https://doi.org/10.19137/anclajes-2022-2614

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ARTÍCULOS

 

Cómo filmar juntos. Transtemporalidades y variaciones de lo extenso en el cine de Llinás y Campusano

 How to Film Together. Transtemporalities and Variations of the Extensive in the Cinema of Llinás and Campusano

 Como filmar juntos. Transtemporalidades e variações do extenso no cinema de Llinás e Campusano

 

Marcos Zangrandi
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, LICH
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
marcoszangrandi@gmail.com
Orcid: 0000-0002-3551-9190

 Nicolás Suárez
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
nicola_suarez@yahoo.com.ar
Orcid: 0000-0003-2777-7701

 

 

Resumen: El artículo se propone investigar la problemática de la larga duración en el cine argentino contemporáneo a partir de los casos de La flor (Mariano Llinás, 2018) y Fantasmas de la ruta (José Celestino Campusano, 2013). Se trata de dos films particularmente largos, en los que la extensión, en tanto principio creativo, se articula con estrategias productivas, búsquedas formales y construcciones espaciales novedosas. Una primera dimensión de esta extensión está determinada por el tiempo productivo. En ambas obras la duración de los procesos creativos se vincula con la gestación de comunidades cinematográficas de largo aliento que se apartan de los mecanismos de financiamiento, producción y exhibición convencionales. Por otro lado, en las dos películas los argumentos se cruzan y se disparan, recomponiendo géneros y estructuras narrativas, como si la longitud de tiempo conquistada se transformara en un laboratorio de argumentos que reinventan las pautas de verosimilitud y multiplican las posibilidades de la ficción. Finalmente, en ambas producciones opera un impulso expansivo que articula extensiones temporales y espaciales, de modo tal que la proyección cartográfica de estas ficciones de larga duración descubre diversas utopías transtemporales, que a su vez se corresponden con diferentes comunidades cinematográficas y formas de narrar la extensión.

Palabras clave: Mariano Llinás; José Celestino Campusano; Cine argentino; Temporalidad; Larga duración.

 Abstract: The article aims to investigate the problem of long duration in contemporary Argentinean cinema, based on the cases of La flor (Mariano Llinás, 2018) and Fantasmas de la ruta (José Celestino Campusano, 2013). These are two particularly long films, in which extension, as a creative principle, is articulated with productive strategies, formal endeavors and new spatial constructions. A first dimension of this extension is determined by the productive time. In both works, the duration of the creative processes is linked to the development of long-lasting film communities that depart from conventional funding, production and exhibition procedures. On the other hand, both films intertwine different plots, recomposing genres and narrative structures, as if the length of time became a laboratory of plots that reinvent patterns of verisimilitude and multiply the possibilities of fiction. Finally, there is an expansive impulse that articulates temporal and spatial extensions in both productions, in such a way that the cartographic projection of these long-lasting fictions discovers diverse transtemporal utopias, which in turn correspond to different cinematographic communities and ways of narrating the extension.

 Keywords: Mariano Llinás; José Celestino Campusano; Argentine Cinema; Temporality; Long duration.

 Resumo: O artigo tem como objetivo investigar o problema de longa duração no cinema argentino contemporâneo a partir dos casos de La flor (Mariano Llinás, 2018) e Fantasmas de la ruta (José Celestino Campusano, 2013). São dois filmes particularmente longos, nos quais a extensão, como princípio criativo, se articula com estratégias produtivas, buscas formais e novas construções espaciais. Uma primeira dimensão desta extensão é determinada pelo tempo produtivo. Em ambas as obras, a duração dos processos criativos está ligada à gestação de comunidades cinematográficas de longa duração que se afastam dos mecanismos convencionais de financiamento, produção e exibição. Por outro lado, nos dois filmes as tramas se cruzam e voam, recompondo gêneros e estruturas narrativas, como se o tempo conquistado se transformasse em um laboratório de tramas que reinventam os padrões de verossimilhança e multiplicam as possibilidades da ficção. Por fim, em ambas as produções opera um impulso expansivo que articula extensões temporais e espaciais, de tal forma que a projeção cartográfica dessas ficções de longa duração descobre várias utopias transtemporais, que por sua vez correspondem a diferentes comunidades cinematográficas e modos de narrar a extensão.

Palavras chaves: Mariano Llinás; José Celestino Campusano; Cinema argentino; Temporalidade; Longa duração.

Fecha de recepción: 12/04/2021/ Fecha de aceptación: 03/05/2021

  

 En el panorama del cine argentino contemporáneo, dos cineastas se destacan por la audacia formal y la duración inusitada de sus proyectos narrativos: Mariano Llinás y José Celestino Campusano. El primero, luego de presentar Historias extraordinarias (2008), de más de cuatro horas de duración, incrementó la apuesta con La flor (2018), un film de casi catorce horas. Campusano, por su parte, con Fantasmas de la ruta (2013), de tres horas y media, también incursionó en lo que Sandra Contreras (“Prácticas”) denomina narrativas de larga duración. La decisión de producir estas películas por fuera de los mecanismos de financiación habituales no parece casual. Un film largo a menudo implica más tiempo de rodaje, lo cual encarece los costos productivos y, además, resulta difícil de exhibir. Esto permite emparentar los proyectos creativos de Llinás y Campusano no solo en virtud de la larga duración de algunas de sus películas, que en ambos casos implican una apuesta decidida por la narración, sino también a partir de estrategias productivas novedosas que conllevan la creación de comunidades cinematográficas de largo aliento.

