DOI: 10.19137/anclajes-2019-2324

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ARTÍCULOS

 

Otro modo que ser: poesía y misticismo en Severo Sarduy

Another Way To Be: Poetry and Mysticism in Severo Sarduy’s Work

Outro modo que ser: poesia e misticismo em Severo Sarduy

 

Denise León
Universidad Nacional de Tucumán
Universidad Nacional de Salta
Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
deniseleon90@gmail.com
ORCID 0000-0002-6215-0421.

 

Resumen: Un cuerpo está lleno de otros cuerpos. Tanto la experiencia erótica, como la religiosa y la poética dan cuenta de ese afán deseante que permite diluir los bordes de la individualidad para avanzar hacia algo que está más allá de sí. Los sonetos y las décimas que integran Un testigo fugaz y disfrazado (1985) del cubano Severo Sarduy, a los que se dedica este artículo, tensan al máximo las imágenes fundacionales de la mística española para dar cuenta de esa experiencia disolutoria donde lo que se ensaya no “ser de otro modo”, sino “otro modo que ser”.

Palabras clave: Severo Sarduy; Literatura caribeña; Poesía mística; Poesía erótica; Siglo XX

Abstract: A body is full of other bodies. Both the erotic experience, as the religious and the poetic one, give an account of that desiring desire that allows us to dilute the edges of individuality in order to advance towards something that is beyond itself. The sonnets and tenths that make up a fleeting and disguised witness (1985) by the Cuban Severo Sarduy, to whom this article is dedicated, stretch to the maximum the foundational images of Spanish mysticism to give an account of that dissolving experience where what is practiced is not “to be otherwise” but “another way to be”.

Key words: Severo Sarduy; Caribbean literature; Mystical poetry; Erotic poetry; 20th century

Resumo: um corpo está cheio de outros corpos. Tanto a experiência erótica como a religiosa e a poética dão conta desse ávido afã que permite diluir as bordas da individualidade para avançar em direção a algo que está para além si. Os sonetos e as décimas que integram Un testigo fugaz y disfrazado (1985) do cubano Severo Sarduy, aos quais se dedica este artigo, tensionam ao máximo as imagens fundacionais da mística espanhola para satisfazer essa experiência dissoluta no qual o que se ensaia não é “ser de outro modo”, senão “outro modo que ser”.

Palavras-chave: Severo Sarduy; Literatura caribenha; Poesia mística; Poesia erótica; Século XX

 

De una ausencia radiante

En el presente artículo me detendré en el modo particular en el que Severo Sarduy (1937-1993) hereda el retorno religioso que propone el Barroco, y lo inscribe en los sonetos y las décimas incluidos en su penúltimo poemario titulado Un testigo fugaz y disfrazado (1985). Si, como señala Ignacio Iriarte, el Barroco puede ser pensado como un movimiento conservador que busca restablecer un orden perturbado por los cambios que impulsan el Humanismo y la Modernidad –en el que “la religión funciona como un mecanismo para fijar los límites territoriales y controlar la población” (Del Concilio de Trento al SIDA 34-35)–, resulta sintomático que de la experiencia religiosa barroca, Sarduy se interese sobre todo por la mística judeocristiana.
La mayoría de las intervenciones que Luce López Baralt, reconocida estudiosa de la obra de San Juan de la Cruz, recoge en El sol a medianoche. La experiencia mística: tradición y actualidad (2017) coinciden en señalar como principales características de la experiencia mística las que seguidamente se consignan: es inefable –es decir intransferible e indescriptible para quien no la haya experimentado–; es intuitiva –predomina el aspecto afectivo sobre el intelectual–; efímera; infusa y pasiva (13). Dichas intervenciones, asimismo, coinciden en un hecho testimoniado por los propios místicos: no parece posible permanecer intacto luego de la experiencia del éxtasis. Afirma entonces López Baralt: “en el instante supremo de la unión, el místico siente que se convierte en lo que más ama: prodigiosamente, el observador y el observado se funden en uno. Este proceso es lo que San Juan llamaba ‘la deificación del alma’ que pasa a ser ‘Dios por participación’” (12). Habría que hacer notar a propósito que ex-tático significa, literalmente, estar fuera de sí mismo. En esta dirección cabe destacar también que la experiencia extática –tal como la describen los místicos de distintas persuasiones religiosas– implica siempre un trance, un dejar de ser para transportarse, desintegrarse y recibir la penetración de Otro [sic].
La hipótesis que arriesgo aquí sostendrá que los sonetos y las décimas de Un testigo fugaz y disfrazado intentan un recorrido similar al que López Baralt describe en la mística judeocristiana ya que se debe buscar con el cuerpo aquello que excede al cuerpo. Y aún más: diré que la luz no llega sino desde la oscuridad más profunda. De ahí que Georges Bataille haya sostenido que la experiencia mística, la erótica y la poética comparten un afán deseante que permite diluir por un momento los bordes del sujeto, los bordes de la individualidad y el cuerpo para avanzar hacia algo que está más allá de sí y que se confunde en una extensión gozosa. Sin embargo, tanto en el discurso místico como en el amoroso, la unión plena nunca puede realizarse. Esa ajenidad se resiste obstinadamente a ser apresada y no deja en el lenguaje y en las manos más que un resto incomunicable.
Ahora bien, una lección fundamental que proviene de Friedrich Nietzsche, a través de Michel Foucault y Giorgio Agamben, recuerda que nunca se llega al texto original que queremos leer, sino a la historia viva de ese texto que siempre es, consciente o inconscientemente, alterado y corrompido. En este sentido, para la tarea que me incumbe –es decir: indagar en los modos en los que la poesía de Sarduy trabaja el “salir del ser” (Rolland, en De la evasión 45) a partir de sus lecturas de los místicos y, fundamentalmente de San Juan de la Cruz, para dar cuenta de múltiples experiencias que tienen que ver con la adulteración de los límites del cuerpo, del lenguaje y del yo– este artículo se propone desagregar algunas nociones que guiarán el recorrido aquí propuesto. Entiendo que para adentrarme en la interpretación de los sonetos y de las décimas que componen Un testigo fugaz y disfrazado (1985) deviene fundamental recuperar tales nociones que tienen que ver con ese dejar de ser propio de la experiencia mística, y que aquí intentaremos leer, en escorzo, sobre todo desde Emmanuel Levinas.
El cuaderno de bitácora se organizará en torno a dichas nociones. Así, en el primer apartado, “Descifrar a contracorriente: algunas nociones fundamentales”, me detendré en la autofiguración del heredero, central en la poética sarduyana, ya que no es posible comprender la presencia de la mística judeocristiana en la poesía de Sarduy sin analizar la complejidad de su gesto de apropiación que, al tiempo que trabaja con la tradición del Barroco, la modifica inevitablemente para fundar un Neobarroco latinoamericano. Luego, en “El éxtasis ascendente”, me aproximaré al modo en que Sarduy lee a San Juan de la Cruz para encontrar allí los indicios de mi propio acercamiento a la poética sarduyana. A partir de aquí, se volverá fundamental para el análisis la noción de “escucha distraída” (OC 1414) que Sarduy hereda de Jacques Lacan, y cuyos indicios estarían también en Rubén Darío, al menos en la clave de lectura sarduyana. De este modo estaría en condiciones de sopesar el uso que Sarduy hará de la tradición mística judeocristiana, en “Derramar, deslumbrar, cegar”, apartado central del artículo. Allí desplegaré la exégesis de las décimas y los sonetos seleccionados de Un testigo fugaz y disfrazado evidenciando los modos en los que el movimiento del deseo, arraigado profundamente en la corporalidad implícita de la experiencia mística, genera éxtasis, profanación y diferimiento, o sea, experiencias ciertamente no ajenas a la radicalidad que, como diría Emmanuel Levinas, promueven “una salida fuera del ser” (De la evasión 79). Finalmente, en la coda, propondré una articulación de los núcleos trabajados en la exégesis propuesta.

