DOI: 10.19137/anclajes-2018-2222

ARTÍCULOS

 

Un final/el final: Cuadernos de Pripyat de Carlos Ríos

An End/The End: Cuadernos de Pripyat by Carlos Ríos

 

Mariana Catalin

Instituto de Estudios Críticos en Humanidades
Universidad Nacional de Rosario
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
marianacatalin@gmail.com

 

Resumen: En el marco de una investigación más amplia en torno a los imaginarios para después del final en la literatura argentina actual, el presente trabajo se propone abordar los modos en que Cuaderno de Pripyat (2012) de Carlos Ríos narra el después de un hecho histórico identificable, la catástrofe de Chernóbil, tensionándolo entre la crisis específica y la posibilidad de generar un escenario posapocalíptico que ponga en juego un corte radical e inconmensurable. En una primera instancia, se analiza la forma en que esta multiplicación de temporalidades afecta la presentación de los testimonios que el relato dice recolectar. Luego, el trabajo se centra en el collage como posible clave explicativa de la composición del relato a partir de la tensión entre la lógica del resto y la de la sobresaturación referencial.

Palabras Clave: Carlos Ríos; Literatura argentina; Crítica literaria; Siglo xxi

Abstract: In the framework of a broader investigation into the imaginaries of the afterworld in present-day Argentine literature, this paper aims at addressing the ways in which Carlos Ríos’s Cuaderno de Pripyat (2012) narrates the afterworld of an identifiable historical event, the Chernobyl disaster, creating further tension between the crisis itself and the possibility of a post-apocalyptic setting that brings a radical and immeasurable interruption into play. First, we analyze the ways in which this multiplication of temporalities affects the presentation of the testimonies collected in the story. Next, the paper focuses on the collage as a possible explicative key to the fragmentary composition of the story based on the tension between the rationality of that which remains and that of referential oversaturation.

Keywords: Carlos Ríos; Argentine literature; Literary criticism; 21st century

 

Sentado esperando os beneficios
da chuva e do ácido, os beneficios
de ser seu zumbi dentro de um intante

Carlos Ríos, “Poemas para cobrir a cara”
(Poesia Língua Franca, Malha Fina Cartonera)

 

En su estudio After the end. Representations of post-apocalypse, James Berger destaca desde el comienzo lo oximorónico del sintagma que titula su libro: después del final solo puede haber nada y, sin embargo, hay algo. Si nos desprendemos del resguardo que supone afirmar que la fórmula es solo una figura retórica, una metáfora, la paradoja se vuelve potente. La misma obliga, entre la radicalidad y la inmanencia, a imaginar el después de un final que ha y no ha tenido lugar. Los epígrafes que encabezan Cuaderno de Pripyat parecen poner en el centro dicha tensión, particularmente, la cita del cuento de Juan José Saer, “Lo visible”. La misma, en sinergia con la de Yuri Andrujovich, nos pone en contacto con la catástrofe concreta que será materia del libro: la explosión del reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil y sus secuelas. Pero, a la vez, por la manera en que se recorta, deja de constreñir el acontecimiento a sus consecuencias inmediatas, abriendo la posibilidad de un nuevo escenario: un mundo después del final que se sostiene entre la proliferación colateral y la posibilidad de reemplazar al mundo actual.
Ya en el 2009, Manigua presentaba un futuro distópico en el que la insistencia en lo devastado y lo derruido condensaban un salto cualitativo. Se construía un territorio, posiblemente situado en África, en el que las lógicas de circulación y asociación habían mutado drásticamente y en el que sus habitantes se hallaban en situación de sobrevivencia. Pero ese futuro no se consolidaba nunca como la temporalidad predominante así como tampoco se aseguraba la existencia de una catástrofe que podría haber instaurado un corte radical. La expectativa de final se desarmaba así a través del énfasis simultáneo en una realidad primitiva anacrónica y en un presente de degradación extrema pero continua.
Cuaderno de Pripyat parece proponer el movimiento inverso. El desastre anterior al estado actual que marca la temporalidad de la novela tiene, como dije, un referente preciso. Si bien el trágico suceso es considerado como uno de los desastres medioambientales más importantes de la historia, no deja de ser eso: un hecho puntual, constreñible a un sitio y a un tiempo específicos. Pero la novela parece expandir la onda radioactiva: pone en juego una diferencia mínima que genera lógicas radicalmente distintas para comprender y narrar el territorio, las subjetividades y formas de vida que retoma el relato. El propósito de este trabajo es abordar esta producción de Ríos a partir de los modos del final con que ésta entra en contacto. Las preguntas más amplias que orientan esta exploración buscan volver un problema la tensión que el prefijo del término posapocalíptico supone y que con frecuencia tiende a ignorarse en función de la hipótesis que sostiene que dicha problematización permite un abordaje singular de ciertas líneas de la narrativa argentina actual. ¿Qué final habilita un después? ¿El después, por más que omita su explicitación, permite imaginar el final que lo ocasionó? ¿Es posible narrar un tiempo de la supervivencia que deje entrever, sin embargo, un final radical? En una primera instancia, entonces, se analiza la forma en que la multiplicación de temporalidades afecta la presentación de los testimonios que Cuaderno de Pripyat dice recolectar. Luego, me centro en el collage como posible clave explicativa de la composición del relato a través de fragmentos. Dicho acercamiento se sostiene en la hipótesis de que la apelación a esa práctica pone en tensión la lógica del resto y la posibilidad de sobresaturación referencial a través de la conversión del resto en dato.
En una reseña sobre la novela, Mariano Dubin propone una fórmula para ceñir el impulso político de la obra de Ríos: “nadie puede ser enseñado a vivir el fin de un mundo” (s/p). El reseñista elabora este enunciado en relación con un poema de Juan Gelman que Ríos cita en su perfil de la red social Facebook, “Allí”:

