https://doi.org/10.19137/anclajes-2024-2822 


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DOSSIER

Entre la vergüenza y el placer. La correspondencia mexicana de Carlo Cóccioli (1954-1964)[1]

Between Shame and Pleasure: Carlo Cóccioli’s Mexican Correspondence (1954-1964)

Entre vergonha e prazer: na correspondência mexicana de Carlo Cóccioli (1954-1964)

Javier Fernández Galeano

Universitat de València

España

Javier.fernandez.galeano@gmail.com

ORCID: 0000-0002-5037-6909

Fecha de recepción: 15/02/2024  | Fecha de aceptación: 8/03/2024

Resumen: La correspondencia de Carlo Cóccioli (1920-2003) traza la relación entre religiosidad, homosexualidad masculina y sociabilidad urbana en México entre 1954 y 1964. No existen publicaciones sobre el impacto que tuvo la obra de Cóccioli en los homosexuales mexicanos, a pesar de que se formó una densa red de circulación de ideas en torno a su denuncia de la hipocresía eclesiástica y la reclamación del amor homosexual como regalo divino. La metodología de este artículo consiste en una lectura interpretativa que incorpora el análisis de los marcos históricos y culturales para desentrañar los mensajes oblicuos de estas cartas. Se demuestra así que existió una corriente cultural de resignificación de la simbología católica para celebrar la experiencia homosexual, y que la tensión entre el placer y la vergüenza era uno de los ejes que articulaba las experiencias de los varones homosexuales creyentes. Por otro lado, los “entendidos” de clase acomodada no manejaban un concepto de orgullo centrado en la visibilidad de su sexualidad, sino que denostaban el afeminamiento y la promiscuidad de “jotos” y “vestidas” de clases populares, a pesar de recurrir a repertorios camp compartidos con estos grupos.

Palabras clave: Carlo Cóccioli; Homosexualidad; Religión; Suicidio; Correspondencia.

Abstract: The correspondence of Carlo Cóccioli (1920-2003) traces the relationship among religiosity, male homosexuality, and urban sociability in the Mexican context, between 1954 and 1964. There are no publications on the impact that Cóccioli’s work had on Mexican homosexual people, yet there was a dense network of circulation of ideas related to Cóccioli’s denunciation of ecclesiastical hypocrisy and representation of homosexual love as a divine gift. The methodology consists of an interpretive reading that incorporates an analysis of significant historical and cultural frameworks to decipher the oblique meanings of these letters. Hence, the article demonstrated that there was a cultural current of resignification of Catholic symbology to celebrate homosexual experiences, and that the tension between pleasure and shame was one of the central axes in the experiences of homosexual men who were also believers. Well-off entendidos did not use a concept of pride centered on the visibility of their sexuality, rather they disdained the effeminacy and promiscuity of working-class jotos and vestidas but resorted to camp repertoires shared with these groups.

Keywords: Carlo Cóccioli; Homosexuality; Religion; Suicide; Correspondence.

Resumo: A correspondência do Carlo Cóccioli (1920-2003) traça a relação entre religiosidade, homossexualidade masculina e sociabilidade urbana no México entre 1954 e 1964. Não há publicações sobre o impacto que a obra de Cóccioli teve sobre os homossexuais mexicanos, apesar o fato de que uma densa rede de circulação de ideias se formou em torno de sua denúncia da hipocrisia eclesiástica e da afirmação do amor homossexual como um dom divino. A metodologia deste artigo consiste em uma leitura interpretativa que incorpora a análise de marcos históricos e culturais significativos para desvendar os significados oblíquos dessas cartas. Assim, fica demonstrado que houve uma corrente cultural de ressignificação da simbologia católica para celebrar a experiência homosexual, e que a tensão entre prazer e vergonha foi um dos eixos que articulou as experiências dos homossexuais crentes. Os “entendidos” da classe abastada não manejavam um conceito de orgulho centrado na visibilidade de sua sexualidade, senão que insultavam a efeminação e a promiscuidade dos “jotos” e “vestidas” da classe trabalhadora, mas recorreu aos repertórios camp compartilhados com esses grupos.

Palavras-chave: Carlo Cóccioli; Homossexualidade; Religião; Suicidio; Correspondência.

La correspondencia del autor ítalo-mexicano Carlo Cóccioli (1920-2003) demuestra la imbricación entre religiosidad, homosexualidad masculina y sociabilidad urbana en México. Cóccioli nació en 1920 en Livorno (Italia) y vivió su infancia en Libia, donde su padre servía como oficial del ejército. Durante la Segunda Guerra Mundial, luchó como partigiano en la resistencia antifascista y fue posteriormente reconocido por sus acciones heroicas con una medalla de plata. En 1952, publicó la novela de temática homosexual Fabrizio Lupo, escrita inicialmente en francés (Ocampo 374–75). Fabrizio es el motivo por el cual el archivo Cóccioli deviene un repositorio fundamental para entender las experiencias de los “entendidos” u homosexuales con recursos culturales y económicos, diferentes de otras no incluidas en este archivo, como las de “vestidas” y “mayates”, que eran las formas prototípicas de habitar el homoerotismo entre las clases populares mexicanas[2].

La investigación que aquí planteo surge de la aproximación a un corpus documental determinado: la colección Carlo Cóccioli en el Harry Ransom Center (HRC). Durante mi visita a este archivo, consulté y fotografié más de seis mil folios de documentos y cartas personales, de las cuales cerca de cincuenta fueron escritas a Cóccioli por varones mexicanos (sus cartas de respuesta no se han conservado). La primera de estas cartas está fechada en 1954 y la última en 1964, de ahí la delimitación cronológica. Si bien la mayoría fueron escritas por profesionales e intelectuales urbanos, también se incluyen misivas enviadas desde zonas rurales. A través de la lectura de estas fuentes, sostendré que: 1) Existió en este periodo una corriente cultural de resignificación de la simbología católica para celebrar la experiencia homosexual. 2) La tensión entre el placer y la vergüenza era uno de los ejes que articulaba las experiencias de los varones homosexuales católicos. 3) La pertenencia a redes homófilas, formadas por “entendidos” de clase acomodada, brindaba las herramientas para significar positivamente la experiencia homosexual, pero estos “entendidos” no manejaban un concepto de orgullo centrado en la visibilidad de su sexualidad[3].

