DOI: 10.19137/anclajes-2020-2421


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ARTÍCULOS

 

Quehaceres espectrales. Pablo Katchadjian y la vanguardia hoy

Spectral chores. Pablo Katchadjian and the avant-garde today

Afazeres espectrais. Pablo Katchadjian e a vanguarda hoje

 

Julio Premat

Université Paris 8, Institut Universitaire de France
Francia
ju.premat@wanadoo.fr
ORCID: 0000-0002-3473-6214

 

Resumen: En un período histórico que ha decretado el final y la imposibilidad de la vanguardia, algunos escritores recuperan esa tradición y desplazan sus definiciones. En Argentina, la “entrada en literatura” de Pablo Katchadjian se caracterizó por una serie de intervenciones espectaculares y una prolongación de lo experimental. En el artículo, pretendo delimitar la problemática de estas vanguardias anacrónicas proponiendo una lectura del libro más extraño del autor, la novela Qué hacer (2010). La combinatoria estructural, la relación con el pasado literario, el formalismo exacerbado y ciertas representaciones del tiempo, entre otros elementos, parecen responder a la pregunta planteada por el título: cómo hacer para seguir escribiendo. En Katchadjian se sigue escribiendo gracias a un efecto renovado y tradicional de extrañamiento alucinatorio.

Palabras clave: Literatura argentina; Pablo Katchadjian; Literatura experimental; Vanguardias

Abstract: In a historical period that has decreed the end and the impossibility of the avant-garde, some writers recover that tradition and displace its definitions. In Argentina, Pablo Katchadjian's "beginnings" were characterized by a series of spectacular interventions and an extension of the experimental.  In the article I intend to delimit the problems of these anachronistic avant-gardes by proposing a reading of the author's strangest book, the novel Qué hacer (2010). The structural combinatorial, the relationship with the literary past, the exacerbated formalism and certain representations of time, among other elements, seem to answer the question posed by the title: how to do in order to continue writing. In Katchadjian, writing continues thanks to a renewed and traditional effect of hallucinatory estrangement.

Keywords: Argentine literature; Pablo Katchadjian; Experimental literature; Avant-garde

Resumo: Num período histórico que decretou o fim e a impossibilidade da vanguarda, alguns escritores recuperam essa tradição e deslocam as suas definições. Na Argentina, a "entrada na literatura" de Pablo Katchadjian foi caracterizada por uma série de intervenções espetaculares e uma extensão do experimental. No artigo pretendo delimitar os problemas dessas anacrônicas vanguardas, propondo uma leitura do livro mais estranho do autor, o romance Qué hacer (2010). A combinátoria estrutural, a relação com o passado literário, o formalismo exacerbado e certas representações do tempo, entre outros elementos, parecem responder à pergunta colocada pelo título: como fazer para continuar escrevendo. Em Katchadjian, a escrita continua graças a um efeito renovado e tradicional de estranhamento alucinatório.

Palavras-chave: Literatura argentina; Pablo Katchadjian; Literatura experimental; Vanguarda

 

