DOI: http://dx.doi.org/10.19137/circe-2018-220203

ARTÍCULOS

 

El Testimonio del Clérigo Anónimo sobre el Hospital San Juan de Dios en Jerusalén (1177-1187). Traducción, introducción y notas

The Testimony of the Anonymous Cleric about the Hospital of Saint John of God in Jerusalem (1177-1187)

 

Alfonso M. Hernández Rodríguez
[Conicet - Universidad Pedagógica Nacional]
[alfonsohernandez1974@gmail.com]

Esteban Greif
[Conicet - Universidad de Buenos Aires]
[estebangreif1184@gmail.com]

 

Resumen: Desde su origen, la tarea de cuidado y atención a los pobres y a los enfermos definió el sentido y el carácter particular de la Orden de los caballeros hospitalarios de Jerusalén. El emblema de dicha tarea fue el hospital que la orden construyó en Tierra Santa. El Testimonio del Clérigo Anónimo –escrito en algún momento entre los años 1177 y 1187– constituye la descripción in extenso más importante acerca de la tarea médica desarrollada en el Hospital de San Juan. Por tal motivo en este artículo presentamos la primera traducción al español del texto original latino, editado sobre la base del único manuscrito que se conserva de dicho texto (Clm 4620, fols. 132v°-139v°).

Palabras clave: Hospital; Jerusalén; Hospitalarios; Testimonio del Clérigo Anónimo; Traducción.

Abstract: Since its origins, the work of care and attention to the poor and the sick defined the sense and the particular character of the Order of the Knights Hospitallers of Jerusalem. The emblem of this work was the hospital that the Order built in the Holy Land. Indeed, the Testimony of the Anonymous Cleric –written sometime between the years 1177 and 1187– constitutes the most important description in extenso of the medical work developed in the Hospital of Saint John. For this reason, in this article we present the first translation into Spanish of the original Latin text, edited on the basis of the only manuscript that is preserved of this text (Clm 4620, fols. 132v°-139v°).

Keywords: Hospital; Jerusalem; Hospitallers; Testimony of the Anonymous Cleric; Translation.

 

Introducción: Acerca del texto del Testimonio del Clérigo Anónimo

El Testimonio del Clérigo Anónimo constituye el informe más rico y extenso que conservamos sobre la labor cotidiana dentro del hospital en Jerusalén de la orden de los Hospitalarios. El texto latino del Clérigo Anónimo forma parte del manuscrito Munich Stadts bibliothek Clm 4620 del que ocupa los folios 132v a 139v. Dicho manuscrito está datado en el siglo XIII y es la única copia que se conserva de ese texto, a partir de la cual fueron realizadas dos ediciones. La primera por Benjamin Kedar (1998), mientras que la segunda–acompañada de una traducción al francés–, por Alain Beltjens (2004). Las diferencias entre una y otra sonínfimas, principalmente de puntuación. Para realizar nuestra traducción cotejamos las dos ediciones.
El autor de este relato –probablemente un clérigo alemán– como paciente que residió en el hospital creado por Raimundo de Puy entre los años 1153 y 1155 (Boas 2006: 44), pudo observar el tipo de tareas que desplegaron los diferentes profesionales, así como los servicios dispensados hacia las personas ingresadas en el hospital. Este relato, escrito en algún momento entre los años 1177 y 1187, se destaca al mismo tiempo por la caridad cristiana asociada a la labor desplegada por la orden hacia los enfermos y necesitados1. Si bien otros autores contemporáneos han dejado también testimonio de la obra del hospital de San Juan, ninguno fue tan rico como la descripción anónima, que aquí traducimos al español, sobre la tarea médica desplegada en esta institución2. De tal modo, dicha descripción resulta central para el estudio de la tarea que definió desde el comienzo el carisma particular de estos caballeros, razón por la cual esta fuente ha sido consultada en reiteradas ocasiones por los especialistas no solo del campo de la historia de la orden del Hospital, sino también por los historiadores de la medicina del mundo medieval.
Conviene aclarar, por último, que el texto en cuestión se organiza en tres secciones. La primera es presentada como un extenso exordio que enaltece la caridad de Dios en la tierra, en particular en la ciudad de Jerusalén, lugar donde esa misma caridad se expresó en la obra del hospital de la orden. La segunda sección describe el conjunto de los servicios que eran dispensados a los pobres enfermos por la domus Dei y la disposición de recursos, la división por salas según la condición de los pacientes y su sexo, y los diversos profesionales que atendían en el hospital. La tercera y última constituye una descripción de la atención a los niños expósitos, así como el servicio de cuidado a los adultos mayores desarrollado por la institución.

Traducción Clm. 4620, fol. 132v-139v. (Descripción del hospital de San Juan del Clérigo Anónimo)3
Primera parte

