https://doi.org/10.19137/anclajes-2024-2838
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ARTÍCULOS
Proximidad y lejanía entre las poéticas de Julio Cortázar escritor y Manuel Antín cineasta
Convergences and distances between writer Julio Cortázar and filmmaker Manuel Antín
Proximidade e distanciamento entre as poéticas de Julio Cortázar escritor e Manuel Antín Cineasta
Eduardo Ángel Romano
Universidad de Buenos Aires
Argentina
ORCID: 0009-0000-3936-7211
Fecha de recepción: 05/12/2023 | Fecha de aceptación: 10/04/2024
Resumen: La relación epistolar entre Julio Cortázar (1914-1984) y Manuel Antín (1926) durante la década de 1960 es un interesante ejercicio para estudiar las relaciones entre literatura y cine –o viceversa― y, en un circuito más particular, el diálogo entre dos poéticas que tratan, en sus respectivas prácticas, de situarse a la vanguardia del proceso artístico. En ese aspecto, el entusiasmo y el distanciamiento se suceden, progresivamente, y la hipótesis central para explicarlos consiste en que las poéticas de ambos no terminaron nunca de congeniar en un punto. Cortázar insiste muchas veces en la necesidad de innovar, pero tendiendo puentes con los lectores/espectadores. Su propuesta consistía en un cruce entre la libertad imaginativa del surrealismo, después de superar su etapa inicial neorromántica, y el compromiso ético que exigía el existencialismo, y que se concretó para él en su novela Rayuela, escrita durante esos mismos años. Las convergencias que hallaron ambos, a través del correo interoceánico, para las adaptaciones de los cuentos “Cartas a mamá” y “Circe”, se diluyen cuando Antín le envía su proyecto y guion para filmar, sobre la base de otros dos cuentos, su película Continuidad de los parques (1965), que al escritor le pareció un resultado fallido.
Palabras clave: Julio Cortázar; Manuel Antín; Literatura argentina; Cine; Cartas.
Abstract: The epistolary relationship between Julio Cortázar (1914-1984) and Manuel Antín (1926) during the 1960s is an interesting case through which to study the relationship between literature and cinema –or vice versa– and, more specifically, the dialogue between two poetics that try, in their respective practices, to be at the forefront of the artistic process. In this process where enthusiasm and distancing progressively follow one another, this article argues that these artists’ poetics never fully agreed on any one point. Cortázar often insists on the need to innovate by building bridges with readers/viewers. This consisted of a cross between the imaginative freedom of surrealism, after overcoming its initial neo-romantic stage, and the ethical commitment that existentialism demanded, which grounds his novel Rayuela, written during those same years. The convergences they found through their interoceanic mail for the adaptations of the short stories “Cartas a mamá” and “Circe”, were diminished when Antín sent him his project and script to film Continuidad de los parques (1965), based on two other stories, which to the writer was a failure.
Keywords: Julio Cortázar; Manuel Antín; Argentine Literature; Film; Letters.
Resumo: A relação epistolar entre Julio Cortázar (1914-1984) e Manuel Antín (1926) durante a década de 1960 é um exercício interessante para estudar as relações entre literatura e cinema –ou vice-versa– e, num circuito mais particular, o diálogo entre duas poéticas que procuram, nas suas respectivas práticas, estar na vanguarda do processo artístico. Nesse aspecto, o entusiasmo e o distanciamento se sucedem progressivamente, e a hipótese central para explicá-los é que a poética de ambos nunca chegou a concordar em um ponto. Cortázar insiste muitas vezes na necessidade de inovar, mas construindo pontes com leitores/espectadores. A sua proposta consistia num cruzamento entre a liberdade imaginativa do surrealismo, depois de ultrapassada a sua fase neo-romântica inicial, e o compromisso ético que o existencialismo exigia, e que para ele se concretizou no romance Rayuela, escrito nesses mesmos anos. As convergências que ambos encontraram, através do correio interoceânico, para as adaptações dos contos “Cartas a mamá” e “Circe”, se diluem quando Antín lhe envia seu projeto e roteiro para filmar, baseado em outros dois contos, seu filme Continuidad de los parques (1965), que pareceu ao escritor um resultado fracassado.
Palavras chave: Julio Cortázar; Manuel Antín; Literatura argentina; Cinema; Cartas.
El comienzo de una relación epistolar
Motiva este artículo el intercambio epistolar entre el escritor Julio Cortázar y el cineasta Manuel Antín durante 1961-1966. De esas cartas, a las cuales se suma alguna grabación, alguna charla telefónica y que revelan, sobre todo, una manera de comunicación interoceánica por escrito, muy de época, se recortan sus intercambios a propósito de la versión de “Cartas a mamá” en el filme La cifra impar (1962) y los resultados del trabajo conjunto en un hotel de Sestri-Levante (Italia) para confeccionar otro guión, el de la película Circe (1964), y la discusión de ambos acerca de los resultados fílmicos de esa tarea.
