https://doi.org/10.19137/anclajes-2021-25211

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ARTÍCULOS

 

Fuenzalida de Nona Fernández: reuniendo piezas perdidas

Fuenzalida by Nona Fernández: Gathering Lost Pieces

Fuenzalida de Nona Fernández: reunindo peças perdidas

 

María del Pilar Vila
Universidad Nacional del Comahue, Centro Regional Zona Atlántica
Argentina
mpilarvila@gmail.com
ORCID: 0000-0003-2610-5073

 

 

Resumen: La escritora chilena Nona Fernández publica en 2012 la novela Fuenzalida. A partir del hallazgo de una fotografía inicia un camino de búsqueda que no es otra cosa que tratar de reconstruir la vida de su padre y la de una etapa de su país. A ambas circunstancias accede a partir de memorias y relatos ajenos. Este rearmado implica, al mismo tiempo, repensar la historia privada y lateralmente la Historia de Chile. Este artículo postula una puesta en perspectiva de los relatos de filiación y del sentido de la memoria deudora de relatos transmitidos. Como un juego de espejos, en esta novela, la ficción y la historia se aúnan para darle una torsión a una temática siempre presente en la literatura latinoamericana.

Palabras clave: Nona Fernández; Literatura chilena; Siglo XXI; Memoria; Dictadura.

Abstract: In Fuenzalida (2012), by Chilean writer Nona Fernández, the protagonist embarks on a quest to reconstruct her father’s life and a period of her country’s history. In the novel, the protagonist accesses both histories through other people's memories and stories. This reassembling entails simultaneously rethinking her private history and the History of Chile. This article proposes a reading on family histories and the meaning of memory, which is indebted to transmitted stories. Like a game of mirrors, in this novel fiction and history combine to give a twist to a well-known topic in Latin American literature.

Keywords: Nona Fernández; Chilean literature; XXIth century; Memory; Dictatorship.

Resumo: A escritora chilena Nona Fernández publica o romance Fuenzalida em 2012. A partir da descoberta de uma fotografia, inicia um caminho de busca que nada mais é do que tentar reconstruir a vida de seu pai e a de uma etapa em seu país. Ela acessa a ambas circunstâncias com base nas memórias e histórias de outras pessoas. Essa remontagem implica, ao mesmo tempo, repensar a história privada e, concomitantemente, a História do Chile. Este artigo postula uma perspectiva das histórias de filiação e do sentido da memoria devedora de relatos transmitidos. Como um jogo de espelhos, neste romance, a ficção e a história se unem para dar um toque a um tema sempre presente na literatura latino-americana.

Palavras-chave: Nona Fernández; Século XXI; Memória; Ditadura; Chile.

Fecha de recepción: 27/09/2020 / Fecha de aceptación: 12/12/2020

 

 

Sabía poco, pero al menos sabía eso: que nadie
habla por los demás. Que aunque queramos
contar historias ajenas terminamos siempre
contando la historia propia.

Alejandro Zambra. Formas de volver a casa

 