Mi argumento se construye a través de una contextualización histórica y dos grandes apartados. En el primero de estos apartados, abordaré las tácticas expresivas de aquellos corresponsales de Cóccioli que circunvalaban la cuestión del deseo sexual y se centraban en sus correlatos íntimos, incluyendo la sensación de aislamiento, el silencio o la falta de referentes. En el extremo de este repertorio sentimental, estaría “la nada”, según la carta de un suicida, escrita en 1957. El segundo apartado, en cambio, abordará la construcción colectiva de una trama de significados en la que elementos como la Virgen de Guadalupe, el consultorio sentimental, o el parentesco putativo permitían que los “entendidos” viviesen de una forma algo más liviana la prohibición de nombrar la homosexualidad. Con estos elementos, se podía construir un “paraíso” personal, tal y como lo describe una carta de 1964. Son vivencias organizadas narrativamente en dos apartados diferentes, pero que, en el archivo, se muestran entremezcladas y relacionadas con un contexto histórico común. Quiero contribuir así a lo que se viene englobando como estudios de los regímenes emocionales gais “antes del orgullo”. Me baso a este respecto en el marco teórico que Jorge Luis Peralta desarrolla en la introducción al volumen Antes del orgullo. Recuperando la memoria gay. Este marco subraya que la meta-narrativa de la liberación gay opaca continuidades significativas con las décadas anteriores a los 1960, abrazando los sentimientos negativos –que incluyen la vergüenza, la melancolía, y la culpa, centrales en el archivo Cóccioli– y emplazándolos en una historia que toca las experiencias y estrategias políticas queer en el presente. Las vivencias que quedaron reflejadas en las cartas a Cóccioli son, en definitiva, un recordatorio de que también se generan sentimientos de comunidad y autoafirmación en la rareza en base a la vergüenza compartida (Peralta, Antes del orgullo 9-10).

Contexto histórico y conceptos clave

En las décadas de 1940 y 1950, se configuró en Ciudad de México una suerte de “archipiélago social homosexual” en torno a lugares populares de ambiente como bares, cabarés, parques y otros espacios de cruising, según estudia el historiador Ryan Jones (360-364, 436). Otras historiadoras matizan este análisis y apuntan a una regresión en las posibilidades de socialización gay sugiriendo, además, que los niveles de libertad en Ciudad de México no eran extensibles a toda la república. Nathaly Rodríguez Sánchez subraya que la Ciudad de México fue, en los años 1930 y 1940 del siglo pasado, “una suerte de refugio ante el rechazo extendido en la provincia o ante el desprecio de la familia”. Los “provincianos” eran más vulnerables a la persecución policial, porque carecían del “conocimiento de las topografías disidentes” que permitía evadir y negociar los aparatos de control por medio de sobornos y códigos de socialización estratégica. Por ese motivo, la historiadora concluye que “el control oficial contra el homoerotismo masculino existía en la capital, pero no era monolítico, de gran calibre, ni estable” (204-5, 216). La situación cambió a finales de la década de 1940. Basándose en fuentes policiales y de prensa, la historiadora Sara Minerva Luna Elizarrarás caracteriza los años 1950 como un periodo de “pánico moral” capitalizado a nivel político por el regente del Departamento del Distrito Federal, Ernesto P. Uruchurtu, que impulsó desde 1952 redadas “continuas y sistemáticas” contra los homosexuales para asociar su propia imagen a la protección de la decencia que tanto valoraban los sectores tradicionales de la clase media. Se trataba de redadas con un sesgo clasista que afectaban, sobre todo, a sujetos de extracción popular que frecuentaban espacios de encuentro homosexual como las salas de cine (Luna Elizarrarás, “Pánico moral” 91-2; 99).

Las corrientes regresivas y la concentración de posibilidades de socialización en la capital podrían explicar, en parte, el dolor que les producía a los admiradores de Cóccioli vivir con una sensación de “anormalidad.” Como respuesta, los varones de clase media o alta que se autodenominaban “entendidos” cultivaban una homosexualidad respetable a través de la política cultural del decoro, inspirada en la literatura homófila (Peralta, “Ediciones Tirso” 192–95)[4]. Esta postura los llevaba a asimilar ideales normativos como la hombría y la amistad discreta entre varones. Sin embargo, sus prácticas privadas incluían un preciosismo estético –como marca de clase social privilegiada y estrategia de reconocimiento mutuo– que fue leído desde el exterior de sus redes sociales y/o a posteriori como una cursilería que, de forma inintencionada, socavaba sus anhelos de normalización[5].

El presente artículo se focaliza en la relación entre Cóccioli y sus lectores a raíz de la publicación de Fabrizio. Antonio Marquet sugiere que fue el hecho de que esta obra discutiese abiertamente la tragedia de la homofobia lo que provocó una reacción social adversa que forzó a Cóccioli a trasladarse de Europa a México en 1953, donde residió hasta su muerte, pasando temporadas en Italia (Marquet, “Castrejón, Cóccioli y Novo: La novela gay…” 47). Fabrizio se centraba en dos personajes, Fabrizio y Lorenzo, cuyo amor se ve imposibilitado por un ambiente hostil, que abarca desde la Iglesia y la familia de Lorenzo, hasta los círculos artísticos y homosexuales de Florencia y París, ciudades que Cóccioli conocía de primera mano. La historia acaba trágicamente con el suicidio de los protagonistas. Para Marquet, este desenlace implica que “la felicidad y la unión amorosa se queda como espejismo inalcanzable”, con lo cual la novela pertenecería a la tradición del “autorretrato melancolizado” (Marquet, “Castrejón, Cóccioli y Novo: La novela gay…” 53 y 63). Sin embargo, Fabrizio sedujo a los lectores homosexuales a falta de otros referentes culturales y vitales y lanzó, además, una acusación contra la hipocresía de la Iglesia y contra la sociedad que les impedía alcanzar el amor. La literatura homófila circulaba con relativa facilidad entre las elites ilustradas de Ciudad de México cuando la Compañía General de Ediciones, dirigida por un exiliado republicano español, publicó la primera versión en castellano de Fabrizio en 1953 (Macías-González 524-25). Los consumidores de esta literatura conformaban una red social relativamente extensa de varones de clase media y alta que optaron por la vida doméstica. Esta opción, a su vez, se conjugaba con factores estructurales como un mercado inmobiliario y una economía en expansión, las razias policiales y la tolerancia estatal hacia los homosexuales burgueses discretos. Dentro de estas redes, el ideal de vida, pocas veces alcanzado, era el del “amor compañero”, es decir, una relación estable, monógama, igualitaria y sentimentalmente satisfactoria, mientras que el repertorio de prácticas comunes seguía incluyendo el sexo casual y anónimo (Macías-González 519–21, 526).