Es cierto que tales intercambios, con acuerdos y desacuerdos, con sugerencias, aceptaciones y rechazos, versaron principalmente sobre la parte escrita del texto fílmico, pero sin descuidar los otros componentes semióticos, sonoros y visuales. Algo comprensible si recordamos que para Antín el cine era sobre todo literatura –“yo soy director de cine porque nunca pude ser un buen escritor” le dijo en 2003 a Paula Félix-Didier–, que su iniciación artística fue como poeta, novelista y dramaturgo y que ingresó al cine escribiendo guiones para Rodolfo Khun.
En cuanto a Cortázar, era un cinéfilo empedernido y, aunque reitera en varias de sus cartas una supuesta incompetencia al respecto, había firmado por ejemplo en la revista Sur (1952) una magnífica reseña sobre Los olvidados de Luis Buñuel, a quien admiraba, también por haber encontrado, en esa película mexicana, la manera de filmar el drama de los jóvenes marginales.
Tal intercambio ha sido motivo de varios comentarios críticos y abordada por una película de 65 minutos que homenajea al director[1], pero aquí se plantea esa relación en un sentido fundamentalmente estético, a partir del surgimiento de una neovanguardia (reactivaba y ampliaba la de los años de 1920) literaria en Buenos Aires que arranca por lo menos de la revista Arturo (un número de 1944) y del invencionismo poético, tras las huellas del creacionista chileno Vicente Huidobro, a quien acompañaron pronto algunos surrealistas en la revista Ciclo de 1948.
Estos últimos tenían diferencias con el grupo Madí, del cual Gyula Kósice escribió en 1946 su Manifiesto y, sobre todo, Edgar Bayley, cabeza del invencionismo, los consideraba herméticos, mientras ellos apostaban al esfuerzo comunicativo, incluso a contrapelo de las primeras vanguardias europeas (comienzos del siglo XX). Lo dice en varios artículos aparecidos en Poesía Buenos Aires[2] y en “Breve historia de algunas ideas sobre poesía” incluido en el volumen de ensayos Realidad interna y función de la poesía de 1952, ampliado en 1965:
la semántica ha venido a confirmar en nuestro tiempo una vieja intuición de los poetas: la poesía sirve por sus medios propios los procesos de comunicación y de conducta práctica. No pretende, por lo tanto, sustraer al hombre de sus responsabilidades […] Creo que siempre el poeta trabaja a favor de la comunicación entre los hombres; su esfuerzo obra sobre los modos de orientación del hombre frente al mundo y a la sociedad. (Bayley 103-04)
Cortázar estuvo cerca, inicialmente, de los llamados poetas del 40, elegíacos y neorrománticos. De ese neorromanticismo dan cuenta un largo artículo y un libro aparecido póstumo, dedicados al poeta inglés John Keats, así como el poema dramático Los reyes de 1949. Pero conviene no olvidar que, de ese grupo, participaron Enrique Molina y Olga Orozco, convertidos finalmente en dos representantes destacados del surrealismo argentino, y que Cortázar defendió el surrealismo en la propia Sur[3] y en varios artículos de Realidad. Revista de Ideas, de 1949, polemizando, oblicuamente, con algunos colaboradores de Sur y en particular con Guillermo de Torre.
Cortázar, además, fue uno de los varios e importantes narradores latinoamericanos de entonces (Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias) que pasaron de la poesía vanguardista inicial a la narrativa, apostando por una organización metonímica del texto articulada a lo metafórico y con una orientación definida. Ya en el cierre de su artículo “Notas sobre la novela contemporánea” de 1948, sostiene que la nueva narrativa debe conservar una raíz poética y de signo surrealista.
También el cine atravesaba entonces una fuerte crisis mundial con el surgimiento de la televisión, a lo cual se sumaba, en la Argentina, la desaparición de varios estudios (Pampa Film, EFA, Lumiton, San Miguel, etc.) y un impulso renovador que inició la llegada de filmes suecos –sobre todo de Ingmar Bergman― y de la nouvelle vague francesa, cuya asimilación, junto a otros componentes, se advierte ya en La casa del ángel (1956) o El secuestrador (1957) de Leopoldo Torre-Nilsson.
Esta última tiene huellas de la citada película de Buñuel al reunir un grupo de niños y adolescentes desamparados, sin contención familiar, y, en cuanto a las películas de Torre-Nilsson-Beatriz Guido, Antín intentaría desviar la morbidez patológica en que suelen caer los guiones de esa narradora hacia una línea de montaje más imaginativo y con cierto trasfondo psicoanalítico o mítico.
Eso lo aproximó a la literatura de Cortázar cuando leyó su Bestiario, descubierto casualmente en casa de un amigo hacia 1956-1957, e iniciaron en 1961 el epistolario que es el principal referente de este artículo. El vínculo entre las primeras dos adaptaciones (Cartas a mamá, 1961, y Circe, 1962) no se mantuvo en Intimidad de los parques (1965). Sus poéticas, evidentemente, sólo congeniaron durante un tiempo y en forma parcial[4].