Nadie te enseña a ser vaca.
Nadie te enseña a volar en el espanto.
Mataron y mataron compañeros y
nadie te enseña a hacerlos de nuevo. ¿Hay
que romper la memoria para
que se vacíe? (Gelman 22).

El referente claro del poema de Gelman es la última dictadura militar argentina. Como lo sostienen Genevieve Fabry, Ilse Logie y Pablo Decock en Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea, el imaginario apocalíptico (que para los compiladores parece incluir también lo que Berger considera como posapocalíptico) “está presente en tantos textos de la ficción hispanoamericana posterior a 1970 porque esta tradición parece ser la única que hace justicia a la violencia de la América Latina dictatorial y posdictatorial” (16). Si bien la mención a Gelman y el modo en que la enlaza Dubin con el fin de un mundo podrían sugerir que ciertas producciones de Ríos deberían leerse en función de esa relación, algo que algunos movimientos de sus novelas podrían sustentar (sobre todo la insistencia en el problema de la memoria), a mi entender, debido a la forma en que se complejiza la relación alegórica y se superponen las temporalidades, la narrativa de Ríos ha dado un salto y se ubica en otro lugar modificando no solo los componentes que se ponen en relación sino también el modo de pensar el movimiento mismo. Las vacas proliferan en todas sus novelas, es cierto, pero no son exactamente idénticas a las de Gelman. Ese “enseña” que se repite en el poema y en la fórmula de Dubin condensa ahora una tensión que tiene como índice la diferencia entre la preposición elegida por el reseñista y la esperable: nadie te enseña a vivir el fin de un mundo; pero tampoco, nadie te enseña a vivir el fin del mundo.

La parte y el todo

El título de la novela nos dice, entonces, dónde: Pripyat. Para comenzar a construir esa referencia geográfica como territorio el relato especifica la catástrofe. Presenta el centro urbano vacío y la ciudadela que lo rodea como anillo, explicita la fecha y describe detalladamente el reactor. Diseña incluso un mapa y recupera filmaciones para reconstruir la historia:

Abril. Sol y viento. La entrada del Ejército y la Cruz Roja. Ómnibus entrelazados. Caras dobladas por el terror. El registro tiene una duración de dos minutos y medio. Las imágenes aparecen recuperadas por una tal Volinova (no es la persona que las filmó) y fueron tomadas el 27 de abril de 1986. El reactor estaba en llamas pero la gente, ese mismo día y el siguiente, siguió haciendo su vida como si nada hubiera pasado (44).