 El Pampero Cine y Cinebruto: cómo filmar juntos

La singularidad de estos proyectos narrativos no puede entenderse sin considerar las características de El Pampero Cine y Cinebruto, las compañías productoras fundadas por Llinás y Campusano. Desde el punto de vista de sus trayectorias personales, sin embargo, las condiciones bajo las que ambos desarrollaron sus carreras cinematográficas presentan diferencias notables, que a su vez se corresponden con enfoques productivos y artísticos disímiles.
Luego de estudiar cine en la FUC, donde se formaron muchos de los cineastas que nutrieron el nuevo cine argentino de los noventa, Llinás dirigió el documental Balnearios (2002) y creó la productora El Pampero, que desde su fundación implementó un sistema de producción basado en el rechazo de las formas convencionales de hacer cine en Argentina. Lejos de la noción industrial del cine por la que brega el INCAA, El Pampero defiende, en cambio, la producción a una escala artesanal. En este marco, no solo la atípica duración de Historias extraordinarias, sino también el despliegue de locaciones y la enorme cantidad de actores involucrados demostraron que, con un presupuesto inferior a la media de las producciones del INCAA, era posible realizar obras de igual o mejor calidad. Después del minimalismo, el realismo y el carácter observacional dominantes en el nuevo cine argentino, la película implicó una apuesta fuerte y autoconsciente por el retorno a la narración y los géneros del cine clásico. Resulta sintomático de esa pulsión narrativa y la fascinación por el cine de acción y aventuras, que cuando a Llinás le preguntaron a qué le hubiera gustado dedicarse si no fuera cineasta, su respuesta haya sido “jefe de algún servicio secreto” (Sánchez Mariño 13).
Poco sentido tendría plantearle la misma pregunta a Campusano, ya que antes de ser cineasta él tuvo, efectivamente, otra profesión. Hijo y hermano de boxeadores, durante años se dedicó a atender un negocio de aberturas de puertas y ventanas en la zona sur del Conurbano bonaerense, mientras estudiaba en el Instituto de Cine de Avellaneda. Vidriero de profesión, Campusano permaneció invisible durante casi dos décadas para la crítica y el público, que apenas se anoticiaron de sus primeras películas. Recién en 2008, el mismo año del estreno de Historias extraordinarias, su largometraje Vil romance obtuvo gran aceptación crítica y fue exhibido en festivales internacionales. Según sugiere el nombre mismo de su productora, tanto por la violencia de los contenidos (que apuntan a retratar problemas sociales, la marginalidad y la delincuencia) como por la crudeza de los medios técnicos empleados (alejados del clasicismo y del modernismo cinematográfico por igual), su obra implica una ampliación del universo social y narrativo del cine argentino. Campusano ha sido además el principal impulsor de la Red Nacional e Internacional de Clusters Audiovisuales, que propone un cine económicamente sustentable y cooperativo, fuera del marco de los fondos convencionales a la producción. Desde que fundara la productora Cinebruto en 2006, aplicando estos principios, Campusano dirigió diecisiete películas y tiene varias más en preproducción. A diferencia de la idea de derroche productivo que, contra la explotación comercial de las imágenes, predomina en el cine de Llinás (basten como prueba los nueve años que demoró en hacer La flor o sus 40 minutos de créditos finales), Campusano filma con la premura de quien sabe que ha comenzado tarde y no tiene tiempo que perder. De ahí que la narrativa de larga duración adopte en La flor la forma de un tiempo estirado, mientras que en Fantasmas de la ruta el registro narrativo parece condensado, como si el film sugiriera muchas historias más de las que alcanza a contar.
A pesar de estas diferencias, las propuestas de ambos directores presentan varias características comunes. Antes que productos terminados, sus películas son fundamentalmente proyectos que involucran procesos abiertos, se exhiben de maneras variadas y van mutando en el transcurso de su creación y difusión. Fantasmas de la Ruta surgió como una serie producida para la Televisión Pública y se exhibió inicialmente en trece capítulos de 26 minutos. Poco después, a pedido del Festival de Mar del Plata, Campusano reeditó la obra como un largometraje de 210 minutos que circuló en varios festivales. En el caso de La flor, el estreno se llevó a cabo de manera dosificada entre 2016 y 2018 en formatos alternativos y canales diversos que incluyeron la exhibición en cines de provincia, televisión por cable y festivales nacionales e internacionales, que la exhibieron en tres partes en días consecutivos.
El carácter abierto de ambos proyectos se observa, asimismo, en la insistencia en el trabajo colaborativo. Para Campusano, esto implica nutrirse del aporte de datos biográficos proporcionados por los miembros de las comunidades que sus películas retratan y que, a su vez, actúan en ellas (de ahí su preferencia por los actores no profesionales). Llinás, en cambio, luego de las Historias extraordinarias protagonizadas por tres amigos (Walter Jakob, Agustín Mendilaharzu y él mismo), se propuso crear en La flor un dispositivo narrativo que explotara la relación entre cine y teatro independientes, poniendo en el centro el trabajo de las actrices del grupo teatral Piel de Lava, formado por Elisa Carricajo, Laura Paredes, Pilar Gamboa y Valeria Correa. Tanto para Campusano como para Llinás, pues, filmar en equipo implica una suerte de activismo estético que desafía al espectador, ya sea obligándolo a sostener la atención durante muchas horas o enfrentándolo a nuevos códigos de actuación.
La labor se asienta, en el caso de Campusano, sobre una metodología bien definida. En primer lugar, el realizador toma contacto con una comunidad determinada y realiza un casting en el que se recogen relatos orales de personas que justifican su presencia en el film a partir de sus experiencias vitales. Luego, el grupo de trabajo articula esos relatos en uno mayor. Finalmente, apelando a los recursos de Cinebruto, ruedan el film con la participación de la comunidad. Este procedimiento fue empleado por Campusano para producir películas en lugares tan variados como Bariloche, El Alto boliviano o Nueva York.
En Fantasmas de la ruta, la mayor parte del rodaje se hizo en el sur del Conurbano de Buenos Aires. Al igual que varias de las primeras películas de Campusano, esta historia se construye en torno a un conjunto de motociclistas cuyo patriarca es el Vikingo, quien mantiene una amistad con Mauro, el miembro más joven del grupo. Mauro conoce a una joven llamada Antonella y se relaciona sentimentalmente con ella. Pero enseguida Sergio, el tío de Mauro, secuestra a Antonella para venderla a una red de trata. A partir de entonces, con la ayuda de Vikingo y los motociclistas, Mauro intenta rescatar a Antonella, pero termina inmerso en el mundo de la delincuencia y el narcotráfico, mientras que ella logra escapar por sus propios medios de un prostíbulo donde estaba secuestrada en la provincia de Corrientes. Rodada en 2012, la película dialoga con los debates que suscitaron casos de trata como el de Marita Verón y pone en evidencia toda la cadena de valor de la prostitución en base al secuestro de mujeres. Tiene, pues, un sentido claro de denuncia social que contrasta con el carácter lúdico y autónomo de La flor.
Según ha declarado Llinás, La flor surge del deseo de poner en funcionamiento una máquina ficcional. De ahí, el dibujo que da título al proyecto y que el propio director expone como un mecanismo puramente formal: “cuatro historias que tienen un inicio pero no un final, otra historia que empieza y termina y una última historia que arranca a la mitad y tiene un final que es, a su vez, el final de la película”. Menos importante que el resultado final parece ser el deseo de que la máquina narrativa siga funcionando, incluso si cuatro de las seis historias carecen de final. El primer episodio transcurre en el valle sanjuanino y, como una suerte de film de terror clase B, cuenta la historia de un grupo de científicos cuyo trabajo se ve alterado por la llegada de una momia con poderes sobrenaturales. El segundo es un melodrama musical que narra los desencuentros amorosos de una pareja de cantantes, mientras un personaje secundario se involucra en una secta internacional que procura extraer el secreto de la vida eterna a partir de una toxina del escorpión. El tercer episodio presenta a un grupo internacional de mujeres espías que, durante la Guerra Fría, secuestran a un científico y se enfrentan con otro grupo de agentes. Subdividido en varias historias que cuentan los recorridos de cada una de las espías, este episodio se desarrolla en diferentes idiomas y lugares. El cuarto episodio, estructurado como un falso documental, es una puesta en abismo en la que un director de cine atraviesa un bloqueo creativo, mientras quiere filmar una película sobre árboles siguiendo un esquema que se divide en tantas historias como las patas de una araña, pero es atacado por una secta de actrices y productoras convertidas en brujas. La solución al bloqueo consiste en romper el esquema y eso es lo que ocurre en el quinto episodio, el único que tiene un final y no está protagonizado por las actrices de Piel de Lava. Se trata de una versión de Une partie de campagne (Jean Renoir, 1936) ambientada en las pampas. Por último, filmado con un aparato cinematográfico que emula la antigua cámara oscura, el sexto episodio se basa en las memorias apócrifas de una viajera inglesa que cuenta el peregrinaje de cuatro cautivas que escaparon de los indios y vagan por el desierto argentino en el siglo XIX. 

