RESEÑAS

Gramuglio, María Teresa. Prólogo de Judith Podlubne. Nacionalismo y cosmopolitismo en la literatura argentina. Rosario: Editorial Municipal de Rosario, 2013, 393 páginas.

En el “Prefacio” del libro, María Teresa Gramuglio afirma: “Nunca creí necesario reunir mis artículos en libro” (65); en la “biografía intelectual” que abre el volumen, Judith Podlubne se refiere a éste como un “libro imposible” (52). Así nos enteramos de que el libro no es el resultado de una decisión de la autora, sino la consecuencia de las insistentes sugerencias de amigos y discípulos que, a pesar de las reservas de Gramuglio, la convencieron de que el proyecto era necesario. El libro, entonces, fue posible, y habrá que felicitar a esos “autores intelectuales” por este producto largamente esperado. Se trata de una recopilación de artículos, pero no de una antología, no de una suma de trabajos que procuran amalgamarse en un collage más o menos indefinido. Estamos ante un libro, porque de hecho lo es, con una factura material estupenda; pero además porque los trabajos están ensamblados como si, de artículo en artículo, de año en año, de tema en tema, hubiera una progresión argumentativa, una lógica que guiara el conjunto: lo que en uno se señala sólo como hipótesis de trabajo, en el siguiente se retoma y se completa el proceso de demostración. Por último, estamos ante un libro porque se lee como un libro; si bien admite múltiples entradas, la existencia del libro no resuelve sólo un problema de comodidad del investigador (el de tener los trabajos de la autora en un solo volumen y no tener que andar buscándolos en diferentes fuentes), sino que ha logrado transformar esa dispersión de trabajos de variada fecha y procedencia en un corpus ordenado y sistemático. En suma: el libro de Gramuglio.
El volumen está ordenado en cuatro secciones: “Nacionalismo y escritores nacionalistas”, “La década del treinta”, “La revista Sur” e “Interrelaciones entre literatura argentina y literaturas extranjeras”. Puestas en relación, las secciones parecen justificar el título del libro, porque de eso se trata: de las relaciones entre cosmopolitismo y nacionalismo en una literatura, la argentina; en un período determinado, la década del treinta (con constantes referencias a líneas que se extienden hacia el pasado y se proyectan a períodos posteriores); y a partir de un método clásico, pero dinámico y revisitado, el comparatismo. La primera sección, referida al nacionalismo, incluye ocho trabajos, fechados a lo largo de la década de los noventa, dedicados en especial a las obras de Leopoldo Lugones y de Manuel Gálvez. En el primer artículo de la serie, Gramuglio toma posición firme y duradera en un asunto contencioso: “¿cuándo nace el nacionalismo?”. Para responder a esta pregunta, procura refutar la tesis que sitúa el origen del nacionalismo en Argentina a partir de las obras de Manuel Gálvez y Ricardo Rojas, las que constituirían la etapa del nacionalismo “espiritualista”, precursora de un posterior nacionalismo “político”. La refutación se basa en un concepto, el “nacionalismo oficial”, y en una certeza: “en las sociedades modernas, sólo el Estado es capaz de realizar las complejas tareas de ‘ingeniería cultural’ que requiere la formación de la nacionalidad; por ende, la nación presupone al Estado, y no a la inversa” (168). Afirmar que el nacionalismo argentino nace con las operaciones institucionales y culturales de homogeneización que pone en marcha el Estado liberal implica una provocación polémica: por un lado, saca el debate sobre el nacionalismo de la endogamia de los nacionalistas; por otro, les dice que su pensamiento, fuertemente antiliberal, deriva de las políticas del Estado liberal (les dice aquello que nunca hubieran querido escuchar). Una segunda operación crítica consiste en internacionalizar el debate sobre el nacionalismo: los escritores nacionalistas no son menos “cosmopolitas” que los liberales, ya que es posible rastrear en su prosa recurrentes interrelaciones externas, desde los padres del romanticismo filosófico, como Herder o Fichte, hasta los referentes de la derecha francesa, como Barrès y Maurras (140). En este sentido, si bien Gramuglio acepta la valoración de Tom Nairn sobre el nacionalismo como un dios Jano que exhibe una cara saludable y la otra mórbida, advierte que las experiencias históricas parecen constatar que es el segundo rostro el que termina por imponerse y “conduce a los nacionalismos a desplazarse hacia la extrema derecha del espectro político y, lo que es más temible, a convertirse en máquinas de genocidio y de guerra” (81).
