http://dx.doi.org/10.19137/circe-2024-280102


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ARTÍCULOS

De civitate Dei 8. 3: un Sócrates a la medida de san Agustín

Estefanía Sottocorno [Universidad de Buenos Aires/ Universidad Nacional de Tres de Febrero]

[esottocorno@untref.edu.ar]

ORCID: 0000-0003-3622-4834           

                                                             

Resumen: La noción de teología natural es clave dentro de la obra de Agustín que, en tanto romano formado a partir de las coordenadas del canon clásico, construye dentro de su obra los dispositivos necesarios para dar entrada legítima, aunque parcial, a elementos grecorromanos que habrán de orientar su propia argumentación en el territorio de las letras cristianas. El octavo libro de su tratado La ciudad de Dios nos permite observar la extracción de aquella noción de su ámbito de procedencia, especialmente los textos de Varrón y Cicerón, que tienen a su vez sus antecedentes en la tradición filosófica académica y estoica, su adaptación al horizonte de significado bíblico-cristiano y su uso interesado dentro de este. La operación llevada a cabo por Agustín nos deja entrever su conocimiento y capacidad de manipulación de la tradición letrada romano-republicana, además de ciertas concepciones procedentes de la vulgata doxográfica vigentes en su contexto, tales como las de “escuelas” y “sucesiones” filosóficas. Nos interesa enfocar, sobre todo, los juegos de amalgamas y corrimientos semánticos que ensaya Agustín sobre el perfil de Sócrates, con unos fines muy puntuales, y que nos llevan a observar, asimismo, la circulación de ideas en el espacio romano del norte de África, para el cual disponemos de algunos antecedentes de interés, como los textos de la apologética en lengua latina de Tertuliano y Minucio Félix, entre los siglos II y III.

Palabras clave: doxografía; teología; Sócrates; escuelas filosóficas; África romana

De civitate Dei 8. 3: a Socrates tailored to Saint Augustine

Abstract: The notion of natural theology is a key one in the work of Augustine who, as a Roman formed from the coordinates of the classical canon, builds within his work the necessary devices to give legitimate, although partial, entry to Greco-Roman elements that will be guide his own argument in the territory of Christian literature. The eighth book of his treatise The City of God allows us to observe the extraction of that notion from its area of origin, especially the texts of Varro and Cicero, which in turn have their antecedents in the academic and Stoic philosophical tradition, their adaptation to the horizon of biblical-Christian meaning and its interested use within it. The operation carried out by Augustine gives us a glimpse of his knowledge and ability to manipulate the Roman-Republican literary tradition, in addition to certain conceptions from the doxographic vulgate in force in his context, such as those of “schools” and philosophical “successions.” We are interested in focusing, above all, on the games of amalgamations and semantic shifts that Augustine rehearses on the profile of Socrates, with very specific purposes, and which lead us to observe, also, the circulation of ideas in the North African Roman area, for which we have some interesting antecedents, such as the Latin apologetics books of Tertullian and Minutius Felix, between the 2nd and 3rd centuries.

Key words: doxography; theology; Socrates; philosophical schools; Roman Africa

Recibido: 11-04-2024 | Evaluado: 24-04-2024 | Aceptado: 27-04-2024

Dime cómo debo imaginarme a Dios,

                                                                                                      el que todo lo ve sin ser visto...

                                                                                                              Eurípides, fr.1129 (Nauck)

Introducción: hablando de dioses...

Las palabras que nos interpelan desde el epígrafe han sido registradas por Clemente de Alejandría con el propósito de señalar el valor formativo de ciertos saberes no cristianos[1]. Es conocida, en este sentido, su visión favorable de los mismos como preparación necesaria para la teología: “Antes de la venida del Señor, la filosofía era necesaria para la justificación de los griegos; ahora, sin embargo, es provechosa para la religión y constituye una propedéutica para quienes pretenden conseguir la fe mediante demostración racional”[2]. Esto resultó así “porque uno solo es el camino de la verdad”[3], amén de que esta se manifieste de modos diversos según las coordenadas temporales y espaciales.

En todo caso, el discurso filosófico no puede ser utilizado desprevenidamente, por el contrario, para gozar de sus efectos salutíferos, debe ser sometido a una suerte de operación de edición, dado que no todos sus exponentes han dicho la verdad acerca de Dios: “Yo no llamo filosofía a la estoica, ni a la platónica, ni a la epicúrea, ni a la aristotélica, sino a lo que en cada uno de esos sistemas se dice convenientemente [...] pero cuanto los filósofos se exceden extrayéndolo de los razonamientos humanos, eso no lo llamaré jamás divino”[4].

De modo que la pagana no podrá ser considerada teología stricto sensu -un hablar racionalmente articulado acerca de la divinidad-, mientras no se ocupe del Dios verdadero, sino de los demonios de los misterios o de los elementos naturales de los primeros filósofos, más cercana así al registro de la superstición que al del Logos. Este último término, ciertamente familiar a los pensadores griegos, se carga aquí de una semántica renovada, en la medida en que llega a concentrar las referencias a la sabiduría de una divinidad trascendente, al agente de salvación universal y al patrón ético-ontológico que nos marca como seres racionales al interior de la creación. En la propuesta cristiana, de hecho, se juega algo más que un mero afán científico, algo del orden de lo existencial para un individuo habilitado a encontrar su sitio en el concierto del todo, a condición de que se comprometa interiormente: “Las puertas del Logos son razonables y se abren con la llave de la fe”[5].