La dilación del relato

Aunque implementadas de modo disímil, Fantasmas de la ruta y La flor comparten estrategias ficcionales alrededor de la prolongación del tiempo: la fractura del eje mímesis/vida, la transgresión de las formas concluyentes del relato y la postulación de un lugar enunciativo móvil, inestable y extensivo, figurado simbólicamente en ambos films en el recorrido por las fronteras.
La noción de ficción, tal como ha sido construida por el pensamiento estético clásico, supone la postulación de una trama de signos contrapuesta a la vida, en tanto espacio que carece de la forma medida o significación propia de las artes. Lejos de constituirse como una imitación del mundo, la mímesis, según la Poética de Aristóteles, es un ámbito simbólico autónomo y coherente, cuya relación con la “realidad” representada solo tiene lugar en términos universales y bajo el parámetro de lo verosímil, es decir, lo que es admitido como posible. La concepción aristotélica, siguiendo a Jacques Rancière (Los bordes de la ficción 9-10), supone la racionalidad como soporte fundamental de la mímesis: cada acción está vinculada al resto por una ajustada cadena de causas y consecuencias, y a toda la obra por su carácter unitario. El plano de lo singular y lo concreto (en otras palabras, la vida) no ingresaba al ámbito de las artes, justamente, en razón de su irracionalidad y de la falta de unidad asignada a la ficción. Lo no ficcional, entonces, como esa zona expulsada de la mímesis clásica en la que se apostan lo múltiple, lo ilimitado y, en última instancia, la anomia de lo vital.
Así, la concepción aristotélica proyecta una temporalidad consecuente con los valores de orden, racionalidad y funcionalidad. El tiempo justo de la mímesis es aquel necesario para desarrollar las acciones, generar una tensión dramática y concluir cada una de las líneas narrativas abiertas. Dentro de la escala que establece la Poética, la épica, aunque estipulada entre los géneros altos, es menos virtuosa que el drama por su estructura ficcional arborescente, dilatoria y, por lo tanto, divergente de los imperativos de unidad y conclusividad (entendamos aquí ambos conceptos desde una perspectiva temporal). La novela, como continuadora moderna de la épica, tendría, según este razonamiento, varios peligros: la posibilidad de ampliar el tiempo narrativo de modo indeterminado, ya a través de la incorporación de imágenes o acciones disfuncionales, ya extendiendo, desjerarquizando y/o variando los itinerarios narrativos. Comportaría, en consecuencia, el riesgo de la ficción (y de la no ficción) desplegada en una extensión eventualmente ilimitada y proliferante.
La extensión temporal de La flor y Fantasmas de la ruta se puede enmarcar dentro de esta problemática general, que en el caso del cine fue conceptualizada por Gilles Deleuze (11-41) en la idea de la imagen-tiempo (en tanto modo de encadenamiento no causal ni reactivo entre las imágenes). Ambas películas construyen un montaje ficcional que se tensa frente a la dimensión vital e indicial de la imagen cinematográfica. La flor se presenta como un grupo de historias unificadas por la presencia continua de cuatro actrices que, asumiendo distintos roles, trabajaron en la película durante casi una década. En la escena inicial, Llinás escribe los nombres de las actrices y comenta: “la película es sobre ellas cuatro y para ellas cuatro.” En definitiva, La flor se trata no solo de la maraña de argumentos que componen la trama, sino también del registro del tiempo vivido delante de la cámara por esas cuatro mujeres. Lo que vemos en la pantalla durante catorce horas son, entre otros, cuatro cuerpos sometidos a los cambios que transcurren durante una década, constreñidos al registro del tiempo. Esta es la alquimia temporal que marca la experiencia visual de la película: las figuras y los semblantes, idénticos y distintos, en distintas posiciones, iluminaciones y locaciones extendidos durante una duración excepcionalmente larga. El tiempo de la vida (de rodaje, de las actrices, del espectador) interviene, traslúcido y disímil, en la composición temporal de la galería de ficciones. Es esta composición la que alimenta la novedad (y la contemporaneidad) del juego expandido de La flor: solo en la vitalidad temporal de la imagen se inscribe la posibilidad de la ficción. En este aspecto (y únicamente en él), la película de Mariano Llinás conecta con otros proyectos audiovisuales de larga duración realizados en los últimos años, como las películas de Richard Linklater (Antes del amanecer, Antes del atardecer, Antes de la medianoche, Boyhood), y la continuación tardía y sombría de la serie Twin Peaks (2017) de David Lynch, con buena parte del elenco que había participado en las temporadas realizadas un cuarto de siglo antes. En todos los casos, en el relato se transparenta la captación prolongada del tiempo de la vida, cuyos motivos (si los tienen) contrastan y/o difieren de los que operan en las ficciones. Los recorridos obsesivos en busca de una imagen que muestre la vivacidad de un lapacho en flor en el cuarto episodio de La flor pueden considerarse como una cacería de esa poética de la imagen audiovisual.
De manera similar, la vitalidad del cine de Campusano, que definió sus películas como un “un tejido vivo, como una piel” (Maglio), proviene de la concepción comunitaria con la que gestiona su cine. Campusano trabaja con actores no profesionales provenientes de los sectores sociales que las ficciones “representan”, escribe los argumentos a partir de experiencias de esas personas y propone una mise-en-scène “descuidada” que muestra cuerpos y escenarios “reales”, no intervenidos por construcciones idealizadas. Esa perspectiva ligaría a Campusano con el linaje del cine realista y neorrealista, del cual sin embargo se aparta por la dimensión comunitaria (pero no etnográfica) que sindica como fuente de su labor.
Hay en Fantasmas de la ruta otro itinerario alrededor de la temporalidad expandida respecto del eje ficción/vida. En línea con la puesta en escena del “tejido vivo” comunitario, el film incorpora encuadres y movimientos de cámara desprovistos de función narrativa, que muestran el mundo al que la película refiere: imágenes de basurales, baldíos, construcciones precarias o abandonadas, calles anegadas y fangosas. Con ellas, antes que realizar una denuncia o señalar las carencias del Conurbano, el film invoca una dimensión vital y carente de inteligibilidad que atraviesa la trama y a la vez quiere postularse como emblema cinematográfico. En este sentido pueden entenderse las palabras de Campusano sobre la búsqueda de otro tipo de vida distinto del registro temporal moderno: 

La vida no es silencio, hay toda una ebullición. […] Algunos realizadores frenan la vida, para después recrear la vida. Ahora, ¿por qué no dejar que entre la vida? Esto es, la mayor cantidad de elementos genuinos en composición, de elementos que no se necesite consultar para saber si corresponden, simplemente son Una de dos: ¿Con quién estás? ¿Estás con la vida? Bueno, la vida está pasando delante de tus ojos, dejá un registro de eso (Maglio).

 Uno de los pasajes más sugestivos de Fantasmas de la ruta es el plano del cadáver de un caballo en estado de descomposición. Si bien diversas figuras relativas a lo abyecto han sido recurrentes en el arte de las últimas décadas, Campusano pone de manifiesto otros aspectos que no tienen los sentidos críticos de lo “real traumático” tal como ha sido descrito por Hal Foster en El retorno de lo real. Antes bien, pueden vincularse con aquello que, desde la tradición del pensamiento estético, Mario Perniola señala como la figura repugnante por excelencia: el cadáver, no solo por el temor a la muerte que motiva, sino por un exceso de vida (la que crean los microorganismos) que se propaga sin límite ni forma en la putrefacción. Es la vida sin límite ni forma, desregulada y contaminante. El énfasis sobre el cadáver en Fantasmas de la ruta configura una pantalla sensible a lo vivo ilimitado y latente, un plano imperceptible para la imagen representacional. En tanto microalegorías dispersas, los contornos de lo repulsivo hablan de (micro)vidas no habilitadas por los lenguajes audiovisuales convencionales (incluso los realistas). Hay aquí entonces un tiempo ganado para registrar la vitalidad orgánica del mundo en los intersticios de la ficción.
Los recorridos de las dos películas contrastan en este punto: para Llinás es la búsqueda obsesiva de la belleza de un árbol en flor; para Campusano esa trayectoria se desplaza hacia la vida inagotable y sin forma. La aparente divergencia de ambos itinerarios oculta la coincidencia de un tiempo cinematográfico cedido a los roces entre la ficción y la vida. 