Descifrar a contracorriente: algunas nociones fundamentales

En Del Concilio de Trento al SIDA. Una historia del barroco (2017), Ignacio Iriarte afirma que Sarduy “funda el neobarroco [sic] de la segunda mitad del siglo XX a través de una vuelta lacaniana a la obra de Lezama Lima. Los ejes de este movimiento se encuentran en El Barroco y el Neobarroco (1972) y en El heredero (1988)” (217). Hay que advertir en este punto que más que como fundador, Sarduy insiste en autofigurarse como heredero. Pero: ¿qué implica en términos sarduyanos heredar? Sostiene Sarduy con matices: “Heredero es el que, gracias a la fulguración de un desciframiento se apodera instantáneamente de un saber” (OC 1411-1412); y más adelante: “Heredar a Lezama es practicar esa escucha inédita, única, que escapa a la glosa y a la imitación” (1412). Así entendido, el desciframiento se vuelve una actividad tan oblicua como creadora que se produce a partir de una experiencia de “fulguración” (1411-1412). Heredar implica entonces un movimiento similar a la “escucha distraída” (1414) que Sarduy le atribuye a Jacques Lacan frente al discurso de sus pacientes, ya que sólo ésta, desde sus dimensiones creativas, es la que permite penetrar en la trama aparente del relato para llegar a lo que Sarduy llama el “tejido secreto, la armazón invisible de la escritura” (1414).
Este virtuoso trabajo de construcción que hace el heredero Sarduy, visto en retrospectiva, es en realidad un modo eficaz de justificar la lectura desviada que hará del propio Lezama Lima. Es decir, si bien Sarduy insiste en establecer un linaje que lo conecta voluntariamente con Lezama Lima, avanza en una dirección muy distinta a la de su antecesor. Como en la cita de Martin Heidegger sobre Friedrich Hölderlin con la que encabeza el ensayo, en realidad el antecesor “no se escapa hacia el porvenir” (1405), sino que “vuelve desde él” (1405); de este modo, la poesía funcionaría como una especie de reserva o cantera de materiales, donde la palabra heredada es recuperada desde el presente en un contexto distinto y alejado en el que es posible aplicar “esa escucha inédita” (1412) que opera “descifrando a contracorriente” (1412). Como sostiene Iriarte, Sarduy rompe con Lezama Lima en distintos sentidos: en primer lugar, el Barroco es una cuestión de lenguaje, pero ya no se trata del lenguaje como estrategia que permite alcanzar una esencia originaria como en el antecesor, sino una superficie replegada sobre sí misma que opera sobre el vacío; en segundo lugar, argumenta Iriarte, Sarduy no es un poeta católico y tampoco es posible comprender su aproximación a lo sagrado desde una mirada institucional o confesional.
Podría decirse que lo que articula Sarduy es lo que Gustavo Guerrero denomina una “religión de vacío” (en Sarduy OC 1689) y más tarde Iriarte una “mística de la vacuidad” (Del Concilio de Trento al SIDA 217). En suma, si Lezama Lima había asignado un carácter trascendente a determinados valores para frenar el avance del capital, Sarduy celebrará la disolución de la sociedad y la familia, y destacará las dimensiones festivas de tal disolución. Es posible afirmar entonces que la “escucha distraída” (OC 1414) o flotante en Sarduy revela que identidad, nación y religión son en realidad suturas simbólicas. De ahí que Iriarte sostenga que la herencia se muestra sin más como “una forma de vaciamiento” (218).
A propósito de esto, Giorgio Agamben ya había señalado que profanar no significa simplemente abolir y eliminar las separaciones entre la esfera humana y la esfera divina, sino aprender a hacer de ellas un uso similar al del juego. Medita el pensador italiano: “Profanar significa abrir la posibilidad de una forma especial de negligencia, que ignora la separación o hace de ella un uso particular” (Profanaciones 99). Aún más, hay un proceso de contagio, un contacto contaminante constitutivo de la operación que profana; es decir: como se trata de un mismo objeto que pasa de lo sagrado a lo profano –o al contrario: de lo profano a lo sagrado– siempre queda un resto de sacralidad en todo objeto profanado e, inversamente, un residuo profano en toda cosa consagrada. Es en esta dirección, por lo tanto, que avanzará este artículo con el propósito de mostrar que los poemas de Un testigo fugaz y disfrazado (1985), de Severo Sarduy, se construyen sobre la superficie temblorosa de ese juego de pasaje y de deseo donde la profanación tiene ciertamente lugares asignados.

