Di Benedetto, Matías. “Reseña de ¿A qué llamamos literatura? Todas las preguntas y algunas respuestas de José Luis de Diego (director), Virginia Bonatto, Malena Botto y Valeria Sager (coautoras)”. Anclajes, vol. XXIX, n.°1, enero-abril 2025, pp. 87-89.
https://doi.org/10.19137/anclajes-2025-2917
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RESEÑAS CRÍTICAS
¿A qué llamamos literatura? Todas las preguntas y algunas respuestas
De Diego, José Luis (Dir.)
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2024, 459 páginas.
ISBN 978-987-719-466-1
Matías Di Benedetto
Universidad Nacional de La Plata
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet)
Argentina
ORCID: 0000-0002-2413-667X
Quisiéramos partir del énfasis expresado en dos aspectos que se desprenden del prólogo de ¿A qué llamamos literatura? Todas las preguntas y algunas respuestas de José Luis De Diego en coautoría con Virginia Bonatto, Malena Botto y Valeria Sager. Por un lado, llama la atención la manera en que se define su propia búsqueda expositiva a partir de la utilización de la categoría de “libro de divulgación” (p. 13) y, por otro lado, es reveladora la ponderación que conlleva la figura del lector en tanto sirve para subrayar su presencia –muy poco habitual– en la instancia de recepción de este tipo de producciones. El anudamiento, por tanto, de ambos elementos implica una novedad y, a su vez, un esfuerzo por reconstruir una relación resquebrajada desde hace tiempo puesto que, como se señala certeramente, a los estudios literarios quizás “les estén faltando esos buenos libros que acepten el desafío de acercar a lectores no habituales a temáticas que de ninguna manera deberían ser un coto destinado solo a especialistas” (13). Pero esta divulgación de saberes y problemas de la teoría literaria que el libro asume desde el comienzo, de ninguna manera pone en práctica en su forma de abordarlos un “elitismo pretencioso” o, peor aún, un tono “adulón y demagógico” (12). Para contrarrestar esas inclinaciones siempre agazapadas, De Diego, Bonatto, Botto y Sager no se olvidan en ningún momento del tipo de lector o lectora que tienen del otro lado de sus razonamientos, uno que puede ser tanto un estudiante universitario, pero también aquellos que “nunca siguieron estudios sistemáticos, acaso porque nunca pudieron, o porque no quisieron” (12).
Volvamos para ello a los dos tipos de lectores que están implícitos en el prólogo y a quienes el libro está dirigido. Si los pensáramos como expresiones opuestas de una misma representación, ambos posibilitan una reflexión acerca de la pregnancia que adquiere esta figuración del acto de leer entendida como momento germinal del libro. Para ilustrar dicha idea, pueden revisarse los vasos comunicantes que traza esta figura del lector en sus dos facetas a la que se recurre en el prólogo con el capítulo cinco titulado “¿Cómo leemos literatura?”. La estrategia argumentativa esbozada para hacerle frente a semejante pregunta se asienta tanto en el relevamiento de las diferentes figuras de lector a partir de una historización que recupera los aportes clásicos de Robert Darnton, Roger Chartier o Guglielmo Cavallo hasta los más recientes de Martin Lyons así como también suma a la exposición diferentes teorías de la lectura pertenecientes a Hans-Robert Jauss, Wolfgang Iser, Umberto Eco y Karin Littau. A partir de esta afirmación, nos interesa proponer cómo ¿A qué llamamos literatura? se ordena a partir de la centralidad que acarrea el acto de leer que “no sólo se limita a descifrar signos, sino a extraer sentidos de los textos leídos” (238).
En tanto actividad que pone en la misma vereda tanto al lector académico como al más desordenado, basta con revisar la manera en que en el capítulo uno –que replica el título del volumen– el acto de leer funciona como pivote alrededor del cual se presentan las diferentes definiciones inmanentes y relacionales de lo que se ha considerado literatura –ya sea como índice de lo verosímil o bien receptáculo de los procedimientos de desfamiliarización o extrañamiento según los formalistas rusos si mencionamos dos rasgos destacados de dichos abordajes teóricos– para tener una muestra clara de la importancia de las escenas de lectura para la estructura del libro. Los ejemplos aquí van de la mención de A sangre fría de Truman Capote, pasando por la poesía de Federico García Lorca en Romancero gitano o La metamorfosis de Franz Kafka.