Malofienko vuelve a Pripyat justamente para filmar un documental. Para esto, acumula testimonios, la mayoría de ellos atribuidos a personas realmente existentes. Muchas de esas voces, al mismo tiempo que vuelven sobre la tragedia específica relativizan ese anclaje: cuentan historias de migraciones, de persecuciones, de censura que prescinden del hecho histórico y su singular contexto. Una de ellas, la que se atribuye a Oleg Yarvorsky, parte de la empresa creadora de los videojuegos Shadow of Chernobyl y Stalker: Call of Pripyat, explicita el movimiento: “Los mutantes cazan humanos y el Ejército va tras los turistas que han cambiado su apariencia por efecto de la radiación. Como en cualquier sociedad del universo hay amor, hambre y cansancio” (56). La novela intensifica el juego de la parte por el todo. Una catástrofe concreta parece adquirir límites inconmensurables, a la vez que puede convertirse en cifra de un mundo que se encuentra todo él en situación de supervivencia. Cuando Berger se detiene sobre la autoridad que, en tanto testigo inviste la figura del sobreviviente, analiza también cómo esa autoridad parece diluirse en la actualidad en un sentido generalizado del “estar sobreviviendo” cotidiano:

the survivors are everywhere, marked with the imprints of catastrophe but without clear knowledge of what exactly catastrophe was. We all were there, are still there, and we insistently re-create in every conceivable cultural form the catastrophes that inhabit us. We are therefore familiar with, or at home with, catastrophe, even as catastrophe is denied, externalized, and enjoy as an aesthetic event. The pervasiveness of disaster “out there” is both a threat and a comfort (49).

Cuaderno de Pripyat se escribe jugando con esa perversidad que en cierto punto parece pesar más que el problema de la verdad de los testimonios que se recogen y que complejiza el simple énfasis en la posibilidad de la parábola (tal como se lee, por ejemplo, en la reseña de Javier Mattio). En este movimiento, el testimonio que se le atribuye a Oksana Zabuzhko, escritora ucraniana, es fundamental. En él se narran hechos que refieren a la historia y al presente de Pripyat. Pero, a la vez, el relato se detiene sobre la singular relación entre la propia lengua y aquellas que se han adoptado en el peregrinar por el mundo, sobre la imposibilidad del regreso a cualquier origen, sobre la construcción del lugar del no integrado y sobre la relación entre arte y vida. “Pero me fui de tema...” (23) dice en un momento Oksana y en esa marca mínima del habla se condensa no sólo el modo en que se estructuran los testimonios sino también el papel que cumplen muchos de estos fragmentos dentro del todo1.
Ahora bien, el relato no olvida el contrapunto. El riesgo de expansión no es solo el de la cifra y, a partir de ahí, el de la abstracción, sino también el que de manera singular propone la radiación, un peligro aún latente:

En el centro de la ciudadela dormida una enorme caja de concreto sella el edificio donde se originó la tragedia. Las pérdidas de radiación, aunque modestas, son continuas. Según los exploradores, el mayor peligro es que se hundan sus estructuras superiores y se libere polvo radioactivo en proporciones incontrolables (32).

Lo incontrolable de las proporciones es la clave descriptiva de ese universo colateral en el que se constituye Pripyat: un mundo que, a la vez que convive en tanto cifra con el primero, podría ya haberlo puesto en jaque ya que, tal como sugiere el epígrafe de Saer que cité al comienzo, eso que ha empezado a proliferar puede suplantarlo por completo.
El desastre es, entonces, puntual y puede ser utilizado alegóricamente2. Pero a la vez sus efectos son inconmensurables, no sólo por la posibilidad de expansión que se comprueba en la forma en que circula por Europa la madera extraída de esa tierra contaminada sino también porque aquello que ha empezado a proliferar puede no tener un correlato en las formas de vida previas o actuales3. El final ya ha ocurrido, esa posibilidad ya se ha desatado con la explosión del reactor y conocemos sus consecuencias. Pero, a la vez, la linealidad se desarma debido a la radicalidad de los cambios que no parecen condecir con el hecho histórico sobre el que se insiste como referencia. Cuando en la novela se compara el maxilar desproporcionado de Malofienko con el del caballo y sus guías le advierten que el animal “trae veneno” no es fácil acotar dicha comparación a los efectos de la acromegalia. Como tampoco es sencillo adscribir el modo en que los caballos “hambrientos, rabiosos, fuera de sí por la locura radioactiva” (34) destrozan las lápidas del cementerio simplemente a la desmesura del delirio.
En este sentido, las comunidades que pueblan ese territorio supuestamente deshabitado se encuentran entre los cibercomerciantes que menciona Oksana y lógicas que no podrían constreñirse enteramente en ese término. Si un libro como el de la reciente premio Nobel, Svetlana Alexiévich (Voces de Chernóbil), o los múltiples documentales subidos a You Tube sobre las secuelas podrían permitir especificar el horror de las deformaciones corporales a través de la apelación a la radiación, los modos en que se componen las relaciones entre los habitantes del territorio potencian su carácter anómalo en tanto singular4. Leonid y Nikolai, los guías de Malofienko, tendrán a su cargo la primera mención de algunos de sus integrantes: el liquidador y sus hijos, los apropiadores. “Naranja” introducirá luego la descripción de las bandas de saqueadores y de exploradores –las secciones tituladas con nombres de colores son centrales en este sentido. Están también aquellos que volvieron, que ocupan las mismas casas que habitaron sus padres, y que la novela denomina “custodios”, ya que evitan que los residentes saqueen la ciudad. Si bien se sabe que “liquidador” es el nombre que se le dio a cada una de las personas que se encargaron de minimizar las consecuencias del desastre, a partir de esa referencia y mediante la interacción de los diferentes grupos se constituye una legalidad extraña y jerarquías que se establecen para ser violadas:

En forma de anillo, otro tejido urbano rodea la zona de exclusión. Desde allí, y a espaldas del liquidador, bandas de saqueadores ingresan en la ciudad dormida y recuperan herramientas que venden los fines de semanas en el mercado central [...]
Todo lo visto, advirtió el liquidador, no puede ser tocado. Sin embargo, cada día desaparece otro artefacto de los edificios centrales (19).

Los vínculos familiares, al mismo tiempo que se ponen en juego, sobre todo en el plano de la memoria, se subvierten en función de los nuevos lazos. Los modos de intercambio, como es propio de los escenarios que se constituyen después de un final radical, son afectados centralmente. En consecuencia, tampoco queda indemne el modo en que adquieren valor ciertos objetos: las herramientas antes que por su utilidad valen en función de la ayuda que puedan brindar para recuperar la identidad; las figuras con los rostros de los adultos muertos por la radiación se constituyen en elementos intercambiables entre los hijos que se reúnen en la explanada.
Tal como lo sostienen Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez en el “Prólogo” a Ensayos sobre biopolítica, si hay algo que parece mancomunar aquellos esfuerzos filosóficos contemporáneos que buscan reflexionar sobre “las dificultades de hablar de la vida como de un ser definido” (15) es que

piensan la vida más allá de lo humano, en los límites siempre inestables –siempre políticos, en tanto instancia de dominación y de lucha– entre lo humano y lo animal, lo monstruoso, lo impersonal y a-subjetivo, mostrando cómo se elabora históricamente la frontera porosa que separa el campo de la vida humana de sus ‘otros’ (15).

Si la mención de los viedeojuegos que consigné al comienzo introduce el imaginario de lo monstruoso, las comunidades que se constituyen a lo largo de la novela tensionan el límite entre lo humano y lo animal y lo vuelven inestable. Los efectos de la radiación no distinguen cuerpos. No solo el accionar violento de ambas especies se potencia (los jóvenes cuelgan saqueadores en la rueda de la fortuna pero a la vez los lobos pueden trepar y comérselos) sino que se apela también a la animalización literal, que no funciona estrictamente como comparación sino que parece más cercana a la posibilidad de abrir paso a un devenir (Deleuze Crítica y clínica):

Cada madrugada, los hijos de estos campesinos se reúnen con los perros en la puerta de la carnicería […] La res contaminada cuelga del gancho y brilla como un amasijo de krill puesto a secar. Es imposible poner orden. Los dos grupos se abalanzan y a dentelladas acaban con la pieza hasta rasparse las mandíbulas en los huesos infectados (54).

Pero, por otra parte, se registra el armado de una legalidad que constituye a los animales en seres tan importantes para ser controlados como aquellos que se presentan como humanos. Sin duda, esto también puede explicarse en función del peligro de la expansión de la radiación, pero de la misma manera que ocurre con las comunidades humanas, los animales son objeto de una legislación anómala, cargada de exceso: “La prohibición de convivir con animales nacidos en los edificios es sumamente estricta. Deben sacrificarse previo registro fotográfico y la publicación de un bando para cerciorarse de que el animal ya no será buscado por su dueño” (39). Leyes extrañadas afectan tanto a los humanos como a los animales. Es cierto, en este caso, lo que se restablece es la separación (la prohibición de convivir), aunque en la distancia que se instituye parece pesar más la diferencia entre infectados y no infectados, el verdadero fondo amenazante de los cuerpos, que la distinción de las formas de la vida. Cuando, en otro acercamiento, Giorgi analiza el cambio de lugar del animal en los repertorios de la cultura latinoamericana luego de los años sesenta sostiene lo siguiente:

la distinción entre humano y animal [...] se tornará cada vez más precaria, menos sostenibles en sus formas y sus sentidos, y dejará lugar a una forma animal sin forma precisa, contagiosa, que ya no se deja someter a las prescripciones de la metáfora y, en general, del lenguaje figurativo, sino que empieza a funcionar como un contínuum orgánico, afectivo, material y político con lo humano (12).