Una faceta menos estudiada de estas redes son las prácticas devocionales[6]. La metodología que utilizo para acercarme a estas prácticas requiere de una “lectura interpretativa” de significados “codificados y oblicuos” por medio del conocimiento fundamentado de los contextos e ideas de actores que usaban lenguajes no-explícitos y ejercían cierta autocensura (Cano, Fuentes, Rubenstein y Sanders 155–156, 159, 164). Historiar estas tramas requiere, además, no caer en el anacronismo de emitir juicios de valor desde una posición subjetiva muy distanciada de la de los actores históricos y reconocer cómo, a su vez, esos actores producían juicios moralistas y prácticas excluyentes en un contexto sociocultural específico[7]. Había una dinámica de retroalimentación entre la obra de Cóccioli y las actitudes de sus lectores homófilos mexicanos, que compartían el recelo y la hostilidad ante aquellos varones cuyo comportamiento afeminado o promiscuo desafiaba abiertamente las normas sociales (Macías-González 520). Al denostar el afeminamiento y la promiscuidad, los “entendidos” construían una subjetividad con fisuras ––denostaban comportamientos en los que muchos participaban sin reconocerlo abiertamente–– que excluía de sus círculos a los “jotos” y las “vestidas” de clases populares, quienes entendían su sexualidad precisamente en esas coordenadas. En otras palabras, las estrategias discursivas que iré rastreando se entrelazan con dinámicas de formación de redes marcadas por factores de clase y nivel educativo.

Vivir y morir en la vergüenza

La reacción entre aquellos lectores que se veían reflejados en los personajes de Fabrizio era a menudo una catarsis emocional producida por el inesperado encuentro con una imagen embellecida de sus propios conflictos. Casimiro, un actor residente en Ciudad de México, escribió a Cóccioli en 1955 para suplicarle que le confirmase si la historia de Fabrizio y Lorenzo era real; hasta tal punto se trataba de una narración creíble:

He leído su libro una y varias veces, he sentido que, en cada frase, en cada página he encontrado algo de mí mismo y he llorado, he llorado mucho pero no esas lágrimas amargas de toda mi vida, han sido de felicidad al comprender todo el dolor y tristeza de Fabricio y Lorenzo y es cuando una fuerza extraña me empuja a escribirle esta carta Sr. Cóccioli para desde el fondo de mi alma darle las gracias por este libro. (Carta, 13 de enero de 1955)[8] 

La “felicidad” que producía la lectura de Fabrizio emanaba no de la negación del dolor, sino de la comprensión de este como una experiencia compartida. Casimiro se esforzó en trazar las coordenadas vitales en las que se situaba esa experiencia, describiendo una vida de sufrimiento continuo debido a la falta de “apoyo espiritual” y a la consciencia de la propia “anormalidad” desarrollada desde la infancia. Con sólo veintitrés años, antes de leer Fabrizio su mayor ilusión había sido morir cuanto antes. Sin embargo, esta novela le hizo comprender “que no es tan malo ser anormal, que hay algo que nos detiene en la vida, una ternura que en el fondo de nuestro corazón no se resigna a morir” (Carta, 13 de enero de 1955). Estas palabras transmiten lo que supuso para muchos lectores encontrar en Fabrizio una suerte de tabla de náufrago.

En otros casos, la incapacidad de volcar en palabras el porqué del dolor, más allá de su origen en un conflicto entre las normas externas y una cierta concepción de la vida interior, llevaba a un abandono del empeño en vivir. Santiago, un joven admirador que vivía en Tepic, le escribió su última carta a Cóccioli para confesarle su intención de suicidarse debido a un “secreto” que habría deseado poder compartir con él. En diciembre de 1957, el padre de Santiago le notificó a Cóccioli que su hijo había fallecido por causa de un ataque al corazón (lo que, como veremos, era una distorsión de los hechos atribuible posiblemente al tabú del suicidio en un entorno católico practicante), y agradeciéndole las muchas atenciones que el autor había tenido con él. La correspondencia conservada entre Cóccioli y Santiago se remonta a comienzos de 1956. En la mayoría de sus cartas, Santiago se refería a los artículos de Cóccioli en la prensa mexicana y compartía con él recortes de prensa que consideraba de interés. Sin embargo, una carta de septiembre de 1956 es especialmente significativa, ya que informa que Santiago terminó de leer Fabrizio mientras se preparaba para ingresar al seminario. El otro hecho que, en esos días de finales de verano, perturbaba al joven –provocándole rabia y deseos de llorar, gritar y protestar– era la discriminación racial contra ciudadanos negros en el sur de Estados Unidos (el acto de desobediencia de Rosa Parks en Montgomery, Alabama, había desatado el debate sobre la legitimidad de las leyes de segregación). Santiago relacionaba estos acontecimientos con una cita de Fabrizio, según la cual las “minorías perseguidas” siempre documentaban los crímenes de sus verdugos: “memoria, fotografías, rasgos, gestos, direcciones, palabras, injurias, golpes, blasfemias…, todo se conserva en estos legajos” (Carta,17 de septiembre de 1956).

Podemos conjeturar que una de las principales lecciones que Santiago extrajo de la lectura de Fabrizio fue la noción de que el trauma sistémico infligido al diferente se deposita en un archivo que se centra en experiencias sentidas íntimamente a través del cuerpo. Esta noción guarda un notable parentesco con la forma en que la teórica Ann Cvetkovich concibe la relación entre el trauma, el archivo y la memoria queer. Cvetkovich subraya que el trauma, en tanto que puede resultar inenarrable y está marcado por el olvido y la disociación, a menudo no suele dejar el tipo de rastros que encajan fácilmente con las “formas convencionales de documentación, representación y conmemoración” (7-8). Por el contrario, el trauma requiere de un archivo inusual formado por materiales efímeros, memorias personales y artefactos que han adquirido cierto valor emocional o sentimental. Podríamos pensar en las cartas entre Santiago y Cóccioli como parte del “archivo del trauma” que estudia Cvetkovich. El trauma que condujo a Santiago a quitarse la vida englobaba la imposibilidad de nombrarlo. No podemos afirmar la homosexualidad (en cuanto identidad fija) de Santiago, pero parece muy  probable que el sustrato de sus cartas sea un deseo homoerótico que le atormenta. En su carta de septiembre de 1956 escribía:

[Q]uiero ser de todo corazón un cura de aldea, un cura de arrabal, como los que usted menciona en “Fabrizio Lupo” … un sacerdote ejemplar que conviva con los pobres, que comparta sus penas y alegrías con los menesterosos. Yo, mi estimado amigo, no aspiro llegar a la santidad, pero sí aspiro a alcanzar una elevada perfección espiritual, dentro del sacerdocio. (Carta, 17 de septiembre de 1956)