El éxtasis ascendente

Bajo el título de “Últimos poemas” la edición crítica de la obra de Sarduy coordinada por Gustavo Guerrero y François Wahl incluye textos de origen diverso entre los que se encuentra “Bosquejo para una lectura erótica del Cántico espiritual, seguido de Imitación”, materiales publicados póstumamente que serán fundamentales para la aproximación que propongo en relación con la importancia y la presencia de la mística hispánica en su trabajo y, especialmente, en los poemas y las décimas de Un testigo fugaz y disfrazado (1985). En el pórtico del ensayo se sitúan dos epígrafes: uno de Jacques Lacan y otro de François Wahl. Ambos se refieren a los místicos y, de alguna manera, orientan o guían la lectura erótica que Sarduy se propone hacer del Cántico. De acuerdo con la cita de Lacan, los místicos serían aquellos que avanzando a costa de sí mismos se encuentran en estado de búsqueda perpetua, ya que el Ser [sic] que intentan alcanzar se ha definido a sí mismo como impronunciable: soy el que soy. Sin embargo, para Wahl –y claramente también para Sarduy como luego veremos– lo que caracteriza al místico es la intensidad de su deseo. Y no es sino el cuerpo el que le proporciona el lenguaje al deseo, ya que el místico se compromete absolutamente como sujeto en esa búsqueda apasionada de Dios. Ambas citas se complementan: la envoltura del deseo arrastra al místico a una búsqueda perpetua en torno a una ausencia radiante.
Me permito citar in extenso el comienzo de “Bosquejo para una lectura erótica del Cántico espiritual”, ya que será fundamental para mi análisis posterior de los poemas. Argumenta Sarduy en este ensayo:

El cuerpo arde en la noche monástica. Como el silencio sin pájaros, la espesura del calor, el eco mental de la última plegaria, lo envuelve el deseo.
El otro, su materialidad, se encuentra presente y sin embargo invisible, indesignable, en lo escueto y ortogonal de la celda.
Surge, ya en el segundo verso, el amor; pero no descarnado ni transpuesto en una pura imagen; no, la huida del Amado ha dejado su marca en lo más somático: la voz y el pecho –el gemido–; la piel –la herida–. Con esta ausencia hiriente1 [sic] comienza la singular aventura corporal del cántico. ¿Quién la padece, aquejumbrado y gozoso? ¿Quién enuncia –apenas– o silencia esta queja que sobrepasa el umbral de lo inescrito para volver enseguida a la noche2 [sic] de que emana, ésa que ningún idioma puede consignar? (242-243).

A partir de algunas similitudes me propongo practicar una lectura anacrónica y mediada: si Sarduy lee a Lezama Lima y al Barroco desde Lacan para fundar el Neobarroco, intentaré aquí aproximarme a algunos sonetos de Un testigo fugaz y disfrazado a partir de las reflexiones sobre la poesía de San Juan de la Cruz que Sarduy propone en su interpretación erótica. Quizá esta interpretación no resulte tan caprichosa si seguimos el análisis que propone Andrés Sánchez Robayna en “El ideograma y el deseo (La poesía de Severo Sarduy)” (1999). Señala este poeta y crítico en su ensayo que la publicación del poemario estudiado inaugura una nueva fase dentro de la poesía de Sarduy, erradamente leída por parte de la crítica como una especie de retirada o renuncia respecto del juego con la teoría y la experimentación que habían caracterizado sus poemas anteriores reunidos en Big Bang (1975). Sánchez Robayna insiste en que esta “retracción métrica” (Sarduy OC 1564) de Sarduy no debe ser interpretada como un gesto conservador o clasicista, sino más bien como un nuevo giro en la búsqueda estética del poeta que “le lleva a entroncar sus nuevos poemas con el barroco hispánico de un modo aún más directo y, al mismo tiempo, a enlazar igualmente con una específica tradición cubana (la tradición de la décima)” (1564). Este modo “más directo” (1564) de entroncar con el Barroco que propone Sánchez Robayna se apoya no sólo en la elección de la forma soneto, sino en declaraciones que hace Sarduy en una entrevista de 1978 con Danubio Torres Fierro en la que vincula explícitamente Barroco y erotismo. En una posición donde se escuchan los ecos de Octavio Paz, Sarduy aproxima los usos de la lengua al erotismo y la sexualidad, y entiende que, tanto en el Barroco como en el erotismo, hay una postergación, un diferimiento o un retardo en función exclusiva del placer y el juego. Para Sánchez Robayna, entonces, la “asociación erotismo-barroco constituye la analogía central de la poética de Sarduy” (en Sarduy OC 1567).
En una entrevista de 1967 con Emir Rodriguez Monegal y Tomás Segovia sobre la que la crítica ha vuelto en reiteradas ocasiones, Sarduy subraya la centralidad del erotismo en la visión de Rubén Darío y, de algún modo, en la suya. Así, es posible afirmar que los poemas de Un testigo fugaz y disfrazado (1985) están atravesados por la intensidad del deseo, pero creo que hay más. Parte de lo que el cuerpo hace, afirma Judith Butler siguiendo a Baruch Spinoza, es “abrirse ante el cuerpo de otro, o de algunos otros, y por esta razón los cuerpos no son ese tipo de entidades encerradas en sí mismas” (Cuerpos aliados y lucha política 150-151). Estas aperturas, que se vuelven evidentes en el vínculo erótico, aparecen reiteradamente en los sonetos de Sarduy vinculando anonadamiento, dolor y goce de tal modo que pueden ser leídos como los padecimientos que enuncia ese sujeto aquejumbrado y gozoso que da testimonio de que el cuerpo está siempre fuera de sí, arrastrándose más allá de sí mismo, tras un otro que no es más que sombra:

EL ÉMBOLO brillante y engrasado
embiste jubiloso la ranura
y derrama su blanca quemadura
más abrasante cuanto más pausado.

Un testigo fugaz y disfrazado
ensaliva y escruta la abertura
que el volumen dilata y que sutura
su propia lava. Y en el ovalado

mercurio tangencial sobre la alfombra
(la torre embadurnada penetrando,
chorreando miel, saliendo entrando)

descifra el ideograma de la sombra:
el pensamiento es ilusión: templando
viene despacio la que no se nombra (202).

Del quinto verso de este soneto, el sexto en orden de aparición tal como se encuentra dispuesto en el poemario, se desprende el título que Sarduy elige para su libro: “Un testigo fugaz y disfrazado” (202). Nótese que el soneto describe un recorrido similar al que el escritor planteaba en su análisis erótico de la poesía del reformador del Carmelo: primero, “la brusca laceración” (243) que se anuncia en “EL ÉMBOLO brillante y engrasado / embiste jubiloso la ranura / y derrama su blanca quemadura / más abrasante cuanto más pausado” (202). El Amado [sic] deja una marca que es huella y herida en el cuerpo del amante. Ahora bien: uno de los aspectos en el que todos los estudiosos del misticismo e incluso los místicos de distintas confesiones concuerdan es en la cualidad inefable del hecho místico. Dice Luce López Baralt: “Intentar la comunicación precisa de este trance imposible de verificar por vía racional y científica es, pues, acometer, una empresa imposible” (El sol a medianoche 13). De ahí la afasia, los quejidos y la cacofonía: el no sé qué quedan balbuciendo de San Juan de la Cruz.
En su ensayo sobre San Juan de la Cruz, Sarduy aproxima el balbuceo extático del goce místico al “tartamudeo, vacilación de la palabra” (243) que se produce “en el instante ínfimo y desmesurado del cenit sexual” (243); también comparable a un flechazo en el soneto que he citado: “la torre embadurnada penetrando, / chorreando miel, saliendo entrando” (202). Así pues, la entrada del otro o de lo Otro [sic] en el cuerpo del amado –del místico– deja una marca que es a la vez somática e imposible de verificar, de reducir al lenguaje; y aunque el místico sabe que su desesperado intento comunicativo será vano, intenta al menos sugerir algo respecto de la experiencia acontecida. De ahí, por lo tanto, la figura del testigo.
Se trata de una figura que se vincula claramente tanto con el discurso religioso como con el discurso jurídico. Testigo significa, etimológicamente, aquel que se pone como tercero en un proceso entre dos contendientes, pero también aquel que presencia o adquiere directo y verdadero conocimiento de una cosa y que puede –por ello mismo– ponerlo en palabras, dar testimonio. Sabemos que en muchos casos el apasionamiento y la fidelidad de los místicos a la hora de sostener y dar cuenta de experiencias “para cuya expresión no estaba hecho el lenguaje” (López Baralt El sol a medianoche 10) les acarreó la persecución y otras diversas condenas. Probablemente “El autor como gesto”, un ensayo de Giorgio Agamben también incluido en Profanaciones (2013), puede arrojar alguna luz sobre las relaciones entre testimonio y poesía que invoca Sarduy en el título de su poemario. Escribe el pensador italiano al respecto:

El lugar –o, sobre todo, el tener lugar– del poema no está, por ende, ni en el texto ni el autor (o en el lector): está en el gesto en el cual el autor y el lector se ponen en juego en el texto y, a la vez, infinitamente se retraen. El autor no es otra cosa que el testigo, el garante de su propia falta en la obra en la cual ha sido jugado; y el lector no puede sino asumir la tarea de ese testimonio, no puede sino hacerse otra luz que aquella –opaca– que irradia del testimonio de esta ausencia (93).

Me interesa subrayar aquí que para Agamben, y tal vez para Sarduy, hay una experiencia de desubjetivación, de dejar de ser, que aproxima la poesía al testimonio y también al misticismo y a la experiencia erótica. Es decir, tanto la experiencia erótica como la experiencia poética son terrenos temblorosos donde al mismo tiempo que se afirma, el sujeto se pierde.
Así, se podría considerar que el yo lírico que enuncia la constelación de sonetos y de décimas agrupados en Un testigo fugaz y disfrazado es una figura que no renuncia a las más diversas torsiones del testigo. Aunque ha sido ligada a la idea de presencia –de algún tipo de verdad vista o experimentada– Sarduy desbarata esta impresión al insistir en sus dimensiones fantasmagóricas; en efecto, el testigo es aquí no sólo fugaz, sino que está disfrazado. El sintagma en cuestión contenido en el soneto y que proporciona el título al poemario se repite de manera casi idéntica en un ensayo posterior de Sarduy titulado “Cromoterapia” (1990) e incluido como autorretrato en su Obra completa. Allí, Sarduy da cuenta de lo que él considera cuatro compulsiones o gestos que se encadenan “como si al cumplirlos obedeciéramos a otro deseo, al deseo de otro” (35). Escribe entonces:

Somos el doble, la mímesis de alguien que es nuestro amante antípoda y nuestro rival. Escribir: porque nada nos detiene una vez que aparece, por sí sola, la primera frase, la sílaba-germen del poema, el asomo de una intriga, el rasgo insistente de un personaje, fugaz e imborrable como el paso de un testigo disfrazado (35).

Las tres compulsiones que restan son pintar, beber y ligar. Cada una de ellas genera en el autor del ensayo un “breve entusiasmo” (35), esa fugacidad que caracteriza al testigo y que en realidad funciona como una anestesia porque una vez que se ha saciado la pasión –que “el cuerpo ha callado del todo el rumor deseante” (35)– debe enfrentarse al hastío, al asco, a la nada. En una dirección similar argumenta Georges Bataille, cuando elige como epígrafe para su Teoría de la religión (1998) unos párrafos de Alexandre Kojève que sostienen que, al contrario del conocimiento que mantiene al hombre en la pasividad, será el deseo quien empuje a la acción:

Habiendo nacido del Deseo, la acción tiende a satisfacerlo, y no puede hacerlo más que por la “negación”, la destrucción o por lo menos la transformación del objeto deseado: para satisfacer el hambre, por ejemplo, hay que destruir o transformar el alimento. De este modo, toda acción es negadora (7-8).

De este modo, ese testigo que emerge en el soneto de Sarduy del abrazo amoroso “para ensalivar y escrutar la abertura” (202) –es decir, para facilitar la acción destructora a la que lo empuja el deseo–, hacia el final del poema es, siguiendo a Georges Bataille, solo “una presencia que ya no se distingue en nada de una ausencia” (26).
Buena parte de la crítica que se ha ocupado de la obra de Sarduy señala cómo su trabajo con la superposición de los disfraces tiene un elemento lúdico y carnavalesco relacionado con la destrucción y con este mismo impulso nihilista que, cobrando distintos rostros en sus novelas, ensayos y poemas, revela que la realidad consiste en diferentes superficies replegadas sobre sí y en cuyo centro no hay nada. Pensemos –por ejemplo– en los trabajos de Gustavo Guerrero (en Sarduy OC), Andrés Sánchez Robayna (en Sarduy OC) e Ignacio Iriarte (Del Concilio de Trento al SIDA).
Cabe entonces sostener que en el cenit sexual, como en la experiencia mística, lo que se alcanza a vislumbrar es una suerte de ideograma de la sombra. El deseo consume su objeto y deja al testigo frente a lo más oscuro y lo más desconocido llevándolo a la aprehensión de eso que no puede ser nombrado: la muerte. Como señala Georges Bataille en La experiencia interior (2016), tanto en la experiencia amorosa como en la experiencia mística hay un impulso disolutivo, una “voluntad de perderse” (46) que sólo es posible a partir de “un movimiento de bacanal” (46).
Así, no resulta en absoluto desatinado que Sarduy proponga en su ensayo una lectura erótica de San Juan de la Cruz, místico que cantó en forma apasionada su ardoroso encuentro con Dios. Ahora bien, son estos desplazamientos hermenéuticos sarduyanos los que dan cuenta de esa relación con la palabra heredada a la que ya me he referido. Se trataría de esa escucha distraída como método de lectura desplegado por Sarduy a lo largo de su obra para avanzar a contracorriente y, en el poemario analizado, tensar al máximo las imágenes fundamentales de la mística española.
Así, el vaciamiento que tematizan los sonetos de Sarduy no supone necesariamente el posterior encuentro con la materia divina, como sucede en la poesía de San Juan de la Cruz o en la Santa Teresa. Luego de haber tenido experiencia directa de lo indecible, la unión mística o el goce sexual, nuestro testigo se hace eco del Meister Eckhart: Dios es concebido como la gran Nada [sic], en la medida en que no existe en el sentido que las cosas creadas existen. Dios es huella, es sombra, es Nada [sic]. En La experiencia interior (2016) Georges Bataille nos recuerda que, según San Juan de la Cruz, se debía imitar en Jesús “la decadencia, la agonía, el momento de ‘no-saber’” (70), porque “bebido hasta el fondo, el Cristianismo es ausencia de salvación, desesperación de Dios” (70). En suma, en ese movimiento ininterrumpido del comentario que es la literatura –imitando a San Juan de la Cruz, que imitaba a su vez a Jesús– nuestro testigo descubre “en el fondo del sexo, en el límite último de la perversión” (245) “el chisporroteo de lo sagrado” (245) que, finalmente, lo enfrente a una ausencia radiante.

