DOI: http://dx.doi.org/10.19137/circe-2023-270105


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ARTÍCULOS

Lectura y predicación de los Salmos por Agustín: Lot y su familia

Reading and preaching of the Psalms by Augustine: Lot and his family

Estefanía Sottocorno [Universidad de Buenos Aires/ Universidad Nacional de Tres de Febrero]

[esottocorno@untref.edu.ar]

ORCID: 0000-0003-3622-4834



Resumen: La figura de la mujer de Lot aparece con frecuencia en la predicación de los grandes representantes de la espiritualidad latina de los siglos IV y V, con el propósito de evocar la importancia que tiene la firmeza de los votos para un cristiano comprometido con su fe. Esta figura, además, cuenta con una larga y variada tradición exegética, que será importante tener presente para valorar los aportes de nuestro período específico de interés.

Palabras clave: Mujer de Lot ; Votos ; Salvación ; Sal ; Predicación

Abstract: The figure of Lot's wife appears frequently in the preaching of the great representatives of Latin spirituality of the 4th and 5th centuries, with the purpose of evoking the importance of the firmness of the vows for a Christian committed to his faith. This figure also has a long and varied exegetical tradition, which will be important to keep in mind to assess the contributions of our specific period of interest.

Keywords: Lot's wife ; Vows ; Salvation ; Salt ; Preaching

Recibido: 27-08-2022 / Evaluado: 28-10-2022 / Aceptado: 27-02-2023

Introducción

El libro de los Salmos es especialmente caro a Agustín, quien recuerda cuánto se conmovía al leerlos y escucharlos durante el período en que recibió el bautismo, cuando Ambrosio le recomendara la lectura de Isaías y él decidiera postergarla, por encontrarla muy dificultosa, hasta el momento en que “estuviera más familiarizado con el lenguaje del Señor” (Confesiones 9.5.13).

Los Salmos, en cambio, lo interpelaban de manera directa, íntima: “¿Hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?” (Conf. 9. 4. 9). Él, que anduvo largo tiempo extraviado, siente ahora el calor y la luz que sólo puede hallar el hombre en su interior, un interior iluminado que, además, no deviene isla en un mar de oscuridad. Por el contrario, la luz divina actúa como “flechas de caridad”, de modo que Agustín se encuentra en el seno de una comunidad espiritualmente consolidada, cuyos miembros han pasado de ser oscuros a resplandecientes, de muertos a vivos.

En Milán, la práctica de cantar “himnos y salmos, siguiendo las costumbres de las regiones de Oriente” se había introducido recientemente, justo para combatir la aflicción que embargaba a la comunidad cristiana a causa del hostigamiento de los arrianos, encabezados por la emperatriz Justina, madre de Valentiniano (Conf. 9.7.15). Agustín advierte, con todo, acerca del riesgo que comporta esta elevación de los espíritus, para quienes se dejan transportar ligeramente por los estímulos musicales, pero desatienden el contenido del mensaje: “Cuando me sucede sentirme más conmovido por el canto que por lo que se canta, confieso que cometo un pecado punible y preferiría entonces no oír cantar” (Conf. 10. 33. 49-50).

Así, los Salmos deben ser trabajados adecuadamente para que puedan llevar su mensaje de manera fructífera a los distintos receptores, volviendo asequibles sus contenidos sin permitir que los encantos sensoriales obturen la límpida transmisión de la palabra. Es, sin dudas, en este marco de su labor pastoral que Agustín emprende y desarrolla sus Enarraciones, comentarios a los Salmos donde las herramientas de la hermenéutica y la filología dialogan con las preocupaciones cotidianas, atendiendo a una finalidad única y prioritaria, ser útil a muchos. Estos muchos son precisamente los que esperan y le reclaman las palabras de iluminación, como él mismo dice a Evodio:

He dictado la exposición de tres nuevos salmos, el sesenta y siete, el setenta y uno y el setenta y siete, con bastante amplitud. Todos esperan y me exigen con ahínco los que aún no he dictado ni estudiado. No quiero que me aparten de esto y me retarden cualesquiera otras cuestiones que me salgan al paso. Ni siquiera quiero continuar ahora los libros sobre La Trinidad, que desde hace tiempo traigo entre manos y que aún no he concluido. Me dan demasiada fatiga, y me imagino que son pocos los que podrán entenderlos; más me urgen los que, según mi esperanza, serán útiles a muchos (Epístola 169.1.1).