Más que la idea de precarización, me interesa de este enfoque la manera en que se analiza la imposibilidad de sometimiento a los límites que supone la metáfora. Antes que homogeneizar o volver indistinguible, Cuaderno de Pripyat sostiene la tensión entre la figura retórica y la literalización para generar el continuum. Y, a la vez, experimenta con nuevas distancias y jerarquías al poner en juego la idea de un después del final que solo presenta vidas abandonables. Estas vidas se exponen entre el nombre propio y el funcionamiento como cifra; entre la deformación amenazante pero constreñible al hecho histórico (y a sus derivaciones en diversas representaciones culturales) y la potencia singular de una vida que, opuesta a la individualidad pero gracias al accidente, ya casi no puede ser aprehendida sino tan solo tocada (Deleuze “La inmanencia”; Nancy Corpus, 58 indicios). En la tríada que conforman el destazador de reses (y su contacto singular con los animales que mata), Tymoshyuk (que ha sido criado por una perra salvaje, sobre cuyo vientre duerme todas las noches) y la Preobrazhénskaya (que dibuja vacas con espinas en vez de huesos y es declarada, con una corona de moscas, “reina absoluta de todo lo que se ve”); en esa tríada la novela nos dice que se compone “la antesala de una nueva vida” (85).

Recortes

En una entrevista realizada con motivo de la aparición de la novela, y justamente ante la pregunta por si la historia de amor entre el destazador y Preobrazhénskaya puede leerse como la réplica de la historia de amor entre Malofienko y Fridaka, Ríos sostiene lo siguiente:

Pienso que tiene una estructura de muñecas rusas. Serían como versiones de la misma historia. Hay una historia central, que es la de Malofienko, y por otro lado están sus incursiones al centro vacío [...] están las entrevistas que él hace […] y está la historia sentimental entre él y su novia urbanista, que está en Noruega. También aparece un cuaderno, un diario alucinado a partir de los personajes que conoce, que adquieren una dimensión irreal. Un diario busca testimoniar la experiencia, acá Malofienko la ficcionaliza al límite, hace delirar la historia hasta que la historia es otra y los personajes se distorsionan (Gómez s/p).