Esta carta pretendía ser una despedida, ya que Santiago se proponía dejar de lado su costumbre de leer libros y revistas y escribir cartas para dedicarse exclusivamente a su preparación para el sacerdocio. No sabemos qué le ocurrió en el seminario, ni por qué hubo de renunciar a su vocación sacerdotal. La siguiente carta suya que se conserva en el archivo del HRC es de noviembre de 1957, más de un año después de que anunciase su ingreso al seminario, y aun así no hay referencia alguna a los acontecimientos de los meses anteriores (hecho que sugiere que quizás hubo otras cartas en ese periodo intermedio que no se han llegado a conservar). En esta carta, Santiago compartía con Cóccioli sus lecturas más recientes, incluyendo Manuel el Mexicano (1957), del propio Cóccioli, y obras de William Faulkner, Vladímir Dudíntsev y François Mauriac. La referencia a este último autor es especialmente significativa. Mauriac, intelectual católico francés con una asentada reputación por su compromiso con diferentes causas políticas, trató en sus historias el conflicto entre pasión y virtud religiosa, así como la ambigüedad sexual, enfocándose en la caída en el pecado, propia de la naturaleza humana, más que en la propia Gracia divina (Baird-Smith). El nombre de Mauriac evoca también la cause célèbre de su enfrentamiento con Roger Peyrefitte a raíz de Les Amitiés particulières (1943), novela en la que Peyrefitte lidiaba abiertamente con la hipocresía de la Iglesia y las relaciones entre escolares del mismo sexo[9]. Pocas más pistas proporciona esta carta acerca del porqué, sólo cuatro días más tarde, Santiago escribió en una segunda carta:

[V]oy a huir de este mundo por la puerta falsa: el suicidio. Tengo años sintiéndome extranjero en mi propia casa, en mi propio país; siento como si mi familia, mis amigos, compañeros de trabajo etc. etc. hablasen un idioma diferente al mío. Sin embargo, esto no es causa, sino efecto; la causa es un secreto que yo me llevaré al sepulcro. Me hubiese gustado revelarle mi secreto a usted porque sé que solo usted me comprendería más; esto no fue posible ¡Sea por Dios! . . . Me duele causarles este dolor a mis padres; pero, no puedo soportar más esta vida; siento que todo, todo me impulsa a la destrucción, a la nada… Perdóneme por mi cobardía y, si alguna vez se acuerda de mí rece una plegaria por la salvación de mi alma. (Carta, 28 de noviembre de 1957)

Es muy posible que el secreto de Santiago se relacionase con el homoerotismo y los conflictos internos que Cóccioli exploró en su literatura. Santiago articuló claramente la idea de que habitar una tierra extraña (refiriéndose al marco cultural en el que cobraban sentido el deseo y las experiencias individuales) podía llegar a ser extenuante y doloroso hasta el punto de desear la propia extinción. Unas semanas más tarde, un conocido de Santiago, director de un diario local, se tomó la molestia de escribirle a Cóccioli para preguntarle si podría proporcionar alguna información sobre los motivos que condujeron al joven al suicidio. La carta comenzaba estableciendo un paralelismo entre la muerte de Santiago y la de Ardito, personaje de otra novela de Cóccioli, que Santiago le había dado a conocer a su conocido. Según la carta, Santiago había ingerido una pastilla de cianuro cuando estaba con sus compañeros de trabajo y cayó fulminado en el momento. Nadie pudo explicarse el motivo; más allá del hecho de que Santiago a menudo se lamentaba de que temía ser rechazado por las mujeres debido a su físico. Este comentario, junto con el carácter inesperadamente público que el muchacho decidió darle a su suicidio, indica que se había tejido un denso muro de incomprensión con el entorno, que la misma espectacularidad de su muerte contribuyó a poner de relieve (Carta, 21 de diciembre de 1957).

En este sentido, cabe referirse al sentido del desenlace de la novela más conocida de Cóccioli, tal y como lo entiende Marquet: “Fabrizio Lupo expresa su última voluntad que radica en que todos sepan que no merece la pena una vida sin el amor homosexual” (Marquet, “Castrejón, Cóccioli y Novo: La novela gay…” 52). El suicidio figura en la obra de Cóccioli no solo como impulso desesperado hacia la nada tal como lo describió Santiago en su última carta sino también como acto de denuncia que enfrenta a la sociedad con los fantasmas de las víctimas de su propia cerrazón y arbitrariedad. Santiago, al quitarse la vida públicamente, enfrentaba a sus allegados con el hecho de que no habían sabido ver que vivía atormentado por su “secreto”, pero no lo desvelaba. Además, como quizás era de esperar, tanto la prensa local como sus familiares decidieron ocultar y mentir sobre los detalles de su muerte, de forma que hasta su última decisión se vio distorsionada en su mensaje final.

En un plano diferente, la carta de este conocido, al igual que la del propio Santiago, imploraba a la misericordia divina para la salvación de su alma. El conocido, que se identificaba como católico, admitía que los suicidas estaban por definición vetados en el “Santo Reyno” de Dios, pero esperaba que los motivos de Santiago hubiesen sido tales que mereciesen la Gracia y el perdón de Dios (Carta, 21 de diciembre de 1957). Merece la pena destacar lo desesperado del dilema al que se enfrentaban aquellos católicos creyentes a los que les costaba vivir con un secreto doloroso: el suicidio como vía de escape implicaba también la renuncia a la vida eterna, según el dogma de la Iglesia católica. Ante este dilema, la teología de Cóccioli ofrecía algo así como una tercera vía, que el crítico literario John Lye describe como “un modelo abierto de acceso a la salvación para los hombres basado en la disposición de una persona a rendirse ante lo absoluto y ser indulgente con las limitaciones y cargas de otros” (Lye 196). En su carta de suicidio, Santiago no intenta darle sentido a su propia muerte (más allá de describirla como resultado de un impulso irrefrenable hacia la nada), ni expresa una resignación a la condenación eterna (sigue pidiendo por su salvación). Las preguntas abiertas que merodean tras leer sus cartas ––sobre su ánimo en sus últimos momentos de vida, sobre su reacción intima a la temática del amor homosexual en Fabrizio, sobre el fracaso de su vocación sacerdotal–– son en sí mismas remanentes del secretismo que marcó su vida y su muerte, y parte del ethos de la época, que da cuenta del impacto que llegaron a tener las obras de Cóccioli tanto a nivel personal como colectivo.