De la misma manera que es extremadamente absurdo y, en efecto, roza la profana locura de la abominación, que quien esté en el error reproche en los milagros de Dios la realización de algún mal, así, incluso de este modo, consideramos que es pernicioso callar las cosas grandiosas que conocemos acerca de la inmensidad de Nuestro Señor, porque tan peligroso es que las alabanzas a él sean silenciadas con terrible silencio, como glorioso que estas sean difundidas con piadosa alegría de la voz. Así pues, Dios, quien anima todas las cosas, a través del mundo entero realizó infinitas obras de misericordia junto con sus siervos, pero en ningún lugar con más excelencia ni de modo más manifiesto que en las regiones de Siria, en la cuales, habiendo sido movido por la sola caridad, misericordiosamente obró en función de la salvación de todo el género humano. En efecto, como la Caridad sufría por el hombre, a causa de la falaz corrupción de su desobediencia [producida] por la sugestión diabólica, este, [el hombre] contaminado por la persuasión de la mujer, fue privado de los gozos del paraíso. La Caridad movió a Dios hacia la Tierra para que [el hombre], que era semejante a Él por celestial resolución de la bondad divina, participara de su beatitud, lo alabara por la eternidad, puesto que Dios carece de cualquier forma de mala voluntad. Por lo tanto, el Señor piadoso, atado con el fuerte triple vínculo de la caridad, como sintió un estímulo interior, descendió a la debilidad humana. En la ciudad de Nazaret de Galilea, habiendo sido precedido por el celeste arcángel Gabriel, la Caridad llevó al espíritu santo al útero inmaculado de la Virgen; el Señor quiso así ser concebido. Encarnado bajo el secreto, que solo Él conocía, con la [misma] sustancia de nuestra carne, se dignó nacer por nosotros en Belén; sin embargo, su principio no puede ser comprendido.
Así pues, luego de realizar numerosas y admirables obras –a través de las cuales era posible conocer a quien es indudablemente verdadero Dios y verdadero hombre– el pueblo de cuello duro, la descendencia depravada, el género perverso, el linaje judío en Jerusalén, comenzó a golpearlo, pidió cosas horrendas para él, lo escupió, lo coronó de espinas, lo adoró en burla, lo sujetó en la cruz, perforó sus manos y pies con clavos, le dio a beber amargo vinagre y después perforó su costado con una lanza. Mas la Caridad lo sometió a todas estas cosas por piedad a nosotros y a los mismos que las habían pedido. Si lo hubiese querido, el poder de una multitud de ángeles habría luchado por él, como dijo al beato Pedro, cuando amputó la oreja del siervo: “Acaso consideras que no puedo pedir a mi Padre y él hará aparecer más de doce legiones de ángeles para mí” (Mt 26, 53). Pues, ¿qué violencia del poder humano habría podido afectarlo? Él con sus pies calmó el mar, la Tierra tembló por su agonía, la piedra dura se destrozó, el templo rasgó sus velos, el sol ocultó los rayos de su esplendor. Cuando vieron estos acontecimientos, que mostraban el testimonio de la verdad, los que los presenciaron dijeron: “verdaderamente, este era el Hijo de Dios”. Entonces, la sola Caridad empujó a Dios a las tantas tribulaciones que debió padecer a causa del hombre. A estas las engendró la diabólica iniquidad en el hombre y debieron ser soportadas por su creador. Por cierto, ante la desmesura de tanta maldad, la carne del Señor, desconocida por el Padre, aterrorizada, debió ser sometida a causa de la maldad de otros a manos de los inicuos; cuando todavía no había sido arrestado por los malvados, derramó el sudor como futuro presagio sangriento de la pasión. Entonces también dijo: “Mi alma está triste hasta el punto de morir” (Mt 26, 38). Tanta tristeza sintió que él mismo por tercera vez oró postrado en tierra, diciendo: “Padre, si fuera posible, aleja de mí este cáliz”. Sin haber sido forzado realmente por la fuerza de ningún poder terreno, sino por algo que provino de lo alto, dijo: “Si fuera posible”, como aquello que dijo a Pilato: “Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto”. Como se aterrorizó con el estrépito de la locura humana, pudo ser tentado de esta manera, [aunque] todas las cosas han sido colocadas bajo su poder absoluto y voluntad, él creó cada una de las cosas con el Verbo solo, así como a través del salmista fue dicho: “Dijo y todas las cosas fueron hechas, mandó y fue creado el universo”.
Pero, sin que fuera necesario para él, sufrió por nosotros el Señor, cuyo reino inestimablemente glorioso no necesita de ninguna acción para ser mejorado, de ningún auxilio para ser fortificado, como aquella expresión: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, cuanto Dios preparó para los que lo aman”. Dios, en efecto, tal como dice el Apóstol, primero nos amó, para y por nosotros vino, mas no habría sido necesaria en nada nuestra participación, aunque es causa de gran felicidad por su inmensa bondad. Como Judea, animada tanto por su bestial sensualidad como por la soberbia [que llevaba] sobre sí misma, tan incrédula y desagradecida de los beneficios celestes, rechazó a Dios, quien llegó a sus habitantes, no creyó en el que hacía los milagros y no reconoció al que estaba oculto en el hombre. De allí el mismo Señor dijo: “Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se rebelaron contra mí”. Y por medio el profeta con voz muy triste dijo: “Todos ustedes, los que pasan por el camino”, etc. En efecto, ¿qué tristeza hay más terrible? ¿Qué dolor es más angustiante que no que la criatura condene a una infame muerte al creador, la obra al autor, el hijo al padre, el cordero al pastor, el criminal al inocente, el siervo al señor? Sin embargo, habiendo sido persuadida por la caridad celeste, la misericordia, que es superior a la maldad puesto que perdona todo, lo soportó. Por lo tanto, es manifiesto que la sola caridad –como yo dije audazmente– llevó a Dios a descender desde el trono del cielo para que el hombre se relacionara con los ángeles y admirablemente llevó lo más alto a lo más bajo para levantar al hombre –caído de modo miserable– hacia las cosas superiores, atrayendo a Dios; ella [la caridad] desea sacar de lo profundo del infierno con un abrazo al hombre que está atrapado. Así la potestad celeste ha sido conducida por la caridad a estas tierras, de modo que ha sido elevada la debilidad humana a los cielos. Gracias a ella, Dios encarnado soportó con humildad la compañía de los hombres y magníficamente convirtió a estos en conciudadanos de los ángeles. Por esta [la caridad] la gloria del rey excelso se hizo manifiesta en la tierra y la paz fue dada a los hombres de buena voluntad, y, habiendo llevado a Dios, derramó la luz en las tinieblas y humanamente convirtió su servil condición en verdadera libertad.