Siempre nos quedará Platón

Este Logos supone, no obstante, unos tiempos propios para su manifestación. Será entonces necesario explicar por contacto con las fuentes hebreas –Clemente asegura que la ley mosaica inspiró a Platón a la hora de redactar sus Leyes[6]– o por el uso de las propias facultades naturales -la razón-[7], el hecho innegable de que los griegos llegaran a “insinuar algunas verdades”[8], previamente a la revelación de Cristo. Para Clemente, la mayor parte de estas verdades se encuentran en la obra platónica, donde el dualismo metafísico funciona como orientador de la conducta humana: actuar bien es conocer el bien, que trasciende la realidad sensible en su calidad de ser pleno. Así, el alejandrino se aventura a señalar un paralelismo que resultará especialmente fructífero para la articulación de la patrística:

El filósofo Platón coloca la perfección en la ciencia del bien y en la semejanza con Dios, entendiendo que tal semejanza consiste en hacerse justo y santo con sensatez, ¿no es así como algunos de los nuestros interpretan que el hombre recibe al principio la imagen, con el nacimiento, mientras que la semejanza la recibe luego, con el perfeccionamiento? (Stromata 2. 22. 131. 4-6).

Se establece así, tempranamente, un patrón de lectura consistente de textos tales como Política, Leyes, pero también Timeo[9]; más aún, como consecuencia de la autoridad que su autor cobra en materia de legislación y moral, vemos configurarse una doxografía singular, donde el maestro y los discípulos de Platón emergen, a su vez, revestidos de prestigio: “Oh Filosofía, no te ocupes solo de uno, de este Platón, sino apresúrate a presentarme a muchos otros que proclaman como Dios al único Dios verdadero bajo su inspiración, si se han aferrado a la verdad”[10].

Para la confección de su propio relato doxográfico, la patrística puso en práctica estrategias de resignificación de unos materiales ya tradicionales, pero de enorme vigencia, en razón precisamente de su potencial de renovación. Sin duda, esta misma fecundidad explica por qué resulta tan complejo reconstruir de manera nítida y exhaustiva las líneas de filiación en este campo de la erudición. Sí parece posible, en cambio, vincular los contenidos en circulación con dos modelos gravitantes al interior del registro tradicional de la doxografía, a saber, el de corte biográfico cultivado por los peripatéticos y que se remonta hasta el trabajo de Teofrasto, y el de las sucesiones en el marco de las escuelas filosóficas, vinculado especialmente con la autoridad de Soción de Alejandría, activo hacia el 200 a. C. (Solignac 1958: 113-148).

Más cercanas en el tiempo, las investigaciones de Varrón acerca de la religión romana, las Antigüedades divinas, proporcionan un encuadre efectivo al tratamiento de la materia por parte de numerosos escritores cristianos, que se han servido diversa y copiosamente de su clasificación tripartita de los discursos teológicos; ellos son, de hecho, responsables de que tales investigaciones se conserven, al menos de manera fragmentaria[11]. Para Varrón, en efecto, la palabra articulada en torno a la divinidad sigue tres lógicas distinguibles tanto por su tono interno, como por su inserción en el espacio común de la ciudad. Así, la teología mítica presenta a los dioses como seres fabulosos y su ámbito propio es el de los teatros, donde se llevan a escena las elaboraciones poéticas de una materia ya tradicional. La teología cívica se ocupa de divinidades que no distan mucho de las mítico-poéticas, pero que tienen su lugar en los templos, donde se les rinde culto siguiendo unas prescripciones establecidas en función de los deberes de los ciudadanos. La teología física o natural, en cambio, se erige como cuestionadora de las divinidades antropomórficas y poco dignas de los registros anteriores, lo que sin duda explica por qué su práctica se ha visto reservada a los recintos escolares y la producción libresca[12].

Cicerón, finalmente, aparece como una referencia ineludible en la literatura cristiana, en especial aquellas obras donde la erudición filosófica del autor tiene un rol destacado, como Sobre la naturaleza de los dioses o las Disputas Tusculanas, y que han funcionado como material de consulta referido de manera explícita con enorme frecuencia. Debemos tomar nota, asimismo, de las traducciones que Cicerón hizo de algunos diálogos platónicos, en especial del Timeo, un texto fundamental para la asimilación de las ideas de Platón por el occidente cristiano y latino, que leyó allí una versión pagana, anterior a la revelación, aunque no por ello carente de iluminación, de la creación del universo[13].

No hace falta insistir en el rol capital de las traducciones latinas para franquearle el acceso a la literatura platónica a alguien como Agustín, de quien suele pensarse que tenía un conocimiento más bien elemental de la lengua griega (Fitzgerald 2001: 1060), según él mismo reconoce en varios lugares de su propia obra: “Estas son las palabras de Platón, como las refiere Cicerón en latín”[14]. Igualmente, valiosos en este plano tienen que haber sido los trabajos de hombres de letras convertidos al cristianismo, como el africano Mario Victorino, que también tradujo y comentó textos de Aristóteles, Plotino y Porfirio. En Confesiones 8. 2. 3, de hecho, Agustín dice haber leído unos libros Platonicorum traducidos al latín por aquel, que probablemente transmitían contenidos pertenecientes a un horizonte neoplatónico de ideas, muy laxamente definido (Magnavacca 2005: 215).

Hay todavía, en relación con la biblioteca filosófica de Agustín, un elemento que merece nuestra atención. Se trata de la vaga alusión a la obra en seis volúmenes de “un tal Celso” que encontramos en el prólogo del De haeresibus, y de la que cabe inferir que tenía un cariz doxográfico, de acuerdo con las observaciones que siguen en relación con su método:

No hizo ninguna réplica a nadie, únicamente puso de manifiesto lo que opinaban, con tal sobriedad que sólo emplea la palabra justa cuando es necesario, no para alabar ni criticar, ni afirmar o defender, sino para poner al descubierto y notificar. Llegó a nombrar a casi cien filósofos, de los cuales no todos fundaron herejías propias, porque no le pareció que debía callar aquellos que siguieron a sus maestros sin oposición alguna.