Derramar, deslumbrar, cegar

En relación con lo disfrazado del testigo, interesa traer a consideración aquí la idea de imitación. Recordemos que hacia el final de su ensayo sobre San Juan de la Cruz, Sarduy justifica su lectura erótica del Cántico espiritual –al que se refiere como “la cima de la lírica mundial” (Sarduy OC 246)– considerando que “ante la pureza primigenia” (246) que hay en él sólo quedan tres opciones: la primera –rápidamente descartada por el autor– es detener todo comentario, pero eso fijaría la obra “equivaldría a fosilizarla” (246). La segunda opción sería “arriesgar la exégesis, incluso la menos pertinente” (246) para hacerla vivir. La tercera, finalmente, consiste en:

Mímesis en lugar de lectura; doble y simulacro en lugar de interpretación. Reflejo, forzosamente deformado, del divino epitalamio. Ir en la copia hacia la materialización de las metáforas, explicitar las elipsis, recorrer otra vez el camino: desde el cuerpo enardecido hasta Dios, desde el deseo hasta la fusión con el Uno [sic], desde el objeto a de Lacan hasta el Ser [sic] (246).

Claramente, Sarduy optará entonces por una combinación de opciones válidas. La última alternativa –por su parte– se aplica a los poemas y décimas de Un testigo fugaz y disfrazado (1985) que reflejan en la copia el divino epitalamio; veamos cómo se despliega todo esto en el siguiente soneto:

OMÍTEMELA más, que lo omitido
cuando alcanza y define su aporía,
enciende en el reverso de su día
un planeta en la noche del sentido.

A pulso no: que no disfruta herido,
por la flecha berniniana o por manía
de brusquedad, el templo humedecido
(de Venus, el segundo). Ya algún día

lubricantes o medios naturales
pondrás entre los bordes con taimada
prudencia, o con cautela ensalivada

que atenúen la quema de tu entrada:
pues de amor y de ardor en los anales
de la historia la nupcia está cifrada (201).

Este soneto, que puede ser leído en clave humorística, muestra que el goce verbal del Barroco se desliza en los juegos de palabras y en las alusiones plásticas. En el primer verso vemos cómo la omisión, una estrategia propia de la elipsis barroca, aparece aquí señalando un pedido que tiene que ver con el sexo. Cuando eso que está omitido alcance y defina su aporía, es decir, cuando la relación sexual se concrete, se encenderá “un planeta en la noche del sentido” (201). Sarduy practica en estos sonetos lo que más tarde, en su ensayo sobre San Juan de la Cruz, enunciará como opciones: imitar deformando, materializar las metáforas, explicitar las elipsis.
En su ensayo sobre lo erótico, Anne Carson (2015) establece una proximidad entre los juegos de palabras y la lógica del deseo. Los juegos de palabras permiten frotar significados distantes a partir de la similitud del sonido. Uno percibe la homofonía y al mismo tiempo puede ver el espacio semántico entre las palabras como si lo diferente se proyectara sobre una superficie familiar y al mismo tiempo escurridiza, afirma Carson. Al igual que el deseo, los juegos de palabras trabajan sobre los bordes. Pero ese proceso de deslizamiento –donde los límites se desdibujan y los cuerpos parecen disolverse y volver a unirse componiendo distintas figuras del gozo– genera al mismo tiempo placer, angustia y vergüenza.
Hacia el final del soneto, el amor y el ardor aparecen vinculados mediante juegos de palabras con los “anales / de la historia” (201). Recordemos que para Sarduy la aventura del Cántico se inicia con una “ausencia hiriente [sic]” (243). Pero no se trata de cualquier flecha la causa de la herida, sino de una flecha “berniniana” (201). Como señala Pedro de Jesús en Imagen y libertad vigiladas. Ejercicios de retórica sobre Severo Sarduy (2014), los numerosos intertextos plásticos que recorren toda la obra de Sarduy son trabajados desde una vocación “desacralizadora y carnavalesca” (42); es más: casi siempre “se trata de copias, imágenes que reproducen, transformadas, otras imágenes investidas cultural e históricamente de la condición de originales” (31).
Sabemos que la persecución y la huida son tópicos de la poesía erótica: el deseo persigue lo que huye en una danza que se acerca al ritual de la cacería. Los sonetos y las décimas reiteran la idea de la laceración, de un dolor que no tiene sentido evitar o disimular. La laceración es el dolor que deja en el cuerpo la huella del paso del amado, es decir, su única presencia:

De ese amor, o ese cuidado
que tantas veces te di,
mudo cambio recibí,
más herida en el costado.
Sirva mi cuerpo cifrado
de emblema o de silogismo
de una heráldica en abismo.
La piel es un blasón vivo:
se descifra en negativo
y se lacera a sí mismo (215).

Si la piel es un lenguaje –como quería Roland Barthes– el misticismo le ofrece a Sarduy una teoría de la interpretación: el Amado [sic] y el Sentido [sic] son “objetos huyentes del deseo” (243), se detecta su traza pero nunca se los encuentra del todo. La herida hace proliferar el sentido en todas direcciones: es una heráldica en abismo. En suma: potencias e impotencias del decir. Es la huida dolorosa del Amado –es decir: su no presencia– lo que genera el movimiento y la búsqueda del deseo. Hay un enajenarse en la búsqueda de comunión con un otro que no se alcanza nunca del todo, y que deja en la piel la marca de esa laceración.
Tal como señala Esther Cohen, dentro del misticismo judío hay dos líneas centrales: “el polo teosófico-teúrgico, por un lado, y el polo extático, por otro” (29). El segundo polo, el de la mística extática –el que aspira primordialmente a una experiencia de fusión con la divinidad, de tintes marcadamente eróticos– aparece justamente en España durante el siglo XIII. En el caso del primer polo, la tendencia es mucho más racional ya que como señala la estudiosa mexicana se concentra en los aspectos simbólicos del texto bíblico y en ciertas herramientas hermenéuticas capaces de dar algunas respuestas respecto al origen de la divinidad. Conocer es así un trabajo de orden lingüístico, pero que se apoya en la idea del texto como organismo vivo, oscuro, ambiguo e inacabado, es decir, abierto. La poesía de Sarduy parece recuperar ambas líneas de la mística tematizadas por Esther Cohen cuando el amante razona mientras espera:

El rumor de las máquinas crecía
en la sala contigua: ya mi espera
de un adjetivo –o de tu cuerpo– no era
más que un intento de acortar el día.