Los placeres de los entendidos

La propia yuxtaposición de materiales en el archivo subraya el contraste extremo entre las experiencias de los admiradores de Cóccioli. Las dos últimas cartas de Santiago parecen haberse traspapelado, pues no están incluidas en la carpeta a su nombre, sino en una carpeta dedicada a otro admirador, Roberto, que escribía desde Tlacolula, en el estado de Oaxaca. Las dos cartas de Roberto comparten un tono hedonista y preciosista muy distante de la desesperación que transpiran las de Santiago. En mayo de 1964, Roberto le agradecía a Cóccioli el haberle enviado una postal del David de Miguel Ángel, destacando que le era muy grato contemplar su hermosura (Carta, 13 de mayo de 1964). Como subraya Jorge Luis Peralta, la belleza masculina clásica, inspirada en los modelos greco-romanos, era parte del repertorio común de representaciones que permitía que los “entendidos” se reconociesen entre sí[10]. La intemporalidad que se le atribuía a estos referentes estéticos dignificaba otros intereses y aficiones más espurios. La carta de Roberto continuaba entreteniendo la posibilidad de un viaje con Cóccioli por la región de Oaxaca, donde Roberto parecía ser propietario de tierras, a juzgar por el relato de sus actividades diarias.

Su estatus de propietario le permitía viajar por largas temporadas, lo que a su vez se relacionaba probablemente con sus aventuras sexuales. Roberto había viajado a Japón y a Cuba, y “vivido por temporadas en la maravillosa ciudad de San Francisco, California”, ampliamente reconocida por un ambiente de permisividad sexual que facilitó la expansión de las organizaciones homófilas y gais (Carta, 13 de mayo de 1964; Alamilla Boyd 2)[11]. Además, Roberto declaraba que su afición por “todo lo negro”, incluyendo el jazz, pero quizás también los hombres afroamericanos, le había llevado a visitar New Orleans en el pasado. Su siguiente carta, fechada en septiembre de 1964, fue escrita después de haber viajado a la costa este de Estados Unidos. Un pasaje sintetiza a la perfección un vitalismo que integra desde la pasión arrebatadora por el cuerpo masculino hasta la templanza de la vida contemplativa:

[Y]o también como usted mi admiradísimo Carlo he convertido a este mundo nuestro en un paraíso, está tan lleno de maravillas ... labios, muslos, palabras gratas, ser capaz de sentir pasiones turbulentas y de tener sangre ardiente, y luego, en una tarde de lluvia...; el perfume del musgo después de ser mojado con el agua con que se bañaron las estrellas; Y creo que disfrutar así de la vida es una manera de agradecerle al Creador el privilegio de que nos hizo objeto. (Carta, 17 de septiembre de 1964)

La forma en que Roberto experimentaba la relación entre placer y espiritualidad nos sitúa ante la cara opuesta del relato de Santiago sobre su alienación extrema. No creo que sea posible dar cuenta fielmente de cómo Roberto y Santiago arribaron a puntos tan dispares, aunque se pueden rastrear ciertas claves significativas. Ambos vivían lejos de Ciudad de México; Santiago en una capital estatal de tamaño medio y Roberto en una pequeña localidad (en la actualidad, Tepic sobrepasa el medio millón de habitantes y Tlacolula, los diez mil). Sin embargo, Roberto, posiblemente gracias a su estatus económico, había tenido la posibilidad de viajar ampliamente a nivel internacional y, en sus cartas, se presentaba como un individuo autónomo, sin mención alguna a su entorno familiar. Santiago, por el contrario, le prestaba atención a la reacción de sus padres, aspiró en su momento a integrarse institucionalmente en el clero y ––en sus últimos días–– se desempeñaba laboralmente en un entorno, quizás una oficina, compartido con otros compañeros de trabajo. En pocas palabras, de sus respectivas descripciones de la vida diaria emerge la impresión de que Roberto habría contado con muchas más oportunidades de explorar de forma autónoma aquellas experiencias que le proporcionaban placer[12]. Por otro lado, también hay que tener en cuenta que, en los siete años que pasaron entre las dos cartas (1957/1964), la contracultura juvenil planteó nuevos modelos de relación con la sexualidad que influyeron en la sociedad mexicana. Como destaca Luna Elizarrarás: “A partir de 1956, las representaciones sobre la sexualidad van más allá del coqueteo juvenil o de su papel instrumental, adquiriendo un cariz hedónico asociado con la irresponsabilidad, la búsqueda de placeres inmediatos y la falta de supervisión parental” (Luna Elizarrarás, “Jóvenes…” 146). También cabe apuntar que las organizaciones homófilas internacionales continuaron con su labor en estos años, aunque con un impacto social más limitado. De hecho, Roberto le comentó a Cóccioli que durante su última visita a Nueva York había entrado en contacto con la “machine”, quizás refiriéndose a la Mattachine Society, denominación hegemónica entre las organizaciones homófilas estadounidenses.

Sin embargo, y esto debe ser subrayado, la mención pasajera a la estructura política del movimiento homófilo palidece en comparación con la atención que Roberto le dedica, en su carta, a los aspectos más cotidianos de la domesticidad homosexual. En un párrafo, alaba la decisión de Cóccioli de adquirir un apartamento en Florencia y su “buen gusto” para redecorarlo. Roberto también describía su propia casa: palmeras y orquídeas en el jardín y una habitación con una chimenea construida por “razones sentimentales” sobre la que había colocado la imagen del David de Miguel Ángel (Carta, 17 de septiembre de 1964). Como muchos entendidos, no parecía considerar que el hedonismo que marcaba su vida cotidiana le situase en una posición de enfrentamiento político con el orden existente, sino que desarrollaba, a través de la domesticidad y la correspondencia, lenguajes íntimos para entender y participar de una experiencia homófila común sin tener que exponerse a sí mismo al escrutinio público[13].

Las cartas que los lectores le enviaron a Cóccioli demuestran lo extendido de las prácticas de sociabilidad homosexual en espacios privados o domésticos, el reconocimiento semi-formal de las parejas del mismo sexo por parte de sus iguales y los códigos asociados a la clase socioeconómica que informaban estas prácticas. Por ejemplo, una carta de un admirador al que llamaremos Eduardo, de mayo de 1954, aparecía encabezada por el logotipo de una empresa de publicidad con sucursales en Estados Unidos, Canadá, Cuba y México, por lo cual Eduardo se posicionaba, ya de entrada, como un profesional de clase media y partícipe de las corrientes de modernización asociadas a una cultura global de consumo. Desde el primer párrafo, Eduardo usaba un tono de cercanía y familiaridad y le deseaba a Cóccioli que hubiese pasado “muchos ratos de felicidad en compañía de Juanito”, en una referencia clara a una relación sentimental entre hombres que aspiraba al ideal del amor compañero. Según Víctor Macías-González, existía un patrón en los círculos homófilos por el cual las parejas establecidas jugaban un papel esencial en la “construcción de un sentido de comunidad y pertenencia” en torno al trabajo de cuidados y la sensibilidad burguesa de la privacidad (Macías-González 527 y 536). En este sentido, podemos entender la práctica casi ritual de los conocidos de Cóccioli de mencionar a Juanito en las cartas, para formalizar su estatus de pareja sentimental dentro de este círculo social.

