RESEÑAS

Coira, María, Rosalía Baltar y Carola Hermida (comp.). Escenas interrumpidas II. Imágenes del fracaso, utopías y mitos del origen en la literatura nacional. Buenos Aires: Katatay, 2012,184 páginas.

Las celebraciones por el Bicentenario de la Revolución de Mayo y las nuevas discusiones y relecturas que se suscitaron en torno al Centenario constituyeron el marco propicio para organizar y construir el grupo de cuyas investigaciones es resultado el libro que compilaron María Coira, Carola Hermida y Rosalía Baltar. La propuesta nuclea diversos autores y problemáticas que se van desarrollando en las tres partes en que se organiza el libro. Sin embargo, el proyecto tiene un objetivo que otorga unidad al trabajo y se plasma en las Palabras preliminares como una propuesta que intenta repensar ciertas redes y relaciones entre la “dimensión sociohistórica y el mundo representado discursivamente a partir de poéticas específicas en escenas, precisamente, cortes, en el continuum de tres siglos” (9). La selección de estas “escenas” se recorta sobre un corpus original que incluye los tiempos de la revolución desde 1810 a 1830, los grupos intelectuales del ’80, las poéticas disruptivas de los años ’40 a ’80 y el fin y los comienzos de los siglos XX y XXI, respectivamente.
La literatura y la política se cruzan, en la primera parte, desde el título, y constituyen el eje en torno al cual esta se organiza. La escritura política, en estos abordajes, señala distintos momentos en los que la literatura escenifica la denuncia de episodios violentos. Así, en el primer capítulo, Carolina Castillo establece un recorrido de la obra periodística de Rodolfo Walsh a partir del cual repasa el lugar de privilegio en el que la lectura particular que el escritor hizo de los hechos más relevantes de la historia argentina y latinoamericana lo posicionó en el campo periodístico y literario. Según Castillo, ambos campos se retroalimentan en la obra de Walsh, fundamentalmente en la forma de la narrativa testimonial, al punto de que forman parte de una misma realidad en la que las notas se confirman en su militancia política pero, a su vez, se convierten en nuevas posibilidades hacia la ficción.
Por su parte, Ignacio Iriarte se refiere particularmente a los primeros textos de militancia de Néstor Perlongher producidos durante los años ´70, y a algunos de los escritos previos a la vuelta de la democracia. En este corpus, Iriarte se propone describir el proceso por el cual Perlongher ha ido transformando su escritura crítica política en una política textual. Dicho de otro modo, el recorrido que Iriarte traza por la obra de Perlongher muestra la manera en que el escritor se posicionó como “militante de lo marginal” (35) plasmando, en una política de escritura que se manifestó crítica a las opresiones del lenguaje, sus opiniones sobre temas coyunturales. Así, por ejemplo, en Cadáveres (1984), los desaparecidos y la dictadura son problemáticas que, abordadas innumerables veces por la literatura, adoptan en la escritura de Perlongher una forma que se aleja de la poesía social y del “estilo políticamente ‘serio’” sobre los cuales se han construido.
En la segunda parte del libro, “Las palabras y lo otro del terror”, María Coira, Isabel Quintana, Matías Moscardi y Martín Kohan analizan las representaciones del horror y sus vinculaciones poéticas. En el primer capítulo, Moscardi se dedica a revisar las representaciones del terror que Sarmiento construye en Facundo en tanto, afirma, este es un significante privilegiado tanto por la frecuencia con la que aparece como por las distintas posiciones y significados que adopta. El primero y tal vez más profundo de estos sentidos está dado en la relación con la tierra ya que es a partir de esta vinculación que Sarmiento construye una imagen del desierto como una señal del mal que se origina allí y se disemina en un determinismo telúrico que alcanza, no solo lo político sino, aún más, al lenguaje y que no constituye sólo un tema sobre Facundo sino una operación de escritura que disemina el terror en una serie de elementos abyectos: Quiroga, Rosas, la barbarie y, por lo mismo “determina tanto una concepción del lenguaje argentino como de la propia escritura de Sarmiento’ (55).
Martín Kohan, por otra parte, analiza la representación del horror en la vinculación entre las palabras con el cuerpo, el mundo y los silencios en tanto forma que asume la poética que Marcelo Cohen construye en el cuento “Los acuáticos”. En tres apartados o “variantes”, Kohan aborda esta relación como la “otredad” de las palabras para concluir finalmente, que lo “otro” es siempre “otras palabras”. En el cuento se narran historias de exilios, de cuerpos, de silencios y las palabras representan esos mundos “pero al mismo tiempo los contienen en su inmanencia y los expresan antes aún de contar nada ni representar nada. Hacen de esos mundos palabras” (72).