En los usos más frecuentes del término vanguardia, se cristaliza una atiborrada serie de creencias y mitos literarios. La vanguardia es el emblema de una visión historicista y evolucionista, marcada por el imperativo de la originalidad cuando no del progreso. En vanguardia se materializa la idea de una literatura concebida como una serie de acontecimientos, revoluciones, subversiones, rupturas, parteaguas, que marcan hitos en el devenir del arte. En vanguardia se manifiesta cierta relación específica entre literatura y época, ya que esas corrientes hipervisibles –aunque minoritarias– de la producción artística del siglo XX pretendieron asir un presente, un contexto, un cambio, para transformarlos en una estética futura: la vanguardia sería, por excelencia, el arte contemporáneo, sincrónico de su tiempo; la supuesta prueba de la pertenencia de los artistas a su tiempo o del parecido entre ellos y su tiempo (Rancière). El concepto de vanguardia es, también, el ejemplo más radical del nominalismo de la crítica literaria, es decir, la creación del objeto analizado gracias a la denominación (Vaillant 205); bajo ese nombre, o, mejor, bajo el de los proliferantes y a veces deleznables –ismos, la crítica pretendió asir, ordenar una existencia, una diferencia, una esencia, un principio, dentro del horizonte caótico de la producción artística. Y, al mismo tiempo, la vanguardia, ese condensado de valores de la Modernidad, esa revolución fracasada o triunfante –según dictámenes divergentes– es, por fin, el paradigma de un arte del pasado, el que está definitivamente terminado. Pretexto de nostalgias multiformes (Keller), la vanguardia significa un momento heroico en el que se subvertían instituciones, axiologías, el arte mismo, proponiendo estéticas y políticas alternativas, todo lo cual, en épocas de muerte de la literatura y de fin de los valores como las que vivimos, suscita melancólicas evocaciones y añoranzas sin fin. Porque, una vez instituida la tradición de la ruptura (Paz) o de lo nuevo (Rosenberg) y la recuperación mercantil de la transgresión y de las rebeliones estéticas, la vanguardia habría pasado a formar parte de la historia, es decir, de los manuales de literatura y de lo "viejo". Este relato, apenas evocado en lo que precede, se repite incesantemente en nuestros discursos sobre el arte del siglo XX (Premat 2013).
Eppur si muove, como diría Galileo. Si nos concentramos, no en los relatos de la historia literaria ni en las conceptualizaciones de las literaturas de la modernidad, sino en los textos que se publican, es fácil constatar una presencia –singular y contradictoria con dichos relatos–, de referencias, recursos, gestos, que forman parte de una tradición específica e identificable: la de las vanguardias de las décadas 1920 y 1960. César Aira, en la literatura argentina, o Mario Bellatin, en la mexicana, son los ejemplos más visibles del fenómeno. El gesto resulta paradójico porque actualiza una corriente estética que, en sus fundamentos, habría supuesto el fin de la literatura según las tradiciones establecidas y heredadas cuando, hoy, esa convocatoria y esas citas funcionan más bien como una exaltación de lo literario o una respuesta al vaciamiento de algunos de sus sentidos. Por otro lado, es fácil constatar que se convocan los movimientos más abruptamente instalados en un presente y en su proyección futura (las vanguardias históricas), para llevar a cabo una operación que, como dijimos, es ante todo anacrónica. Estas prácticas nos invitan por lo tanto a interrogarnos sobre lo actual –lo que implica ser actual– y a reevaluar las opiniones establecidas sobre las vanguardias de los veinte y las neovanguardias de los sesenta.
Veo dos maneras de pensar esta presencia, significativas de dos maneras de concebir la literatura. La primera consiste en prolongar, involuntariamente, el historicismo de los discursos sobre las vanguardias, suponiendo que estamos ante un "retorno de las vanguardias". O sea, buscar delimitar el fenómeno transformando lo constatado en acontecimiento y, claro está, en concepto: la postvanguardia, la aftervanguardia o, por qué no, la retrovanguardia. La segunda manera, según un ideal que no sería ajeno a Jorge Luis Borges, pero que aparece en buena parte del pensamiento actual sobre los tiempos de la literatura, señalaría una forma de permanencia de la vanguardia, aunque las prácticas y los objetivos se vayan transformando. Es decir, que postularía que el repertorio vanguardista siguió siendo operativo, a pesar de responder a solicitaciones venidas de momentos históricos diferentes. Porque, volviendo al ejemplo de Aira, su emergencia en la literatura argentina es cualquier cosa salvo una irrupción insólita (aunque como todo gran proyecto literario produzca esa impresión). Sin ir más lejos, Osvaldo Lamborghini y Manuel Puig (o Copi o Alejandra Pizarnik), figuras tutelares de su obra, lo enlazan con los grandes momentos de la vanguardia sesentista, del Pop Art al Di Tella.
Ahora bien, y sin tratar de resolver, por el momento, los problemas de la caracterización del fenómeno (retorno o continuidad), pero sin olvidar tampoco que así se plantean, me propongo comentar un episodio posterior, la utilización exasperada de ciertos gestos vanguardistas por Pablo Katchadjian. Los comienzos literarios de Katchadjian retoman, con insolencia y virulencia, un modo de irrupción vanguardista con una manipulación de libros “sagrados”, como el reordenamiento de un texto fundador (El Martín Fierro ordenado alfabéticamente) y la prolongación de otro, legendario (El Aleph engordado). O un tercero (La cadena del desánimo) está constituido solo de declaraciones leídas en los periódicos sobre la actualidad política argentina y mundial, por lo que el autor hace de los discursos sobre lo inmediato un dispositivo que recuerda los retratos de Mao o del Che multiplicados por Andy Warhol. En sus ficciones “originales” (como Gracias, La libertad total o El caballo y el gaucho), él expone procedimientos de escritura de inspiración formalista, combinados con una lógica de nonsense. No solo recupera protocolos vanguardistas sino, digamos, los exagera, los expone como caminos aparentemente singulares para una entrada en literatura y como íconos posibles de una personalidad de escritor. Un bigote, a medias Napoleón III, a medias Salvador Dalí, y un pleito escandaloso iniciado por María Kodama, la guardiana del templo, prolongan, anacrónica y armoniosamente, las principales características de sus textos.
En esta histerización de lo vanguardista, presentado como una elección absoluta y una identidad inesperada, incongruente, y por lo tanto plena, funcional, se constata un síntoma tardío del fenómeno arriba evocado. De hecho, no creo que Katchadjian resuma una corriente o una época, pero lo explícito de su posición permite avanzar en la descripción de prácticas que abarcan muchos otros textos. Y, siendo coherente con los postulados de esta introducción –o sea, que es mejor partir de los textos antes de elaborar relatos explicativos al respecto–, empezaré comentando uno de los libros de Katchadjian: Qué hacer, del 2010 (texto fechado en el 2006), su primera "novela", su inhabitual entrada en literatura. Las maneras de utilizar procedimientos de escritura, pero también las relaciones que el libro establece con la tradición literaria y con modalidades de representación de la temporalidad, serán los ejes subrayados en la lectura que sigue. Luego, en una segunda parte, volveré a un discurso de generalización sobre este retorno o esta permanencia de lo que, lo suponíamos, estaba definitivamente terminado.