Eduardo también trazaba la relación entre la circulación de las obras literarias de Cóccioli y las fiestas privadas celebradas en los domicilios de hombres homosexuales residentes en Ciudad de México. Se refería a una ocasión en que Cóccioli le invitó a su propio departamento, junto a otros amigos y, en una segunda ocasión en que Cóccioli acudió a su domicilio, le regaló un ejemplar de El Cielo y la Tierra y le firmó su ejemplar de Fabrizio. Como la mayoría de los lectores de esta novela, Eduardo articuló una identificación con sus personajes que derivaba del conflicto entre la homosexualidad y la religiosidad católica. En el México postrevolucionario, la cuestión de la convicción religiosa iba mucho más allá del terreno de lo privado y tenía dimensiones políticas que, en el caso de Eduardo, se entrelazaban con lealtades familiares[14]. Según esta carta, su padre había sido un destacado líder de una organización católica que, desde Guanajuato, se opuso a las medidas secularizadoras del Estado, hasta que el estallido de una revuelta y la posterior represión gubernamental le obligaron a exiliarse con su familia a Estados Unidos. Este episodio se inserta con toda probabilidad en la Guerra Cristera (1926-1929) entre el gobierno mexicano y las milicias católicas que tenían una fuerte presencia en Guanajuato y otras regiones[15]. Fue durante su exilio en Estados Unidos cuando Eduardo comenzó a lidiar con su sexualidad, a la que de nuevo se refiere en la carta de una forma indirecta y sutil, como “el problema personal mío ante un ambiente hostil”, que conllevaba el “creer enteramente en la Iglesia y sin embargo estar irremisiblemente apartado de ella” (Carta, 22 de mayo de 1954). Esta tensión entre el catolicismo como núcleo identitario de muchos homosexuales y su exclusión institucional explica la relevancia e impacto que tuvieron para ellos las obras de Cóccioli. En palabras de este admirador, eran libros que abrían un “mundo nuevo” de posibilidades más allá de la exclusión, el tormento y el silencio. El hecho de que lectores como Eduardo compartieran con sus amistades el mensaje de las novelas de Cóccioli, proclamando que homosexualidad y convicción religiosa no eran en absoluto incompatibles, pudo contribuir a la formación de una suerte de comunidad alternativa. Así, Eduardo les habló de Fabrizio a sus amistades estadounidenses, dando cuenta de la imbricación entre las redes formadas a través del exilio y la circulación de ideas disidentes[16]. Para concluir, Eduardo le relató a Cóccioli los pormenores de una relación a distancia que mantenía con un muchacho de veinticuatro años residente en Monterrey al que afirmaba querer mucho, describiendo la “amistad y el cariño” como bases de su relación, en línea con el ideal del amor compañero, y rogándole a Dios que la relación prosperase. El hecho de que Eduardo, que solo había coincidido con Cóccioli en persona en dos ocasiones, sintiese tal afinidad y confianza hacia él da cuenta de cómo su obra le había elevado a la categoría de guía y referente espiritual dentro de la comunidad de “entendidos”.

Las prácticas devocionales católicas, especialmente aquellas en torno a la Virgen de Guadalupe, eran centrales dentro de esta comunidad. En una carta de marzo de 1955, Martín, un amigo de Cóccioli, le relataba como había llorado al recibir la imagen de la Guadalupana que éste le había enviado (Carta, 19 de marzo de 1955)[17]. En su veneración por esta virgen, el círculo de hombres homosexuales amigos y seguidores de Cóccioli expresaban una religiosidad a flor de piel, íntima, familiar y sentimental, sin los tapujos ni reparos que habitualmente conllevaba la concepción burguesa de la masculinidad basada en el autocontrol y la austeridad emocional[18]. En este sentido, Jones apunta que el catolicismo era:

Otra forma en que el ambiente se sobreponía a las esferas mayoritarias de socialización, pudiendo coexistir con ellas incluso en un entorno hostil […] Ser homosexual no requería abandonar prácticas religiosas que eran culturalmente importantes […] aunque sí ayudaba a articular una visión alternativa de lo que esas prácticas significarían a nivel personal o comunitario. (Jones 447)

El trabajo de Jones incluye el análisis del relato que el escritor estadounidense Tennessee Williams hizo de su viaje a Ciudad de México en 1940. En él aparecen la iconografía y la devoción católicas como parte del léxico común de las culturas homosexuales de la época, más allá de las diferencias de clase. Williams tuvo un encuentro con un grupo de “putos” encabezados por Juanita, en cuya casa pudo observar las particularidades de los espacios domésticos mexicanos populares. Lo más llamativo para Williams fue el pastiche entre los placeres del sexo homosexual y el kitsch devocional católico, con una imagen de Jesucristo colgando sobre la enorme cama, donde tenían lugar los encuentros eróticos, y santos y vírgenes en las paredes color rosa de la habitación junto a retratos de desnudos masculinos. La casa de Juanita era un templo de los placeres de la carne y de la cultura católica, sin límites definidos entre ambas, en tanto que las fantasías homoeróticas y de salvación estaban entremezcladas. A raíz de esta escena, Jones analiza también las imágenes de los santos masculinos como fijación erótica, rastreando las ramificaciones más “liberadoras” de la cultura católica. Esas ramificaciones constituyen una suerte de fisura en las fronteras de clase entre “entendidos” y “putos”, en tanto que el preciosismo se acerca al kitsch en la relación cercana, física y sentimental que homosexuales de todas las clases sociales establecen con las imágenes de la virgen y los santos.

En contraste con esta experiencia religiosa híper-sentimental, la estructura de sentimientos que se iba tejiendo a través de la correspondencia entre “entendidos” incluía la valoración de los vínculos afectivos duraderos entre varones frente a la intensidad de las pasiones pasajeras[19]. En otra carta, Martín pretendía hacerle ver a Cóccioli que su relación con Juanito tenía el potencial de traerle la felicidad a través de lo “afectivo” y a pesar de la “vehemencia”, de forma que con el tiempo pudiese llegar a superar el “dolor inmediato”. En esta misma ocasión, Martin compartió con Cóccioli su temor de que su propia relación con otro hombre, nombrado en la carta con la inicial “H” para proteger su identidad, estuviese llegando a su fin, por lo que imploraba a la Virgen de Guadalupe un milagro que evitase ese desenlace (Carta, 15 de diciembre de 1954). Tanto el consultorio amoroso como la devoción mariana se concebían como particularmente cercanos a la sentimentalidad femenina[20]. A la vez, ambos eran parte del repertorio cultural a través del cual estos varones lidiaban con sus conflictos personales y emocionales, buscando el alivio de un lector comprensivo y de la compasión divina.