En los Soliloquios 1. 12. 21, a propósito del dolor corporal, Agustín comenta que, para Cornelio Celso, que era un dualista y juzgaba al alma superior al cuerpo, el malestar de este constituía el mal mayor, teniendo en cuenta que, paralelamente, identificaba el sumo bien con lo mejor de la parte más perfecta, esto es, la sabiduría del alma. Lamentablemente, su trabajo se ha perdido, a excepción de un tratado Sobre medicina en ocho libros, probablemente un compendio de conocimientos médicos griegos para lectores romanos (Spencer 1935: 7-11). Quintiliano comenta que también había escrito sobre agricultura y estrategia militar, aunque sin demasiado brillo[15], mientras que Plinio sitúa su actividad durante el reinado de Tiberio[16]. A falta de información adicional, parece difícil evaluar el impacto de esta fuente de conocimientos enciclopédicos sobre el trabajo de Agustín; Solignac (1958: 147-148) se aventura, de todos modos, a proponer que su influjo bastaría para explicar las divergencias del hiponate respecto de la senda doxográfica clásica, marcada por los testimonios de Aecio, el pseudo-Plutarco y Estobeo, así como de la información brindada por Cicerón en este terreno.

Con estas referencias a la vista (Madec 2001), es posible considerar en los textos patrísticos, en primera instancia y asociada a los filósofos pioneros de la naturaleza o “físicos”[17], una suerte de vulgata doxográfica que singulariza los perfiles de aquellos a partir del elemento natural privilegiado en cada caso como principio fundamental del cosmos, esto es, arché. Así, tanto en Clemente como en los representantes más conspicuos de la temprana literatura cristiana en lengua latina, Tales ha quedado vinculado al agua, Anaximandro a un principio esquivo a las definiciones precisas, concebido incluso como no elemento[18], Anaxímenes al aire, Heráclito al fuego[19]. Este bloque, relativamente estable en cuanto a forma y contenido, es prolongado luego mediante informaciones de calidad e interés muy diversos, como anécdotas[20], datos valiosos, pero incontrastables en relación con la obra del filósofo enfocado[21], exhortaciones al lector[22], referencias más o menos explícitas a autoridades[23].

En este contexto, merece la pena señalar la objeción que, desde la perspectiva cristiana, aparece como ineludible frente a la filosofía física en general, a saber, que sus representantes han elevado a la categoría de dioses unas entidades que son creadas, mientras que han omitido toda referencia al creador[24]. Por lo demás, hay que esperar hasta Anaxágoras para encontrar un principio intelectual que, así y todo, tampoco se muestra capaz de asumir satisfactoriamente todas las atribuciones del dios trino de los cristianos[25]. Dicho esto, el énfasis con que se condenan estos vicios de la primera filosofía es dispar entre los escritores cristianos y pueden señalarse oscilaciones, incluso dentro de la obra de un mismo autor. Para Clemente, en efecto, estos filósofos no solo son presuntuosos, sino que además son ateos, “porque adoraron con una cierta sabiduría indocta la materia”[26]. Tertuliano, por su parte, hace gala de su habitual acritud al señalar que “los filósofos ponen una estúpida curiosidad en la naturaleza, antes que en su artífice y dueño”[27]. Minucio Félix nos presenta a un portavoz de la apologética cristiana que, si al comienzo del texto se muestra empático con las posiciones de los filósofos de la naturaleza, al punto de reconocer que “ellos están de acuerdo con nosotros acerca de la divinidad”[28], cierra su discurso con una invectiva carente de matices: “nosotros condenamos la arrogancia de los filósofos, a quienes hemos conocido como corruptos, adúlteros y tiranos, siempre elocuentes contra sus propios vicios”[29]. Lactancio no duda en condenar a quienes “pretenden profanar con sus impías investigaciones los secretos del mundo [...] a este respecto, pienso que fueron no solo locos, sino también impíos, ya que pretendieron meter sus ojos curiosos en los secretos de la celestial providencia”[30].

Dentro de este conjunto, la mirada de Agustín resalta como más penetrante y, por ende, ecuánime, gracias al uso que hace de las categorías varronianas. En la lectura de Clemente o Tertuliano, de hecho, apreciamos un cierto aplanamiento de los distintos niveles establecidos por el erudito romano en el campo de la fenomenología de la religión antigua. Así vemos cómo, para Clemente, hablar de las teorías filosóficas de los milesios, los atomistas e incluso los peripatéticos, no supone una disrupción respecto del tratamiento crítico que viene haciendo de las deidades míticas o de los cultos cívicos:

Recorramos también, si quieres, las opiniones de los filósofos, cuantas tienen con presunción sobre los dioses [...] aunque no honraron las piedras o la madera, sin embargo divinizaron la tierra como madre de todo eso y, aunque no fabricaron un Poseidón, sin embargo se volvieron suplicantes al agua (Protréptico 5. 64. 1-3).

Tertuliano, con propósitos apologéticos, elige el esquema de Varrón como blanco perfecto de su argumentación, pues sintetiza tres modulaciones igualmente fallidas de la concepción de los gentiles en torno a la verdad de Dios: “En resumen: en los filósofos es poco segura, porque varía; en los poetas todo es indigno, porque es vergonzoso; en los pueblos todo arbitrario, porque depende de la voluntad”[31].