Un terror equilibrado

En un momento dado, Damián Tabarovsky, en Una belleza vulgar, libro a la vez experimental y programático, escribe una especie de balance negativo ante las posibilidades de seguir escribiendo literatura o, en todo caso, de seguirla escribiendo fuera de ciertos imperativos de la sociedad liberal y del presentismo contemporáneo. Todo intento de escribir estaría así destinado al fracaso:

Fracasa no solo por alguna razón general (como que toda palabra primera ya fue dicha) sino por lo desdichado de su expresión, de su enunciado, de su dicción; por la terrible distancia que media entre la ambición y la realización; zozobra en el patetismo, en la desazón y el silencio piadoso. Es un náufrago con espectador. Y entonces, ¿qué decir? Ahora no queda ya pregunta alguna, y ésta es precisamente la respuesta (74).

A su manera, con la cita directa y, en alguna medida, grotesca del título de Lenin (¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento de 1902), el libro de Katchadjian prolonga ese interrogante: qué hacer en vez de qué decir, cómo actuar, en vez del cómo escribir. El ¿qué hacer? de la vanguardia política era, para Lenin, la prolongación de otra pregunta, la de ¿por dónde empezar?, título de un artículo que el libro retoma; interrogantes sobre hacer y empezar, proferidos en el momento en que se abre la perspectiva del poder para el ruso, se convierten en la irónica pregunta de un escritor debutante y en un quehacer, una labor, un procedimiento para seguir escribiendo (pero hay que recordar que Lenin toma la pregunta de una novela de 1863 de Nikolai Chernichevski) (Sloterdijk 49). El qué hacer repite a la vez la pregunta de la acción revolucionaria y la de las posibilidades de la escritura. Un título, también, que integra a Lenin en una serie ultraliteraria, desplazando lo político y lo revolucionario a un terreno indefinible de ironía, parodia y, al mismo tiempo, de representación de fuerzas subversivas (lo mismo sucede con la liberación de los esclavos en Gracias del mismo autor y lo mismo hacía César Aira al llamar Mao y Lenin a las dos punks lesbianas de La prueba).
El funcionamiento del libro está fuertemente determinado por un doble principio. Primero, una serie de secuencias narrativas –cincuenta- que acumulan peripecias similares, repetidas de texto en texto y que combinan entonces elementos proliferantes, pero limitados. En el marco de esa construcción formalista, un segundo principio es la libertad asociativa y el desdén por la verosimilitud, propios de las representaciones oníricas; es un libro pesadillesco, pero ordenado (un “terror equilibrado”) (Qué hacer 33).
De hecho, las escenas, que una y otra vez comienzan o vuelven a un aula de una universidad inglesa en la que los protagonistas intentan dar clase, no evolucionan dentro de secuencias temporales y relaciones causales identificables. Cambios de escenarios, resoluciones aberrantes, transiciones alógicas caracterizan el encadenamiento de escenas de cada sección, aunque los cambios estén, a veces, precedidos por una situación aparentemente inextricable, tensa o angustiante: “Esta situación dura mucho tiempo hasta que aparecemos en una cantina negra” (Qué hacer 65). Por lo tanto, a pesar del aspecto o tono narrativos, no hay relato. Tampoco hay una enunciación dominada, no hay una figura de narrador en términos de conciencia estructurante, sino la puesta en escena de una enunciación “involuntaria”, marcada solo por la interrupción: “Le respondo que yo no las dije, que me salieron así de algún lado, y que las palabras mismas eran irracionales porque, por más que tuvieran su lógica, no sabíamos cuál era su origen”  (36).
El funcionamiento es el de los sueños, evidente en la primera secuencia y explicitado al comienzo del libro: “Alberto me dice: todo esto es falso. Le respondo que sí, que lo mismo pasa con cualquier sueño” (15). Así, el “estar” y “aparecer”, frecuentes, no exigen justificaciones, como tampoco las tienen los cambios: “En ese momento no sé qué pasa, pero la sensación es que todo se complica” (41). Las cosas poseen, para una especie de saber mágico que impera, varias esencias diferentes:

aunque podemos ver que el fondo no es otra cosa que una universidad inglesa, no podemos evitar saber que el fondo es una persona, y que esa persona es un trapo viejo, pero que sin embargo el fondo no es de trapo viejo sino que es la universidad inglesa misma. (Qué hacer 16).

