culturales. Y aun así, como puede deducirse de la afinidad entre subjetividad sin musa y subjetividad antidemocrática, Adorno nos presenta claves para extraer algunas consecuencias relativas al interés o significación que la experiencia de la negatividad del arte tiene para el conocimiento y la acción ético-políticos.
Una de estas claves interpreta esta significación a partir de la particular reflexividad que estructura el aparecer de la imagen aurática en la experiencia estética. Para Adorno, el carácter aurático de la imagen estética libera un excedente que desborda y sobrepasa las expectativas de sentido que el sujeto deposita en el objeto. Puesto que en la revelación que presenta el momento aurático del arte se evidencia una distancia insalvable que nunca logran colmar los intentos de apropiación hermenéutica, el sujeto se confronta en el arte con una experiencia del objeto en la que éste se muestra como incondicionado, obligando al sujeto a reflexionar sobre sus propios límites.
En la teoría social del arte de Adorno este movimiento es presentado como una forma de rememoración (Eingedanken) del sujeto. Las obras de arte hacen presente un resto que excede la espiritualización y que impide que ellas se configuraren a sí mismas como unidades cerradas. Esta forma de rememoración, presente en toda experiencia estética del objeto artístico, Adorno lo entiende como un “impulso de salvar el pasado” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 86), en el sentido de que el arte presenta al sujeto la experiencia de algo no digerible por la teleología de la modernización cultural, y que insiste de manera reiterada. Los objetos estéticos son, entre los signos de la cultura moderna, como “lo asimilado y sin embargo no del todo autóctono” (Adorno, 2008, p. 173).
La reflexión que suscita el carácter aurático de la imagen en el arte evidencia el precio a pagar por el predominio semántico del uso corriente de las palabras. Muestra, en definitiva, el costo de nuestra participación acrítica en las formaciones culturales en las que se reparten las identidades de las palabras y de las cosas. La negación de las expectativas de comprensión obliga a atender en aquello en lo que no reparábamos. Dar a ver aquello sometido exige una indagación sobre los presupuestos olvidados por el acto de la comprensión. Precisamente es esta reflexividad rememorativa la que Adorno considera que adquiere una significación fundamental para la subjetividad democrática.
Si la negatividad del aura artística tiene además de una fuerza sustractiva una fuerza reveladora que muestra en su objeto aquello que los actos habituales de comprensión tienen que excluir a los fines de cumplir con su telos; esto es, el empobrecimiento de la experiencia de la alteridad, esa negatividad puede despertar también una reflexividad rememorativa en la configuración de la subjetividad política, en la que ésta regrese a las precondiciones olvidadas de la elaboración de sus opiniones y de sus posicionamientos. La subjetividad democrática, dice Adorno, puede aprender de la obligación en la que el sujeto recae ante la incomprensibilidad estética del arte: la obligación de reconsiderar sus propias expectativas y a ejercitar una reflexión acerca de sus presupuestos no tematizados en su uso habitual del lenguaje y en el modo en que el sujeto se dirige hacia los demás en las interacciones sociales. Puesto que la experiencia del arte hace posible aquello que según Adorno le otorga a la educación su mayor justificación; a saber: el impulso de una autorreflexión crítica (Adorno, 2003a, p. 82).