Con relación a los escritores del nacionalismo, dos parecen ser las hipótesis más visibles en la crítica de Gramuglio. Una, de raigambre bourdiana, se detiene en el modo en que los autores –en este caso, Lugones y Gálvez– construyeron una imagen de escritor desde sus primeros textos (los poemas de Las montañas del oro; El diario de Gabriel Quiroga): en Lugones, es la “clave de bóveda que confiere significación a sus cambios estéticos e ideológicos” (101); en Gálvez, dicha imagen va diseñando modelos sucesivos de diletante, decadente y patriota, para desembocar en el escritor profesional, preocupado por la organización de sociedades y editoriales, e interesado en constituirse como un novelista reconocido por el mercado. La segunda hipótesis consiste en imbricar sistema político y sistema literario: el primero no es el contexto o telón de fondo del segundo, ni tampoco el condicionante externo de ciertas decisiones, sino que “se trataría de ver cómo la problemática nacionalista orienta también las elecciones estéticas y formales” (83). Así, Gramuglio corrige una conocida cita de Borges sobre Lugones y afirma que el nacionalismo del escritor no es algo exterior a sus “adjetivos y metáforas”, sino que resulta inescindible de sus elecciones formales.
La segunda sección consta de dos trabajos. El primero, “Una década dinámica. Protagonistas, transformaciones y debates en la literatura argentina de los años treinta” –el más extenso del volumen–, constituye, como afirma Podlubne, “el corazón” del libro. Seguramente porque formó parte del tomo VII de la Nueva Historia Argentina (2001) su perspectiva es menos específica y su enfoque sobre los años treinta resulta más panorámico. Su riqueza es de otra índole: las evaluaciones micro aquí ceden paso al análisis de conjunto, a la combinación significativa de fenómenos diversos. Un subtítulo, “Para una revisión de lugares comunes”, parece guiar la tarea crítica, comenzando por la revisión de la operación ideológica que dio lugar a la “poderosa ‘invención’ de la ‘década infame’” (264), una fórmula exitosa que, si bien se hace cargo de un aspecto ominoso del período en cuestión, tuvo el efecto de haber bloqueado, para la historiografía, el dinamismo de una década tan significativa y las productivas contradicciones que la atraviesan. Otro “lugar común” –cuestionado, especialmente, en el segundo artículo de la sección– radica en la centralidad que se le ha otorgado, para el período, a la llamada ensayística del “ser nacional”; el análisis de obras repetidamente citadas –El Hombre que está solo y espera (1931), de Scalabrini Ortiz; Radiografía de la pampa (1933), de Martínez Estrada; Historia de una pasión argentina (1937), de Mallea– desemboca en dos conclusiones que las desplazan de ese lugar: 1) la ensayística del “ser nacional” no es un producto original de esa década gris y agobiante, sino que se articula visiblemente con las obras que veinte años antes habían dado a conocer Joaquín V. González, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez; 2) la supuesta centralidad de la ensayística queda “opacada ante la evidencia de la extraordinaria transformación que experimentaba la narrativa en los años que van aproximadamente de 1920 a 1940” (258): Ricardo Güiraldes, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Macedonio Fernández.
La tercera sección, integrada por cinco artículos, se ocupa de la revista Sur, uno de los objetos críticos más visitados por Gramuglio a lo largo de dos décadas (el primero está fechado en 1985; el último, en 2006). “Una revista política” es el subtítulo de aquel artículo sobre Sur, publicado en Punto de Vista a mediados de los ochenta, y la autora reconocía, desde el primer párrafo, que ese subtítulo podía ser leído como una provocación. Provocación contra quienes habían consolidado la idea, pregnante y duradera, de que Sur representaba “objetivamente el correlato cultural de la clase dominante” y que resultaba “funcional a las necesidades de la reacción oligárquica conservadora” (323); desde esta perspectiva, Sur fue la revista de la oligarquía no porque lo hubiese manifestado plenamente, sino en la complicidad de sus silencios, en su presunto apoliticismo. Una vez más, Gramuglio desanda este lugar común y demuestra con argumentos contundentes que Sur, al menos en la década que sigue a 1935, estuvo fuertemente atravesada por los debates políticos e ideológicos de la época: la crisis económica, la emergencia y consolidación de los totalitarismos europeos, la guerra civil de España, el inicio de la Segunda Guerra. Fiel a una concepción de intelectual que no se involucra directamente en la actividad política sino que se asume como guardián de ciertos valores universales, la revista se manifestó, en el marco de una reivindicada tradición liberal, en contra de los fascismos y a favor de la República española. De un americanismo proyectado y promovido por figuras como Waldo Frank, –muy vinculado a Victoria Ocampo y a los orígenes de la revista–, las ideas sustentadas desde la publicación se fueron orientando hacia un vago panamericanismo, diseñado desde los Estados Unidos, que desembocó en un anticomunismo cada vez más ferviente y en la incomprensión hacia fenómenos que marcarán a fuego las décadas siguientes, como la revolución cubana y el llamado boom de la narrativa latinoamericana. Gramuglio recorre puntualmente las etapas de este itinerario y los artículos más importantes que lo fueron jalonanado.