La narración está así marcada por una irresponsabilidad imaginaria ante lo sucedido: “parece como si se tratara de un solo alumno enorme con decenas de brazos, pero solo es una sensación, porque sabemos que son varios alumnos”  (49). Surgen sentimientos y conflictos de tonalidades también oníricas: bruscas irrupciones de tensión o angustia, censura, obstáculos inexplicados que impiden ver o hacer lo que se quiere, fantasías anatómicas con cuerpos que se agrandan o disminuyen, emergencia de mujeres o fragmentos de cuerpos deseables, pero inestables (las hermosas muchachas desnudas o las notables piernas femeninas se convierten todo el tiempo en piernas o cuerpos de mujeres viejas), arranques injustificados de furia, etc.
Por otro lado, y coherentemente con los modelos canonizados al respecto (la pintura, el cine o la literatura surrealistas), en las escenas domina una visualización absurda que retoma metamorfosis, mezcla de series incongruentes, deformidades y desplazamientos de lo anatómico. A la evidente “manera” surrealista, se le agrega una referencia más reciente a la sucesión y variación de imágenes que la navegación por internet vuelve posible (por ejemplo los “fondos” que cambian, sin que varíen los personajes: “mientras tratamos de responderle la vieja desaparece y en su lugar se pone un estudiante de tres metros de altura. El fondo también cambia”; “para nuestra sorpresa, la persona se transforma en fondo”) (Qué hacer 15-16).
El principio sistemático de una combinatoria estructura el caos irrefrenable de lo onírico –o las posibilidades abiertas por los protocolos surrealistas–: es una construcción limitada (en el sentido de à contrainte). Cada secuencia funciona como el resto diurno de la siguiente, es decir, los elementos que figuran en una reaparecen en otra con el tipo de deformaciones que efectúa el trabajo de sueño. Sin embargo, las repeticiones, el ritmo entrecortado de las secuencias, la acumulación de referencias similares y de reapariciones construyen una estructura casi geométrica y, en todo caso, rígida o principista. Es un procedimiento expuesto, que en la medida en que vacía o frustra la representación tantas veces recomenzada, apunta a cierto tipo de abstracción. Se lo podría asociar con el arte conceptual, en el sentido de que, más que narrar, representa ideas y posibilidades sobre la narración.
El sistemático recurso a un dispositivo y a una estética surrealista, así como la utilización rígida de una forma basada en variaciones de lo mismo producen una impresión en la lectura de déjà vu, es decir de cita, alusión, reescritura de una tradición, sea esta la de los procedimientos de Raymond Roussel, la de Raymond Queneau y sus Lecciones de estilo, la de Oulipo, la de la iconografía a la Salvador Dalí o a la René Magritte, la de las imágenes poéticas de André Breton, etc. También, el impulso que lleva de una secuencia a otra y a la multiplicación de peripecias similares y diferentes se asemeja al sistema Aira, a su exaltación del procedimiento y a su continuo narrativo, enloqueciéndolo –si esto es posible. En contrapunto, notemos la presencia de valores tradicionales, de instancias de legitimación –alta cultura o instituciones–, y de referencias ultraclásicas (San Pablo Apóstol, San Pablo Ermitaño, San Isidoro) (Qué hacer 22). Por ejemplo y ante todo, el punto de partida de la primera secuencia, figura recurrente de la transmisión intergeneracional de saberes: una escena de enseñanza en una prestigiosa universidad. En este marco, el frecuente descontento o la tenaz incomprensión estudiantil desbaratan el saber de los profesores en confrontaciones irrespetuosas y amenazantes. El vaciamiento del poder cultural no es ajeno, claro está, a la referencia a Lenin que abre el libro desde su título. Por un lado, se cita entonces una tradición transgresiva y, por el otro, se pone en escena una subversión, a su manera clásica, frente a anticuados emblemas de la tradición letrada.
Más sorprendente es que esta especie de happening narrativo está escrita bajo un signo borgeano. Es lo que indican variados recursos narrativos, temas y citas veladas: “Alberto no para de hablar de Borges frente a nuestros alumnos de la universidad inglesa, que están extasiados escuchando cosas sobre espejos, laberintos y dobles” (Qué hacer 24), a lo que ya se alude en la contratapa del libro al referirse a la intriga como unos “caminos que se bifurcan”, una de las más evidentes figuras para describir la multiplicidad del texto. Encontramos también la universidad y la literatura inglesas, espacios míticamente borgeanos, así como la práctica insolente de una erudición-ficción que combina a escritores muy alejados entre sí: John Donne y Lawrence de Arabia (15), Kropotkin y la traducción de la Biblia de San Jerónimo (31), Juvenal y Persio con León Bloy (36) o, en un ejemplo más complejo: “decidimos analizar la correspondencia apócrifa entre Séneca y San Pablo Apóstol según la lógica de las válvulas de agua” (34) (eco absurdo de las costumbres letradas en Tlön, en donde la crítica "elige dos obras disímiles –el Tao Te King y Las mil y una noches, digamos–, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres...") (Borges, "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" 521). Y, como vimos, el principio mismo de una proliferación y una combinatoria de los posibles narrativos no sería ajena a célebres dispositivos borgeanos (los de "El jardín de senderos que se bifurcan" y "Examen de la obra de Herbert Quain"). Estas alusiones, citas y recuperaciones de recursos funcionan como una apropiación irreverente: Katchadjian transforma a Borges en un escritor experimental y de procedimientos, llevando sus ficciones bibliográficas y sus proliferaciones combinatorias hasta sus últimas consecuencias; por lo tanto, se trata de una práctica parecida a las operaciones de manipulación de textos clásicos que el autor realizó en libros anteriores.