Sobre el esquema de Varrón, a su turno, Agustín monta el propio, al trazar una línea divisoria entre la teología mítica y la civil, por una parte, y la física, por la otra. En efecto, mientras que alaba la opinión negativa de aquel acerca de las aberraciones del discurso mítico, censura la solución de compromiso que adopta frente a las otras tantas que alberga la religión civil, en el nombre de la costumbre y la tradición. No existe, por cierto, una diferencia sustancial entre sus representaciones, igualmente afrentosas, de la divinidad, amén de que estas tengan su sitio o bien en los teatros, o bien en los templos: 

¡Oh Marco Varrón!, siendo el hombre más ingenioso y el más sabio sin lugar a dudas, pero al fin hombre y no dios, y no levantado por el Espíritu de Dios a la verdad y a la libertad para contemplar y anunciar los divinos misterios, aciertas, sin embargo, a penetrar la diferencia tan grande que existe entre las cosas divinas y las bagatelas y mentiras humanas. Y, no obstante, temes chocar contra las opiniones y costumbres viciosísimas de los pueblos en las supersticiones públicas (La ciudad de Dios 6. 6. 1).

El hiponate acoge con beneplácito, en cambio, la recepción positiva de la reflexión filosófica, en la que Varrón “nada encontró culpable [...] solamente citó las controversias entre ellos mismos, que dieron origen a multitud de sectas disidentes”[32]. Tanto para Agustín como para su referente, en efecto, los filósofos físicos tienen el mérito de haber escrito en contra de unas divinidades “demasiado humanas”, en la búsqueda de una concepción teológica alternativa[33]. Más adelante, sin embargo, Agustín se encargará de ajustar el valor que cabe otorgar a esta primera filosofía en relación a otra, que supo acercarse en mayor medida a la verdad:

Varrón, en efecto, sólo supo enmarcar la teología natural en los límites de este mundo y su espíritu. En cambio, éstos admiten un dios superior a toda naturaleza humana, que no sólo ha creado este mundo visible, que denominamos frecuentemente cielo y tierra, sino que ha creado también todas las almas que existen; así como también hace feliz, con la participación de su luz inmutable e incorpórea, al alma racional e intelectual, cual es el alma humana. Nadie con un ligero conocimiento de estas cuestiones ignora que éstos son los filósofos llamados platónicos, palabra derivada de su maestro Platón (La ciudad de Dios 8. 1).

De este modo, Agustín amplía el alcance del término “natural” en relación a la filosofía, buscando despegarlo de su referencia exclusiva a los pensadores que limitaron sus intereses al mundo físico, para aplicarlo a todos aquellos que hicieron un uso pertinente de la facultad racional, específicamente humana. Como seres creados a imagen y semejanza, pues, los hombres se hallan naturalmente dotados para buscar la verdad mediante su razón, lo que significa que pueden ponerse en el camino del verdadero conocimiento, aun con anterioridad a la venida de Cristo, como se puede observar, precisamente, en el caso de los filósofos griegos. Ese conocimiento, sin embargo, no podrá ser sino parcial, mientras se mantenga ajeno al horizonte de las virtudes cristianas, verdadera coronación de un proceso gnoseológico-existencial que solo puede culminar con la muerte del individuo pensante: “Ahora vemos por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco solo en parte, entonces conoceré como soy conocido”, nos advierte Pablo en 1 Cor 13. 12, referencia clave para el pensamiento agustiniano[34].

En este camino ascendente, Agustín, como antes Clemente, reconoce la ventaja que los platónicos tienen no solo sobre poetas y sacerdotes paganos, sino también sobre el resto de los filósofos. En La ciudad de Dios 8. 6, efectivamente, explica esa ventaja en términos de trascendencia respecto de la condición física, que había sido la característica definitoria del trabajo de sus predecesores. Ellos, por el contrario, “reconocieron que Dios no es cuerpo; y así, en la búsqueda de Dios trascendieron todos los cuerpos. Vieron que ninguna cosa que cambia puede ser el Dios supremo”. Por lo demás, Agustín les atribuye una tesis creacionista afín a las ideas cristianas: “entendieron que Él hizo todas las cosas, y que Él no pudo ser hecho por nadie”.

Cambios de paradigma en torno a lo divino

Ahora bien, entre los filósofos físicos y los platónicos, la tradición ubica una figura fundamental y a la vez escurridiza, la de Sócrates, maestro de Platón. Por cierto, la ausencia de una obra escrita nos vuelve dependientes de una red compleja de informaciones disímiles en torno a su perfil de intelectual, provenientes ya de sus contemporáneos -admiradores o detractores, para más señas-, ya de testimonios doxográficos más o menos distantes de sus propias coordenadas existenciales (Giannantoni 1971: passim).

En este retrato caleidoscópico, no obstante, es posible identificar un rasgo recurrente, a saber, el carácter disruptivo de la actividad socrática dentro de la escena antigua. Se trate de voces afines o críticas, todas coinciden en señalar que “el tábano de Atenas”[35] introdujo un verdadero cambio de paradigma en la praxis filosófica. Resultan sintomáticas, en este sentido, las acusaciones que los conciudadanos levantaron en su contra y que desembocaron en la pena de muerte, esto es, corrupción de la juventud e impiedad[36]. Sócrates es percibido como amenaza al orden público y tradicional, orden que incluye, por cierto, la narrativa de lo que Varrón llamará “teología civil”. Su método mayéutico, no dogmático, además, representa un potencial peligro sobre todo para las mentes maleables de los jóvenes, con su incitación a dudar de todo lo que se tiene habitualmente por seguro, examinarlo y, eventualmente, reformularlo. Y dado que esta es una forma de ejercer un peculiar magisterio filosófico, no restringido a los muros de una escuela o la letra fija de unos libros, cobra necesariamente una proyección hacia la esfera comunitaria, que es también su principal objeto. Si a Sócrates le interesa conocer el bien y poder definirlo de manera universalmente válida, es porque espera que sus conciudadanos puedan aplicarlo en el marco de una comunidad más justa.