Cortázar, radicado en París desde 1952 y traductor para la UNESCO, disfruta del contacto con las ruinas y el pasado artístico europeo, unido a sus paisajes, que recorre sobre todo en viajes por Francia e Italia, pero hacia el final de esa década comienza a salir de su reducto esteticista. El 27 de octubre de 1961, responde así a la crítica de Emma Speratti Piñero sobre la novela Los Premios: “después de “El perseguidor” ya no está uno para invenciones puramente estéticas” y, para dejar claro que cierra su etapa inicial, más borgeana, añade: “Yo me voy con Gabriel Medrano, yo soy cada vez más Gabriel Medrano. Con toda su infelicidad, su mediocridad y quizás su rescate in extremis. Usted, oh afortunada, seguirá la ruta que lleva a Tlön” (Cartas 1937-1963 456).
Su viaje de tres meses a Buenos Aires, inmediatamente anterior al contacto con Antín y en misivas a diferentes destinatarios, le deja del país la impresión de “un mundo negro y estropeado” (9 de diciembre de 1959, Cartas 1937-1963 406), “lamentable y deprimente” (30 de mayo de 1960, Cartas 1937-1963 423).
No menos monstruoso es lo que sucede en Argelia, pero “me valgo de mi condición de extranjero para ignorar todo lo que ocurre en torno” (30 de mayo de 1960, 424), actitud que él mismo califica de “escapismo”. Lo sorprende por eso que sus cuentos “se venden enormemente” en una Argentina de cuya producción literaria opina “todo es muy flojo, demasiado ‘neorrealista’ (pero sin verdadera fuerza)” (22 de diciembre de 1959 411). Sospecha, con todo, que una nueva generación se está incorporando de otro modo a la vida cultural.
Medio año después, en carta a Eduardo Castagnino, censura los atropellos de la OAS contra los árabes que presenció en el puerto de Orán, aunque siga confesando “hago la vida que me gusta en París, lleno de exposiciones fabulosas, mucho teatro, mucho cine” (25 de mayo de 1961 480). Cuando el voto peronista derrota al presidente Arturo Frondizi, se lamenta por ese “retorno de la masa sudorosa”, a la vez que se autodefine todavía, pero ya irónicamente, como “miembro de una capa oligárquico-liberal-pequeño burguesa intelectualota” (a Eduardo Jonquières, 20 marzo de 1962 470).
En fin, la invitación como jurado de Casa de las Américas cubana, que acepta no sin resquemores, tendrá un efecto revulsivo, aunque en ese momento todavía aclara (carta a Manuel Antín del 10 de diciembre de 1962) “la revolución cubana me fascina (la revolución, no el gobierno revolucionario)” (Canosa 1995 54). Cuando retorna, le confiesa a Antín: “si tuviera veinte años menos y no fuera tan pequeño burgués, me quedaría allá para ayudarlos” en su lucha “que sólo los yanquis y los suscriptores de Sur son capaces de ignorar.” (23 de febrero de 1963 528). Confiesa, nada menos, los límites de su conciencia de clase y la injerencia norteamericana en la política de América Latina. Descubre, de paso, que algunos sucesos político-culturales lo alejan de Sur, revista a la cual se referirá en adelante cada vez con mayor desprecio, exceptuando, cuando lo menciona, a Borges[5].
Aclarado esto de manera un poco rápida, la cuestión central es cómo algunos de los textos absolutamente revolucionarios por su manera de significar que edita Cortázar durante la década del 1950 –de Bestiario, 1951, a Las armas secretas, 1959― fueron reescritos para la pantalla grande por Antín, tratando de reponer, en otro lenguaje, rupturas similares, y las reacciones u observaciones del escritor al respecto.
Empleo, a tal efecto, la recopilación de María Lydia Canosa Cartas de cine de Julio Cortázar y Manuel Antín (1961-1969), en la cual hay numerosas notas que resultan de conversaciones entre la recopiladora y el director, quien le facilitara el material. Y dos de los tomos (1937-1963 y 1964-1968) de cartas que editó su esposa y también traductora, Aurora Bernárdez, luego de la muerte del escritor. Una trama de lecturas y relecturas, donde tampoco faltan referencias a algunas reseñas periodísticas, y a las cuales añado mi propia interpretación.
Dos voces que intentan congeniar
El epistolario entre Cortázar y Antín es ya una topología/topografía textual desafiante desde el trato: Cortázar comenzó llamándolo “estimado señor” (31de marzo de 1961, Cartas 1937-1963 434), agradeciendo el interés por filmar un cuento suyo y dispuesto a averiguar cuánto puede cobrarle por la cesión de derechos. Terminaron, al cabo de unos años y tres adaptaciones, siendo amigos (lo llama “muy querido Manuel”) en un aspecto y distanciados en otro.
En las cartas cada vez más espaciadas de 1966, se justifica diciendo que “no es ingratitud ni olvido”, sino resultado de pasar mucho tiempo dedicado a escribir en Saignon (12 de julio de 1965, Cartas 1964-1968 901), y en una del 10 de diciembre protesta porque a Antín le molesta que se declare “tío” de su hija pequeña, si todo sigue así va a terminar llamándolo “estimado señor” (es decir, la fórmula que empleó él al comienzo).