¿Cómo se puede narrar así?

El dispositivo de construcción y la constante referencia a marcos culturales del pasado, en particular vía el canónico Borges, van de par con una singular puesta en escena temporal. La sucesión de secuencias, por su transformación permanente y variados retornos de lo mismo, da una impresión fuerte de aceleración, inestabilidad, fugacidad; la narración es imposible, no por falta de causas ni de peripecias, sino por exceso. El tiempo, por el juego de repeticiones, es constantemente reversible: es una "dicronía sin cronos" (Cóccaro). No hay un paso de un estado A a un estado B. "Y pasan muchas cosas, pero no es claro qué pasa ni tampoco es claro si realmente pasa" (Qué hacer 35). Es una temporalidad narrativa digna de la literatura fantástica: "Alberto me habla del enigma de la situación anterior, y es claro que con 'situación anterior' no se refiere a lo que nos pasó antes" (53) (recuérdese, "esto lo estoy tocando mañana" escribía Cortázar en "El perseguidor") (Cortázar, Las armas secretas 175). El tiempo está en el centro del dispositivo, en tanto fuerza centrífuga que impide la constitución de un relato coherente.
En todo caso, junto con la fugacidad, la reaparición inestable y polimorfa de ciertos elementos introduce un fenómeno de ritmo, más abstracto o al menos más cercano a lo poético y cuyos modelos musicales son patentes (Cussen). Si las secciones establecen evidentes relaciones unas con otras (cada una prolonga, en alguna medida, las especificidades de la anterior, incluyendo nuevas variantes), también surgen, a veces, personajes o situaciones que fueron dejados de lado muchas páginas atrás. O un aspecto repetido siempre en similares términos (por ejemplo, mención de ochocientos bebedores o la de un barco) da lugar, de pronto, a desarrollos que amplifican y subrayan su presencia. Con cuentagotas, van apareciendo nuevos elementos que se incluyen en las tardías repeticiones del libro, como una isla o unas botitas negras. Todo esto construye una posición de lector, que constata una acumulación, reconoce elementos o situaciones, sin llegar a vislumbrar la construcción de un sentido, una intriga que avanza, la resolución de una expectativa argumental; el texto funciona como desviación, novedad y sorpresa. Las impresiones semánticas están dadas por la repetición de elementos –por una forma– no por los acontecimientos. Porque, ya lo vimos en varios niveles distintos, la repetición es el cimiento del libro, lo estructura, domina su dinámica y aparece en muchos elementos temáticos. En el libro, la repetición asombra.
En un momento dado, los personajes están dando una clase sobre "la idea de constelación" (y no sobre las constelaciones existentes):

Alberto dice unimos estos puntos y queda algo hecho por nosotros, pero los puntos estaban de antes. Los alumnos no entienden. Yo insisto: los puntos no podrían haber sido unidos sin nuestra intervención, y nosotros decidimos qué punto unir con qué otro; por eso el resultado, es decir, la constelación, es una creación nuestra a partir de algo previamente presente; hasta podría decirse que uno encontró una constelación. Pero los alumnos siguen sin entender nada (Qué hacer 75).