Los fragmentos pervierten insistentemente los límites que intenta, en un primer movimiento, demarcar Ríos. Es tan difícil cercar el delirio como lo es neutralizar la radiación. Sin embargo, el exotismo que reviste (o con que se reviste) el hecho concreto que se invoca desde el título parece habilitar una lógica de lectura interesada en delimitar los sectores. Encontrar las referencias reales sería una manera de hacerlo, como de hecho lo logra Malofienko al descubrir que Fridaka plagia en una de sus cartas el blog de una anoréxica. La lógica que impone el protagonista para descubrir la verdadera referencia podría utilizarse con los nombres propios que insisten a lo largo del relato; pero también para anclar ciertos aspectos más escurridizos. Por ejemplo, ante el término liquidador se puede explorar en Google su modo de surgimiento y connotaciones. O bien al confrontarnos con entrevista “Entrevista/9” podríamos apelar a los estudios que se han publicado y vuelto auge en internet sobre la flora y la fauna de Pripyat.
Complejizando aún más esta posibilidad, en Cuaderno de Pripyat se superponen diferentes claves que podrían funcionar autorreflexivamente para dar cuenta de estas operaciones, como si se exasperara el procedimiento de la cifra a la vez que la necesidad de demarcar los límites que la contaminación insiste en borrar: la relación entre vida y arte que expone Oksana Zabuzkho en su entrevista, o el interés por ciertas articulaciones del desastre de Grigori N. Chujrái en “Entrevistas/7”. Pero hay una de estas líneas que se torna fundamental no solo por el peso que adquiere en la novela sino por cómo se intersecta con la perspectiva que propongo. La misma se relaciona con una de las actividades colaterales que realiza el protagonista. Malofienko no es sólo un periodista que adopta la excusa del documental para volver a Pripyat sino que también es un artista: realiza collages. Si tomamos en cuenta que la novela se compone por medio de “recortes”, la actividad que lleva a cabo el protagonista podría utilizarse para dar cuenta de la manera en que se construye el relato. Casi en el íncipit, cuando se narra la llegada de Malofienko a la casa de su infancia, se destacan la multiplicidad de materiales a disposición y una acción posible, organizarlos: “Malofienko rompe en llanto, luego se ríe, desde algún lugar le llega el sonido de un motor, es el eco trastornado de un plac sedicioso: ¿dentaduras? ¿el cierre relámpago de una ametralladora?, ¿un T-84 Yatagan? Algo dibuja el pensamiento, por el momento son materiales imposibles de organizar” (13). Si en esta primera instancia la mención queda en el plano abstracto, pudiéndose pensar como una puesta en acto de la tensión entre memoria y recuerdo, luego de la primera incursión y del episodio del caballo los materiales y la práctica se especifican y toman carácter concreto5: “Encuentra unas figuras de caballos en las revistas sustraídas en las salas de espera de Kloten. Recorta y pega en las láminas anexas al cuaderno. En tinta roja agrega la cita leída en el mural de los caballos del Palacio de las Artes” (28). El primer collage de Malofienko se encuentra en el umbral del cuaderno, eso que Ríos utilizaba para delimitar la operación del delirio, y lo pone en jaque cruzando imagen y palabra.
Dentro del relato, el collage adquiere para el protagonista un doble valor. Es a la vez una práctica terapéutica y un arte. Cuando los realiza en Pripyat, los collages son “una receta terapéutica de posguerra que lo ha salvado en más de una ocasión” (45), pero cuando en el aeropuerto, de regreso, los guardias desenrollan las láminas y las examinan entre la risa y la sospecha de espionaje, el protagonista se defiende exclamando: “¡Soy un artista!” (88). Se habilita, en este episodio, una serie de conexiones con la introducción de otras prácticas que, dentro de la obra de Ríos, tensionan las relaciones entre arte y vida/enfermedad. Hacia atrás, se vincula con la performance que pone en escena la enfermedad y la muerte –ambas presentadas como reales– del hermano de Apolon dentro de un museo en Manigua; hacia adelante, con la ópera que el profesorcillo intenta montar en la cárcel de Rebelión en la ópera. Dicho intento, a la vez que apela al procedimiento de mise en abyme al poner en escena aquello que se vive en la prisión y al abrir la posibilidad efectiva de la revolución futura, se muestra como imposible porque debe ser llevado a cabo por aquellos que no tienen voz –no sólo en el sentido metafórico sino también literal− ya que en un proceso de deformación de lo humano las gargantas de los presos están atrofiadas.