La noche que llegaba y precedía
el viento del desierto, la certera
luz –o tus pies desnudos en la estera–
del ocaso, su tiempo suspendía.

No recuerdo el amor sino el deseo;
no la falta de fe, sino la esfera–
imagen confrontada en su espejeo

con la textura blanca, verdadera
página –o tu cuerpo que aún releo–:
vasto ideograma de la primavera (200).

La mayor parte de los sonetos y las décimas comparten este mismo interés: hablar del deseo diferido, desafiado, hambriento, donde la piel comparte la textura blanca de la página y el cuerpo del amado se puede releer. Justamente son los espacios vacíos del texto sagrado, sus grietas y aberturas, las que desafían y permiten el ingreso del Amante [sic], sus interpretaciones y lecturas. En la medida en que el texto es un organismo vivo, descifrar y desear son operaciones de orden ilimitado e ininterrumpido; es decir, búsquedas infinitas.
Una misma energía desmesurada arde en la noche y conecta la pulsión del travesti y del insecto con la del místico y la del amante cuyos cuerpos se consumen en la búsqueda gozosa e inevitable de absoluto. Damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego: esta frase que se refiere al comportamiento de las polillas intenta nombrar el impulso letal de quienes se precipitan en la persecución de una realidad infinita, quizá en proximidad con lo que Emmanuel Levinas denomina “no ser de otro modo, sino otro modo que ser3” (51).
Ya en De la evasión (2011) Emmanuel Levinas había tratado de pensar una serie de experiencias corpóreas donde –de modo similar a lo que hemos visto sucede en la experiencia mística– los bordes de la individualidad se diluyen, y es necesario dejar de ser lo que se es para entregarse completamente a la experiencia del otro, de lo Otro [sic]. Al referirse al placer –por ejemplo–, Levinas escribe: “Así pues, comprobamos en el placer un abandono, una pérdida de uno mismo, una salida fuera de sí, un éxtasis, otros tantos rasgos que describen la promesa de evasión que su esencia contiene” (67), y unas líneas más abajo: “La necesidad no es entonces nostalgia del ser; es su liberación, puesto que el placer es precisamente la solución del malestar” (67).
Judith Butler define a Emanuel Levinas como un filósofo de la ética que se apoya en las tradiciones religiosas –entre ellas el misticismo– para resaltar la importancia de la pasividad y la receptividad desde el punto de vista ético (Cuerpos aliados y lucha política 113), eso que Giorgio Agamben llamará la “inoperosidad” (Desnudez 153). La inoperosidad sería lo contrario de producir, de hacer cosas con un fin, de seguir la lógica individual y capitalista. Hay algo de ese elemento suspensivo de la inoperosidad en el sexo, en la mística y en la poesía donde los cuerpos se liberan de sus movimientos utilitarios y se abren a nuevos usos.
En De la evasión (2011) Emmanuel Levinas distingue tres experiencias corpóreas que tienen en común el hecho de que el sujeto se encuentra al mismo tiempo entregado a su cuerpo, pero es incapaz de asumirlo: la vergüenza, la náusea y el deseo o la necesidad. El mareo, que antecede a la náusea, se produce “ante la conciencia de haber perdido todo lo que es [sic]” (27); es decir, ante la nada. Se trata de una sensación similar a la que describen los místicos luego de su experiencia extática transformadora: el anonadamiento.
Néstor Perlongher define a la poesía del Barroco no como “una poesía del yo, sino de la aniquilación del yo” (94). Esta aniquilación del yo se entrelaza profundamente con la noción sarduyana de vacuidad trabajada tanto en sus lecturas de los místicos españoles, como en sus experiencias con las filosofías orientales. Este movimiento se vuelve casi tangible en el soneto dedicado a Gerardo Mello Mourão, donde es posible leer una opción por la intensidad del vacío:

El paso no, del dios, sino la huella
escrita entre las líneas de la piedra
verdinegra y porosa. Aún la hiedra
retiene las pisadas, aún destella

de su cuerpo el contorno sobre rojos
sanguíneos o vinosos: en los vasos
fragmentados, dispersos. No los pasos
del dios, sino las huellas; no los ojos:

la mirada. Ni el texto ni la trama
de la voz, sino el mar que los decanta.
En su tumba –las islas ideograma

de esa página móvil donde tanta
frase, no bien grabada, se derrama–,
sumergida, tu estatua ciega, canta (204).