Parece oportuno subrayar aquí que los términos en que repercute socialmente la conmoción socrática son los de la teología, según nos deja ver la acusación de impiedad. Así, el cambio de paradigma socrático supone la reformulación del discurso sobre lo divino, tal como lo habían enunciado los filósofos físicos –a los que, dicho sea de paso, la crítica posterior llamará precisamente “presocráticos” (Diels, Kranz 1960) –, del mismo modo que la propuesta de estos físicos representó, a su vez, la impugnación de la tradición mítico-antropomórfica, en beneficio de una comprensión alternativa de la divinidad. Para la reflexión socrática, pues, conocer no es ya conocer el fundamento último de la naturaleza que, en cuanto inmutable, se puede pensar también como divino. Conocer es, en cambio, conocerse a sí mismo, como indica -paradójicamente[37]- el dios Apolo en Delfos[38]. Sócrates menciona a menudo una suerte de divinidad personal, un demonio, que le indica el modo recto de actuar. Ciertamente, el montaje casi teatral de los diálogos platónicos, donde el filósofo de carne y hueso se convierte en el personaje protagónico de la creación de un discípulo genial, dificulta al extremo el trabajo del historiador de la filosofía[39], preocupado por decantar y definir la teología en juego. Sin duda, la del Sócrates personaje ha quedado íntimamente imbricada a la de Platón y, en ese sentido, podemos comprender en qué medida conocerse a sí mismo es captar la especificidad del alma racional, ajena al cuerpo y a la dimensión material, pero afín a la divinidad del ser pleno de las ideas, entre las que destaca, por supuesto, la idea del bien. ¿No es acaso en este punto donde la serpiente acaba por morderse la cola? El círculo parece, pues, cerrarse sobre sí mismo, ya que ambos, maestro y discípulo hacen foco sobre ese bien supremo que, una vez conocido, no puede sino actuarse[40]. La duda persiste, sin embargo, acerca de un eventual consenso en relación con el marco ontológico en que uno y otro pueden haber situado este objeto dilecto de la reflexión, el mundo conceptual o el mundo de las ideas[41].

Sócrates, modelo para armar

Y donde la duda se instala cavando agujeros en los relatos, la imaginación acude presta a rellenarlos[42], para asegurar la fluidez necesaria a las palabras que nos unen, como un hilo de oro[43], con nuestro pasado. En este sentido, el caso de Sócrates resplandece, paradigmático, en la construcción del continuum de la tradición cultural en Occidente: su figura ha sido vestida con los más diversos ropajes, a gusto de cada lector y en defensa de sus preferencias. Sus contemporáneos, por cierto, no se han privado de erigirlo ya en maestro de una verdad trascendente, como el discípulo de Diotima en el Banquete platónico, ya en vendedor de discursos dobles, movido esencialmente por el afán de lucro, como el personaje de las Nubes de Aristófanes. El escepticismo académico, a su turno, lo ha hecho el paladín del antidogmatismo, reciclando la ya legendaria declaración de ignorancia en espada eficaz contra las posiciones gnoseológicas del estoicismo: “Con Zenón, dije, como nos fue transmitido, Arcesilao entabló toda su batalla, no por pertinacia o afán de vencer, como en verdad me parece, sino por la oscuridad de aquellas cosas que habían conducido a Sócrates a la confesión de su ignorancia”[44]. Quien transmite esta noticia es Cicerón, principal fuente de información acerca de esta etapa de la historia de la Academia[45] y simpatizante, a su vez, del escepticismo. En sus argumentaciones a favor de este, por lo demás, apela con frecuencia a la autoridad que sigue irradiando, evidentemente, el perfil del ateniense: “Nosotros seguimos el método que, pensamos, era el de Sócrates: suspender el juicio personal disipando los errores ajenos y buscando en toda discusión lo que se presenta como más verosímil. Carnéades lo practicó con sutileza y elocuencia”[46].

La potencia de irradiación socrática se proyecta, asimismo, sobre territorio cristiano, donde la elaboración de Agustín cobra un espesor singular. Efectivamente, en la doxografía que construye al interior del libro octavo de La ciudad de Dios, Sócrates es explícitamente destacado en tanto que maestro de Platón, como dijimos, filósofo al que Agustín adjudica una considerable afinidad respecto de la cosmovisión cristiana: “De este [Anaxágoras] se dice fue discípulo Sócrates, maestro de Platón; por él he traído a colación brevemente todas estas enseñanzas” (8. 3). Sin embargo, el tramo consagrado al maestro no se limita a enumerar lugares comunes sobre su persona e ideas, como sus estereotipadas marcas físicas, la proverbial insistencia de su mayéutica o el carácter novedoso de su objeto de interés; por el contrario, elige cuestionar algunos de esos tópicos:

No me parece que pueda verse claramente el propósito de Sócrates: ¿pretendió, dominado por el tedio de las cosas oscuras e inciertas, descubrir algo cierto y claro, necesario para la vida feliz, a cuya única consecución parece encaminado el cuidado y trabajo de todos los filósofos? ¿O acaso, como piensan algunos benévolamente, no quería que los espíritus inmersos en apetitos terrenos aspirasen a las cosas divinas? (La ciudad de Dios 8. 3).