Estos muchos son los que integran su auditorio y a los que Agustín llama a tener un alma concorde, muchos potencialmente uno, por el poder de la caridad que busca despertar entre ellos. Ferviente lector de Pablo, el predicador apuesta al valor cohesivo de este poder que, como veremos a continuación, busca despertar entre sus feligreses.

La caridad como eje discursivo

Como en otros ámbitos del discurso agustiniano, vemos emerger el tópico de la caridad en el centro de numerosas Enarraciones. Así, a partir de su lectura compartida de los Salmos, Agustín insta a sus oyentes a preferir lo común antes que lo privado (105. 34), resaltando con frecuencia que los miembros del cuerpo de Cristo están coordinados precisamente por la caridad (125. 13) y que se articulan como templo y morada de Dios al deponer el amor propio en favor del bienestar común y la ayuda mutua: “El que quiere hacer un lugar al Señor no debe alegrarse de su propio bien, sino del común” (131. 5).

Agustín da un paso más, cuando en la confluencia deleitosa de melodía y letra del Salmo 132, que inicia con las palabras “Mira que es bueno y da gusto que los hermanos convivan juntos”, identifica el origen del monasterio, es decir, de aquel ámbito de la actividad humana donde la caridad encuentra su realización más plena. En efecto, es allí donde todos ponen todo en común y todos son uno solo, hermanados no por méritos propios sino por gracia divina (132. 10), donde también, consecuentemente, el individuo se enfrenta a un desafío mayor, siempre tentado a “vivir de lo suyo” (Sermones 355. 6).

Por ese motivo, sin duda, Agustín llama la atención sobre la importancia de sostener los votos asumidos, al comentar el Salmo 75: Que haga cada uno los votos que pueda, y los cumpla” (75. 16). En este punto, se establece un contraste pertinente entre aquello que se exige a todo cristiano y aquellos votos que, en cambio, suponen un compromiso adicional y personal. Entre las normas universalmente válidas, cabe mencionar las prohibiciones de robo, adulterio, asesinato, embriaguez, odio y/o maquinaciones respecto de los hermanos, mientras que ni la continencia ni el matrimonio constituyen obligaciones, así como tampoco la vida monástica, con la promesa de “dejar todos sus bienes y distribuirlos a los pobres, yendo a vivir en comunidad, en compañía de los santos; gran promesa es ésta”.

Renegar, pues, de alguna promesa de este tipo representa para Agustín una falta, porque supone retroceder en el camino de nuestra vida terrena que, como tal, inicia con la comprensión de nuestra situación precaria de pecadores, para avanzar luego como una constante búsqueda de la semejanza original dañada: “El que promete algo a Dios, y después mira hacia atrás, obra mal” (75.6). En este sentido, el compromiso del cristiano con su fe lo impulsa a andar siempre hacia adelante, con la vista puesta en un bien que, por ahora, no es visible, pero que no por eso se debe descuidar, sino todo lo contrario: “La confesión nos une a Cristo. Pero la confesión, es decir, el primer pensamiento origina en nosotros los restantes pensamientos” (Ibid.).

La confesión equivale, precisamente, al acto de humillación por el cual reconocemos que sólo por la gracia de Cristo podemos progresar en los senderos escarpados de este mundo. La figura bíblica paradigmática de una fe ingente, dispuesta a sacrificar al único descendiente legítimo y a no cuestionar nunca los designios divinos que auguran el ingreso a la tierra prometida, es la de Abrahán. Como portador de esa fe inconmovible, Abrahán es, sobre todo, un peregrino en tránsito, desde su casa entre los caldeos hasta donde Dios disponga, mirando siempre hacia adelante. El recurso a este prototipo del AT, como herramienta hermenéutica para hacer evidente lo que se espera de un cristiano[1], no es exclusiva de Agustín; antes bien, Ambrosio, una de sus guías espirituales más determinantes, le había dedicado los dos libros de su tratado De Abrahamo[2], manifiestamente inspirado por los escritos de Filón de Alejandría, en especial De migratione Abrahami y Quaestiones et solutiones in Genesim (Runia 1993: 291-311). De hecho, ambos pensadores también ofrecen una perspectiva alegórica de las vivencias de Abrahán, pues sólo cuando ven en el peregrinaje el abandono de las seducciones carnales del cuerpo, los sentidos y la voz, quedan habilitados a postular para su público un modelo cabal de conducta[3].