En este soneto el placer aparece ligado a la actividad de búsqueda, de exploración y de desciframiento de ciertas señales. El yo lírico no busca “los pasos del dios, sino las huellas” (204), “no los ojos; la mirada” (204). Huella que es al mismo tiempo ausencia y presencia, abstención y deseo de la divinidad. El poema supone una borradura, una extenuación del sujeto que implica llenar para vaciar o una escritura de la retirada. Y aquí parece hacerse eco de los versos de San Juan: “¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados, / formases de repente/los ojos deseados, / que tengo en mis entrañas dibujados! / ¡Apártalos, amado, / que voy de vuelo!” (en Sarduy OC 244). En su lectura erótica de San Juan de la Cruz, Sarduy recurre nuevamente a Jacques Lacan para leer la poesía mística a partir de la tesis según la cual sólo a partir de la mirada de un otro se genera el deseo. La poesía mística de San Juan interioriza de tal modo esa mirada que se la lleva en las entrañas: “los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados” (Sarduy OC 244).
Dentro del círculo de los teóricos posestructuralistas franceses en el que se movió con fluidez, así como en otros escritores latinoamericanos y españoles de su generación, Sarduy no fue el único en interesarse por el “éxtasis ascendente de las religiones”(Papeles insumisos 333), como lo definió Néstor Perlongher en una entrevista con Carlos Ulanosvsky. Roland Barthes, Georges Bataille, Maurice Blanchot, François Wahl y Jacques Lacan –por citar sólo a algunos de ellos– hacen sus propios recorridos por estas sendas que muchos suponían perdidas. Ciertamente las referencias de Sarduy a muchos de estos autores proliferan en su obra.
Es posible rastrear entre algunos de los autores mencionados una especie de red de envíos bajo la forma de la alusión, el comentario o la cita directa. En el prólogo de Las virtudes del pájaro solitario (2008) –la novela que escribe cuando “la pasión sanjuanística y el lenguaje de la mística” (9) lo atraviesan con su “aguijoneadora imantación” (9)– Juan Goytisolo menciona a Sarduy con familiaridad, y se refiere al modo en que éste caracteriza a uno de los personajes de su novela. También menciona Goytisolo –en el mismo espacio discursivo– a Luce López Baralt –estudiosa del misticismo comparado– quien le dedica su libro El sol a medianoche (2017) –entre otros– a Sarduy.
Entre los sonetos de Un testigo fugaz y disfrazado hay uno dedicado a Luce López Baralt en el que se refiere a San Juan de la Cruz –autor central en la obra de la crítica puertorriqueña–, mientras que la última décima de Un testigo perenne y delatado (1993) está dedicada a Juan Goytisolo. Paratextos que dicen, una vez más. Sarduy escribirá también un ensayo acerca de Sobre las virtudes del pájaro solitario (1988) –de Goytisolo– que se titula “El texto devorado” (1989). Hacia el final de ese ensayo, Sarduy trabaja con el lenguaje y la imaginería mística para describir la novela de Juan Goytisolo: “Difícil alquimia somática4: comer letra, tragar grafo, asimilar la noche de tinta, devorar apocalípticamente, verbo puro, no limitarse a leer –para Lacan la mirada es un objeto parcial–, a vivir lo escrito, sino comérselo, convertirse en él” (Sarduy OC 1437). La alquimia, como sabemos, genera una transformación para obtener oro del plomo. Transformación similar al proceso que se opera para Sarduy respecto de Goytisolo y los místicos: porque si en los místicos “la deglución ritual conduce al éxtasis, a la negación de lo corpóreo, se diría que en Las virtudes del pájaro solitario, la ‘grafofagia’ no lleva sino a la escatología y a la desaparición obscena del devorador, a su vez tragado, como un torbellino obscuro, hacia el centro del infierno, hacia la total negatividad” (1437).
En este ensayo de 1989, Sarduy se aproxima a Goytisolo para hablar de su propia lectura del misticismo hispánico. Con un ansia similar, el escritor de origen cubano buscará “el instante supremo de la unión” (López Baralt El sol a medianoche 12) para convertirse en lo que más ama. Pero en ese proceso de “participación” (12) lo que descubre es una ausencia, una nada. En el movimiento paródico y de profanación que caracteriza su escritura, Sarduy trabaja con todos los significantes posibles para designar al pájaro que había ocupado un lugar central en la novela de Juan Goytisolo y que alude a San Juan de la Cruz; en el último apartado afirma: “Invento otras virtudes, otros pájaros” (1438). Probablemente, Sarduy se esté refiriendo a los “alborotosos homosexuales” (1438) de otros tiempos que irán a morir a la casa hospital de su última novela Pájaros en la playa (1993). Incluso arrima un pájaro más de su invención, Colibrí (1984), de “la misma pluma que este pájaro solitario” (1439); en suma: pájaros sedientos de sol, de sur, alimentos menos enigmáticos pero tan imposibles de devorar como la materia divina.

Coda

A lo largo de este artículo hemos intentado un movimiento de algún modo insinuado ya por el propio Sarduy: si él ensayó una lectura erótica de la poesía mística, aquí he invocado distintos aspectos relacionados a la mística judeocristiana para leer los sonetos eróticos de Un testigo fugaz y disfrazado. Insisto en esta posibilidad de exégesis, que no es menos reductora que otras, porque entiendo que no es posible comprender el modo en que Sarduy funda un Neobarroco latinoamericano sin esta escucha distraída, sin este pasearse que intuyó en Rubén Darío y que implica un desplazamiento interno y externo por la tradición mística española leída desde la teoría francesa.
En el tan mentado diálogo de 1967 con Rodríguez Monegal y Segovia Sarduy utiliza la forma reflexiva del verbo pasear para referirse a la formación de Rubén Darío, tan atacada por la crítica que no ha perdido oportunidad de poner en evidencia la superficialidad de su erudición. Sarduy, por el contrario, rescata esta estrategia de “escucha distraída” (1414) de Rubén Darío que le permitirá unir universos distantes como la poesía mística, la cultura griega o el discurso científico. Es sin duda sintomático que el repertorio de gestos que Sarduy advierte en el fundador del Modernismo –me refiero a ese pasearse presente en la experiencia de exilio, en traducción cultural e incluso en el interés en la poesía mística– implica ciertos usos donde el adentro y el afuera se desdibujan y ya no es posible distinguir entre uno y otro. Hay un desplazamiento, una apertura, un acarreo donde, por decirlo de algún modo, el paseante no se mantiene estático sino que, inevitablemente, se traslada, se desvía y se confunde con la materia paseada. Como sostiene Giorgio Agamben en El uso de los cuerpos (2017), el sujeto-agente que lleva a cabo un uso y realiza las acciones “no actúa transitivamente sobre un objeto, sino que se implica y se afecta ante todo a sí mismo en el proceso” (69). Para ejemplificar este estatus singular del sujeto-agente, Agamben apela al uso que Spinoza hace del verbo pasearse. En ladino o judeoespañol, la lengua que hablaban los judíos antes de su expulsión de España, pasear se dice pasearse; es decir: expresa “una acción de sí sobre sí, en la cual el agente y el paciente entran en un umbral de absoluta indistinción” (69).
Ahora bien: si pensamos en el uso que Rubén Darío y Sarduy harán de la lengua y de la cultura hispánica, no cabe sino decir que ambos leerán de un modo desviado, perverso o caníbal. Como afirma Georges Bataille en La experiencia interior (2011), si la poesía introduce lo extraño, lo hace por la vía de lo familiar: “Lo poético es lo familiar que se disuelve en lo extraño y nosotros mismos con él” (27). De este modo, las palabras y las imágenes están cargadas de emociones que ya han sido experimentadas por otros y que nos ofrecen una especie de hilo tenue que liga lo aprendido con el yo. Una especie de reserva a la que podemos acudir para comprender el tiempo en el que vivimos. El recorrido propuesto en este artículo se apoya en la idea de que los sonetos y las décimas que integran Un testigo fugaz y disfrazado funcionan como condensación de reflexiones sobre la propia práctica que el autor expandirá en sus ensayos y sus novelas: el arte y la escritura son un hambre permanente en torno a una ausencia radiante.
Hay un elemento del orden de lo dramático que nos ha llevado a leer los sonetos como una serie de escenas donde el yo lírico nos exhorta a imaginarnos los personajes de un drama que se repite: un profundo descenso a la noche de la existencia, una excursión violenta donde el deseo impulsa a una aventura corporal que se inicia con la afirmación del dolor, con la certeza de que la herida es a la vez huella de un intento incesante y de un fracaso o como si los poemas fueran una puesta al día actual y homoerótica de aquel “gocémonos Amado” de San Juan de la Cruz.
Como señala Santiago Sylvester a propósito de la poesía de Héctor Viel Temperley, la poesía mística no se ha prodigado en el siglo XX en América Latina. Más bien se ha impuesto una especie de desacralización programática donde “se hizo evidente que Dios, salvo lo excepcional, ha dejado de hablar a través del arte” (AA. VV, Viel Temperley 138). Sin embargo podríamos sumar al caso Viel Temperley el de Sarduy e incluso el de Ernesto Cardenal, a quien Luce López Baralt le dedica un ensayo titulado “El cántico espiritual de Cardenal”. La radicalización política de Cardenal, como quizás la radicalización estética de Sarduy, tienen un fondo espiritual. Ambos proponen sus revueltas a partir de lecturas desviadas de la tradición religiosa. Ambos retomarán la cosmología y la mística en un momento en que las mitologías tradicionales están en crisis.
Cuando Maurice Blanchot –fascinado por Emmanuel Levinas– intente pensar su propio “proyecto de salir del ser” (Rolland De la evasión 45) arribará a nociones como la de Afuera [sic], la otra noche, lo neutro o la de escritura del desastre. Tal como lo entendió Levinas, y como insinúan las escenas de los poemas sarduyanos, ese otro modo que ser implica “romper el encadenamiento más radical, más irremisible, el hecho de que el yo es sí mismo” (De la evasión 60). Y aún más, si en el impulso vital vamos hacia lo desconocido pero con alguna dirección “en la evasión sólo aspiramos a salir” (59) y “lo que se trata de captar con toda su pureza es esta categoría de salida no asimilable ni a la renovación ni a la creación” (59).
En una época privada de religiosidad, el misticismo le ofrece a Sarduy una visión alternativa que articula sujeto, escritura y deseo. En el fondo de su escritura se encuentra esa “necesidad de excedencia” (De la evasión 59) descripta por Levinas. La poesía mística lo provee también de un código y de una serie de imágenes sobre la cualidad fantasmagórica del deseo, esa compulsión que se encadena indefectiblemente a la escritura. Práctica fuera de toda norma, la mística ofrece a Sarduy un camino abierto, no regulado y vinculado al exceso. Escribe Juan Goytisolo en “Palmera y mandrágora” (2017): “El extremo rigor de la palabra no descifra el enigma, como no descifra un pájaro” (207). Concebidos a partir de una materia similar, los sonetos y las décimas de nuestro testigo –fugaces y disfrazados– no se dejan apresar en un sentido unívoco: arden, se consumen y renacen con luz propia.