¿Quién, en efecto, podría explicar la grandeza de la caridad? Ella hizo salir al rey de la gloria de un femenino vientre en la forma de un siervo –al que encerró en el seno joven e inocente– aunque sin desflorar la castidad del útero virginal, para el cual la dimensión de los cielos no sería suficiente. Sus castos pechos amamantaron al rey de los ángeles, quien está por encima del alimento de todo fruto de la carne. Aquel al que la grandeza de los cielos se somete, fue llevado al vientre virginal por la caridad, y, por la instigación de ésta, unos juveniles brazos merecieron llevarlo, aunque de uno solo de sus dedos dependiera toda la masa de la tierra. Él es el orden que las fuerzas angélicas cantan con incesantes alabanzas y con celestes melodías; con infinita y humilde caridad, por nosotros se inclinó al pesebre. Así como la caridad por el hombre humilló a Dios en las tierras, del mismo modo elevaría al hombre a los cielos junto con él. ¡Oh, inefable poder de la caridad, que sola comandó al omnipotente, llevó tras de sí al inmutable, unió al insuperable, vulneró al que no puede sufrir, hizo eterno al mortal! Realmente, aunque Dios sea omnipotente, sin embargo, Él no pudo eliminar los vínculos de la caridad, pues se ató a sí mismo con un nudo cuádruplo. Porque lo retuvo abrazada con los brazos de la misericordia, con las manos unidas de la piedad, [...]4. Estas impregnarán las recompensas piadosas con la dulzura de la caridad y mostrarán su presencia con signo límpido. Sin duda, este lejano camino de la justicia, medida de la orientación, vía de la rectitud, por la cual se acelera hacia Dios, por la cual se llega a Dios, es la vía de Dios a los hombres y la vía de los hombres a Dios. Es la vía del Señor que desciende al hombre y que dirige al hombre a Dios. Es la vía por la cual Dios vino a la tierra, a través de la cual probó los disgustos humanos, por la cual cuando retornó a los cielos y transportó nuestras injurias. Esta es la vía por la cual los corazones de los humildes son llevados a Dios y por la cual las promesas de los rezos son presentadas ante la vista de la divina majestad. Esta es la vía que alcanza a los caminos desviados y que conduce a caminos correctos. Es la vía que con camino fácil penetra directo a las cosas celestes y corrige a los que se equivocan por el tortuoso curso de las injusticias. Acerca de esta misma vía el apóstol dijo: “quisiera demostrarles un camino que los supera a todos” (I Cor. 12, 31). Realmente habló acerca de la caridad, acerca de su excelencia, cuya fuerza contenida, cuyo renacido dulce sabor había presentido cuando dijera: “¿Quién nos separara del amor de Cristo? ¿Las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, la espada? (Rom. 8, 35) Cierto es que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las fuerzas del universo, ningún poder, ni el presente, ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios” (Rom. 8, 38-39). Y la verdadera vía es la caridad, cuyo camino es el más excelso y eminente. Pues la más excelsa virtud es la caridad; aquello que no es comprometido con el sello de la caridad, que no es atado con su vínculo, desaparece. De allí el apóstol dice: “Si yo hablara en las lenguas de hombres y de ángeles y no tuviere caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si tuviere profecía y supiere toda la ciencia y todas las cosas en la ciencia y si tuviera toda la fe, de manera que moviera los montes, pero no tuviera la caridad, nada soy. Y si distribuyere todos mis bienes en dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, y no tuviere caridad, nada me aprovecha” (I Cor. 13, 1-3) y por esta razón [la caridad] es lo más excelso. Es la más eminente porque de ella todas las otras virtudes tienen comienzo y surgen desde la fuente de origen de su eminencia. Por ello, en la sagrada elocuencia, a través de [la palabra] aceite se quiere decir [caridad] porque, así como el aceite puesto sobre cualquier otro líquido queda por encima de este, así la caridad de todas las otras es la más excelsa de las virtudes para la elevación celestial. De allí, ella misma sola merece ser llamada incluso Dios, y, también el beato Juan, quien se recostó sobre el pecho del maestro en la cena, de modo que absorbió el secreto, del cual bebió el sacramento de la divinidad, él mismo también, cuando más tarde fue llevado en éxtasis y le fueron revelados los secretos celestes, dijo: “Dios es amor” (I Jn. 4, 8). Y para que se mostrara la expresa identidad de la caridad con Dios para nosotros, agregó: “Y quien permanece en la caridad, permanece en Dios, y Dios en él” (I Jn. 4, 16). Pero porque esta gran señora [la caridad] con el mismo Dios previó muchos futuros presagios peligrosos, como sobre aquellos [de los que dice] el sermón profético del evangelista: “Sobreabunda la injusticia, se enfría la caridad de una multitud” (Mt 24, 12). Cerca del sepulcro y del lugar del Calvario de nuestro Señor, allí en Jerusalén, [la caridad] puso el tálamo de su ternura como muestra de su amor, de modo que los pueblos de todas las naciones confluyan a ella en peregrinación, los hombres se reúnan [allí] por voluntad de ella y manifieste sus obras a través de la fe visible recibida por quienes ama. Y por eso ha de expulsar lejos de sí a lo irredentos y a los ímprobos echados a la inmundicia de la despreciable obscenidad [...] o los ha de lanzar al tenebroso desvío de la terrible ignorancia. En efecto, este tálamo es llamado ‘Hospital de San Juan’ por el uso habitual de la gente, porque no falta razón para esto. Así pues, la más grande de las virtudes es la caridad. Esa casa [el Hospital] se construyó como si fuera su esposo, en la cual se da testimonio de Cristo: “no surgió uno mayor entre los nacidos de mujeres” (Mt 11, 11), de manera que la caridad feliz, habituada a estar junto a la mayoría, realizará para el bien de esta una unión matrimonial, como aquello que dice el poeta pagano: “Si quieres un buen matrimonio, cásate con tu igual”. Fue digno también que la casa que debía ser administrada en función de todos se regocijara con aquel marido, que es venerado como apóstol de cada uno. En su interior, con veneración Jacobo y Esau se encuentran reconciliados. El pater familias fue competentemente puesto al frente de aquella casa, en la cual se hallan la multiplicidad de casi de todas las lenguas. Del mismo modo, la caridad de aquel se unió convenientemente a este establecimiento general de los pobres; a él la pobreza lo enriqueció en los cielos con grandeza espiritual. Y así pues fue extremadamente conveniente que la caridad, preámbulo de todas las virtudes, acogiera al precursor del Señor como patrono de su casa. Asimismo, se señala que en esta casa la caridad es doble: esta se eleva tanto por la gracia precursora de su patrono como por el testimonio de Cristo. Sin embargo, corresponde que con excelsa alabanza sea reverenciada, sea conocida con digno encomio y gran fama a lo largo y ancho del orbe de las tierras, mas yo estimé digno darla a conocer a pesar de mi pequeñez, sin el ornamento de la retórica ni la graciosa elegancia. Como yo estuve allí, describiré cuánta santidad hay en ella y las manifestaciones y obras de misericordia con el peregrino, registrado en presencia de la gracia divina contemplada con ojos fieles del prefecto5. Y cómo se arraigó la vieja costumbre de los antiguos, que no solamente los seguidores del mundo sino también –¡qué lamentable!– los hombres religiosos con rostro de cuervo exclamen, con discurso pomposo y con exuberantes sermones desde su garganta –son hombres espléndidos–, que poseen vestimentas suntuosas y preciosas. De tal modo, con la frente lívida, con lengua áspera, con sospechoso arreglo, irritan a los pobres. Por eso, en verdad, con la pobreza, observadora de la verdadera religión, yo, desconocido para todos, cubierto con disfraz plebeyo, me hice pasar por un paciente. Habité la mencionada casa un tiempo, de suerte que no hubiera obstáculos ni módicos secretos para mis ojos, y disfrazado entré más fácilmente y así pude más indagar con más diligencia, cuidado atento y secreta cautela en la unidad de la casa de esa fraternidad. No desfiguraría la explicación de esta verdadera narración con la mezcla de la falsedad, de modo que no me condene el castigo de los que escuchan la tremebunda, infame mentira: por lo tanto de este modo concluimos la introducción de nuestro proyecto, como aconseja la caridad, como desea el beato Juan [...]6.