Lot: desviación y φιλαυτία

Resulta interesante observar que el contramodelo de Abrahán es una figura de su propia familia, un sobrino cuyo nombre, Lot, significa ‘desviación’. Y es que a diferencia de su tío, que no es perfecto –Ambrosio subraya este aspecto de Abrahán, en su calidad de hombre precristiano[4]–, pero sí capaz de retomar la senda momentáneamente extraviada, Lot parece perderla completamente de vista. De hecho, se muestra ofuscado tras las diferencias entre sus pastores y los de su tío (Gn 13.6) y la consiguiente separación, cuando reorienta su marcha y decide establecer su morada nada menos que entre los sodomitas, “muy malos y pecadores contra Yahvé” (Gn 13.13). En una clave de lectura espiritual, esto significa que no está comprometido seriamente en el combate contra sus propias apetencias, en esa guerra contra lo que nos hace viejos, al decir de Agustín, “mientras se anuncia una vida nueva” (Enarraciones 75.4).

Esta guerra no es sino un trabajo sobre sí mismo para extirpar los propios deseos, una negación de sí mismo[5] en tanto ser pecador que se mueve lejos de Dios y del prójimo –retrocede, en los términos que nos interesan ahora–, para atender sólo a demandas que, por egoístas, son también desordenadas en el seno de la creación. El amor propio representa, en efecto, una relación desordenada con el mundo, porque privilegia el mundo material por sobre el espiritual y, en consecuencia, introduce el mal en el seno de la creación divina que, como tal, no puede ser sino buena. Esta desviación de la atención hacia las propias pasiones ha sido tematizada, bajo el nombre de φιλαυτία –la RAE registra ‘filaucía’–, como reprensible por parte de pensadores antiguos, como Platón, Aristóteles y Plutarco (Hausherr 1952: 11-42), pero también por escritores dedicados a reflexionar sobre los rigores del ascetismo, como Filón de Alejandría (De migratione Abrahami 148-149) y Evagrio Póntico. De hecho, para Filón φιλαυτία es sinónimo de impiedad, en la medida en que vuelve incapaz al hombre de reconocer a Dios como el autor de los bienes que posee. En un pasaje que se vincula con el punto de partida de la senda ascendente de Abrahán, tal como lo comentamos anteriormente, afirma que quien se ve turbado por el amor propio se atribuye a sí mismo el cuerpo, la sensibilidad y la racionalidad, perdiendo así la posibilidad de hacer un uso legítimo de los mismos, a diferencia de quien percibe allí los dones de Dios[6].  

Para Evagrio, la φιλαυτία es el primero de los pensamientos inspirados por los demonios, el vicio originario a partir del cual se desarrollan los ocho restantes[7], dentro del célebre esquema de los ocho vicios y los ocho remedios, que en Occidente será popularizado por la obra de Casiano. Se trata, de algún modo, de la contracara de lo que indica Agustín en un texto que comentamos previamente, Enarraciones 75, 14: “La confesión nos une a Cristo. Pero la confesión, es decir, el primer pensamiento origina en nosotros los restantes pensamientos”.

Ahora bien, para enderezar el camino hay que apelar nuevamente a la caridad como factor de purificación (Chapitres des disciples d’Évagre 7). Ciertamente, la caridad reordena la perspectiva humana, al colocar como prioridad para las personas el amor a Dios y al prójimo, mientras se sujetan las pasiones que han reaccionado ante los estímulos externos y cada facultad anímica puede recuperar entonces su funcionamiento normal: la irascible lucha contra los demonios, la concupiscente desea la virtud y la verdad, la racional discierne entre el bien y el mal (Chapitres des disciples d’Évagre 96).

Así, resulta comprensible que el ascetismo, en tanto práctica que aspira a la impasibilidad, esto es, a adquirir la capacidad de no añadir pasión a las percepciones, pueda ser compatible con la caridad que se espera de los monjes. Esto no es autoevidente, si consideramos el arduo trabajo sobre sí que supone el ejercicio del monje en busca de la impasibilidad y la atención que, por ende, estará dispuesto a dedicar a otros, sobre todo en el horizonte vital anacorético. Por el contrario, resuena casi un oxímoron en aquellas palabras de Evagrio: “Monje es aquel que está separado de todo y unido a todos”[8]. Entre los cenobitas, tal como los pensaba Agustín, se hacía necesario que las múltiples voluntades convivientes se estrecharan, gracias a la caridad, en un corazón unánime[9].