Al cederle los originales a Canosa, el cineasta confesó: “Es él quien me escribe, yo no soy sino su personaje” y por eso mismo le aconseja no incorporar sus cartas, estableciendo ya un arraigado desnivel: la literatura debe ser respetada por el cine. Pero añadió: “entre las muchas personas que cada uno es, a veces contradictorias entre sí, el Cortázar de estas cartas es para mí el más verdadero” (Canosa 8).
Aclara lo que significó para él llegar a filmar La cifra impar, por tratarse de “una literatura inexplorada hasta entonces en el cine argentino, y hasta diría por el cine mundial. Una literatura hermética, un poco misteriosa, un poco unicéntrica” (Canosa 18). Vale la pena retener lo de “hermética” y “unicéntrica”, porque reside ahí, creo, el desencuentro que culminará con la ruptura entre ambos, desde el punto de vista artístico. No deja de ser un indicio que, cuando Antín le solicita colaborar en la adaptación de su propia novela Los venerables todos, Cortázar se excuse de hacerlo, amparándose en que está sumamente ocupado con traducciones.
Tras la pausa de un año, durante el cual Antín filmó su novela, Cortázar pudo verla –en la sala 7 de los laboratorios Alex― y opinó favorablemente, aunque con algunas reservas. En un diálogo radial muy posterior, que figura en las notas de Canosa ya mencionadas, el cineasta comenta posibles coincidencias de ambos con películas francesas como Hiroshima mon amour (1959) y L’année dernière `a Marienbad (1961), ambas de Alain Resnais, y añade que Cortázar le había dicho sobre su trasposición de “Cartas a mamá” que “con la película él había entendido una cosa edípica que en el cuento está borroneada o difusa” (Canosa 28).
En sus cartas, por lo contrario, Cortázar habla casi siempre desde un peldaño superior, reitera varias veces que se siente malinterpretado. No acaba de reconocerle al cine –con excepciones– un nivel artístico comparable al de la literatura, que no necesita de imágenes, ni de música, ni de ruidos, para significar. Es curioso, además, que en el cuento elegido haya asimismo un hermano débil, consumido por la tuberculosis y despojado por el otro, seguro y atropellador, incluso de su novia, con la cual finalmente se casa y radican en París, como Cortázar y Aurora Bernárdez.
La prensa argentina (La Nación, La Prensa, Clarín) celebró esa adaptación y hasta la exigente e influyente Primera Plana sostuvo, el 27 de diciembre de 1962, que “el estilo fílmico de Antín recuerda el fraseo desenfadado, urticante y barrocamente metafórico del cuento de Cortázar” (Canosa 51). Todos reconocen que se trata de “un hecho nuevo en el cine nacional” y su director “un talento inusual en el cine argentino” (Canosa 50-51).
Años después, en un reportaje de 1964 y en el diario El Mundo, Cortázar contestó que ciertos directores, como Antín, “saben transponer”, no se limitan a fotografiar, y por eso La cifra impar conserva las calidades (en el sentido pictórico) de mi cuento, sin sacrificar ningún valor estrictamente cinematográfico” (Calki, “Entrevista a distancia”). El elogio no admite que la película haya, como lo reconocía antes parcialmente, modificado aspectos significativos del original literario.
Lo que se pone en juego al trasponer, creo, es el riesgo de no transmitir un sentido similar –nunca idéntico– con un aparato semiótico (significantes visuales y auditivos) más complejo. Tener conciencia de esa diferencia le había faltado al cine argentino anterior, que creía posible someterse, ingenuamente, a las palabras originales y que en eso consistía la fidelidad, sin confiar en que una relectura inteligente hasta podía –y algunas veces sucedió– superar artísticamente el original al modificarlo.
Cortázar quedó satisfecho, pero también sospechaba que no había una completa coincidencia estética con Antín, como lo sugiere en otros pasajes epistolares: “la noción de magia es distinta en vos y en mí, no cabe duda”; el mal “no es solamente producto de traumatismos, formas patológicas del sentimiento, etc., sino que es una intervención activa y deliberada de fuerzas malignas que habitan e invaden a los protagonistas” (24 de julio de 1962, Cartas 1937-1963 497-498).
El cuento elegido presentaba la dificultad de que el narrador dejara filtrarse la voz de Luis en ciertos momentos, sobre todo marcados por los paréntesis, y coherente con el criterio de dar pistas a su lectorado. Incluye una alegoría lingüística al respecto cuando Luis dice que con Laura no habían construido una sólida comunicación en París, sino “la irrisión de vivir a la manera de una palabra entre paréntesis, divorciada de la frase principal” (Cortázar 1951 8).