Segunda parte, que muestra qué cosas y en qué cantidad se ofrecen a los enfermos en el hospital

En primer lugar, los pobres enfermos tienen la prioridad en el mencionado hospital, sea cual sea la enfermedad que tengan; solamente la lepra está exceptuada, no sé por qué causa común es rechazada como odiosa por todos los hombres, es evitada y rechazada también su presencia y compañía de otros, separada y aislada en soledad7. Pero todos los otros pobres, atormentados por el sufrimiento o por cualquier otra enfermedad que tengan (unos necesitan ser servidos para poder comer, otros ser ayudados para poder caminar), por el contrario, aquellos que tanto en todo su cuerpo o en alguna parte estén privados de su capacidad natural, a todos ellos piadosamente se los provee de [auxilio] divino.
Y así como “Dios no hace excepción de personas”, son recibidos en esta casa los enfermos de cualquier nación, de cualquier condición y de uno y otro sexo. De modo que, con la misericordia del Señor, cuanto se acumula la multitud de los enfermos, tanto allí aumenta el número de los señores8. Esta casa santa buenamente comprende que el Señor invitó a la salvación a todos, no quiere que ninguno muera9. En esta [casa] reciben también misericordia hombres de profesión pagana, e incluso los judíos si van, quienes lo maltrataban y por los cuales el mismo señor oraba, diciendo “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34). Por lo cual, la beata casa virilmente abraza la doctrina celeste que dice “amen a vuestros enemigos y hagan el bien a aquellos que los odiaron” (Lc. 6, 27), y en otro lugar: se debe amar a los amigos en Dios y a los enemigos a causa de Dios10. Del mismo modo, si la naturaleza debilitada de los pobres enfermos fuera tal que no pudieran dirigirse al hospital de San Juan con el uso de su propia fuerza, misericordiosamente se los buscaría por la ciudad y serían transportados con humildad por los siervos del hospital.
Entonces una vez que los enfermos llegaban al santo hospital, en primer lugar, se les ponía ante los ojos el divino remedio, pues allí mismo morarían junto con sacerdotes, confesada la úlcera de sus pecados y habiendo recibido la medicina saludable de la penitencia. Todos son alimentados con ese alimento celeste y luego son conducidos al palacio por uno de los hermanos. En efecto, hay un hermano preparado para recibir a los enfermos paciente y benignamente, de acuerdo con lo que dice el apóstol: “Reciban a los enfermos, sean pacientes con estos” (I Tes. 5, 14). En verdad, son llevados al interior del palacio, se los acuesta en camas sobre colchones de plumas bien hechos, para que no sufran con el frío o con la dureza del suelo y son colocados en sábanas blancas, almohadones cocidos y mantas de lana para que no se lastimen con la aspereza de otros paños o no sufran frío; se traen del hospital mantas sin pelos y pieles o cueros, con las que son abrigados cuando se levantan para satisfacer las necesidades de la naturaleza, así como pantuflas de seda para que no se adhiera la suciedad a los pies del que se levanta ni el frío marmóreo nocivo afecte las plantas de sus pies.

De los maestres de sala y sus clientes

En efecto, la gran casa de los enfermos se divide en once salas. Asimismo, el número se incrementa a más del doble con otros [espacios]. Pero sucede con frecuencia que la amplitud del palacio no da abasto para la multitud de los convalecientes, (por lo que) el dormitorio de los hermanos con sus camas es ocupado por los enfermos, mientras que los mismos hermanos han de acostarse en la tierra por aquí y por allá en la medida que puedan. Cada una de las salas es puesta bajo la dirección diligente de uno de los hermanos, que recibe humildemente a quienes son llevados o llegan y los acuesta de modo ordenado con antelación. Cuida fielmente las pertenencias de cada uno, reunidas en un lugar, las cuales devuelve a los enfermos convalecientes. Pero, como es natural que un solo hombre no pueda ser suficiente para tan diversa cantidad de tareas –a causa de las limitaciones humanas–, para cada uno de los hermanos que se encarga de cada una de las salas son admitidos doce ‘clientes’ aprobados; hay tantas salas como hermanos maestres y tantos ‘clientes’.
Cada uno de los doce ‘clientes’ vive de los bienes de la casa todo el tiempo que haya servido en ella y en su retiro es indemnizado con oro. El oficio de estos consiste en velar con celoso cuidado de sus enfermos; tanto así que ninguno de aquellos [que se encuentra] en el interior de la casa se retira sin la licencia misma de su maestro. Deben preparar las camas de los enfermos; desde luego, deben ablandar los colchones rotándolos para separar las plumas, porque una vez aplastadas se endurecen, pero separadas son más blandas. Deben tender las camas con sábanas limpias, acostar a los enfermos, cubrirlos, alzarlos, conducir a los más débiles a las sucesivas salas, transportarlos entre los brazos y devolverlos cuando y cuantas veces sea necesario. Deben servir agua honorablemente en las manos de los enfermos con el manutergio, colocar servilletas para los que han de comer, llevar el pan en cestas, que es colocado por los hermanos designados de la casa en igual porción, a saber: dos [tipos] de pan, uno común para los que habitan en aquella casa en discreta comunión, otro realizado con harina fina para el uso de los enfermos.
Con este son alimentados todos los días solo los enfermos, nadie lo rechaza. Este es producido con consideración de la misericordia. Efectivamente, para que el enfermo no lo rechace por ser casi insípido y, por lo fastidioso de su repetición, se lo condimenta con una pequeña variación para engañar levemente al gusto; el otro pan tiene el sabor que atrae a la gula. También los hermanos dan vino a estos [a los enfermos], a quienes es servido en sus vasos, luego de haber sido rebajado por los servidores, quienes se ocupan también de preparar sabrosas comidas en la cocina privada. En efecto, los enfermos tienen dos cocinas: una es común tanto para los hombres enfermos como para las mujeres, la otra privada. En la común se preparan para estos sustanciosas comidas como carnes de cerdo y también de oveja; ciertamente, los domingos, martes y jueves en todo momento se alimentan con carnes con la indulgencia de nuestra ley. Desde luego, los otros días [se alimentan] con un gran guiso preparado con harina de trigo y garbanzos. Estas cosas son llevadas de aquella cocina por los hermanos y las hermanas de la casa a los nobles peregrinos y a los enfermos, mientras que los hermanos mencionados antes, asignados a cada sala, deambulan por sus salas con sus ‘clientes’ y diligentemente anotan quiénes comen con apetito famélico, quiénes comen muy poco y quienes no prueban los alimentos antes mencionados. De esta forma agregan de inmediato para quienes comen poco o para quienes no comen nada carnes de gallinas o de pollos o de palomas o de perdices o de corderos o de pan de trigo u otro similar de la cocina privada, o según la estación, huevos o peces. En efecto, los hermanos elegidos mencionados deben proporcionar estas cosas a las salas, pues en cada uno de los días de la semana reciben del tesorero de la casa 30 sólidos o 25 o 20, según el aumento o la disminución de la cantidad de los enfermos, con lo cual compran tales alimentos delicados para sus enfermos, que deben ser buscados fuera de la casa. Del mismo modo, además de lo enumerado también completan [sus compras] con frutas como la granada, peras, ciruelas, castañas, almendras, uvas, así como por temporada higos secos y otras pasas similares, lechugas, achicorias, raíces, verdolagas, perejil, apio, pepinos, calabazas, zapallo, melones palestinos y muchas otras cosas, de las cuales se podría hablar largamente11. Para que eliminen el fastidioso cólico por un tiempo, cuando cada uno de estos alimentos no puedan expulsarlo, o porque distintos [cólicos] produzcan diferentes enfermedades, para ellos algunos de los [alimentos] mencionados son eficaces.
Otros de los alimentos son nocivos para los enfermos y por esta razón les sirven una gran variedad, de modo que puedan eliminar el daño [producido] por un [alimento] probado primero con otro servido después o[puedan] temperar al medicamento.