Los límites o dificultades a la hora de llevar estas consignas felizmente a la práctica afloran en numerosas ocasiones en la obra de Agustín, quien advierte acerca de la existencia de “falsos monjes”, pues en los monasterios, como en la Iglesia, hay cristianos malos entremezclados con los buenos (Enarraciones 99.12). Entre los elementos disruptivos dentro de una comunidad, Agustín menciona desde los circunceliones, herejes vagabundos y violentos (Enarraciones 132.3), hasta los hermanos que realizan una lectura insensata de Mt 6. 25-34 y por eso deciden que ya no deben trabajar con sus manos, sino vivir como los lirios del campo y las aves del cielo, pues merecen ser mantenidos por otros hermanos, presuntamente beneficiarios de su labor intelectual (Sobre el trabajo de los monjes 1.2).

Ahora bien, todo esto no debe socavar las vocaciones, antes bien fortalecer la paciencia, porque no es posible expulsar a alguien por malvado, si antes no se lo ha dejado entrar ni se lo ha probado convenientemente. Además, a los malvados se los debe retener en la esperanza de poder corregirlos y, en última instancia, a sabiendas de que “aquí jamás [habrá seguridad], en esta vida nunca, a no ser únicamente en la esperanza de las promesas de Dios” (Enarraciones 99.11).

Lot y las mujeres de su familia

Así, son las promesas divinas las que sostienen a los creyentes en el camino emprendido, del que no permiten desviarse a pesar de los obstáculos o de la dilación para alcanzar una meta que parece siempre lejana: “Amen al único que no decepciona […] Ámenle porque es verdad lo que promete. Mas como no lo da al instante, la fe titubea. Resiste, persevera, aguanta, soporta la dilación: todo eso es llevar la cruz” (Sermones 96, 9). Para reafirmar la predicación a favor de este tópico, Agustín recurre a la autoridad de Pablo, que en Flp 3.13 insta a avanzar siempre, a lanzarse hacia adelante confiando en la llamada divina: “Me olvido de lo de atrás y me extiendo a lo de adelante y, según el propósito, sigo corriendo hacia la corona de la suprema vocación de Dios que se halla en Cristo Jesús”[10].

Siempre dentro de su rol de predicador, Agustín elige otra figura del entorno familiar de Abrahán, la mujer de Lot, para acercar a su público un ejemplo contundente de las consecuencias que acarrea el abandono de una promesa, tan contundente como la traza material que ha dejado en la geografía bíblica, un monolito de sal. De hecho, Flavio Josefo decía haberlo visto con sus propios ojos:

Pero la mujer de Lot, como durante la retirada volvía continuamente la vista hacia la ciudad, muy pendiente de su destino, pese a que Dios le había prohibido que lo hiciera, se convirtió en una estatua de sal, que yo vi con mis propios ojos, pues se mantiene en pie todavía incluso hoy (Antigüedades judías 1.202).

La ciudad es Sodoma, en las llanuras fértiles del Jordán, un conglomerado marcado por el vicio[11] que representa, como objeto de la libre elección de Lot, simultáneamente la autoafirmación y el desvío respecto de la piadosa senda abrahámica. El pasaje comentado corresponde a Gn 19, texto que ha dado lugar a una larga serie hermenéutica interesada en indagar acerca de la calidad moral de los gestos de Lot. En efecto, el episodio desencadenante de la sonada destrucción de Sodoma y Gomorra[12] ha sido enfocado por Josefo como subsidiario de la virtud de Abrahán: si Lot recibe piadosamente a los ángeles que se le presentan como huéspedes, es porque aprendió de su tío el don de la hospitalidad[13].

La literatura rabínica ha adoptado una perspectiva más bien negativa acerca de esta figura (SKOLNIK 2007: 215-216), que en Gn 18.23 había sido llamado “justo”. Ciertamente, el resto de la secuencia narrativa no luce demasiado halagüeña al respecto. En primer lugar, la elección de Sodoma como morada no sólo supone la inclinación hacia el vicio, sino también la búsqueda de ventaja por parte de Lot, que selecciona el primero las tierras más fértiles, atendiendo sólo a su propio provecho y en detrimento de Abrahán (Gn 13.10-13); a pesar de esto, Abrahán socorre a Lot cuando Sodoma es capturada, durante el enfrentamiento entre las alianzas de cuatro y cinco reyes (Gn 14.14-16). Luego, aunque su hospitalidad es destacable, se muestra dispuesto a sacrificar la virginidad de sus hijas a las apetencias de los sodomitas que acechan su casa, para proteger la integridad de sus huéspedes[14] (Gn 19.6-8). Por lo demás, Lot asumió la función de juez en una comunidad arquetípicamente corrupta (Gn 19.9). A la hora de la huida, no se muestra presto, sino que se demora, remolonea y debe ser arrastrado fuera de la ciudad por los ángeles (Gn 19.16); finalmente, se manifiesta incapaz de alcanzar la meta de la marcha emprendida, el monte, y propone en cambio permanecer en un pueblo de la cercanía (Gn 19.20). Como remate, se aclara que Lot ha sido puesto a salvo, porque Dios “se acordó de Abrahán” (Gn 19.29).