Sobre los procesos dictatoriales la literatura ha dicho muchas cosas y con distintos procedimientos y técnicas. En especial, la latinoamericana ha dedicado una gran variedad de narraciones a un tema tan sensible para muchos países del continente. De modo que se podría pensar que al respecto todo estaba dicho y que los lectores no se sorprenderían ante la aparición de libros que focalizaran los temas e historias en la dictadura chilena. Sin embargo, algunos escritores chilenos nacidos en los finales de la dictadura de Augusto Pinochet encontraron un nuevo modo de contar ese tiempo de horror y de muerte y de interpelar la historia de su país. Lo hacen desde espacios privados, desde historias propias pero también de ajenas; como sostiene Alejandro Zambra –que integra ese grupo de notables escritores– no obstante, relatar historias de otros, siempre se termina hablando de las propias. Lina Meruane apela a la metáfora de la enfermedad para referirse a esa oscura etapa de la vida de los chilenos en tanto que Leonardo Sanhueza encuentra, en unos pocos libros salvados de los controles, el modo de construir la imagen de lector y de autor; Rafael Gumucio busca las huellas de una tradición y para hacerlo recurre a otro lenguaje: el cine que imagina producirá en algún momento de su vida, lo lleva a decir “¿Por qué esta película de mi vida, aunque tiene sonido, parece muda y aunque tiene colores, está en blanco y negro?” (15).Todos estos autores despliegan no solo experiencias lectoras, el ingreso en el mundo de la escritura o construyen diversas escenas de lecturas, si no que remiten a la ausencia (real o simbólica) de figuras paternas, ausencia que, en general, ha sucedido durante los años en que se padeció la dictadura.
Desde la escritura buscarán armar nuevos lazos, entablar nuevos vínculos, reencontrarse con los padres ausentes1. Los relatos o novelas de estos autores son deudores de lo que Dominique Viart llama “relatos de filiación” (2019) es decir aquellos en los que se rastrean cuestiones familiares y que, en el caso de estos escritores chilenos, se focalizan en tiempos de dictaduras.
La chilena Nona Fernández (1971) publica en 2012 Fuenzalida,novela que tiene un tono íntimo, casi autobiográfico y que remite a los conflictos generados por los legados y los ocultamientos y la complejidad que implica preguntarse ‘quién soy’. Este relato se organiza sobre la base de una constante interrogación y entre silencios y supuestos, la figura casi espectral del padre ausente sobrevolará de modo constante asumiendo una presencia que será uno de los soportes de la novela. La narradora se propone darle cuerpo a esa ausencia, traerla al mundo del presente para otorgarle existencia a quien ha estado lejos de su vida. Así, deja a la vista que la historia personal y la Historia siempre están presentes.
El hallazgo de la fotografía en la basura constituirá el punto inicial que devendrá historia y recuerdos: “Lo primero es una fotografía. Una polaroid vieja que se escapó de una de las bolsas de basura amontonada en la mitad de la cuadra” (17). A partir de ese hecho, la imagen rota mutará en una búsqueda casi paranoica, en un algo concreto y presente, no sin antes generar en la narradora un sinfín de detalles que marca cómo “ese destello mugriento” es el impulso necesario para iniciar un trayecto de recuperación de una época y de una figura que pareciera ser “una idea vaga. Un hombre vestido de kimono negro” (26). Esa figura será el disparador del nacimiento de un ‘culebrón’ o del momento en que la vida de quien narra se modificará. Así, desde la basura surge el impulso por hacer de Fuenzalida, –un sujeto que “nunca me habló de su apellido, ni de sus padres o antepasados” (27)– el motivo de su investigación. El recuerdo adquiere sentido a través de la imagen o de conocimientos o de informaciones con los que la narradora creció y que le fueran suministrados con un cierto matiz de verdad. Dicho de otro modo, esa imagen rellenará los vacíos, los silencios voluntarios e involuntarios que marcaron la vida de la narradora.
La construcción de Fuenzalida, cuyo nombre aparece multiplicado en los muchos Fuenzalidas que encuentra a lo largo del tiempo que le insume saber algo de su progenitor, se acompaña con dos discursos: el fotográfico y los culebrones. En especial estos últimos, y casi como respuesta a la estructura de ese discurso, generan otros interrogantes: por un lado, entender las razones que lo llevaron a dejarla y por otro, determinar las causas por las que su madre evitó hablar de él. Todo esto será una carga sumamente pesada de la que incluso no podrá desprenderse y que desembocará en la frenética búsqueda que la llevará a imaginar escenas, rostros, hermanos, en un camino cuyo final sería, tal vez, llenar “los espacios en blanco de una paternidad frustrada […] y confusa.” (Amaro Castro 285) o conseguir que la conjetura devenga verdad. A partir de la imagen fotográfica escapada de la basura y de la inicial certeza de que se trataba de “una escena imposible de resucitar.” (17), la narradora intuye que debe darle otra dimensión a ese sujeto minúsculo cuya presencia está reemplazando la palabra y cuya mutación se produce porque “[a]hora el tipo del kimono se encuentra en mi casa, rescatado de la basura, limpio entre las manos de mi hijo. Sin dudas algo parecido a una metamorfosis.” (20)