En este contexto, entre los nombres propios que proliferan en Cuaderno de Pripyat, y que el lector puede elegir o no investigar, se destaca el de Sergie Sviatchenko. Es a través de esa mención que se introduce la discusión sobre jerarquías artísticas. Las mismas parecen querer delimitar la ambivalencia inicial que esgrimía el personaje entre práctica terapéutica y arte, dejando el valor de un solo lado: “En la obra de Sviatchenko hay un universo similar, dijo su amigo, mucho antes del viaje a Pripyat. No sé quién es, dijo Malofienko, un poco molesto porque con ese comentario su amigo parecía indicarle, más que una asociación, un régimen de jerarquías inquebrantables” (93). Sin embargo, hay un punto en el que ambos se encuentran. Los collages de Sviatchenko, según lo sostiene el texto curatorial de una de sus exposiciones, confrontan la fragmentación de la vida contemporánea nómade y globalizada y nos obligan a experimentar el proceso al que el consumidor moderno se enfrenta al navegar por la corriente de impresiones visuales que lo asedian constantemente (Gestalten). Los de Malofienko, por su parte, se constituyen como “Cartografía de predaciones” (45). Entonces, en el marco de lo que el collage supone para ambos artistas, la apelación al mismo podría leerse en relación con el modo en que funcionan las entrevistas expandiendo la tragedia puntual a la degradación general. Pero, a la vez, al singularizar la práctica en su carácter material se evita que entendamos la superposición simplemente en términos de pastiche posmoderno, uno de los riesgos que se abre al posicionar, como por ejemplo lo hace David Banash (Poynor “Collage Culture”), el collage como clave para comprender el arte del siglo XX.
En el plano metafórico, esta operación también puede utilizarse para comprender el trabajo que se realiza en la novela sobre ciertas imágenes. Uno de los episodios en que el accionar violento de humanos y animales se exacerba es narrado de la siguiente manera: “Si atrapan a un saqueador dentro de la zona de exclusión los jóvenes lo cuelgan en el parque de diversiones. Una nube de pájaros envuelve los cuerpos atados a la rueda de la fortuna. Por la noche los lobos trepan a las vigas de hierro y se encargan de desmenuzarlos” (38). La novela atrae como fondo la imagen más tradicional de Pripyat (la rueda de la fortuna), la primera que aparece en Google si se investiga sobre el tema, y le superpone los cadáveres que cuelgan, los pájaros acechantes y los lobos que trepan. Convoca así, a la vez, la brutalidad en lo mínimo del gesto y el deslumbrante imaginario de los videojuegos.
Pero hay otra puerta que se abre al detenernos sobre las imágenes que le interesan a Malofienko: el hombre-molinillo, la mujer-nido, el joven cabeza de perro, el jinete sin cabeza. El protagonista destaca de estas producciones una de las características que suelen resaltarse en el abordaje de la obra de Sviatchenko: cierta modestia, cierta sencillez que, sin embargo, tiene “la capacidad de colonizar una cabeza hasta aplastarla” (93). Cuando Rick Poynor (“Collage Now”) se ocupa de aquello que vuelve a los collages de Sviatchenko distinguibles del resto (algo en lo que cifra su valor artístico) se centra justamente en las pocas piezas que los componen sosteniéndose sobre un fondo liso y en cómo esta escasez pone el énfasis en el acto de selección, escisión y montaje y en el modo que adquieren los cortes: afilados, agresivos. La puesta en juego de la práctica del collage y de la figura de Sviatchenko potencia así los movimientos que he intentado delinear. Por un lado, debido a su pertenencia ucraniana y al modo en que se liga con la actividad terapéutica/artística de Malofienko, el nombre propio enfatiza las referencias locales que, enlazadas al desastre nuclear, proliferan y saturan. Pero, al mismo tiempo, en función de aquello que le interesa al protagonista, nos obliga a ponernos en contacto con el vacío y la suspensión que genera el corte. Y, a partir de ahí, se habilitan lógicas diferentes para comprender las figuras que se crean en la novela y que tocan esa vida singular. El delirio al que apela Ríos al definir los límites mediante una jerarquía de grados de realidad de los fragmentos se constituye, es cierto, como una opción de lectura fundamental. Pero la centralidad que el collage adquiere en la novela nos permite entrever la necesidad de utilizar otras distinciones. Para Kali Kalita, el problema en ese territorio es otro: “El problema es que no sabemos cómo verificar si se trata de seres anormales o divinos” (42).