La exégesis cristiana, por su parte, se ha manifestado más benévola en relación a la historia de Lot y su familia. En principio, la elección de Sodoma sí que es vista de modo crítico por pensadores como Ambrosio o Juan Crisóstomo:

¿Ves cómo Lot sólo se fija en las características de la tierra y no atiende a la maldad de sus habitantes? Dime, ¿para qué sirve una tierra fértil y pródiga en cosechas cuando sus habitantes son de natural malvados? […] He aquí la enseñanza que se sigue: veremos que el que escogió el mejor sitio, no obtuvo allí ningún beneficio y, en cambio, quien eligió el peor, llegó a brillar más día a día (Homilías sobre el Génesis 33.5).

Sin embargo, la hospitalidad de Lot es elogiada rotundamente por Crisóstomo, quien habla de la “extraordinaria virtud de este justo” que recibe a los transeúntes con genuina alegría, “aunque desconocía quiénes eran los que habían llegado”.

También Orígenes refiere que los ángeles “se cuidan primero de Lot para sustraerlo del fuego, en razón de su hospitalidad […] escapa al incendio por el solo hecho de haber abierto su casa a los huéspedes”. Matiza, no obstante, su juicio sobre Lot al indicar que “no era tan perfecto como para poder subir al monte inmediatamente después de haber salido de Sodoma […] Él, por tanto, no era tal que tuviera que permanecer entre los sodomitas, ni era tan grande que pudiera habitar con Abrahán en lugares más elevados” (Homilías sobre el Génesis 5. 1).

La huida es comentada por Ambrosio, en cambio, como manifestación de una conducta piadosa por parte de Lot, exenta de cálculo y duda, pues rehúye el pecado por miedo a éste y no a los castigos, huye pues “de verdad”: “Huye como Lot quien se aparta de los vicios y no comparte las malas costumbres de sus conciudadanos, quien no vuelve la vista atrás” (Sobre la huida del mundo 9. 55). Cirilo de Alejandría, por lo demás, interpreta las manifestaciones de debilidad de Lot a la hora de dirigirse a su nuevo destino en términos de toma de conciencia del cambio de interlocutor y consecuente seguridad, esto es, tras la salida de Sodoma sabe que ya no hablará con los ángeles, sino con el Señor y así “tendrá la valentía y la confianza para pedir lo que desea” (Catena sobre el Génesis 3. 1039).

El incesto cometido con las dos hijas que lo acompañan en el exilio (Gn 19. 31-38) merece un aparte, atendiendo a las dificultades evidentes que presenta para la exégesis. Entre los lectores menos favorables a Lot, se ha postulado que el incesto representa la amarga retribución de un padre que había expuesto sin escrúpulos la virginidad de las hijas a la avidez de sus vecinos[15]. Otros intérpretes intentan un equilibrio en la asignación de culpas, concediendo que ellas son las que pergeñan y llevan adelante la acción, pero Lot a su vez no está libre de pecado, puesto que se ha dejado embriagar irresponsablemente. En este sentido, Orígenes afirma que no se le puede achacar haber experimentado concupiscencia ni sensualidad, en efecto “no se le acusa de haberlo querido ni de haber consentido a las que lo querían; pero es culpable porque se dejó engañar, abandonándose en exceso al vino, y esto no una sola vez, sino dos veces”. Así, distingue su situación de la de las hijas, “que engañan a su padre con astucia y habilidad” (Homilías sobre el Génesis 5. 3).

Ireneo de Lyon, en cambio, procura disculpar completamente a Lot, al comentar que todo sucedió sin que él pudiera advertirlo ni lo hubiera buscado, antes bien “se cumplió un plan divino […] porque no había nadie más de quien ellas pudieran obtener el semen de la vida para producir el fruto de los hijos, como está escrito” (Contra las herejías 4. 31. 1). Se advierte aquí la voluntad de excusar también a las hijas, que actúan siguiendo disposiciones divinas. Josefo les adjudica incluso un propósito encomiable, “pues actuaban así para que no desapareciera la raza humana” (Antigüedades judías 1. 205). Y esto porque creían que, con Sodoma y Gomorra, había perecido toda la humanidad, a excepción de ellos tres[16]. 