Notas:

1 Las cursivas pertenecen al original.

2 Las cursivas pertenecen al original.

3 Las cursivas pertenecen al original.

4 Las cursivas pertenecen al original.

 

Referencias bibliográficas

1. Agamben, Giorgio. Desnudez. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014.

2. Agamben, Giorgio. El uso de los cuerpos. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2017.

3. Agamben, Giorgio. Lo que resta de Auschwitz. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2017.

4. Agamben, Giorgio. Profanaciones. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2013.

5. Bataille, Georges. La experiencia interior. Suma ateológica I. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2016.

6. Agamben, Giorgio. Teoría de la religión. Madrid, Taurus, 1998.

7. Butler, Judith. Cuerpos Aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Buenos Aires, Paidós, 2017.

8. Cohen, Ester. La palabra inconclusa. Ensayos sobre cábala. México,Taurus, 1994.

9. De Jesús, Pedro. Imagen y libertad vigiladas. Ejercicios de retórica sobre Severo Sarduy. La Habana, Letras Cubanas, 2014.

10. Goytisolo, Juan. “Las virtudes del pájaro solitario”, en Obras completas. Vol. IV. Novelas (1988-2003), Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2008, pp. 41-146.

11. Goytisolo, Juan. “Palmera y mandrágora (Notas sobre la poética de José Ángel Valente)”, en López Baralt, Luce, El sol a medianoche. La experiencia mística: tradición y actualidad, Madrid, Trotta, 2017, pp. 205-211.

12. Guerrero, Gustavo. “Introducción”, en Sarduy, Severo. Obra completa, edición crítica a cargo de Gustavo Guerrero y François Wahl, Madrid, Archivos, 1999, pp. XIX-XXXIII.

13. Guerrero, Gustavo. “La religión del vacío”, en Sarduy, Severo, Obra completa. Tomos I y II, edición crítica a cargo de Gustavo Guerrero y François Wahl, Madrid, Archivos, 1999, pp. 1689-1703.

14. Iriarte, Ignacio. Del Concilio de Trento al SIDA. Una historia del barroco. Buenos Aires, Prometeo, 2017.

15. Levinas, Emmanuel. De la evasión. 1935. Madrid, Arena libros, 2011.

16. Levinas, Emmanuel . De otro modo que ser, o más allá de la esencia. 1974. Salamanca, Sígueme, 2003.

17. López Baralt, Luce. El sol a medianoche. La experiencia mística: tradición y actualidad. 1996. Madrid, Trotta, 2017.

18. Mattoni, Silvio. “Prólogo”, en Bataille, Georges. La experiencia interior. Suma ateológica I. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2016, pp. 5-13.

19. Perlongher, Néstor. Papeles insumisos. Buenos Aires, Santiago Arcos, 2004.

20. Rolland, Jacques. “Salir del ser por una nueva vía”, en Levinas, Emmanuel. De la evasión, Madrid: Arena libros, 2011, pp. 7-71.

21. Sánchez Robayna, Andrés. “El ideograma y el deseo (La poesía de Severo Sarduy)”, en Severo Sarduy, Obra completa, Madrid, Archivos, 1999, pp. 1551-1570.

22. Sarduy, Severo. Obra completa. Tomos I y II, edición crítica a cargo de Gustavo Guerrero y François Wahl, Madrid, Archivos, 1999.

23. Sarduy, Severo, Tomás Segovia y Emir Rodríguez Monegal. “Nuestro Rubén Darío. Diálogo”.  Zama, año 8, vol. Extraordinario Rubén Darío, 2016, pp. 227-240.

24. Sylvester, Santiago. “¿Un místico entre nosotros?”, en Viel Temperley, Héctor. Obra completa, Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2011, pp. 136-142.

Fecha de recepción: 07/06/2018
Fecha de aceptación: 14/12/2018