En el capítulo dos, “¿Cómo clasificamos las obras literarias?”, se señala que lo genérico siempre adquiere relevancia en la orientación que el lector le reclama a toda obra literaria –tal como lo planteó Michal Glowinski a partir del concepto de “conciencia genérica” –, incluso si nos centramos en el capítulo tres, “¿De qué modos la literatura representa otros mundos posibles?”, el contraste entre el verosímil realista y sus distintos asedios vanguardistas –La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig– o fantásticos –los cuentos de Mariana Enríquez “Un chico sucio” o “La canción que cantábamos todos los días” de Luciano Lamberti– dependen y mucho de la vacilación a la que es sometido el lector si pensamos en los aportes clásicos de Todorov, o bien dejan al descubierto la importancia del efecto de shock a la hora de sentarse a leer una obra literaria de carácter rupturista.
En el capítulo cuatro, “¿Cómo se valoran las obras literarias? ¿Por qué las valoramos?”, se toma como punto de partida el ensayo de Jan Mukarovský con la intención de definir las relaciones entre función, norma y valor estético al interior de los objetos y procesos y desde ahí dar un paso adelante en la consideración de la “encrucijada” (191) en la que se encuentran dichos valores al ponerse en contacto con las nuevas tecnologías, situación que empuja a las posturas elitistas y populistas a reconocer al mercado como un innegable “regulador del valor literario” (193). Además, el capítulo se detiene en la manera en que el concepto de canon le transfiere a un conjunto de obras literarias un valor superlativo mediante una serie de operaciones de legitimación. A raíz de este tema, y para subrayar el “alcance de su uso” (211), se muestra la manera en que el concepto de canon se pliega al “tono elegíaco” (212) con el que Harold Bloom en su libro El canon occidental lee un conjunto de obras representativas de unos supuestos valores literarios supremos.
En el capítulo seis, “¿Cómo se integra la literatura (y los escritores) a la vida social?”, se recuperan las relaciones entre arte y sociedad a partir de la teoría cultural de Raymond Williams y la sociología de la cultura de Pierre Bourdieu. Con dicho objetivo la exposición enfatiza en diferentes nociones williamsianas tales como institución o formación, patronazgo, artesanado y formaciones mediante su aplicación en el comentario crítico de textos como “La obra maestra desconocida” de Honoré de Balzac o “El dinero en la literatura” de Emile Zola y La muerte en Venecia de Thomas Mann.
Finalmente, el capítulo siete lleva como título “¿Cómo se relaciona la literatura con los conflictos culturales?”. Allí los autores ensayan una definición de lo que se considera cultura a partir de diferentes posiciones teóricas que redefinen el objeto literatura a partir de un “eje temporal”, un “eje espacial”, otro “eje social” o “eje genérico”. El estudio de caso se aboca al análisis comparativo de la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas y la de John Maxwell Coetzee La edad de hierro a través del colonialismo del continente africano como línea de análisis transversal.
El acto de leer es, en definitiva, la instancia que ordena la estructura del libro. De ahí entonces la importancia no solo de la exposición de los núcleos temáticos más sobresalientes referidos a la teoría y crítica literaria sino también de las digresiones que permiten tanto la recuperación de ejemplos que sostengan lo argumentado, así como también –y más importante aún– el trabajo con una forma de leer literatura que invita a asomarse a las posibilidades múltiples y contradictorias de la interpretación. Si para Ricardo Piglia en El último lector la ceguera funciona como figuración del lector en tanto hace de la opacidad y la distorsión de los signos una de sus cualidades más representativas, vale la pena poner a dialogar dicha representación con el tipo de destinatario que este libro imagina. Es que la ceguera, el error, o bien el “malentendido literario” como diría Jacques Ranciére, podrían considerarse conceptos hermanados en función de los cuales cualquier acto de lectura buscaría –seguimos en esto a Paul de Man– las visiones (involuntarias, no intencionadas) del texto literario. En contra de la supuesta existencia de una lectura exegética o arqueológica capaz de develar un significado oculto en todo texto literario, el intento de leer teoría –pero también literatura al fin y al cabo– que se hace presente en este libro, hace de la exposición del error, ese instante terrible y aterrador –el (t)error, podría decirse– en el que se aventura algo que no es del todo correcto, la condición de posibilidad de una hipótesis de lectura. La lectura errada es, en ocasiones, el primer paso hacia la interpretación de la literatura.