Acerca de los cuatro médicos contratados

Pero como [los hermanos], que desconocen la física inferior, pueden presentar ciegamente una combinación de muchos [alimentos] a los que comen, el santo convento del hospital encomendó con santidad y providencia sus enfermos a la pericia de los teóricos, al fiel cuidado de los [médicos] prácticos. “Santamente”, porque en aquella casa de Dios a los enfermos no les falta nada que la humana facultad pueda proveerles. “Providentemente”, para que los enfermos curables no se vuelvan incurables por los [alimentos] similares u opuestos y nocivos, y así el enfermo vea su enfermedad agravada y causas de su muerte en aquellos [alimentos], que espera que lo curen. Así pues, como debe evitarse el peligro de la mala fama, en verdad hay en el hospital cuatro médicos doctos en medicina. Son estipendiarios de la casa, para que no asuman una preocupación diferente a los enfermos del hospital. Ellos también son obligados por un juramento, del que no deben ser recordados ni disuadidos. Estos pocos –que esperan fuera del hospital hasta su hora– saben qué cosas son necesarias para la salud de sus enfermos, ya sea a través de electuarios o de otras medicinas. En efecto, los médicos no proporcionan ninguna de sus medicinas propias a los enfermos, sino todas aquellas que sean suministradas por la casa. Los médicos son distribuidos por las salas de suerte que cada uno conozca con sabia discreción a los enfermos a los que tiene que curar, de forma tal que ninguno rechace la fatigante multitud de una sala en favor de otra, ni asiduamente concurra a la misma sala por confusión y pase por alto alguna sala sin atenderla. En toda la jornada, tanto a la mañana como a la tarde, [los médicos] tienen que visitar a sus enfermos y controlar su orina y la condición justa de su pulso de acuerdo a las normas de su arte. Mas, cuando van a inspeccionar a los enfermos, llevan cada uno consigo a dos de sus ‘clientes’ de sala, que recorrerá; y habiendo visitado la primera, luego busca a otros dos de otra sala, y así sucesivamente. De modo que uno [de los ‘clientes’] lleva el jarabe, oximel, electuarios y otras medicinas destinadas a los enfermos, mientras el otro le muestra las orinas y, una vez estudiadas, las tira y limpia los urinales. El médico ordena diligentemente la dieta para cada uno a su ayudante, lleva el ‘minutor’ a sus enfermos o también lleva a sus enfermos al ‘minutor’.

Acerca de los minutores de los enfermos

Efectivamente, los enfermos tienen sus ‘minutores’, que se encargan de sangrarlos todos los días, a la hora que corresponda. Como los médicos, son estipendiarios de la santa casa. De este modo, entonces, se les sirve a los enfermos las comidas ya descriptas, pero también mucho más, siguiendo el consejo discreto de sus médicos. Debido a la prohibición general de estos, ciertas comidas nunca son presentadas [a los enfermos] en aquel hospital, como habas, lentejas, crustáceos, morenas, y tampoco puerca. Pues, como afirman en general los médicos, las carnes de los animales femeninos húmedos, comparados a los animales de género masculino, son consideradas más duras, gruesas, viscosas e indigestibles en su género. De allí que las carnes de este tipo sean servidas a los que están sanos, pero nunca sean dadas allí a los enfermos. De esta manera, todo esto tiene un perfume a divina misericordia.

Acerca de los cirujanos del hospital

Y como el glorioso hospital no desistiera de exhibir toda forma de gracia y de piedad a sus enfermos, además de los teóricos mencionados antes, mantiene cirujanos como estipendiarios, para que curen a los heridos que llegan a este. Y verdaderamente estos llegan no solamente de Jerusalén, sino de cualquier lugar a donde la cristiana Jerusalén haya partido en expedición contra los paganos. Aquellos que volvieron heridos durante esta, se refugian en las tiendas del hospital, como si tuvieran designado para ellos mismo un refugio por derecho hereditario. Allí serán curados por completo, sean quienes sean.
Y de allí, quienes no están curados son transportados sobre camellos, caballos, mulas y asnos al hospital en Jerusalén o a los refugios más cercanos del hospital, donde son custodiados del mismo modo que en el hospital. Y si no son suficientes los animales propios del hospital en los que son transportados los heridos, los mismos hospitalarios de hecho alquilan otros; si estos aún no son suficientes, los heridos suben a las monturas de los mismos hermanos, y aunque estos hermanos sean nobles, marchan a pie frente a esta inevitable necesidad. De esta manera, se demuestran a sí mismos claramente que no poseen nada propio, sino también que cada cosa de ellos es de los enfermos. De este modo, con esta piedad, con esta visión de la caridad, allí el beato hospital tiene contratados [médicos] teóricos en actividad y también cirujanos y ‘minutores’. ¡Oh! ¡Qué santa casa, que conoce cuántas beatas virtudes hay en las piedras, cuántas fuerzas hay dentro de las hierbas puestas misericordiosamente por el Creador, de modo que el hombre en su exilio pudo remediar con ellas los daños de su naturaleza corruptible, a causa del pecado del primer padre!¡Oh! ¡Cuán feliz convento en su organización, con la que fue hecho imitador del feliz Samaritano, que trató de cuidar a los prójimos incluso en el combate! Pues, de suerte que atribuyamos cada cosa a cada uno, los hombres ‘prójimos’ de este convento son los peregrinos católicos de todas las naciones, que cada día en aquellas regiones caen en manos de los ladrones. Así también [caen en] diversas enfermedades graves o en el continuo encuentro con los ataques de los paganos. [A estos peregrinos] el convento buenamente los envía para ser curados a la casa. Junto a ellos pone médicos, con los cuales acordó dos denarios, cantidad suficiente, por la posada; por esto gastó para ellos en atención cuidadosa en sueldos y en administración. Sin embargo, los médicos no reciben nada de los enfermos; todos los medicamentos prescritos por los mismos médicos y útiles para la cura de los enfermos son provistos por el tesoro de la casa –como ya se ha dicho. He aquí de qué manera la feliz congregación de los santos hermanos del hospital, lanzando oro al estiércol, muestra una obra piadosa y recogió el grano de la inteligencia espiritual, el que la paja de la historia sedienta marchitó12.