El valor de la sal

Si la figura de Lot concentra valoraciones hermenéuticas tan dispares, su mujer es generalmente vista de manera negativa. Efectivamente, el sentido que le otorga Agustín en su predicación había ya cristalizado en torno a su silueta de sal: constituye pues el símbolo del apego a lo material sensible y, en consecuencia, de una fe que se tambalea porque no es capaz de elevarse por sobre el horizonte de la vida cotidiana. De hecho, podemos rastrear esta clave de lectura en libros bíblicos, tales como Sabiduría o el Evangelio de Lucas. Sab 10. 6 entiende la trascendencia de esta mujer en tanto que “monumento al alma incrédula”, mientras que Lc 17. 32-33 plantea un escenario escatológico, donde la exhortación a recordar a la mujer de Lot se carga de la premura característica del discurso marcado por la convicción de un final inminente: “Acordaos de la mujer de Lot. Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará”.

En el ámbito de la literatura patrística, Orígenes la asocia a Lot como la carne voluble al sentido racional y el alma viril: “pues la carne, que mira siempre a los vicios, es la que torna con su vista hacia atrás, a la búsqueda de los placeres, mientras que el alma tiende a la salvación” (Homilías sobre el Génesis 5. 2). Igualmente para Ambrosio, ella representa la debilidad, por lo que “no pudo acercarse a él [el monte] ni con el auxilio y apoyo de su marido, por el contrario, allí se quedó” (Exposición sobre el Evangelio de Lucas 8. 45). Recordando, como Agustín, la importancia de conservar la esperanza y la fe que sustentan las promesas humanas, Cirilo afirma: “Es nuestro deber mantener nuestros esfuerzos de piedad sin vacilar y perseverar en ellos con voluntad firme, o de lo contrario sufriremos el destino de la mujer de Sodoma” (Comentario al Evangelio de Lucas 118).

En la exégesis rabínica es posible hallar alguna lectura disonante respecto de esta tradición. Para empezar, se la da un nombre propio a la mujer de Lot, que allí se llama Edit (Midrash Haggadol c. 293). Se admite, además, un motivo honrado para el gesto de volver la vista hacia Sodoma, a saber, la preocupación de una madre por comprobar si sus dos hijas, que se habían casado en la ciudad, venían tras ella y se encontraban a salvo. Asimismo, podría haber actuado movida por la inquietud acerca de la familia paterna y la suerte corrida por la casa del padre (Pal. Targum, Gn 19. 26). En este contexto, la explicación para su destino de estatua de sal se halla en que, al darse vuelta es testigo de la Shekhinah, la presencia de Dios, que en ese momento se abate sobre las tierras del pecado con lluvia de fuego y azufre; tal visión resulta letal (Pirke de Rabbi Eliezer p. 186). En efecto, ella ve de manera directa lo que Abrahán había percibido solamente a través de indicios, como el humo (Gn 19. 28). Por lo demás, el hecho de que la estatua sea precisamente de sal ha sido puesto en relación con un pecado previo de Edit, que involucraba la sal, ya que se la habría negado a los huéspedes de su marido. A su vez, la negativa habría provocado que Lot saliera de su casa en busca de sal, delatando la presencia de huéspedes y azuzando así la avidez de los sodomitas.

Por su parte, la predicación de Agustín resalta el valor pedagógico de esta sal[17]: la mujer se convierte en estatua “para que contemplándola se sazonen los hombres. Tengan valor; no sean desabridos; no miren atrás, no sea que, dando mal ejemplo, se queden ellos convertidos en estatua de sal y sazonen a otros” (Enarraciones 75.16). El enunciado puede parecer desconcertante, pues es como decir que la sal que mata, también puede regenerar la vida, ¿o qué significa, si no, “sazonarse”?

En efecto, la sal, históricamente muy valorada como elemento para adobar y conservar los alimentos, es también sinónimo de esterilidad, según vemos, por ejemplo en Dt 29. 23: “Azufre y sal, abrasada toda su tierra; no será sembrada, ni producirá, ni crecerá en ella hierba alguna, como sucedió en la destrucción de Sodoma y de Gomorra, Admá y Seboín, que Yahvé asoló en su ira y su furor”. X. Léon-Dufour (1972: 824-825) observa que las tierras saladas, las proximidades del Mar Muerto o “mar de sal”, son descritas como sometidas a algún tipo de castigo, cuyo instrumento es la sal y cuya causa, los impíos que las habitan (Sf 2. 9); asimismo, se halla explícita la promesa acerca del agua que brotará del lado derecho del templo, para sanear el mar salado, y terminará triunfando (Ez 47. 8).