La única fotografía disponible, simbólicamente encontrada en una bolsa de basura, se convierte en el archivo disponible y en el disparador de la búsqueda. La utilización de este tipo de situaciones no es novedad en la escritura de Nona Fernández. Mapocho se inicia con la figura casi escatológica del nacimiento de la Rucia, una mujer que, como la narradora de Fuenzalida, deambula por las calles de Santiago “con mi madre a cuestas” buscando frenéticamente a Indio, su hermano (14). La reiteración de este recuerdo pone en evidencia el entrecruzamiento de la historia con la imaginación, de la realidad con el mundo onírico y de lo recuperado por la historia con lo creado por el mundo de la ficción. Las imágenes son siempre incompletas; en Fuenzalida la figura paterna se diluye como consecuencia de la negación de la madre para hablarle del padre ausente, es decir, cómo se le negó a la narradora el acceso a una parte de su historia de vida en cumplimiento del “pacto denegativo” y cómo esta circunstancia la lleva a explorar esa figura paternal. Viart entiende que se trata de hacer una suerte de aproximación cuyo carácter es arqueológico más que cronológico (“Les récits”).
La circunstancia de que la narradora sea una escritora–guionista de culebrones guía al lector, por una parte, a ver cómo esa referencia se direcciona a señalar la descalificación que implica este formato de narración, pero, por otra, se la valida en la medida en que, a diferencia de la vida, en los culebrones siempre se sabe a dónde van los acontecimientos y cómo terminan. El hecho de que un culebrón dé certezas es, en sí mismo, un gesto irónico, al tiempo que marca una nueva afiliación: la literatura no se orienta a otros escritores, a otras autoridades sino que busca apoyo en otros discursos aún en los que pueden ser descalificados.
Se puede preguntar, entonces, si éste es el camino elegido para restituir la figura paterna y si la vida otorga la posibilidad de acceder a lo que se ignoró o se ocultó, o si solamente estas resoluciones pasan en los culebrones donde sí hay reglas y “yo sé reaccionar, sé lo que debo hacer, cómo actuar, qué decir” y lo que es más singular “[a]divino quién es el bueno y quién es el malo, sé dónde está el peligro, lo esquivo o me enfrento a él, pero sé dónde está porque yo misma lo invento” (21). Por estas preguntas pasa la estética de Fernández y la de otros escritores contemporáneos que también apelan a los relatos de filiación como un modo de rearmar los recuerdos.
Traer el pasado al presente se nutre de un mecanismo recordatorio que explica las razones por las que se escriben estas novelas; es un modo de articular ese mundo parcelado y quebradizo al que se accedió a través de la memoria de otros, con un presente todavía ambiguo. Quienes procuren recordar hechos de los que no siempre se tiene una información de primera mano, es decir, que no tienen el soporte de la experiencia o de lo realmente vivido, necesitan de la apropiación de otras voces y hasta, en algunos casos, de ficciones tal como le sucede a María Candelaria durante su detención, cuando “[Y]a no tiene conciencia exacta del tiempo, pero sabe que es de día, probablemente la hora en la que dan los culebrones de después de almuerzo por la televisión” (229).
En el capítulo “Material adjunto. Hombre en llamas” (202-218) se observa un modo singular de remitirse a los tiempos del horror y la violencia. El juego que produce la grafía diferente (empleada también en “Material Adjunto. Sargento Candelaria”) lleva al lector a enfrentarse con una situación que se desplaza por distintos pasados y desde lo visual lo coloca en otro plano de lectura. Los reclamos por la aparición de los secuestrados y la vida de Sebastián están ligados con el paso del tren y el juego infantil de procurar ganarle la carrera a la máquina. Ahora, desde el hoy doloroso, la carrera que hay que ganar es la de encontrar respuesta a la ausencia forzada de sus dos hijos. La fuerza del tren sostenida por el fuego es la misma que Sebastián Acevedo Becerra le infunde a su pedido a través de “un último y desesperado intento por saber de nuestros queridos hijos” (206).
La voz narradora reúne el pasado y el presente de modo también doloroso a través del recuerdo de Sebastián. Las referencias a ese tiempo y la relación con el presente no dejan lugar a dudas de cómo se desenvuelven los acontecimientos: “tipos parecidos a los del brazalete amarillo”, “[e]ran otros tiempos. Otro gobierno, otro presidente, pero los ánimos eran parecidos y la gente era detenida y desaparecida, lo mismo que ahora” (209). La reiteración del adjetivo “parecido” ancla los acontecimientos pasados en un presente que es el de la voz narradora. La imagen de la partida de las mujeres entre las que se encontraba Ana, la madrastra de Sebastián, recuerda no solo a hechos de la dictadura pinochetista sino que van más allá. Las fotografías de los campos de concentración nazis se sobreimprimen en la mirada del joven Sebastián. En gran medida, esa información ha tenido incidencia en la vida de estos hombres y mujeres y ha logrado ensombrecerlas. Recuerdos fragmentados y datos insuficientes suministrados por otras voces e imágenes emergen en este capítulo, con la advertencia de la fragilidad de la información: “Decir que doña Ana y Sebastián se vieron, cruzaron miradas a lo lejos, sería aventurarse” (210). No obstante, la situación se asocia con acontecimientos muy conocidos y sabidos y la narración toma un tono de frialdad que cancela todo tipo de arrepentimiento. Más bien hay una justificación por parte de quien rememora el horror de los hechos: “Yo tiro los cadáveres al mar o los entierro en una fosa común de noche, sin testigos. Nunca los expongo” (221). Frente a esta afirmación hecha por el torturador, el dolor se potencia, el ocultamiento se exhibe, el horror queda a la vista:

Pero este hombre grita su mala suerte, la instala ahí, frente a la catedral, a la vista y paciencia de todos, para que no olviden que la brutalidad sigue existiendo, que la barbarie se perpetúa en un ciclo sin fin, aunque no la vean, aunque la hayamos sacado de los lugares públicos y las hayamos escondido en el fondo del mar amarrada al durmiente de un tren frente al puerto de San Antonio. (221)

Este capítulo se lee como complemento de “Material adjunto: Sargento Candelaria” (227-235) en el que también predomina un discurso deudor del informe y remite a los producidos por los militares al hablar de las detenciones. No obstante, el título tiene una doble dimensión, ya que si bien en una primera lectura se puede entender que se trata de alguien vinculado con el mundo del ejército o de la policía, el relato se orienta a una zona privada como es el hecho de aludir al modo en que el padre llamaba a su hija María Candelaria Acevedo Sáez detenida en un “patio acalorado” (228). El narrador se distancia de los hechos más íntimos y casi a la manera borgeana deja suspendidas las explicaciones:

Las frases no serán intervenidas como el resto de la historia, se mantendrán claras y veraces, meros instrumentos de registro, únicos signos de una realidad peligrosa donde las palabras, tal como las llamas de un buen fuego, una vez que mostraron la cabeza vuelven a hundirse en las cenizas. (234)

 En alguna medida, los silencios privados, sociales e históricos, al igual que la actitud impertérrita de quienes observan a un hombre en llamas o de quienes escuchan el relato de una matanza inexplicable se replica en la fotografía que no dice nada, pero sirve de puente para que quien la encuentra piense que allí habrá alguna explicación que complete el silencio de la madre. ¿Será necesario el sacrificio de uno de los miembros de la comunidad para que ésta logre reaccionar? La fotografía en definitiva guiará a la narradora a ingresar en el territorio privado de su padre y reavivará los secretos de un país que no termina de suturar sus heridas.
La búsqueda se visualiza de modo más dramático y agobiante en el recorrido que hace por la guía telefónica. Solo cuenta con una simple referencia: el apellido, pero éste se multiplica transformándose en lo que ella considera que son simplemente: “Pedazos de realidad, astillas de lo cotidiano que quedan clavadas en algún lugar de la cabeza. No tienen protagonismo en la historia porque no participan de ella, son más bien una excusa para convocarla” (119). Aquí radica la torsión que Fernández le da al tema. Busca en detalles nimios el impulso para que una memoria dormida se transforme en una memoria activa y en perpetuo cambio. Así el collar con el dragón muta en un dispositivo que despierta no solo el recuerdo sino también el impulso para seguir indagando en un pasado que tampoco permanece estático y que por el contrario fortalece el clima de incertidumbre. Como sostiene Viart, cuando se opera sobre presunciones por detrás de ellas está “un saber global revelado por la investigación histórica, el archivo, el testimonio” (“Les récits” 110).
“La memoria ha sido el gran tema, ni siquiera porque yo lo haya decidido. La memoria, lo tramposa que es, lo arbitraria que es, lo arrebatada que es, lo rebelde que es; la memoria y mi generación, la dictadura y la memoria reciente en mi país”, dice Nona Fernández2, afirmación que explica las razones de la obsesiva pesquisa basada en el desconocimiento de la historia de su padre, cuestión que la lleva a simplificar –por momentos– la relación con su hijo. Si bien hay angustia frente a la anómala situación con Cosme, al percibir que el niño está perdiendo la imagen de su padre, este acontecimiento se sobreimprime a su propia vida en especial con el presuntamente inexplicable abandono de su progenitor. Esta operación narrativa tiene la singularidad de colocar a la narradora junto a Cosme: es una suerte de silencioso grito desgarrador que objetiva que ella procura evitar que el niño viva algo similar en su vida. Es el intento por nombrar y hasta renombrar a los Fuenzalidas y así atrapar lo que se puede del pasado.
No hay nostalgia por el padre perdido, en todo caso lo que la impulsa a saber quién fue, qué hizo y dónde está se imbrica con su propio conflicto de identidad, esto es, saber quién es ella y cuál es la herencia que tendrá que transmitir a su hijo, quien también pareciera perder a su padre. En alguna medida, la búsqueda se direcciona al propósito de devolverle al niño la imagen de un abuelo para que diagrame su genealogía. En definitiva, de lo que se trata es de visibilizar que quien escribe e indaga en el pasado no puede dejar de considerar que forma parte de aquello que ha sido disuelto y que ahora emerge a través de pequeñas partículas almacenadas por la memoria. Se busca restituir lo perdido, al tiempo que la sola presencia de la fotografía es capaz de generar todo tipo de interrogantes que siempre conducen a la duda, a la ambigüedad:

No hay forma de saber el camino que recorrió antes de llegar aquí. Cuánta gente la vio, por qué cajones anduvo, qué bolsillos cruzó. Tampoco se puede precisar en qué momento y por qué razón se transformó en basura. Cuándo dejó de estar expuesta en un marco o en las páginas de un álbum para ir a dar a un tarro con el resto de las mugres que ahora la acompañan. (17)