Los primeros minutos del filme, desde que la madre (Milagros de la Vega) se pone a escribir en el escritorio, muestran una casona de barrio, muy decorada y atestada de objetos y retratos, en contraste con los chicos que juegan afuera a la pelota y con el departamento parisino luminoso, donde sin embargo Luis (Lautaro Murúa) y Laura (María Rosa Gallo) acaban de recibir una carta en que la madre habla como si Nico (Sergio Renán) estuviese vivo, se los ve molestos, distanciados, y él le dice que no trabe la puerta, porque “los fantasmas se filtran a pesar de todo”.
Además, la oración clave del cuento vuelve a ser repetida por la voz de la madre que escribe, mientras se muestra a Laura manipulando las cartas extraídas de un mueble, y se oye el reloj que no suena ahí, sino en la oscura sala de Flores. Es decir, según explica Emilio Bernini, que un falso racord le permite “alterar la continuidad espacio-temporal de los planos, propia del cine clásico” (23) y establecer la ambigüedad en las imágenes más que en las palabras, lo cual requería, obviamente, una especial disposición del espectador para comprender el relato.
Del mismo modo hay que leer ese cuento, atentos a los paréntesis en estilo indirecto libre o a la reiterada oración “no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo”, que nunca sabemos si proviene del narrador o de Luis. Antín buscó provocar un efecto parecido permitiendo que, más o menos a los diez minutos de rodaje, ese personaje se convirtiera, mediante la voz fuera de campo, en el narrador de la historia.
Con esa variante, el monólogo le permitía intercalar una serie de flashbacks que cuentan cómo el hermano “canchero” desplazó a Nico y otros episodios del cuento, una ruptura de la linealidad narrativa a la cual los espectadores no estaban acostumbrados. Por lo que recuerdo, ante el mismo procedimiento, parte del público sesentista de Hiroshima mon amour abandonaba la sala del cine Lorraine, en la calle Corrientes, confundido o simplemente molesto.
Un eje de Bestiario, como ya lo había señalado tempranamente Noé Jitrik en 1968, es la cuestión del “orden” que el o los protagonistas alteran. Y tales órdenes equivalían a rituales para un intelectual como Cortázar que había leído con atención a Lévy-Bruhl (La mentalité primitive de 1922 y L’âme primitive de 1927), antropólogo francés para quien, en las sociedades civilizadas, quedan residuos del pensamiento arcaico, sea en los aspectos supersticiosos del folklore, sea en ciertas actitudes de profetas, videntes o locos (Romano).
Buscar “la permanencia de un orden” ubica a Luis en el paradigma de casi todos los protagonistas del mencionado Bestiario. Y tras las huellas de Jorge Luis Borges, porque seguro había leído “El arte narrativo y la magia” en el quinto número de Sur o en Discusión, donde opone, a la novela realista-naturalista, psicológica, la de “continuas vicisitudes” (de aventura) o “el relato de breves páginas” (cuento) y a las películas de Hollywood: “Un orden muy diverso los rige, lúcido y atávico. La primitiva claridad de la magia” (Borges 88).
En el cuento queda flotando la suposición de que a Luis le resulta imposible soportar la ruptura del esquema de una madre con dos hijos varones que se la “disputan” y convivir de otra manera en París y junto a Laura. Por eso, incluye una metamorfosis final (Luis comienza a toser como Nico) que sólo un cineasta surrealista hubiese conseguido filmar.
Como asevera Saúl Yurkievich, el de Cortázar era “un surrealismo visceral, convicto y conspicuo; surrealismo asumido menos como preceptiva que como cosmovisión” (“Julio Cortázar: al calor…” 27). Desgraciadamente, el proyecto de Luis Buñuel para filmar una película con cuentos de varios autores, uno de los cuales sería Las ménades, de Cortázar, se frustró.
El 10/07/62 Cortázar refiere que vio El ángel exterminador (Buñuel, 1962) y lo impresionó como “un cine grande y libre”, el mismo hacia el cual sospecha que Antín se encaminaba:
Nunca en esta temporada de cine conformista y Antonioni, de cine ‘astuto’ y Chabrol, de cine psicológico y Fellini, te he sentido presente cuando veía películas. Pero esta noche sí, no sé por qué, estabas ahí en la platea sentado entre Aurora y yo, y hubiera sido tan estupendo salir juntos del cine y empezar a trabajar juntos en una película y encontrar finalmente el camino que tanto me gustaría caminar con vos alguna vez. (10 de julio de 1965, Cartas 1937-1963 494).
Ese camino lo tenía bastante claro Cortázar ya desde 1947, en su ensayo Teoría del túnel. Notas para una explicación del surrealismo y del existencialismo, que Yurkievich exhumó en 1994.
Hay ahí un intento de conjugar ambas poéticas, a partir de un humanismo que niega toda clase de trascendencia: “surrealismo y existencialismo acusan hasta ahora los sondajes más hondos (…) integran con su doble batalla el entero ámbito del hombre y marchan hacia una futura conjunción” (Cortázar, Teoría del túnel 134-135). Hay un enlace entre el compromiso ético, el humor irreverente y la libertad imaginativa.