Leamos la escena programáticamente, recordando que se habla de la "idea" de constelación y no de las constelaciones reales: crear es asociar elementos ya existentes –es repetir–, definiendo por lo tanto algo nuevo, jamás visto. Los materiales estaban, pero no el resultado. El procedimiento implica transformar lo existente en novedad, idea recurrente en esta vanguardia tardía, aunque los receptores –los estudiantes– no entiendan (Cóccaro).
El efecto del conjunto busca ser alucinatorio, lo que podría comentarse desde el tan llevado y traído extrañamiento, no ante una realidad redescubierta gracias al desplazamiento de los recursos de representación, sino extrañamiento ante el hecho de narrar en sí mismo. ¿Cómo se puede narrar así? ¿Cómo sostener un relato así? La repetición y la combinatoria dan una visión fantasmal de los materiales y formas que constituyen los relatos humanos, aludiendo, por oposición, al estereotipo, a la estandarización, a lo convencional, en tanto que contrapunto constante de una narración demente ("lo que no se puede escribir, lo que no existe, es el motor de la escritura") (Cóccaro). O sea que, en alguna medida, se retoma el gesto de puesta en duda de las estructuras habituales, haciendo estallar los posibles del relato, no como gesto nuevo sino más bien como retorno. Un retorno que desbarata otro, el retorno aproblemático al relato que caracteriza la producción masiva, mainstream, de la literatura actual; y, por qué no, la exposición ultraliteraria y fervorosamente imaginaria de los materiales narrativos, postura a su vez repetida, también se diferencia de la tendencia crítica que toma al discurso literario como un "reflejo" de ideologías, conflictos culturales, marginalidades sociales, identidades sexuales o amenazas ecológicas. Notemos, al pasar, que La libertad total produjo una mini polémica a partir de una reseña de Maximiliano Crespi –sorprendentemente anacrónica– que denunciaba la falta de relación del libro con cualquier verosimilitud, eficacia política, contextos identificables, y que criticaba su manera de privilegiar un lenguaje "frígido", una tradición "sofística", un "humor cínico" (Crespi; Quintín; Laxagueborde)1.
En esa perspectiva, la posición es nostálgica y de resistencia al mismo tiempo. El título se corresponde con esto: es a la vez una pregunta (¿qué hacer?) y una respuesta (un quehacer, un trabajo de escritura). A la desorientación contemporánea se responde con un procedimiento de escritura, una acción, un vitalismo, no con un programa. El libro se cierra con una declaración que anula la pertinencia de la pregunta inaugural (el ¿qué hacer?). Allí, Alberto, dando un ejemplo, explica y concluye que "no hay forma de tomar una decisión", porque "una buena decisión no puede medirse por su efecto sino por la decisión misma, y si la decisión no se podía tomar, cualquier cosa que decidan va a estar mal". Por lo tanto, hay que actuar sin decidir, hay escribir sin resolver las preguntas preliminares: "lo que se hace, casi siempre, es algo que a uno le ocurre, no algo que uno decide" (Qué hacer 92). Así se expone una libertad redefinida y refundada (y, a propósito, repito que La libertad total es el título de uno de los libros de Katchadjian); el procedimiento es una restricción pero es también "liberador", afirma el autor (Cussen).
A partir de un postulado que hace de la repetición lo nuevo, Qué hacer aparece entonces como una primera novela y una novela del después, que no solo cita sino que articula restos, espectros, sombras del pasado. En ese sentido, el gesto se asemeja a las operaciones realizadas con el Martín Fierro o "El Aleph", que son construcciones con materiales canónicos de una literatura. El principio estructural, el procedimiento, sirve para desordenar y reorganizar lo existente: el orden alfabético transforma el Martín Fierro, lo reescribe en una perspectiva absurda, lo que funciona como un emblema de la relación con la tradición y una manera de afirmar una originalidad paradójica. Prolongando una comparación esbozada y remontando la historia literaria, recordemos que, en la primera "novelita" de César Aira, Las ovejas (1970), la entrada en la escritura pasa por una insolente puesta en escena borgeana y pampeana; en ella, las ovejas, que llevan adorables nombres ingleses –Cathy, Pety, Moussy, Poppy– postulan, en sus intercambios, un idealismo a la Berkeley, perdidas como están en la previsible inmensidad metafísica de la llanura literaria.
En todo caso, la ironía, el humor, los procedimientos ultraliterarios, el juego, se oponen radicalmente a ciertas características dominantes de lo contemporáneo. Sin embargo, Katchadjian comparte, con algunos, la reivindicación de lo literario en tanto que anacronismo (como, desde una posición opuesta, es decir, seria y respetuosa de cierta tradición, lo hace Hernán Ronsino), o con Félix Bruzzone, en el uso del disparate, la combinatoria y la proliferación, esta vez, instrumentalizados para hablar de la biografía de un hijo de desaparecidos, nada menos (Los topos). Más allá de la generación de Katchadjian o de las fronteras literarias argentinas, el recurso a una forma rígida y a una proliferación incongruente se encuentra en El Gran Vidrio de Mario Bellatin (con la alusión a Duchamp y la publicación simultánea de tres autobiografías ficticias). O en Damián Tabarovsky, que no solo retoma el manifiesto vanguardista como respuesta, resistencia y perspectiva para la literatura (en Literatura de izquierda y El fantasma de la vanguardia), sino que también escribe a partir de esos protocolos (en la novela Una belleza vulgar, ya citada, se pone en escena un dispositivo semejante a los de Perec; en ella aparecen una suspensión temporal, una visión fragmentada de la vida urbana y una relación con la tradición hecha de repetición y amnesia) (Premat 2017). En Chile, varios libros recientes exponen problemáticamente la forma narrativa gracias al uso de procedimientos: Facsímil de Alejandro Zambra (2015), El leñador de Mike Wilson (2013), La filial de Matías Celedón (2012). Por último, también merece señalarse la vivacidad en Argentina de una escritura hermética que desdeña la comprensión o que expone una negatividad, una escritura alejada, pero no ajena a esta lista heterogénea (de Héctor Libertella al Luis Chitarroni de Peripecias del no).