Sin embargo, defensores y detractores de Sur han caído frecuentemente en el error de interpretar a la “formación cultural” como un grupo homogéneo, cuando, en verdad, fueron muchas las polémicas internas, a veces explicitadas, a menudo solapadas, que los enfrentaron. Gramuglio se detiene con lucidez en la batalla que libraron Borges y Bioy en defensa del género fantástico, mediante la progresiva demolición de la novela psicológica –representada, dentro del grupo, por Mallea– y de cualquier forma de realismo asociado al “color local”. Lo que la autora llama el “subgrupo” identificado con Borges irá cobrando protagonismo en el sentido de consolidar un proyecto cosmopolita desde la periferia del mundo; una “élite cultural”, una “minoría rectora” que asumió la literatura universal como el espacio propio y desde allí edificó sus posiciones en el campo nacional: así como pudo reconocer en The Criterion, la revista de Eliot, el modelo a imitar, y multiplicó las voces de intelectuales europeos en sus páginas; no supo, quizás por la misma razón, leer en la obra de Roberto Arlt la emergencia de un proyecto literario renovador.
La cuarta sección agrupa artículos y ponencias más recientes que se internan en los desafíos actuales de una perspectiva comparatista en los estudios literarios y culturales, y los aspectos teóricos y metodológicos implicados. La literatura argentina no se puede leer sin una perspectiva europea, ya que integra una red de relaciones que, aunque les pese a los nacionalistas, son internacionales. Esta certeza habilita el enfoque comparatista; pero ¿qué comparatismo?, se pregunta Gramuglio. La lectura de los trabajos remite a tres momentos más o menos definidos: 1) los “clásicos” –Ernst Curtius, Erich Auerbach, Leo Spitzer– en los que la autora reconoce el magisterio propio de sus años de aprendizaje; 2) los autores con los que ha dialogado, contemporáneamente, desde su labor crítica, como Raymond Williams y Edward Said; 3) los emergentes hacia el año 2000 –Pascale Casanova, Franco Moretti y otros– quienes, en los momentos en que el comparatismo parecía agonizar recluido en célebres departamentos universitarios, dieron nuevo impulso a los debates a partir de algunas categorías novedosas. La evaluación de estos “momentos” oscila entre la aceptación crítica del legado de los maestros, con su arrastre inevitable de eurocentrismo, y la desconfianza hacia el uso apresurado de categorías que impone la moda. Si bien valora conceptos como “desigualdad estructural” (Casanova), “lectura distante” (Moretti) o la “teoría de los polisistemas” (Even-Zohar), advierte que ninguno de ellos evita el necesario cuestionamiento metodológico que debemos formularnos toda vez que nos ocupamos de literaturas periféricas. Por eso es que el estudio de la literatura latinoamericana desde una perspectiva comparada es “un proyecto incompleto” y, aun cuando se haya sometido a crítica toda pretensión totalizante, no debe abandonarse la necesidad de “pensar relaciones”. Así, las reservas se multiplican ante las teorías poscoloniales y los estudios culturales, en los que el énfasis puesto en las reivindicaciones periféricas suelen derivar peligrosamente en la esencialización de las identidades; ante un texto de Mabel Moraña, Gramuglio reacciona: “Esta orgullosa afirmación de autosuficiencia es, como bien sabemos, exactamente lo contrario de lo que han sostenido por lo general los mejores escritores y críticos literarios de América Latina” (368).
Volviendo a nuestros primeros argumentos, en un nivel más de superficie, podemos atribuir la coherencia del conjunto a la pertinencia de la selección y al ordenamiento de los trabajos; en un nivel más profundo, el ostinato rigore en el uso de categorías teóricas y metodológicas, la racionalidad argumentativa, el respeto a la complejidad de las fuentes, la fidelidad hacia ciertos temas, a los que construye como objetos de su crítica, el compromiso intelectual demostrado en el carácter polémico y provocativo de muchas de sus intervenciones, nos indican que lo que da una unidad al todo es, más bien, la ética ejemplar de una labor crítica.

José Luis de Diego
Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de La Plata