Máquinas de la ficción

La flor y Fantasmas de la ruta extienden el tiempo narrativo a partir de la fisura del relato y la alteración de funciones y géneros. Ponen en marcha mecanismos de torsión y dilación, aunque sin desertar de la égida ficcional. Ambas películas apuestan por la ficción y sus mecanismos de inteligibilidad, pero a la vez los reformulan en favor de la extensión temporal.
La expansión narrativa es una práctica habitual en la producción audiovisual contemporánea. Las líneas ficcionales se abren y multiplican en las series televisivas y en las sagas cinematográficas, según las disposiciones comerciales y las demandas del público. Las tramas, aparentemente concluyentes, se reabren y mutiplican hasta el límite de lo verosímil en nuevas temporadas, spin offs, secuelas y precuelas (pensemos por ejemplo, en las incansables derivas de Star Wars y Harry Potter, o en los alambiques de Lost y The Walking Dead, entre otras series). Si bien la proliferación de La flor y Fantasmas de la ruta no es novedosa en sí misma, ambas obras escapan a las lógicas narrativas dominantes a partir de estrategias críticas insertadas en el andamiaje ficcional. Aunque dialogan con las series audiovisuales y el cine mainstream, pueden pensarse en sintonía con ciertas tendencias del cine independiente, como el atavismo narrativo de Miguel Gomes o la reducción del relato a su mínima expresión en el llamado slow cinema, visible en las películas de Lisandro Alonso y Apichatpong Weerasethakul.
La flor se gestó, como ha referido Llinás, a partir de la fascinación por los placeres que rodean la ilusión ficcional. Esa atracción difería del realismo de buena parte del cine argentino del cambio de siglo, que tomaba distancia de los hábitos convencionales del cine y, en cambio, elegía mostrar la situación social crítica o simplemente, según el término que utilizó Gonzalo Aguilar (24), un “trazo” (una escena, un mundo, un puñado de personajes). Si con Balnearios Llinás ya se despegaba estratégicamente de este imaginario (en tanto el film se proponía como un falso documental) y si Historias extraordinarias apostaba por la proliferación ficcional, La flor explora abiertamente los géneros y las formas narrativas sedimentadas por el cine y la literatura. Aquí se despliega todo el entusiasmo por contar: la narración de misterio, el musical, los relatos de espías y detectives, la ficción gótica y la comedia picaresca, entre otras variantes.
Sin embargo, al mismo tiempo que se pone en marcha esta máquina ficcional, se enuncian los obstáculos para su funcionamiento. Las incursiones de La flor son recreaciones vintage de otro tiempo, retornos imposibles a los placeres de la ficción en la cultura de masas, que ahora están agotados, según admite Llinás cuando presenta el film. El mundo que los sustentaba (por ejemplo, la Guerra Fría, en el caso de las historias de espías, o la pauta sentimental en el caso del dúo de cantantes) se ha desvanecido. Se produce, entonces, un choque de fuerzas que da forma al laboratorio narrativo de La flor: el encantamiento de la ficción frente a los impedimentos históricos para actualizar ese impulso.
Hay tres movimientos en la película que pueden leerse como intentos de suturar  este embate. En primer lugar, la interrupción de las ficciones. Las dos historias iniciales se cortan en momentos claves y dejan al espectador perplejo respecto de la resolución de los relatos. El caso de las espías es más complejo. La trama mayor se detiene, pero las historias de las cuatro agentes se presentan, se desarrollan y se cierran de manera relativamente convencional. El episodio de las cautivas es el más significativo en este sentido, porque es el tramo final de un relato que elide la presentación de los personajes y escenarios, y la construcción de la tensión dramática. El espectador asiste a la resolución de una trama desconocida, cuyo desarrollo solo puede conjeturar en relación con la tradición cultural argentina –literaria y pictórica– de la mujer cautiva. La maniobra de interrupciones reiteradas sobre un discurso concebido desde el placer deriva en jouissance (traducido como goce), aquella categoría que Roland Barthes propuso para leer el texto moderno, esto es, en los términos de desacomodo, esfuerzo y pérdida. “El intersticio del goce” –escribía Barthes– “se produce en el volumen de los lenguajes, en la enunciación y no en la continuidad de los enunciados: no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente” (20). Por su parte, el cuarto episodio del falso documental, corazón de las indagaciones poéticas de La flor, se interrumpe luego de un primer intento narrativo. Esa historia de misterio, que parece retornar a los trucos del primer episodio, no puede ya repetirse. La trama deviene en itinerario metaficcional, como si la operación moderna de corte y desmontaje se hubiera agotado. La condición temporal extensa le ofrece a Llinás la oportunidad de componer un cuerpo nuevo que ostenta sus costuras, mutilaciones y empalmes –de ahí, el efecto de manifiesto artístico que orbita alrededor del film–. La flor tiene inicios, desarrollos y un final, aunque de tramas dispersas en una red ficcional sin cierre. En el texto moderno la operación discursiva dilecta es el desmontaje; en el contemporáneo, parece decir Llinás, la proliferación y la deriva.