El parentesco putativo era otro elemento que articulaba estas redes socioculturales y canalizaba la valoración positiva de las relaciones estables y duraderas. Ernesto, un guionista amigo de Cóccioli, se dirigía a él en el único par de cartas conservadas de su correspondencia como “hijo mío” y “querido hijo putativo”. Ernesto era apenas seis años mayor que Cóccioli, pero se veía a sí mismo como una suerte de mentor, experimentado en los pormenores de los círculos de entendidos y capaz, por tanto, de ofrecer guía y consejo. En un tono entre la seriedad y el humor, Ernesto le recriminaba en una carta a Cóccioli que no hubiese correspondido a su “paternidad” con la atención y asiduidad suficientes. Al jugar con el lenguaje del parentesco putativo, Cóccioli y sus amigos lectores querían crear una forma propia de reproducción a través de la transmisión cultural de los códigos restringidos que les permitían identificarse como entendidos, viéndose a sí mismos como moralmente superiores tanto ante la sociedad mayoritaria como ante los propios círculos de sociabilidad homosexual. Ernesto se alegraba de que su “nieto Juanito” (pareja sentimental de Cóccioli, con el que Ernesto no tenía relación de parentesco biológico) hubiese llevado “paz a [s]u espíritu”, de forma que pudiesen tener una vida “tranquila y feliz” (Carta sin fecha de E.B.). Junto a este culto de la vida doméstica de las parejas de varones, Ernesto se refería muy despectivamente a la sociabilidad homosexual articulada en torno a las fiestas y el chismeo: “Los buitres, carroñas, porquería (sabes a que me refiero) siguen chismeando por todos los cocktailes en ‘una muchedumbre de ademanes’” (Carta sin fecha de E.B.). Citando las palabras del propio Cóccioli sobre los “ademanes”, Ernesto se mostraba cómplice con la teoría del autor de que los propios homosexuales internalizaban y contribuían a la homofobia generalizada cuando mostraban comportamientos “afeminados”.

Sin embargo, la carta de Ernesto también evidenciaba fisuras en este intento de distanciamiento con respecto a la jotería. Primero, porque al dar por supuesto que Cóccioli entendería a quienes se refería quedaba claro que ambos frecuentaban el mismo círculo social con el que él tanto se ensañaba. En segundo lugar, porque el uso mismo de los términos del parentesco putativo se acercaba a las prácticas del camp, entendido como uso recreativo de la performance, el glamur y el género femeninos que servían para transformar en juego comunitario aquellas expectativas sociales que asociaban al homosexual con una naturaleza dramática y degradada (Halperin 186, 407-8). Según Alejandro Varderi, la cultura gay mexicana se caracteriza “por su predisposición al exceso, el sentimentalismo, la nostalgia, el artificio, constantemente recurre a la estética del kitsch, al gesto camp, al ámbito de lo cursi con y sin distancia irónica” (Varderi 50). En esta misma carta, Ernesto mencionaba que la “madrastra” de Cóccioli, un varón que posiblemente era parte del mismo círculo social, no había cambiado de peso. Además de este chisme, el lenguaje  y el estilo emocional en el que se expresaba la narrativa del amor compañero era preciosista y barroco, con lo cual, y a pesar de los intentos de Cóccioli y otros pensadores por masculinizar la subcultura de los entendidos, esta conservaba su parentesco con la jotería[21]. Por ejemplo, Ernesto escribía:

Dejé las lágrimas por la sonrisa. Y estoy otra vez enamorado. Como creo mucho en Behetoven [sic] y en “las variaciones sobre un mismo tema” estoy enamorado de la misma persona. Católicamente mis lágrimas sirvieron y el “dragón” me llegó convertido en un ángel de Tlaquepaque, es decir, arcangélico, de barro y piernudo, como los que hacen en Guadalajara. Nos cambiamos de casa y encontramos una preciosa íntima y casa sola. (Carta sin fecha de E.B.)

Cada una de estas frases contiene claves de significado enmarañadas en un contexto cultural muy específico, el de los “entendidos” de mediados de siglo. El dragón podía ser el “mal hombre”, el canalla ruin e infiel de la canción de Lydia Mendoza (1934), que abusaba del honor, la debilidad y la falta de experiencia de las mujeres jóvenes o, en este caso, de la vulnerabilidad y disposición a entregarse sentimentalmente de los “entendidos” de mediana edad. Ante el sufrimiento que les acarreaba ser seducidos por una masculinidad asociada al abuso, los “entendidos” tenían el recurso de cartearse entre ellos, compartir sus tribulaciones, y llorar católicamente, apelando así a la teatralización estilizada del dolor que figuraba de forma central en la iconografía católica, con figuras como la Pietá o el San Sebastián[22].

Por otro lado, volviendo a las fantasías homófilas de Cóccioli y Ernesto, hay que señalar que ambos mantenían que la relación ideal entre varones debía ser simétrica, doméstica y proporcionar un tipo de sustento emocional que se tradujese en impulso creativo. Plasmando esta fantasía, Ernesto compartía con Cóccioli que, tras iniciar su nueva vida doméstica con su ángel particular, estaba “escribiendo como un demonio”. Además, Ernesto afirmaba, citando a Sócrates, que “el que ama, lleva un Dios dentro”, situando su representación idealizada de la domesticidad homosexual dentro del mismo marco argumentativo que Fabrizio. Concluyendo en un tono halagador, Ernesto comentaba que el grado de circulación de Fabrizio era tal que ahora presumía de su amistad con Cóccioli más que de la que mantenía con divas de la talla de María Félix o Dolores del Río. De nuevo, mientras que la obra novelística de Cóccioli apuntalaba visiones masculinizadas de la homosexualidad, sus admiradores seguían participando de las prácticas culturales de la jotería, incluyendo el culto a las divas contemporáneas del cine y la música[23]. Este hecho podría entenderse como una mera contradicción interna. Sin embargo, me gustaría argumentar que la capacidad de algunos entendidos de jugar entre planos de representación y prácticas aparentemente incompatibles ––como los ideales homófilos y la estética de los jotos–– les permitió de hecho recibir y experimentar esos nuevos ideales de una forma liviana y asertiva.