4.-A modo de conclusión

Para finalizar, volvamos a la pregunta que inició nuestra indagación; a saber: la cuestión del vínculo entre arte y política. Una forma de entender esta significación ético-política del arte es interpretando como paralela la relación entre la experiencia estética y la actitud de la subjetividad democrática. Así, podemos traducir la aparición de la “incompatibilidad” de la presentación estética entre signo y cosa, y la experiencia procesual que ello concita en el sujeto, en la praxis del sujeto político y en la adquisición de su reflexividad democrática. De esta forma, al momento de la configuración de la unidad estética, momento que la convierte en un objeto análogo a los signos que usamos en nuestras prácticas cotidianas de comprensión y comunicación, correspondería la relación de reflexión que el sujeto entabla con los demás en la pretensión de validez universal de sus razones de comportamiento. Como la máxima del pensamiento extensivo de la reflexión judicativa kantiana, tanto en la comprensibilidad del signo estético como en la universalización de las razones que motivan las acciones como signo de la subjetividad política, aparece una idea de igualdad en la que nadie queda excluido de la posibilidad de participación.
A su vez, al momento del devenir cosa del objeto estético a partir de la negación de los momentos particulares a ser reunidos en un conjunto y en la sucesiva experiencia de la incomprensibilidad de la presentación artística, correspondería también el impulso mimético de solidaridad para con el sufrimiento físico del otro. Del mismo modo en que en el caso del arte se da una resistencia de la materialidad de los momentos particulares a ser subsumidos en el todo, en el caso de la experiencia ético-política se presentaría una inadecuación similar del punto de vista del individuo a las pretensiones del otro de reducir su experiencia irreductible de sufrimiento a un lenguaje común. En ambos casos lo que se presenta es el“precio de sentirse integrante” (Adorno, 2003a, p. 87), esto es: el desbordamiento de la singularidad material de los individuos en relación con la perspectiva de la totalidad (artística y ético-política).
Si la afirmación de semejantes correspondencias es por una parte una respuesta posible a la pregunta por la relevancia política de la experiencia del arte, interpretando esta relevancia en los términos de una educación estética, la otra parte de esa respuesta radica en subrayar la diferencia y la distancia que continúan existiendo entre ambos polos, entre el arte y la política. Esto significa que la teoría social de Adorno entiende a la experiencia estética como estructuralmente parcial. Por eso la experiencia de la negatividad del arte, aun cuando tenga consecuencias para la política democrática, no deja de adoptar un estatuto finito. Precisamente este es el estatuto que también Adorno le adjudica a la dimensión ético-política de su pensamiento: el conocimiento y la acción individual y colectiva se encuentran determinados por puntos de vista evaluativos fundamentalmente distintos, con una legitimidad igualmente aceptada, pero completamente heterogéneos entre sí. Dado que los individuos no cuentan en la cultura moderna con un principio que asegure la resolubilidad del conflicto entre ambos puntos de vista, ellos vuelven imposible no desembocar en la inversión de las intenciones que motivan las acciones en el terreno privado de lo moralmente bueno y en el terreno público de lo políticamente justo.
Sin embargo, es posible determinar una última dimensión de la reflexividad, a partir de la cual, Adorno explica el vínculo entre arte y política. Este tercer aspecto es el que hace posible la revelación aurática del arte. La imagen aurática presenta los conflictos irresolubles entre la fuerza centrífuga de los impulsos particulares que rechazan la integración en una forma con sentido y la tendencia integradora de las pretensiones de articulación de los materiales, sin la cual el arte se colocaría en una regresión hacia la literalidad bárbara de lo que sucede estéticamente.
La presentación de las incompatibilidades que fracturan a los objetos que reconocemos como estéticos presenta un interés para la subjetividad política, puesto que hace presente una noción del conflicto en el queéste no aparece bajo el horizonte de su resolubilidad. Esa reflexividad es aquello que según Adorno logra que “el arte sea una crítica de la praxis” (Adorno, 1993, p. 162). En tanto crítica de la praxis, Adorno interpreta la lección estética de la subjetividad democrática como un “abandono de la ingenuidad” en la que la praxis logra “un pasaje hacia lo humano” (Adorno, 2003b, p. 162).
El arte adquiere así una centralidad para la teoría de la subjetividad política democrática en el siguiente sentido: sin una constante indagación sobre los prejuicios que ordenan nuestras valoraciones culturales, morales y políticas, el ejercicio de una sociabilidad democrática en sentido emancipatorio se vería obturada (Morris, 2001, p. 189). Negativamente, el arte descubre en la realidad de la cultura moderna una figura de la praxis, posible, más elevada (Adorno, 2003b, p. 165). Ahora bien, de qué manera esa figura logra eficacia para la transformación interna de la subjetividad política democrática, no es algo evidente.

Notas

* Doctor en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires), Magíster en Estudios Literarios (Universidad de Buenos Aires) y Sociólogo por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como docente en la misma universidad en el área de Teoría Social de la carrera de Sociología. Es autor del libro El lenguaje del sufrimiento. Estética y política en la teoría social de Theodor Adorno (Prometeo, 2018) y ha publicado numerosos artículos sobre teoría literaria, filosofía y crítica cultural. Sus principales áreas de investigación son: la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, la filosofía estética, los estudios literarios y la sociología del neoliberalismo. Participa en calidad de miembro de un grupo de investigación Plurianual de Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas sobre la democracia en América Latina, y también forma parte de un grupo UBACyT de sociología de la cultura.

1 Sobre los “proyectos” de investigación en los que Adorno colaboró durante esta etapa de su obra, véase: (Wiggershaus, 2010: 345).

2 Incluso para Adorno las formas de reacción más enérgicamente negativas al arte y su experiencia, resultan más adecuadas a la fuerza estética que “la forma de reacción hoy muy difundida–y yo diría, mucho más peligrosa– que consume absolutamente todo lo que existe y lo que se ofrece y que ya no le aporta más nada a la fuerza de esta resistencia, este odio y esta sublevación, porque la cosa misma y a no es más tomada en serio”. Mientras que las formas de reacción de rechazo agresivo al arte “perciben en el arte moderno arriesgado su carácter extraño y no conformista y se oponen a él”, las formas conformistas de reacción interpretan al arte “como un fenómeno de la época, que se registra de un modo más o menos vago y no obligatorio, sin que se lea a partir de él algo obligatorio para el propio conocimiento o para la propia vida”. (Adorno, 2014, p. 496).

3 Sobre el concepto de vanguardias históricas, véase: (Bürger, 2010).

4 Al respecto, Foster sostiene que en nuestra actualidad “la provocación dadaísta se convirtió en espectáculo burgués” (Foster, 2001, p. 13).

 

Bibliografía

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17. Wiggershaus, R. (2010). La Escuela de Frankfurt. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Fecha de recepción: 06/09/2016
Fecha de aceptación:11/04/2017