Tiempos inasibles, vanguardias repetidas

¿Qué conclusiones sacar, volviendo al anacronismo que representa este ejemplo, de cara a la literatura contemporánea y a la presencia tardía de una tradición vanguardista? Tres comentarios diferentes, complementarios y, en alguna medida, contradictorios para terminar: primero sobre una redefinición posible de la vanguardia, luego sobre representaciones temporales y, por fin, sobre tradición y repetición.
Para empezar constatemos, con razón, que Katchadjian (o Bellatin o Tabarovsky) no es un escritor de vanguardia o que, por las características mismas de sus modos de recuperar esa tradición, ya no puede considerárselo como tal. Con todo, habría que recordar que la no pertenencia está basada en las definiciones y análisis que la historia literaria y los discursos académicos han ido construyendo al respecto (primero defino las vanguardias, luego decido si tal o cual escritor se inscribe en ellas –o decreto que han fracasado, como lo hace Peter Bürger–). Podríamos ver el fenómeno de otra manera, es decir, como una redefinición de las vanguardias a partir de sus actualizaciones: ellas inducirían una transformación del pasado. Al respecto Hal Foster se interroga, por ejemplo, sobre las maneras en que las vanguardias retornan, como un acontecimiento traumático, incluso retornando del futuro (34-35). O sea: si todo libro reconstruye la literatura anterior (idea de T. S. Eliot que Borges divulga en "Kafka y sus precursores" (78-80), también podemos pensar que la novela de Katchadjian forma parte de un fenómeno que nos invita a desplazar nuestra idea de las vanguardias, permitiendo ver, en el heterogéneo conjunto así denominado, ciertos aspectos hasta ahora poco perceptibles.
Un ejemplo de esa posibilidad: François Hartog, el teorizador del presentismo, encuentra en Tomasso Marinetti y en su "Manifiesto futurista" –que son el epítome o mito fundador de las concepciones rupturistas de la vanguardia–, un principio presentista; efectivamente, allí leemos: "¡Nos encontramos sobre el promontorio más elevado de los siglos! […] El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente". Marinetti se sitúa, a su manera, en el fin del tiempo y de la historia (Hartog 150). Según un modelo similar, podríamos distinguir, en las vanguardias, otra cosa que una proyección hacia el futuro, la denuncia de la institucionalización del arte o una forma de decretar su muerte. La vanguardia, desde Katchadjian (o desde Aira, por ejemplo), implica un modo de continuación de la literatura, una búsqueda dinámica de una palabra literaria, a la vez nostálgica, libre y en posición de resistencia. Lo que tampoco es nuevo: ya en los años setenta, Andreas Huyssen identifica una "búsqueda de la tradición", una nostalgia por los "buenos tiempos" de la cultura del siglo veinte y se interroga si esa nostalgia no "abona más bien la promesa de una revitalización en el ámbito de la cultura contemporánea." (280).
O sea que la vanguardia –o sus restos, o su tradición– no postula más novedades radicales sino que tolera y hasta propugna la repetición. No denuncia, subvierte y destruye la tradición heredada, sino que la incorpora. No rechaza lo literario sino que intenta redefinirlo. Por lo tanto, no se trata de un revival de las vanguardias; más bien de un síntoma de cierta relación con el pasado que caracteriza nuestro tiempo: una pérdida, una muerte, un fin, pero por eso mismo una obsesiva presencia –como en los repetidos ritos memoriales y las modas retro de nuestro mundo–. La vanguardia está quizás muerta, pero la literatura trabaja, aún, con su herencia. Es un espectro del pasado que actúa, o una nostalgia por un pasado frustrado, por una revolución del arte trunca, inacabada, inacabable. La vanguardia es ahora hiperliteratura, reivindicación nostálgica.
En lo que a temporalidades se refiere, dos grandes representaciones que aparecen en el libro comentado llevan a conclusiones generales. Por un lado, la distancia temporal que el texto instala entre su época de producción y el sistema referencial que moviliza. Si los postulados vanguardistas anhelaban atrapar la fugacidad del presente en una proyección futura (Badiou 189), aquí la relación temporal está, como dijimos, invertida: desde el pasado, desde lo que terminó, se observa un presente inasible. Esta posición no es ajena, claro está, al estatuto simbólico del pasado hoy. Frente a la desaparición de un marco tradicional en el que la historia era un referente operativo y en un período de presentismo generalizado, el hombre, en vez de liberarse de toda herencia, está sometido a una obsesión de nostalgias, memoria y variados síntomas de duelo y melancolía. Por lo tanto, el anacronismo, la escritura a partir de un pasado (en este caso, heroico, insolente, juvenil), no hace más que responder a solicitaciones del presente, dentro de una lógica de acronía o heterocronía de la producción artística (y, de la mano de por ejemplo Georges Didi-Huberman, ya sabemos la importancia que el anacronismo tiene en los intentos de repensar la historia del arte) (Premat 2018). Así, el recurso al pasado, la presencia de escrituras y gestos del pasado, son, también, un modo de articular respuestas diferentes, de inventar tradiciones, de reorganizar herencias. O, como lo dice Eric Hobsbawn, "el uso de antiguos materiales para construir tradiciones inventadas de género nuevo para propósitos nuevos" (12). Por lo tanto, a las herencias, a las tradiciones, se las elige, se las instrumentaliza, en una lógica de afiliación en vez de filiación (Said; Noudelmann) y en una perspectiva de inédita libertad, como declara Bellatin en algunas entrevistas (Plaza); una libertad que estaría hecha, no de un vacío de determinaciones, sino de la posibilidad de elegir los marcos, las referencias y las tradiciones que determinan la obra por escribirse.