La narradora se centra en una fotografía encontrada en la basura y, apelando a una selección lexical que no deja lugar a dudas acerca del deterioro, comienza a permitir que fugaces recuerdos se corporicen en explicaciones o en matices de verdad, porque la imagen no siempre puede reconstruir la memoria (Valenzuela Prado y Pizarro 159).
Una vez más, Nona Fernández pone frente al lector las historias de aquellos que no fueron partícipes directos de los acontecimientos de la dictadura pinochetista, pero que sí son herederos de un tiempo que los privó de conocer lo que acontecía. De modo que la recuperación de historias casi imperceptibles, muchas veces olvidadas y la mayoría, ignoradas, ocupan un sitio relevante en su escritura. Entonces, las preguntas se potencian: ¿dónde está mi padre o mi madre?; ¿por qué no puedo saber dónde trabajaba o por qué nos abandonó?; ¿nos abandonó realmente?; ¿quién se arrogó el derecho de no contarnos la historia completa?; ¿llegará el momento en que realmente pueda saber qué sucedió? Esos silencios heredados de los mayores, atraviesa a los niños de ayer y jóvenes de hoy. La imposición –voluntaria o no– del silencio, la decisión de no contar o de no hacer partícipes a sus hijos de lo que había sucedido con los ausentes, envuelve a Fuenzalida. Y son los herederos de ese silencio los que deciden volverlo palabra, escarbar en la historia oculta, rearmar la fotografía, buscar los caminos para volver a casa.
Las preguntas se suceden y cada una de las historias que Fernández hace a través de esas voces huérfanas y, en algunos casos dolientes, se esparcen obligando al lector a entender que hay otro modo de hacer presente ese tiempo brutal o tal vez otro modo de volver a casa, aunque no siempre se trate de un lugar físico. De hecho, Fernández diseña una ‘casa’ entendida como un espacio mental en el que encuentre lugar la figura de su padre. Frente a la imposibilidad de representación de la figura paterna, recurre al collar con el dragón como reemplazo de esa persona, operación que al igual que con la fotografía es otro modo de representación; pese a la parcialidad del recuerdo, la imagen articula en gran medida la historia, ya que es la que remite a un tiempo no suficientemente conocido y a un hombre del que no sabe demasiado. Esta operación de marcado tono ecfrástico es, tal vez, el punto más notable para dar paso a esa suerte de búsqueda enloquecida en la que se zambulle la narradora/protagonista. Encontrar la palabra apropiada para explicar la imagen se entronca con su condición de guionista de culebrones y series televisivas, ya que esta actividad la habilita para tener un ojo alerta al momento de enfrentarse con una imagen.
El camino de conocimiento o de averiguación de lo ocurrido es zigzagueante y fragmentado, de allí que la apelación a las fotografías mutiladas constituye una muestra de lo dificultoso que resulta desde el presente rearmar el pasado. En gran medida, la búsqueda desbordada no es otra cosa que una forma de luchar contra el olvido, dar cuerpo a aquellas cosas que han sucedido, pero que –por las más diversas razones– no se han hecho presentes sino que más bien han sido acalladas u ocultadas.
La escritura colocará en un sitio destacado aquellas cuestiones que habían sido disimuladas o escondidas y que solo habían salido parcialmente a la luz. Frente al ocultamiento de datos referidos al padre de la narradora por parte de su madre, la palabra tomará otra dimensión nacida precisamente de la voluntad de conocer. En esa búsqueda hay por debajo un intento de restitución de la figura paterna como una manera de anclar la propia. En definitiva, de lo que se trata es de darle voz al silencio impuesto por su madre y por la situación generada por el Estado. Las voces fueron acalladas por la dictadura y esa imposición se desplazó a la vida privada. Una vez más, lo público se impuso sobre lo privado pese a que los hijos, deudores de ese silencio, pugnan por encontrar su propia voz. Hay, por parte de la narradora, una tarea de carácter arqueológica: búsqueda y restitución.
La recurrencia a la memoria –frágil, volátil, en perpetuo movimiento– se asocia con la memoria de su país. Allí también es posible reconstruirla a partir de astillas, o de migajas, como la misma Nona Fernández la denominó. En Chilean Electric señala que “No hay posibilidades de respuestas certeras o explicaciones contundentes. Sólo migajas de luz, resplandores pasajeros y frágiles como almas que están a punto de extinguirse” (62-63).
Más allá de que el apoyo sobre la memoria le resulta insuficiente y la imaginación ocupa gran parte de la historia narrada, entiendo que esa suerte de operación detectivesca que realiza tiene un soporte memorialístico que no se puede obviar y, en tal sentido, la fotografía como las cartas o los informes tienen el valor del archivo, ese sitio en el que se reúne la escritura y la memoria Anna María Guasch entiende que el archivo “preserva la memoria y la rescata del olvido, de la amnesia, de la destrucción y de la aniquilación, hasta el punto de convertirse en un verdadero memorándum” (13).
Si bien Ernesto Fuenzalida es “un significante vacío de significado” (García-Avello 251), la fotografía le da el punto de inicio a la narradora para que pueda construir (o inventar) la biografía de su padre, habilitando a la imagen para que se transforme en reservorio memorialístico. La carta que da cuerpo al capítulo “Señales de humo” genera un clima de ambigüedad significativo, ya que resulta difícil determinar si “Tu papá” es Fuenzalida o Fuentes Castro o si ese padre que imagina “tu carita de burbuja” es el imaginado y ocultado o el violento y torturador. Una vez más se impone el juego entre ficción y verdad y el deslizamiento entre verdades que atañen al campo privado y las que se direccionan al público. Ambas fronteras se diluyen. Pero es un modo de decir que, aunque la historia sea privada, vale la pena contarla porque hace falta mantener la memoria pública. En algún punto, este relato de filiación procura entroncarse con un hecho de matiz histórico. Es la operación elegida para reconstituir un tiempo negado u olvidado.

Juego de espejos

 […] no hablo para que me escuchen sino
porque el silencio significa tantas cosas
extrañas, tantas cosas incontrolables, que
prefiero hablar.