Conclusión

El paraíso y la nada, el placer y la vergüenza, se perfilan como los motivos principales en las cartas de Roberto y Santiago respectivamente; y también como los dos extremos entre los que oscilaban las experiencias de los varones católicos mexicanos que deseaban a otros hombres. No eran experiencias marcadas sólo por la templanza, la disciplina del silencio, o la aceptación irremediable de desear lo innombrable; sino también por el anhelo de construir sentidos, relacionarse con semejantes y sentir el placer en sus múltiples formas (incluyendo el autosacrificio). Al mismo tiempo, no se pueden idealizar ni ese contexto histórico ni el lugar que la religiosidad ocupó en la subjetividad de los diferentes sexuales. El suicidio era tanto una declaración de la renuncia a vivir como la expresión última de la imposibilidad de enunciarse a uno mismo. Las cartas de los lectores oscilan entre el dolor de la singularidad y los afectos compartidos, y sugieren que aquellos que leyeron las obras de Cóccioli sin participar en las redes homosexuales se identificaron con sus aspectos más trágicos, incluyendo la vergüenza y la incomprensión. Por otro lado, aquellos que recibieron las ideas de Cóccioli en un contexto de socialización entre entendidos vislumbraron la posibilidad de un sujeto homosexual seguro de sí mismo y de sus afectos.

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  9. Carta, 17 de septiembre de 1964, HRC, Donación 10673, Caja 3.
  10. Carta, 19 de marzo de 1955, HRC, Donación 10673, Caja 2.
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Notas

[1] Este trabajo se enmarca en los programas Juan de la Cierva, APOST y Ramón y Cajal; en el grupo “El problema de la alteridad en el mundo actual” (HUM536); y en los proyectos de investigación “Memorias de las masculinidades disidentes en España e Hispanoamérica” (PID2019-106083GB-I00) y “La clínica de la subjetividad: historia, teoría y práctica de la psicopatología estructural” (PID2020-113356GB-I00), del Ministerio de Ciencia e Innovación (Gobierno de España). Agradezco al Harry Ransom Center –y Kate Hayes y Paloma Graciani, en particular– por facilitarme el acceso al fondo Cóccioli. Emili Boïls i Coniller me guió hacia esta temática. La investigación sobre la correspondencia de Cóccioli fue financiada por el 2019–2020 Harry Ransom Center Research Fellowship in the Humanities, University of Texas at Austin Office of Graduate Studies.

[2] Las “vestidas” vivían íntimamente su deseo por otros hombres y su ligazón con la feminidad. “Mayates” se les llamaba a los hombres de clases populares que circunstancialmente tenían sexo con las vestidas. Sobre las vestidas, ver Prieur; sobre los mayates, ver Insausti y Fernández.

[3] Según Julian Jackson, entre 1945 y 1968, las organizaciones homófilas, tales como Arcadie en Francia y la Mattachine Society en Estados Unidos, respondieron estratégicamente a las tensiones entre liberalismo político y conservadurismo sexual intentando redefinir la homosexualidad como una conducta propia de ciudadanos respetables (Jackson 113–114).

[4] James N. Green ha estudiado cómo desde los años 1940 el modelo de subjetivación de los entendidos cobró fuerza en las grandes ciudades brasileñas, basado en el uso de códigos de pertenencia que permitían que los entendidos se reconociesen entre sí (Green 178–182).

[5] El filósofo argentino Juan José Sebreli asocia a los entendidos con el dandismo, y los presenta como “precursores de la sensibilidad camp, descubridores de un mal gusto de buen tono” (Sebreli 300). Lo cursi como “inadecuación estética” es, según Paul Preciado, uno de los significantes históricos de lo queer (Preciado 78–80).

[6] Relevante en este sentido podría ser también el estudio de Rubén Gallo sobre los experimentos del prior Lemercier en un monasterio benedictino de Cuernavaca, donde los monjes recurrieron al psicoanálisis para intentar abordar más abiertamente los conflictos relacionados con la sexualidad (Gallo 117–152).

[7] Esta problemática aparece cada vez más presente en los estudios históricos sobre sexualidades disidentes, al respecto, ver Mezo González 655-87.

[8] A lo largo del artículo, he sustituido los nombres reales de los corresponsales de Cóccioli por seudónimos y/o iniciales.

[9] El propio Cóccioli guardaba recortes de prensa acerca de este affaire.

[10] Como ejemplo, cita Peralta un encuentro entre el editor argentino Abelardo Arias y el escritor francés Roger Peyrefitte, durante el cual el primero hizo referencia a su admiración por una estatua de mármol del dios Hermes (Peralta, La ciudad amoral).

[11] Como apunta Jones, “un viaje a Estados Unidos ofrecía un espacio/tiempo transnacional y liminal en el que uno podía expresarse con sus amigos, libre de controles familiares y culturales” (Jones 440). La trayectoria del pintor mexicano Alfonso Michel también apunta al rol que jugó San Francisco en estas décadas como ciudad receptiva a las sexualidades no-normativas (Macías-González 526).

[12] John D’Emilio es probablemente uno de los autores más influyentes al trazar como la autonomía personal se relaciona con las estructuras de producción del capitalismo y con la emergencia de lo gay en tanto que identidad (D’Emilio, “Capitalism and Gay Identity” 467–76).

[13] El mismo paradigma aparece en la correspondencia de entendidos de otros países, como en el caso de Santiago P., que contactó a las organizaciones homófilas estadounidenses desde Buenos Aires a principios de los sesenta (Fernández Galeano 610–11).

[14] Sobre las exacerbadas y violentas divisiones políticas que el catolicismo despertaba en el México postrevolucionario, ver Kloppe-Santamaría 101–28.

[15] Ver Smith 187–98.

[16] Ver, al respecto, Fernández Galeano y Pérez Sánchez.

[17] De forma similar, durante su exilio en México, el autor español Juan Gil-Albert conoció a un amante llamado Guillermo. En una de sus cartas a Gil-Albert, Guillermo se refería a una obra de teatro de Oscar Wilde, a la vez que se despedía con una plegaria a la Virgen de Guadalupe. Esta hibridación entre la iconografía católica y la literatura y experiencia homosexuales se alinea con las hipótesis centrales de este trabajo. Carta de Tobeyo/Guillermo Sánchez a Juan Gil-Albert, 2 de julio de 1958, en Paz Moreno y Simón Aura 213-16.

[18] Ver Mosse 14–7; 72–9.

[19] Una dicotomía similar daba forma al argumento de Asfalto, novela del argentino Renato Pellegrini, publicada a principios de los sesenta (Pellegrini 175–6).

[20] Mi interpretación de las prácticas del consultorio se nutre del trabajo de Rosa María Medina Doménech, que analiza el “anti-archivo” de las cartas a los consultorios de las revistas femeninas como espacio de producción de saberes relevantes para las mujeres (Medina Doménech 21, 201–35).

[21] Sobre la jotería, ver Antonio Marquet, Crepúsculo de Heterolandia.

[22] Jones, por ejemplo, analiza cómo la figura de San Sebastián presentaba el sufrimiento como un hecho redentor (441–4).

[23] Ver David Tenorio 55–79.