Del mayor acercamiento a la distancia definitiva
La elaboración del guion de Circe[6] fue distinta, partió de un encuentro, cuando ambos se reunieron e intercambiaron opiniones a partir de un esquema que trazó Antín. Después, desde París, Cortázar trabajó especialmente los diálogos que no figuraban en su cuento y fue formulando una serie de propuestas, enumeradas en la nota 25 del libro de Canosa, la mayoría de las cuales figuran hoy en el filme.
Cuando le envía el guion revisado, junto con una cinta magnetofónica y comentarios orales, aprovechando el viaje de una amiga, le critica principalmente a Los venerables todos su “evidente hermetismo”, porque “escamoteaste las claves esenciales para que la película, sin perder altura, se volviera inteligible […] podría demostrarte claramente cuáles son los puentes, los hiatos que inevitablemente hay que llenar si se quiere que haya una captación aceptable de un sentido o de una acción” (13 de junio de 1963, Cartas 1937-1963 589). El “encontré muy confusa la iniciación de la película […] al espectador no hay que halagarlo, pero hay que darle las claves suficientes para que entre en la cosa” (846) retoma ese contraste comprensión /hermetismo ya subrayado. Y luego figuran las sugerencias: sería oportuno, en ciertas circunstancias, dejar que Delia canturree a media voz, ocurrencia que lo llevó –no lo había hecho cuando escribió el cuento– a consultar la Odisea[7]. Cuando el héroe y sus compañeros llegan al palacio, la encuentran cantando y tejiendo.
Lo más notorio es que Cortázar insiste en que no debe abandonar la atmósfera dominante y que radica en la casa misma de Delia (Graciela Borges), en utilizar muy pocos exteriores y en función de contraste. Por eso le recomienda modificar la escena en que los padres de Delia y Mario se reúnen y que Antín no acató, tal vez para enfatizar el contraste mítico del filme con una escena de la vida cotidiana porteña, pero para el cuentista esa secuencia destruye la secreta complicidad entre Delia y sus padres, último pliegue de la ambigüedad textual.
Cortázar reivindica incluso el clima ritual que quiso mantener como subtexto, pero que, en este caso, se le fue transformando a lo largo de la escritura y sobre todo en su clímax. En efecto, hay, en el desenlace, un léxico de fuerte contaminación sexual, que un crítico destacó como una filiación evidente que se establece entre el placer oral y el placer erótico (Terramarsi).
Mientras Delia espera el veredicto de Mario (Alberto Argibay) sobre los bombones, el texto literario precisa “anhelosa la respiración ... oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía, como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada” (Cortázar, 1964: 114).
Antín, en su versión fílmica, aprovechó eficazmente ese erotismo de la protagonista; tanto, que la Comisión Nacional Honorífica de Moralidad, una de las instituciones católicas preconciliares encargadas de ejercer la censura, prohibió en principio su exhibición a causa de esas escenas narcisistas y autoeróticas, como esa muy lograda en que ella se restriega contra un espejo.
Al final, Delia queda atrapada en su propia tela, mientras Mario contesta el llamado telefónico –cuya continuidad de una a otra escena es otro acierto del director– y se salva. La película no traiciona el desenlace trágico, como opina Cortázar, sino que en todo caso transgrede la inexorabilidad del mito clásico y deja a Delia (¿y a sus padres?) librados a un destino recurrente, a la vicisitud de un nuevo noviazgo. Consiguió así que el personaje homérico, “la diosa con bellos bucles” (Odisea, X, 321) que convertía en cerdos a los compañeros de Ulises, se disolviera en el deseo perverso de Delia, que una trágica deidad clásica adoptara la sexualidad polimorfa de una burguesita barrial, incapaz de comunicarse a través del cuerpo (los besos o caricias que rehúye) y que acude a la mediación de bombones o licores para “envenenar” (de deseos insatisfechos) a sus novios:
creo que en el caso de Circe, que plantea además el drama dentro de gente bastante simple, no excesivamente refinada, hay que obligadamente crear esos puentes y crearlos con mucha frecuencia, porque entonces, una vez creados, podés apuntar por encima del techo si te da la gana. (18 de junio de 1963, Cartas 1937-1963 596)
Seguidamente se disculpa Cortázar por sus “continuas intromisiones en el campo de la imagen” (596), lo cual trasunta que, en realidad, estaban latentes dos imaginarios distintos de lo que significa dirigirse a un público ampliado, que no fuera el exclusivamente cineclubista de los años 60[8] en Buenos Aires.
En fin, una exhibición final de cucarachas dentro de los bombones le resulta al escritor inaceptable y sugiere que en un momento se encienda la luz de la cocina cuando entra Delia “y se vean huir las cucarachas por el piso de la cocina” (Canosa 79), así como la insistente intercalación de Rolo (Sergio Renán) y Héctor (Walter Vidarte) como figuras espectrales, “que se los vea y que se los oiga” (79).
Al respecto, Cortázar es taxativo: si el espectador sale de la sala sin esa convicción, “significa entonces no haber hecho el balance total de la película. Significa desconcierto, probablemente cólera y, como consecuencia, el fracaso de la obra como obra de arte” (Canosa 84). Y su certeza nos reinstala en la convicción, imposible, de que la adaptación no sea por lo menos parcialmente una reescritura.