Rafael Gumucio

  Leo Fuenzalida como un espejo que a su vez tiene dos caras: por un lado, están las imágenes nacidas en el hoy, en el presente del relato, esto es, la fotografía rota y difusa y por otro, la familia de la narradora, también rota pero por un hecho más corriente: el divorcio y la compleja relación de los padres con Cosme.
En la otra cara de ese espejo, está lo evocado, lo recordado y lo imaginado. Allí está Fuenzalida, nexo con la narradora, padre, ley. Es el punto de contacto con un mundo también imaginado al que accedió (la narradora) por historias contadas, de modo parcial, pero que generaron que siempre estuviera pensando (y escribiendo) con esa singular ambivalencia que se espeja en su vida. De eso se trata, de no poder poner en escena situaciones o acontecimientos que puedan dibujar con precisión la identidad de Fuenzalida y –proyectándose en el otro espejo– la de la narradora. Por momentos, las imágenes cruzan de lado: la difusa y confusa fotografía del hombre con kimono se empalma con la compleja vida de dos sujetos. ¿Es Fuenzalida o es Fuentes Castro? Una vez más la necesidad de rearmar el rompecabezas se hace presente en el momento en que las imágenes se entrelazan y otra vez el juego especular emerge en la historia: “Ernesto Fuenzalida entra a un salón de combate hecho de espejos” (240).
La lucha por conocer se desenvuelve en medio de cristales azogados, las imágenes se multiplican, las versiones (y perversiones, diría Borges) son muchas y se sobreimprimen tomando el punto más notable en el detenimiento en un sobre blanco donde otra vez aparece la ambigüedad: “Para mi carita de burbuja […] Tu papá. Raúl Emilio Fuentes Castro” (240 [Destacado en el original]. La inclusión de un capítulo dedicado a la historia de Fuentes Castro puede ser leída en tono de parodia y no de homenaje como en ocasiones puede leerse este tipo de discursos. Por el contrario, el tono militar que impera en este capítulo remite a la construcción de una historia sostenida por valores religiosos, militares –aún desde el momento en que relata su vinculación con el escultismo y su posterior pasaje por el Cuerpo de Bomberos de Santiago– en particular, cuando este derrotero lo llevan a sostener el concepto de Honor y de Patria. Lo paródico radica en el hecho de que –en este discurso– están presentados como los valores que lo acompañarán a lo largo de su tortuosa vida.
En esta línea puede leerse el momento que vive Fuenzalida cuando busca a su hijo mientras se escucha un diálogo televisivo. Una vez más se cruzan los discursos y la selección lexical resulta por demás significativa: “operación riesgosa”; “extirpando” “perforar el hueso”. Al mismo tiempo la incertidumbre del momento se explicita con un ambiguo uso del potencial “debe ser una serie médica”. En este punto, la escritura de Fernández despliega con notable rigor –enlazando ficción y realidad– lo que significó la violencia de un tiempo anclado en acontecimientos históricos rápidamente verificables. Hay un momento en que la descripción de Fuentes Castro se une con la de Fuenzalida y es cuando hay una referencia a la habilidad de ambos para desplazarse: “Rápido, eficiente, práctico, ejecuta con la asertividad de un tigre, la elegancia de una cobra y la ferocidad de un dragón. No deja huellas, es limpio en sus procedimientos” (179). Utilizando la misma descripción, la narradora define a su padre, o a lo que imagina que es su padre: “El hombre del gimnasio se mueve como un animal. Posee la asertividad de un tigre, la elegancia de una cobra, la ferocidad de un dragón” (37), descripción que será reiterada en otras ocasiones (80 y 103). Si a esto se agrega cómo recuerda (o cree recordar) el modo en que su padre la llamaba, los cruces adquieren una dimensión muy alta y confirman que recordar aquello que no se ha vivido resulta sumamente difícil. En tal sentido, se estaría en presencia de lo que han llamado “memoria vicaria”, concepto con el que Beatriz Sarlo no acuerda, pero que entiendo da cuenta de lo que Fernández ficcionaliza. Si bien la argumentación de Sarlo con respecto al uso y abuso del prefijo post es atendible, entiendo que esa memoria, pese a estar sostenida por un alto nivel de subjetividad, no por ello, como toda memoria, deja de ser fragmentaria y, en más de una ocasión, el uso de de recuerdos prestados conduce a la posibilidad de reconstruir aquello de lo que no se participó. No obstante ello, prefiero no utilizar la denominación postmemoria y sí sostener que en esta novela, se apela a la reconstrucción de un tiempo, de una historia y de una biografía que al nacer de una fotografía, esto es de otro discurso y por estar desde el inicio presentada en forma parcial, obliga a realizar una pesquisa que deberá munirse de términos e historias prestadas, esto es, de aquello de lo que no fue partícipe.
La alusión a sitios, la mención de nombres de calles o de lugares contribuye al armado de un plano de la ciudad el que, al igual que la genealogía, ayuda a la construcción de la identidad. El parque O’Higgins, el cerro San Cristóbal, la calle Nataniel Crox, el barrio Matta, Pinpilinpausha (“el lugar donde se toma chocolate caliente y churros”), Ñuñoa, el estadio Nacional, la iglesia de los Agustinos, entre otros sitios, se unen para darle cuerpo al proceso de búsqueda y sirven de anclaje al devenir de la imaginación. Una vez más el proceso de reconocimiento de una ciudad que cambia y que es partícipe de los acontecimientos, forma parte del proyecto escriturario de Fernández. Del mismo modo, la inclusión de la telenovela va uniendo la voz de la narradora con la protagonista del culebrón, yuxtaposición que difumina los límites de la realidad y la ficción, de la escritura y de la imagen:

¿Qué pasa Genoveva? ¿Me vas a decir ahora quién era este hombre?
No alcanzo a ver la respuesta de Genoveva porque la cabeza de Max vuelve a interponerse entre la pantalla del televisor y yo. […] Max desconoce todo ese mundo que contiene el televisor. Ignorante de esta historia paralela, me mira con ojos nerviosos y se sienta a mi lado. (153)

El traslado de su hijo a la sala de operaciones es, tal vez, el momento en que se expone de manera más contundente la débil línea que separa la ficción de la realidad al asociarse con los hechos que se desenvuelven en el culebrón que aparece en el televisor de la sala de espera. Frente a la prohibición de continuar acompañando a Cosme y la toma de conciencia de estar “detenidos en la frontera” (155), la palabra adquiere contundencia aunque aún hay un resquicio para la imagen

veo una pequeña miga entre las pestañas de su ojo derecho. Es muy pequeña, casi imperceptible. Un pequeño pedazo del dragón Lung que él mismo amasó y decoró con sus hermanas ayer por la tarde. […] Una miguita de dragón que acompaña y protege a Cosme en la zona restringida. (155)

En ese momento, la imaginación vuelve a completar la historia y especularmente se unen el presente de Cosme con el pasado creado por la narradora a partir de la fotografía incompleta.
La situación generada en la iglesia compone un cuadro reflejado en un espejo que devuelve dos imágenes ausentes: Cosme en la sala de operaciones y Fuenzalida a partir de frases evocadoras presuntamente dichas por el padre que se busca. El clima descripto se desenvuelve entre imaginación y realidad, entre devoción y descreimiento, entre búsqueda y encuentro. La penumbra del lugar, los sonidos dificultosamente escuchados, los olores perturbadores, el pensamiento que la lleva a angustiarse porque su hijo está “en un pabellón quirúrgico” y su madre “encumbrando un rezo” del que ella no puede participar, se potencian cuando escucha esa voz “extrañamente familiar” junto con “el sonido de una cadena de plata”. Otra vez se sobreimprimen acontecimientos: la reiteración de cómo debía ser una buena pelea y los requerimientos de la iglesia para que se cumplan los pedidos, anclan las historias.
La escritora Pía Barros utiliza una certera frase: “Todo el país que le cupo en la mirada tenía tinte violáceo” para encontrar la respuesta de una madre a su hijo y así explicar lo que aconteció en Chile durante muchos años3. Al igual que la memoria de la narradora, el color o la falta de él es la metáfora elegida para referirse a una memoria fraccionada: “Mi memoria estaba en blanco, como un rollo fotográfico velado” (37). Esta certeza es la que la impulsa a buscarle color, formas, nombres, palabras a una historia inconclusa. La narradora inicia la búsqueda de su identidad a partir de la pregunta de su hijo “¿Y tu papá?, me dijo. […] ¿Se murió?” (37); en alguna medida, ese disparador opera como el punto de partida para tratar –finalmente– de encontrar un camino de conocimiento de su propia historia, para correr la tupida cortina que voluntaria e involuntariamente estuvo ocupando un espacio en su memoria, para que esas manchas –que metafóricamente están también en las radiografías cerebrales de su hijo– puedan develar lo que permanecía oculto.
La ficción es el camino elegido para procurar encontrar un modo de reunir pasado y presente con el propósito de construir un futuro para esas generaciones que viven despojadas de un contexto que les permitieran entender lo que ha sucedido y por qué se lo ha acallado. La razón para que pueda pensar que “Todo se resume a una cuestión de fe” (269) es lo que atraviesa el relato, es el juego entre ficción y realidad que desemboca en la cuasi certeza de que la realidad es también una ficción. La imagen final de Cosme hablando por teléfono con su abuelo resume de modo contundente el traspaso de la herencia, real y ficticio. Los vacíos que tiene la memoria se comienzan a rellenar. La carta de “tu papá” retoma palabras que habían sido puestas en boca de otro papá: “tu carita de burbuja” era la expresión empleada por Raúl Emilio Fuentes Barrios, referencia que ahora está en boca de otro padre (¿Fuenzalida?). ¿Cuál es el sentido de esta ligazón y al mismo tiempo de esta ambigüedad? ¿Hay algún punto de contacto entre estos dos hombres, entre estos dos padres que esbozan una suerte de justificación de su accionar ante sus hijos ausentes? ¿Es éste el camino elegido para restituir la vida del padre de la narradora? ¿Es éste el paso necesario para que aquello que estuvo oculto pueda formar parte de la herencia? Tanto la carta como “Material Adjunto” (los dos capítulos) son señales epitextuales que coadyuvan a mostrar lo ficcional. La ausencia de un nombre para la narradora, cuya única identidad radica en el apellido Fuenzalida, se reemplaza por la fotografía y hasta por el culebrón que se proyecta en el televisor del hospital.
Los recuerdos se entremezclan y los tiempos oscuros y violentos se fragmentan dejando un interrogante ante la inevitable pregunta de si algo de lo vivido e imaginado es verdad. ¿Será posible cerrar los múltiples huecos que nacen de una evasiva fotografía? “Supe que escribiría sobre Fuenzalida cuando mi madre me dijo que había muerto” (259), no solo será una búsqueda sino una imposición que la llevará a retroceder en el tiempo, buscando explicaciones, visualizando dudas, renovando rencores y conjuntamente suavizándolos. Será necesario recolectar recuerdos y ordenarlos para encontrar una posible explicación a la pregunta de Cosme de dónde estaba su abuelo. La narradora armará un archivo que no siempre le dará respuestas precisas y auténticas aunque se esfuerce en la decodificación de las imágenes, de las explicaciones y de los recuerdos. El capítulo II de la Quinta parte (259-262), “Dragones de basura” remite al proyecto creador de Fernández: por qué escribir, sobre qué escribir, qué es verdad y qué es mentira. Con sutileza desliza algunas deudas literarias. La voz de Borges está en el modo en que maneja la conjetura, mientras que en el instante que “frente a la cruz blanca de madera de la Reconciliación Nacional, don Sebastián debe haber recordado mientras gritaba por sus hijos” (216) resuena la voz de Aureliano Buendía.
“Inventa un cuento que te sirva de memoria. El resultado será una especie de relato, una historia mitad verdad, mitad mentira, en la que el protagonista se disfraza, se traviste de ti y de otros y será uno y todos al mismo tiempo” (García-Avello 236), ésta es, tal vez, la forma más precisa de explicar de qué se trata Fuenzalida. Fernández avanza en una nueva dirección para repensar tiempos y políticas. Construye una historia sobre la base de supuestos, con información sesgada y con el apoyo de fotografías o de cartas para completar aquellos vacíos que aparecen en la vida de la protagonista-narradora. Para ello apela a la memoria como una forma, no sólo estética sino fundamentalmente ética, de reparar historias.