Respecto del propio Martín Kohan, María Coira se ocupa, en su trabajo, de tres novelas del escritor: Dos veces junio (2002), El museo de la Revolución (2006) y Ciencias Morales (2007). A partir de las teorías de Walter Benjamin y Dominick LaCapra, Coira revisa las historias de las tres novelas y analiza el modo de representación de los recuerdos traumáticos de la historia argentina reciente.
El cierre de esta tercera parte dedicada a las representaciones del horror está dado por la intervención de Isabel Quintana con su trabajo en torno a tres novelas de Oliverio Coelho: Los invertebrales (2003), Borneo (2004) y Promesas naturales (2006). En este capítulo, Quintana aborda las tres historias a partir de una pregunta inicial: “¿cómo esos seres al borde de lo humano, como la lengua, están en los confines de la representación, y, al mismo tiempo, desplazados de su humanidad?” (88). Esta indagación le permite afirmar que se genera, en las novelas, “una proliferación de asociaciones” que “desarraiga [al lector] de su mundo conocido y lo lleva a indagar en aquellas zonas ominosas que remiten constantemente a formaciones arcaicas de la subjetividad” (88).
La última parte del libro “Arar la tierra patria: utopías de civilización” aborda los proyectos de civilización de los románticos, la generación del 80 y los intelectuales del Centenario. En primer lugar, Rosalía Baltar se propone analizar una imagen de la juventud gestada en el Colegio de Ciencias Morales en la que se figura cierto rasgo particular de la generación romántica que es el que José Carlos Chiaramonte define como “vida intelectual disidente”. Esta característica propia del aprendizaje escolar del grupo que se repite en las distintas etapas del colegio, permite, a su vez, el surgimiento de aspectos pedagógicos como el periodismo y la enseñanza formal que afianzaron la perspectiva ilustrada y marcaron una manera de ser “joven” en la generación del ’37 en el Río de la La Plata (106).
Por su parte, Virginia Forace, aborda la carta que Sarmiento envió a Valentín Alsina en ocasión de su viaje a los Estados Unidos como una “composición” en tanto entiende que el autor se vale de diversas estrategias retóricas, de narración y descripción, con el objetivo de configurar el país del norte como modelo a imitar para su propio proyecto de nación. Forace concluye, entonces, que Sarmiento, mediante una elaborada argumentación que implica el empleo de recursos discursivos múltiples, propone no sólo un “modelo de sociedad moderna a imitar” sino también, apelando a la figura de educador, legitima “su propio lugar respecto de ese proyecto de nación” (139).
En otro orden de cosas, Claudia Torre examina la narrativa expedicionaria de la “Conquista del Desierto” constituida por un grupo de textos que configuraron relatos en los que la mayor dificultad que debían afrontar sus autores consistió en mostrar “como una guerra del Estado argentino lo que en realidad tenía mucho más de cacería y de desplazamiento progresivo” (142). Sin embargo, este no era el único desafío en tanto, construido en primera persona y como relato de la experiencia, fue necesario demostrar cierta legitimidad para hablar sobre el territorio que se describía.
Finalmente, Carola Hermida aborda el problema de la construcción del espacio nacional en la literatura argentina, más precisamente, en la escritura de Ricardo Rojas, quien proclamó la necesidad de configurar el territorio argentino como un objeto estético, por un lado, y como objeto didáctico, por el otro. Pero sin duda, el problema en cuestión radica en la pregunta acerca de cómo la literatura puede construir un espacio que debería precederla y conformarla. A esto Hermida responde que “la escritura sobre el espacio argentino que propone Rojas, lo “desposee y desfigura en la medida en que lo restaura” como “suelo patrio”, “tierra nativa”, territorio argentino […] que sostiene la posibilidad de un arte nacional” (156).
De este modo, se plasma en el libro, el trabajo conjunto y coherente de un equipo de investigación que ha logrado poner nuevas perspectivas sobre problemáticas que son constitutivas y recurrentes no sólo para la literatura sino también para la historia argentinas.

Sonia Bertón
Universidad Nacional de La Pampa