Los nexos establecidos hasta ahí se rompen cuando Cortázar, a mediados de 1964, recibe noticias del guion que prepara para “El ídolo de las Cícladas”. Entonces le recuerda “Volvemos a nuestras largas discusiones sobre lo que hay que dar a entender y lo que el espectador debe arreglárselas para entender por su cuenta” (4 de agosto de 1964, Cartas 1964-1968 730). Y al mes siguiente, le reprocha no haber sabido plasmar la “fuerza maligna y sobrenatural” que mueve la acción, “convertirlo en un caso más o menos patológico de frustración y de celos” (849), además de desaprovechar el entorno que le brindaban las ruinas de Machu Picchu. Interpela otra vez desde un pedestal al director: “Vos has eliminado toda motivación sobrenatural del drama y lo has situado en un terreno erótico-psicológico. También lo hiciste en La cifra, pero ahí no pasaba nada tremebundo” (851).
Pero pasaba. Y por eso le especifica “nadaste todo el tiempo entre dos aguas, lo psicológico y lo mítico, pese a que durante el primer cuarto de hora la escena del descubrimiento del ídolo, estaba todavía expectante y satisfecho”. Pero luego “sobrevinieron las intercalaciones de elementos inexplicables y costumbristas”, la procesión y los toros fueron “demasiado reales, vivos y calientes en una historia tan inexplicablemente helada y artificiosa” (4 de agosto de 1964, Cartas 1964-1968 728-732).
Ocho meses después, en marzo de 1965, ve la película, que “me frustra y me desencanta”, pero preferiría hablar personalmente “todo esto que se me antoja confuso, decepcionante y hasta incomprensible” (4 de agosto de 1965, Cartas 1964-1968 835). A Francisco Porrúa le escribe, casi inmediatamente, que vio el filme y lo siente por él y por Manuel, “porque lo quiero mucho y sé cuánto rigor y cuánta exigencia tiene en un medio tan asqueroso como el del cine argentino” (30 de marzo de 1965, Cartas 1964-1968 837).
Como Antín califica de “infundadas” sus objeciones, pues varios amigos suyos vieron la película y la elogiaron, Cortázar le envía esa misiva previa, que se guardara seguramente por su tono agresivo: “Tu carta me demuestra que, desgraciadamente, me equivoqué. Si algunos amigos del director lo elogiaron, en Europa debemos tener ya otros criterios” (5 de abril de 1965, Cartas 1964-1968 846), argumento de suficiencia eurocéntrica que raramente esgrimía, pero que reabre una de las profundas razones por las cuales nunca regresó a vivir en el país desde su autoexilio antiperonista.
Cuestiona el guion que para Intimidad de los parques (estrenada en julio de 1965) preparó Antín junto con Calki y Grossi: “se estrella en una soledad, de incomunicabilidad, que termina por exasperar y fatigar”, porque “le falta la coherencia, la ilación vital” (21 de marzo de 1965, Cartas 1964-1968 847). Ni la procesión, ni los toros, ni el taller de Mario contribuyen al “desencadenamiento de fuerzas oscuras […] y el público se queda completamente afuera de clima” (Cartas 1964-1968 848).
Cortázar está reconociendo que podía aceptar hasta el deslizamiento de una a otra de sus más notorias napas verbales en una adaptación, si el resultado era artísticamente valioso, pero que no apreciaba ahí tales desplazamientos y comenzaba a sospechar que nunca habían compartido con Antín una misma poética.
De todas maneras, parece aplacar el tono con “Qué sé yo, Manuel. No tengo don crítico, y simplemente estoy soltando mi tristeza ante algo que me parece que pudo ser muy hermoso” (Cartas 1964-1968 849). Nada de eso, la crítica es rigurosa e incluso demuestra, en las últimas páginas, por lo menos, cierta versación técnica de aficionado cinéfilo.
Le recomienda el ejemplo de Ansiktet (El rostro, 1958), filme de Bergman, donde siempre pasa por debajo de lo confuso “una corriente vital, algo que justifica el drama, que mantiene el interés”. Y concluye “Te espero en otra película, tal como te encontré en La cifra impar. Tengo confianza en vos, en la medida en que venzas los demonios de la incomunicación en que parecés moverte ahora” (851).
Ese reencuentro no se produjo, sino todo lo contrario, según queda referido al comienzo. Vale la pena, de las pocas y espaciadas cartas de Cortázar posteriores, destacar varias cosas: una, su desinterés ante la filmación que realiza Antonioni de un cuento suyo (evidente reescritura fílmica de “Las babas del diablo”) en Blow up (1966): “la película me tiene notablemente sin cuidado, tiene poco que ver con mis intereses reales” (22 de enero de 1966, Cartas 1964-1968 984), salvo por el prestigio del director y por lo que le significa económicamente.