En función de este armado, mientras que los relatos no concluyentes se extienden y diversifican, el único episodio completo del film –la remake de Une partie de campagne– es también el más breve. Por contraste, lo breve y conclusivo pone de relieve lo múltiple y lo extenso que gobiernan el resto de los episodios. Aun así, este capítulo excepcional está lejos de la sencillez que parece invocar. Su carácter de rescritura paródica –o incluso ensoñada– del film de Renoir (que a su vez, en una puesta en abismo cultural, era una adaptación de Guy de Maupassant y una incursión a la imaginería de la joie de vivre de Auguste Renoir), junto a los juegos de distensión del tiempo (la larga secuencia de la danza de los aviones), erigen a este relato, en su brevedad, como una condensación de las poéticas de la extensión que atraviesan La flor.
En comparación con la película de Llinás, Fantasmas de la ruta parece implementar recursos narrativos más bien clásicos. Sin embargo, contra esa presunción, la novedad del cine de Campusano, por fuera del contorno del relato moderno, consiste en extender la narración por una voluntad de captación social total y mediante la torsión dilatoria de géneros y formas populares. Buena parte de la filmografía de Campusano ostenta una voluntad balzaciana de registrar la totalidad social del Conurbano bonaerense a través de caracteres representativos. Sus películasestán comunicadas por la inclusión de figuras que dan forma a una tipología suburbana: el motoquero de vida dura y corazón noble, el policía violento y corrupto, el jefe mafioso o proxeneta, la madre o la esposa abnegada, el pibe narco, la mujer trans altruista y tenaz. El trazado de Fantasmas exige atender la presencia de este conjunto de ficciones en cuya red se traslucen los andamios de una suerte de Comédie humaine vernácula. La larga duración de Fantasmas de la ruta funciona como una zona temporal de articulaciones y expansiones que recupera una ambición de contarlo todo (y, contra cualquier teorización contemporánea sobre el vacío de las artes, pone de manifiesto que aún hay mucho por contar).
La estructura narrativa se organiza en un vaivén de dilatación/condensación ficcional. En particular, Fantasmas de la ruta parece una ampliación de las funciones narrativas del film Vikingo (2009), en el que el patriarca “adopta” a otro motoquero, Aguirre, que escapa de una situación doméstica ominosa. Vikingo lo integra a su comunidad y se convierte en su protector. Este amparo paternal, sin embargo, no es suficiente: la personalidad violenta de Aguirre lo arrastra hacia la muerte. En Fantasmas ese esquema básico se replica. Vikingo apadrina a un muchacho, Mauro, cuya historia de odios y revanchas se desvía hacia el desastre personal. En ambos casos, hay una herencia y un destino que se cierne sobre los jóvenes. En ese determinismo radica el vínculo de Campusano con el relato naturalista: “Todo lo bueno vuelve, pero lo malo también” sentencia Vikingo en la escena final, acentuando el peso moral de la herencia. Así, en Fantasmas de la ruta, el vínculo de filiación malogrado se reitera en los pares de Vikingo y Mauro, de Sergio y Mauro (que trae aparejado un cuadro edípico), de Vikingo y su propio hijo. En tensión con estas duplas, los pibes apartados del linaje (sin padres ni protección) parecen predestinados a un desenlace fatal. Los más de 200 minutos de la película multiplican y varían alrededor de una misma función narrativa.
Como espejo de estas historias masculinas, la película propone el relato de la muchacha capturada y sometida a la trata. Mauro, luego de que Antonella es raptada, anuncia su rescate. Así, el varón joven parece configurarse como liberador de la mujer, núcleo “virtuoso” y movilizador de la narración. Pero, a pesar de esa promesa, Mauro fracasa. Luego de algunos intentos, sus acciones se desvían del propósito inicial. Antonella logra escapar de la red de trata por sus propios medios y la figura patriarcal se desbarata: no hay un héroe que rescate a la mujer ni que restaure su honor. En uno u otro rumbo –filiación o heroicidad malogradas– Fantasmas de la ruta despliega la falla estructural como estrategia narrativa. En el fracaso no conclusivo de estas funciones, el relato se expande en una deriva eventualmente inagotable.