En contexto bíblico, no obstante, la sal aparece generalmente cargada de significados positivos. En el marco ritual, resulta imprescindible, dado que “todas tus ofrendas llevarán sal” (Lv 2. 13). De acuerdo con Ez 16. 4, los recién nacidos debían ser frotados con sal; Agustín da testimonio de primera mano acerca de la práctica cristiana de administrar sal a los catecúmenos, en Confesiones 1. 11. Además, en 2 Re 2. 19-22, la sal es mencionada como agente purificador de las aguas, mientras que en el Liber pontificalis 7 leemos que el papa Alejandro introdujo la fórmula de bendición del agua mezclada con sal para la aspersión de las casas de los fieles.

Como agente imprescindible para la conservación, la sal aparece asociada también a la perdurabilidad del pacto establecido entre Dios y los hombres, según vemos en Nm 18. 19: “Alianza de sal es esta, para siempre, delante de Yahvé, para ti y tu descendencia”. De hecho, así podemos leer también el caso de la metamorfosis de la mujer de Lot, pues la sal que sella su destino fatal la preserva a la vez eternamente como recordatorio de la presencia divina entre los hombres, esto es, de la vigencia de un pacto que exige, como contrapartida, la constancia en los compromisos asumidos en esta vida terrena.

Conclusiones: Agustín, la sal de la gracia

En este mismo sentido parece apuntar Mt 5.13: “Vosotros sois la sal de la tierra”, es decir, los apóstoles representan la vigencia de ese antiguo pacto, renovado ahora con la venida de Cristo. Por contraste con la mujer de Lot, que es un contraejemplo o paradigma de lo que no debe hacerse –mirar atrás, aunque vimos que para algunos lectores esa mirada podría tener motivaciones loables–, ellos actúan como ejemplos positivos, al punto tal que la continuación del Evangelio de Mateo reza: “Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente”. Es decir, los apóstoles tienen la misión sustancial de difundir un mensaje portador de salud espiritual y así, del mismo modo que la sal es el elemento que impide la corrupción, “los discípulos de Cristo sostienen este mundo y vencen sobre el mal olor de los pecados”[18]. La pérdida del sabor justamente en la palabra y la acción de estos supondría, pues, la reiteración de episodios como los de Sodoma y Gomorra o, incluso, de catástrofes de alcance universal, como el diluvio. En este mismo sentido, Jerónimo afirma: “Los apóstoles son llamados sal porque por ellos es sazonado todo el género humano […] la sal es necesaria para condimentar los alimentos y salar las carnes, no tiene otro uso. No hay remedio: la caída de los grandes conduce al infierno” (Comentario al Evangelio de Mateo 5.13).

Ahora bien, en el uso didáctico que hace Agustín de las figuras de Gn 19 resuenan especialmente aquellas palabras de Pablo con las que exhorta a los fieles a velar por su labor apostólica y a permanecer unidos en el amor que esta misma ha contribuido a tejer entre ellos, para lo cual deben, entre otras cosas, sazonar sus discursos con sal (Col 4. 6)[19]. La sal de la palabra evangélica es precisamente la gracia, dado que la vigencia del pacto renovado y resignificado, con alcance ecuménico, mediante el sacrificio del Hijo entraña la superación de la Ley por la gracia (Rm 6. 14). Esta clave de lectura es particularmente cara a Agustín quien, en efecto, fue el gran defensor del rol preponderante de la gracia para la salvación del alma, en los debates que se desarrollaron durante la primera mitad del siglo V y que no cesaron con su muerte, sino que continuaron ocupando a destacados hombres letrados de la Iglesia, especialmente en Galia, a lo largo de toda la centuria y más allá, avanzado el siglo VI. Así es como vemos a Próspero de Aquitania y Cesáreo de Arlés erigirse en guardianes de la memoria agustiniana frente a las propuestas soteriológicas de Fausto de Riez –por no nombrar sino a los participantes más conspicuos en estas discusiones–, para quien el don de la gracia debía ser voluntariamente admitido por la persona beneficiada, a los efectos de salvaguardar tanto la libertad como la responsabilidad humanas[20].

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Notas

[1] Cfr. 1 Cor 10, 11: Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos.