De nuevo acerca de los clientes de las salas y también de los hermanos

Pero, para ampliar, volvamos a los frecuentemente mencionados ‘clientes’ a cargo de los enfermos. Junto con estos se designa con diligencia una vigilia nocturna para los enfermos que deben ser custodiados: en todas las salas un compañero se turna con el otro. A ellos mismos también les corresponde encender las lámparas, que arden ante los enfermos habitual y permanentemente desde el crepúsculo hasta que el sol naciente con su rutilante aurora haya irradiado la superficie de nuestro hemisferio. Hay, en efecto, en cada sala tres o cuatro lámparas colocadas en farolas, que difunden una luz no lánguida por todas las salas, de modo que los enfermos no se alejen por error a un lugar oscuro o tropiecen con obstáculos sobresalientes no visibles que les generen alguna otra lesión. Los servidores tienen que visitar juntos con asiduidad a sus enfermos en cada una de las salas para vigilarlos, cubrir a los que se destaparon dormidos, acomodar a los que están mal acostados, acercar a los sacerdotes si están lejos, llevar a los muertos al monasterio, ayudar a los débiles con cualesquiera que sean sus molestias y dar de beber a los sedientos. Pues de los dos vigilantes en la sala, uno de ellos primero visita sucesivamente a los enfermos caminando con lentitud, llevando una vela de cera, una cruz en la izquierda y vino en la derecha en una copa, y con continua y piadosa voz proclama, diciendo: “Señores, vino de parte de Dios”, que también ofrece con humildad a todo el que lo solicita. De este modo, recorre la sala en un sentido y el otro con su compañero vigilante, que lleva una vela y agua fría en un recipiente de vidrio y bronce por cada sala, proclamando de manera similar “Agua de parte Dios”. Cuando vuelve, ya sea él mismo o su compañero, no lleva ninguna de las dos [bebidas], sino que en el camino de regreso transporta agua cálida en una pequeña vasija o en una copa, según su gusto, y también se acerca clementemente ofreciendo con cuidado y diciendo “Agua cálida en nombre de Dios”. Y así va y vuelve durante el curso de toda la noche [...]13. Con las mismas funciones hay otros dos en cada una de las salas.
Pero, para no dejar solos a los empleados, dos siervos del humilde convento deben entonces custodiar durante la tranquilidad del silencio nocturno, y luego de finalizadas completas, [se] realiza por todas las salas del palacio de los enfermos una agradable procesión piadosa. Mientras uno de los hermanos va adelante con una luz, el resto [va] con una vela, de modo que los hermanos vean bien si hubiera algo fuera de lugar, algo indecente, o si apareciera algo contrario a la piedad. Y si el insulto, que siempre se opone duramente a la unión de la misericordia y de la paz cuando hay un hacinamiento obligado, apareciera allí con temeraria audacia, sea corregido con el acuerdo de los hermanos. Verdaderamente, habiendo terminado esta procesión, se instituyó la vigilia de la noche con dos [‘clientes’] junto con dos hermanos, primero un par y luego el otro, para que cada uno de ellos vigile hasta la mañana [alternándose]. Ellos recorren las salas con calma marcha, transportando en sus manos su vela, inspeccionan atentamente si los que deben estar en vigilia se han dormido o están despiertos, o si alguno de aquellos hubieran faltado con negligente descuido hacia los enfermos. Y si encontraran a alguno de los que deben estar en vigilia [haciendo] algo que no le corresponda, se le impondrán castigos que deberá cumplir al día siguiente: desnudo es golpeado por todo el palacio. También, si alguno de aquellos fuera ultrajante en sus palabras contra los enfermos o insolente en sus servicios, de forma similar será castigado con un látigo. Sin embargo, si comete faltas asiduamente es privado de tal servicio y será reemplazado en ese sitio con otro en su lugar. El hermano obstinado en la transgresión de la humildad contra los enfermos [permanecerá] sentado en la tierra por 40 días o más sin ningún honor de la mesa, hará penitencia a pan y agua, y si ni el noble rigor de la justicia lo corrige, será corregido con la intervención de otro [castigo].
Uno de los hermanos es puesto tanto por sobre los maestros de la salas como sobre sus ‘clientes’ y médicos, quien, por antonomasia, es designado como ‘el hospitalario’ en aquella casa. Pues sin dudas tiene el cuidado específico y general de todas las cosas pertinentes a los enfermos, y de allí también debe disponer [todo] junto con los servidores, de acuerdo con el estatuto de la beata casa: enmendar las transgresiones, imponer las penas estatuidas a los que cometieron las faltas, según sea la calidad de lo que hicieron.
Hay también otro hermano que tiene bajo su mando servidores, a los cuales corresponde lavar las cabezas, arreglar las barbas y cortar los excesos de los cabellos de todos los hermanos. Estos deben lavar, todas las semanas (por cierto, los lunes y jueves), los pies de todos los enfermos con agua caliente. Con una piedra pómez raspan de las plantas [de los pies] la suciedad, los limpian con un delicado manutergio. Y, además, el hermano ya mencionado, con uno de sus subordinados, deambula por cada una de las salas todos los días, cuando comen los enfermos, el hermano de un lado y el subordinado del otro, y llevan [en su mano] derecha incensarios y en la izquierda pequeñas cestas casi llenas con la fragancia del incienso odorífero, que es ofrecida atentamente; los bendice con agua, esforzándose por llegar a todos con una aspersión de agua salutífera.

Acerca de las embarazadas y de quienes las sirven

Estas cosas [relatadas] se aplican también para todas las mujeres enfermas. En verdad, como tienen allí para ellas su propio palacio separado –similar al ya descripto– dividido en salas, también poseen su cocina separada, así como sirvientas asignadas para su servicio privado, igual que aquello que señalamos antes respecto de los siervos de los hombres [enfermos]. Las embarazadas confluyen al hospital para dar a luz allí, al igual que todas las otras [mujeres] que lo deseen. Pues allí son cuidadas con sus pequeños con piadosa vigilancia y confortadas con baños, con lo cual habrán de convalecer hasta recuperar la salud original. Las cosas necesarias para la purificación, como velas y cosas similares, son provistas por la beata casa. Y si [una mujer] no fuera capaz de alimentar al pequeño por pobreza o por la enfermedad que sufre o no se preocupara porque es una mala madre, cuando el [niño] que estaba encerrado en las entrañas de la madre haya salido de ellas, al instante es puesto al cuidado de una matrona, ciertamente a cargo de la piedad del convento. En efecto, cada quincena completa, en las camas tanto de enfermos hombres como de mujeres, son colocadas sábanas limpias y, más aún, todos los días, cada vez que estas las hayan manchado, [serán cambiadas] por otras para que no deban soportar incomodidad, y también, aunque hubiera que afrontar el cambio [de sábanas] veinte veces por día, si fuera necesario hacerlo a causa de una enfermedad vergonzosa que la hubiera atacado.
Esta es la misericordia del cuidado mostrada a los peregrinos enfermos en el Hospital de San Juan en Jerusalén. Yo describo las cosas que vi con Dios como testigo, a quien también doy gracias de todas mis fuerzas tanto como de las cosas gloriosas que he visto en esa casa. Y, sin embargo, también allí vi otras cosas provistas a los sanos tanto pupilos como adultos, tanto hombres como mujeres, que son hermanos nuestros en la ciudad. En efecto, tanto imprime la verdad en el ánimo piadoso saludablemente al oído habituado a las obras divinas, como la mezcla de narraciones frívolas imprime más peligrosamente la vanidad en la mente divagante. Y, así, ni el veneno de la adulación ni la falsedad han corrompido mis palabras ni tampoco las cosas que he dicho, a menos que mi conciencia haya sido engañada en algo; sin embargo, mi intención permanece pura. Fin de la explicación acerca de los enfermos.