 Articulaciones espaciales de lo extenso

Esas derivas tienen su correlato territorial en ambas películas, de manera que el impulso expansivo abarca tanto la dimensión temporal como la espacial. La flor y Fantasmas de la ruta son films temporalmente extensos que, explotando las características de la road movie, ponen en escena amplias extensiones espaciales (las rutas, el campo, los desiertos y los suburbios marginados por los procesos de modernización). La relación entre largas duraciones y locaciones amplias puede pensarse como una respuesta crítica ante la caída de ciertos paradigmas modernos del tiempo (cronológico, lineal y progresivo) y el espacio (regulado por las fuerzas del Estado y el mercado). Para ello, no solo la larga duración y la transtemporalidad emergen como formas de resistir el cortoplacismo y la obsolescencia de la vida contemporánea, sino que además, articulándose con ellas, la deriva por grandes extensiones territoriales supone una reflexión en torno a los modos en que la modernidad construyó una espacialidad delimitada.
Estas operaciones se llevan a cabo en La flor y Fantasmas de la ruta mediante cuatro recursos. En primer lugar, a través de figuras transtemporales que establecen diferentes juegos entre temporalidades o pasajes entre la vida y la muerte. Desde esta perspectiva, cobra sentido en La flor la predilección de Llinás por figuras capaces de trastrocar el tiempo y el espacio, como las momias o las brujas; pero también el interés por animales y plantas que tienen cualidades metamórficas, como el escorpión que posee el secreto de la vida eterna o los lapachos humanizados. Precisamente, lo indefinido y lo espectral también ocupan, ya desde el título, un lugar central en Fantasmas de la ruta. La extensión espacial de las rutas constituye la condición de posibilidad para el movimiento perpetuo de proxenetas, narcotraficantes, víctimas de la trata y policías. Pero a diferencia de estas figuras espectrales, cuyos movimientos se realizan según recorridos previamente fijados (los circuitos de la trata y la droga, o las recorridas policiales), los miembros de la comunidad a la que pertenecen Vikingo y Mauro circulan con mayor libertad gracias al agenciamiento maquínico de la motocicleta, que facilita –en palabras de Campusano– “la transmigración del alma de un cuerpo a otro, viajando en el aire y no encerrado en una caja de lata como es un automóvil” (Civale).
En segundo lugar, no parece casual que Campusano se interese por retratar actividades delictivas o policiales que exigen una disponibilidad permanente para servir al mercado o el Estado. En esta misma línea puede entenderse el interés de Llinás por el espionaje, según se evidencia en las dificultades para llevar adelante una relación amorosa que atraviesa una de las detectives en el tercer episodio. Los trabajadores insomnes de Llinás y Campusano (detectives, policías, víctimas de trata, delincuentes) están expuestos constantemente al peligro y a la obsolescencia programada que rige la circulación de personas y mercancías dentro de la temporalidad del paradigma neoliberal globalizado. Estas imágenes ligan bien con las reflexiones acerca de la temporalidad hiperconectada en la cultura contemporánea que propone Jonathan Crary, quien define lo espectral como “la interrupción del presente por medio de algo que está fuera del tiempo y por los fantasmas de lo que no ha quedado borrado por la modernidad, de las víctimas que no serán olvidadas, de la emancipación sin cumplir” (46). Teniendo esto en cuenta, resulta significativo que cuando el personaje de Mauro en Fantasmas de la ruta se propone rescatar a Antonella, sus primeras acciones son apagar su celular y abandonar su trabajo en una fábrica. Las salidas que ambos films parecen plantear frente a este panorama provienen, por un lado, de las figuras transtemporales ya mencionadas y, por otro, de la fascinación por tecnologías mecánicas que ofrecen una experiencia diferente del tiempo y el espacio. Puede pensarse, en este punto, para el caso de La flor, en el recorrido en el tren transiberiano, el desfile de aviones en el episodio cinco o la circulación en automóvil por la región pampeana (una de las escenas más líricas de la película tiene lugar, justamente, en el interior de un auto, cuando un científico que fue secuestrado descubre que se encuentra en el hemisferio sur a partir de la observación de las estrellas). En el film de Campusano, en tanto, la fascinación por los medios de locomoción mecánica tiene que ver fundamentalmente con las motos de Mauro y Vikingo, que están hechas de retazos de otras motocicletas que fueron retiradas del mercado y sustraídas, por tanto, de los peligros de la obsolescencia.
Un tercer mecanismo mediante el cual Llinás y Campusano conectan las largas duraciones y los espacios amplios resulta de un procedimiento típicamente cinematográfico: el anacronismo, en tanto montaje de tiempos heterogéneos que rompe con la concepción lineal y progresiva de la historia (Didi-Huberman 46). En La flor, por ejemplo, la adaptación de Une partie de campagne constituye una imagen heterocrónica que pone en relación la campaña francesa de la década de 1930 con la llanura pampeana del siglo XXI; o en el cuarto episodio, con aires borgeanos, una de las detectives relee el Martín Fierro, cuando proclama, en francés, que “no va a permitir que se le haga esto a unas valientes”1. Del mismo modo, en los motociclistas de Campusano convergen referencias culturales de tiempos diversos que están presentes en el mundo retratado, pero que el realizador refuerza a través de planos cortos que muestran camperas de cuero con parches alusivos a grupos de heavy metal y calcomanías del Che Guevara, motocicletas importadas y banderas argentinas. El propio personaje de Mauro, en su deambular por el Conurbano, parece actualizar, montado en su motocicleta, los recorridos a caballo que los gauchos matreros de Eduardo Gutiérrez trazaran por la campaña bonaerense en el siglo XIX. Como Juan Moreira, de hecho, Mauro se convierte en asesino sin quererlo, cuando el deseo de luchar por una causa justa lo lleva a cometer nuevos crímenes que lo irán apartando de los códigos de su propia comunidad. Adhiriendo a este imaginario criollista, cuando Vikingo debe refugiarse de la policía, se esconde en la “tapera”, una vivienda rural, precaria y abandonada. Este montaje heterocrónico de gauchos y motociclistas en fuga por la llanura pampeana se asienta sobre la idea de serialidad, es decir, la sucesión de un crimen después de otro que estructura la narración y que la película de Campusano (originalmente pensada como una serie dividida en capítulos) comparte con los folletines de Gutiérrez.