[2] “En efecto, Abrahán significa también tránsito. Por eso, con el fin de que la inteligencia, que en Adán se había dejado conducir totalmente hacia el placer y los atractivos corporales, se volviese hacia la forma ideal de la virtud, se nos ha propuesto a un hombre sabio como ejemplo a imitar” (De Abrahamo 2. 1. 1).

[3] De migratione Abrahami 2; De Abrahamo 2. 1. 2.

[4] De Abrahamo 2. 2. 6.

[5] Cfr. Mt 16, 24: “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo”.

[6] Quaestiones et solutiones in Genesim 3. 4: “Es importante para el alma que ama a Dios atribuir a Dios, dador de gracia, y no a sí misma todas las contemplaciones y pensamientos buenos y elevados que recibe”.

[7] Skemmata 53; entre los Capítulos de los discípulos, los n° 57 y 130 caracterizan respectivamente la φιλαυτία como madre y raíz de todos los vicios.

[8] P. Sáenz comenta con acierto esta frase, al afirmar que “resume con precisión el pensamiento de que la vocación monástica es fundamentalmente un llamado a la caridad en la soledad” (Sáenz 2022: 49).

[9] Cfr. Regla para la comunidad 1,2.

[10] La noción de ἐπέκτασις es abordada por otros Padres, como Gregorio de Nisa, en términos de tensión hacia el infinito, i. e., una ascensión del alma a Dios que no puede encontrar un punto de hartura, pues confronta la limitación humana con la naturaleza infinita de Dios (Mateo-Seco 2006: 345-352). Agradezco al prof. Hernán Giudice que me haya brindado el acceso a este material.

[11] De acuerdo con Aaron Rothkof, la maldad característica de los habitantes de Sodoma radica en una interpretación demasiado estrecha de la ley, que los lleva, v. g., a prohibir la limosna con el objetivo de que no proliferen los mendigos, en skolnik 2007: 737-739. En Pirke de Rabbi Eliezer p. 182, se indica que la prosperidad material condujo a los sodomitas a rebelarse contra Dios.

[12] Si, como mencionamos, Josefo aseguraba haber visto la columna de sal, Filón de Alejandría sostiene que es posible ver el paisaje desolado de estas ciudades: “De tal manera que todavía hoy puede verse en Siria el testimonio de aquel terrible desastre: ruinas, cenizas, azufre, humo y una tenue llama que todavía se eleva como de una secreta combustión”, Vida de Moisés I2.10.56.

[13] Antigüedades judías 1.199: “Era muy amable con los extranjeros y había aprendido las buenas maneras de Abraham”.

[14] En Pirke de Rabbi Eliezer (p. 185), sin embargo, este ofrecimiento le vale a Lot una comparación con Moisés: “Así como Moisés dio su vida por el pueblo, del mismo modo Lot ofreció a sus dos hijas en lugar de los dos ángeles”.

[15] Cfr. skolnik 2007: 215. Se puede encontrar aquí, con todo, una advertencia para el lector moderno acerca de la discrecionalidad de los padres en relación con el destino de sus hijas, no sólo para disponer matrimonios, sino incluso para venderlas como esclavas, según se observa en Ex 21. 7.

[16] En relación a la condición de supervivientes, se han destacado ciertos paralelos con la historia de Noé, como la destrucción operada por Dios a través de fuerzas naturales (Sab 10. 4-8; Lc 17. 26), aunque sólo en el segundo caso se trata de una catástrofe universal, o la elección divina a la hora de preservar parcialmente su creación, si bien al comentar la situación de Lot vimos que puede resultar controvertido adjudicarle méritos propios en vista de la salvación, cfr. skolnik 2007: 215.

[17] Hallamos un testimonio coincidente con esta perspectiva en Clemente de Alejandría, Stromata 2. 61. 4.

[18] Orígenes, Fragmentos sobre el Evangelio de Marcos 91.

[19] Gregorio Magno enfatiza, respecto de las alusiones a la sal en el discurso cristiano, como ésta y Mc 9. 50, en términos de sabiduría: “Cuando el pastor se disponga a hablar, atienda a la gran cautela con que lo ha de hacer, no sea que lanzándose desordenadamente a hablar, hiera los corazones de sus fieles […] ni rompa los lazos de la unidad, cuando quiera acaso aparecer como un sabio. Con «sal» se designa la sabiduría de la palabra”, Regla pastoral 2. 4.

[20] Para una exposición más completa del trascurso de estos debates, remitimos a nuestro artículo Sottocorno 2012: 201-229.