 

Referencias bibliográficas

1. Amaro Castro, Lorena. La pose autobiográfica. Ensayos sobre narrativa chilena. Santiago de Chile, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2018.

2. Fernández, Nona. Fuenzalida. Santiago de Chile, Random House, 2012.

3. Fernández, Nona. Chilean Electric. Santiago de Chile, Alquimia Ediciones, 2015.

4. Fernández Silanes, Nona. Mapocho. 2002. Buenos Aires, Eterna Cadencia Editores, 2019.

5. García-Avello, Macarena. “’Inventa un cuento que te sirva de memoria’: Narración del vacío en Fuenzalida de Nona Fernández”, Chasqui, vol. 45, n.° 2, 2016, pp. 249-260.

6. Guasch, Anna María. Arte y archivo, 1920-2010. Genealogías, tipologías y discontinuidades. Madrid, Akal, 2011.

7. Gumucio, Rafael. Memorias prematuras. Santiago de Chile, Debolsillo, 2020.

8. Sanhueza, Leonardo. La edad del perro. Santiago de Chile, Random House Mondadori, edición digital, abril de 2014.

9. Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo de una discusión. Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005.

10. Valenzuela Prado, Luis y Violeta Pizarro. “Vacíos e imágenes de la memoria. Algunas novelas y películas en la postdictadura chilena y argentina, 2001-2005”, Meridional. Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos, n.° 6, abril 2016, pp. 137-162, https://doi.oirg/10.5354/0719-4862.2016.40102

11. Viart, Dominique. “Les récits de filiation. Naissance, raisons et évolutions d’une forme littéraire”, Cahiers ERTA, n.° 19, 2019, pp. 9-40, https://doi.org/10.4467/23538953CE.19.018.11065. [Traducción de Ada Iotti para uso exclusivo de este trabajo]

Notas

1 El tema de la orfandad lo desarrolló Rodrigo Cánovas en Novela chilena, nuevas generaciones. El abordaje de los huérfanos. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Católica de Chile, 1997.

2 En “Escribir la memoria”, Entrevista realizada por Isabel del Valle, Mariana Martínez y Donají Zavaleta. Tierra Adentro, México, 2020.

3 Se trata del micro relato que apareció en Ropa usada, Asterión, Chile, 2000. Mamá, dijo el niño, ¿qué es un golpe?/Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio./ El niño fue hasta la puerta de casa. Todo el país que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo”.