La noción de serialidad se puede detectar asimismo en La flor. Por un lado, por lo que la película tiene de relato de aventuras: una parte del cuarto episodio, por caso, reconstruye la vida del aventurero Giacomo Casanova. Pero, a la vez, la propia exhibición del film en festivales y en Internet puede ligarse con esta noción, según reconoce Llinás: “Me gustaba […] lo de las ocho entregas como si fuese un serial, y que hubiera que esperar cada día a un nuevo capítulo… Como cuando te gustaba ver películas, y esperabas a su estreno en salas, y no lo de ahora, lo de la velocidad del siglo XXI” (Belinchón). Aquí puede trazarse una diferencia notoria en el manejo de los tiempos narrativos. Fantasmas de la ruta, gracias al ritmo frenético del relato segmentado en breves capítulos que mantienen la tensión narrativa, parece incitar a un consumo voraz. La flor, en cambio, con gesto modernista, entraña un elogio de la atención prolongada que, sin renunciar al afán narrativo, a menudo deriva –por la propia desmesura del proyecto– en una parodia más o menos autoconsciente del relato clásico que la modernidad había hecho estallar.
Tales diferencias se corresponden con un cuarto y último rasgo: el tipo de utopías comunitarias que la articulación espacio-temporal sugiere en cada caso. En La flor los trayectos por diferentes países y continentes, sumados a la diversidad de lenguas y referencias culturales, entrañan un marcado afán cosmopolita. Un deseo de mundo, según la formulación de Mariano Siskind (15), pero proyectado de manera retrospectiva, al punto de que podría describirse mejor como una nostalgia del mundo. Después de la caída de los distintos paradigmas políticos y estéticos que la película pone en tensión (de los programas del comunismo soviético a la gran novela europea decimonónica, pasando por diversos imaginarios cinematográficos del siglo XX), como si Llinás fuera consciente de la imposibilidad de narrar el mundo contemporáneo, propone una regresión del lenguaje sobre formas pretéritas, cada vez más cerrada sobre sí misma, que alcanza su punto álgido en el episodio final: una exhibición de cine mudo filmado con una tecnología decimonónica, seguida de una secuencia de créditos de cuarenta minutos en la que una comunidad de artistas se filma a sí misma.
Por su parte, en Fantasmas de la ruta, los recorridos por las rutas y fronteras argentinas delinean una fantasía regionalista en la que resuena el eco de los viajes en motocicleta del Che por Latinoamérica. Cuando Mauro inicia su relación amorosa con Antonella, le confiesa su deseo de viajar a México. Pero enseguida, con la desaparición de la joven, la utopía se frustra y el sentido del viaje se modifica: luego de secuestrarla y entregarla a un prostíbulo en la provincia de Corrientes, el tío de Mauro le cuenta a su sobrino que Antonella “se va a ir a conocer la frontera con el Brasil con todo pago”. Si la movilidad en La flor está transida de una nostalgia de mundo, en Fantasmas de la ruta predomina un sentimiento que podría definirse, siguiendo las reflexiones de Enzo Traverso tras la caída del muro de Berlín, como una melancolía de izquierda. La película exhibe la imposibilidad de concretar las fantasías que contiene en estado latente, y los emblemas del Che que los motociclistas portan en sus camperas son apenas signos de clase o de rebeldía, ecos desdibujados de la gesta revolucionaria. Antes que una comunidad, por eso, la película muestra una dispersión de grupos (motociclistas, proxenetas, policías, prostitutas y narcos), que poseen sus propias leyes y tejen alianzas o se enfrentan según la coyuntura. Dentro de esta red de pequeñas sociedades, se establece una especie de economía ficcional de la larga duración, según la cual la posibilidad de que un personaje dure mucho o poco depende de qué tipo de lazos establezca –y eso incluye no solo a las personas que frecuenta sino también los objetos que usa (como armas y motos) o las sustancias que consume–. Este reparto del tiempo narrativo queda explicitado en la amenaza que profiere Vikingo luego de ser estafado por un mecánico: “Vas a vivir poco y mal”, le dice. Por el contrario, el propio Vikingo, figura que se reitera en varios films de Campusano, vive mucho y bien, porque toma siempre las decisiones correctas en términos pragmáticos y morales (lo cual también constituye una modalidad, en otro nivel, del cómo filmar juntos). El laconismo de la sentencia de Vikingo corrobora –según advirtió Sandra Contreras (En torno al realismo 168-169)– la importancia aforística de la palabra en el cine de Campusano y, a la vez, contrasta con la articulación verborrágica de imágenes y voces en el cine de Llinás, donde la economía del tiempo narrativo no se organiza según códigos morales sino según la lógica de la fiesta y el derroche, como antídotos contra el uso utilitario de las imágenes.
Desde enfoques productivos y artísticos disímiles, La flor y Fantasmas de la ruta convergen en la voluntad indagar las variaciones de lo extenso como forma de problematizar la imagen contemporánea. Un aspecto que se pone de manifiesto, en primer lugar, en el énfasis en el carácter proyectual de ambos films. Se trata de proyectos que tuvieron un largo tiempo de producción, de rodaje y de metraje, por lo que, además de la continuidad de la labor comunitaria, ponen en escena ese tiempo particularmente largo de trabajo. A la par, las dos películas presentan distintas operaciones de reformulación de la ficción, fundamentalmente a partir de la proliferación de argumentos, la inserción de tramas no conclusivas y la inclusión de heterocronías. Todas ellas cuestionan no solo el relato clásico, sino aquellos modos de temporalidad que asentó el formato moderno (como la desestructuración del relato o la incorporación de pasajes no narrativos) y, en cambio, apuntan a un nuevo estatuto de la temporalidad cinematográfica contemporánea. A través de diversas operaciones, en definitiva, las experimentaciones en torno a lo extenso que proponen Llinás y Campusano abren nuevos modos de ver y de filmar en el cine contemporáneo, señalando el bastimento de nuevas formas de enlazar el cine y la vida.