Así, aunque disponía de modelos previos, de los dogmáticos a los escépticos, para dar cuenta de la preferencia de Sócrates por las investigaciones éticas en detrimento de las físicas, no se conforma con el peso de la tradición y, en la búsqueda de una motivación válida para sus propias expectativas, encuentra un filósofo a la medida de sus creencias: si Sócrates emprende la vía de la introspección, es porque sospecha que anida allí una verdad capaz de operar como legítima llave para los misterios de la naturaleza. No se trata, pues, de una suspensión del juicio definitiva, antes bien, de un camino de purificación espiritual, entendido como el medio más apto para captar una verdad fundamental, pero también trascendente:

Por eso juzgaba debía insistirse en la purificación de la vida por las buenas costumbres a fin de que, libre el ánimo de bajos apetitos, alce el vuelo con su vigor natural a lo eterno, y pueda contemplar con la limpieza de su inteligencia la naturaleza de la luz incorpórea e inmutable, en que se encuentran firmes las causas de todas las naturalezas creadas (La ciudad de Dios 8. 3).

Con el mismo anhelo que Agustín, también este Sócrates busca en las profundidades de su propio ser al autor de todo lo demás, solo que el ateniense se halla aún limitado por el alcance de la luz natural, mientras que Agustín cuenta ya con el auxilio de la revelación divina. Cabe pensar, de hecho, en la inquietud atribuida a Sócrates en el texto anterior como en una de naturaleza fundante para la propia obra agustiniana, según leemos en los pasajes de tono tan íntimo del inicio de las Confesiones: “Puesto que también yo existo, ¿por qué te pido que vengas a mí, si yo no existiría de no estar tú en mí? [...] Di a mi alma: tu salvación soy yo. No quieras ocultarme tu rostro, que yo lo contemple, muera o no muera” (1. 3-5).

El encuentro de dos ciudades. Algunas conclusiones

Pero ¿por qué tomarse el trabajo de rediseñar estos caracteres de la tradición filosófica? La doxografía que venimos comentando se incluye, de hecho, en el conjunto de una obra inmensa: La ciudad de Dios suma veintidós libros, que Agustín redactó entre los años 413 y 427, al calor de la conmoción provocada por el saqueo de Roma por parte de Alarico y los godos, en 410. Frente a semejante adversidad, los críticos del cristianismo revivieron viejas acusaciones en su contra y propusieron ver la situación presente como la consecuencia del descuido de la antigua religión romana[47].

Agustín, por su parte, se propone demostrar que los valores del cristianismo no son una amenaza en contra de la autoridad ni de la legislación positiva, por el contrario, son compatibles con cualquier régimen político que no atente contra la moral. La sociedad civil puede ser entendida, así, como el ámbito de convivencia de diferentes intereses que decantarán de manera nítida solo al final de los tiempos históricos. Hay aquí implícita una verdadera filosofía de la historia, al interior de la cual la necesidad de la gestión política es comprendida como consecuencia ineludible de la irrupción del pecado entre los hombres: “La causa primera de la esclavitud es, pues, el pecado, que hace someterse un hombre a otro hombre con un vínculo de condición social”[48]. Así, mientras que en la situación paradisíaca en que fueron creados, los hombres se relacionaban en pie de igualdad, el pecado introdujo la desigualdad y el sometimiento de unos por parte de otros.

Con este marco teórico, Agustín llega a postular la coexistencia de dos ciudades diferentes durante el mismo tiempo histórico: la ciudad terrenal, que se orienta hacia la consecución de unos intereses propios, que no siempre son justos, y la ciudad de Dios, que excede las fronteras territoriales y políticas, cohesionando a sus miembros mediante la aspiración a la verdad y la justicia. La realización de estos ideales, sin embargo, no puede ser plena durante el devenir temporal, por lo que la Iglesia se presenta como una institución heterogénea, integrada por buenos y malos cristianos, o mejor, por cristianos que son todavía buenos y malos a la vez: “Incluso las personas buenas son malas en un aspecto o en otro, así como las personas malas son buenas en algunos aspectos”[49]. La depuración de su cuerpo, entonces, deberá esperar hasta el desenlace de todo acontecer, hasta la instancia del Juicio final, que separará a justos de pecadores para toda la eternidad.

De manera que, muy oportunamente, Agustín recupera en el libro 6 de su obra la clasificación de los discursos teológicos propuesta por Varrón, a saber, los de la teología mítica, la física y la civil. El recurso a esta cita de autoridad le resulta completamente funcional a su argumentación, ya que la crítica que Varrón hacía de la religión mítica, en tanto que fabulosa, es extendida por Agustín a la cívica, rescatando al propio tiempo el discurso de los filósofos: a estos no hay nada que reprocharles, salvo la falta de consenso[50]. De hecho, el calificativo de “física” o “natural” que emplea Varrón remite a la vieja tradición presocrática que destronaba agudamente a los volubles dioses homéricos en favor de una nueva noción de divinidad, identificada con el principio de todas las cosas que existen. Con Varrón, Agustín podía señalar en estos filósofos una genuina inquietud por alcanzar la verdad, además de ese espíritu crítico que repudiaba la mitología y, sobre todo, la ideología civil, que por entonces mostraba un rostro francamente hostil al obispo de Hipona.

Es precisamente en este punto donde vemos a Agustín operar hábilmente para enlazar la racionalidad griega con el horizonte de la fe cristiana. Para él, la verdad es una sola y, como tal, no tiene más que una fuente, que se identifica con Dios; en este sentido, basta con recordar algún pasaje de los Evangelios: “Yo soy el camino, la verdad, y la vida” (Juan 14. 6). Ahora bien, quien dice esto es Jesús, ya que, en la concepción trinitaria, una pieza clave del pensamiento agustiniano, el Hijo es la Sabiduría del Padre, esto es, la expresión de la Verdad del Padre[51]. Para Agustín esto significa que el conocimiento de la verdad que podemos tener de las tres personas proviene ya de la revelación, operada en ocasión de la encarnación de Cristo, ya del uso adecuado de nuestras facultades racionales. Recordemos aquí que el hombre es una criatura privilegiada dentro del conjunto de la creación, puesto que fue creado a imagen y semejanza del creador. En consecuencia, al activar aquella facultad que es su marca específica, está capacitado para alcanzar, por la vía natural, atisbos de la verdad.