Tercera parte, acerca de quienes están sanos, sean pupilos, adultos varones o mujeres

Así entonces, cualquier parturienta que haya parido en algún lugar fuera del hospital por cualquier causa, no teniendo con qué cubrir la desnudez del pequeño que llora, una vez llevada con toda prisa, el hospital compasivo la provee de muchos paños. De ese modo recuerda con piadosa memoria que, a diferencia de todos los animales que nacen provistos contra la inclemencia del aire, las bestias con pieles, las aves con plumas, los peces con escamas, las tortugas con caparazones, solo el hombre nace desnudo e indefenso. Es por esto que la beata casa no debe desoír los gemidos de la infancia y se apresura velozmente a atemperar el rigor de las dificultades de la primera edad, de modo que la mano no rechace morosa los dones tan agradables a Dios, ni el niño sucumba a la intensa austeridad de la desnudez, sino que escape con discreción. Así, mientras la clemencia ordena que los que somos iguales nos compadezcamos de los otros, también nos enseña a no tener compasión con los engaños de la propia carne.
Si verdaderamente las parturientas o desoladas por el hambre o por el imprevisto curso de la naturaleza se olvidan de la piedad materna y abandonan a sus hijos, estos son llevados por los primeros que los encontraron al hospital [donde] son recibidos con humildad, y colocados allí con las nodrizas para ser amamantados con leche nutritiva; pero los que deben ser fortalecidos con alimentos más consistentes son servidos en la misma casa. Pero ciertamente las madres con sus rostros cubiertos abandonan a escondidas allí a los niños, a causa de la misericordia –ya conocida por muchos– de aquella casa. Si alguna hubiera parido gemelos, habiendo conservado uno, al otro lo entregaba para que fuera alimentado por el beato Juan, que no se opone a esto; de esta manera, ninguno queda abandonado. No obstante, si una madre de uno solo no alcanza a alimentarlo por circunstancias desfavorables, ella hace saber su decisión al maestro de la casa. Por lo tanto, si la enfermedad fuera la causa [del abandono], ese hombre piadoso designará al niño otra nodriza para su fiel y continua custodia. Si verdaderamente la pobreza hubiera sido la causa contra la alimentación del niño, el maestro la presenta a ella y al niño a la nodriza y, al instante, algo [de dinero] es llevado por él a modo de don, de beneficio para su consuelo. Así pues las nodrizas de tales niños abandonados, cada uno de ellos hijo adoptivo del beato Juan, que podrían ser incluso mil, reciben doce talentos por año y en toda solemnidad son provistas de nueve raciones de alimento de la casa, del mismo modo que los hermanos mismos, tanto en cantidades de porciones como en las variedades de platos. Sin embargo, para que las nodrizas no sean negligentes –como sucede en otros lugares–, mientras cuidan a los pequeños, a quienes ha sido necesario transportar hacia el hospital, las hermanas de la casa entonces visitan a cada uno con cuidado maternal y entregan a los niños mal atendidos a la atención de otras nodrizas. En efecto, hay en el hospital hermanas matronas que circulan durante el día, viudas continentes, mujeres de religiosa honestidad, que conocen el cuidado propio a los niños mejor que los varones. Por esto, a causa de su santidad, les es permitido visitar a los pequeños para que lleven una humilde vigilancia sobre ellos. Y no injustamente tales pupilos, huérfanos que la naturaleza dio a padres que aún están vivos, con misericordia por la adopción de la piedad son llamados en aquellos lugares con el nombre de “los hijos del beato Juan” y las niñas, con edad suficiente, asumen algunas de estas ocupaciones, siguiendo el principio ciceroniano: rara vez se puede defender al débil careciendo de recursos.
Verdaderamente cuando llegan a adultos por propia elección prefieren servir a su beato Juan, que los alimentó, antes que abrazar las seducciones atrayentes del frívolo mundo. Algunos nobles peregrinos, que conservan sus propias pertenecías, ya sea que estén debilitados para trabajar o les avergüence mendigar, se refugian con honor allí, luego de haber solicitado auxilio; se comparte el mismo alimento con ellos que con los hermanos, pero ninguno de estos permanecerá allí bajo sujeción para realizar un servicio durante mucho tiempo, si no quiere dedicarse –por llamado divino espontáneamente conducido por su voluntad– a los pobres de Cristo en la administración del alimento y la bebida de ellos. Pero muchos de aquellos, que contemplan el mundo, se despojan a sí mismos de la estabilidad a causa de la jactancia de sus propias ideas y luego de haber sido seducidos con nauseabundo desprecio se vuelven molestos; han comprendido mal cuán peligroso es, permaneciendo ocioso, comer el pan en esta casa. Sin ninguna duda, es inmensamente glorioso servir a las casas que tiene el beato Juan dispersas por distintas partes de Jerusalén. Los hospitalarios consiguen satisfacer gratuitamente a tales peregrinos con la sola misericordia de la hospitalidad. Y si pueden por un precio, en lugar de gratis, conducen a estas casas a los comerciantes [...]14.
Este libro es de nuestro monasterio Benedictino15.

Notas

1 Tanto Benjamin Kedar, como Alains Beltjens consideraron que el autor anónimo fue un clérigo (probablemente alemán) debido a su consistente formación clásica, posible de identificar en las numerosas citas hacia autores como Ovidio, Horacio, Casiodoro y también del Antiguo y Nuevo Testamento. Cfr. Kedar (1998: 3-13); Beltjens (2004: 17-27).

2 El primero de estos testimonios es el Chronicon de Guillermo de Tiro (113-1186). Escrito entre los años 1170 y 1182, es el registro más antiguo sobre la historia del Hospital, y cubre los años que transcurren desde la prédica de la Primera Cruzada en el 1095 hasta el año 1184, momento en el que termina abruptamente su relato. Cfr. Huygens (1986). A este registro se suma el conjunto de datos que nos brindan los relatos de otros peregrinos que residieron en el Hospital y describieron aspectos del trabajo médico allí desarrollado, como Juan de Würzburg y Teodorico. Cfr. Huygens (1994).

3 Nuestra traducción al español respeta la estructura de enunciación general de la edición latina. Se introducen leves modificaciones gramaticales en la conjugación de los verbos, cuando resulta necesario para la correcta comprensión del sentido original del texto, o cuando no guardan coherencia con las reglas del idioma español. Agradecemos a la Dra. Luciana Cordo Russo por su revisión atenta e importantes sugerencias a la primera versión de este trabajo.