Por otro lado, acabamos de constatar en Qué hacer un peculiar ritmo narrativo, hecho de aceleración, fugacidad y, al mismo tiempo, repetición, identidad, semejanza: nada nuevo puede producirse, el relato gira sobre sí mismo, proponiendo variantes atractivas, pero siempre efímeras. La impresión es la de un cambio permanente, una inestabilidad, que no desembocan en una intriga organizada ni en un sentido claro, como vimos. El ritmo desenfrenado de acontecimientos no modifica la estructura profunda de la novela ni da lugar a una situación nueva. Todo esto no es ajeno a la paradoja de lo que puede denominarse la "crisis del tiempo" actual, entre una aceleración de la vida cotidiana (con la desincronización consecuente entre los tiempos subjetivos y los tiempos sociales) y, por el otro lado, la impresión de una "inmovilidad fulgurante" de la que habla Paul Virilio y que comenta Harmut Rosa, es decir, una cristalización cultural y estructural de nuestra época, jaula de acero en la que nada esencial puede transformarse (29). Al afirmar lo que precede, no pretendo mostrar que Katchadjian "ilustra" una teoría sociológica sobre los imaginarios temporales sino simplemente señalar, gracias a una de las muchas referencias bibliográficas al respecto, que el aparente anacronismo de los postulados de su obra no le impide integrar, a su manera, en los modos de narrar y en una peculiar organización del mundo, ciertos aspectos acuciantes de lo contemporáneo. El anacronismo es singularmente actual en la medida en que, desde afuera –desde el pasado–, problematiza algunas características de los imaginarios dominantes (Agamben; Bonnet), en este caso, lo temporal. En ese sentido, el repertorio vanguardista sigue siendo eficaz o, al menos, operativo para aludir a cambios y dimensiones de nonsense de la realidad en una tonalidad artística o simbólica.
Por fin, sobre la articulación entre originalidad y tradición, habría que retomar la idea de la repetición como novedad, lo que en ninguna medida es excepcional ni propio de estas reescrituras de la tradición vanguardista, por supuesto. Tabarovsky, en Una belleza vulgar, afirma una y otra vez esa idea: "La acción se vuelve repetida, es decir: absolutamente nueva" (87) o "es vanguardista quien escribe por primera vez lo ya escrito" (129). Tal idea es coherente con la búsqueda, en el pasado, de caminos truncos, posibilidades no desarrolladas, respuestas para una escritura futura. De una manera u otra, la idea de repetición viene a desplazar la de originalidad: no se renuncia a la creación, a pesar de la imposibilidad de evitar la copia, pero se busca así una diferencia, como Florencia Garramuño lo constataba en escritores de la década de los 80 (233). O, según Jean-François Hamel, frente al derrumbe del pasado, la modernidad inventa, según la expresión de Gilles Deleuze, "una repetición que salva, y que salva ante todo de la repetición" (13).
Esto no presupone, de más está decirlo, que cierta concepción de la literatura, de sus posibilidades de innovación radical o sus pretensiones totalizadoras, no sean ya socialmente imposibles. Sin embargo, como lo afirma Laurent Demanze en un estudio sobre el devenir de la "lengua literaria" (toda una institución en Francia), aunque ese modo de expresión se haya convertido en una lengua muerta, eso no la descarta del horizonte de escritura. Al contrario: si el estilo, la escritura estética, la lengua de la tradición son ahora una lengua muerta, no por eso el escritor se somete a la tiranía de los discursos de lo actual. La lengua, la literatura "potente" son inactuales, pero lo son como un fantasma que retorna, que rompe con las urgencias de lo actual para hacer oír un tiempo distinto, o sea para repetir lo intempestivo de la literatura trayendo otras historicidades (Demanze 61).
Todo lo dicho podría ampliarse de la lengua literaria a, digamos, las formas literarias. En una literatura como la latinoamericana, que no tiene un modelo de lengua literaria sacralizada en el centro de su imaginario, pero sí modelos de narración y amplias tradiciones experimentales, encontraríamos una oposición comparable. Por un lado, cierta producción que intenta inscribirse en una actualidad, dándole la espalda a las tradiciones, rompiendo con las operaciones propias de lo literario, intentando convertir a la literatura en un medio suplementario de comunicación social. Por el otro, textos que retoman gestos de creación, repertorios temáticos, imaginarios estéticos de la tradición del siglo XX, para postular una prolongación de la literatura. En esta serie, paradójicamente, figurarían posiciones que, según nuestros reflejos académicos, pensamos como polos opuestos de una dicotomía. La escritura cuidada, ultra literaria, repleta de referencias y de operaciones textuales, que configura cierto estilo identificable y que prolonga, descreída pero fervientemente, la posibilidad de narrar y de representar (en Argentina: Marcelo Cohen, Alan Pauls, Martín Kohan, Oliverio Coelho, Marcelo Damiani, Hernán Ronsino); pero también y en paralelo, la herencia vanguardista, la exposición del procedimiento, la ruptura con el sentido y la linealidad, la insolencia, la ligereza, el juego y la subversión, como lo hace, después de muchos otros, el insólito Pablo Katchadjian.

Notas

1 Agradezco a Martín Arias la información y los documentos sobre este intercambio polémico.

 

Referencias bibliográficas

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28. Katchadjian, Pablo.  Gracias, Buenos Aires, Blatt & Ríos, 2013.

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Fecha de recepción: 11/10/2019
Fecha de recepción: 26/12/2019