 Referencias bibliográficas

1.Aguilar, Gonzalo. Otros mundos. Buenos Aires, Santiago Arcos, 2010.

2. Aristóteles. Poética. Buenos Aires, Colihue, 2011.

3. Barthes, Roland. El placer del texto y Lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collège de France. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.

4. Belinchón, Gregorio. “La película de 14 horas que acabó en Internet”, El País, 20 de marzo de 2020.

5. Civale, Cristina. “Los vengadores”, Página 12, 14 de marzo de 2014.

6. Contreras, Sandra. En torno al realismo y otros ensayos. Rosario, Nube Negra, 2018.

7. Contreras, Sandra. “Prácticas de la larga duración y la extensión”. El taco en la brea, año 7, nº 11, dic.–may., 2020, pp. 6-19.

8. Crary, Jonathan. 24/7. Buenos Aires, Paidós, 2015.

9. Deleuze, Gilles. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Buenos Aires: Paidós, 2005.

10. Didi-Huberman, Georges. Ante el tiempo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006.

11. Foster, Hal. El retorno de lo real. Madrid, Akal, 2001.

12. Hernández, José. Martín Fierro. Nanterre, ALLCA XX, 2001.

13. Maglio, Carla. “José Celestino Campusano. El cine es un tejido vivo, como una piel”. La Fuga, 16. http://2016.lafuga.cl/jose-celestino-campusano/679.

14. Perniola, Mario. El arte y su sombra. Madrid, Cátedra, 2002.

15. Rancière, Jacques. Los bordes de la ficción. Buenos Aires, Edhasa, 2019.

16. Sánchez Mariño, Joaquín. “Mariano Llinás y el arte del engaño”, La Nación Revista, 22 ene. 2017, 11-13.

17. Siskind, Mariano. Deseos cosmopolitas. Buenos Aires, FCE, 2016.

18. Traverso, Enzo. Melancolía de izquierda. Buenos Aires, FCE, 2019.

Notas

1 La cita retoma el famoso pasaje de El gaucho Martín Fierro (1872) de José Hernández en que el sargento Cruz abandona la partida policial que perseguía a Fierro y, cambiando sorpresivamente de bando, proclama: “¡Cruz no consiente / que se cometa el delito / de matar ansí un valiente!” (174).