Para Agustín, esta operatoria ideológica resulta fundamental al interior de su esquema de pensamiento y, sobre todo, de su propuesta de una filosofía de la historia que necesita neutralizar el conflicto, para resaltar las posibilidades e incluso las ventajas de la convergencia de lo disímil. En primer lugar, porque logra así supeditar todo atisbo de verdad al dios cristiano, en tanto que fuente y representación de la Verdad misma, como acabamos de mencionar. Con el auxilio de este ideario, entonces, vuelve verosímil su propuesta existencial de una convivencia pacífica entre creyentes y no creyentes en el marco de la sociabilidad y a la espera del establecimiento definitivo del reino de Dios, tras la clausura del tiempo histórico, en la medida en que todas las personas poseemos un rasgo que nos vincula entre nosotros, como hijos de un mismo Padre, esto es, la racionalidad, al tiempo que nos compromete con una meta igualmente común, que nos mueve así colectivamente a través del deseo de encontrarnos con Él.

Finalmente, el reconocimiento de que la verdad revelada, que algún día veremos de manera plena, se halla esbozada en el discurso de pensadores que vivieron antes de Cristo, especialmente entre los platónicos, lo habilita a apropiarse del utillaje conceptual de la filosofía griega para articular de manera lógica y apuntalar con argumentos consistentes su propio discurso que, enunciado desde el horizonte semítico del judeocristianismo, podía resultar chocante para unos receptores formados, en distintos niveles, en los valores de la paideía helénica (Oroz Reta 1988).

Sin embargo, y como última nota de este apartado, señalemos que el interés de Agustín en el proceso formativo de una persona no se limita a los procesos, no exentos de polémica, de recepción y adaptación de los materiales clásicos. Como hemos observado en relación con su estima por la labor socrática, el hallazgo de la "verdad interior" al espíritu es un factor clave en su armado de una gnoseología legítima, donde el rol magistral lo detentará indeclinablemente Cristo[52], mientras que el resto de las disciplinas podrán actuar, a su turno, como asistentes más o menos propicios para su manifestación luminosa.  

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Notas


[1] Protréptico 6. 68. 3.

[2] Stromata 1. 5. 28. 1.

[3] Stromata 1. 5. 29. 1.

[4] Stromata 1. 5. 37. 6. En Stromata 1. 22. 150. 4, Clemente recuerda las palabras de Numenio de Apamea (fr.9): “¿Quién es Platón, sino un Moisés que habla en griego?”.

[5] Protréptico 1. 10. 3.

[6] Stromata 1. 25. 165. 1

[7] Stromata 2. 19. 100. 3.

[8] Stromata 1, 19, 91, 1.

[9] Stromata 1, 25, 166, 1.

[10] Protréptico 6, 71, 1.

[11] Los libros 6 y 8 de la Ciudad de Dios de Agustín constituyen una fuente capital para la recuperación parcial de este texto. Para una visión integral de la transmisión del mismo, remitimos al lector a la edición de los fragmentos de B. Cardauns (1976).

[12] Agustín, La ciudad de Dios 6. 5. 1-3.

[13] Agustín manifiesta conocer esta traducción en La ciudad de Dios 13. 16. 1, a propósito de los cuerpos que reciben los dioses creados por la deidad suprema del Timeo: “He aquí las palabras de Platón, según la versión de Cicerón”. Para un panorama completo de los testimonios correspondientes a este trabajo de Cicerón, remitimos al lector a la edición crítica de C. Auvray-Assayas (2022), URL: https://e-cicero.huma-num.fr/eCicero/accueil. Para la recepción de estas fuentes en el área norafricana, remitimos a los lectores al trabajo de C. Ames (2008: 47).

[14] La ciudad de Dios 13. 16.

[15] Sobre la formación del orador 12. 11. 24.

[16] Historia natural 20. 29.

[17] Siguiendo a Varrón, Agustín se detiene sobre este rótulo, en La ciudad de Dios 6. 5. 2.

[18] Clemente de Alejandría, Protréptico 5. 66. 1: “Del resto de los filósofos, cuantos pasaron por alto los elementos y se ocuparon de algo más elevado e importante, unos celebraron el infinito, como Anaximandro de Mileto...”.

[19] Clemente de Alejandría, Protréptico 5. 64. 2; Minucio Félix, Octavio 19. 4-6; Tertuliano, Contra Marción 1. 13. 3-5; Lactancio, Instituciones divinas 2. 9. 18; Agustín, La ciudad de Dios 8. 2.

[20] Tertuliano refiere en Apologético 2. 2. 11: “Tales de Mileto, cuando le preguntó Creso qué pensaba sobre los dioses, después de darle unas cuantas vueltas, dijo: «nada»”; además en A los gentiles 2. 4. 18: “Tales de Mileto, mientras examinaba y paseaba la vista por todo el cielo, cayó en un pozo provocando la risa...”.

[21] Agustín, en La ciudad de Dios 8. 2, afirma: “Tales destacó en el estudio de la naturaleza de las cosas, y para dejar también sucesores, consignó por escrito sus lucubraciones”.