4 Laguna parcial y texto corrompido.

5 Las últimas cinco palabras del texto son, “prefectus oculis subiecta fidelibus adnotaturum” y se encuentran en una sección del texto que, según indica Beljtens, está corrompida. Sin embargo, este último como Benjamin Kedar, pudieron identificar los mismos términos (cfr. Beljtens 2004: 37; Kedar 1998: 17). Al mismo tiempo, indicaron la dificultad de entender este pasaje, que Beljtens directamente optó por no incorporar en su traducción al francés del texto latino (2004: 37, n°37). Sin embargo, en función de la fuerte formación clásica del Clérigo Anónimo, pudimos observar que los tres primeros términos corresponden a la Ars Poetica de Horacio (65 a. C.- 8 a. C.). En efecto, “oculis subiecta fidelibus” es una cita textual de la obra del poeta introducromano. Cfr. Horacio, Ars Poetica 464; 181. De tal modo, el problema de lo incomprensible del pasaje se resuelve si entendemos que el Clérigo Anónimo utilizó la cita para refrendar el valor de la presencia personal (ocular) en los hechos. En relación al término “adnotatarum”, tanto Kedar como Beljtens indican el error del autor en el término. De hecho, Beljtens lo corrige en su edición reemplazándolo por “adnotaturum” (2004: 37, n°37). Por último, “prefectus” puede hacer referencia al mismo Casiodoro (ca. 485- ca. 585), quien ejerció esa magistratura y fue un divulgador de la obra de Horacio en la Edad Media.

6 Imposible traducir “primiciavit fidelium”.

7 Las personas con lepra en el Reino Latino de Jerusalén podían dirigirse al hospicio para leprosos de la Orden de San Lázaro. Cfr. Cartulario General, T.3, N°3396: 229). Sobre esta enfermedad y el lugar social de quienes la padecían en Tierra Santa en la época de las cruzadas, cfr. Hyacinthe (2007).

8 Los “señores” son los enfermos mismos.
Cfr. Cartulario General, T.1, N°70: 62-70.

9 Cfr. Ez 18.23 y 32

10 Cfr. Mt 5.44 y Lc 6.27.

11 Conviene destacar sobre este pasaje en el original latino un error común en su interpretación que se repite en la historiografía sobre la tarea médica del hospital. Señalaba el Clérigo Anónimo en relación a las comidas suministradas: “Supplent etiam preter numerata, sicut poma granata, pira, pruna, castaneas, amigdalas, uvas et pro tempore eisdem passas ficus et eas similiter passas lactucas, cicoreas, radices, portulacas, petrosilinum, apium, cucumeres, cytroles, cucurbitas, melones palestinos et alia multa, de quibus longum esset enarrare per singula” (Beltjens 2004: 43-44; Kedar 1998: 20). De todos los alimentos descriptos, queremos llamar la atención sobre uno en particular: “passas lactucas”. Si seguimos la edición de los autores interpretamos como ellos que en el hospital se le entregaba a los pacientes “lechugas pasas” para comer. En efecto, así fue hecho por más un historiador de la orden. Por ejemplo, el mismo Riley- Smith, en el capítulo específico sobre la atención a los enfermos, dice a propósito de la alimentación de los mismos: “The brothers in charge of the wards purchased supplements to their patients´ diet, such as pomegranates, apples, pears, plums, (…) almonds,‘dried lettuce’ (…)” (2012: 74). Alains Beltjens también interpreta este pasaje en el mismo sentido (2004: 44). Ahora bien, observemos lo que ocurre si desplazamos la coma luego del término passas: “Supplent etiam preter numerata, sicut poma granata, pira, pruna, castaneas, amigdalas, uvas et pro tempore eisdem passas ficus et eas similiter passas[,] lactucas, cicoreas, radices, portulacas, petrosilinum, apium, cucumeres, cytroles, cucurbitas, melones palestinos et alia multa, de quibus longum esset enarrare per singula”. Al agregar la coma después de passas cobra sentido la traducción “otras pasas similares” que es más coherente que la de “lechugas pasas”. La coma antecediendo similiter permite la asociación de passas lactucas, ya que la primera podría funcionar como adjetivo de la segunda al coincidir en género, caso y número. Sin embargo, más allá de una apreciación de sentido común acerca de la imposibilidad de comer“lechugas pasas”, esta última traducción es errónea, ya que no existe ningún tratado sobre farmacopea o terapéutica medieval o antigua que refiera a “lechugas pasas” (Capuano 2017). Mencionamos este caso ya debido a que aparece en la bibliografía especializada de esta manera, repitiéndose de manera incorrecta en varios trabajos (Riley-Smith 2012: 74; Beltjens 2004: 44). De la misma forma, en las dos ediciones del texto, como se señaló al comienzo de esta nota, la coma se ubica después de“passas lactucas” (Beltjens 2004: 44; Kedar 1998: 20).

12 Texto confuso.

13 Fragmento del texto corrompido e intraducible.

14 El texto, del manuscrito de Munich Clm 4620 termina aquí.

15 Situado en Bade-Wurtemberg, en la Abadía de Saint-Martin de Beuron. Esta última fue un monasterio agustino desde el siglo XI hasta 1802. El edificio fue restaurado en 1863. Actualmente lo ocupan monjes benedictinos. Cfr. Beltjens 2004: 57.

 

Ediciones y traducciones

1. Beltjens, A. (ed. y trad.) (2004). “Le récit d’une journée au Grand Hôpital de Saint-Jean de Jérusalem sous le règne des derniers rois latins ayant résidéà Jérusalem ou le témoignage d’un clerc anonyme conservé dans le manuscrit Clm 4620 de Munich”. En Société de l’Histoire et du Patrimoine de l’Ordre de Malte. Numéro spécial 14; 1-79.

2. Delaville le Roulx, J. (ed.) (1895-1906). Cartulaire Général de l’Ordre des Hospitaliers de S. Jean de Jerusalem, 4 vols. Paris : Académie Royale des Inscriptions et Belle-Lettres.

3. Fairclough, H.R. (ed. y trad.) (1926). Horace. Satires; Epistles and Ars Poetica. Cambridge: Harvard University Press, Loeb Classical Library.

4. Huygens, R. (ed.) (1986). Guillaume du Tyr. Chronicon. Corpus Christianorum. Continuatio Medievalis, vols 63, 63A. Turnhout: Brepols.

5. Huygens, R. (ed.) (1994). Peregrinationes tres; Saewulf, John of Würzburg, Theodericus. Corpus Christianorum. Continuatio Medievali.139. Turnhout: Brepols.

6. Kedar, B. (ed.) (1998). “A twelfth-century description of the Jerusalem Hospital” en Nicholson, H. (ed.). The Military Orders: fighting for the faith and caring for the sick, vol. 2. London: Ashgate; 3-26.

Bibliografía citada

7. Boas, A. (2006). Archeology of the Military Orders. London: Routledge.

8. Capuano, T. (2017). Diccionario herbario de textos antiguos y premodernos. New York: Hispanic Seminary of Medieval Studies.

9. Hyacinthe, R. (2007). “De Domo Sancti Lazari milites leprosi: Knighthood and Leprosy in the Holy Land” en Bower, B. (ed.). The Medieval Hospital and Medical Practice. New York: Routledge; 209-224.

10. Riley-Smith, J. (2012). The Knights Hospitallers in the Levant, c. 1070-1309. Hampshire: Palgrave Macmillan.

Recibido: 10-09-2018
Evaluado: 18-09-2018
Aceptado: 20-09-2018