En otra, junio de 1966, parece sugerirle indirectamente que si Antín no pudo adaptar la tragedia mítica en su segunda transposición, él ha alcanzado un nivel literario cada vez más complejo, que arriesga incluso su compromiso comunicativo: “lo que escribo ahora es directamente la locura: perderé de golpe a todos mis lectores y quizás ya sea tiempo. Hay que aprender a matar a los ídolos”[9] (1º de junio de 1966, Cartas 1964-1968 1022).
Cortázar había seguido experimentando con el humor y el desenfado surrealistas en Historias de cronopios y de famas (1962), a la vez que retomaba la angustia existencial con Johnny (“El perseguidor” en Las armas secretas) y los entrecruzaba en varios pasajes de Rayuela (1963). Y es cierto que en Todos los fuegos el fuego (1966), como él mismo reconoce, se permitiría mayores audacias significativas.
Antín, en cambio, cierra el ciclo que comentamos con la trasposición de un cuento de Augusto Roa Bastos (“Encuentro con el traidor”) como Castigo al traidor (1966) y David Ouviña, que trató de ser respetuoso con sus filmes, opina que la película “vuelve sobre La cifra impar y reproduce su misma estructura narrativa, el mismo tipo de discurso, el mismo juego de tiempos” (31), pero “no alcanza la sensibilidad y el misterio de sus anteriores trabajos” (29).
El misterio y la ambigüedad de casi toda la narrativa cortazariana, que Antín supo filmar con bastante éxito en muchos pasajes de sus dos primeras trasposiciones, fracasó en la tercera y terminó su carrera aceptando, tal vez inconscientemente, esa superioridad de lo literario (sólo arte, sin entretenimiento) que a veces Cortázar le recordaba.
Cuando se propuso alcanzar una mejor comunicación con el gran público, tal vez porque las imposiciones de la industria cinematográfica se lo exigían para seguir filmando, dejó de lado la experimentación, como lo manifiesta el pintoresquismo ilustrativo de algunas de sus películas posteriores (Don Segundo Sombra de 1969, y Allá lejos y hace tiempo de 1978) sobre textos de Ricardo Guiraldes y de William Hudson, escritores que no presentaban las mismas exigencias, por pertenecer ya al panteón literario argentino, y tampoco podían cuestionar las decisiones del director.
Referencias bibliográficas
Notas
[1] No incorporo a mi artículo ese documental, Cortázar & Antín. Cartas iluminadas, 2018, de Cristina Rajschmir, guión en colaboración con Alejandra Marino, que recibió varios premios, porque es un homenaje a Antín y en una entrevista el director aclara que “nunca tuvimos un entredicho” ―lo que no coincide con el desarrollo de la correspondencia― y culpa a motivos políticos del alejamiento entre ambos. El documental se reestrenó en febrero de 2024 por los 40 años de la muerte de Cortázar.
https://www.pagina12.com.ar/710311-se-reestrena-el-documental-cortazar-antin-cartas-iluminadas.
[2] Poesía Buenos Aires se editó entre 1950-1960, y promovida fundamentalmente por Raúl G. Aguirre, reunió a poetas de varias orientaciones dentro del neovanguardismo al cual se hace referencia.
[3] La defensa del surrealismo puede leerse en el artículo “Muerte de Antonin Artaud” en Sur (1948).
[4] En una entrevista de Página/12, titulada con una frase del director, “Filmé lo que yo hubiera querido escribir” (Ranzani, 2020), Antín niega que hubieran tenido entredichos: “siempre coincidimos”. Si no le gustó Intimidad de los parques, fue porque la filmó en Machu Picchu y no en Grecia. No porque “discutiéramos en cuanto a la ideología”, pero “la política nos separó”, cuando “se alejó de su casa y empezó a hacer una vida distinta”, lejos de Aurora Bernárdez y cerca de la revolución cubana.
[5] El 21 de mayo de 1961, hablando acerca del triángulo (o los triángulos) de “Cartas a mamá”, le dice que tal vez ellos mismos estén en medio de una relación fantasmática y “el juego continúe al infinito, como le gusta a nuestro Borges” (Cartas 1937-1963 442).
[6] Un indicio es ya que conservara el título original y que la película, a pesar de ser una de las objeciones de Cortázar, mantuviera el contraste de la protagonista cuando estaba en su casona, en tanto recinto mágico-mítico, y en sus salidas por el barrio, sobre todo con la oposición tinieblas/luminosidad.
[7] Este pasaje trasunta la tendencia a reelaborar los mitos clásicos, en un contexto moderno y según la tendencia antropológica mencionada, que inicia The Golden Bough (elaborada y ampliada entre 1900 y 1915) de George Frazer y a la que adhirieron importantes escritores anglofranceses: T. S. Eliot, J. Joyce, S. Mallarmé, Paul Valéry, etc.
[8] Pienso en Gente de cine que fundó Roland y en el Cine Club Núcleo de Samaritano.
[9] La última oración de la cita, en el contexto de esta correspondencia, puede tener diversas connotaciones, incluso la de que Antín no se equivocó al eludir la dimensión mítica en Continuidad de los parques.