[22] Minucio Félix pone en boca de Octavio, protagonista de su diálogo homónimo, la siguiente prevención en contra de los discursos poéticos y filosóficos: “Gocemos del bien que poseemos y rectifiquemos el juicio acerca de lo bueno: que se reprima la superstición, se repare la impiedad y se preserve la verdadera religión” (38. 6-7).

[23] Tertuliano, A los gentiles 2. 5. 2: “Pues también Varrón la recuerda, cuando dice que la creencia en la divinidad de los elementos procede de que sin su concurso nada en absoluto puede producirse, alimentarse o llevarse adelante para conservar la vida humana”; Lactancio, Instituciones divinas 3. 29. 18: “Así pues, fueron la estolidez, el error, la ceguera y, como dice Cicerón, la ignorancia de las cosas y de las causas los que dieron nombres a la naturaleza y a la fortuna”.

[24] Clemente de Alejandría, Protréptico 5. 64. 1: “La misma filosofía, por amor a la vanagloria, hace ídolos de la materia...”. Mencionemos aquí que también Aristóteles había señalado este “error”, desde su propia teoría hilemorfista: “La mayoría de los filósofos primitivos creyeron que los únicos principios de todas las cosas eran los de índole material” (Metafísica 983b 5-10).

[25] Minucio Félix, Octavio 19. 6: “Para Anaxágoras, por su parte, Dios es la capacidad de organizar y mover de una inteligencia infinita”. En este sentido, Aristóteles ya había apuntado: “Por eso cuando alguien dijo que, igual que en los animales, también en la naturaleza había un entendimiento que era la causa del mundo y del orden todo, se mostró prudente frente a las divagaciones anteriores. Sabemos con seguridad que Anaxágoras adoptó este punto de vista; pero se dice que su iniciador fue Hermótimo de Clazomenas” (Metafísica 984b 15-20).

[26] Protréptico 5. 64. 1-3.

[27] A los gentiles 2. 4. 19.

[28] Octavio 19. 5.

[29] Octavio 38. 5.

[30] Instituciones divinas 3. 20. 3-4.

[31] A los gentiles 2. 1. 13.

[32] La ciudad de Dios 6. 5. 2.

[33] En Confesiones 5. 3. 3, Agustín deja testimonio de su frecuentación de autores filosóficos y su estima por lo que considera, de mínima, un discurso razonable, frente a ideas teológicamente disparatadas, como las maniqueas: “Como había leído muchas cosas de los filósofos y, confiadas a la memoria, las retenía, podía compararlas con esas interminables fábulas de los maniqueos. Y más probables que estas me parecían las dichas por aquellos, los cuales tanto lograron saber que pudieron escrutar el universo, aunque no dieran con su Señor”.

[34] De acuerdo con B. Rano (1997: 5), Agustín alude a este pasaje neotestamentario más de un centenar de veces.

[35] Platón, Apología 30e.

[36] Platón, Apología 17a - 35d; Jenofonte, Recuerdos de Sócrates 1.

[37] Cfr. Hadot (2006: 45). Hay una paradoja implícita en el hecho de que Sócrates, el filósofo desestabilizante, tome como principio rector la consigna de una divinidad asociada al panteón griego tradicional.

[38] Platón, Alcibíades 124a-b.

[39] Cfr. Eggers Lan (1995: 7): “A tal punto que un helenista como K. Joël ha declarado que bien puede aplicarse al estado actual de dicha problemática la frase «solo sé que no sé nada», una de las tantas atribuidas a Sócrates”.

[40] Colli (2011: 133) encuentra en el pensamiento socrático “la tendencia a plantear problemas universales y absolutos; no se limita a criticar la moralidad ateniense, sino que busca el perfecto comportamiento político de todo hombre”.

[41] En palabras de Aristóteles: “Que lo universal está separado y es diferente de lo sensible: esta idea cobró impulso a partir de la teoría de las definiciones de Sócrates, aunque él no lo separó de lo individual y estuvo en lo cierto al no hacerlo” (Metafísica 13. 1086b, 1-5).

[42] Me permito remitir al lector al terreno de la ficción, puntualmente, a las palabras de un personaje de la novela La liebre, de C. Aira, que ante la llamada de atención sobre los huecos que presenta la historia que está refiriendo, comenta lúcidamente: “Lo que importa no son los huecos, sino lo contrario. Todo es un hueco, si vamos al caso, pero los indicios de rellenado abundan” (Aira 1991: 142).

[43] Tomo prestados la expresión y el ímpetu de las palabras introductorias al trabajo de D. Hernández de la Fuente (2021: 11-17), acerca de la actualidad de los clásicos: “Eso serán los clásicos en lo que sigue: el vínculo con la mejor parte de nosotros mismos, la esencia de nuestra cultura, que es lo único que puede guiarnos cabalmente en medio de la gran ordalía”.

[44] Cuestiones académicas 1. 44.

[45] En especial su escrito Cuestiones académicas; remitimos al lector a la edición bilingüe a cargo de J. PIMENTEL ÁLVAREZ (1990).

[46] Disputas Tusculanas 5. 4. 11.

[47] La ciudad de Dios 2. 2: “Lo primero que me vino a la mente fue lanzar una réplica a quienes atribuyen a la religión cristiana todas estas guerras que están destrozando el mundo y, de una manera especial, la reciente devastación de Roma por los bárbaros”.

[48] La ciudad de Dios 19. 15.

[49] Enarraciones sobre los Salmos 63. 9.

[50] La ciudad de Dios 6. 5. 2.

[51] La Trinidad 7. 1-3.

[52] Retractaciones 2. 1: “Escribí un libro titulado El Maestro. En él se dialoga, se busca y se concluye que el único maestro que enseña la ciencia al hombre no es otro más que Dios”.