Entre el resto y el hipervínculo

Cuaderno de Pripyat potencia sutilmente la hibridación de temporalidades: se sostiene entre la crisis puntual, pero que puede valer como alegoría del desastre de la humanidad entera, y la posibilidad de generar un escenario posapocalíptico. Este mundo podría, en tanto proyección y en función de ciertos parámetros de la ciencia ficción, generar una crítica del presente en el que se inscribe. Pero, a la vez, el modo en que lo construye el autor enfatiza la experimentación en torno a formas de lo viviente que, superando los límites de la enfermedad, nos ponen en contacto con una (futura) potencia de variación anómala y singular. En la misma entrevista en que nos proporciona la imagen de las muñecas rusas como posible clave interpretativa, Carlos Ríos se describe a sí mismo como un escritor cartonero: “Digamos que soy un escritor un poco carroñero, cartonero, en México dirían pepenador. Me gusta trabajar con los restos, con lo que va quedando fuera del circuito social de los relatos” (Gómez s/p). Los fragmentos con que se compone la novela pueden pensarse, entonces, como restos (casi desechos) que se superponen pacientes a la manera del collage para intentar bordear un desastre específico, expandiéndolo, cifrándolo, haciéndolo mutar.
Pensar desde el resto supone, si seguimos a George Didi-Huberman en La supervivencia de las luciérnagas, articular la supervivencia con la lógica de lo menor. Para Didi-Humerman, lo contemporáneo se interroga a través de “Lenguajes del pueblo, gestos, rostros: todo aquello que la historia no puede explicar en simples términos de evolución o de obsolescencia” (55). En este contexto, observar el titilar de las luciérnagas, en el que se cifra lo errático, la fragilidad, la fugacidad como valores, supone apelar a un tiempo de la destrucción continua: el final de un mundo visto como lo hace Cuaderno de Pripyat desde pequeñas supervivencias.
Ahora bien, simultáneamente y de manera singular en la narrativa de Ríos, la investigación en torno al hecho histórico que despliega Cuaderno de Pripyat parece reconvertir constantemente los restos en datos concretos. Y cuando el resto se convierte en referencia alienta a generar una lectura con hipervínculos que pone en juego una materia pasible de ser contaminada por otra temporalidad. El titilar de las luces de las luciérnagas se contrapone, en el enfoque de Didi-Huberman, a la sobreexposición y exhibición de los reflectores del neocapitalismo televisivo, ligados a un modo de la sobrevivencia que implica una discontinuidad no constreñible a la sucesión posterior. Cuaderno de Pripyat se sostiene entre ambos modos de la luz. Es que el desecho como dato nos envuelve en un paisaje de destrucción radical que se ha convertido en nicho de mercado. La catástrofe de Chernóbil ha dado lugar a múltiples películas, videojuegos, éxitos editoriales en los que el accidente parece adquirir dimensiones inconmensurables. La novela se deja cegar al acumular todo ese material. Así, entre la lluvia y el ácido, la escritura de Ríos subvierte las escalas de valor y disvalor que ambos modos de la luz propugnan –modos que han sido utilizados para intentar dar cuenta del presente de la literatura y el arte contemporáneo pero, en general, privilegiando solo la visión desde lo mínimo ligado al anacronismo– sosteniéndose entre el horizonte y la imagen que lo perfora.

Notas

1 Incluso en la “entrevista” a Kalí Kalitá, la más anclada en los personajes y situaciones singulares de Pripyat, el agua contaminada da paso y vuelve central la reflexión sobre el olvido y la memoria. La excepción es, tal vez, la historia de Mariika. Pero, nuevamente, el color verde de su lengua “es visto menos como la secuela de un desastre nuclear que como el orgullo patriótico en el sitio exacto donde la garganta entona el himno de la reconstrucción” (Ríos Cuaderno 50).

2 Para pensar esta relación alegórica apelamos a las maneras en que se ha entendido la lógica proyectiva de la ciencia ficción (Suvin, Gandolfo, Link Escalera al cielo), pero también al modo en que Idelver Avelar ha complejizado los alcances del término en Alegorías de la derrota…, aunque sin constreñirlo a la materia de la que él se ocupa.

3 La utilización que hago del término “formas de vida” sigue la apropiación que de él hace Daniel Link, fundamentalmente en Suturas. Imágenes, escritura, vida pero apelando también a la distinción central entre clasificación y cualificación que realiza en Fantasmas. Imaginación y sociedad.

4 En su acercamiento al concepto de “empirismo trascendental”, Gilles Deleuze sostiene lo siguiente:“La vida del individuo le cedió lugar a una vida impersonal, y sin embargo singular, de la que se desprende un puro acontecimiento liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, es decir, de la subjetividad y de la objetividad de lo que pasa [...] Se trata de una hecceidad, que no es una individuación sino una singularización: vida de pura inmanencia, neutra, más allá del bien y del mal, porque sólo el sujeto que la encamaba en el medio de las cosas la volvía buena o mala.” (“La inmanencia: una vida...” en Giorgi, Rodríguez 38) En función de la perspectiva biopolítica que pone en juego el análisis, utilizo, entonces, el término “singular” ligado a anómalo en oposición a individual y relacionado con el concepto de impersonal.

5 Utilizo la distinción entre memoria y recuerdo siguiendo la línea que abre Alberto Giordano en su acercamiento a la narrativa de Tununa Mercado. Para el ensayista la retórica de la memoria “busca en lo que ocurrió lo que pueda servir a una estrategia de autofiguración en el presente”, mientras que la escritura de los recuerdos “explora la coexistencia problemática de un pasado que no termina de ocurrir y un presente de inquietud que no alcanza a cerrarse sobre sí mismo” (114).

Referencias bibliográficas

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26. Suvin, Darko. Metamorfosis de la ciencia ficción: sobre la poética y la historia de un género literario. México, Fondo de Cultura Económica, 1984.

Fecha de recepción: 25/11/2016
Fecha de aceptación: 23/10/217